35
Mélanie trató de beberse el café tibio. Le ardían los ojos de tanto mirar por la sucia ventana de la cafetería. Desde allí veía apenas la esquina sur de las rejas de Saint Paul. El hombre de anónima chaqueta parda que leía un periódico apoyado contra la reja era de la patrulla de la calle Bow. También el frutero del delantal de piel, junto a su carro cargado de manzanas. Roth y Edgar estaban en uno de los puestos de café, bajo las columnas de la Piazza. Raoul y Addison, en una taberna del lado opuesto.
El mercado de Covent Garden era un estallido de color. El sol de la mañana iluminaba la escena con tonos rojizos y dorados, lustrando puestos y carros, cestos de verduras y ramilletes de flores, pañuelos, delantales y canastas. Era el lugar ideal para que un hombre pudiera pasar desapercibido, pero Roth les había asegurado que sus agentes sabrían seguir a su presa en medio de la multitud.
Charles, en la silla de enfrente, cambió de posición.
— Aún es temprano. Si sólo revisan la reja una o dos veces al día, quizá todavía tarden en llegar.
Levantó la taza de café y se quedó mirando los posos del café.
— ¿Cariño? —Ella estudió su cara demacrada—. ¿Hay algún…?
— ¿Problema? —Una sonrisa triste le dilató la boca—. Por todas partes, ¿no crees?
— Es cierto. —Mélanie alargó una mano sobre la tosca madera de la mesa, pero la detuvo; ese gesto parecía violar las fronteras que aún existían entre ellos—. Pero pareces estar pensando en algo más que en lo que tenemos ante nosotros.
Él negó con la cabeza y dejó la taza.
— No. En nada más. —Le cubrió la mano con una de las suyas—. Al menos en nada más que valga la pena pensar.
Un hombre con chaqueta verde y la cara medio tapada por el cuello alto de la camisa se deslizó entre un carro tirado por un asno y un puesto de pájaros, rumbo a las rejas. Todos los músculos de Mélanie se quedaron petrificados. El hombre avanzaba. De inmediato, ella reparó en la mujer que iba medio escondida tras él: una mujer vestida de colores apagados, con una cesta cargada de coles y brócolis; un descolorido sombrero de paja le cubría el pelo color albaricoque. Una de tantas matronas haciendo sus compras. Sin embargo…
Mélanie apretó la mano de su esposo.
— Charles.
— ¿Qué? —le preguntó él con voz seca.
— Creo que Jack Evans tiene como cómplice a una mujer.
En ese momento el asno se encabritó entre las varas y su propietario cogió las riendas para calmarlo. Los movimientos de la multitud que rodeaba el carro ocultaron las rejas. Cuando la calle se despejó, la mujer había desaparecido. A esa distancia era imposible saber qué había pasado con la carta. Mélanie se puso de pie y Charles la cogió por la muñeca.
— No podemos hacer nada. Y si nos vieran tal vez sería peor. Ya vendrá Roth.
Ella volvió a sentarse, con las manos apretadas en el regazo. Cada segundo transcurrido le ceñía el nudo que sentía en la garganta y en el pecho. El policía de sombrero y chaqueta parda había desaparecido, aunque el del carro de manzanas seguía allí. Quizá fuera sólo cosa de su imaginación, pero Mélanie creyó verle los hombros caídos en actitud abatida. Por fin, Roth entró en la cafetería, seguido por Edgar, Raoul y Addison, a quienes debía de haber recogido en el otro lado de la plaza.
Bastó mirarlo a la cara para averiguar lo ocurrido.
— ¿La han perdido? —le preguntó Charles.
El detective hizo una mueca de dolor.
— ¿Cómo sabe que era una mujer?
— Mélanie la vio, pero ya era demasiado tarde para hacer nada.
Roth se dejó caer en una silla y los otros lo imitaron.
— Hilton y Renford sólo se dieron cuenta al ver que la carta había desaparecido. Por entonces, ella ya se había perdido entre la multitud. Sospecho que fue quien provocó el alboroto del burro, aunque no estoy seguro. Hilton y Renford esperaban a un hombre. Nosotros también. Aun así deberían haber estado más atentos —afirmó, descargando una palmada contra la mesa.
— Ya no hay remedio —replicó Charles, que reunió los raídos restos de su autodominio—. Pasaremos a la segunda parte del plan.
A propuesta de Roth, en el mensaje codificado habían indicado a quienes tenían a Colin que lo llevaran esa medianoche a St. Albans Court, cerca de los muelles.
— Es un buen lugar —dijo Roth, ya recobrado de su enfado. Sacó del bolsillo su libreta y un lápiz; luego arrancó una hoja que puso en la mesa—. El año pasado hubo allí un gran incendio. Como en esa parte de la ciudad no se construye con rapidez, las casas están desocupadas. Las dos del frente forman un pasaje. Sus puertas principales abren a la calle; las traseras, al patio. —Empujó el papel hacia la luz de la ventana para hacer un rápido boceto—. Hay otras dos casas a cada lado del patio y dos más en el fondo. Una vez que hayan llevado al niño al patio, mis hombres podrán cerrar el pasaje; entonces los tendremos acorralados.
— ¿No sospecharán cuando no vean a Carevalo allí? —le preguntó Edgar.
— Creerán verlo. —Mélanie miró a Raoul—. Veamos si tu imitación de Carevalo es tan buena como en otros tiempos.
Raoul se volvió hacia ella; su tono se hizo gangoso y sus hombros adoptaron la postura jactanciosa de Carevalo.
— Mi querida señora Fraser, yo no diría que esto es una imitación.
— ¡Madre mía! —En ese momento, la sorpresa se impuso a la antipatía que Edgar sentía por O’Roarke—. ¡Es su viva imagen!
Charles asintió.
— Antes del amanecer, con una capa oscura y en el portal de una de esas casas incendiadas, bastará para que ellos entren en el patio. Con que él mantenga la ficción durante un minuto o dos será suficiente. Así no desenfundarán las armas y podremos llevarnos a Colin sin peligro. —Miró a Roth—. Luego usted podrá arrestarlos, aunque eso es lo que menos me preocupa.
— Es el plan más seguro que se nos ha ocurrido —repuso Roth, moviendo afirmativamente la cabeza.
— Sí. —Charles recorrió a aquellas cinco personas con la mirada firme y decidida del comandante antes de la batalla—. Esta noche nos lo jugaremos todo a una carta. Cada uno sabe qué papel debe representar. No habrá lugar para errores.
St. Albans Court era una reconfortante masa de sombras, iluminada sólo por la luna que, amortajada entre nubes, se deslizaba entre los altos edificios apretados y brillaba en los adoquines resquebrajados y sucios. Mélanie movió un hombro contra el muro chamuscado y giró el cuello para ver mejor por la ventana. Estaba con Charles en la casa de la izquierda, de las dos que daban a la calle, con la fachada hacia el patio. El interior era poco más que una estructura quemada; faltaba la mitad del piso alto. Fragmentos de papel de pared adheridos a las vigas carbonizadas, suelos de madera podridos que dejaban ver grandes agujeros… Resultaba difícil imaginar qué había sido la habitación en la que estaban, pero tenía una ancha ventana que ofrecía una buena vista del patio. La mitad de un cristal había desaparecido y dejaba entrar el aire helado, los crujidos y susurros de la noche.
Raoul estaba al otro lado del patio, apoyado en el marco de una puerta, envuelto en un manto con capucha; su postura no tenía la elegancia felina de costumbre, sino que imitaba la actitud desgarbada y desenvuelta de Carevalo. Roth y Edgar se habían apostado en la casa de la derecha. Addison y cuatro policías estaban diseminados por los otros edificios, y otro de los policías de la calle Bow vigilaba la calle a la entrada del pasaje.
Una paloma descendió de las vigas rotas, aleteando, y volvió a posarse. Una ráfaga hizo temblar la ventana, agitó las nubes que cubrían la luna y mordió a través de la fina capa de terciopelo que abrigaba a Mélanie. No era posible hablar, mucho menos mirar el reloj, pero sin duda debía de ser medianoche pasada. Se sentía como si tiraran de ella desde diez o doce sitios diferentes al mismo tiempo.
El tiempo transcurría lentamente, destrozándole los nervios, desgastando las hebras ya raídas de su cordura. Sentía en el cuello la vibración del aliento de Charles, ya menos regular que unos pocos minutos atrás.
De pronto, se oyó una pisada en el pavimento. En la esquina más alejada de la ventana se vio una sombra, con un ondear de capa. El aliento se le petrificó en la garganta.
Raoul giró la cabeza.
— ¿Evans?
— No, soy yo.
Era una voz de mujer, grave y clara. Se adentró un par de metros más en el patio; ya era del todo visible desde la ventana de los Fraser. No la acompañaba ningún pequeño. Mélanie contuvo un gesto de tormento. Charles le apretó un hombro, en parte para reconfortarla, en parte como advertencia.
— Ya veo. —La voz de Raoul tenía un tono de impaciencia y frustración que imitaba exactamente el de Carevalo—. Creo haberos pedido que trajerais al niño. ¿Dónde está?
— Con Jack. Están más allá. Queremos el dinero.
— Desde luego. —Raoul alargó una bolsa.
La mujer dio un paso adelante.
— Un momento, querida. —La voz de O’Roarke la detuvo; el ronroneo perezoso cedió paso a una sequedad cortante, muy a la manera de Carevalo—. No confío del todo en que esas bonitas manos tuyas no estén armadas. Y estás muy equivocada si crees que voy a entregarte el dinero antes de que me hayas dado al niño.
La mujer se detuvo a tres metros de distancia. Aunque estaba de espaldas a los Fraser, Mélanie vio que cruzaba los brazos contra el pecho.
— No es tan sencillo, señoría. Con tanto trabajo como nos ha dado, el precio ha subido.
— Maldita sea —gruñó Raoul, aunque en realidad esperaban algo así.
— Me parece que ese niño vale el rescate de un rey, a juzgar por el bullicio que usted ha metido.
— Setecientas libras.
Era una estimación aproximada, a partir de lo que probablemente se habría ofrecido a Evans y a su socia. Raoul llevaba mil libras, conseguidas esa tarde de un asombrado banquero.
— Dos mil.
El miedo y la ira cubrían a Mélanie como un sudor frío.
— Eso es un disparate.
Ella sintió que Raoul canalizaba su indignación a través de la personalidad de Carevalo.
— ¿Y cortarle el dedo al chico? ¿No ha sido un disparate acaso? —La voz de la mujer tenía el filo del enfado.
— Eso es asunto mío.
— Y el dinero es asunto nuestro.
Charles volvió a apretar el hombro a su esposa. Aunque no podían arriesgarse a hablar, el mensaje era obvio: «No te muevas de aquí. Veré si descubro dónde están Evans y Colin». Avanzó sin hacer ruido hacia los restos de la puerta que daba a la calle Salisbury.
— ¡Qué zorra eres! —Raoul parecía a punto de perder el dominio de sí. Mélanie sospechó que no fingía del todo—. No he traído tanto.
— Consígalo.
Mélanie se mantuvo inmóvil. A su espalda se oyó el leve roce de la puerta. Charles había salido a la calle.
— Dadme al chico. —Las palabras de Raoul parecían brotar entre dientes apretados—. Os daré mil ahora y mañana conseguiré el resto.
La mujer dejó oír una risa áspera.
— ¿Me toma usted por idiota, señoría?
— No creo que tengas más opciones.
— Vaya a que su precioso banquero le dé el resto de la pasta. Nos veremos aquí mañana por la noche. Traeremos al crío.
— Eso no se ajusta a mis planes, señora mía.
— Qué pena me da, su señoría.
Raoul dio un paso amenazador hacia delante. El gesto fue efectivo, pero en ese instante el viento le echó la capucha atrás y abrió las nubes que cubrían la luna. La luz cayó sobre su cara.
— Oiga… —La mujer lo miró con atención. Luego lanzó un grito, seguido por un silbido penetrante—. ¡Corre, Jack! ¡Es una trampa!
Raoul se lanzó contra ella. Mélanie giró en redondo para cruzar deprisa el edificio incendiado; cruzó la puerta en ruinas y la habitación contigua, rumbo a la puerta que daba a la calle Salisbury. El patio ya no tenía importancia. Jack Evans estaba en otro sitio, con su hijo.
En la calle Salisbury se apretaban las sombras, pero nada se movía. El policía debía de haber ido al pasaje al estallar los gritos en el patio. Mélanie estudió el lugar y vio lo que Charles debía de recordar al haber inspeccionado la zona anteriormente: casi frente al pasaje había una casa oscura, al parecer desocupada. Las ventanas del piso bajo tenían tablas clavadas, pero una de las del desván estaba abierta. Era el sitio perfecto para esconderse con un niño de seis años en espera de que desde el patio llegara una llamada o una señal de alarma.
Corrió hacia la puerta. No estaba cerrada. Ella empujó para abrir y entró en un vestíbulo mohoso, sin iluminar, silencioso. No se oían pisadas, crujidos reveladores, ni siquiera el susurro de una respiración. Avanzó hacia el contorno oscuro de una escalera y entonces vio una puerta en el fondo del vestíbulo. Por allí debía de haber entrado Evans con el niño. Si hubieran utilizado la puerta de la calle, el policía los habría visto. Tal vez acabara de huir por esa misma puerta, puesto que no se oían ruidos de lucha allá arriba.
Cruzó el lugar en unos pocos pasos y abrió aquella puerta; daba a un callejón estrecho que hedía a moho, comida podrida y orina. Unos rayos de luna atravesaban los bloques de sombra y daban un lustre de mármol a los adoquines cochambrosos. Desde arriba le llegó un ruido repetido que la hizo salir al callejón y elevar la mirada. La casa contigua a la que acababa de cruzar era algo más baja y su tejado ascendía en ángulo, con una alta chimenea de ladrillo en el extremo. Una silueta encorvada trepaba trabajosamente por esa pendiente. Parecía llevar una mochila a la espalda. De pronto, ella comprendió que ese bulto era su hijo y se tragó el grito que le subía por la garganta.
— Entrégate, Evans. —La voz de su marido resonó en el callejón. Estaba asomado a la ventana del desván por la que el hombre debía de haber escapado; bajaba hacia el tejado hacia donde se arrastraba el fugitivo llevando a Colin—. Carevalo ha muerto. Entréganos al niño y se te tratará con clemencia.
Al oír la voz de su padre Colin dio un respingo, dejó de aferrarse a Evans y se deslizó por el tejado en diagonal, hacia el callejón.
Esa vez Mélanie no pudo contener el grito. Corrió para recibir a su hijo, pero el pequeño resbaló hasta el borde del alero y se quedó inmovilizado allí, con el abrigo enganchado en algún oportuno clavo. Se agarró al alero con ambas manos y allí permaneció, con el torso en el tejado y las piernas suspendidas.
La fuerza de su movimiento había hecho que Evans perdiera el equilibrio. Detuvo su caída rodeando con los brazos la esquina de la chimenea y se quedó colgando, agitando las piernas en busca de algún asidero entre las tejas.
Charles, que ya había trepado por la mitad de la pendiente, empezó a arrastrarse de lado hacia el borde exterior, donde estaba Colin, pero Evans le lanzó una patada que lo alcanzó en la cara. Mélanie oyó el ruido sordo de una pesada bota contra carne y hueso.
Él se deslizó por la pendiente del tejado, agarrando las tejas con pies y manos. Evans se levantó, aferrado a uno de los tubos de la chimenea; una vez recobrado el equilibrio, dio un paso hacia la silueta tendida de Charles. Mélanie vio en su mano el destello de un puñal y gritó para advertir a su esposo.
Entonces Charles se incorporó de un salto y se arrojó contra Evans. El otro llevó la mano armada hacia atrás, pero él lo sujetó por la muñeca y los dos forcejearon en medio de la pendiente. Evans trataba de dirigir el puñal contra Fraser; éste, de arrancárselo.
Colin seguía agarrado al borde del tejado, en un silencio terrible. Su madre no podía verle la cara, pero debía de estar amordazado.
— No te aflijas, cielo —gritó, por encima de los gruñidos y los golpes que llegaban desde el techo—. Tú aguanta.
Donde estaba podría recibirlo en brazos o, al menos, amortiguar su caída. Había sacado su pistola del bolso, pero no podía disparar contra Evans sin poner en peligro a Charles.
Evans buscó el cuello de éste con la mano libre. Charles, por su parte, se dejó caer hacia atrás para hacerle perder el equilibrio y, apretando con más fuerza la muñeca de la mano armada, se la torció con un movimiento brusco. El secuestrador dejó oír un gemido de dolor. El cuchillo voló en un arco centelleante, rebotó contra el tejado y cayó ruidosamente a los adoquines de la calle.
A continuación Evans trató de golpearle en la cara, pero como Charles lo esquivó, le dio una patada en la pierna. De inmediato lanzó un grito al sentir que su pie se resbalaba. Se deslizó fuera del alcance de Charles y llegó dando tumbos hasta el borde del tejado, más abajo incluso del sitio donde estaba Colin. Sus dedos arañaron las tejas; sus piernas se agitaron desesperadamente. Luego, el alero cedió bajo su peso. El hombre cayó con un grito que resonó en todo el callejón, se estrelló contra los adoquines, a tres o cuatro metros de Mélanie, y se quedó inmóvil.
— Colin… —La voz de Charles sonaba serena, coloquial. Mélanie estuvo a punto de sollozar de alivio—, no temas. Él ya no puede hacerte daño. Aguanta un poco más, que voy a por ti.
Mélanie tuvo la impresión de que el niño había asentido con la cabeza. Echó un vistazo a Evans, pero era obvio que se había roto el cuello con la caída.
— ¿Charles? —gritó—. ¿Quieres que suba?
— Quédate ahí hasta que tenga sujeto a Colin. Luego espéranos en la ventana del desván.
Charles descendió a cuatro patas por la pendiente del tejado; arrastraba con torpeza la pierna herida, pero sus manos se mantenían firmes y seguras. Aquel breve tramo de tejas parecía prolongarse interminablemente, como un tablero de ajedrez donde el blanco y el negro de las casillas se difuminaban en gris.
En el aire de la noche se oyó un ruido de tela desgarrada: el abrigo de Colin había cedido, pero el niño aún se mantenía colgado a medias en el tejado, agarrado al alero.
Charles alargó la mano.
— ¡Colin! Aún no te muevas; ¿alcanzas a darme la mano?
El pequeño alargó un brazo y Charles lo cogió por los dedos.
Mélanie soltó el aliento, con los dientes apretados para resistir la presión de las lágrimas. En el callejón se escuchó un ruido de pisadas. Apartó la vista de Charles y Colin para advertir al recién llegado que no se moviera, pero el hombre ya se había detenido. Era Edgar, sin sombrero, dorado el pelo bajo el claro de luna. Tenía la mirada fija en el tejado donde Charles tiraba de Colin para ponerlo fuera de peligro. No pareció ver a su cuñada, oculta a la sombra del alero. Ella volvió a mirar la escena de arriba. En ese momento, su esposo se lanzó boca abajo contra las tejas, sujetando al niño contra sí, y gritó el nombre de su hermano. No era una advertencia, sino una súplica angustiosa.
Mélanie bajó la vista hacia Edgar y vio en su mano el lustre de una pistola. Lo vio levantar el brazo y apuntar hacia el tejado. Su intención estaba escrita en cada línea de su cuerpo.
Ella no tuvo tiempo para pensar o planificar nada. Levantó su propia pistola y disparó contra su cuñado. La bala lo alcanzó en el pecho.