Cuando vienen mal dadas, lo sabes. Sabes que vienen mal dadas cuando llamas por teléfono y nadie te devuelve la llamada. Sabes que vienen mal dadas cuando vuelves a casa, han echado la puerta abajo, lo único que se han llevado es el cerrojo (es lo único que merece la pena llevarse) y el ladrón ha dejado una nota instándote «a ver si espabilas».
La cosa no tiene ninguna gracia cuando es a ti a quien le sucede.
Intenté ser una persona honrada. Lo intenté durante mucho tiempo. De verdad que lo intenté, pero no funcionó…

—Hombre —saluda Nelson.
No nos vemos desde hace unos años. Está esperándome en el restaurante chino, hojeando pacientemente la carta. A los amigos del colegio por lo general los recordamos tal como eran en el pasado, y fue toda una sorpresa descubrir que Nelson había llegado a la cita no ya puntual, sino incluso antes de hora.
Nelson era el amigo del colegio que contaba con la aprobación de mis padres. Ya de pequeño era un artista de la manipulación, y ellos interpretaban como señal de que el mundo iba bien el que Nelson, todo repeinadito, se deshiciera en zalemas cada vez que los saludaba. Su desmedida cortesía contrastaba con los gruñidos de rigor de mis demás colegas. Mi madre solía alegrarse de verlo más que yo.
Sólo en una ocasión tuvo sus sospechas. Una noche, al salir yo de casa para reunirme con Nelson en su coche, me dijo recelosa: «La verdad es que parece algo joven para conducir». Tal vez porque a Nelson efectivamente le quedaban aún dos años para poder sacarse el carnet, aunque habida cuenta de que el vehículo en cuestión era robado, eso era lo de menos.
Nelson, Bizzy y yo rodábamos por el sur de Londres. Nunca se disfruta tanto al volante como cuando se tienen quince años y se conduce un coche robado. Hacíamos un alto y nos dábamos un banquete (cóctel de gambas, bistec, tarta de chocolate con cerezas) a cargo de alguna de las tarjetas de crédito que Nelson birlaba. Repetíamos este entretenimiento con frecuencia, y sólo tuvimos contratiempos una noche, pero no por culpa de camareros suspicaces o intervenciones policiales. Nelson —conductor responsable por lo general— hizo sin querer un brusco adelantamiento a una furgoneta cargada de matones que nos doblaban en edad, tamaño y número. Estuvieron persiguiéndonos durante una hora, y fue la única ocasión en que vi a Nelson asustado.
—¿Qué tal? —pregunta Nelson.
Una pregunta de rigor, perfectamente normal. Pero que preferiría que no me hicieran últimamente.
—Bien —respondo. Ambos sabemos que no es cierto.
Todo colegio tiene su Nelson: el chaval que llama por teléfono con falsas amenazas de bomba, que roba carteras y exámenes a los profesores, que se larga de turismo a países exóticos con el primer desconocido dispuesto a correr con los gastos o se las ingenia para que algún gobierno extranjero sufrague su viaje de vuelta, mediante la famosa práctica de la deportación. De los doce a los dieciocho años no creo que transcurriera un día sin que Nelson cometiera algún delito que no conllevara pena de cárcel. Sin embargo, nunca pasó ni cinco minutos en comisaría… en Inglaterra. El destino de Nelson, imaginábamos los demás colegas, era terminar en la horca o convertido en figura del crimen internacional. ¿Qué fue de aquel Nelson? Pues que la vida le dio de hostias hasta que aprendió.
Casado y con dos hijos, actualmente trabaja como representante comercial de una empresa que se dedica a la fabricación de esposas. La empresa fabrica otros artículos, pero las esposas son su producto estrella. Nelson tiene en su haber sabrosas anécdotas sobre algunos de sus clientes extranjeros que, por ejemplo, exigen que se les devuelva el dinero cuando la sangre obstruye las esposas y no hay modo de arrancárselas a los cadáveres.
Nelson y yo nacimos el mismo día, lo que lo convierte en un estrambótico espejo de mí mismo. En el restaurante, sacamos a colación la noche en que casi nos hacen picadillo y demás batallitas de rigor. Necesitamos el uno del otro para encontrarles la gracia de verdad. ¿Hemos visto a algún colega de los viejos tiempos? No. Desde hace años. Pero aunque los hubiéramos visto, no habrían propiciado ni una sola anécdota digna de ser contada. A los cuarenta no hay gran cosa que contar.
No es que necesite que me lo recuerden, pero cuando miro a Nelson me doy cuenta de lo mucho que castiga la maratón esta. Nelson no es ni vago ni lento, sin embargo:
—Hace cuatro años que no me compro ni una camisa —me dice.
Su hija quiere estudiar medicina, así que a Nelson le toca ahorrar. Los dos nos escandalizamos de lo cara que está la vida, la comida en particular. Él apenas se puede dar el lujo de una cenita moderada en un chino barato del barrio, yo ni eso. Es lo que tiene ser varón y cuarentón: menos pelo y más racanería.
—¿Por qué en los chinos no sabrán hacerte un café en condiciones? —reflexiona, hundiendo la cucharilla en el líquido—. Ahora me corta el pelo mi mujer, ¿sabes? —Da unos tijeretazos en el aire con los dedos.
¿Será que envejecer es un proceso a la inversa? A los veinte años hay momentos en los que ejerces cierto ascendiente, pero luego se te echa todo encima y te encuentras de nuevo en una versión flácida de la infancia donde no puedes hacer lo que quieres y te corta el pelo alguien que no tiene ni idea de cortar el pelo.
Aun así, Nelson me lleva una gran ventaja en este juego. Puede que su hipoteca sea enorme, pero al menos tiene hipoteca. Su trabajo será infame, pero tiene trabajo. Pensión. Hijos. Todos nuestros conocidos, hasta los más palurdos y los más desagradables, tienen algo.
—Déjame que te invite —dice Nelson, y ni siquiera hago ademán de protestar, no vaya a cambiar de opinión.
—De mujeres, ¿qué? —pregunta Nelson.
—Nada. —Nelson espera que me explaye, pero no lo hago.
—No tienes suerte, ¿eh? —A veces te crees desgraciado, y es posible que lo seas, o no. Es difícil evaluar los baches, y tenerse siempre por desgraciado sería autocompasión. Pero cuando son los amigos quienes te salen con que no tienes suerte, es que vienen mal dadas de verdad.
Nos quedamos en silencio a la espera de que el camarero regrese con la tarjeta de Nelson.
—La semana que viene, en Miami —suspira Nelson.
—¿Qué tiene eso de malo?
—Si fuera un viaje de vacaciones, Miami sería el destino ideal. Pero lo que yo tengo por delante es un montón de horas enrabietado en la carretera, un día metido en el avión y cuatro jornadas de trabajo en una cabina refrigerada repartiendo tarjetas entre el gremio policial, que hará el gamberro tanto como le sea posible y que de tener algún interés en mi producto ya sabría dónde localizarlo en cualquier caso. Con el hígado hecho polvo como lo tengo, de beber, ni hablar. Luego a la vuelta, otro puñado de horas aguantando retrasos en el aeropuerto, otro día metido en un avión, y para rematarlo otro puñado de horas enrabietado en la carretera hasta volver a casa y que la parienta me dé mala vida porque he estado en Miami y ella no.
Un chino esquelético se deja caer en el restaurante con un voluminoso bolsón en bandolera. De su interior extrae un abanico de DVDs que expone ante los distintos comensales. No habla una palabra de inglés y dudo de que sepa en qué país se encuentra.
—Voy en tu lugar cuando quieras —bromeo. Nelson se queda mirándome.
—¿Por qué no? —dice sin asomo de broma—. Sí, señor, haz de mí.
—No puedo hacerme pasar por ti. Además, he perdido el pasaporte.
—Pensándolo bien —prosigue Nelson—, ¿sabes lo que yo quiero? Dormir, eso es lo que quiero. Quedarme remoloneando en la cama hasta la hora de comer, quizás una partidita de golf por la tarde. Así toda la semana. Hasta había pensado en pedirme una baja para escaquearme del viaje a Miami. Pero mira por dónde, aquí estás tú. Vas en mi lugar, te hospedas en un buen hotel, repartes unas cuantas tarjetas y disfrutas unos días.
—¿Y qué hay del pasaporte?
—Te llevas el mío.
—No nos parecemos —replico, pero miro a Nelson y reparo en que aun sin ser hermanos gemelos, ambos llevamos el pelo al rape y tenemos cara de tocinos derrotados; además, ¿acaso alguna foto de pasaporte guarda algún parecido con su titular?
Cuantas más vueltas le damos, más nos convence el plan. Me valgo de su pasaporte y tarjeta de crédito y me empleo lo suficiente en Miami como para crear la impresión de que Nelson ha estado allí.
—¿De qué va la cosa? ¿Cata, barra o mamada?
—Cata y punto. No hacemos barras ni mamadas.
Si eres representante comercial hay dos tragos inevitables por los que pasar, vendas lo que vendas. Uno: la feria de muestras en alguna horrorosa ciudad alemana. Dos: atiborrar de copas a los que toman copas. Ése es el nivel de acceso. A partir de ahí, ya depende de la política de la empresa. Puede que baste con repartir unos catálogos («se les “cata” un poco»), o que haya que acompañar a los futuros clientes a una barra americana («observación del ganado») o, caso de hallarse en la ciudad apropiada, a un burdel («desobstrucción de cañerías»). Ser comercial, sintiéndolo mucho, no es ocupación que revista gran complejidad. Un año mi empresa contrató a un cuarteto de cuerda para que amenizara su stand en la feria de muestras. Nunca más repitieron.
Una vez fuera Nelson y yo demoramos el adiós e inspeccionamos la sombría calle principal por donde, a lo lejos, un sexteto de adolescentes con la capucha de la sudadera subida avanza torpemente hacia nosotros, pero en el último momento retrocede vociferando sobre algo a su juicio digno de vociferación. Anima verse en la calle con un amigo en quien sabes que puedes confiar: la aportación de Nelson, bravucón de tres al cuarto, a cualquier pelea consistiría en agotar a su asaltante recogiendo golpes, pero no echaría a correr. Nunca saldría corriendo y me dejaría tirado. No sería plato de gusto para él, pero no echaría a correr.
—Cuídate. Y recuerda —dice Nelson despidiéndose— que no puedes quedarte con la comisión.
Regreso a casa. Es un lugar deprimente incluso en el mejor de los días, porque alquilar un cuartucho de mierda con derecho a baño y cocina en un barrio de mierda siempre es deprimente. Volver a casa y encontrártela vacía siempre es deprimente. No es donde yo quisiera estar. No es donde nadie quisiera estar.
Hay un abuelete borrachuzo con cara de polla amoratada que se pasa el día sentado en la calle, aferrado a una lata. Está tan morado que cuesta creer que sea un ser vivo. Las diferencias entre él y yo son pocas (y menguantes). Principalmente, que él sabe ingeniárselas para estirar el dinero y que le alcance para empinar el codo la semana entera (yo aún siento debilidad por la comida). Además, se le ve tan feliz. A diferencia de la infinidad de borrachuzos, yonquis y pedigüeños del barrio que se afanan por hacerte la vida imposible, él guarda silencio y compostura. Es indignante. Tengo mejor color que él, ropas no tan raídas y una vida más activa, pero aparte de eso, soy su mero suplente, su sucesor, toda vez que mis posibilidades de encontrar empleo en la actualidad son al parecer idénticas a las de Su Excelencia el Berenjena. Pocas cosas tan destructivas como una larga temporada en el paro.
Estuve en un tris de no llamar a Nelson, porque uno de los peores inconvenientes de estar hecho polvo es tener que fingir que uno lo lleva bien, algo sin duda imposible. Cuando dispones de algún compartimento estanco, puedes mantenerte a flote. Pero sin dinero, sin pareja, sin trabajo, sin casa y sin salud…
No me las doy de nada: sé que no soy ninguna lumbrera. No sé idiomas, no sé fechas de batallas ni de reyes o reinas. Mis conocimientos técnicos se limitan a cambiar el aceite del coche. No sé cantar. No sé bailar. No he logrado que se me considere una eminencia en mi club de golf, sin embargo… sin embargo siempre me creí un tipo listo, siempre pensé que tenía, no sé, cierto talento oculto. Pero, claro, cuando regresas una vez más a tu colchón sudado de tu cuchitril de mierda te preguntas: si tan listo eres, ¿cómo es que has acabado aquí, de partenaire del Berenjena?
No tenía más remedio que aceptar la proposición de Nelson, porque necesito hacer algo. Si me hubiera dicho de limpiarle el váter una semana, habría aceptado igual. Mejor hacer algo que no hacer nada. Puede que Nelson me haya salvado la vida.

La palabra bombilla está desterrada. Eso me dijeron el día que entré a trabajar en la empresa. Lámparas. Luminarias. Pero bombillas, nunca. De lo contrario, el secreto de la venta de artículos de iluminación se queda en lo que las carreras de atletismo, donde una centésima de segundo puede valerte la medalla: basta que sepas una chispa más que el comprador para llevarte el contrato.
Yo hacía bien mi trabajo. No era muy bueno. No era excepcional, pero bastante bueno. Uno no crece deseando ser de mayor vendedor de lámparas, pero tras quince años de visitar fábricas, oficinas, tiendas y colegios, siempre encaramado a algún sitio tomando medidas, acabé cogiéndole el gusto. Luego el negocio vivió una bonanza tal que la empresa estimó necesario contratar a un empleado más que ayudara en mi zona. Fui yo quien escogió al nuevo comercial.
Hay quienes disfrutan con el proceso de selección. Les pone eso de que se arrastren y les supliquen. A mí no. Me desagradaba tener que entrevistar a aquellos candidatos, en su mayoría gente honrada y desesperada por encontrar trabajo, porque sabía que decepcionaría a todos menos a uno. Clarinda se presentó a la entrevista con una minifalda tan corta que no me atrevía ni a mirar.
La chica, natural de Singapur, era la persona más cualificada para el puesto, la más implacable de todos los candidatos, además, llevaba minifalda. El sector de la iluminación es predominantemente masculino, y si bien Clarinda tal vez no fuera la única mujer en el sector, seguro que sí era la más atractiva. Con el tiempo la bonanza, como buena bonanza, tocó a su fin. Fastidia que te quedes sin trabajo por haber hecho tu trabajo, como fastidia haber contratado a la persona que se queda con tu trabajo. Pese a mi antigüedad en la empresa, Clarinda se quedó y a mí me echaron. No creo que la minifalda fuera un factor decisivo: lo determinante, diría yo, fue que mi colega viviera con un abogado considerado como el más destacado experto en derecho laboral.

Evidentemente quedarte sin trabajo no debería arruinarte la vida, pero así fue. ¿Recordáis aquel enorme y deslumbrante transbordador espacial que costó miles de millones de dólares y terminó desintegrándose por culpa de un trocito de espuma de nada?
No os aburriré con los detalles de la historia. Entre los momentos estelares figuran una inversión nefasta, un divorcio, un incendio, una dolencia embarazosa, unos cuantos abogados y una abundante dosis de mala suerte. Te das la vuelta un segundo y aquella cosa que habías dado en creer tu vida de pronto ya no existe. Probablemente ni siquiera sea preciso darse la vuelta, podría ocurrir ante tus propias narices, incluso al tiempo que estás agobiándote con ella. Y de mi infortunio salí sin ninguna anécdota graciosa que contar. La mala suerte como mínimo debería procurarnos un buen arsenal de anécdotas.

Hay lugares que están esperando a que uno los descubra. Tal vez no os hayáis percatado, pero los hay.
En el control de inmigración, me sumo a la cola capitaneada por un ceñudo funcionario con bigote ralo aquejado de sobredosis de rencor. Rencor que se pone de manifiesto viéndolo marear a dos inofensivas venezolanas, madre e hija. El tipo despacha con tal parsimonia que nadie diría que está despachando, sostiene los pasaportes venezolanos con las yemas de los dedos como si estuvieran pudriéndose.
Al frente de la cola a mi derecha, un jovial funcionario de pelo cano con aspecto de jubilado y poblado bigote despacha a los recién llegados en expeditivas tandas de dos minutos dedicándoles una sonrisa y una broma.
A los diez minutos me doy cuenta de que me he equivocado fatalmente de cola. A mi derecha, una mujer con gafas que antes estaba contando a voz en grito su crucero por el Caribe y se encontraba a seis o siete turistas por detrás de mí ha llegado ya hasta las almohadillas dactilares.
¿Cambio de cola? No, porque calculo que la crisis venezolana no tardará en concluir. Cuando veinte minutos más tarde sigue sin hacerlo, decido que no vale la pena pasarme a la otra cola, porque ahora sí que ya no puede tardar mucho; una decisión que a los diez minutos lamento con toda mi alma cuando veo el denodado esfuerzo de las venezolanas por mantener su cortés sonrisa.
Aquí tenemos una sencilla lección sobre la naturaleza humana. El infortunio ha hecho de mí un experto en descontentos, pero en esta ocasión no preciso recurrir a esas aptitudes mías para detectar la amargura; mi futuro interrogador ostenta la joroba del agravio. Las cosas no van bien en casa: le ha explotado la caldera o ha descubierto a su esposa en alguna página web de bukkake, y qué mejor lugar para pagarla con el prójimo que su puesto de oficial de aduanas.
Barajo el cambio de cola durante otros veinte minutos, pero temo que en cuanto cambie, el sonrisas a mi derecha dé su turno por terminado y algún otro monstruo de la burocracia venga a ocupar su lugar. Después de una hora de cola, después del pesado vuelo, si pudiera teletransportarme al instante de buena gana renunciaba y me volvía por donde he venido, aunque no haya nada esperándome al otro lado. Ésos son los arrestos que me quedan.
Tras larga hora y media, cuando por fin alcanzo el mostrador, muestro el pasaporte de Nelson con cierta aprensión. Hasta la fecha en mi historial delictivo sólo constan algún que otro aparcamiento por la jeta y porros varios; lo que voy a hacer supone un salto mayúsculo en potencial penitenciario. Sin embargo, inmediatamente advierto que no habrá pegas. Llevo el pasaporte de Nelson memorizado, con todo detalle, y ensayada mi tapadera, pero no me preguntan nada de nada. La mirada del funcionario rebosa satisfacción; ya se ha empleado a fondo con las venezolanas, y puesto que sus compañeros de turno han atendido a diez o veinte personas más que él, seguramente esté preocupado por su rendimiento laboral. Estoy casi indignado.
El aeropuerto de Miami es el clásico moqueta y plástico de todas partes. Pero en cuanto recoges el equipaje y sales a la calle, la cosa cambia.
De pronto el calor. La luz que te asalta. Yo de luz entiendo, y nunca he visto luz así. No parece real siquiera, de tan blanca. En el taxi camino del hotel, me doy cuenta de que Miami estaba esperando a que yo la descubriera, de que ésta es mi ciudad ideal, y no la había descubierto por idiota. Miami, la de la luz deslumbrante. Deslumbrante de luz Miami.
Mi hotel se encuentra ubicado en pleno Miami Beach. Es limpio y alegre, aunque a juzgar por los establecimientos vecinos no es el más lujoso, pero estoy aquí en calidad de vendedor de esposas, no de estrella del rock. Me registro en el hotel y la celeridad con que el recepcionista me arrebata la tarjeta de crédito de Nelson me confirma que todo irá sobre ruedas. Esta ciudad está dispuesta a aceptar tu dinero.
Atestada de luz, mi habitación es perfecta. Inspecciono el balcón y me dejo bañar por el sol. Me purifica. Mis problemas siguen siendo los mismos que al salir de casa, pero no me preocupan.
No es que pretenda engañarme, es que de verdad no me preocupan. Y no preocuparte de tus problemas es como no tenerlos. La luz raspa las incrustaciones negras de mi cogote. Es como si hubiera muerto y ascendido al cielo. Haciéndome pasar por Nelson, he vuelto a nacer.
Pido un sándwich de dos pisos y un batido de coco al servicio de habitaciones. Hacerse servir platos caros a costa de otros es un gustazo. Aún hay luz fuera cuando termino de comer, pero no me tienta la idea de salir a explorar. La súbita dicha me ha dejado extenuado. Mi habitación contrasta tan radicalmente con mi anterior existencia que me apetece quedarme en ella y gozar de una temprana inconsciencia. Y por primera vez en muchos años duermo en condiciones toda la noche. Sin sudores, sin sueños agrios, sin dolor de tripas al alba: duermo el sueño de los triunfadores.

En el transcurso de mi acicalamiento matutino, me sorprendo ante la imagen que me devuelve el espejo: es como si Tyndale Corbett hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Soy otra persona. ¿Quién dice que uno viaja con sus problemas a cuestas? Qué equivocados están.
¿Me preocupa vender un artículo del que no sé nada y defraudar a Nelson? No. En absoluto. Llevo mi voraz apetito a desayunar. El bufé es el clásico surtido pseudosano (es decir, barato). Examino con incredulidad los minúsculos paquetitos de cereales y magdalenitas de casa de muñecas, cuando oigo una voz atronadora que dice:
—Deben de creer que somos pajaritos.
El autor del comentario es tan gordo que ocupa toda una mesa. Ante sí tiene una bandeja repleta de una especie de pastel de chocolate, tiramisú probablemente, y cuando digo bandeja me refiero a una bandeja, uno de esos recipientes planos y grandes que se ven en las vitrinas de las pastelerías. Lleva engullido ya al menos una cuarta parte de su contenido, lo suficiente como para, pongamos, provocar las arcadas de una familia normal cualquiera. Por otro lado, no veo más tiramisú a la vista, lo que significa que o bien el tipo ha confiscado los suministros del hotel al completo o se ha traído la bandeja de casa.
—Eh, tú, véndeme algo o al menos regálame una camiseta. ¿Las tienes en talla extra extra extra extra extragrande? —me pregunta apremiante. Yo llevaba puesta una camiseta con el logotipo de la empresa de Nelson. Así fue como conocí a Desi.
Me daba un poco de grima sentarme a su lado, porque detesto el chocolate. No lo soporto, no soporto ni su olor ni su aspecto, pero diferenciarte de tus semejantes en cualquier sentido provoca rechazo, y aunque la exposición a tanto chocolate me provocaba arcadas, tomé asiento junto a Desi. No habían transcurrido ni dos minutos de mi primera jornada como falso vendedor de esposas y ya estaba metido en faena.
Desi era agente de la policía secreta en Los Ángeles, aunque interesaría saber el volumen de trabajo que en realidad dedicaba a ese menester, pues como él mismo no tardó en explicarme, de hecho pasaba bastante tiempo en clínicas de desintoxicación. La cocaína había sido su primera adicción, después vino la heroína, luego el bourbon y más tarde la hierba, vicio del que sólo logró desengancharse gracias al crack. La ludopatía le duró dos años nada más, y desde entonces estaba enganchado al tiramisú.
Los hoteles «oficiales» designados para el congreso eran tres. Estoy convencido de que entre el colectivo policial asistente a dicho congreso debía de haber un buen número de agentes responsables, de individuos de rectitud tal que nadie de su familia había recibido una multa por mal aparcamiento en un siglo, pero no eran los que se hospedaban en mi hotel y se dedicaban a pasarlo bien con Desi.
Toda empresa tiene sus mangantes. La mía los tenía. Singer, por ejemplo, quien, compartiendo en una ocasión habitación de hotel con un colega, se largó tan campante dejando al otro muerto en la cama dos días seguidos porque la perspectiva del papeleo y las desagradables llamadas de rigor se le hicieron un mundo. («Estaba ocupado con una mala resaca», pretextó como disculpa).
Me figuro que a un poli eficaz es difícil que lo manden a un congreso en Miami. ¿Dejaríais vosotros que el mejor sabueso del equipo se os fuera unos días de jarana por ahí? Lo bueno de los secuaces de Desi era lo simpatiquísimos que eran todos y la gran receptividad que mostraban hacia otras culturas (particularmente en sus representaciones femeninas). Y luego estaba lo malo.
Ninguno tenía un nombre normal: Chochetes, el Sartén, el Orejas, Uniceja, Celofán, Tirofijo. Tal vez por la misma razón por la que los delincuentes se ponen apodos, para que nadie sepa su verdadero nombre. Muchos de los alias, no obstante, los delataban a la primera: el Sartén llevaba una sartén estampada en el dorso de la chaqueta, y la principal motivación de Chochetes no era otra que la que su propio mote indica.
El único elemento con un nombre vulgar y corriente en el círculo de Desi era Larry. Al lado de Desi había un enorme recipiente de plástico transparente, como esos que se llevan cuando se va de merienda al campo.
Y en su interior, una araña enorme. Más grande que mi mano. Yo desde luego nunca había visto una araña así de grande, y he estado en más de un zoo. Las arañas más grandes que vi en ellos, las tarántulas, eran seres inertes y tan interesantes de contemplar como un mejillón. La de Desi, en cambio, golpeaba enérgicamente contra las paredes del recipiente con furia arácnida.
—Así es —dijo Desi—. ¿Sabes eso que dicen de que los animales salvajes no son agresivos? ¿Que sólo atacan cuando se les amenaza? ¿Que sólo quieren que los dejen tranquilos? ¿Ser salvajes y vivir a su rollo natural? Pues Larry, no. Larry te ataca porque… porque te tiene delante. Y si no te tiene delante… ya se encargará de tenerte.
Los dos días siguientes no dormí mucho. Entre los momentos cumbre destacaría las disparatadas apuestas policiales a favor de Larry, a quien le dio por enzarzarse en múltiples combates: Larry contra ratón blanco. Larry contra rata. Larry contra cacho rata que Celofán y yo nos pasamos horas buscando en una acequia. Larry contra boa constrictor (este combate resultó bastante más aburrido de lo que pueda parecer: se trataba de una boa enorme, pero mortecina, pese a las patadas de aliento de su propietario). Larry contra una arañita insultantemente pequeña que Uniceja encontró en una maceta y por la que apostó simplemente para fastidiar a Desi (se falló empate, pese a que no ocurrió nada y Desi insistía en que era «tan pequeña que Larry ni la verá»). Y por último, Larry contra un pitbull llamado Loco. Larry redujo al pitbull de un solo mordisco y luego salió corriendo, mientras varios espectadores se encaramaban a lo alto de las palmeras afanosos por dejar a Larry espacio para campar a sus anchas.
Tres veces al día llegaba al hotel una furgoneta de reparto con una bandeja de tiramisú para Desi. En ningún momento le vi comer nada más, ni beber otra cosa que no fuera coñac. Yo cumplí con Nelson: me gasté el dinero que me había dado para mis gastos. Y distribuí sus catálogos, si bien al congreso propiamente dicho sólo acudimos por espacio de media hora y porque Desi necesitaba que le prestaran un dinero. Dos prostitutas costarricenses a las que encontré en mi cuarto de baño me pusieron un poco al día sobre la historia de su país, historia de la que, para mi vergüenza, yo lo ignoraba todo (al parecer es uno de los pocos países que no tienen ejército), y luego las remití a Chochetes.
Disfrutamos juntos de una animada sesión en un campo de tiro, cuyo extenso reglamento estaba expuesto en diversos puntos del recinto en letras grandes como cabezas. Sólo hubo una regla que no infringimos, pero cuando el propietario del campo de tiro es amigo tuyo, ¿qué importancia puede tener eso? Siempre conservaré en la memoria el grato recuerdo del momento en que Tirofijo, desde una distancia de treinta metros, hizo saltar por los aires, con un atronador disparo, la ceniza del habano que el Sartén se estaba fumando (era un habano monstruosamente largo, todo hay que decirlo…).
Uno de los momentos más memorables, sin embargo, fue a simple vista trivial. Me hallaba yo ayudando al Orejas y a Uniceja a sacar un sofá de la recepción de un lujoso hotel… en rigor no lo estábamos robando, porque era para una apuesta entre el Orejas y el Sartén. El Orejas se había estado mofando de la seguridad del hotel y del bajo calibre de sus empleados. «Pero, tío, si podríamos entrar sin más y arramblar con un sofá sin que se dieran cuenta». El Orejas estaba en lo cierto. Acabó embolsándose cincuenta dólares del Sartén y otros cien que le soltó el conductor de una camioneta al que le gustó el sofá.
Pero mientras sacábamos el sofá a cuestas del hotel, si bien no había personal de seguridad a la vista, me fijé en que un tipo no me quitaba ojo de encima.
Había algo en él que me resultaba vagamente familiar. Cuarentón, complexión recia, cabeza afeitada. ¿Actor? ¿Político? Vestía con una guayabera turquesa al estilo Miami, y los oros asomando por la pechera, aunque no pude apreciar si lo que colgaba de su cuello eran abalorios étnicos de ésos de pacotilla o la clásica bisutería de relumbrón. El caso es que el tipo no me quitaba ojo y sabía perfectamente lo que nos traíamos entre manos.
Mientras el Sartén hacía su recaudación, yo no dejaba de pensar en aquel tipo. Cuando uno se ha criado en una gran ciudad reconoce a los matones a la legua. ¿Policía? Puede ser, aunque, francamente, parecía demasiado inteligente. Por mucho que un servidor hubiera disfrutado con la compañía de Desi y los muchachos, intimidación intelectual no había experimentado ninguna. Las fuerzas del orden público no suelen atraer a las mentes más preclaras porque te pagan mal, hay desgraciados que te escupen a la cara o intentan matarte, y a diferencia de lo que ocurre en el ejército, cuando eres tú quien intenta matarlos de vuelta, te la has buscado.
A juzgar por la redondez de su testa y la oscuridad de su tez, habría dicho que se trataba de un conductor de autobuses turco, un entrenador de fútbol de las Bahamas o un albañil peruano, de no ser por su presencia en un hotel de lujo y sus ínfulas de asistente a cumbres. Esa aura que irradian los individuos que, aun sin haber alcanzado tal vez el éxito que desearían, han conseguido llegar hasta una conferencia cumbre con buena panorámica. Encumbrados en lo alto de su hábitat. Ahí me las den todas.
Tal vez no seas el más ilustre ginecólogo, pero tienes tu casa, tu segunda residencia, tu buen coche, tu barco, a tus niños en un colegio privado y tus ahorros engordando en el banco, de modo que sólo trabajas unos días a la semana: eres un individuo que asiste a cumbres, puedes quedarte en casa tan campante y reírte del mundo. O pongamos que eres un pintor no lo bastante subastado, cuya obra no ha llegado a las mejores galerías, ni conquistado las portadas de las revistas, pero que ha encontrado un buen chollo en la enseñanza y ya recibió lisonjas suficientes como para llevarse a la cama a montones de alumnas. Ahí me las den todas. Cierto, sí, todos quisiéramos subir otro peldaño más, que nos sirvieran ración extra de chocolate (vale, yo, no), pero lo importante ya quedó hecho.
Quise acercarme y decirle: «Estoy convencido de que ganaría mucho conociéndolo». Pero no puedes irle a nadie con ese cuento sin que te tome por gay o enfermo mental. Y bastante tenía ya con Desi y compañía. Aun así, la mirada de aquel tipo se me quedó clavada.
La hora del adiós llegó a la mañana siguiente. Todos los polis se marchaban, pero yo tenía que quedarme un día más en Miami, supongo que por si surgía la oportunidad de un plus de congraciamiento post-congresual. Le tiendo a Desi las señas de Nelson. Sigue un poco mustio por la fuga de Larry. Agarra su cucharón especial para el tiramisú y se atiza un bocado pantagruélico.
—¿Dónde encuentro yo ahora actitud como la de Larry?
Nos estrechamos la mano en el vestíbulo del hotel. Entusiasmado, Desi afirma que le encantaría hacerme una visita en Londres. Me preguntó cuál sería la reacción de Nelson si Desi apareciera en su puerta. Siento tentaciones de confesarle la verdad, porque es de mal gusto tener engañados, aunque sólo sea un poco, a quienes te caen bien. Quince minutos más tarde, cuando salgo del hotel, Desi sigue en la puerta esperando un taxi. Creo que me ha visto pero hace como si tal cosa.

Ahora ya no me siento tan estupendamente. El subidón de sol y la excitación arácnida de los últimos días comienzan a disiparse. La perspectiva del retorno me da en todo el morro. A excepción de unas cuantas sábanas sucias, la verdad es que no hay nada que me espere al otro lado. El país ya dispone de vendedores de lámparas de sobra. Puede que una de las setenta solicitudes de empleo que envié a lo largo del mes pasado haya cuajado, pero lo dudo.
Lo había estado cavilando, pero ahora me lo anuncio formalmente: no pienso volver. Si estoy acabado, más me vale estar acabado habiendo ligado bronce.
Tengo unos cuantos amigos, pero al igual que Nelson, están agobiados por sus respectivas familias y trabajos. Puedo contar con ellos a lo sumo para darme una vuelta por el pub un par de veces al año. Y es poco probable que encuentre colocación. Los parados siempre inspiran desconfianza. ¿Se puede saber por qué está usted en el paro? A uno le sale trabajo cuando tiene trabajo.
Además, si bien tengo cierta confianza en mis capacidades, las empresas suelen decantarse por ese candidato quince años más joven que yo que probablemente no sea tan bueno como yo, pero tampoco mucho peor, al que pueden pagarle la mitad de mi sueldo con la seguridad de que pondrá el doble de empeño en su trabajo que yo. A mis años, debería estar ya en la copa del árbol, aferrado al puesto con todas mis fuerzas y descargando las tripas sobre los de abajo.
No pienso volver; ni a punta de pistola.
Barajo la posibilidad del suicidio. Llevo un tiempo sin planteármelo. Es algo que antes me ocupaba las horas, tanto como ver la tele durante el día o fantasear que atizaba a Hollis con un pedazo de barra de hierro. El mayor atractivo del suicidio es lo fácil que resulta.
Llevarlo a cabo no lo es tanto. Requiere de cierto empuje, pero la cuestión práctica es bien simple. ¿Qué os parece más fácil?: ¿rellenar una solicitud de empleo de diez páginas entre la cual figuran varias preguntas que ni siquiera entendéis? ¿Mudaros de casa? ¿Sacaros un título en informática o ingeniería? ¿Rastrear las columnas de contactos esperando dar con una persona capaz de mantener una conversación como es debido? ¿Levantar en solitario una empresa de artilugios para ejecutivos que conlleve trabajar doce horas al día en los próximos seis años?
¿O tragaros unas pastillitas?
El suicidio le hace el juego a nuestra pereza. Y la pereza, la pereza siempre acaba imponiéndose. Tarde o temprano. No hay más ley que ésa.
¿Y por qué no vas a suicidarte cuando estás de buenas? ¿Por qué irte de capa caída? ¿Por qué no abandonar cuando llevas la delantera? La idea de quitarme de en medio en un buen hotel y de buen humor se me antoja de pronto interesante.
El motivo principal que me lleva a barajar tan a menudo la idea del suicidio es que soy consciente de que no lo llevaré a cabo. Mi problema es que soy un cobarde y un baldragas.
Pero no pienso volver: antes morir aquí que regresar a ese anticuado mingitorio que es Londres. Es evidente que he fallado en algo. No me ha ido bien la vida, ésa es la verdad. Hay hechos indesechables. A mi manera, si bien modesta y apenas perceptible, he procurado conducirme como una persona sensata y honrada. Pero se acabó. No sé qué haré a partir de ahora, pero eso se acabó.
Mientras paseo por Collins Avenue, abjuro de la sensatez y reniego de la honradez. Es fantástico. Resuelvo burlarme de virtudes como la responsabilidad, la compasión, la puntualidad, la paciencia, la diligencia y la verdad. Suelto una risotada en prueba de mi resolución.
Inmediatamente, opto por el autosoborno. Da un poco de pena, pero dado que aún dispongo de la tarjeta de crédito de Nelson, y que antes de llegar a Miami me alimentaba en exclusiva a base de huevos revueltos con tostadas, he decidido obsequiarme con un tentempié escandalosamente caro: paté de oca y caviar con virutas de oro, o cosa parecida. En caso de duda, recúrrase siempre al paté de oca y al caviar.
Me dirijo hacia el Loews. Todo el mundo debiera hospedarse en un hotel de lujo alguna vez en la vida. Estar hospedado en un hotel de lujo sacia el ansia por hospedarse en un hotel de lujo. Es una delicia sentarse al borde de la piscina junto a algún personaje de fama mundial, y así luego poder ir contando por ahí que has estado sentado al borde de la piscina con un personaje de fama mundial, pero basta con que se haga una vez.
Curiosamente, cuanto más fastuoso el hotel, mayor el engreimiento de su personal, y so pena de que poseas un país o te cuentes entre los diez personajes más archifamosos del mundo, se te toma por el pito del sereno. Por alguna regla de tres, el personal de los hoteles de lujo da en creerse rico y poderoso. Los mejores establecimientos son esos buenos hoteles de tres estrellas, limpios como la patena y atendidos con alegría.
Cruzo en línea transversal la cavernosa vastedad del vestíbulo del Loews y me fijo en un tablón en el que se anuncian las reuniones y funciones que se han de celebrar en el hotel: «La asociación americana de diseñadores de campos de golf» de paso por la ciudad, «La federación internacional de glotones competitivos», una entidad llamada «Whom-Bomp-A-Loo-Bomp A Womp-Bam-Boom Boom Bam, Baby» y una charla con el título «No Ser».
La carta del restaurante no es tan extravagante como esperaba. Nada de sándwiches de hortolano con panda. Me decanto por un ceviche de atún y, mientras espero mi golpe de suerte y delibero qué será menos honrado, si irse sin pagar o pagar con la tarjeta de Nelson, de pronto lo veo.
Lo veo desaparecer por una puerta, con una chica con estatus de modelo serpenteando alrededor de él como una dependienta entusiasta. Es él, el Vigía del sofá. En un hotel repleto de ricachones y arrogantes, ha monopolizado la circunspección por entero. Tengo que hacer indagaciones.
Frente a la puerta por la que acaba de entrar veo un cartel: «No ser: un acercamiento al budismo vajrayana con Su Santidad, el Lama Lodo». Desde la tarima, el Vigía del sofá se dispone a dar su conferencia con la disposición característica de los conferenciantes dispuestos a conferenciar. Así que el tipo es un comercial de la salvación. Toda una sorpresa, pero paso dentro.
Seguramente se requerirá algún tipo de inscripción o pago previo para poder asistir a la conferencia, pero, evidentemente, yo ya no paso por eso. Me instalo al fondo de la sala y observo a la concurrencia.
Dos o tres estudiantes. Una ancianita. Cualquier conferencia, sobre cualquier tema, en cualquier parte del mundo, tiene garantizada su ancianita. El chalado de turno también se halla presente, con sus tics nerviosos, tironeándose la barba. Una señora con cara de circunstancias (aunque con una cara así yo también la tendría) juguetea con un bloc de notas: la reportera del periódico local seguramente. Un par de parejas por cuyo aspecto colijo que la preocupación es su mayor preocupación.
Y, lo más destacable, un grupo de treintañeras bien bronceadas y acaudaladas con, pongamos, un matrimonio a sus espaldas, en busca de apoyo de algún tipo. Una de ellas, sentada tres filas por delante de mí, se agacha para coger algo del bolso y exhibe un tramo de espalda: un cóccix duro con déficit de grasa por el que asoma la mitad de una inscripción china. Por espacio de unos cuarenta segundos, gozo de una aventura imaginaria y en gran medida física con ella.
Dicen que estar casado es estar encerrado en una habitación con una persona que te exaspera. De nada sirve eludir ese punto. Más vale buscarse a alguien no demasiado exasperante que de vez en cuando nos dé algo a cambio: dinero, una ocurrencia, apoyo con nuestro régimen de gimnasia, una buena comida. «¿Estás segura de lo que vas a hacer?», le dije a mi mujer el día en que se marchó de casa. Lo estaba.
Antiguamente entendían mejor la vida. Recuerdo a mi abuela decir: «Me pasé años deseándole la muerte a tu abuelo, pero ahora andamos mal de dinero». El abuelo dejó de estar jubilado para acompañar en su jornada a un instalador de calderas, un fenómeno instalando calderas pero que no sabía leer ni escribir. Mi abuelo iba con él para hacerse cargo del papeleo. Los clientes estaban encantados, pues tenían la impresión de que el servicio que se les prestaba era mejor si acudían dos instaladores. La generación de mi abuela era de la opinión de que aquí no se venía a pasarlo bien. Uno no se divorciaba; confiaba en que a algún autobús le fallaran los frenos. Pero ella aguantó y consiguió lo que quería: paz durante el día y unos cuantos billetes extra.
Creo que mi mujer no tenía razón. Creo que la razón la tenía yo; pero he observado que tener la razón no sirve de mucho. Llevar la razón mejora tanto tu calidad de vida como llevar calcetines amarillos.
—Acérquense más —dice el Lama—. Según una antigua creencia tibetana sentarse en primera fila es magnífico para el karma. —Ni presentándose con una banda de rock, hielo seco y rayos láser podría el lama ser más mediático. En menos de un minuto, ya se ha metido al público en el bolsillo.
A continuación se sucede una breve historia del budismo. No sé nada sobre budismo, aparte de la implicación del Buda y del rapado de cabezas. El Lama pone en nuestro conocimiento que existen varias corrientes budistas. Yo siempre había pensado que teníamos al hombre, sus enseñanzas, firme usted aquí. Pero no, hay varias corrientes, la mayoría de las cuales el Lama despacha elegantemente. Ya se sabe que en cuanto hay multitud, empiezan las riñas. Lo de menos en un negocio es el negocio, lo fundamental es la puñalada trapera. Tanto si vendes iluminación espiritual como comida para perros, la preocupación primordial es acogotar a los colegas.
—Lo que nos distingue a los tibetanos es la creencia en la reencarnación y nuestra tradición de termas y tertones —explica el Lama.
Los tertones, al parecer, son buscadores de textos sagrados que encuentran escritos perdidos o escondidos largo ha, y un terma, una enseñanza espiritual. Reprimo con esfuerzo la carcajada. Nunca me he interesado mucho por la religión, pero sé por ocasionales abducciones televisivas que la historia está plagada de fanáticos que no dejan de blandir actualizaciones y listas de la compra firmadas por Dios.
—Y al igual que en muchas otras ciudades, también son muchos los que en Miami han sido atrapados por sustancias tóxicas como el alcohol y los estupefacientes —afirma el Lama arrugando la frente.
—Cocaína: Perico. Polvo. Nieve. Pasta. Merca. Mojo. Farlopa. Polvo de las estrellas… Polvo blanco… Polvo de oro… Tutti-Frutti… Charlie.
El Lama hace una pausa.
—Coca: ese alcaloide tropano también conocido como Dama blanca… Blancanieves… El diablo… Yeyo… Viaje en trineo… Cornflakes de California… Vitamina C… Tía Nora. Bazuco.
Pausa.
—Hoja andina… La fina… Lady Pura. Dama blanca. Blanquita. Aguacate. Manteca. Camerusa. Pala. —Pausa—. Pichi… Papa… Papuza… Merluza. Sniff. Tecla. Gambas blancas. Caspa del demonio. Pollo. Pasta de matute. Anchoa. Escama. Oro en polvo. Pase. Terrón de azúcar. Niña. Cois. Talco.
Pausa.
—Y apuesto a que habrán oído referirse a ella de otras muchas maneras.
Nunca he entendido qué gracia tiene darse a la bebida o drogarse de manera sistemática. Pillar una cogorza con los amigotes de vez en cuando, cuando se es joven, sí, desde luego, fantástico. Pero la indiferencia que el alcohol o las drogas me inspiran proviene de su nula capacidad para solucionar nada: ahí te quedas con tus penas después. Además, francamente, estoy demasiado pobre como para despilfarrar el dinero en estupefacientes. Cuando me veo desbordado, mi solución es sumirme en la inconsciencia. Vete a dormir, que es gratis, y puede que cuando despiertes haya cambiado tu suerte.
—No han de pensar en no ser, porque no ser es simplemente una forma de ser. Deben pensar en no no ser —dice el Lama risueño.
Hace una pausa para que se digiera el concepto. La cosa se está poniendo profunda, si te pones a pensarlo. Lo interesante de las religiones es que todas contemplan esto, el paseo este, como si fuera hasta cierto punto un fastidio, como una penosa carrera de obstáculos, un chicle asqueroso que se nos ha pegado en el alma.
Cavilo sobre la clase de «no ser» a la que aspiraría Hollis cuando se pimpló la bodega de la sala de fiestas en la que yo había invertido. Si invertí en ella fue porque me gustaba lo que conlleva ser propietario de una discoteca. Evoca hedonismo y beldades ligeritas de ropa, gangsterismo internacional, morbo liberador, todo lo contrario a lo que se asocia con ser un pelanas y una decepción.
No invertí mucho, porque no disponía de mucho que invertir. Mi participación en la empresa era del uno por ciento, es decir, que míos serían los ceniceros y un par de butacas de las más pequeñas, pero eran todos los ahorros de los que disponía y, como dato más significativo, invertí en contra de los deseos a voz en grito manifiestos de mi mujer.
Invertir en una sala de fiestas o un restaurante es un negocio de riesgo consabido, al igual que el matrimonio. En todas las épocas, en todos los reinos, ha habido parejas que han plantado cara a la eternidad e individuos que se han unido esperando sacar beneficios. Aún me siento orgulloso del joven que fui por aquel borbotón aventurero: como cuando a los catorce años te cuelas en una discoteca y cruzas la pista para pedirle un baile a la chica de la pechera despampanante. Vas hacia ella sin miedo porque no comprendes que esas chicas despampanantes no sólo no bailarán contigo, sino que ni siquiera se dignarán dirigirte la palabra. Yo no comprendía que me estuviera prohibido invertir en salas de fiestas.
Uno ve cómo los demás hacen dinero a espuertas con piscifactorías de truchas, conservas de pomelo o bolsas de golf revolucionarias, y se dice: yo también puedo. Pero no.
Al principio, Hollis nos caía muy bien.
Nos caía muy bien porque contrataba a unas camareras guapísimas. Ahí radica el gran secreto de un gerente de discoteca: contrata a camareras guapísimas, porque tal vez consigas llevártelas a la cama y te ganarás la aprobación de los propietarios. Una camarera guapa quizá pueda evitar también que alguien repare en que te pasas las noches en la bodega trasegando las mejores botellas, los borgoñas con solera, los whiskis de treinta años, los coñacs ante cuyo precio se exclama buf. El afán por la bebida de Hollis no hundió el negocio, pero tampoco un buque se va a pique por un simple boquete en la quilla, es el mar quien se encarga de hundirlo. En nuestro caso, los bancos. Pese a Hollis y a los incompetentes administradores (quienes, al igual que Hollis, venían muy recomendados), estuvimos realmente muy cerca de salir a flote, pero los bancos hundieron el buque retirándonos el crédito.
Las consortes son muy poco comprensivas cuando pierdes un dinero que te habían advertido que perderías.
La operación, en general, fue muy desalentadora. Excepción hecha de las camareras, eran todos en conjunto bastante feos y carentes de glamour. Lo único positivo que saqué de todo ello fue una excelente preparación para cuando llegue el fin del mundo. En el caso de que nuestra civilización sucumbiera, de que se extinguiera el orden público, lo primero que haría sería agenciarme una barra de hierro y matar a palos tan ricamente a unos cuantos banqueros, y caso de ser éstos lo bastante jóvenes y jugosos, me los comería, crudos incluso si aún fuera capaz de dar con el condimento apropiado. Además de dar caza a Hollis y a los administradores. Y a Loader también.
—¿Y qué hay de las técnicas de adivinación tibetanas? —pregunta el barbas cuando se abre el turno de preguntas.
El Lama sonríe. Conoce el percal. Responde con una sonrisa, aunque barrunto que el aspecto circense de la cultura tibetana le importa más bien poco.
—Si me permiten les contaré la historia del oso y las paletillas de la comadreja —dice el Lama.
Mientras se explaya hablando de la masa de harina y la lamparilla de grasa de yak, yo admiro el delicado algodón de su camisa azul celeste. ¿Será una camisa tibetana antigua? Cara lo es, desde luego.
—Y si salen de viaje —prosigue el Lama— y se encuentran con un cortejo fúnebre, considérenlo como un mal presagio.
¿Nos estará tomando el pelo? Al final nunca sabes. Un coche se detiene, el conductor asoma por la ventanilla y te dice: «Hoy es tu día de suerte». El tipo vende chupas de cuero o equipos de música. Sabes que la mercancía es dudosa, pero la verdad es que te apetece esa chupa de cuero o ese equipo de música, así que la pregunta queda en el aire: ¿será o no será tu día de suerte? ¿Quién saldrá ganando con la operación? ¿Te llevas un equipo de música que se incinerará solo en una semana o una auténtica ganga? Y nuestras entrañas nos dicen que ya hace tiempo que se nos venía debiendo un día de suerte o dos. Confiamos en escuchar buenas noticias, pero si no estamos oyendo ¿cómo vamos a escuchar?
—¿Y qué hay de la invasión china del Tíbet? —pregunta el barbas. Se cree un forajido emboscado; lleva cuarenta minutos aguardando el momento de soltar la preguntita—. ¿Cómo es que sus artes adivinatorias no vieron venir a un millón de chinos? —Sus tics crecen exponencialmente con el regodeo.
El Lama sonríe.
—De hecho, nuestras artes adivinatorias vieron venir a los chinos, sí. Lo presagiaron con toda claridad, tiempo antes de que se produjera la invasión. Pero cuando un millón de chinos invade tu país, de poco sirven las predicciones.
El Lama sonríe, pero en su sonrisa se trasluce un atisbo de maldad. Me lo imagino pillando luego al barbas en el aparcamiento y atizándole una buena somanta tibetana.
Han puesto unos libros y DVDs a la venta. Reconozco que me cae bien el Lama. Es un vendedor y protege bien la nada. Además, pese a lo místico de su plática, es tan macho como el primero. Al hombre le va el chapaleo de muslámenes. En su habitación de hotel, burbujea el jacuzzi, hay champán enfriándose, está puesto el canal deportivo y se practica el ancestral arte tibetano de bajarse al pilón.
Cuando salgo de la sala, nuestras miradas se cruzan. Inclina la cabeza.
Ahora ya sé dónde he visto antes al Lama: en mi futuro.

Paso revista a la serie de desgracias que he dado en llamar mi vida.
La gente por lo general no comprende lo fácil que es perderlo todo. No lo digo como crítica, los envidio. Suerte. Todo es cuestión de suerte. Sin suerte no se puede cruzar la calle. Ni salir de la cama se puede, y si no estáis de acuerdo, esperad y veréis. Todo es cuestión de suerte, y si tienes mala suerte, no hay nada que puedas hacer al respecto.
Aun así, la autocompasión debe de ser el más inútil de los vicios. Al principio, al menos, la mayoría de vicios son divertidos, pero la autocompasión no sirve de nada y, al menos en lo que a mí respecta, ni siquiera es divertida. Por otro lado, si tú no te compadeces de ti mismo, ¿quién lo va a hacer?
Estoy sentado en Silver Sushi, esperando a que cambie mi suerte, comiendo sushi. El Silver Sushi de Washington Avenue es mi restaurante de sushi favorito de Miami. Es el único restaurante de sushi que he pisado por el momento aquí en Miami, es la primera vez que como aquí, pero lo he nombrado mi favorito, porque todo el que reside en Miami ha de tener un restaurante de sushi favorito, y yo ahora resido en Miami. En Silver Sushi hay libros chic de arte desperdigados por todas partes que puedes hojear mientras te preparan tu pescado; es un detalle de nada, barato, pero no deja de ser un detalle y yo lo aplaudo.
La principal de todas mis desgracias: la falta de aptitudes. Carezco de experiencia práctica. No tengo edad para vender mi cuerpo, y mi cabeza no está demasiado amueblada. Ni como peón serviría (sin contar con que bastante competencia hay ya en ese sentido entre haitianos, cubanos y demás desembarcos de cayucos).
Tal vez suene obvio lo que voy a decir, pero una de las razones por las que nunca llegué a triunfar fue porque nunca apunté demasiado alto. Yo deseaba triunfar, ¿y quién no?, pero no hice nada que me pusiera rumbo al chocolate espeso. Me dediqué con esfuerzo a la venta de lámparas, pero en aquel sector, y con aquellas comisiones, podría no haberme ido mal, pero de frecuentar cumbres, nada.
A mis clientes solía decirles: «Tenemos de todo lo que quiera. De todo. Pero tiene que pagarlo».
Tenemos lámparas Cleopatra. Lámparas con forma de mañana lluviosa, de todo… Técnicamente todo es posible, pero tendrá que pagar su coste extra. Como era de prever, todos agachaban la oreja. Todo estaba cuidadosamente calculado, los artículos llevaban el precio justo para que el cliente pudiera pagarlos, y la comisión justa para que mereciera la pena venderlos. El queso nunca excedía el tamaño requerido para la trampa.
Invertir en la sala de fiestas fue un ejemplo más de mi falta de propósito en la vida. Aunque la discoteca hubiera sido un éxito, tampoco me hubiera reportado grandes beneficios. Con una participación del uno por ciento, imposible. Cuatro perras gordas. Unas buenas vacaciones. Unos cuantos trajes nuevos. No, si se quiere triunfar, hay que invertir en algo capaz de crecer descontroladamente.
Uno suele terminar donde empieza. Conozco tan sólo dos casos de personas que hayan saltado honrosamente de la nada a la abundancia. Una señorita que se casó con un hombre de fortuna y un vecino mío que era compositor. El hombre solía obligarme (a mí y a cualquiera que pudiera llevar camelado hasta su casa) a escuchar sus sinfonías. No eran lo peor que he escuchado en mi vida, pero casi.
Desesperado por sacar dinero, compuso un jingle para un concurso de televisión que se terminó proyectando por todo el mundo y amasó una suma desorbitada de dinero. El hombre se mudó a una mansión en el campo, pero se sentía más desdichado que antes puesto que se había hecho célebre gracias a un jingle, y al final se voló la tapa de los sesos.
Remuevo un pedacito de sepia en la salsa de soja y me decanto por el negocio religioso.
Es uno de los pocos negocios donde no poseer un coche ostentoso o un salón de ventas del tamaño de una catedral no constituyen obstáculo, donde, en realidad, la miseria mola. Para un individuo virtuoso, no haber progresado en la escala de poder puede considerarse un triunfo.
Bien es verdad que no sé nada de ese mundillo. Y que tampoco me interesa demasiado. Pero su gran aliciente es que no vendes nada, y si no vendes nada no tienes que invertir en ningún producto, ni asegurarte de que funcione correctamente; formar parte de la Escuadrilla de Defensores de Dios significa responder con convicción «Todo tiene remedio» a la pregunta «¿Usted cree que tendrá remedio?».
A la religión nunca se le exigen resultados, sólo promesas. Los resultados siempre quedan a la vuelta de la esquina. Un poco más allá. Lo que el Lama estaba ofreciendo era un reabastecimiento. El Lama era un reabastecedor reabasteciendo al personal. El quid de la religión está en ser convincente, y eso sí puedo serlo.
He de decir, en mi defensa, que he sido una persona honrada y decente. Durante mucho tiempo. No descartaría la honradez y la decencia si procuraran ingresos fijos, pero no es el caso. A ellas se debe que me halle aquí sentado con una tarjeta de crédito ajena en el bolsillo y una dolencia pertinaz y en extremo embarazosa.
Además, quién dice que no pueda ser capaz de impartir algún sabio consejo; es difícil erigirse en predicador cuando se tienen veinte años, pero a mi edad estoy capacitado para repartir consejos de primera mano sobre las vicisitudes de la vida. Y quien quiera un poco más de «no» en su no-no-ser, aquí tiene a su seguro proveedor.
Entonces caigo en que he vuelto a las andadas. Otra vez apuntando con la mira corta, pensando como un machaca. Para empezar, llevo una gran desventaja en esto del juego divino, comparado con el Lama por ejemplo, que dispone de todo ese ancestral bagaje tibetano en que basarse y hace décadas que se dedica a ello. Me llevará años llegar al nivel de sentar cátedra en un hotel de lujo promocionando la mercancía, si es que llego a eso. Y promocionar la mercancía en un hotel de lujo no implica de por sí unos réditos sustanciosos.
Tengo que hacer lo que se supone que deben hacer los jugadores cuando les vienen mal dadas: doblar la apuesta. Que pierdes, pues doblas la apuesta. Doblas hasta que te recuperas y te sitúas donde estabas al principio. Salvo que yo no necesito doblar la apuesta, ni siquiera necesito cuadruplicarla, lo que necesito es centuplicarla, y por triplicado. Me imagino a mi gente partiéndose de risa.
Cuando piensas que se ríen de ti, malo. Porque o de verdad se ríen de ti o estás volviéndote loco.
Pinzo el último bocadito de sushi y decido ser Dios.
Hay que ser ambicioso. Apuntar alto. Cargarse al intermediario. Nada de ser virtuoso, hay que ser divino. Nada de actuar como conductor de la palabra divina y explicar al usuario el abstruso manual, que disfruten de una función con el jefe en persona. Si he triunfado haciéndome pasar por vendedor de esposas, ¿por qué no subir la apuesta inicial? Naturalmente que haciéndome pasar por Dios: será mucho pedir, pero menudo jornal a la vista. Habida cuenta de mi fracaso como ser humano, ¿qué puedo perder por fingirme objeto de veneración?
Ilusionado con la idea, regreso a la barra para pedir un helado de coco que me asista con mis planes. El personal brilla por su ausencia. Aguardo unos minutos, decepcionado por el deterioro del servicio en mi restaurante de sushi favorito.
En la trastienda oigo a los camareros enfrascados en un pulso verbal típico de Miami entre spanglish y coreanish. Resulta gracioso oír a dos interlocutores con ganas de discutir pero sin suficiente dominio de la lengua como para desfogarse a gusto; es como observar a dos púgiles intercambiando golpes a tres metros de distancia uno del otro.
Doy un par de voces. Las invectivas siguen su renqueante paso. Mi impaciencia va en aumento. Nadie te ha obligado a abrir un restaurante en South Beach, pero ya que lo has abierto y atraído a la clientela, lo mínimo que podías hacer es tomarle nota. Yo solía estar de guardia a todas horas, de madrugada, en la bañera. Cumplí con mi trabajo en todo momento, le seguí la corriente a mis muchos desequilibrados y desagradables clientes, y sin embargo aquí estoy sin blanca en un restaurante japonés, con una embarazosa y pertinaz dolencia, esperando a que me sirvan.
Pero eso va a cambiar. El Tyndale de antes habría montado en cólera. El nuevo Tyndale domina la situación. El nuevo Tyndale es unidireccional. Al lado de la barra hay un teléfono; agarro mi libretita negra y hago una llamada a Inglaterra.
Sólo sé de una persona que puede ayudarme con mis planes. Pero con una basta.
—¿Diga? —Es la voz recelosa de Bizzy.
Mi amistad con Bizzy se remonta al primer día en el colegio. Permitid que os hable de nuestras respectivas trayectorias.
El día en que terminé mis estudios, salí a gastarme los ahorros en un traje para mi primer trabajo en condiciones, un puesto en una agencia de viajes. Los fines de semana había estado empleado en un supermercado, reponiendo los artículos de las estanterías. Al igual que Bizzy. Pero a diferencia de mí, Bizzy se dedicó a robar o a ayudar a los colegas a robar. Yo siempre me sentí agradecido por que me hubieran ofrecido un trabajo, por lo que nunca les robé nada. Consiguientemente, Bizzy se había embolsado tres veces más dinero que yo.
También él necesitaba un traje para su primer empleo, y fue a la misma tienda que yo. Mientras Bizzy manoseaba los trajes, alguien fue hacia él con mucho disimulo, le preguntó qué traje le gustaba más y quedó con él en la calle. Bizzy, que tenía tres veces más dinero que yo, se llevó un traje el doble de caro que el mío por una tercera parte de lo que yo pagué.
Con el tiempo nos perdimos la pista, pero luego me enteré de que regentaba un salón de snooker. Fui a verlo, en un barrio asqueroso, y me encontré el local cerrado y a oscuras, aunque según el letrero de fuera debía estar abierto. Tras aporrear la puerta un rato logré despertar a mi amigo. Bizzy olía mal y el salón era un local cutre donde no había más que un par de mesas leprosas de tres patas y un barril de cerveza oxidado.
—¿Estáis de reformas? —pregunté.
—No —dijo él.
Salí de allí sintiendo lástima por Bizzy, porque me dio la impresión de que la suerte y él estaban incomunicados. Seis años más tarde me enteré de que Bizzy se había jubilado de aquel negocio y adquirido una mansión en Escocia con veinte habitaciones y cuarenta hectáreas de terreno. Entonces no sentí ninguna lástima.
Fui a hacerle una visita en una ocasión. No salía de la finca para nada y cuando su esposa y sus dos hijas lo hacían, era con chaleco antibalas y escoltadas por un tipo rechoncho y bajito con la nariz aplastada y nula conversación. La familia al completo se pasaba las horas en su campo de tiro particular.
—Mi ex jefe se encontró con un problema poco común: descubrió que tenía demasiado dinero en efectivo —me explicó Bizzy, acunando la escopeta con la que se acompañaba a todas partes.
Había regentado una serie de salones de snooker donde no se jugaba o apenas se jugaba al snooker, pero que reportaban inmejorables beneficios. Todos tan felices durante seis años. El único quebradero para Bizzy era que los jugadores pretendieran sacar tajada y se inmiscuyeran en el blanqueo de dinero. Todos tan felices durante seis años. Hasta que de pronto, no todos.
Me fui de allí sin saber si sentir lástima por él. En cualquier caso, Bizzy es la única persona que conozco que se ha dedicado a negocios ilegales de altos vuelos a escala multinacional. Y de la misma manera que yo conozco a expertos en iluminación en Liubliana, Seúl o Buenos Aires, se me ocurrió que tal vez Bizzy pudiera echarme una mano en Miami.
—Soy yo, Tyndale.
—No conozco a ningún Tyndale —responde Bizzy.
—Cómo que no, Bizzy.
—Le digo que no soy Buzzy o quien sea ese que anda buscando —dice Bizzy.
—Que sí, Bizzy, que eres Bizzy. Y yo soy Tyndale.
—No estoy diciendo que yo sea Bizzy, pero ¿qué pruebas tengo de que usted sea ese tal Tyndale?
—Bizzy, estoy en Miami y necesito que me eches un cable.
—Oiga, forastero que llama donde no debe, permítame que le diga que yo casi no conozco a nadie en Estados Unidos.
—Necesito… cómo lo diría… Necesito un contacto no demasiado honrado.
—Oiga, chalado, ¿se puede saber por qué me llama a mí para eso, a mí precisamente? ¿Cómo iba yo, una persona sin antecedentes penales, que nunca ha pisado un juzgado, alguien cuyas declaraciones de renta hacen llorar de felicidad a los inspectores fiscales por su absoluta probidad, por qué iba yo a disponer de un contacto así? Me he pasado toda la vida evitando incluso a los sospechosos de la más mínima transgresión. Abomino de la ilegalidad en todas sus facetas y no le digo esto sólo porque pudiera haber alguien escuchando esta conversación…
—¿Conoces a alguien en Miami sí o no?
—Mire, chalado, ignoro por completo su identidad y sus preguntas me ofenden en lo más hondo, y sepa que sólo dispongo de un contacto en esa ciudad, pero tal vez sea la persona que busca.
—¿Su nombre? —pregunto, papel y bolígrafo a punto.
—Dave el Desaprensivo.

La tienda del Desaprensivo se halla en el extremo menos próspero y bullicioso de Fifth Street, lejos del oropel de South Beach, flanqueada por un par de tiendas porno y un restaurante haitiano. El local ostenta un letrero de neón en la entrada, DAVE EL DESAPRENSIVO, bajo el cual, en letras más pequeñas pero perfectamente legibles, reza la leyenda: TENEMOS TODA LA INTENCIÓN DE TIMARLE.
Me pregunto cómo de desaprensivo puedes ser en realidad cuando estás advirtiendo a los clientes que tu propósito es darles el sablazo. Dentro del local, la mitad del espacio está dedicado a la música en diversos formatos, y la otra mitad la ocupan un batiburrillo de muebles y artículos para el hogar, mecedoras, jaulas para ardillas y hornos microondas.
Dada la desfachatez del nombre del establecimiento, imagino a su propietario como un individuo grande de cuerpo y porte. Pero me encuentro ante un tipo de estatura normal, enjuto, moreno, de unos cuarenta y pico. Me saluda sin aspavientos, pero con amabilidad.
—¿Así que eres amigo de Bizzy? Frank. Ella. Pharoah.
No tengo idea de qué me habla. Pero siempre que no entiendas, lo mejor que puedes hacer es sonreír, la sonrisa que no falte. A veces te ganarás un sopapo, pero por lo general tienes todas las de ganar. Dave me enseña su local y se detiene un momento para asegurar a una señora mayor interesada en una fotocopiadora que ésta es «cien por cien robada».
—Parece que va bien el negocio —digo, porque es lo que se dice aunque no sea verdad.
—No me va mal. Soy un tipo con suerte. Tengo el local en propiedad desde hace diez años. Hoy día, aquí en el paseo marítimo, ni para el pomo de la puerta me alcanzaría el dinero.
—O sea, ¿que funciona el letrero? —pregunto, señalando el neón timador.
—Sí, señor. Llama la atención. Hay quienes se indignan, pero por lo general, aprecian la franqueza. Lo único que decimos con eso es que esto es un negocio, y nuestra intención, sacarle el mejor partido. La clientela valora que no se le dé Clinton por liebre.
—¿Eres de aquí?
—No, de Puerto Príncipe. Llevo veinticinco años viviendo en Miami. Los hay que llevan más tiempo, pero son pocos, y aún no he conocido a nadie que haya nacido aquí. Ésta es una ciudad a la que se viene, no de la que se es. Cuando llegué aquí, no había más que judíos decrépitos, unos cuantos provincianos perdidos, cubanos exaltados y haitianos con el pandero saliéndose por el pantalón. Ahora no se puede dar un paso de la cantidad de banqueros y galeristas como hay por todas partes.
Entramos en su despacho, donde se ofrece a prepararme un café. Observo que ya tiene media jarra de café hecho.
—Tomaré de ése frío.
—Bien. A mí también me gusta frío, mejor que recién hecho, mejor algo revenido, fermentadito, sí, señor. —Sonríe. Acabo de pasar algún tipo de prueba. Pone los pies sobre el escritorio—. ¿Qué, eres un peso pesado? ¿Tanto como Bizzy?
No es a mi peso corporal a lo que se refiere. Me encojo de hombros, y se da por respondido. Es asombroso que no se haya percatado de que soy un pelanas. Da gusto que te tomen por alguien; ésa es una de las peores consecuencias de estar en el paro: llegar a la conclusión de que no eres nadie. Probablemente don nadies lo seamos todos, de tejas arriba, pero mejor no saberlo.
—En fin, ¿qué puedo hacer por ti? Puedo conseguirte lo que quieras en un par de días. Salvo armas nucleares. Eso lleva lista de espera.
—No necesito nada por el momento. Sólo he venido a saludar, pero más adelante necesitaré asesoramiento.
—Procura plantear bien la cuestión. Sabes lo de los alquimistas, ¿no? Su propósito era convertir mierda en oro. Pero la cuestión en el fondo no era si se podía convertir la mierda en oro, sino si merecía la pena hacerlo, ésa era la pregunta que debieron hacerse. Por lo demás, se te puede conseguir prácticamente todo lo que quieras… si estás dispuesto a pagarlo.
—Ya me he dado cuenta.
Delibero sobre hasta qué punto ponerlo en antecedentes. Expreso someramente mi interés por la santidad, pero sin entrar en detalles. De todos modos, ¿qué mal podría hacerme que alguien llamado Dave el Desaprensivo me acusara de farsante? El Desaprensivo me encuentra alojamiento en casa de un conocido que alquila habitaciones a buen precio, sin fianzas ni preguntas. Salgo de su tienda con una compilación de Duke Ellington (era la música que sonaba de fondo y, al manifestarle mi agrado, se empeñó en pirateármelo) y un saco de boxeo (con un descuento del ochenta por ciento) que según él asegura, me va a cambiar la vida.
Un corpulento individuo recrimina con acritud a uno de los dependientes de Dave el Desaprensivo porque la tostadora que le vendieron no cumple lo que se anunciaba de ella. Con semblante hastiado, el Desaprensivo envuelve el puño derecho en un trapo de cocina y comprueba la resistencia.
—Siempre son las tostadoras.

Llamo por teléfono a Nelson para avisarle de que me quedo con su tarjeta de crédito y pedirle que no denuncie el robo hasta pasadas cuatro horas.
—De acuerdo —dice—. Ahora me compro algo yo también. ¿Qué?, has disfrutado, ¿no?
—Pues sí.
—Ves, la mala suerte no dura siempre.
Corro hacia la boutique más cara y más cercana que encuentro y me compro un traje de color gris marengo, unas camisas y varias mudas de ropa interior. Cuando padeces una embarazosa y pertinaz dolencia y pretendes hacerte pasar por Dios necesitas el sostén de la elegancia. Normalmente, el gris no es un color que me haga mucha gracia, pero el corte del traje de lino es tan impecable que no puedo resistirme. Ese traje estaba esperando a que yo lo descubriera. Me lo pongo de inmediato y guardo mi ropa vieja en una bolsa.
El placer que me produce estrenar traje me resulta un tanto vergonzoso, pero es que me siento como nuevo con él, como un peso pesado y un dechado de virtudes. Es la verdad, qué se le va a hacer. Es ridículo que me procure tanta propulsión, pero bien que me viene: ese subidón de yo, por inmerecido que sea, demuestra que no estoy derrotado por completo.
Pero qué inquietante que haya placeres que nunca nos abandonen. Yo ya no disfruto realmente jugando al golf, y no porque se me dé mal, porque mal se me dio siempre, la diferencia es que antes disfrutaba jugando. El cuerpo puede ser fuente de grandes bochornos para el ser humano, aunque también de algunos placeres perdurables: una buena cagada, la extracción de una constelación mucosa de las profundidades de las fosas nasales. Placeres innobles y, sin embargo, frustrantemente placenteros. Ojalá que el ejercicio extenuante o la contemplación de una obra maestra pudieran resultarme igual de gratificantes, pero no es el caso.
En la céntrica calle Flagler, saco todo el dinero que se me permite de un cajero automático y luego, buscando el reflejo de mi nuevo yo trajeado por dondequiera que paso, me llego hasta una sórdida filatelia y adquiero el sello más caro a la venta, uno con la imagen de Benjamin Franklin. La tarjeta de Nelson ya no me sirve para nada. Cruzo la calle tan campante y entro en otra sórdida filatelia donde vendo el sello de marras a cambio de un dinero contante y sonante que guardo en la cartera.
La dirección que el Desaprensivo me ha proporcionado se encuentra en Coconut Grove, lejos del mar; el edificio impresiona tanto por su magnitud como por su estilo, aunque están haciendo reformas importantes.
Sixto, el propietario, me estrecha la mano formalmente. Es bajito y va vestido con camisa de manga larga y corbata, un atrevimiento con estos calores; se ha dejado crecer un bigotillo, supongo que con el propósito de dar gravedad a su rostro, propósito, por lo demás, fallido. Parece un quinceañero al que hubieran arrastrado a regañadientes a hacerse la foto de familia.
La habitación disponible es enorme, pero carece de mobiliario alguno; la piscina no está mal, el alquiler es razonable. Sólo se admite dinero en efectivo. No podré instalarme hasta dentro de dos semanas.
—Me están haciendo unas reformas —dice Sixto—. ¿Estás en casa de día? Podría ser molesto.
¿Que si estoy en casa de día?
—¿A qué te dedicas? —pregunta Sixto, y oigo al Desaprensivo diciendo que nada de fianzas ni preguntas. ¿A qué me dedico?
—Estoy… estoy en el sector de la iluminación —respondo, confiando en sonar convincente. Sixto no se carcajea ni sigue indagando. Comprendo que sólo intenta ser cortés. No cuestiona mi ridícula afirmación. Le devuelvo la pelota.
—¿Y tú?
—Soy director de proyecto. —No siento la tentación de seguir preguntando, porque a decir verdad no me interesa, y siempre viene bien reservar algo de cháchara insustancial para emergencias futuras.
—Me gustaría mudarme ahora mismo si no tienes inconveniente.
—Hoy me será imposible sacar la cama del guardamuebles.
—No importa. Puedo dormir en el suelo. —Sixto tarda un momento en comprender que hablo en serio, y me mira como se mira a esas personas que uno tenía por normales y de pronto observan una rareza preocupante.
Sorteamos a unos albañiles para pasar a la cocina, donde conozco a otro de los inquilinos.
—Hola, me llamo Napalm. Mi novia es dominatrix —saluda.
A las pruebas me remito: para empezar, Napalm es demasiado mayor para hacerse llamar Napalm. Debe de andar cerca de los cuarenta. Además, apostaría a que no es ni músico, ni tatuador ni asesino a sueldo, profesiones para las que los apodos ridículos siempre suponen una ventaja añadida.
Yo nunca seré señuelo de una campaña publicitaria, pero Napalm… lo de Napalm es una auténtica desgracia. Si tuviera que describirlo diría que parece una lesbiana de doce años. Una lesbiana que le hubiera robado las barbas a un fornido lobo de mar. No empezamos bien, pero es que encima Napalm lleva el pelo cortado a la taza, unas gafas gruesas como prismáticos y una camiseta de esas de redecilla, a las que tan aficionados son los negros cachas, que resalta la deprimente blancura de su piel haciéndola aún más deprimente. En toda mi vida, sólo he conocido a otra persona que se apartara hasta ese punto de los cánones de belleza establecidos, y cuando se la describía a los demás nadie me creía.
Mi deseo inmediato es ayudar. Qué injusticia tan grande. Quiero pagarle unas lentillas o un corte de pelo, ofrecerle consejos de moda o sugerencias de cómo arreglarse, pero me doy cuenta de que Napalm ya está descalificado. No es que uno quiera entrar en justas y torneos, pero Napalm ya está descalificado.
Es imposible que tenga novia. Hay mujeres que caen presa de la desesperación, así como de la compasión, pero con Napalm no hay quien pueda. Napalm se las verá y deseará incluso pagando. Ni siquiera posee una fealdad inquietante o siniestra. Es feo a morir y punto.
—¿Te hago un café? —pregunta Napalm. El conjunto de su dentadura superior, recubierta por un fino velo amarillo, forcejea por formar un único y enorme diente.
Su presencia me levanta el ánimo. Puede que yo padezca una embarazosa y pertinaz dolencia, pero con la ropa puesta no se nota, además, que aún me queda alguna posibilidad. Por remota que ésta sea, sigo en el juego.
—Tengo mi propio negocio. Mi empresa fabrica esquís acuáticos exclusivos y especialmente personalizados, para pijos y amantes del deporte —explica Napalm—. Seguramente habrás oído hablar de nosotros.
Me gusta ese «nosotros». Y el que «seguramente» haya oído hablar de ellos. La verdad pura y dura: tengo un chamizo en el que me dedico a trastear con fibra de vidrio. Ya de por sí es cuestionable que Napalm fuera capaz de vender cualquier cosa. Ningún individuo con la piel bronceada, dotes atléticas y éxito de cualquier índole toleraría la presencia de Napalm en la misma habitación. Sixto se revuelve inquieto, temiendo que Napalm me espante.
—¿Por qué no hierve el agua? —pregunta Napalm.
—No has enchufado el hervidor —señalo.
Napalm andaba desaparecido cuando se hizo el reparto de gracias. Pero él no tira la toalla. Lo admiro por ello. Sigue en la brecha pese a tener perdida la batalla. Algo que requiere un arrojo poco común.
El café, cuando por fin se materializa coaccionado por Napalm, sabe a rayos. No sé qué habrá hecho, pero no hay quien se lo beba. Aguardo ansioso la oportunidad de tirarlo por el fregadero, pero Napalm no me quita ojo.
Lo que más me indigna del fracaso es el ingente esfuerzo que he empleado en alcanzarlo. Se me proporcionó el manual. Seguí las instrucciones. Cuando le estreches la mano a alguien, hazlo con firmeza. Mira a los ojos. Paga tu ronda en el bar cuando te toque. Ofrécete a lavar los platos. Di la verdad. No descuides a tus vecinos ancianos. Recuerda los cumpleaños. Sé educado. Ahorra. Si bebes, no conduzcas. Recicla. Igual que cuando uno compra un ordenador, y sigue las instrucciones al pie de la letra, pero el aparato se resiste a funcionar. Al menos a un ordenador puedes zarandearlo o liarte a patadas con él. Desgraciadamente, con tu vida no puedes hacer eso.
Destierro la anterior reflexión: es un signo de debilidad. Un bache. Sé unidireccional. Avanza hacia la deificación. Le llevas mucha delantera a Napalm.
—Déjame que te enseñe el barrio —sugiere Napalm—. Soy mi propio jefe, así que puedo escaparme cuando quiera. —Mi antiguo yo habría accedido cortésmente.
—Gracias, pero no. Tengo que acostarme pronto.
Mi habitación está completamente vacía y es completamente blanca. Emana una agradable pureza. Es un gran útero blanco que dará a luz grandes cosas. Aun así, tal vez Sixto tuviera razón con lo de la cama. El suelo es de cemento y frío. No bastará con unas cuantas mantas. Pero quiero disponer de cuartel propio y no despilfarrar el dinero en un motel.
Arramblo con una puerta que encuentro abandonada en el pasillo y unos botes de pintura vacíos e improviso una cama. Es más cómoda de lo que pudiera parecer, aunque por más que intentó conciliar el sueño no lo consigo.
Pero eso no tiene que ver con la cama. Suelo transitar por la noche desvelado.
La venganza entretiene. Pienso en cómo he pagado mis impuestos toda la vida, y cómo los pagaron mis padres a su vez. Y luego cuando mi madre se puso enferma, cómo no le hicieron ni caso en el hospital. Pagas tus impuestos y, a cambio, nada. No, eso no es cierto, a cambio, una mierda. Reflexiono sobre lo poco que les gustó a mis jefes que me tomara unos días para cuidar de mi madre. Cómo ello contribuyó a que me echaran.
Pienso en vengarme. Una debilidad inútil. Hago esfuerzos ímprobos por ahogar ese pensamiento. Sé unidireccional. Pero la rabia sale a la superficie una y otra vez. Mis tripas fermentan. Suelto un pedo de rabia. No dejo de pensar en lo bonito que sería pasar media hora con mis antiguos jefes y una barra de hierro. La venganza coloniza nuestros pensamientos. Las historias que nos cuentan en la televisión, el cine o las novelas suelen girar en torno a venganzas. ¿Por qué tanta insistencia? Porque en la realidad la venganza nunca llega a materializarse.
Abandono la conciencia preguntándome a quién localizaría y mataría primero en caso de un posible derrumbe de la civilización.

Despierto pronto, hecho polvo. ¿Qué estoy haciendo aquí? Acostado sobre una puerta, lejos de mi casa, pretendiendo engañar a todo el mundo con que soy Dios.
Rezo. Rezo porque no queda otra cosa. No rezo por mí. Rezo por el mundo entero. Rezo para que Dios reparta justicia. Sálvame a mí, por descontado, pero salva también a todos los demás. ¿Por qué tenemos que pasar por esto? ¿Por tanto… y tanto… tanto… atropello? Para mi desgracia, en el fondo, aspiro a un mundo con un ápice de justicia.
En el espejo del cuarto de baño, observo atentamente mi rostro. Los observadores habituales de Tyndale Corbett afirmarían que sin duda el tipo está a punto de perder la chaveta. «Imagen de un hombre a punto de reventar», podría rezar el pie del retrato. Me planto en el váter en un intento de soltar el lastre de la desesperanza.
Napalm está esperándome en la cocina.
—¿Te apetece un café? Hago unas tortitas deliciosas. —No puedo evitar la carcajada.
—Gracias. Pero tengo una reunión.
He de urdir un plan. Y nada mejor que ponerme a ello con el estómago lleno. Me meto en el coche dispuesto a localizar un desayuno de postín. Al girar la llave de contacto, un muchacho negro, desnudo de cintura para arriba, pasa junto a mí en una bici con el manillar suelto, pues las manos van ocupadas en el esnifado de alguna sustancia. Admiro al muchacho porque está disfrutando. La bicicleta está tan hecha polvo que ni a robarla invitaría, y sus pantalones son puros andrajos, pero él va tan contento. Todo es cuestión de actitud. El que pasa, pasa.
De camino a Ocean Drive, barajo de nuevo brevemente la idea del suicidio, pero en cuanto me siento al sol y ataco el plato de huevos con tostada y beicon, se me endereza el espinazo. Necesito desarrollar una estrategia empresarial para convertirme en Dios. ¿Cómo? ¿Con qué premura? ¿Cuál será la mejor manera? ¿Debería concentrarme exclusivamente en alcanzar divinidad o mejor que antes haga algo de dinero? Aun con una generosa aplicación de la frugalidad, mis fondos no alcanzarán para más de unos meses.
He de poner manos a la obra.
En la mesa a mi derecha, una chica de muy buen ver se levanta. Tiene unos treinta y cinco años y el tiempo ha dejado en ella una leve mella de amargura, pero aún hace ostentación de su pechera con seguridad. Sus tribulaciones son las mismas que las de Napalm: duda, engaño, soledad, sequedad de piel. Sólo que ella viaja en primera. Eso es lo injusto del caso. Es posible que muera sola y triste, pero poco probable. He conocido a algunas mujeres hermosas que se sentían desdichadas, algunas inexplicablemente desdichadas, pero a ninguna que se hubiera quedado pobre o sola en la vida.
Mientras la chica hurga con dedos torpes en el monedero, unas monedas caen de él en espiral y se desparraman por el suelo. Recupero una monedita que ha llegado rodando hasta mis pies. Es una oportunidad perfecta para entablar conversación. Podríamos quedar para tomar una copa o salir a cenar, conocernos un poco, congeniar, darnos un revolcón; pero ¿a qué nos llevaría eso?
Sin pagar la cuenta, sonrío y me marcho.

Encontrar empleo no es tan fácil.
Sin permiso de trabajo, las opciones tampoco son tan estupendas. Y aunque me agencie un carnet de identidad falso, encontrar trabajo lleva su tiempo. Pero quiero empezar a hacer algo. Sé lo fácil que es hundirse.
En una tienda de camisetas que vende chorradas para turistas casi consigo colocación, pero el dependiente desaparecido da en aparecer justo cuando me están explicando el funcionamiento de la caja registradora. Tras dos días pateándome la ciudad, termino en un chiringuito de una zona nada chic de la playa, vendiendo helados y tentempiés.
Abro el local, con buen ánimo. El día está nublado y, para Miami, fresco. Tengo a mi cargo tres cubetas de helado, unas botellas de agua, unas coca-colas, unas hamburguesas y unos bollos. Dispongo de cambio de cinco dólares y el propietario del quiosco, un tal señor Ansari, a quien le he soltado cincuenta dólares a modo de fianza, me ha dejado con la advertencia de que si le estafo, dará conmigo y me matará.
No hay mucho público por los alrededores. A los cuarenta minutos, se me presenta una señora bajita y regordeta acompañada por una criatura de cinco años. A la señora le indigna que sólo tenga tres sabores de helado. Es fea, y eso es algo que vengo observando de los feos, porque llevan tanto tiempo aguantando carros y carretas que suele darles por un extremo o por el otro: o se vuelven la mar de simpáticos, o no.
Además, no existe ser más implacable que una madre con retoño. Ésta es una madre trabajadora, en su día libre, estafada por el parte meteorológico. Exasperada por la escasez de sabores. Tras consultar a su hijo, me pide uno de pistacho.
Alcanzo la cubeta nueva; estrenar una cubeta de helado produce un extraño placer. Alcanzo la pala y de pronto me topo con un problema: el helado está duro, se resiste con contumacia a la pala. Normalmente incluso a las cubetas recién sacadas del congelador consigo sonsacarles unas cuantas virutas. Pero al pistacho este, ni una. No sé qué le harían a esta cubeta, pero seguro que llevaba años implicada en actividades de refrigeración extrema.
Sonrío. La sonrisa que no falte.
—Está durísimo —le digo a la madre con la esperanza de que se haga cargo de mi apuro y diga «ya volvemos dentro de diez minutos».
Pero no. Decido colocar la cubeta sobre la plancha de las hamburguesas, pero una de dos: o la plancha se ha estropeado o yo no sé encenderla. Hundo la pala con todas mis fuerzas. La saco con un ligero velo de grasa. Vuelvo a hundirla hasta que me caen gotas de sudor. ¿Será esto helado de verdad?
La madre me observa con desdén. Es peor que si me trataran a voces. No es culpa mía, pero como si lo fuera.
—¿Y mi helado? —pregunta el niño, como era de esperar.
—El señor te lo está haciendo —responde la madre. Eso es lo interesante de los niños: que creen. Creen que el señor se lo está haciendo. Creen que podemos volar.
Hundo la pala con tal ahínco que se me nubla la vista, y la pala se dobla. Por curiosidad, echo un vistazo a las otras dos cubetas de helado. Duro como una piedra. Sonrío a la madre. En ésas estamos, asistiendo a un infortunio.

El contratiempo con el helado me convence de que no puedo seguir perdiendo el tiempo. He de continuar con mi misión, y confiar en que el dinero llegue por algún lado. Unidireccional.
Mientras cavilo sobre cómo dejar traslucir atisbos de divinidad, se me ocurre que todo lugar de culto ha de ser forzosamente rico en creyentes y acoger de buen grado actos de nivel divino (no voy a malgastar el tiempo intentando convencer a quienes ni siquiera creen en Dios). Me doy un garbeo por varias iglesias locales para hacerme una idea de qué tal anda Miami de piedad y observo que la misión no va a resultar en absoluto fácil.
Si deseas algo, puedes poner todo tu empeño en crearlo o ganártelo, en levantarlo día tras día, semana tras semana y año tras año, o bien puedes salir y robar lo que otro ha creado.
Las grandes iglesias están bien organizadas, cuentan con predicadores cualificados. Como cualquier empresa próspera, se hallan bien posicionadas para repeler a los intrusos. El espectáculo que ofrece Saint Mary’s Cathedral es impresionante, pero me llevaría años trepar por su jerarquía. Es el típico esquema piramidal: paga primero, que ya se te dará después. Además, barrunto que la Iglesia católica no se tomaría muy bien que apareciera Dios y amustiara su autoridad.
Las parroquias minoritarias, por otra parte, parecen demasiado estrafalarias, demasiado pobres como para molestarme en asaltarlas, aparte de que están estrechamente vigiladas por los guías espirituales de turno.
Me paso la tarde recorriendo Miracle Mile, en Coral Gables. Nadie a quien me dirijo sabe por qué se la denomina así, Milla del Milagro, aunque es muy probable que los dependientes de las tiendas donde he entrado a curiosear lleven sólo un mes más que yo en Miami. Miracle Mile no es más que una hilera de boutiques de lujo, sin nada de particular. ¿Sería una perogrullada simular un milagro en la Milla del Milagro? Por otro lado, supondría servir el artículo en bandeja a los periodistas. Necesito granjearme la simpatía de la prensa.
Tomo por una de las calles perpendiculares a Miracle Mile y me dejo caer en Books & Books, con la impresión de que se trata de un bar al que han bautizado con el curioso nombre de Libros & Libros, pues no es sino un bar lo que te da la bienvenida en el zaguán, hasta que reparo en que también se venden libros. ¿Dispondrán de algún manual sencillito que explique cómo transformarse en Dios?
Tengo calor y estoy cansado, así que en lugar de dedicarme a buscar el manual, me siento y pido una cerveza. La caminata me ha dejado exhausto, además, me he pasado la mañana aporreando el saco de boxeo que el Desaprensivo me proporcionó. Con permiso de Sixto, clavé una alcayata en una rama del jardín y colgué el saco de ella.
Era la primera vez que sacudía un saco de boxeo, pero descubrí al instante que tenía vocación para la violencia. Le di la paliza del siglo al pobre saco. Puñetazos, ganchos, codazos, patadas circulares (a lo cuarentón cascajo, pero qué maravilla). No me podía creer que encontrara un gustazo así en aquello. Tanto es así, que estaba convencido de que enseguida vendría alguien a ponerme freno.
Mi vocación por la violencia, no obstante, es una vocación de violencia contra lo inanimado. He tenido dos peleas en mi vida. La primera en el colegio, a los seis años. Un niño me dio el cambiazo y me quitó mi silla nueva para dejarme la asquerosa suya. Estaba yo intentando recuperarla a tirones, cuando la maestra nos pilló. Y en lugar de poner paz, dijo: «Venga, a ver quién puede más». Gané yo y recuperé mi silla, pero no me quedé contento. No me quedé contento porque había descubierto que vivía en un mundo regido por la fuerza.
Me sirve la cerveza una chica alta y rubia. Por lo general no presto atención a las camareras atractivas, porque las camareras atractivas de turno tampoco me prestan atención a mí, y porque alrededor de las camareras atractivas siempre mosconean parroquianos más obsesos, con más sex-appeal y más labia que yo.
La desenvoltura de las camareras guapas las hace tan accesibles como la cima de una montaña. Pero ésta se hace un lío con todos y cada uno de los pedidos, lo cual le da otro encanto. Su recatado atuendo sugiere además que se trata de una universitaria que lleva un cuarto de hora en el puesto. Es simpática y concienzuda, no porque le paguen, sino porque lo es.
La entrega es sexy. Odio la pereza y la dejadez. Charlamos un momento y me da el telele. De pronto, la soledad me asalta, y mi uni se dispara en otra dirección. Quiero vivir con esa camarera, aceptar un trabajo de repartidor miserablemente pagado si es preciso con tal de estar con ella.
—¿Por casualidad estás libre para cenar? —pregunto no con la expectativa de que diga que sí, sino porque si no pregunto el reproche me asediará como una chinita en el zapato.
—Pues, si no tuviera pareja… —responde.
Barrunto que es una excusa, pero es una manera agradable de dar calabazas. Ese futuro ha ido a parar donde todos los demás futuros sin estrenar. Sorprendentemente, el chasco no me afecta. Se me ha pasado el telele. Pero si los noes no te afectan demasiado, tampoco te afectan demasiado los síes.
Echo un vistazo un momento a la sección de religión, pero no encuentro ningún libro que diga con todas las letras «Cómo engañar a todo el mundo haciéndose pasar por Dios», de manera que desisto.
En el camino de vuelta, me pierdo y me entra hambre. Cerca del Government Center, hago un alto en un sencillo restaurante cubano con camarera alicaída y carta plastificada. El establecimiento en su conjunto se rige por la norma de que cuanto más fácil de limpiar mejor. Hasta la silla donde estoy sentado es de plástico. Pido una chuleta de cerdo.
Me traen una chuleta nada elaborada, pero tan buena, tan inmejorable, que da pavor de puro insólito que resulta encontrarse con algo así. Siento como si llevara veinte años esperando a comerme esa chuleta. La guarnición de puré de patatas que la acompaña tampoco tiene pretensión alguna, pero es el mejor puré de patatas que he probado en la vida. Comprendo que estoy ante uno de esos milagros inútiles.
Esos milagros que se obran cuando uno obtiene justo lo que quiere, generalmente sin que uno sepa lo que quiere. Al intentar repetir la experiencia, es posible que se disfrute con ella, pero nunca procurará el mismo placer, porque la perfección sólo se presenta una vez, y la perfección resulta aún más perfecta cuando sobreviene de manera imprevista.
Desde una mesa al otro lado del local, oigo la cháchara de un señor mayor, hablando con dos hermanas feas. No poco agraciadas, feas: ningún artificio posible les permitirá afectar belleza por una noche. Ninguna rinoplastia, inscripción a gimnasio o implante podrá remediar lo suyo.
No alcanzan el nivel de disociación de Napalm, tampoco es el fin del mundo. Probablemente tienen unos maridos que las adoran, un puesto de trabajo que las satisface e hijos de las que sentirse orgullosas, pero ningún hombre correrá a casa dispuesto a cascársela en su memoria. A las mujeres se les llena la boca hablando de amor, de ternura y de lo guarras que son las fotos esas, pero a la mayoría, en el fondo, les gusta que los hombres gruñan como cerdos detrás de ellas. Y eso es algo que estas dos nunca experimentarán. Es injusto, porque no hay remedio posible para ello; no es como ser pobre, o no demasiado listo, o haber nacido en una zona agrícola: a eso se le puede buscar compensación.
Es injusto en el sentido que lo es que te falte un brazo de nacimiento, porque eso es algo que no tiene remedio. Los mancos, los cojos, suelen decir que no les importa, pero yo no me lo creo. A mí se me llevarían los demonios. Bastante rabioso estoy ya con lo que tengo. La peña que cree en la reencarnación afirma que los defectos de nacimiento son consecuencia de acciones cometidas en una vida anterior. Ignoro si será cierto, pero como explicación es magnífica. Se lo merecían. Todo tiene una explicación. Le tememos más a eso que al castigo por duro que sea: al golpe sin explicación del destino. A la pesadilla de los dados.
El abuelo que conversa con las Hermanas Cacatúas se dedica al negocio divino. Reparo en el alzacuello. Viste de negro, con manga corta. Cara ajada, calvicie incipiente, tan tradicional que da pena, salvo por el enorme crucifijo naranja fosforescente que le cuelga del pecho.
—¿Se reza mucho por aquí, en Coral Gables? —pregunta.
Está trabajándose a su público, trabajándoselo a conciencia, lo que significa que muy bien no le va. El Lama hacía gala de una displicencia típica del que posee un deportivo tragamillas y tragacuartos que aguarda dando acelerones a que cambie el semáforo, sabiendo que nadie podrá ganarle; retarle de vez en cuando tal vez, pero ganarle, nunca. El mejor vendedor no necesita fingir que le da igual: le da igual.
El abuelo está levantando la moral a las Cacatúas. Cuando se disponen a marcharse, he terminado mi cafecito y me pregunto si debiera seguirlo. Ha dejado unos panfletos sobre la mesa. Vienen mal dadas cuando uno deja panfletos sobre mesas que tan fáciles son de limpiar. «Chequeo gratis de la salud de su alma», leo. «Llame al hierofante Gene Graves».
Dejo una propina generosa, pero la camarera está tan deprimida que le da igual. Siempre siento una extraña necesidad de ser amable con camareras, recepcionistas o taxistas. Siento ganas de decirles ya sé que tenéis que lidiar con mastuerzos todo el santo día, pero yo no soy uno de ellos. Quiero gustar. ¿Por qué será?
Cuando regreso a casa de Sixto, Napalm me está esperando.
—Tengo unos folletos del parque nacional de los Everglades para hacer la ruta del valle de los tiburones —anuncia y propone que hagamos una excursión en bici por allí el fin de semana.
Barajo la posibilidad de aceptar la invitación, porque no tengo nada planeado y no estaría de más explorar un poco la zona.
En parte, aunque me avergüence admitirlo, me da apuro que me vean con Napalm. En el colegio, antes hubiéramos atravesado un edificio en llamas que dejarnos ver con Napalm. A medida que te haces mayor, le das menos importancia a rodearte de desgraciados peor considerados que tú, porque se sobreentiende que no pueden ser tus amigos, simplemente han llegado a tu presencia empujados por la corriente. Nunca se pierde ese sentimiento de casta. Todos nos gobernamos por él. En mi club de golf los jugadores más aventajados apenas se dignaban saludarme. ¿Por qué? Porque no tenían ninguna necesidad. No tenían nada que sacar de mí. Se codeaban con los golfistas buenos o con los que tenían poder. Cuando estás calibrando el valor del prójimo basta con ser cortés.
Yo tengo un problema gordo, pero Napalm no sé qué va a hacer de su vida. Aunque puede que me equivoque. Napalm debe de tener unos cinco años menos que yo, y es posible que cuando llegue a mi edad sea locamente feliz y haya triunfado a lo grande. Es posible que sus posesiones terrenales no consistan en unas cuantas ropas y una embarazosa y pertinaz dolencia.
¿Qué puedo hacer por Napalm? En calidad de Tyndale: ni idea. En calidad de Dios: ni idea. ¿No debería ser capaz de ayudarle? Sí, debería ser bien fácil, pero no tengo remota idea. ¿No debería reflexionar sobre la política que habré de adoptar una vez sea Dios? Debería tener una postura definida en cuestiones como la de Napalm.
Suena el timbre y al abrir me encuentro con el Desaprensivo en la puerta.
—He pensado que podía enseñarte un poco la ciudad… hacerte de cicerone. En fin, ir de discotecas y tal. —Me digo que podría invitar a Napalm, pero como sé que dirá que sí, cierro la puerta tras de mí con mucho sigilo y voy hacia el coche del Desaprensivo de puntillas.
Vamos a The Pawn Shop, donde nos obligan a hacer cola en la puerta un rato, pese a que Dave el Desaprensivo figura en la lista de invitados y es tan pronto que la discoteca está vacía. Dos gorilas cubanos montan guardia.
—Alfil a caballo dos —dice uno.
—¿Alfil a caballo dos? ¡Vete al carajo! ¿Seguro?
—Ya me has oído. Comemierda.
—Está bien. Peón a alfil cuatro, pues.
—Esto va a terminar como la fiesta del guatao, maricón. Seguro que te rajas. Enroco y cómete mi fianchetto. —Están jugando una partida de ajedrez mental, un modo de entretenerse, y mientras tanto los demás nos vemos obligados a dejar pasar el tiempo para que el club no se vea en la deshonrosa tesitura de franquear la entrada sin más a la clientela.
Me parece un detalle que el Desaprensivo se haya tomado la molestia de hacerme de cicerone. Además, está la mar de generoso con las copas: paga tres rondas por cada una de las mías. Habla por los codos. Habla muy entusiasmado, aunque no sabría deciros exactamente de qué, porque la música está muy alta y Dave habla muy rápido y moviendo mucho las manos. Es difícil fingirse enfrascado en algo que te resulta incomprensible, pero sonrío y asiento mucho con la cabeza, confiando en que calle la boca de una vez y me deje embobarme con las chicas tranquilamente y disfrutar de mi copa.
Capto no sé qué sobre las negras.
—Negras. Negras. Las negras te hacen lo que quieras. Eso es lo que necesitas, una negra. —Y al rato—: Electromagnetismo… si es que no entienden. No tienen pajolera idea. —Varias veces le indico que estoy cansado y ya tengo ganas de volver a casa. Él me oye, pero no me escucha; el dato no viene al caso.
Al final me doy cuenta de que estoy tan curda que no merece la pena seguir rechazando copas ni esforzándose por volver a casa. Estoy tan borracho que aunque me robaran, me desnudaran, me apalearan y me dejaran tirado en una cuneta, me daría exactamente igual. El Desaprensivo continúa con su perorata.
A las seis de la mañana, cuando somos los últimos en salir de la discoteca a patadas, Dave el Desaprensivo contesta al móvil y aplaca a su mujer. De pronto experimento un odio intenso hacia él pues queda claro que se ha valido de la clásica treta «es nuevo en la ciudad, tengo que sacarlo a dar una vuelta» para ahuecar el ala. Lo que pretendía no era enseñarme la ciudad, sino escaparse un rato. He conocido a bastantes maridos así: quedan con sus clientes en un bar para una reunión de negocios que dura todo lo más un cuarto de hora y luego se van de copas con los amigos o se pasan tres horas dándose el lote con su secretaria, así no necesitan mentirle a su mujer con que tienen una reunión.
El Desaprensivo bailotea como si la juerga estuviera a punto de comenzar. No veo taxis por ninguna parte, y me he quedado sin blanca.
—Haz el favor. Te lo pido por favor, llévame a mi casa.
—Hasta que no desayunes, nada. Sé de un sitio donde te ponen el mejor desayuno de Miami.
—En serio, necesito dormir.
—Después de desayunar. Si desayunas como es debido, verás como duermes mejor.
Nos pateamos unas cuantas manzanas mientras el Desaprensivo discursea sin parar sobre las elecciones en Haití, y yo he llegado a un punto en que si tuviera una pistola a mano, me pegaba un tiro. Tal vez sea mi castigo por no haber invitado a Napalm a que viniera con nosotros; en cierto modo sería un consuelo, pues indicaría que la justicia mantiene una estrecha vigilancia sobre el día a día. Curioso, por otra parte, que siempre pensemos en castigos y no en recompensas…
Un pelirrojo se nos acerca con mucho sigilo y dice:
—Oigan…
Nunca sabremos qué pretendía decirnos porque el Desaprensivo le atiza un puñetazo. O deduzco que se lo ha atizado, puesto que se oye un sonoro crujido y el pelirrojo se halla tendido en el suelo cual alfombra. Así las gasta de rápidas el amigo Dave.
Dave se agacha y coge una navaja de la que yo no me había percatado, tirada junto a nuestro semiinconsciente asaltante. Luego se lleva la mano a la chaqueta y extrae unos papeles.
—Quiero que sepas —le dice al pelirrojo— que no soy un pringao. Aquí tienes el extracto de mi cuenta. ¿Ves? ¿Has visto lo que dice aquí? Todo ese dinero es mío. Todo mío. Y esto —dice desdoblando otro papel— es mi doctorado en Estudios Caribeños. Sabrás lo que es un doctorado, ¿verdad? Así que, no sólo puedo darte la paliza del siglo, sino que encima soy infinitamente más rico y más inteligente que tú.
—Bueno, ya va siendo hora de recogerse —digo.
—No —dice Dave—, esto no me amarga a mí el desayuno. —Dave obliga al pelirrojo a desnudarse y lanza su ropa tras una tapia.
Mientras nos acercamos al restaurante, el Desaprensivo se lamenta de que siempre lo estén atracando.
—Conozco a gente que lleva veinte años aquí y ni siquiera ha oído una palabra más alta que otra. Y yo cada dos semanas me veo en las mismas. —Se entiende hasta cierto punto; Dave, como muchos tipos peligrosos de verdad que conozco, no parece peligroso. Estatura normal, complexión ligera, acompañado de un tipo rechoncho y borracho; la tentación es evidente.
Dave me pide una tortilla ecuatoriana, pese a mis protestas, y luego perora sobre el noirisme y sobre cómo Papa Doc quiso atribuirse el papel de Dios, tema al que supongo que debería prestar atención, pero no puedo.
—El poder es la droga que destruye a los fuertes —concluye—. No has probado los huevos.
—Lo siento, pero de verdad que no tengo hambre.
—No salimos de aquí hasta que no te hayas comido esos huevos. —No es broma. Jugueteo con la comida mientras él discursea sobre el papel del ejército en Haití—. Haití es la democracia más pequeña del mundo; allí no hay más que un voto: el del ejército. —Intento que el camarero me pida un taxi, pero Dave enseguida da la contraorden diciéndole algo en español que el camarero recibe con una sonrisa. Por suerte Dave va al servicio y al instante aprovecho para deshacerme de los huevos.
—Bien. Hora de recogerse —digo con alivio cuando salimos a la calle. La vista me falla.
—Tienes mal aspecto —observa Dave—. Tú lo que necesitas es un buen afeitado. Apuesto a que nunca te han afeitado en condiciones, a la antigua, en una barbería.
Oteo la calle a uno y otro lado, buscando un taxi desesperado. Pasa uno deslizándose inútilmente frente a mí, con pasaje.
—Me lo prometiste —digo, consciente de que sueno como un niño de seis años.
—Después de un buen afeitado. Te asombrarás de lo bien que te sientes después. Conozco al mejor barbero de Miami.
El coche de Dave aparca frente a un letrero enorme en el que se lee: ¿QUIERES PELEA? ¿Estaré alucinando? Lo último que quiero es pelea.
—¿A quién se le ocurre ponerle así a una barbería?
—Estamos en Miami. Aquí puedes hacer lo que te dé la gana. Por eso quería echarte un ojo. Aquí todo el que llega acaba perdiendo el tino. Hay hombres de familia muy trabajadores, muy religiosos, a los que nada más llegar a Miami empiezan a salirles los cuernos del diablo ante tus narices, como en esas películas animadas cuadro por cuadro. Un día o dos en Miami y ya se te han atrincherado en el hotel, rodeados de cascos de botellas, hablando por teléfono con Bogotá y gimiéndole a alguna chiquita. Miami es la central de la locura. Cuando estrellaron aquellos aviones contra las torres gemelas de Nueva York, ¿sabes lo que decíamos por aquí abajo? Seguro que tenemos algo que ver en esto. No sabemos de qué manera, pero algo tenemos que ver. No hay locura que no acabe ingresando en Miami.
Nos hacen tomar asiento, y mientras nos quitan las cerdas contemplamos en las enormes pantallas que se alzan sobre nuestras cabezas el último asalto de la pugna boxística entre Tyson y Holmes. Y a continuación, a petición de Dave, nos ponen «Rumble in the Jungle», el histórico combate africano entre Mohamed Alí y George Foreman. Dave observa boquiabierto la pantalla, como un niño, tan feliz que se me olvida lo enfadado que estoy con él. Observar cómo otro se divierte tiene algo divertido, pero aun así, la butaca es tan cómoda que me quedo dormido.
Dave me despierta.
—¿Qué?, ¿a por la penúltima?

Al día siguiente me acerco en coche hasta la Iglesia del Cristo Fuertemente Armado, situada en los aledaños de Miami Beach, en una zona deprimida que aún no han invadido los multimillonarios. A tres manzanas de distancia las grúas y el flamante acero se recortan en el horizonte, pero aquí lo que tenemos es un restaurante hecho cenizas enfrente y una hilera de edificios clausurados que fueron negocios boyantes cuarenta años atrás. Encuentro aparcamiento a la primera.
Sobre las puertas de la iglesia hay una imagen muy bien pintada de Jesucristo, con aspecto de, en fin, de Jesucristo, sólo que acunando en los brazos un rifle con una recámara descomunal. El edificio en sí es una construcción anodina, prefabricada, un rectángulo sin gracia ni imaginación. Con algo de hollín en su exterior, y la pintura descascarillada. Justo la clase de iglesia que preciso usurpar. Con templo propio, pero sin demasiada aceptación. Sin los gorrones de rigor dispuestos a proteger el abrevadero.
La puerta se abre. Hasta aquí todo bien, correcto. Como debe ser, aunque al entrar también me asalta la impresión de que no hay nada que usurpar. Unos jarroncitos con flores. Dos pequeñas pilas de cantorales. Y cinco hileras de bancos, lo que quiere decir que no pasarán de sesenta feligreses como mucho.
Avanzo hasta el fondo y me encuentro ante una puerta con el letrero: despacho del hierofante. En el mundo de las ventas hay dos estrategias fundamentales. Una es vender (o hacer como que se vende) barato. Ése suele ser el argumento más convincente, pero hay otro truco, que consiste en insistir en que tú vendes algo mejor, algo único. Para qué vas a hacerte llamar padre o reverendo, si está ya muy visto y no aporta nada. Estamos habituados a ver a Cristo representado con niños, cachorritos, rayos de sol y capullos de rosa, pero no recuerdo haberlo visto recientemente con un pedazo de rifle en ristre.
La mañana entera se me ha ido en deliberar si debía continuar recabando información y urdiendo planes, pero… la pereza siempre acaba imponiéndose. Toca pasar a la acción. Mano dura. Acción y mano dura. El hierofante está limpiando una ventana; me mira de soslayo, intrigado. Me ha tomado por un turista perdido o un pelmazo del Ayuntamiento que viene a cobrar algún recibo atrasado. Pero nada de eso. Soy la materia prima más codiciada por cualquier iglesia: un alma que entra por su propio pie.
—Venía a hablar de mi alma.
—Ahora mismo estoy algo ocupado —replica el hierofante.
—Pero es que necesito hablar. He cometido… —Yo pretendía que mi silencio hablara por sí solo, pero el hierofante salta enseguida:
—¿Has matado a alguien?
La expectación con que plantea la pregunta revela que los asesinos arrepentidos encabezan la lista de sus pecadores favoritos. Me fastidia que me haya pillado desprevenido, ya que tampoco habría sido tan difícil inventarse un fiambre inexistente en algún país lejano, pero opto instintivamente por la historia prevista de mis tribulaciones con el abismo.
—No. Todavía no —añado, ya que no cuesta añadirlo—. Siento que el abismo me está arrastrando.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Tyndale.
De cerca, el hierofante está como una regadera. Lleva unas gafas de baratillo y los cuatro pelos que le quedan en la cabeza bien domeñados, no al estilo de esos calvorotas entrados en años que niegan penosamente su calvicie, sino bien sujeto al cuero cabelludo. Observo el emblema del cuerpo de marines en lo alto de una estantería. El hierofante ha conservado aquella castrense pulcritud. Apuesto a que es un luchador, y como persona que no lo es… lo admiro por ello.
Ser un luchador por lo general no sirve de gran cosa. Es algo que vengo observando. Bien es cierto que ahí está el caso de Gus, un colega del club de golf. Gus jugaba cada día, ya podía llover o hacer frío, que le daba igual. Los entrenadores se forraron a su costa. Estaba obsesionado con el golf, y ponía todo su empeño, pero no se le daba muy bien. No se le daba bien y punto. Hasta yo le ganaba. Gus no tenía grandes aspiraciones: sólo pretendía formar parte del equipo del club en los torneos locales. Estuvo esperando durante años a que surgiera la oportunidad. Yo admiraba enormemente aquel tesón, porque es fácil mantenerte en tus trece cuando hueles un posible triunfo, pero cuando no haces más que acumular fracasos año tras año, manda narices. Gus, sin embargo, consiguió su propósito. Al equipo del club se lo tragó el campo (pista nueva, antiguo pozo minero del que se había hecho caso omiso) y mientras los integrantes del equipo comían rancho hospitalario, él logró representar al club. Pero lo de Gus es la excepción que confirma la regla.
—Tyndale, todos nos sentimos arrastrados por el abismo. Nuestra batalla es diaria. Permíteme que te cuente la historia de un joven que hace unos meses se encontraba en la misma situación que tú. Dan, se llamaba. La vida de Dan estaba regida por el abismo, por décadas de adicción al alcohol y a las drogas, por la violencia y el robo, pero Dan se postró de rodillas y cambió su vida.
Unas camisas de manga corta cuelgan de un armario con la puerta entreabierta. Aun de lejos reparo que entre cada una de ellas media exactamente la misma distancia y están impecablemente planchadas. He de admitir, como buen dejado que soy, que me impresiona la disciplina. Antes de venir a Miami, con cepillarme los dientes ya tenía bastante tarea para toda la jornada.
—Dan se postró de rodillas y cuando se levantó era otra persona. Hasta tuvo tiempo de reconciliarse con sus tres hijos… aunque la reconciliación no duró tanto como debiera, porque al día siguiente sufrió un accidente con una carretilla elevadora.
¿Seguro que lo de Dan y la carretilla elevadora es la propaganda que el hierofante se proponía? A continuación me invita a tomar asiento, y expongo una serie de datos cuidadosamente estudiados sobre mi persona. El misterio enriquece. No paséis del nivel subcutáneo.
—He sido llamado hasta aquí.
—En esta iglesia contamos con técnicas especiales para la absolución del alma —afirma el hierofante—. Tyndale, ten por seguro que limpiaremos la desazón y las tinieblas de cada compartimento de tu alma. Podemos empezar ahora mismo.

Llevo dos días sin comer. Contra todo pronóstico, me siento de maravilla. Evidentemente, no es lo mismo ni mucho menos ayunar por gusto como estoy haciendo yo que, pongamos, no comer por culpa de una catástrofe o porque no tienes dinero.
Mi ayuno tiene como propósito impresionar al hierofante. Sí, lo sé, podría haber fingido que ayunaba, pero uno acaba tomándole el gusto a esto de la virtud. Además, así ahorro, porque normalmente la mayor parte del dinero se me va en comida. Y dado que llegué a Miami con algo de tripita, puedo permitirme cierta fuga de calorías.
En nada de tiempo me he convertido en la mano derecha del hierofante, prácticamente de la noche a la mañana. ¿A quién no le gusta disponer de un esbirro gratis? Le fui con la chorrada esa del abismo y de cómo el panfleto de su iglesia había caído en mis manos justo en el momento indicado.
El hierofante me creyó a pies juntillas. ¿Por qué? Porque quiso creerme. ¿A vosotros no os gustaría contar con alguien que os diera la razón en todo, que viera lo acertados que estáis, que hiciera siempre vuestra santa voluntad, y de balde por si fuera poco? Le conté que estoy hospedado en casa de unos amigos, y con ello sacié su curiosidad en cuanto al hecho de que no tuviera trabajo, dinero ni ocupaciones.
Me puse a su entera disposición. Recojo la ropa de la tintorería. Subo al tejado para arreglar goteras. Todo va de perlas en la Iglesia del Cristo Fuertemente Armado (su arsenal incluye una abnegación a prueba de bombas, el summum del servicio al prójimo y la magna fuerza de la palabra santa), aunque aún no veo de qué me va a servir todo ello, además de que el promedio de nuestra parroquia cabría en un solo coche. Pero siento que voy por buen camino, además, es algo que irradia luz: «Oh, Tyndale siempre era tan servicial». Mi irradiación no tardará en dejarse sentir.
Con la curiosidad de averiguar lo débil que me han dejado estos dos días de ayuno, voy a por el saco de boxeo y le sacudo unos golpes. Me han dejado muy débil, físicamente al menos.
Sixto sale por la puerta.
—Tyndale, ¿estás aquí esta tarde?
He tenido oportunidad de conocer un poco más a mi casero en las últimas dos semanas. Puede que Sixto sea la única persona en Miami que es verdaderamente oriunda de aquí. Su padre salió huyendo de Cuba después de que Castro bla bla bla.
Sixto y su hermana pasaban la mayoría de fines de semana en los Everglades, desmontando armas y limpiándolas con los ojos vendados.
—Chico, todos los fines de semana venga a comer culebras y bichos y hacer saltar cosas por los aires con el nitro-plastique que fabricábamos en la bañadera. Y mi padre siempre encabronado conmigo porque no disparaba tan bien como mi hermana, que era capaz de agujerear un as de picas con un cartucho estándar de la OTAN a cuatrocientos metros de distancia, ya fuera de día o de noche.
—¿Y a qué se dedica ahora tu hermana?
—A la investigación de mercado para empresas de alimentación animal.
Durante cinco años el padre de Sixto no dirigió la palabra a su hijo por negarse a jugar a los guerrilleros enrollados en sus ratos libres. La cordialidad no se restableció hasta que Sixto juró acribillar a Castro como si fuera un perro si algún día se le presentaba la oportunidad y que, sucediera lo que sucediera en el futuro, viajaría a Cuba para echar una copiosa meada sobre la tumba del Barbas en caso de que su padre falleciera antes.
—Necesito que alguien esté en casa más tarde para recogerme un paquete. —Sixto viene hacia mí y noto que me mira de una forma extraña—. Tyndaaaaal —dice.
Se para de pronto y, viéndolo dar un paso tambaleante hacia atrás, identifico la extraña mirada. Corro hacia él, pero no llego a tiempo porque ya ha caído doblado en el suelo y de ahí, convulsionado a la piscina. No es una piscina muy honda, pero sí lo bastante como para ahogarse en ella en mitad de un ataque epiléptico.
Sacarlo no resulta pero que nada fácil; si llega a ser más gordo, se ahoga. Lo coloco en la posición decúbito supino de rigor, mientras le busco la lengua con los dedos, pero sale tanto vómito que no consigo agarrársela. No cabe duda, sin embargo, de que sigue vivo y respira adecuadamente.
Estoy aterrorizado y medio ahogado, pero Sixto, como es de imaginar, se encuentra mucho peor.
—Estoy bien —murmura, pero tiembla de mala manera.
Más tarde, nos tomamos un Barbancourt.
—Debería haberte comentado lo de mis ataques —dice—, pero, no sé… es un aburrimiento tener que ir contando esa historia.
Le comprendo. Una vez tuve una novia que sufría leves ataques epilépticos. Para ella eran un incordio, pero confieso, para mi vergüenza, que yo siempre esperaba que sufriera uno mientras hacíamos el amor, sólo por ver qué pasaba. Pienso que tal vez debiera contarle a Sixto lo de mi embarazosa y pertinaz dolencia, por confraternizar un poco con él, pero descarto la idea al instante. Ya he confraternizado y consolado bastante en la vida, y cierta información es mejor no divulgarla.
—Voy a vaciar la piscina —afirma Sixto—. De todos modos, no la usamos. —De pronto odia la piscina, por absurdo que parezca—. Supongo que no hace falta que te diga que te debo una. La gratitud es muy importante para nosotros los cubanos —añade, como deseando sinceramente que no fuera así—. Pide lo que quieras.
—No necesito nada, la verdad. Pero me vendría bien trabajar unas horitas para sacarme unos billetes. ¿Qué tal si te echara una mano con el negocio?
Sixto rezonga.
—No podías pedirme otra cosa, ¿verdad?

Tiro de una puerta y se abre. Me adentro en la oscuridad, pues oigo música al fondo. Ahora soy un próspero traficante de cocaína. O eso espero.
—Sólo hay dos tipos de traficantes de cocaína —me había dicho Sixto—. Los fracasados: llevan una vida interesante. Disparan a la gente. Les disparan. Los detienen. Tienen novias soplonas. Salen en televisión. Pasan años haciendo cosas raras para otros tipos de más peso que están entre rejas. Y si sobreviven, escriben memorias para morirse de risa. Luego están los traficantes prósperos. Si te cuentas entre éstos, tu jornada es más aburrida que la de un cartero o un repartidor de pizzas. A los carteros les muerden los perros, a los pizzeros los estafan.
Sixto no ha sido por completo temerario ni generoso a la hora de ponerme en antecedentes.
No sé nada sobre el negocio.
No tengo idea de para quién trabaja. Ni de dónde sale la mercancía. Mi trabajo consiste en repartir paquetes y traer de vuelta el dinero. Con mucha frecuencia ni siquiera recibo dinero a cambio. En definitiva, Sixto ha dejado en mis manos la parte más aburrida de su tarea. Cierto que es un riesgo por su parte, pero como está estudiando para ser psicoterapeuta, según él mismo me confesó, no tiene tiempo para dar vueltas en coche por la ciudad haciendo repartos.
Además, lleva razón. Esto es como devolver un libro a la biblioteca. Sixto sólo trafica con viejos conocidos y al por mayor. Mis encargos no abultan más que un ladrillo. Como el que tengo entre las manos en este instante.
—Es un club nocturno —dice Sixto—. Uno de esos locales tan a la moda que «para qué vamos a decirte dónde estamos, pero si das con la puerta, es posible que te dejemos entrar».
Encontrar la puerta no fue fácil, porque no había número que la identificara, ni tampoco letrero alguno anunciando su nombre: Tres Escritores Perdiendo Dinero.
Accedo a una enorme pista de baile con una barra al fondo. Esto tiene que ser el club o el circo local.
Detrás de la barra se halla el que, supongo, será el barman. El sujeto, además de lucir un generoso despliegue de tatuajes, lleva una serie de estalactitas y estalagmitas de cuarzo pegadas a la cara; pero eso ya está muy visto. Se ha rapado la cabeza y pegado en ella montones de tirillas de goma azul brillante. Parece una peluca rasta de color azul, pero muy mal hecha. Es como si él mismo se hubiera dedicado a cortar las tiras y al rato, aburrido ya de la tarea, se hubiera dejado de uniformidades: unas son como pelitos, otras del tamaño de un dedo, unas largas, otras cortas.
En un desfile de alta costura tal vez diera el pego, si no fuera porque el capullo es un veinteañero con acné. A su lado está la ratonera del diyéi, y al mando de las pletinas, un mono. Un monito pequeño, pero armado, observo.
El arma parece una pistola de cañón corto y gran calibre, auténtica, que el mono lleva enfundada en una pistolera de lentejuelas. El simio cambia los discos con experta destreza. Al otro lado de la barra dos fornidos individuos lo observan con una hostilidad y una tensión que uno no asociaría a la contemplación de simios, pasatiempo que se supone entretenido.
—¿El mono tiene licencia de armas? —pregunto alegremente.
—Es un mono, no necesita una puta licencia —responde el barman en un tono que a buen seguro no le enseñaron en la escuela de hostelería—. ¿Y usted quién es?
—Vengo a ver a Bertrand.
—¿Le espera?
La tentación de ser sarcástico, incluso agresivo, es mayúscula. Ayunar da un subidón que ni las águilas, pero cierto es que también pone de bastante mal humor. Con el barman podría sin problemas, pero los otros dos están cuadrados. Además, no irradiaría mucha luz que digamos. Supongo que padezco una especie de lesión por esfuerzo repetitivo tras años de visitar extraños lugares de trabajo. Entonces siempre había una cita previa. ¿Qué tal si nos planteamos ese tema?: cuando buscas un favor de alguien, ¿es buena o mala idea presentarte sin avisar? Lo curioso del caso es que si bien muchos de mis clientes por aquel entonces eran unos engreídos soplagaitas, sus recepcionistas los superaban con creces.
En este caso, es un servidor quien le hace el favor a Bertrand. Llevo encima suficiente alcaloide tóxico como para entumecer las encías de la discoteca en pleno.
—Sí —respondo—. Me espera. —Y no olvido sonreír. La sonrisa que no falte.

El despacho de Bertrand está en la planta de arriba. Al llegar veo que habla por teléfono y, como no hay nadie más a la vista, muestro el ladrillo. Me indica que pase con un gesto.
—Es una simple pregunta —oigo que dice—. Una simple pregunta. Y si estamos en que no era más que una simple pregunta, ¿se puede saber por qué no me preguntaron a mí? ¿Por qué no me preguntaron?, ¿eh? ¿Por qué? No tenían más que preguntar. Me preguntan y yo respondo. Tampoco cuesta tanto, ¿no? Así que ¿por qué no me preguntaron a mí?, ¿eh?, ¿por qué?
Miro por la ventana y contemplo detenidamente la ciudad. Observo la luz y los tejados. Me encanta esta ciudad. Sigo mirando por la ventana mientras Bertrand cotorrea y, al rato, por mucho que disfrute contemplando Miami, me veo obligado a hacer un esfuerzo por simular que estoy encantado mirando por la ventana y no perdiendo la paciencia.
—Vale, Opium Garden es grande, sí, es lo que tú o yo entendemos por grande, pero enorme no se la puede llamar. Parece más grande de lo que es, por como está dividida. Pero si cuentas todas las barras de Mynt, es más grande que Opium Garden. No parece más grande, pero lo es. O sea que, no… no, no, no te digo que sea muchísimo más grande que Opium Garden, pero es más grande, sí. No, no, no. Mira Crobar, por ejemplo. Crobar es igual de grande que Opium Garden. Que sí, hombre, si tienes en cuenta todas las escaleras…
Gesticulo indicando mi urgencia por entregar el ladrillo, pero Bertrand responde con el clásico manoteo de espera, espera.
Miro por la ventana fingiendo que estoy recreándome con la contemplación de la vista y no subiéndome por las paredes. Me viene entonces a la memoria mi antiguo jefe, Bamford, y ahora, cuando han pasado ya tres años, por fin comprendo por qué Loader me pidió su número de teléfono.
Hay sucesos y conversaciones que a veces me puede llevar un año, cinco, diez, veinte años desentrañar. No sé por qué, pero de pronto se me enciende la lucecita.
Bamford era un hombre que no se andaba con chiquitas. Cuando su mujer se volvió loca —no un poco rarita, sino loca de atar— se tomó una semana de permiso (que anotó como vacaciones). Una semana. La ingresó en un psiquiátrico, encontró un internado para los niños y nunca comentó nada con nadie. Siempre he admirado a esas personas capaces de comerse la verdura sin rechistar, porque lo que es yo, imposible.
El mayor cumplido con el que Bamford te podía obsequiar era llamarte hijo de la gran puta, es decir: «No me puedo creer que hayas aceptado el trato, hijo de la gran puta». Eso si le caías bien. Si no le caías bien, ni te hablaba. Sí, Bamford era oriundo de Yorkshire. Por otro lado, cuando era él quien se equivocaba, podías mandarlo a tomar por culo tranquilamente. Bamford era de esa clase de empresarios que ya incluso por aquel entonces se hallaban en peligro de extinción. Lo apreciábamos casi todos, era como a uno le hubiera gustado que fuera Dios en realidad: duro pero justo.
La comida de jubilación de Bamford fue una de las primeras ocasiones en las que empecé a dudar sobre el funcionamiento del universo en general. ¿Qué ocurre cuando has trabajado treinta años en una empresa, cuando prácticamente eres tú quien se ha encargado de levantarla? Que te jubilan con una comida y un regalito de despedida. La velada en sí resultó impecable, asistió la empresa en pleno, colegas que se detestaban se comportaron como la cordialidad personificada y se comió de maravilla. De regalo Bamford recibió un inútil bibelot que colocar sobre la repisa de su chimenea. Loader, el nuevo jefe, le estrechó la mano y le dijo: «Tenemos que quedar para comer».
Por lo general cuando alguien te dice «Tenemos que quedar para comer» o «Tenemos que quedar para tomar algo» significa justo lo contrario. Si quieres comer o tomarte una copa con alguien, ¿por qué no quedar directamente?, ¿por qué dar largas? Es como cuando alguien te llama «amigo». Cuando alguien te llama amigo es precisamente porque no es tu amigo, sino un sujeto que te está timando, o te va a timar, o a quitarte de en medio. Cuando oigas «No te preocupes, amigo», más te vale poner pies en polvorosa.
Lo que más me horrorizó, con todo, fue que al segundo, al mismísimo segundo de que Bamford saliera por la puerta del restaurante, ya había pasado a mejor vida. Todos corrieron a procurar por sus intereses, y Bamford ya no era nadie. En última instancia, don nadies lo somos todos, pero no es plato de gusto que se lo recuerden a uno. Fue como un ensayo general de la muerte.
Por extraño que parezca, pese a aquel «tenemos que quedar para comer» con que Loader había despachado a Bamford, al mes siguiente nuestro nuevo jefe lo invitó a comer.
Era de todos sabido en la empresa que Loader había sido juzgado por robo en una ocasión, después de que la policía hallara en su domicilio una ingente cantidad de material propiedad de la empresa. Según la versión favorable de los hechos, el material robado fue hallado en el dormitorio de un inquilino suyo, que trabajaba a su vez para la empresa. Bamford compareció en los tribunales y testificó en defensa de Loader, aunque se discutía si dicha testificación se debió a que creía en la inocencia de Loader o a que no soportaba perder a su mejor comercial.
El día que ambos quedaron para comer, me encontré con Bamford en recepción y lo saludé. Se me pasó por la cabeza mencionarle que acababa de ver salir a Loader minutos antes, pero decidí que no era asunto de mi incumbencia, amén de que supuse que Loader regresaría al rato. La nueva recepcionista tuvo la misma ocurrencia, pero como tenía orden expresa de no informar a nadie de los movimientos del personal, tampoco pudo comunicar a Bamford no sólo que Loader había salido ya a comer, sino que también lo había hecho su secretaria, con lo cual nadie pudo explicarle a Bamford que se habían olvidado de él.
El hombre aguantó allí sentado una hora, porque no era persona que tirase la toalla fácilmente. Así que la empresa al completo desfiló por delante de él y fue testigo del plantón. La comida nunca llegó a celebrarse. Paradójicamente, la actitud de Loader me molestó más a mí que al propio Bamford. Loader, a decir verdad, apreciaba bastante a Bamford (que seas un cabrón no significa que carezcas de sentimientos) y se olvidó de él no porque quisiera olvidarse de él, sino porque no tenía necesidad ninguna de acordarse de él. Bamford había alcanzado la invisibilidad de quienes son incapaces de reportar beneficios.
Alrededor de un año más tarde, salió a relucir el nombre de nuestro ex jefe en una conversación, y Loader me dijo: «Tenemos que quedar para comer como dijimos. ¿Tienes su número de teléfono?». Atónito me quedé. El número de teléfono de Bamford lo conocíamos todos. Llevaba cuarenta años viviendo en el mismo domicilio.
Sólo ahora alcanzo a comprender por qué Loader dio en creer que aquel número de teléfono constituía un escollo: sólo eso le permitía no sentirse como un cabrón. Loader figura a la cabeza de mi lista negra particular en un posible derrumbe de la civilización.
Consulto mi reloj. Llevo ya cuarenta minutos en el despacho de Bertrand.
—De acuerdo, sí. Tiene los techos más altos, sí. El techo en Mynt es más alto, pero ya me dirás para qué te sirve eso, ¿eh? Ahora que, si sacas todos los muebles…
Mi misión consiste en entregar el paquete, pero Bertrand está agotando mi paciencia. No me interesa ser un don nadie. Habría bastado con que Bertrand hubiera pronunciado un simple «disculpa» o «un momento». Echo una meada en una de las macetas de su despacho, porque me urge echar una meada, y porque tal vez con ello consiga atraer su atención. No. Salgo tan campante del despacho a la espera de atraer su atención. Tampoco.
Abajo el barman está dando voces a dos mamarrachos.
—Claro que al mono tengo que darle de comer, pero el mono cumple su cometido.
—También nosotros lo cumplíamos —replica uno de los mamarrachos.
—La semana pasada nos vinieron quince clientes —dice a voces el barman—. Quince. Y diez de ellos eran amigos míos.
—No puedes despedirnos —replica el otro mamarracho—. No nos has pagado, así que no puedes despedirnos.
—Tienes razón. No os voy a despedir. Lo que haré será poner vuestro talento de pinchadiscos a disposición de otro.
—El mono no puede hacer ese trabajo.
—Es cierto que le llevó dos horas aprender a usar las pletinas, pero estoy dispuesto a formarlo…
El mono bosteza. Abre un grueso volumen encuadernado en piel con aspecto bíblico. Arranca hábilmente una de sus finas hojas y a continuación procede a enrollarla con destreza a modo de canuto junto con la hierba que guarda en una petaca. Lo enciende y exhala una apacible bocanada. Supongo que tampoco la legislación contra el consumo de cannabis atañe a los monos.
Ya he visto bastante. Hago mutis por el foro y, mientras estoy tan a gusto al sol preguntándome dónde podrían servirme ese lujazo de bocadillo que no pienso pagar, los dos mamarrachos salen del local como dos furias e intentan dar un portazo, pero en vano ya que la puerta funciona con uno de esos mecanismos de cierre automático ralentizado. Se abalanzan hacia mí. Siento miedo. ¿Voy a ser víctima de un atraco?
—Nos ha despedido —me dice uno.
¿Creerá que me conoce? Es el precio que hay que pagar por tener una cara vulgar. Los dos visten con sendas camisetas blancas con estampado de uvas. Mi interlocutor lleva las patillas larguísimas: una teñida de morado, la otra de amarillo.
—Nos ha sustituido por un mono —dice el otro—. Un mono que se llama Fetidus.
Si a mí me hubieran despedido y reemplazado por un mono, máxime llamándose Fetidus el mono en cuestión, dudo de que fuera por ahí publicándolo a los cuatro vientos.
—La cosa no son las strippers. Por las strippers no viene nadie. Vienen por la música. Sin la música, compadre, las strippers no son nadie. ¿Qué sabe un mono de música?
—Ya —digo comprensivo, procurando cargar la palabra con todo aquello que desean oír. Los mamarrachos tienen veinte años, están cuadrados y los tengo encima, así como obstruyéndome el paso. ¿Será éste el preámbulo del clásico atraco con paliza al canto?
—Tú eres el díler de Bertrand, ¿no?
—No —respondo, sorprendido yo mismo de lo tajante que ha sonado. Negativa, indignación, sorpresa y una pizca de chulería: todo en una.
—Lo sabía —dice el otro—. Sabía que lo eras.
—Estás bien conectado, ¿no?
—No.
—Venga ya, socio. ¿Para qué cartel trabajas?
—No trabajo para nadie.
—Nosotros queremos trabajar con gente seria.
—Queremos trabajar con gente seria, no con monos —afirma el otro.
El de las patillas tecnicolor mete la mano en el bolsillo. Me alarmo un instante, pero con esos pantalones tan ceñidos es imposible que oculte un arma.
—Me llamo Gamay —dice—. Y éste es Muscat. —Me tiende una tarjeta arrugada con la inscripción: DJ GAMAY & DJ MUSCAT: DIOSES DEL RITMO.
—Hola —dice el otro, tendiéndome otra tarjeta con idéntica maquetación en la que leo: DJ MUSCAT & DJ GAMAY: DIOSES DEL RITMO.
He tardado un rato, pero por fin me percato de hasta dónde llega su estulticia. En parte es juventud, pero sobre todo estulticia. Claro que nunca he considerado que pinchar discos fuera un trabajo. ¿Qué aptitudes o iniciativa requiere ser diyéi? Compras un disco, actividad para la que en la mayor parte del planeta sólo se precisa un desplazamiento de a lo sumo unos kilómetros o la inversión de una hora, y pinchas el disco. Indiscutiblemente, exige cierta habilidad técnica: hay que conectar la pletina a la corriente; pero francamente, ahí tenemos a Fetidus: para muestra, un botón.
—Danos una oportunidad —dice Gamay.
—Chicos, yo trabajo en una iglesia.
—Danos una oportunidad —dice Muscat, poniéndose de rodillas—. Estamos a tu disposición cuando quieras. Tenemos que pegar fuerte. Que se nos oiga en todo el país.
—Gracias. Cuando necesite un pincha, seréis a los primeros que llame —respondo. Arranco y me voy. De pronto me asalta la preocupación por lo de Bertrand. ¿Y si mi desplante tiene repercusiones graves? ¿Habrá un baño de sangre?
Llego a casa de Sixto sudando por la decisión que he tomado. No sé nada sobre la práctica de esta profesión. Todo Miami está en manos de Sixto. Su misma casa es una operación de blanqueo de dinero encargada por la organización. Compras un edificio en ruinas, gastas una fortuna en reformarlo, lo vendes por una fortuna mayor si cabe, desgravas por obras de restauración: todo legal. Sixto alquila habitaciones para ganarse un dinero extra. Pero sólo por haberle salvado la vida no significa que vaya a darme manga ancha para hacer lo que quiera; no obstante, cuando le cuento lo ocurrido (omitiendo la maceta), Sixto dice:
—Bertrand saca de quicio a cualquiera. Podemos pasar sin él. Deberías haberlo plantado enseguida.

No cabe duda de que la invitación del hierofante a que lo acompañe es una señal de aprobación, el reconocimiento del inicio de un aprendizaje. El hierofante Graves se pone al volante y nos dirigimos a Opa-Locka para visitar a una familia que no es miembro de su parroquia; son antiguos vecinos de unos antiguos vecinos, necesitados de consuelo en tiempos de tribulación. Observo el rosario que el hierofante se ha hecho colocar en el salpicadero para poder echar unas plegarias durante los atascos. Es lo que tiene la religión, que requiere de mucho rezo, la verdad. Las religiones son muy distintas entre sí, pero no se me ocurre ninguna que no promulgue la oración. Ora oro, ora también.
Estoy admirado con los redaños del hierofante. Es caballo perdedor. Sí, también yo, lo admito, pero él ha tardado treinta años en levantar una iglesia con veinte feligreses de promedio; no es ningún lince, y tampoco le veo posibilidades de mejora.
Habla del fin del mundo y de los culos de las monjas. Pertenece a esa generación para la cual el humor se encuentra en las monjas y las hijas de campesinos. Pero llega un momento en que toca dejar a un lado el apocalipsis y los traseros monjiles, apearse del coche y lidiar con una niña moribunda.
Hemos venido aquí para enfrentarnos al problema supremo. La atemperación de lo verdaderamente injustificable. Estoy seguro de que el sargento de este antiguo marine se sentiría orgulloso viendo cómo el hierofante asalta las playas del dolor, embistiendo directo hacia el frente más duro.
Los Lockett son una pareja joven. Balvin es un jugador de jai-alai en paro y su mujer, Nina, quiere dejar su empleo como inspectora de sanidad para cuidar de su hija de tres años, Esther, que padece leucemia y a quien, según nos dicen, le quedan unos meses de vida.
Obviamente, no hay nada que ni él ni yo podamos hacer para reparar tamaña injusticia, pero el hierofante es un artista. Oyendo su plática, siento crecer en mí la confianza y el optimismo. Solemos prestar más oído a lo que deseamos oír, y tranquiliza bastante oír decir a alguien una y otra vez, con convicción, que la cosa tal vez tenga remedio.
El problema de convertirse en un descreído y un sinvergüenza es que nunca se alcanza una completa transformación. A mí no me gustan los niños. No me gustan porque hacen ruido y huelen mal; tienes que pasarte el día venga a meterles y sacarles comida del cuerpo, pero se supone que te han de conquistar el corazón.
El problema es que Esther me cautiva al instante. Está sentada tan tranquilita ella sola, jugando con unas extrañas fichas sobre un tablero, radiante de salud y felicidad a simple vista. ¿Por qué todos empezamos la carrera provistos de tan sincera alegría? Irradia tal luz que incluso a mí me insufla energía por un momento, antes de que el conocimiento de su enfermedad me defolie. Creo que daría mi vida por ella si pudiera (o al menos eso es lo que siento, ¿quién sabe? Seguramente me rajaría en el último momento, de poder en realidad gestionarse tal cosa), más que nada porque tampoco me queda mucha vida por delante, y porque la chiquilla es inteligente y buena y no lo echará todo a perder como el hierofante o yo.
Nos marchamos. Estoy abatido por lo extraordinariamente dura que es la vida, y el hierofante crece de manera considerable en mi opinión. Es fácil hablar de benevolencia cuando luce el sol y tenemos los bolsillos llenos, pero no tanto cuando uno se halla inmerso en pleno suplicio. Tal vez el hierofante haya aportado su granito de arena, y si no, al menos lo ha intentado. Hasta los farsantes cumplen una función.
En el camino de vuelta, me propone hacer unas compras. Paramos en un Publix. A la hora de hacer la compra es importante observar virtud en todo momento, nunca se sabe quién puede venir a husmear en tu carrito. El hierofante está haciendo la compra de la semana y lleva el carro cargado de costillas de cerdo, mientras que yo en mi cesta no llevo más que una barra de pan y una papaya de oferta. Como en todo, si haces de la frugalidad un hábito tampoco cuesta tanto, y así disfrutas más cuando tiras la casa por la ventana.
Al ponernos a la cola en la caja, me fijo en unos Krishna, cuatro pasillos más adelante. En cuadrilla de cuatro. No creo haber visto nunca a uno de sus adeptos en solitario. Será que necesitan a un individuo que sepa llegar al supermercado, otro que sepa volver del supermercado, otro para llevar el carrito y otro para pagar a la cajera.
—No mires —susurra el hierofante—. Actúa con naturalidad.
Mientras la cajera procesa nuestros artículos me pregunto qué conllevará en mi caso esa naturalidad. ¿Actúo como un vendedor de lámparas en paro? ¿O como un vendedor de lámparas en paro haciéndose pasar por Dios?
Una vez fuera, cargamos las compras en el maletero, pero en lugar de arrancar e irnos, el hierofante embadurna la matrícula con un poco de tierra, me instala al volante y vigila la salida. Revuelve en la guantera y extrae de su interior una gorra del equipo de baloncesto Miami Heat y unas gafas con las que al instante se pertrecha; sigue hurgando otro poco, encuentra otras para mí y saca una pistola.
—Tyndale, no veo ninguna cámara aquí fuera, ¿has visto tú alguna? —Miro alrededor. Si nos están filmando, lo que es yo no lo veo—. Arranca y sigue mis instrucciones al pie de la letra —ordena con tono inquietante.
Salen los Haré Krishna y cargan la ranchera. El hierofante monta la pistola y me dice:
—La Colt veintidós es el arma más correcta para un hombre virtuoso.
Estoy cagado de miedo. Ya me he expuesto a cumplir décadas de condena en algún penal de máxima seguridad y si acabo entre rejas prefiero que sea por mi culpa y no por la de otro. Seguimos de cerca a los Krishna y de pronto el hierofante se asoma por la ventanilla y descarga tres balazos contra la carrocería del vehículo, balazos que, supongo, pretenden hacer añicos los parabrisas trasero y delantero, es decir, aterrorizar más que herir. Salimos a toda mecha en dirección contraria.
—No puedo evitarlo —dice el hierofante—. Es como en el colegio, ¿sabes el típico compañero contra el que siempre cargan todos y que te infunde lástima? Pues luego está ese otro compañero contra el que siempre cargan todos y con el que tú estás desando liarte a palos también.
Por lo que a mí respecta (mientras no me metan preso), como si carga contra ellos con una motosierra, que yo le sigo la corriente al hierofante, porque últimamente todo me da poco más o menos lo mismo y porque llevo clavada en la memoria la vez que me sablearon en un restaurante krishna por una infame ensalada de zanahoria.
—Aquí este pobre pecador opina que el hierofante tiene razón.

De regreso en la iglesia, preparamos unos bocatas de pavo. Vamos a repartir papeo entre los necesitados.
—Mejor no llegar demasiado pronto —explica el hierofante—. Héctor atiende a la gente a las seis y doce minutos.
Llegamos al punto de concentración de los sin techo, por detrás del Omni, a eso de las seis y veinte. Veo a dos tipos zampándose unas empanadas mayúsculas, cuyo irresistible olor a carne se huele incluso a distancia. Un puñado de individuos con el carrito de rigor los contemplan con ojos ávidos.
—¿Dónde se ha metido el tal Héctor? —pregunto.
—Vino a las seis y doce minutos —contesta el hierofante—. Héctor es capaz de alimentar hasta un millar de bocas, si llegan a esa hora en punto. Aquí te pueden dar prácticamente de todo. Una vez incluso llegó a repartir caviar y tostadas recién hechas con mantequilla. Pero pobre del que llegue a las seis y dieciséis.
Hay quienes dicen que aborrece estos repartos de comida, y otros, que detesta a los impuntuales.
Héctor se pasó dos semanas en alta mar a bordo de una balsa a la deriva que había salido de Cuba. Cuando estaba ya al borde de la muerte, selló un pacto con los dioses de la santería: salvadme y dedicaré el resto de mis días a dar de comer a diario a todo el que lo necesite. Un barco pesquero lo recogió a las seis y doce minutos de la tarde, a menos de un minuto de que hubiera sellado aquel pacto.
—Héctor fue fiel a su promesa —dice el hierofante—. Pero es que con los dioses de la santería no se puede uno andar con tonterías. Yo les tengo respeto y ni siquiera creo en ellos. De ahí que Héctor ejerza la dadivosidad a diario, claro que hay quienes dicen que será dadivoso a diario, pero nunca prometió el tiempo exacto que debía dedicar diariamente a la dadivosidad.
Llevo ya algo más de un mes con el hierofante y debo admitir que no entiendo exactamente de qué va su iglesia, o mejor dicho, que no veo en qué se diferencia de otros cultos corrientes, a excepción de que es el suyo particular. Ha mandado imprimir un nuevo folleto con la atractiva leyenda: EL PARAÍSO A TU ALCANCE: ¿A QUÉ ESPERAS? Le propuse que repartiéramos unos folletos junto con la comida, pero el hierofante se negó.
—Eso sería hacer trampa. Si quieren más información, ya saben dónde encontrarme.
Los bocatas de pavo tienen muy buena aceptación. En Miami basta fijarse en quién va vestido de invierno para detectar a vagabundos y chalados; a los tipos les encanta cargarse de capas (y casi todos son hombres; otro punto más a favor de las mujeres). Hay algunos ancianos que necesitan comer desesperadamente, y jóvenes bisoños en esto de la indigencia que se lo toman con más relajo; pero es agradable hacer algo por el prójimo.
—Bonitos zapatos —me dice un tipo con cara de panoli.
Mis zapatos no tienen nada de particular, pero uno olvida que puede hundirse hasta tal punto en la miseria que cualquier zapato que no esté destrozado le resulte bonito.
Un negro muy alto se me acerca. De inmediato lo bautizo como el Profeta. Lleva un tocado en la cabeza y un magnífico bastón, hecho de una madera oscura y nudosa. Sus prendas están rajadas de manera tan uniforme que se diría han pasado por un rallador. Unas gafas y, su especial distintivo, una máscara de gas, le ocultan el rostro. Dudo de que la intención de la máscara sea protegerle de su propio hedor, que me asalta en toda la cara, pues una de las grandes bondades de la existencia es habernos hecho inmunes a nuestro propio tufo. Más bien diría que el artilugio es lo que podría calificarse de salida por peteneras; cuando estás sin trabajo, sin dinero, sin casa y no dispones más que de un remedo de ropa, la contaminación debería ser la menor de tus angustias.
El Profeta, no obstante, tiene un porte tan erguido que me obliga a enderezar la espalda. A medida que pasan los años se nos va cargando la chepa. Le tiendo un bocata de pavo. Lo mira de hito en hito, perplejo, como si acabara de regalarle un conejito de cuerda.
Es un simple bocata de pavo —pavo, lechuga, tomate y mantequilla—, pero sabe bastante bien, aunque esté feo que yo lo diga. Un individuo blanco con peinado afro y gabardina negra (aunque sin nada debajo) me pregunta qué es.
—Pavo —respondo.
—Yo quiero jamón —replica.
Me pregunto si Jesucristo se toparía con ese problema el día de los panes y los peces, si los del fondo le salieron con que querían queso o chuletas.
Parte de mí arde en deseos de decirle, al estilo de mi otrora jefe, el señor Ansari: «Como no cojas ese pavo te mato». Pero no puedo hacer eso. Le doy otro bocata de pavo, pero tan bien envuelto que el pavo no se ve.
—Tome —digo.
Se aleja sin desenvolverlo. Al prójimo se le ha de decir lo que quiere oír. El efecto tal vez no dure mucho, pero surte efecto.
Sólo uno de los mendicantes expresa agradecimiento.
—Estupendo el bocata —dice. Es un chico joven, sin pinta de vagabundo, más bien de estudiante que ha trasnochado.
—Eh, Fash —lo llama a voces el admirador de zapatos—, venga, vamos.
Me llevo una sorpresa al ver al Desaprensivo viniendo hacia nosotros, y él se sorprende un poco al verme a mí.
—No ha venido —le dice el hierofante a Dave.
Como imaginaba, el Desaprensivo es de esas personas que conocen a todo el mundo.
Sus señales posturales revelan que no desea sacar a relucir el motivo que lo trae hasta aquí. Así que no lo saco.
—¿Qué tal?
—Bien. ¿Todo bien?
—Sí —contesto. El hierofante se ha retirado tranquilamente a repartir los últimos bocadillos—. Una cosa quería preguntarte: ¿sabes de algún médico corrupto? —Estoy convencido de que tendrá un par en nómina.
—No —dice. Y no dice más. Me da que esa respuesta ha sido demasiado rápida. Esperaba que me dijera algo así como «A ver, déjame que piense…» o «Puede que…».
—¿No conoces a ningún médico corrupto? —Hasta cierto punto, uno suena imbécil repitiendo la misma pregunta, una vez se nos ha respondido de manera inequívoca, pero tengo comprobado que de vez en cuando repetir la pregunta tres o cuatro veces te acerca más a la respuesta que pretendías.
—No —responde el Desaprensivo, torpedeando mi primer intento de milagro—. A ver si quedamos para tomar una copa.

El desarrollo de la deificación ha de ser mi prioridad absoluta en este momento. Me he creado una imagen de persona misteriosa, circunspecta, que no bebe, no fuma, no usa armas, ni va detrás de las mujeres o los muchachos; que apenas come (en circunstancias con elevada presencia de testigos). Un individuo sereno, paciente, dispuesto a limpiar ventanas y repartir folletos. Alguien que atiende modélicamente en la iglesia. Un dechado de virtudes.
El culto de nivel divino se alcanza obrando milagros. Con unos cuantos milagros discretos, sin demasiado bombo y platillo, me bastará para empezar.
Curar al enfermo es un clásico. Curar a Esther sería estupendo, si no fuera porque me es imposible, y además, que servidor no quisiera infundir falsas esperanzas a esos padres. De hecho, curar a los enfermos es tarea bastante complicada. Uno ve a tullidos saltando de sus sillas de ruedas o cancerosos que alardean de sus remisiones, y se pregunta: qué tal si alguien me colara entre el gentío en silla de ruedas y yo me levantara de pronto; hay enfermos auténticos que se curan por sí solos, es algo muy habitual, mal que les pese a los médicos (aunque, por lo visto, no ocurre entre los aquejados de embarazosas y pertinaces dolencias como la mía).
Pero la curación de enfermos entusiasma a las masas.
El modo más sencillo de sanar una enfermedad es sanar una enfermedad inexistente. Lo que yo necesito es un sujeto sufriente, no el típico farsante que pudiera típicamente fallarme en el último momento, sino un probo ciudadano, alguien convencido de que su tumor es real, que luego quede encantado con su curación.
Persuadir a alguien de que padece una enfermedad terminal es un acto cruel e imperdonable en buena parte, salvo si el persuadido en potencia es banquero o abogado. Lo que yo necesito es un médico de moral relajada que, cuando el incauto banquero o paciente al que detesta se le presente con un catarro o una urticaria, convenza al susodicho (porque tendrá que ser un hombre; nada de mujeres ni niños) de que se haga unas pruebas. Las pruebas se amañan para que den fatales resultados, y se repiten una vez más, con resultados igualmente funestos. En ese momento entra en escena un circunspecto y misterioso personaje que el médico de marras recomienda a su paciente como consejero espiritual. Voilá! Tengo que llamar de nuevo al Desaprensivo para hablar de sus contactos médicos.
Bajo y me encuentro a dos atractivas jovencitas fregando los suelos. Van vestidas con sendos minibikinis, sin nada por arriba. Es el escenario con el que sueñas a los dieciséis años pero del que a los cuarenta ya has desistido, porque sabes que nunca se hará realidad, y aun cuando se hiciera, no serías capaz de hacer gran cosa al respecto.
—¿Tú eres el virtuoso? —pregunta una.
La cosa funciona. Me siento muy ufano con mi irradiación, pero la estoy fastidiando con el embobamiento ante esos pechos. Aun así, las muchachitas parecen inmunes a la vergüenza.
—Sixto nos habló de ti —dice la otra. Dado el cometido que desempeño para Sixto, barrunto que mi casero se está riendo a mis expensas—. ¿De verdad duermes sobre una puerta? Yo soy Trixi, y ésta es Patti.
A fin de preservar mi virtuosa imagen, me retiro a mis aposentos. Más tarde, cuando oigo que se marchan, bajo a la cocina de nuevo para prepararme un tentempié.
—Sixto, acabo de conocer a tus chicas de la limpieza —le digo al verlo aparecer.
—Ya, estoy encabronado con ese tema.
—¿Por qué?
—Le dije a Patti que viniera a limpiar si quería, pero no que se trajera a una amiga.
Patti, me explica Sixto, es la hermana menor de su novia y llevaba meses acosándolo para que le pasara algo de coca. Sixto juzgó inmoral vender cocaína a la hermana menor de su novia. Como también juzgó inmoral ofrecerle siquiera una raya. Pero como la chica mostró tanta insistencia, accedió a dejar que se la ganara realizando labores del hogar.
—Para inculcarle la ética del trabajo, ¿tú sabes? —Sixto se quedó muy sorprendido cuando vio a Patti aparecer con Trixi. E igualmente sorprendido cuando vio que las dos se quedaban en cueros para no mancharse la ropa—. Yo les dije que se vistieran, compadre. Se lo supliqué, carajo. Pero no, lo único que les preocupaba era ensuciarse la ropa. Y uno no tiene ninguna autoridad ante unas tetas de quince años.
—¿Quince?
Sixto explora el suelo con la mirada.
—¿Por qué le hice el favor? ¿Por qué la ayudé?
Fantaseo con veinte quinceañeras en topless peleándose por el derecho a limpiar el horno a cambio de una rayita. La escuela entera presentándose.
Es difícil llevarte una decepción tremenda cuando pasas de los cuarenta, porque en el fondo ya no esperas nada de nadie. Pero sí me asalta esa sensación de haber dado un paso adelante y diez atrás. No se me ocurre modo alguno de que Sixto aplaque la ira de su novia el día que se vea en la tesitura de explicarle que las labores de fregona de su hermanita, enfarlopada y en porretas (porque así se la imaginará su novia, de nada servirá remachar la atenuante de los tanguitas), fueron en principio una medida disciplinaria. Se nos avecina una de esas condenas de quinientos años en un penal de máxima seguridad. Eso es lo que pasa por hacer favores.
En el coche, de camino a mi cita con el hierofante, paro mientes en que todas estas aventurillas con el polvo blanco podrían menoscabar fatalmente mis planes. Es increíble que aún no hayan venido a detenernos. Es viernes por la tarde. Seguramente estarán esperando a que pase el fin de semana. ¿Qué puedo hacer para evitarlo? Nada.
Me encuentro con el hierofante en la piscina municipal. El hierofante estuvo tres veces en la guerra de Vietnam (el máximo permitido) y cobra una pensión del ejército, luego podría trasladarse a otra zona menos chic de Florida y vivir tan ricamente en su caravana, dedicado a la pesca del pez aguja y demás; sin embargo, el tipo vuelca gran parte de sus ahorros en la iglesia y trabaja unas horas atendiendo la taquilla de la piscina municipal. Su energía es extraordinaria, sobre todo teniendo en cuenta que dudo de que saque ni para comprar el periódico con ello. Está atendiendo a tres rotundas señoras de mediana edad.
—¿De dónde son? —pregunta el hierofante, porque de Miami no pueden ser, naturalmente.
—De Toledo —responde una.
—¿En Toledo rezan mucho?
El hierofante lleva una camiseta con el eslogan TRABAJE MÁS: MILLONES DE PARADOS DEPENDEN DE USTED, y va tocado con una gorra de béisbol. Hay quien lleva gorra de béisbol porque es la moda o el distintivo de algún grupo musical. El hierofante la lleva porque es un tocado práctico y barato.
Se acerca una señora, con un niño en brazos y otros cuatro a la zaga, dos de ellos muy pequeños. Es pobre de necesidad. Tiene que pasarse el día contando el dinero y reajustando su poder adquisitivo.
—Hola —saluda—, ¿hay tarifa familiar?
Huelga decir que no la hay. La señora lleva la miseria pintada en el rostro. Su marido falleció en algún lugar de mierda del extranjero mientras luchaba por ganarse el jornal, sin seguro de vida, dejándole como herencia las arrugas de la viudedad. La familia lleva días en el coche camino de sus vacaciones, para acabar hospedados en casa de alguien que les preste un suelo donde dormir. Por eso se habla tanto en la Biblia de la bondad debida a viudas y huérfanos, porque viven de puta pena. Uno se hace a la idea de lo dura que puede ser la vida, y del poco beneficio que se obtiene con esa constatación, es como pisar un plastón de mierda. Estás deseando quitártelo de encima.
El hierofante los deja pasar por el precio de sólo dos entradas infantiles. Me siento orgulloso de él. No ha hecho ningún mal a nadie con ello. Ha sido un pequeño guiño a la dignidad.
—Todos tenemos un límite —dice el hierofante—, pero todos nos equivocamos creyendo saber dónde está.
Es curioso que los tipos que más alarde hacen de su bondad para con el prójimo suelan ser los más egoístas. Cuando traté con los enlaces sindicales de mi empresa, todos, prácticamente sin excepción, eran de lo más avaricioso, egoísta y mezquino que uno podía echarse a la cara. Tendríais que ver sus gastos de representación. Ojo con quienes van por ahí pregonando la fraternidad y la justicia. En cambio, de aquellos como el hierofante, que van por la vida predicando que hay que valerse por sí mismo, es harto probable que encontréis ayuda…

Me despierto al alba y rezo con devoción.
Rezo con devoción por todos. Ni siquiera rezo por mí. Así de pura es mi plegaria. Hace ya tiempo que rezo con devoción, que suplico sin reparos por un mundo mejor, porque este que me ha tocado vivir me horroriza y aún no he percibido cambio alguno. Aunque se me ocurre que es probable que otros muchos antes que yo hayan optado por el camino de la súplica; seguro que si rezar surtiera algún efecto ya lo habríamos notado, ¿no? Por otro lado, el simple hecho de que algo no te funcione a ti no quiere decir que no le funcione a otro. Si yo tuviera que encender una hoguera frotando unos palitos, no llegaría a ninguna parte, y no querrá mi suerte que logre semejante proeza.
El desayuno me endereza el espinazo. Cuánta seguridad aporta un donut, cuánto carácter imprime un café. Es hora de obrar milagros. Hora de irradiar luz.
He de sembrar la sospecha de mi supremacía en el magín del hierofante. El principal testigo de mi divinidad habrá de ser él, así que tendré que asombrarle con mis conocimientos, así que tendré que recabar eso, conocimientos.
Me hago con un ordenador en el cibercafé Kafka’s y busco a ver si encuentro información jugosa en la red. Encuentro de inmediato una entrevista que una tal Virginia Hawthorn, la misma periodista que se hallaba presente en la charla del Lama, le hizo al hierofante. Evidentemente, la mujer está muy puesta en religiones. Tomo nota para trabajármela.
Luego me acerco con el coche a la Iglesia del Cristo Fuertemente Armado y paso la escoba, aunque como ya la pasé ayer, no hay nada que barrer. Dejo un bolígrafo azul tremendamente fálico en lo alto de una estantería del despacho del hierofante, con la intención de que me procure la susodicha información jugosa.
Al día siguiente, llego temprano para filtrar el correo, por si hay información jugosa de primera mano. Por desgracia, no encuentro ninguna carta que anuncie al hierofante la llegada de un pariente o amigo olvidado. Ni noticia de que haya heredado una gran fortuna. Ninguna información potable siquiera. Sólo facturas y propaganda de herramientas de jardinería, y dado que he abierto los sobres de cualquier manera, me veo obligado a deshacerme de todo el correo para que no se note que he estado fisgoneando.
A continuación conecto el bolígrafo-micrófono azul, con capacidad de grabación de ocho horas. El problema de grabar ocho horas de conversaciones es tener que escucharlas luego. Me encuentro la misma basura que en su correo.
Descubro que el hierofante suspira mucho en la intimidad. Cada dos por tres suelta un hondo «aaay». Se oye rumor de papeles. Suspira otro poco. Infunde seguridad descubrir que los que están seguros de sí mismos no están tan seguros de sí mismos, pero los suspiros no tardan en resultar exasperantes. También se le oye rascarse mucho, aunque no logro identificar en qué parte del cuerpo aplica las uñas.
Por fin, una conversación. El hierofante le cuenta a un interlocutor no identificado que esa mañana ha comprado un reloj. Entró en una tienda, preguntó por el precio del modelo que deseaba y luego entró en otra tienda donde lo vendían cien dólares más caro. El hierofante regresó al primer establecimiento y adquirió el reloj en cuestión.
No es una anécdota fascinante, y tampoco el hierofante la cuenta con gracia. Ni se la cuenta con gracia a su interlocutor «Mitchell» ni a su interlocutora «Ellen». La adorna diciendo que se indignó con el dependiente de la segunda joyería porque en la primera se lo vendían cien dólares más barato, y que manifestó su asombro ante el dependiente de la primera joyería porque en la segunda lo vendían cien dólares más caro (eso resumiendo).
Es injusto mofarse de las conversaciones escuchadas de extranjis, pero dudo de que pueda seguir pinchándole el teléfono al hierofante, y no por el malestar ético que ello pudiera conllevar, sino por lo aburrido de la tarea. Llevo cuatro horas y media fisgoneando en su intimidad y ya estoy agotado.

—¿Ves este reloj? —me dice el hierofante al día siguiente, y luego me cuenta que en la tienda donde lo compró costaba cien dólares más barato que en cualquier otra parte.
Resisto el impulso de corregirle diciendo que sólo entró en una tienda más. Quién sabe, si hubiera probado en otras, tal vez se lo hubieran vendido por ciento veinte dólares menos, aunque lo dudo, porque en realidad el mercado controla los precios abusivos.
Pero eso no lo sabes. No sabes si se venderá más barato en otro establecimiento. No sabes si habrá otro establecimiento. La pereza siempre acaba imponiéndose. Tarde o temprano. ¿Cuántas vueltas hay que dar, en cuántos establecimientos hay que entrar a preguntar?
Si dedicarais una semana entera a preguntar en cuarenta relojerías y consiguierais ahorraros cien dólares, o incluso ciento veinte, ¿habría merecido la pena el esfuerzo? Quién sabe. Eso es lo terrible de la cuestión: entras en un establecimiento y el reloj se vende a un precio x, y en otro establecimiento lo venden a un precio y. Es una conjura. Y a esa conjura la denominamos vida.
—Tyndale, es hora de que el hierofante arregle este ventilador.
El hierofante necesita que yo le sujete una escalera desvencijada, mientras él sube a arreglar uno de los ventiladores. La iglesia no dispone de aire acondicionado (demasiado caro y molesto), sino de cinco ventiladores de hélice (baratos pero más molestos). Mientras le estoy sujetando la escalera y el hierofante prorrumpe en irreverencias que no tienen a Dios por objeto, me asalta una intensa sensación de futilidad al reparar en que me encuentro sujetando una escalera desvencijada en un chamizo de una depauperada zona de Miami mientras que un ex marine loco de atar hurga en un ventilador tan obsoleto que debería estar expuesto en un museo.
He aquí mi trabajo: sujetar escaleras desvencijadas. Un trabajo por el que no me pagan. Mi desesperación es tal que apenas si me tengo en pie.
Procuro entretenerme fantaseando con asesinatos, pero no sirve de nada. Soy plenamente consciente de que imaginarse matando es propio de vencidos, y que esos revolcones violentos con los que sueño nunca se harán realidad. No sólo nunca moleré a palos a Loader con la barra de hierro de marras, sino que es harto probable que ni siquiera le tosa. Nunca lograré verlo doblegado, sometido. Las ocasiones de revancha no se presentan así como así. Pienso en la de gente que me ha puteado en la vida y en que ni una sola vez he tenido la oportunidad de desquitarme; nunca se han cruzado por delante de mi coche en una noche oscura y lluviosa, pobre en testigos.
Por otro lado, si bien nunca he logrado ajustar las cuentas a mis malhechores, tampoco he hecho cuentas con mis bienhechores. Cierto que esta última categoría es tristemente ínfima —familia aparte—, de hecho con las palmas de ambas manos bastaría para contarlos. A Bamford, por ejemplo, un hombre que me sacó del hoyo, que me salvó, lo único que supe decirle fue «gracias». Poca cosa es un sonido.
Vamos nadeando por la vida, sin poder real para llegar a quienes queremos. Heme aquí en Miami, sujetando una escalera desvencijada aquejado de una embarazosa y pertinaz dolencia, con un pasado insignificante a mis espaldas.
He llegado a esta ciudad sin equipaje, sin ayudas ni impedimentos. Como si hubiera vuelto a nacer, tanto da que haya partido de la meta habiéndome dedicado en una vida anterior a dar de comer a los gatos de la calle y a hacer recados para los ancianitos, como a freír gatitos en el microondas y estrangular a viejos. Nuestra cuenta bancaria moral es una moneda sin ningún poder adquisitivo.
—¿Cómo fue lo de Vietnam? —pregunto al hierofante, por darle conversación.
—Mucho calor —responde. Aguardo a que se explaye, pero en vano.
—¿Estuviste en la selva?
—Sí.
Sigo a la espera. Tras otros dos minutos viendo cómo manipula el ventilador, hago un nuevo intento:
—Bueno, pero ¿cómo fue?
—Se me pudrió la correa del reloj. Allí se te pudre todo. El uniforme. El escroto. Todo.
Más silencio. Finalmente, el ventilador se enciende de golpe.
El hierofante guarda sus herramientas.
—¿Quieres saber qué fue lo más asombroso que vi durante mi estancia en ‘Nam?
—¿Qué?
—Había bares y burdeles a montones. A montones. Pero en uno de los bares tenían un letrero fuera que anunciaba: ENANOS GIGANTES. No llegué a entrar. Pero yo me pregunto, Tyndale, si de verdad eran enanos gigantes, ¿en qué se notaba?
Recupero mi bolígrafo y dejo al hierofante. En el coche, de pronto me entra hambre. Debería ser virtuoso y olvidarme de la comida, pero me siento tan abatido que decido colgar los hábitos por un día. Discurro sobre dónde debería ir a comer.
Hay un cuchitril grasiento en la manzana siguiente que me ha llamado la atención, un tugurio atendido por un tipo grasiento y sudoroso rodeado por trozos de cartulina grasientos donde han garabateado la carta, un tugurio donde nunca me he aventurado a entrar porque todo en él invita a no hacerlo. Pero tengo tanta hambre que no puedo seguir dando vueltas, así que me voy para allá y pido un bocata de pollo.
En cuanto hinco el diente en el barato bocata, me doy cuenta de lo equivocado que estaba. Es un bocata inmejorable: con su rico pollito, su rebozado perfecto, su panecillo crujiente y su fresca hoja de lechuga. Un sencillo pero insuperable bocadillo de pollo frito, preparado con el debido respeto que un bocata de pollo merece. Claro testimonio de la calidad de los ingredientes y de la capacidad humana para crear cosas apetitosas.
En todo trabajo, lo más fácil es cubrir el expediente, y en todo trabajo es raro que poner todo tu esmero te conduzca a nada. El pan podía haber estado seco, el pollo correoso o aceitoso, pero no. El hombre se levanta temprano por la mañana para cumplir con su trabajo como es debido y es poco probable que por ello le saque delantera a la peña del pollo correoso. Al final acabará enfermando, envejeciendo o quemándose, y no quedará memoria de ese triunfo casero suyo ni se le hará ningún monumento. Desde aquí mi homenaje al valor, al incólume coraje de este singular vendedor de bocatas de pollo.
—Estupendo bocata —le digo.
El hombre encoge los hombros y pasa la bayeta por la barra.
Este imprevisto ataque de calidad restablece mi fe en la vida. Parte de mi dicha se debe a que voy con ventaja. A cambio de una pequeña cantidad de dinero, el dueño de ese tugurio me ha dado felicidad.
A medida que te haces mayor comprendes que las emociones son como el tiempo: la desesperación, la ira, el odio hacia uno mismo, el placer, todas ellas pasan (si bien dejando daños tras de sí). Saberlo no sirve de gran cosa, como tampoco el día que llueve y hace frío sirve de nada saber que el frío y la lluvia no van a durar eternamente.
Vergüenza me da. Sujeto una escalera desvencijada: asco de vida. Me como un fantástico bocata de pollo: viva la vida.
Ojalá pudiera controlar mis estados de ánimo, desdeñar bocatas de pollo, repeler escaleras desvencijadas, pero no puedo. Tal vez en eso consista la virtud. En sacar partido del pollo frito sin el pollo frito. Pero si se pudiera sacar partido del pollo frito sin el pollo frito, ¿de qué sirve el pollo frito y de qué renunciar a él?
Pido otros dos bocadillos para llevar, aun sabiendo que no causarán la sensación del anterior.

El alba derriba de una patada la puerta de mi inconsciencia y rezo con fervor. Rezo con fervor por el prójimo antes de levantarme, y luego, gradualmente, el egoísmo se va imponiendo.
¿Qué tal voy? Ésa es la pregunta, pero ¿y la respuesta? ¿Qué tal voy? Eso me gustaría a mí saber. Puede que le esté sujetando una escalera desvencijada a un ex marine excéntrico, de balde, pero puede que, dada la suerte que me ha tocado en gracia, no me quepa hacer otra cosa. Puede que no sea un fracasado; tal vez muchos me consideren como tal, pero por otra parte, he salido victorioso de infinidad de adversidades.
Nunca se sabe. No estaría de más disponer de línea directa con el Supremo para poder preguntarle: «¿Qué tal voy?». Pero si la tuvierais, ¿llamaríais? ¿Y si la respuesta no fuera la que esperabais?
Sólo he cometido dos errores en mi vida: exceso o falta. Exceso de determinación o falta de determinación. Exceso de confianza o falta de confianza. O, si queréis, sólo he cometido un error en la vida: no dar con la justa medida.
La victoria, como bien solía repetir Bamford, no se alcanzaba saltando alegremente la línea de meta, con la competencia rezagada a lo lejos. La victoria, decía Bamford, normalmente conllevaba arrastrarse a cuatro patas, maldiciendo y babeando, con los enemigos royéndote los tobillos. De ser así, tal vez vaya camino de la victoria, porque a rastras voy sin duda.
Decido acercarme temprano a la iglesia para echar un vistazo al bolígrafo.
Al ir a coger el coche me encuentro un perro cagando. Un corgi viejo y sin pedigrí. El chucho gruñe con vehemencia. ¿Por qué los perritos achacosos andarán siempre buscando pelea? Localizo a su dueño, tan pancho a unos metros de distancia, fumándose un cigarrillo con aire ausente; el típico flojo que no pasea a su perro por vagancia, que se contenta con soltarle la correa y dejarlo cagar donde le venga en gana.
Por alguna extraña razón cometo el error de reaccionar con mesura. Quizá porque presupongo que el dueño del chucho es vecino del barrio, y uno desea mantener la cordialidad en el vecindario. Quizás esto de la virtud me esté afectando.
—Mejor que llevara el perro de la correa. —Sonrío. La sonrisa que no falte.
—A usted qué le importa lo que yo haga con mi perro —responde.
Capto el patrón a la primera: ególatra petulante. Colocado de ego. Burócrata. Sin dotes suficientes para trabajar en la banca o la empresa, pero tranquilamente arrellanado en algún cargo donde no cuentan objetivos, pero con sus buenas vacaciones pagadas y un sueldo decente: terapeuta especializado en drogodependencias o monitor de derechos humanos, algo que le permita alegar que no forma parte del sistema, mientras chupa cómodamente de él.
El típico que se apunta a clases de likembé congoleño para hacer gala de su gran apertura a otras culturas (por lo general menos prósperas). Ese que te suelta el rollo sobre el medio ambiente, la iniquidad de gobiernos y multinacionales, las fábricas de Asia donde se explota a los trabajadores y la lucha contra la malaria, mientras él se fuma su cigarrito y deja que su perro ensucie el portal del prójimo con un mastodóntico zurullo helicoidal. Asombroso, la rapidez con que se llega a odiar.
El chucho, demasiado gordo y achacoso para dar saltos, hace un amago de trepar por mi pierna y me ladra con todo el frenesí del que es capaz.
—¿Qué te pasa? —le dice su dueño con tono cantarín y divertido, como quien se dirige a un niño.
Es un rasgo que, según he observado, comparten todos los que tienen perro, que nunca piden disculpas.
—Si…
Estoy a punto de sacar a colación el zurullo, cuando el perro me hinca los colmillos. Un mordisquito de nada, pero duele. Miro furibundo al del cigarro esperando disculpas. Espero. Da una calada.
—Su perro me ha mordido.
—¡Qué va!
Vamos a ver, el tipo podría haberlo negado falazmente, como diciendo «declino toda responsabilidad en lo ocurrido», no fuera que en las proximidades tuviera yo a dos abogados agazapados tras un arbusto, pero no. Aunque el perro me ha mordido delante de sus narices, a plena luz del día, él sinceramente no se lo cree. Le indigna que se vilipendie de esa manera a su perro.
Estoy tan alterado que no acierto a pegarle como es debido y le asesto un puñetazo en la cara, craso error, porque así lo único que consigues es lastimarte el puño. Supongo que la emprendo con la cara por ser sede de la boca. Mis nudillos sienten la quemazón de la ceniza caliente. Encima de que el perro se cisca en mi portal, me ataca, y su dueño para más inri me llama embustero, tendría delito que me marchara como si tal cosa.
Pero lo curioso es lo siguiente: al ver cómo mi puño se le venía encima, el semblante del tipo ha reflejado una expresión de sorpresa. También es curioso que en un segundo pueda uno plantearse tantas cosas: aun en pleno ataque de rabia, esa parte de mí, la que corresponde al individuo criado en una gran urbe, ha decidido que podía atizarle sin peligro.
Lo dejo sentado del puñetazo y, una vez descargada la agresividad, el chucho se aparta prudencialmente con el rabo entre las patas.
Me siento al volante y me dirijo a la iglesia, pero mi furia es tal que me salto un semáforo en rojo y estoy a punto de saltarme otro. Estoy furioso por tener que compartir planeta con imbéciles como ése. Estoy furioso porque haga lo que haga no me siento satisfecho. Si no le hubiera pegado, estaría furioso conmigo mismo por no haberle pegado, pero a la vez estoy furioso por haberle pegado.
Haberle pegado hace que me sienta sólo un poco menos furioso que de no haberle pegado, pero lo que me revuelve las tripas de mala manera es imaginarme al del cigarrillo recabando muestras de adhesión por doquier con el cuento de que estaba paseando tan tranquilo a su perro cuando un demente se le ha echado encima y en qué mundo vivimos que ya ni siquiera puedes sacar de paseo al perro sin jugarte la vida. Me sulfuro tanto sólo de pensarlo que me entran ganas de darme la vuelta y asestarle otro puñetazo.
Lleno de rabia, intento escuchar el bolígrafo. Esta vez ha captado algo interesante. Oigo al hierofante decir que quiere subir a Rhode Island y, seguidamente, una extraña conversación en la que se habla de invertir en cobias, cierto pez abisal que al parecer se cría muy bien en piscifactorías, al que le va la cautividad, que lo alimenten regularmente y el agua templada de los acuarios. Discurro sobre cómo dejar caer ese dato en la conversación, a la manera del dios que todo lo sabe, cuando el hierofante se deja caer en su despacho.
—Buenos días, es posible que me vaya a Rhode Island un par de días.
Y yo venga a escuchar suspiros durante dos horas. Recuerdo que el artículo del periódico mencionaba que el hierofante había nacido en Rhode Island, así que decido arrojar el dato como si tal cosa.
—¿Qué?, ¿de vuelta a tu tierra? La verdad es que tienes cara de ser de Rhode Island.
—Lo dudo. Soy de Cleveland.
Nunca creáis lo que dicen los periódicos. Me tomo un respiro, preparo café y luego opto por otro derrotero.
—Gene, he soñado contigo y con unos peces. Multiplicabas los peces y dabas de comer a todo el mundo como Jesucristo, pero te hacías de oro con ello. Eran unos peces con un nombre raro, copia o algo así.
El hierofante suspira. Se quita las gafas y las limpia.
—Sabía que tenía que ocurrir. Siempre ocurre lo mismo. Tyndale, hijo, Miami está infectada, pero tú ni tocar esas cosas, ¿estamos? Nunca más. No puedes seguir ayudándome con el prójimo en pleno viaje sideral.
—No, si…
—Ni una palabra, Tyndale. Lo comprendo, de verdad que lo comprendo. La carne es débil. Todos pecamos. Vamos a rezar.
Me veo obligado a escuchar una larga homilía personalizada sobre el consumo de estupefacientes, y luego nos ponemos a preparar bocadillos para los sin techo. Mientras estamos cargándolos en el coche, al otro lado de la calle se desata una discusión. Dos tipos negros, una negra. Una discusión acalorada. De repente uno de ellos le atiza a la chica, con la palma abierta, pero resuena. Ha sido un tortazo en toda regla.
El trío, no obstante, se encuentra lo bastante lejos de nosotros como para fingir que no ha ocurrido nada. De hecho, a medio camino entre ellos y nosotros hay un par de sijs descargando unas cajas, sijs que aplican su máxima concentración a dicha descarga, absortos por completo. Y no sabemos qué ha pasado. Tal vez la chica se lo mereciera (nunca se sabe). No tengo ningún interés en intervenir, porque no voy a sacar nada con ello, pero el hierofante se yergue.
—Vamos a poner paz.
Avanza hacia ellos con paso decidido. A mí es lo último que me apetece hacer. Son dos tiparracos como armarios de grandes y tanto uno como otro podría hacerme papilla. He crecido en una gran ciudad, reconozco a los tipos duros a la legua. Pero rajarme supondría tirar por la borda los méritos hechos con el hierofante.
La mandíbula me escuece como si ya me la hubieron hecho fosfatina y me pego a la espalda del hierofante, lo bastante cerca como para que note que estoy de su lado, pero no tan cerca como para que los dos pendencieros den por hecho que lo estoy. Me digo a mí mismo que no van a pegarnos. Lo más seguro es que se líen a tiros y punto. Rezo para que al hierofante no se le ocurra salir con tonterías ni provocaciones como lo feo que está pegar a una mujer.
Sonríe.
—¿Necesitan elevar una plegaria, por casualidad? Tenemos una iglesia ahí enfrente por si la necesitan. Nuestras puertas siempre están abiertas para una buena oración. —Es lo último con que los chicos esperaban que les saliera. Ella nos manda al cuerno. Ellos se echan a reír: el motor se ha apagado.
Mientras volvemos sobre nuestros pasos se me ocurre que el hierofante ha jugado con la ventaja de la edad. De haber tenido veinte años, como ellos, dijera lo que dijera se lo habrían tomado como una provocación, lo habrían tenido que moler a palos; pero el hierofante es un espíritu de ultratumba. ¿Sería él consciente de ello?
De vuelta en casa, escucho de nuevo el bolígrafo. La conversación sobre los peces está bastante clara. Las cobias se mueren por vivir en una piscifactoría. El hierofante tiene huevos, pero está perdiendo la chaveta.

Estoy muy tentado de desistir en lo tocante a la omnisciencia, pero cuento con el inestimable don de no poder permitirme ese lujo; o Dios o nada. Al día siguiente, me instalo otra vez ante el bolígrafo y me dedico a darme pinchacitos con una navaja para sobrellevar el tedio de escuchar los suspiros y rascuños del hierofante.
Oigo que hablan de una sigmoidoscopía. Suena a asunto serio, médico. En la voz del hierofante se detecta un abatimiento sin precedentes. Entro en Google y descubro que la sigmoidoscopía es una invasión rectal. El hierofante anda mal de las tripas. ¿Me vendría bien o mal que la palmara? La insensibilidad de tal reflexión me complace.
Discurro sobre la manera más sibilina de revelar el dato, pero en vano. O estás en la pomada o no lo estás.
—Oye, Gene, he vuelto a tener premoniciones. No pensaba decirte nada, pero he soñado algo sobre ti que me ha dejado preocupado. Tenías no sé qué problemas de estómago. Sé que te parecerá una tontería, pero ¿y si te hicieras un chequeo? —le digo cuando aparece.
—Me lo hicieron el mes pasado —declara—. Los médicos se quedaron asustados de lo sano que estaba. Déjate de premoniciones. Hago treinta flexiones cada mañana y saco unos cagarros de campeonato. Si bien es verdad que he recibido una noticia no demasiado buena. Mi madre está muy mal. —¿Sigmoidoscopía, tal vez?—. A decir verdad, está en las últimas.
Su madre se halla postrada en la cama, moribunda. El hierofante tiene intención de regresar a Cleveland para cuidar de ella. Ante una situación así infinidad de personas encontrarían infinidad de motivos para no correr a la cabecera de esa cama. Para mandar dinero en su lugar. El hierofante tiene mal gusto en el vestir y en los chistes (los chistes de los marines alcanzan cotas estratosféricas de mal gusto), pero miedo no tiene. Lo admiro de verdad. A esa decencia que a él le sobra se debe la falta de feligresía en esa parroquia suya que pronto habrá de ser mía.
Es curioso que cuando estás en vías de conseguir lo que quieres, aún te empeñes en echarlo a perder:
—¿No puedes traértela aquí? —sugiero, reparando en que eso iría en mi perjuicio.
—No ha salido de Cleveland en toda su vida. No creo que sepa ni dónde está en realidad, pero no le convienen desplazamientos. Ella querría acabar sus días allí.
Una vez más, el hierofante evita el camino más fácil.
—Es una situación muy difícil para mí —continúa diciendo—. Sus amigas la han estado ayudando, pero ahora precisa atención las veinticuatro horas del día. Detesto abandonar a mi rebaño, pero tengo que irme. De todos modos, en cierto sentido soy un afortunado, soy un afortunado porque te tengo a ti. Sabes, Tyndale, hay muchos que vienen ofreciéndome su ayuda, muchos, pero esos ofrecimientos rara vez se traducen en actos, tú, en cambio, tú has sido mi único sostén. Estás aquí día tras día, sin pedir nunca nada, siempre dispuesto, eres extraordinario. Si siento que puedo ir con mi madre es sólo porque estoy convencido de que sabrás atender a mi parroquia.
Así que es oficial. Ya dispongo de iglesia propia. Me asalta una culpabilidad tremenda. La fe del hierofante me conmueve. Los ojos me hacen aguas. ¿Por qué siempre conseguirá uno lo que desea de la manera que no desea? Me ha nombrado sub-hierofante, el primero en la historia eclesiástica.
—¿Algún consejo que desees ofrecerme? —pregunto.
—Sí. No lo hagas.
—¿Cómo?
—Que no oficies de pastor. No pretendas regentar una iglesia. Es el mejor consejo que puedo darte. Otra cosa muy importante: si la señora Barrodale te invita a comer, no aceptes. Cocina de pena.
El día siguiente recupero el bolígrafo y pesco una conversación. El hierofante explica a su interlocutor que se marcha a Cleveland para cuidar de su madre. «No, no cierro la iglesia. Cuento con un discípulo al que puedo dejar al cargo. Es un poco raro, y quizá no sea la persona indicada, pero tengo que darle una oportunidad».
Ése es mi castigo por hacer de espía. Nunca se nos quiere tanto como esperamos que se nos quiera, aunque, pensándolo bien, aún resulta más conmovedor que, teniendo sus dudas sobre mí, se preste a alabarme y darme una oportunidad.
Se terminaron los escarceos en la omnisciencia.

Despierto a oscuras, empapado en un desagradable sudor. Una mano gigante me retuerce las tripas y me ovillo. Me siento lejos de mi hogar, completamente derrotado. Sin la más mínima dignidad, empiezo a gemir. Tal vez todos estemos lejos de nuestro hogar y totalmente derrotados, y el truco consista en no sentirse así. Tumbado sobre una puerta en una habitación vacía, con la perspectiva en ciernes de guiar espiritualmente a un hatajo de mendrugos de Miami y unos pocos billetes en el bolsillo con que malvivir, esa sensación de derrota es abrumadora.
Rezo con fervor. Rezo con fervor por todo el mundo, porque no me queda otra cosa.

Uno no debería fijarse con excesiva atención en sus feligreses. El panorama suele ser desalentador. El hierofante me ha confiado su hitparade para que me sirva de él en su ausencia, lo cual me parece estupendo pues no me apetece en absoluto perder el tiempo preparando sermones.
Ahora que el hierofante Graves no está, de mi parte corre no sólo la celebración de los oficios sino también la «cirugía» posterior. Entro en el despacho un tanto desconcertado al ver que la mitad de la parroquia se ha quedado esperando a hablar conmigo. ¿He de interpretarlo como un voto de confianza para con servidor o como falta de confianza en el hierofante?
Los primeros en pasar son la señora Shepherd y su hijo, Peter. La señora Shepherd es una de esas mujeres regordetas y anodinas que acostumbran barrer y comprar flores para las iglesias, labor que tiene su importancia, justo es reconocerlo, aunque no sea plato de gusto. Yo me he encargado del barrido varias veces, con la iglesia llena, para demostrar lo humilde que es uno, pero ya he cumplido.
La invito a tomar asiento, cordialmente, pues es mi deseo (así como el del ausente hierofante, estoy convencido) que la labor de barrer y adquirir flores continúe desempeñándose sin interrupción. La señora Shepherd me presenta de nuevo a su hijo, un muchacho de recia complexión que trabaja repartiendo toallas de playa en un hotel. Ambos parecen muy contentos, por lo que no preveo grandes contratiempos.
—Queríamos que nos ayudara.
—Faltaría más —respondo—. Para eso estoy aquí. —Por el momento, todo bien. Inspirar confianza es fácil, y si se puede hacer de inmediato, mejor.
—Ya se lo pedimos al hierofante, pero nos lo denegó.
Siento una sacudida de terror en las entrañas. Esto no va a ser un paseo, esto se presenta feo y a buen seguro me procurará problemas con el hierofante. Es una emboscada. Sonrío.
—¿Y qué fue lo que les denegó concretamente?
—Peter y yo queremos casarnos. —El parecido familiar es tan acusado que me cuesta creer que…
—¿Así que Peter es hijo adoptivo?
—No me sea absurdo —replica la señora Shepherd indignada. Me quedo pasmado. La indiferencia de los Shepherd para con una milenaria convención legislativa, cultural, eclesiástica y universal me deja sin habla. ¿Será una broma? ¿Una prueba tramada por el hierofante? Salgo por la tangente.
—¿Por qué desean contraer matrimonio?
—Mi marido falleció el año pasado, y quisiera casarme de nuevo.
De pronto me percato de lo ignorante que soy. A primera vista los Shepherd parecen de lo más normal. Pero aquí hay algo oculto. ¿Un cretinismo a prueba de bombas? En cualquier caso, no me apetece lo más mínimo hacer indagaciones. Este mundo me aterra.
Sonríe. La sonrisa que no falte.
—Roña, tendré que pensarlo —le digo.
En realidad, ya lo he pensado. Si el hierofante regresa en una o dos semanas, el problema deja de estar en mis manos. Si su ausencia se prolonga, tal vez me vea obligado a llegar a un acuerdo con los Shepherd. Me gustaría seguir viendo los suelos limpios y las flores en los jarrones. Sea lo que sea eso que está sucediendo en casa de los Shepherd, ya es un hecho, y mi bendición no va a cambiar nada.
Una vez se han ido, pienso que tal vez esos dos desempeñen un cometido importante. En caso de que sobreviniera una terrible catástrofe planetocida, tanto tú como yo estaríamos demasiado conmocionados para seguir adelante, la supervivencia nos plantearía demasiados escrúpulos; los Shepherd, en cambio, pondrían en marcha la repoblación del planeta, hasta que la naturaleza reintrodujera nuevamente atributos sofisticados como la inteligencia. La señora Shepherd y su hijo son la reserva de la humanidad.
A continuación, entra la anciana señora García con sus encorvadas espaldas. Mi misión consiste en escuchar, pero hasta yo me canso de escuchar tras los veinte minutos de preámbulos que preceden a la jeremiada. El gato de su vecino le está amargando la vida: se caga en su jardín, le destroza las macetas, se come sus colibríes. Visto lo de los Shepherd, tan sencillo problema felino parece coser y cantar. Aconsejo a la señora García que confíe en el poder de la oración y me digo a mí mismo que si no logro despachar un maldito gato, ya puedo ir retirándome ahora mismo. Tras anotar debidamente la descripción del gato, la empujo a salir de mi despacho.
Los Reinhold son los últimos en entrar. Mike y Sue. Una pareja de mediana edad, normal, con trabajos remunerados ambos. Consoladoramente cuerdos los dos. A Mike le sobran apenas unos centímetros para triunfar profesionalmente como enano, pero es mi alma gemela. Mike trabaja en la purificadora, y sé positivamente que el ascenso siempre le pasará de largo. Es demasiado diligente, estoy convencido. Llega temprano al trabajo y da todo de sí a cambio de un modesto jornal. Nunca conseguirá un ascenso. Imagino que entretiene sus noches leyendo sobre nuevos adelantos en gestión de aguas para estar más al día que los demás, pero nunca conseguirá un ascenso.
¿Por qué frecuentan esta iglesia? Siento el impulso de decirles que busquen una religión en condiciones. ¿Qué problema tienen? ¿Que no lo ascienden?
—Nuestra hija, Alexa… —empieza Mike. Enmudece.
—No sabemos qué hacer —continúa Sue.
Es el eterno problema: el clásico noviete golferas. Su hija de dieciséis años, Alexa, se ha enamorado de un elemento tres años mayor que ella, el motero del barrio. El sujeto de marras siempre supera en edad a la chica de turno, dado que las chicas suelen ser más maduras, y esos años de más impresionan en tanto en cuanto suponen mayor experiencia en la ubicación de antros y porros.
El caso de los Reinhold me llega al alma. Cuidas de tu hija como oro en paño durante dieciséis años, le haces de guardaespaldas, le lees cuentos antes de acostarse, la ayudas con los deberes pese a estar agotado, renuncias al club de golf para pagar sus clases de guitarra, guardas interminables colas en el médico, te sacrificas por ella una y otra vez, porque sabes que tu hija es lo único de valor en una creación que se niega a concederte ese ascenso. Luego la niña deja los estudios, se gasta todos sus ahorros (herencia de la abuelita) en trapos que lucir ante el motero y, lo que es peor, desaparece durante días para dejar que el golfo instale su señorío donde le plazca.
Los Reinhold han probado todas las argucias propias de los padres, voces, súplicas, sobornos.
Su posición es complicada. Si Alexa fuera más joven podrían recurrir a la justicia. Si ellos fueran más ricos podrían comprarla con tres meses de gira por Europa o la India. Además se enfrentan a la fuerza más poderosa del universo: el goce, el clásico ojo en blanco. Chatear con los amigos, escuchar música, ir de compras, todas esas ocupaciones (no hablemos ya de estudiar u ofrecerse a lavar los platos) se desvanecen en cuanto descubres la intersección de muslámenes.
Ardo en deseos de ayudar a los Reinhold, aunque dudo de que pueda hacer gran cosa. Parlamentar con la hija es inútil. Si ellos no han logrado ralentizar su placer, para qué voy yo a intentarlo. Pero su ídolo… me proporcionan el número de teléfono de Cosmo, el inyector de marras. Prometo hablar con él de hombre a hombre.
Hago un primer intento fallido de establecer contacto con Cosmo. El chico está «demasiado ocupado» para quedar conmigo. Sabía que el tal Cosmo no sería de mi agrado, pero tras la conversación con él, mi desagrado arraiga de mala manera. Sólo puedo sentir respeto por quienes dicen la verdad o quienes se inventan trolas rocambolescas. Si Cosmo me hubiera mandado a la mierda habría ganado mucho en mi opinión. Según los Reinhold, aparte de dedicarse a embestir a su hija, el chaval no tiene otra ocupación que pasarse el día de sofá en sofá, subsistiendo gracias a los frigoríficos del prójimo.
Para mi gran sorpresa, unos días más tarde, vuelvo a llamarle y accede a quedar conmigo.
—Pero no me venga con rollos —dice—. Y traiga una botella de ron Barbancourt. —Supongo que habrá accedido porque le halaga sentirse objeto de tanta atención, que se requiera la comparecencia de un consejero espiritual para darle un tirón de falo. Y porque no tiene gran cosa que hacer. Y le viene bien la botella de ron.
Conduzco hacia la dirección que Cosmo me ha indicado (y me pierdo varias veces por el camino, como es de rigor en Miami), pero hay algo que no me cuadra. Me descubro ante un flamante edificio en North Beach que respira dinero por los cuatro costados. Dicen que Miami es el mercado inmobiliario más cotizado del mundo y a tenor de todas estas colonias de edificios que ves saltar por doquier como resortes de sus cajas sorpresa, es para creérselo. Releo la nota varias veces, pero no me he equivocado. O bien Cosmo ha quedado encargado de cuidar los lebistes de algún conocido o está de visita en casa de un amigo, porque es imposible que pueda costearse semejante vivienda. Al acercarme, una atractiva agente inmobiliaria sale del edificio.
Llamo al interfono y entro, sin idea de qué voy a decir.
Cosmo, a medio vestir, me hace pasar a un enorme apartamento sin amueblar. Deduzco al instante que también él hace de agente inmobiliario y está sacando partido a alguna propiedad en venta. Una de las pocas ventajas de ser comercial es que aprendes a calar a tus semejantes bastante rápido. Confío en que Cosmo muestre alguna flaqueza o falla que pueda explotar, pero no. Me fijo en una flamante chupa de cuero tirada en el suelo, que costó (según los Reinhold) mil dólares.
—¿Y el ron? —pregunta Cosmo.
—Lo siento —respondo—. No estoy autorizado a llevar dinero. —Me encanta el pretexto, por virtuoso y por embustero. No hay réplica posible.
—No me venga con rollos, santurrón —dice, encaminándose con desidia hacia la terraza. Fuera hay otro mangante sentado en el borde de la barandilla. Al acercarme, observo que lleva los pantalones en los tobillos.
—¿Ha traído el ron? —le pregunta a Cosmo.
Cosmo se baja entonces los pantalones e instala las posaderas sobre la barandilla del balcón, de manera que quedan colgando de éste con bastante precariedad, habida cuenta de que nos hallamos en la duodécima planta. Los chavales se entretienen defecando sobre dos coches deportivos aparcados en la calle, blancos harto difíciles a esa distancia.
—¿Por qué me hace perder el tiempo? —pregunta, afinando la puntería. Le respondo con una velada amenaza que no viene a cuento.
—Estás causando muchos disgustos.
—Y a mí qué. ¿No podría traerme una copa? —Cosmo se contorsiona, apretando para que le salga algo.
—Los disgustos son como un bumerán; si causas disgustos, acaban volviéndose contra ti —digo con mi voz más oracular.
Cosmo gruñe y suelta sus menesteres al vacío.
—Frío frío —anuncia su oteador.
—¿Esos coches son de algún conocido vuestro?
—Ya empieza con el rollo. Va a tener que irse.
Cosmo no es un tipo duro de pelar. Se ha metido en cosas feas, es un delincuente redomado, pero en una ciudad como Miami, donde por unos cuantos cientos de dólares te liquidan a cualquiera alegremente, no es más que un pobre diablo. En Liberty City se lo comerían con papas. Es un alfeñique y, a puñetazos, hasta yo podría ganarle, porque debo de sacarle veinte kilos como poco. Esa misma mañana, tras sacudir el saco de boxeo, de nuevo me vi sorprendido del placer que hallaba en ello, de lo cómodo que me encontraba… de lo correcto que me parecía. Barajo la opción de asestarle un puñetazo a traición a Cosmo.
—¿Estás enamorado de Alexa?
—¡Anda ya, ni que fuera hombre de una sola tía! —Pues claro que no, seguro que sus vasos deferentes están al pie del cañón las veinticuatro horas. Su compañero de cagada sacude la cabeza, sin dar crédito a la simpleza que acabo de soltar.
De no ser por el compañero de cagada, ante mí se ofrece la solución perfecta para el problema de los Reinhold. Con un empujoncito de nada, podría poner a Cosmo patas arriba, y zas, al vacío. Aunque menos mal que su compañero está presente, porque de lo contrario seguramente me habría rajado, y menos mal que no tengo que preocuparme por la probabilidad de rajarme.
—Si piensa ofrecerme menos de veinte mil dólares para que deje de verla, mejor que no me insulte. A la niña le van los regalos caros, ¿entiende?, y tiene el coñito más estrecho que un sacapuntas. Ya les dije, veinte mil dólares y no vuelvo a ponerme al teléfono.
Dudo de que los Reinhold dispongan de esos veinte mil dólares. Y aunque pagaran a Cosmo por su derecho de pernada, difícilmente cumpliría el trato.
—¿Por qué iban a pagarte los veinte mil del ala cuando un accidente de moto no cuesta más que mil? Un muchacho de tu edad sería el donante de órganos perfecto. —Es la primera vez que amenazo con matar a alguien, y tiene su punto. Cosmo se queda descolocado. Nervioso ante el derrotero que ha tomado la conversación.
—El viejo de Alexa no tiene cojones ni para aparcar donde no debe, no digamos ya para cargarse a alguien.
—Tienes razón. Él no tendría cojones. Los tendrían otros.
Adivino lo que Cosmo está pensando. No puede creer que un carcamal de mierda como yo acabe de amenazar con matarlo. Tal vez servidor represente a una iglesia peculiar, pero a simple vista soy un hombre del clero, un promotor de las Sagradas Escrituras, y en lugar de un plomizo sermón contra la fornicación o el magreo, lo que ha llegado a sus oídos es una amenaza de muerte.
Cosmo está furioso, y he de reconocer que es posible que no le ganara a puñetazos. Pero él tampoco lo ve tan claro. Estamos en la selva. A ver, resulta que un carcamal de mierda te pone en jaque, puede que el carcamal de mierda esté marcándose un farol, porque el carcamal de mierda parece inofensivo, pero ¿y si te equivocas?, ¿y si no está marcándose un farol? ¿Eh? Te equivocas y acabas desdentado. Con algo de retraso, caigo en la cuenta de que entre Cosmo y su compinche podrían tirarme por el balcón tranquilamente. No lo harían adrede —al fin y al cabo son dos pobres diablos—, pero ¿y si les diera por ponerse bravucones y se les fuera la mano? Por otra parte, no tendrían reparos ideológicos en darme una buena somanta.
Al final, acierto en mis cálculos. Cosmo agita las manos y comprime diez minutos de imprecaciones y obscenidades en mi despedida, insultándome con toda la soltura que su limitado vocabulario le permite. No obstante, guarda las distancias. Mientras despotrica, hago balance de mi recién adquirida afición por las apuestas de alto riesgo. Nada bueno a lo que aficionarse.
—Que sepa que tengo amigos. Tengo amigos. —Cosmo no deja de gritar.
—No. No los tienes —replico. Es una réplica muy socorrida, porque hasta los egos más sobrados observan pequeñas fisuras en ese particular.
Una vez en la calle, conecto el móvil. De nuevo reconozco en qué me he equivocado: moderación excesiva. Habrá que ocuparse de Cosmo y del gato de la señora García. Pero son peccata minuta. Siendo Dios puedes hacer lo que te venga en gana.

Llamo por teléfono a Gamay y Muscat. Estuve en un tris de tirar su tarjeta, porque no concebía verme jamás en la necesidad de volverme a poner en contacto con imbéciles de su talla. Auténticos merluzos sin nada en la sesera. Con la sesera pasada por agua. Pero en mis tiempos de comercial aprendí esta lección: los contactos lo son todo, y que no necesites de un imbécil en el momento no significa que no vayas a necesitarlo más adelante.
Mayormente tratándose de dos imbéciles grandotes, macizos, mucho más grandotes y mucho más macizos que Cosmo, además, que uno no ofrece sus servicios a una importante multinacional del crimen si no está dispuesto a emplear la fuerza. Y si lo que esos merluzos pretenden es trabajar para una importante multinacional del crimen, eso será lo que les haga creer.
—¡Vaya traje, Tyndale, qué chévere! —exclama Gamay al entrar con Muscat.
Como cumplido resulta poco convincente, pero aprecio el esfuerzo. Tiendo un bloc a los diyéis y les pido que me escriban su autobiografía en mil palabras y me apunten el nombre y la dirección de al menos veinte amigos o conocidos suyos.
Si al entrar tenían sus recelos, ahora no les llega la camisa al cuerpo.
—¿Para qué? —portavocea Gamay.
—Vamos a ver, el trato es el siguiente, innegociable: nada de preguntas. Nunca. Lo ideal sería que tampoco abrierais la boca. Aquí se viene a cumplir órdenes. O las cumplís o puerta. Cumplís o puerta.
—Okey. Totalism —asiente Muscat.
Se acomodan con sendos papeles. La tarea va a ser ardua. ¿Son Gamay o Muscat receptáculos apropiados? No creo que ninguno de los dos haya escrito más palabras juntas que las requeridas para extender un talón. Luego, contar hasta mil ya será todo un reto de por sí, y dado que no pasarán de los veintiún años, poca vida tendrán que contar. Toda solicitud está destinada a humillar y subordinar al solicitante, y yo he añadido mi toque de genialidad cargando a Gamay y Muscat con la tarea extra de tener que inventar las preguntas.
A decir verdad, me he inspirado también en un antiguo vecino mío, un exiliado iraquí, que sufrió encarcelamientos, torturas y simulacros de ejecución y cuya familia al completo, excluida su hija, murió ejecutada. Él solía darme consejos sobre la tortura que nunca pensé que pudieran serme útiles en el futuro. «Antes de darte la paliza te ponen a escribir. Te hacen escribir sobre ti y, por listo que seas, siempre acabas soltando algo que no debes». Mi vecino terminó estrangulando a su hija, porque según él no vestía decentemente.
Cuando voy a salir a la piscina para hacer unos largos, entran Patti y Trixi dispuestas a retomar su atuendo tras darse un baño. La limitada capacidad redactora de Gamay y Muscat queda anulada. Sufren un ataque fulminante de estupefacción ante la presencia de El sueño… la mansión, las ninfas retozando en cueros. Sus ensoñaciones no iban descaminadas. Pongo mucho cuidado en no presentarles a las chicas.
Tras media hora de piscinas, regreso para descubrir que no han hecho grandes progresos. Sostener un bolígrafo es ya de por sí una tarea ímproba para Gamay y Muscat.
—Tyndale, ¿en qué posición me imagino dentro de cinco años? —pregunta Gamay.
—¿No dije que nada de preguntas?
—No estoy preguntando. Es curiosity nada más. ¿Cuándo viene el disfruting de verdad?
Es bien conocido que forma parte del proceso de envejecimiento ver a los jóvenes como un hatajo de inútiles, aficionados a escuchar una música infernal e intercambiar majaderías en una jerga marciana, pero nadie podrá disuadirme de que Gamay y Muscat no son más que un par de inútiles que intercambian majaderías marcianas y perpetran una música infernal. Los conmino a terminar con sus biografías y salgo a dar un paseo.
No regreso hasta dos horas más tarde como poco. Me los encuentro tan incómodos como dos manatíes en un cajón de arena. Pero ya está bien que así sea; para hacer feliz a la gente, conviene antes hacerla infeliz. Sus autobiografías son penosamente escuetas y Muscat ha dibujado en su hoja una cara con una sonrisita, supuestamente con la intención de aplacar mi ira.
¿Podré confiarles siquiera la resolución del problema felino de la señora García, no digamos ya el de Cosmo? El caso es que no cuento con nadie más. Es fácil llegar alto cuando se dispone de la ayuda adecuada. ¿Buda? ¿Mahoma? ¿Jesucristo? ¿Se vieron ellos obligados a trabajar con ceporros? Sí, seguro… Con gente de talento, así cualquiera. Pero con ceporros, ¿qué puede hacer uno? En eso se distingue a los iluminadores de los tostones.
A fin de inculcar en Gamay y Muscat la gravedad del acuerdo que están a punto de suscribir, les hago dejar sus huellas dactilares en sendas biografías y a continuación les tomo una foto con la cámara de Sixto y otra de primerísimo plano, a efectos de reconocimiento de iris, explico. Les advierto que probablemente termine costándoles la vida o la cárcel, y los muchachos se quedan impasibles. ¿Tontos o duros? Tontos. Contemplo la posibilidad de enseñarles un apretón de manos que emplear como código secreto, pero sólo les serviría para meterse en líos.
—Os queda mucho aún para entrar en el juego —advierto—. Recordad que aquí quien manda soy yo: si digo de saltar, se salta. —Los hago saltar a la pata coja arriba y abajo durante tres minutos. Están fornidos, pero no en forma y al final resuellan de manera lastimosa.
Les hago una descripción somera de sus funciones, sencilla y pausadamente, y recalco que es imprescindible ser absolutamente discretos y responsables.
—No te haremos un kennedy —dice Gamay.
—No te haremos un kennedy —secunda Muscat.
Creo entender a qué se refieren. Se quedan sentados mirando cómo los miro mirarme.
—Bien. Pues andando.
Se miran el uno al otro.
—Oye, el asunto ese que quieres que te resolvamos —dice Gamay—, ¿nos lo podrías poner por escrito? Y eso de la mujer y el gato… ¿es un mensaje cifrado o algo así?

Transcurren dos días. He puesto a Gamay y Muscat en antecedentes sobre Cosmo y el gato, y luego he estado entretenido con tareas virtuosas y discurriendo posibles milagros. Los milagros son relativamente fáciles de simular, pero difíciles de simular bien.
Me pregunto cuándo vendrán a dar parte. No puedo estar persiguiéndoles —sería poco digno—, pero he de decir que me molesta la negligencia de que no hayan telefoneado para disculparse por su negligencia. Estoy seguro de que una auténtica multinacional del crimen no toleraría semejante dejadez.
Aun así, finalmente me puede la curiosidad y llamo por teléfono a Gamay.
—¿Qué?
—Mortal, bárbaro —dice Gamay.
—¿Hablasteis con Cosmo?
—No exactamente.
—¿Y lo del gato?
—Lo tenemos en mente.
—Entonces, ¿qué habéis hecho estos dos días?
—Pues, ayer yo estuve fuera de combate. Alguien debió de echarme algo en la copa y me dejó hecho polvo todo el día. Pero todo el día. Hoy he tenido que ir a ver a mi estilista, Roxanne, porque se va de vacaciones y quería pasarme con Nourina, que es muy legal y eso, mientras ella está fuera, pero ya le he dicho a Roxanne a mí sólo me tocas el pelo tú, que es que sólo confío en ti, por muy legal que sea Nourina…
—Gamay, me oyes bien, ¿verdad?
—Perfectly.
—Os quiero aquí en veinticuatro horas con la misión cumplida.
—Eh, que aquí los Missing trabajamos sin pausa pero sin prissing.
Estoy tan sulfurado que tengo que tumbarme un rato. De acuerdo, sí, no es que estén haciendo un casting para una gran multinacional del crimen, pero ellos qué saben. Cuando pienso lo mucho que me ha tocado a mí arrastrarme para conseguir una entrevista de trabajo, no digamos ya un empleo, me saca de quicio que esos dos tontainas puedan ser tan díscolos.
Gamay y Muscat pasan a dar parte la noche siguiente.
—¿Podemos dejarlo? —pregunta Gamay.
—¿A qué os referís?
—Hemos estado dos horas haciendo guardia delante de la tienda esa.
Gamay y Muscat no han localizado a Cosmo. Tampoco han localizado al gato y están agotados después de unas horitas de trabajo. Me enfurezco conmigo mismo por contratar a dos pinchadiscos que encontraron inspiración para su nombre artístico en una carta de vinos. ¿Qué podía esperar?
—No te estamos haciendo un kennedy, es que no lo localizamos.
—Podéis dejarlo cuando os venga en gana, pero ya sabéis, puerta. —Me recuerdo a mí mismo que no voy a pagarles.
Furioso, salgo a dar un paseo por la playa. Me veo obligado a pasar junto a una pandilla de adolescentes que están descubriendo la cerveza clandestina, desmadrados, tan ufanos con su descubrimiento. Ignorando lo poco original que resulta ese desmadre, lo previsible, lo trillado. Es tan poco original que me aburre, de modo que cuál no será, más que decepción o pesar ante las payasadas humanas, el aburrimiento que provoque en Dios. Todas esas patochadas que tan importantes nos parecen, que tanto nos absorben, nos ilusionan y enfurecen.
El primer beso. El descubrimiento del engaño. La aceleración de la Norton Commando. El empeño por sacarte una foto de pasaporte en condiciones. Por casar a tu hijo. Por que la colada blanca salga bien blanca. La furia ante la inutilidad de los médicos. La rabia por todo lo prestado y nunca devuelto. La imposibilidad de que se te pase el pavo en el horno. La investigación de la sodomía. El retorno de un amigo perdido tiempo atrás. Tener que desprenderte de tu chupa de piel favorita porque más que chupa es ya puro agujero. El placer de ganar por paliza. Las interminables discusiones sobre si era marta cibelina o cebellina. Colirrábano o colinabo. La primera a la izquierda o la primera a la derecha. Vieja canción, nuevo botellón. Misma jerga, distinta caterva.
A la caída de la tarde, ya dulcificado tras una sesión de sacudidas al saco, discurro por Washington Avenue con la lata de la colecta y pillo a Gamay y Muscat en un bareto atestado de gente, no buscando a Cosmo, sino sitiando a una jovencita, si bien atractiva a todas luces menor de edad, y a la gorda de la amiga.
Estoy demasiado cansado para llevarme la gran decepción, pero… Primero: no te dejes pillar. Segundo: si tienes quince años y estás trabajándote a una de quince, la naturaleza manda; si tienes cuarenta y estás trabajándote a una de quince, lo que manda es un morboso y enfermizo delirio de grandeza; si tienes veintiuno, es que eres un manta. Y lo peor del caso es que salta a la vista que Gamay y Muscat no tienen nada que rascar.
No me han visto, y reculo. En cualquier organización criminal de verdad, les harían papilla las rótulas, pero yo no conseguiría más que lanzarme a despotricar como un energúmeno y, por lo general, despotricando lo único que se consigue es ponerse en ridículo. Reculo. A veces es mejor dejar que los demás crean haberte ganado la partida.

Ya había dado por perdidos a Gamay y Muscat. Llevaba días sin saber de ellos cuando, leyendo el Miami Herald, me topé con una escueta nota sobre un tiroteo en el barrio de la señora García. Dos agresores no identificados habían abierto fuego contra la vivienda del señor Dag Solomon, un jubilado de setenta y seis años, antiguo asesor de sistemas de peajes y coleccionista amateur de armas. El señor Solomon declaraba: «He tenido que esperar cincuenta y cuatro años para salir en defensa de mi familia, pero ha valido la pena». Insistía a continuación en que había descargado treinta y cuatro balazos contra el vehículo de los agresores mientras éstos abandonaban la escena del crimen. El señor Solomon había salido indemne del tiroteo así como también su familia, que en ese momento se encontraba visitando a unos parientes en Vermont.
Llamo por teléfono a la señora Garda. Como me temía, el señor Solomon no es otro que su vecino, el propietario del felino de marras. Le manifiesto mi pesar. Yo preveía una trampa, que le dieran al gato un paseíllo de cincuenta kilómetros en el coche o, puestos en lo peor, un pedazo de hígado envenenado. Tengo que aprender a ser más preciso. El gato no obstante ya es lo de menos. La señora García ha decidido cambiar de domicilio.
Gamay y Muscat, supongo, estarán muertos o dando las últimas boqueadas en alguna unidad de cuidados intensivos o institución penal de alguna parte. Aguardo durante todo el día la llegada de la policía y no sé si mencionar a Sixto que me las he ingeniado maravillosamente para atraer a las fuerzas del orden hasta su negocio multinacional con la cocaína.
Ése es el gran dilema cuando la cagas. Muy a menudo, la confesión franca e inmediata del desastre te será reconocida y conseguirá atemperar el castigo. Eso es especialmente aplicable en caso de cagadas menores. Discúlpate simplemente por haber olvidado ese cumpleaños o aniversario. Confiesa. Quedarás como un señor.
Sin embargo, con las cagadas mayores, como dejar preñada a la hermana de tu mujer, siempre queda la tentación de callar la boca y confiar en poder eutanizar el desliz sin que se desate la ira. Es una lotería, porque si la eutanasia se pifia, la ira no sólo se desata sino que se desmanda. No pego ojo en toda la noche, pero no se lo cuento a Sixto.

A la mañana siguiente, cuando voy hacia la cocina para hacerme un té, me encuentro allí a una chica morena y ancha de espaldas preparándose un bocadillo.
—Hola, soy Gulin —dice con un acento que no consigo ubicar y una sonrisa tan natural como levemente forzada. Junto a ella, observo, hay dos pilas de cajas que presagian mudanza.
Sixto me cuenta que Gulin es una amiga de su hermana que vive en Los Ángeles, pero ha tenido que irse de la ciudad. A Sixto no le entusiasma la idea de tener a otro inquilino más.
—Mi hermana… —silba, haciendo ademán de estrangulamiento.
—¿Sabe… sabe tu hermana lo de tu negocio? —pregunto.
—No —dice Sixto—. Ni siquiera lo sabe. Pero Gulin lo tiene peor que yo. Si se hubiera quedado en Los Ángeles, ya estaría muerta.
En el jardín, vemos reaparecer a los albañiles con unas ventanas de repuesto. Incluso a cien metros de distancia salta a la vista que las ventanas nuevas no pegan. Sixto abre la ventana.
—¿No estaréis pensando en colocarme esas ventanas?
Los albañiles miran las ventanas como si las vieran por primera vez y hacen alarde de sorpresa ante su impropiedad. Suspiran con grandes alharacas y se retiran.
Entonces reparo en el gato. Un gato negro con las patas blancas. No me gustan los gatos. Se rascan, huelen y me provocan estornudos. Pero éste es un gato sabio. Guarda las distancias y no intenta hacerse el simpático. Sixto repite el ademán estrangulatorio.
Cuando llego al despacho del hierofante, suena el teléfono y descubro sorprendido que es Gamay quien llama.
—Lo pillamos —anuncia. Contemplo la posibilidad de preguntarle por el gato y los treinta y cuatro balazos, pero luego me doy cuenta de que me trae sin cuidado.
—A las ocho —respondo, refiriéndome al lugar de encuentro acordado de antemano.
Llego antes de la hora, entusiasmado con mis fructíferos tejemanejes. A las ocho y media, Gamay y Muscat aún no han aparecido. Me contengo para no llamarlos. Tratándose de un secuestro: la hora, el tráfico, a saber.
Son justo las nueve pasadas cuando aparecen.
—Llegáis tarde —les digo, no demasiado contrariado, pero la disciplina para los discípulos es primordial.
—Llegamos pronto —replica Gamay—, dijiste a las nueve.
Podría montar en cólera, pero es posible que dijera a las nueve, aunque confío más en mi memoria que en la de Gamay. De ahora en adelante grabaré mis conversaciones. Los dioses del ritmo se han agenciado un vehículo nuevo; deduzco que el francotirador les destrozaría la monstruorranchera.
—No te estamos haciendo un kennedy, pero los últimos días han sido mortales —prosigue Gamay.
Como es natural, no me interesa lo más mínimo escuchar a Gamay lamentarse de lo dura que es su vida. Me entretengo retocando el sermón que voy a soltarle a Cosmo, en calidad de predicador apocalíptico que viene a comunicarle su último aviso, a saber: que si no abandona la ciudad, será pasto de los caimanes. El tizonazo apropiado para borrar a Cosmo de la faz de la tierra. Plegaria atendida, cortesía de Tyndale.
Adopto una pose solemne y les indico con un gesto que abran el maletero del vehículo donde llevan a Cosmo de matute. Los diyéis acatan mi orden.
Se alza una cabeza.
—¿Qué? —le digo a Gamay—, ¿no me vas a presentar?
—¿Quieres que te llame por tu nombre, Tyndale?
—¿Por qué no?
—Tyndale, Cosmo. Este… Cosmo, Tyndale.
—Éste no es Cosmo —le digo.
—Yo no soy Cosmo —dice el Cabeza. El Cabeza no guarda parecido con Cosmo, aunque para haber sido víctima de un secuestro aparenta bastante compostura, o más que compostura, mala uva—. Ya les dije que no era Cosmo.
Gamay y Muscat se miran con pasmo, como si los hubieran estafado. Luego parecen querer echarse mutuamente la culpa, pero no tienen tiempo de inventarse un cuento.
—No tengo idea de cómo ha podido ocurrir —dice Gamay.
Yo sí tengo cierta idea, pero de nada servirá explicar a Gamay y Muscat que si los peces fueran capaces de mover las piezas, los ganarían al ajedrez.
—De verdad que íbamos a por Cosmo —dice Muscat.
—No sabes las ganas que teníamos de ir a por él —dice Gamay—. Imagino, imagino que… que hoy ya no entramos en la organización. Muscat, brother, nos estás dejando en ridículo.
—¿Yo?
—Si es que no sirves para esto.
—Discúlpenos —le digo al Cabeza cerrando el maletero con toda la cortesía y suavidad que las circunstancias permiten. Informo a Gamay y Muscat, por si les cupiera alguna duda, de que aún les queda mucho para entrar en nómina.
—Lo echaremos a guindillas, Tyndale —se empeña Gamay—. Ahora verás quién es el malo aquí.
Gamay saca un tarrito, extrae de su interior una larga guindilla verde y se la traga. Tuerce un poco el gesto, pero no pierde la compostura. Muscat coge una guindilla a su vez y, remedando la baladronada de Gamay, le hinca el diente.
De buenas a primeras, Muscat se desploma y se queda en el suelo gimoteando y lloriqueando. Huelga decir que el llanto de un hombre tiene un punto indecoroso, y Muscat no recobra la compostura hasta pasados diez minutos.
—A ver, en voz alta que yo lo oiga —le dice Gamay—. ¿Quién es el malo aquí?
—Tú eres más malo que yo —contesta Muscat con la voz ronca.
Es posible que Gamay sea más malo que Muscat (valiente triunfo), pero presiento que ha hecho tongo. Aunque es tonto de remate, tiene aspiraciones arteras. Una de dos: o le ha tocado una guindilla más suave o una guindilla trucada para que no fuera tan picante. Con los años vas dándote cuenta de ciertas cosas, aunque no creo que percatarme de que un tontainas ha embaucado a otro tontainas con unas guindillas me conduzca a ninguna parte.
Les ordeno que vacíen los bolsillos; cojo los cuarenta y dos dólares con sesenta centavos que llevan encima, se los entrego al Cabeza y pido a los diyéis que suelten al tipo en algún lugar apartado, pero donde tenga posibilidades de encontrar taxi.
De vuelta en casa, acabo de quedarme dormido cuando llama por teléfono Gamay.
—Tyndale, sólo quería decirte que… que Muscat… que Muscat… ya le decía yo al imbécil ese que nos equivocábamos de socio. ¿Tyndale?
—¿Qué?
—Si quieres que… esteee… ya sabes… que resuelva el problema de Muscat, pero que lo resuelva, ya me entiendes, de una vez por todas, no tienes más que decírmelo, socio.
—Gamay, no vuelvas a llamarme en tu vida.
Me quedo dormido otra vez cuando el teléfono suena de nuevo. Es Muscat.
—Tyndale, sólo quería decirte que… que el imbécil de Gamay… que el imbécil de mierda de Gamay siempre me corta las alas. Sólo quería decirte que cuentes conmigo, socio. Que estoy contigo de todas todas, carajo. Hasta el final… si quieres, ya tú me entiendes, si quieres darle un escarmiento a Gamay, cuenta conmigo de todas todas. De todas todas todas.
—¿De todas todas todas todas?
—De todas todas todas todas todas, man, no te estoy haciendo un kennedy.
—Muscat, no vuelvas a llamarme en tu vida. —Esta vez pongo buen cuidado de desconectar el teléfono.

Dos días más tarde, bajo a la cocina con la intención de prepararme un desayuno virtuoso cuando me encuentro a los albañiles reunidos en torno al televisor viendo un serial cómico. Y bebiendo lo que a todas luces parece la cerveza de Sixto.
No hago comentarios, pero agarro un ejemplar del Miami Herald doblado junto al teléfono y me dispongo a leerlo.
—Eh —salta un albañil—, que lo estoy leyendo yo.
Se me ocurre que es imposible estar leyendo un periódico doblado que se halla medio metro por encima y tres metros por detrás de tus ojos. Pero como por la mañana no estoy para fiestas, me retiro a mi habitación.
Cuando salgo de casa para comer, los albañiles están escuchando la colección de son cubano de Sixto. Al cabo de una hora, cuando regreso ya se han marchado, y mientras me hidrato por dentro, hojeo el periódico y reparo en una nota bastante grandecita en la que se informa de que el hijo del alcalde de Miami Beach ha sido víctima de un secuestro. Cicateramente, obvian mencionar el importe del taxi.
De manera que cuando Gamay telefonea un poco más tarde para asegurarme que esta vez tienen a Cosmo («le pedimos el carnet de identidad»), me siento tentado de decirle que lo suelten. Pero, ante mí, apenas visible en la distancia, vislumbro un atisbo de éxito. Hay que ser unidireccional.
El coche no arranca. Llamo repetidas veces al móvil de Gamay y Muscat, pero salta el buzón de voz únicamente.
Cuando el taxi me deposita en el nuevo punto de encuentro («¿Seguro que quiere que lo deje aquí?») después de haber desembolsado la bromita que me cuesta la carrera, no veo a Gamay ni a Muscat por ninguna parte. De haber hecho el trayecto en mi propio coche, me habría dado media vuelta en cuanto por fin se presentaron, a la hora y media, pretextando que no encontraban el desvío. Estoy muy cansado y muy descontento.
Para mi gran sorpresa, extraen a Cosmo del maletero. Esposado y todo. Aquí hay algo feo, me da la impresión. Nos hallamos en una zona de Florida oscura, apartada, así como… deshabitada, con Cosmo a cuatro patas delante de mí, esposado. Es justo lo que yo quería. Cosmo está bastante alterado, pero al verme parece envalentonarse.
—Usted —dice—, usted no puede hacer esto. —Ahora toca un poco de humillación. Recuerdo otra anécdota de mi vecino iraquí y ordeno a los diyéis que orinen sobre Cosmo. A Muscat no le sale con los demás mirando, y aunque Gamay acierta a sacar un chorrito, Cosmo lo esquiva rodando de un lado para otro. Cuando uno falla, siempre cabe la táctica de fingir que no se ha fallado, así que prosigo con la reprimenda.
—Cosmo, lo mejor será que te vayas. Puedes ir a donde te apetezca con tal de que salgas de Florida.
Saco entonces el 22 del hierofante. El inconveniente del 22 es lo pequeñito que es, parece sacado de un paquete de cereales o del bolso de una quinceañera. Por lo visto los matones profesionales aprecian mucho ese revólver, pero dudo de que Cosmo esté al tanto de ese particular.
—Ésta es un arma virtuosa —digo, montando la pipa del hierofante—. El veintidós es el revólver preferido de los seres piadosos, porque castiga al malhechor, pero, a diferencia del cuarenta y cuatro, no atraviesa al malhechor, ni los tres muros, ni al jardinero ni luego al niño que viene en bicicleta a un kilómetro de distancia.
Nuestras miradas se cruzan, y Cosmo dice con desdén:
—No me disparará.
Ése es el problema de la religión hoy día. Que tanto blandengue indulgente y tanto alfeñique meapilas con ganas de hacer el bien ha debilitado la imagen del clero. La insolencia de Cosmo, no obstante, me deja pasmado. Si alguien se toma el trabajo de amenazarte, está pero que muy feo no darse por amenazado. Yo en su posición, aunque no me tomara en serio la amenaza, al menos diría vale, sí, tienes toda la razón, y luego, una vez desesposado y desatracado, me lo tomaría a chirigota.
—Te has precipitado, Cosmo. No lo has pensado como es debido. Si antes no deseaba dispararte, ahora me veo en la obligación de hacerlo para demostrarte que no voy de farol.
—No lo hará.
Casi acierta. Erré el blanco tres veces. Mi intención era dispararle justo en la base de los dedos del pie derecho, para que doliera, pero que no corriera riesgo de desangrarse mortalmente. Ordeno a Gamay y Muscat que se sienten sobre él para que deje de retorcerse y le disparo a través de la bota.
Sorprendentemente, Cosmo se sorprende de que le haya disparado. Su semblante se debate entre la incredulidad y el dolor.
—¿Por qué me ha disparado? —aúlla.
Mientras nos alejamos en el coche, me siento en parte satisfecho por haber actuado con firmeza y en parte insatisfecho por tener que vivir en un mundo dominado por las armas. Hemos dejado a Cosmo tirado en el quinto infierno, cosa que tal vez resulte peor castigo que el disparo. ¿Se irá de Florida despavorido o correrá a por una automática con la que volarme los sesos? Capaz lo veo. Pero quien no se arriesga, no gana.
Unos diez kilómetros más adelante sufrimos una avería. Fallo eléctrico. Dos horas más tarde seguimos en el sitio, recibiendo llamadas de los de auxilio en carretera cada quince minutos para decir que no nos localizan. Sé que hay un par de cosas básicas que comprobar en estos casos, y Muscat y Gamay saben tanto de automoción como yo. Nos quedamos los tres plantados mirando fijamente el motor, como es de rigor cuando un motor o un mecanismo cualquiera se estropean y uno ignora cómo repararlos. Se queda uno mirándolos virilmente como si estuviera barajando múltiples soluciones, cuando en realidad está aguardando a que acuda el auxilio. Es una perra bofetada a nuestra masculinidad, y ponemos todo nuestro empeño en que no se note.
Muy a lo lejos vislumbro un autocar. Podría ser mi oportunidad de ver cómo se llevan a Cosmo hacia Miami. Paso un mal trago. Si hubiera algo que me llamara a volver, desistiría y me volvería.
Pasan otras dos horas hasta que nos recogen. Me asalta una gran tentación de liarme a tiros con los de auxilio en carretera, pero comprendo que, por gratificante que ello fuera, y por inestimable que dicho acto se considerara en cuanto opinión sobre la calidad del servicio, no contribuirá a mi deificación. Hay que ser unidireccional, amigos.
Cuando por fin llego a casa es ya muy tarde y me sorprendo al ver a uno de los operarios, el carpintero, sentado viendo la televisión junto a un bombón medio en cueros, bebiendo lo que nuevamente guarda gran parecido con la cerveza de Sixto. Mi aparición enoja al carpintero que, pretextando haber olvidado una herramienta, abandona la estancia acompañado por el perplejo bombón. Aún quedan dos o tres habitaciones libres en casa de Sixto y seguramente el carpintero habrá recurrido a la clásica añagaza del «vente conmigo a mi mansión». Me indigna que un sujeto que ni siquiera es inquilino de la casa pretenda dárselas de propietario. Para eso ya estoy yo.

Discurro posibles milagros. Descarto andar sobre las aguas por demasiado dificultoso, amén de algo superfluo. Efectista, sí, pero ¿de qué le sirve a nadie? Devolver la vista al ciego, resucitar a los muertos: son los milagros que procuran atención, los servicios que desea el respetable.
Bajo a prepararme mi virtuoso desayuno. Me encuentro a Gulin en la cocina, encaramada a una silla tambaleante intentando cambiar un fluorescente. Intervengo por caballerosidad y porque, tras quince años en el sector de la iluminación, ésa sí es tarea de la que me veo capaz.
Pero resulta que no consigo apañármelas, por lo que me alegro de no haber mencionado los quince años en el sector de la iluminación.
Mientras tomamos un té, Gulin y yo intercambiamos biografías (yo era vendedor de electrodomésticos). Ella es turca, había sido maestra en su país hasta que hace diez años se plantó en Los Angeles, sin permiso de trabajo, sin trabajo, sin contactos, sin amigos y con trescientos dólares en el bolsillo y a lo sumo otras tantas palabras de inglés. Cualquiera que conozca Los Ángeles, en mi opinión se cuadraría ante ella. Gulin tiene en su haber miles de anécdotas sobre los ricos y famosos a cuyos hijos cuidó, ricos y famosos para quienes, naturalmente, no fue nada grato trabajar. Luego contrajo matrimonio, con un turco.
—Nos fuimos de luna de miel a Las Vegas. La luna de miel fue un acierto, casarnos, no.
Su marido es guardia de seguridad. De los guardias de seguridad se conocen infinidad de historias, ninguna de ellas buena.
—¿Estás divorciada?
—No puedo divorciarme. —Explica que tuvo que salir de Los Ángeles a escape, porque su marido la quería matar. En boca de otra mujer la historia pudiera sonar excesiva, pero una chica que tiene el valor de plantarse sola en Los Ángeles no puede ser muy dada a la histeria ni a la exageración—. Está muy disgustado. No ha querido aceptar mi marcha.
Comprendo.
El turco y yo somos almas gemelas. Lo estoy viendo. Emigras a América, trabajas como un burro, te tiras años comiendo pasta con queso y espinacas en lata, y en lugar de triunfar como tus otros paisanos que emigraron a América, tu primo Mehmet, sin ir más lejos, terminas en un trabajo sin porvenir alguno con el que sacas lo justo para hamburguesas, para el cine los fines de semana y el viaje de visita a tu país cada dos años caso de que no tengas reparo en admitir que no has triunfado en la vida. Lo único positivo es tu mujer, a la que ya no aguantas, pero que no deja de ser tu mujer. Cuando uno advierte que esta vida ya no da más de sí, que no ha sido designado para nada que valga la pena, las reacciones de rigor son tres: darse por vencido y abandonarse a la televisión o a la bebida, jugárselo descabelladamente a los dados como yo he hecho u optar por pagarla con otro.
Reconozco, y no por primera vez, que las mujeres son más fuertes. Cuando sus asuntos terrenos no progresan como a ellas les gustaría, salen adelante. Los hombres, en líneas generales, no. La solución de Gulin, desaparecer de la noche a la mañana, es la única factible. ¿Ir a la policía? ¿La ha amenazado? No. ¿Le ha pegado? No. ¿Por qué cree que podría atentar contra su vida? Porque lo conozco. Los polizontes tomarían nota sólo cuando los sesos de Gulin estuvieran ya estampados en la pared.
Gulin es una mujer robusta, tan robusta de constitución que no puedo evitar elucubrar que se podría folletear con ella, en plan salvaje, a lo perrito, sin terminar a quince metros del punto de partida. Pero eso me lo planteo desde un punto de vista académico, teórico, porque este asunto del virtuosismo al final acaba enganchando de mala manera. Comienzo a estar por encima de los placeres mundanos y la servidumbre al pene.
Ni que decir tiene que la edad contribuye a esa abstinencia. Cuando tienes dieciocho años y eres varón, lo único que deseas en la vida es comer pollo frito y copular hasta perder el sentido, pero a estas alturas puedo dejarlo o tomarlo, lo cual resulta paradójico teniendo en cuenta que el verdadero objetivo de mi plan es hacer acopio de placeres y ligar como un loco.

Finalmente, tengo noticias del hierofante.
—Eres un alma servicial —me dice, cuando le confirmo la correcta marcha de su parroquia.
Me llama desde Cleveland para informarme de que aún tardará un tiempo en regresar. Su madre todavía está muy enferma. Suena cansado y menciona que la Iglesia evangelista está tratando de llevarlo a su redil.
—Su parroquia ocupa el número sesenta y siete en la lista de iglesias más populares del país. Siempre he deseado entrar en esa lista. En fin, bástenos con el Señor. No es bueno obsesionarse con esas iglesias populares regentadas por fornicadores y cocainómanos. A nosotros debiera bastarnos con el Señor, Tyndale. Y tú has demostrado que más vale lento pero seguro que fantasmón vendehúmos.
—¿Y eso es bueno?
—Fantasmones ya he tenido bastantes. Te vienen prometiendo el oro y el moro y luego se esfuman sin cumplir sus promesas. A otros yo mismo me encargué de darles la patada. Tú eres como la tarda tortuga, lenta pero segura, y terminas lo que empiezas.
Su fe me deja bastante conmovido. Lento no es precisamente el cumplido al que yo aspiraría, pero un cumplido nunca cae en saco roto.
—Necesitamos poner más empeño con los que aún no tienen religión —reflexiona el hierofante—. Quizá debiéramos fundar una asociación juvenil cristiana. Sería un buen modo de acceder a esa lista de iglesias más populares. De avanzar hacia el futuro.
¿Debiéramos? Se refiere a que un servidor se eche a la calle y se parta los cuernos apartando a los chavales de todas las cosas que más les interesan.
—Me parece muy buena idea, Gene. Justo el otro día pensaba para mí que sería un buen modo de avanzar hacia el futuro.
—Eso es, Tyndale, tenemos que seguir dando pasos adelante. Atento a los enanos gigantes.
¿Por qué todo el mundo encuentra tan maravilloso eso de dar un paso adelante? ¿Y si por delante tienes un despeñadero de trescientos metros terminado en rocas puntiagudas? ¿Y si detrás tienes una cama bien cómoda? ¿Y a qué ese cuento de la lista de iglesias más populares? ¿Por qué no puedes decir que tu iglesia es popular y punto? Tratándose de gente religiosa, tu palabra debería bastarles, ¿no? Y si es obligatorio verificarlo, se espanta a la parroquia unas semanas y que así se dispare del puesto cuatro al cuarenta y cuatro. Un aumento del mil por cien. A ver quién es el guapo que supera ese crecimiento, señores buscafeligreses…
¿Regresará algún día el hierofante? ¿O lo captarán los evangelistas? Es un luchador, pero todos tenemos un límite. A los atletas les pasa. Tan pronto son campeones mundiales como no hay quien los saque de la cama. Con los predicadores pasa lo mismo.
El hierofante tiene sesenta y seis años y, después de haber estado al cargo del timón en su ausencia, doy fe de que su iglesia no va a ninguna parte. Si los evangelistas de Ohio le ofrecen un buen chollo como sargento instructor, ¿por qué no aceptarlo? Yo estaría encantado.
Reflexiono sobre el fracaso de mi vida anterior a Miami y sobre lo extraño que resulta hallarme ahora aquí, sin blanca todavía, pero al calor del negocio religioso. Al calor del sol.
¿Por qué no conseguiría abrirme camino en mi país? Me diréis, Tyndale, bonito, bien podrías haber hecho algo para salir de aquel muermo de trabajo. A ver, ¿qué hiciste?, ¿eh? Y yo os diré, pues claro que hice algo. Hice algo mucho. Mandé solicitudes para ofertas de trabajo de todo tipo. Me tiré tres meses estudiando árabe por si surgía una colocación en Dubai. Y tres meses estudiando checo por si me mandaban a las nuevas oficinas de Praga. Me apunté al consabido club de golf, y bien cara que me salió la puñetera broma. Por eso da tanta rabia. Podría haberme quedado de brazos cruzados, evitarme el gasto, y fracasado de todos modos.
Se presentan los Reinhold para felicitarme por la marcha de Cosmo.
—¿Cómo lo has conseguido? —preguntan.
Encojo los hombros con modestia. Han traído flores para la iglesia, un ramo bueno, bonito y caro. Hubiera preferido algo contante y sonante. Necesito vestimenta nueva, algo más en consonancia con Miami. Pero me alegra haber realizado una buena obra, por pequeña que sea.
Cuando vuelvo a casa de Sixto, me encuentro a Gulin patrullando la calle, con gesto apenado.
Su gato, Orinoco, ha desaparecido. Se dio a la fuga aprovechando que los albañiles estaban cambiando una ventana. Siempre me han desagradado los gatos, pero Orinoco es tan obediente y tan bueno que me ha dado por acariciarle el lomo cuando nadie me ve. Orinoco sabe algo. Hay una gran sabiduría encerrada en ese gato.
Aunque nunca he tenido gatos y cuento con un saldo de décadas de animosidad félida, aseguro a Gulin con la mayor de las firmezas que no tiene nada de que preocuparse. No sé de dónde sacamos todos esa necesidad imperiosa de hablar con autoridad sobre temas de los que no sabemos nada en absoluto.
Llama por teléfono Gamay de parte de los dioses del ritmo.
—Oye, Tyndale, socio, estaba aquí organizando mi agenda y quería saber si debo dejarme algún día libre para la ceremonia de entrada en la organización.
—Tú no escuchas, ¿verdad?
—No, brother, lo que quiero decir es que no me gustaría complicarte la vida, que no vayas a planear tú algo y luego resulte que yo ya tenía otros planes.
—No me llames por teléfono.
—Okey. Entendido. Entendido. Totalism. Pero antes de colgar, sólo quería decirte que si es por plazas, o sea… que si sólo hay sitio para una persona… y no dos, que, vaya, que ese problema no es problema. Muscat es muy descuidado cuando limpia su pistola.
—Ahora voy a colgar. Te lo digo para que cuando dejes de oírme entiendas que no se trata de una avería técnica, que es que te he colgado.
¿Esperarán recompensa por haber hecho una sola cosa bien? ¿Qué esperan? ¿Una medalla? ¿Un uniforme? ¿Un Manual de iniciación en el crimen multinacional? No sé qué hacer con esos diyéis. Momentáneamente, me parecieron una buena solución para deshacerme de Cosmo; pero ahora me doy cuenta de que podrían acarrearme más complicaciones que el propio Cosmo. He observado que la gente se altera mucho cuando se siente engañada, especialmente cuando la han engañado de verdad.
Como Gamay y Muscat descubran que soy un advenedizo llegado del otro lado del charco, las cosas se pondrán pero que muy feas.
Muscat llama por teléfono.
—Tyndale, soy Muscat. ¿Sabes la misión esa que nos encomendaste?
Como si uno pudiera olvidar así como así una petición de secuestro. Me conmueve que tenga una visión tan satánica de mi persona.
—Sólo quería decirte que agradecemos la oportunidad que nos diste. Gracias por pensar en nosotros y, este…, si necesitas que, este…, que le metamos miedo a alguien, pero que le metamos miedo con todas las de la ley, aquí nos tienes… mejor dicho, aquí me tienes. Ya sé que de dinero no se ha hablado aún, pero puedo hacerte un precio muy ajustado…
Le digo que tendrá que esperar.
—Actuar es fácil. Lo difícil es no actuar. Es posible que no volváis a tener noticias mías en seis meses. Si no esperáis, si no soportáis la disciplina, puerta. —Quizá pierdan la paciencia o los metan en la cárcel.

Una de las pocas ventajas de tener trabajo es que te obliga a salir de la cama. Si no se tiene obligación de salir de la cama, a veces cuesta convencerse de la necesidad de levantarse. Muchas mañanas me quedo acostado rezando con todas mis fuerzas, aunque no crea en Dios. Rezo por la felicidad de todos.
Quisiera que todo el mundo fuera feliz, a excepción de algunos asesinos, de mis antiguos jefes y de los banqueros. De verdad me gustaría que todo el mundo fuera feliz. ¿Por qué no nos pueden conceder felicidad a todos, o al menos a la mayoría de nosotros? ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? Si contamos con todos los elementos para una vida en condiciones. Igual con la soledad. Es absurdo que exista, porque por deforme o raro que seas, alguien habrá ahí fuera que sea como tú; o, si lo preferís, alguien habrá ahí fuera que no sea como tú.
Rezo con todas mis fuerzas, porque no hay otra cosa que hacer, pero al final me entran ganas de tomar un té. Abajo me encuentro con Gulin, ya abatida por lo de Orinoco.
—Cuatro días hace que desapareció.
Naturalmente, doy por hecho que Orinoco ha expirado conforme al protocolo felino: arrollado por algún vehículo o devorado por algún extraño colectivo inmigrante. Gulin se ha recorrido todo el barrio, ha colgado avisos por todas partes y preguntado por su gato, pero en vano.
—¿Qué se puede hacer? —suspira.
Está muy deprimida, y precisamente porque se esfuerza en que no se le note y porque no pide ayuda, decido ofrecerme voluntario y participar en la batida. Se me entrega una foto de Orinoco y se me indica que me desplace a unas manzanas de la casa de Sixto, zona que aún no ha rastreado. Al emprender la investigación, reparo en que deambular por las calles preguntando por un gato podría resultar sospechoso.
La zona por la que estoy patrullando es de una categoría notablemente inferior a la de Sixto. No es la zona más golosa para ladrones o allanadores de moradas, pero me pregunto si algún vecino encontraría mi búsqueda plausible. Craso error pensar de manera derrotista. Curioso que los pensamientos optimistas como «Voy a ganar a la lotería», «Tengo el ascenso en el bote» o «Voy a encontrar aquel bargueño antiguo tan ideal» rara vez acierten, pero pensamientos como «Me van a timar» den en el clavo.
Un señor rechoncho está regando su jardín. Le refiero mi misión y me mira con perplejidad. El Regante no habla inglés, y yo tampoco el suficiente español como para tender un puente en spanglish. Le muestro la foto de Orinoco y, en lugar de decirme que no con la cabeza, me indica por señas que le siga.
Rodeamos la casa hasta llegar al jardín posterior, profusamente cubierto de vegetación, y discurrimos por un estrecho caminillo que conduce a un cobertizo. Desde la carretera ya no me ve nadie, desde ninguna parte, vaya. Siento cierto desasosiego, pero ya he preguntado por el gato, así que no vendría a cuento darse la vuelta.
Entro en el cobertizo por detrás del Regante. En una caja de cartón hay cinco gatitos pelirrojos. El Regante agarra dos de ellos y me los ofrece con un gesto como diciendo «son tuyos». Lo último que deseo en la vida son dos gatitos. Sonrío, sacudo la cabeza y pronuncio la palabra «no».
«No» es una palabra muy cosmopolita, muy cómoda de emplear ya sea en Alaska como en Cabo de Hornos. Una palabra que millones de terrícolas entienden. Entender no siempre es bueno. Añado un «gracias» al no, pero el «no» ya ha hecho su efecto.
El Regante se ha enojado. Se ha enojado de tal manera que ya debía de estar encabronado por algo antes de que entrara yo inquisitivamente en escena. Grita. Prorrumpe en una nueva salva de gritos que deja en mantillas la anterior. Tengo la impresión de que ni su ira ni sus gesticulaciones de odio alcanzarían tal extremo si me hubiera cargado a toda su familia. Estoy ya reculando, con la mejor de mis sonrisas, cuando el tipo saca una pistola, me agarra del pelo y me mete el arma en la oreja con tanta violencia que si no llego a estar petrificado por el pánico habría visto las estrellas.
Y yo me pregunto: ¿a qué se debe tanta ira? ¿Sentirá que he ultrajado a sus gatitos y, por extensión, a su persona? ¿Que he hurgado en el fondo de mi gaznate para lanzar el esputo resultante contra su generosidad? ¿Cómo se explica que ese señor tenga un arma guardada en un cobertizo lleno de gatitos? ¿Será simplemente un tipo previsor que tiene armas de fuego ocultas por todo el domicilio en puntos estratégicos y de fácil acceso?
Nunca he sentido tanto miedo. Voy a morir y me cago encima, aunque estoy tan distraído con mi pánico que me trae sin cuidado. El Regante sigue desgañitándose un buen rato, pero al final deduzco que si no me ha pegado ya un tiro no es porque sienta respeto alguno por la vida o temor a algún castigo, sino porque si me pega un tiro se verá obligado a ocuparse de cavar una fosa o cargar con mi cadáver hasta los Everglades. No es que conociera a fondo al tipo, pero sé que en el fondo eso es lo que estaba pensando.
El camino de vuelta a casa fue muy molesto.

—¿Qué te ha pasado? —comenta Gulin al día siguiente al reparar en mi oreja hecha papilla.
El incidente me ha conmocionado de tal manera que no digo nada al respecto para no verme obligado a rememorarlo. Dudo de que viva lo suficiente como para encontrarlo gracioso algún día.
Sixto está parlamentando serenamente con los albañiles:
—Sólo quiero que las ventanas se parezcan lo más posible a las que había antes. No tienen por qué ser atómicamente exactas, pero pongamos que lo suficientemente parecidas como para que una persona con una capacidad de observación normal no note la diferencia a seis metros de distancia. —Es imposible discernir si su súplica está siendo atendida.
Encima del dolor de oreja, llevo la ropa interior húmeda porque se nos ha estropeado la secadora. Cuando estoy enfrascado elaborando la nueva teoría de que nadie disfruta en la vida, de que eso es una quimera, un unicornio, Gamay y Muscat llaman por teléfono para ofrecerme más pruebas que la corroboran.
—Os dije que tendríais que esperar.
—Tyndale, ésta no es una llamada de trabajo. Para nada. Queremos tomar una copa, socio. Un coffee o algo.
Es evidente que Gamay no haría carrera como embustero. Creí que iban a dejarme en paz unas semanas al menos. Quizá deba optar por una medida drástica para deshacerme de ellos en lugar de confiar en que se evaporen.
Acordamos vernos en un pijotero bar de frankfurts de su elección, Dogma.
—Y ahora la secadora —anuncia Sixto, agarrando el teléfono. Mientras estoy preparándome el café oigo una serie de exclamaciones salir por su boca: «cuánto, cuándo, disculpe, cuánto». Compadezco a Sixto. No entiendo cómo hay gente de nuestra edad o incluso más joven que puede gobernar un país. Yo, al igual que Sixto, con gobernar una casa ya estaría agobiado.
—Es increíble lo que me quieren cobrar —exclama Sixto—. Y luego dicen que los cowboys de la cocaína están arruinando el país. El técnico viene mañana a las tres. ¿Habrá alguien en casa?
—No necesitas un técnico —dice Gulin—, seguro que con cambiar el circuito basta. Ya te lo busco yo.
Sixto y yo nos miramos como dos chavales cuyos deberes se hubieran hecho solos, como por arte de magia.
—Bueno —dice Sixto.
—Yo te la arreglo —dice Gulin.
Contra todo pronóstico, Gamay y Muscat están esperándome en Dogma. Mala señal.
—Me alegro de que llamarais —les digo, cuando nadie nos escucha.
«Me alegro de que llamarais» es justo lo que uno ha de decir cuando piensa lo contrario. Es una estratagema que aprendí de Bamford. Genial para desconcertar al otro. Pero siempre evitando el menor ápice de sarcasmo o falsedad, de lo contrario no surte efecto. Y con una sonrisa. La sonrisa que no falte, y que tampoco falte un gracias para quien te ofrece una mierda pinchada en un palo. Tal vez eso le lleve a dudar de si lo que te tendía era una mierda pinchada en un palo de verdad. Las cuentas las arreglas después, cuando se hayan dado la vuelta.
Me quedo mirando a Gamay y Muscat viril y detenidamente.
—Es posible que tengamos que ir a la guerra.
Alarma constatar que la idea no les alarma en absoluto.
—Imperative —dice Gamay.
—Tú dirás —dice Muscat.
—Necesito que desenterréis… ciertas herramientas.
Les entrego un croquis con la localización de un falso escondrijo de armas en los Everglades. Deliberé largamente sobre el grado de imprecisión con que debía dibujar dicho croquis. Si me pasaba de impreciso, hasta Gamay y Muscat podrían adivinar que les estaba tomando el pelo. Por otra parte, un exceso de detalle tal vez los hiciera regresar para lamentarse de que a cien metros de la tienda de souvenirs no hubiera ningún maldito roble. Lo que yo quiero es tenerlos entretenidos varios días vadeando entre pantanos llenos de peligros hasta que se harten o tengan un percance y tiren la toalla.
Gamay y Muscat están entusiasmados. Supongo que todos albergamos el deseo de poseer información secreta, de vivir clandestinamente como forajidos, sobre todo si nos pagan bien por ello.
—Es vuestra prueba de fuego, así que no la pifiéis —advierto, poniéndome en pie sin intención alguna de pagar las consumiciones. Me oigo a mí mismo decir—: No os estoy haciendo un kennedy.
De vuelta en casa de Sixto, me encuentro a Gulin en el garaje, diseccionando la secadora. La disección no progresa todo lo bien que debiera —Gulin mira furibunda y desafiante el nuevo circuito—, pero es evidente que conseguirá su propósito. Lleva puesta una camiseta morada que deja al descubierto el tatuaje de un estilizado pájaro en su hombro derecho. Algún símbolo, supongo. ¿Vivo? ¿Muerto? Sobre los tatuajes nunca se pregunta.
Me sorprende el tatuaje; habría dicho que Gulin tenía esas cosas por gastos superfluos. No lleva hechos los agujeros en las orejas y, aun sin ser un experto, diría que los cosméticos rara vez pasan por su rostro.
—Ahí tienes una nueva profesión —digo, por animarla y sacar conversación.
Su empeño es una lección de humildad. Había tantos obstáculos que salvar por el camino: evaluar el tipo de circuito necesario. Encontrar un establecimiento que venda circuitos. Encontrar el circuito en el establecimiento que vende circuitos. Adquirir el circuito adecuado. Adquirir el circuito adecuado al precio adecuado. Adquirir el circuito adecuado al precio adecuado y que funcione adecuadamente. Abrir la secadora. Etcétera, etcétera. Sé que yo no podría, que eso podría conmigo. Mi proyecto divino, sin embargo, es posible que salga adelante, dado que no exige conectar ni desatornillar nada.
No sé qué será más útil, si permanecer a su lado apoyándola con mi presencia o irme y dejarla que trastee a sus anchas con la secadora. Opto por adjudicarle unos risueños minutos como suscribiendo ambas alternativas.
—Difícil no es —dice—. Tan difícil no es.
—¿Cómo va esa búsqueda de trabajo?
—Lenta. Contactos. Contactos.
—¿Qué te gustaría hacer?
—¿Qué me gustaría hacer? —Gulin consulta las instrucciones de instalación del aparato—. Me gustaría ser periodista. Pero de eso ya me puedo olvidar. Contactos. Contactos.
Es cierto. Claro que echarle las culpas al prójimo y lamentarse es la cantinela de desidiosos, flojos, tontos y llorones. Yo no tenía X. Yo no tenía Y. Pero lo de Gulin es distinto. Me hallo en presencia de una mujer dura de verdad. Una mujer de palabra. ¿Cuántas veces habéis oído decir eso de ya te lo arreglo yo y que la cosa luego se quede tal cual? A las cuatro horas de su declaración, Gulin ya está destornillador en ristre. Cuando Gulin habla de contactos, no está lamentándose, sino constatando un hecho. Y una realidad. ¿Cuál es la diferencia entre estar de pie en un garaje lleno de polvo luchando con un circuito (de balde, por ahorrarle a otro unos billetes) y estar sentado en un despacho forrado de roble ganando a coche por hora, pegues sello o no? Un amigo de la escuela. Un tío. Alguien que conociste en un tren.
Naturalmente, para que te toque la lotería, tienes que comprar un número de la lotería. Y puedes trabajar a destajo para comprar números a montones, si te lo propones puedes comprar montones de números. Puedes comprar montones de números y que no te toque nada.

Orinoco ha regresado, un tanto mohíno. No estoy molesto con el gato, porque estuviera donde estuviera el animal, decididamente no es culpa suya. Orinoco no es de esa clase de gatos. Gulin está más animada desde que él ha vuelto, pero contrariada porque le han ofrecido un puesto de canguro, pero como no tiene coche, combinando autobús y caminata el trayecto hasta el domicilio en cuestión le llevaría tres horas. Gulin estaría dispuesta a aceptarlo, porque es así de dura, pero no puede complacer a sus jefes llegando lo temprano que ellos quisieran, y ellos no están dispuestos a contratarla como interna.
Gulin no dispone de dinero suficiente para alquilar alojamiento más cerca (Sixto le ha ofrecido la habitación gratis hasta que encuentre empleo). El coche lo dejó en Los Angeles pensando que podrían seguirle la pista e hizo el viaje en avión hasta Orlando, alquiló un vehículo, vino en él hasta Miami, dejó sus bártulos y luego depositó el vehículo alquilado en Tampa, confiando en haber borrado todo rastro de sus movimientos.
Éstas son las cosas que me sulfuran. Estamos ante una persona decente, esa rara avis, una persona dispuesta a trabajar, una persona a quien no se le caen los anillos por desempeñar un trabajo inferior, duro y mal remunerado, pero a quien le resulta imposible llegar hasta su lugar de trabajo, y hasta que llegue no juntará a duras penas el dinero necesario para llegar. Gulin es la única persona en este domicilio interesada en trabajar honradamente, y no va a poder por una cuestión de transporte.
—Oye, si quieres te presto mi coche —le digo. Sixto dispone de dos automóviles, pero el que no necesita lo ha prestado y no sabe cuándo se lo devolverán.
—No —dice.
Educadamente, acierta a rechazar el ofrecimiento dos veces, pero está tan desesperada que la tercera se le resiste. Para la mayoría de mis desplazamientos obligados puedo utilizar el transporte público, que no está nada mal, sólo que, como todo transporte público, goza de gran aceptación entre dementes, yonquis y bordes en general. Vayas a donde vayas es notorio que los más escandalosos son siempre los imbéciles y los ignorantes. No pueden hablar, tienen que dar gritos, y siempre te los encuentras en el transporte público. Por otra parte, no me importa mover un poco las piernas; al contrario de la mayoría de habitantes de esta ciudad, que para evitar un paseo de cinco minutos se pueden pasar media hora metidos en el coche.
Gulin se marcha con la intención de probar el trayecto hasta su trabajo. Aparece entonces Sixto y examina las ventanas recién instaladas. Pasa la mano por la pintura.
—Cualquiera diría que había que reinventar el concepto de ventana. Han tardado cuatro meses en cambiar sólo dos de ellas. Y eso que los muy payasos venían recomendados.
Entonces no sé por qué se me ocurre preguntar, me arrepiento al momento:
—¿Has probado a ver si se abren?
Sixto no sabe expresar ira, lo cual resulta original en alguien de extracción cubana. No grita, ni dice palabrotas, ni hace aspavientos con las manos ni arroja objetos. Tuerce un poco el gesto y resopla mientras entre los dos intentamos, inútilmente, abrir las ventanas aunque sea una rendija.
—¿Sabes lo peor del caso? Que podría hacer que liquidaran a esos tipos si me diera la gana. Una llamada telefónica, y volando me envían a un asesor táctico: bang, bang. Ahí está lo duro del caso. Una llamada. Una simple llamada. De verdad, podría hacer que los mataran, sin dar explicaciones. Lo que cuesta tener que contenerse.
Sixto da vueltas por la cocina, cabeceando y resoplando, al tiempo que mantiene, supongo, conversaciones de naturaleza hostil e imaginaria con instaladores de ventanas.

En Collins Avenue, un hombre con el torso al descubierto que es como una V de pétreos pectorales y lleva pantalones blancos de marinero me tiende un sobrecito de plástico. El tipo da brincos por la acera, repartiendo los sobrecitos entre los transeúntes. Tengo por costumbre aceptar todo folleto o artículo que me ofrecen por la calle porque cuando te has visto en la necesidad de aceptar un trabajo de esas características, ya nunca más vuelves a rechazar ningún folleto o artículo de los que te ofrecen por la calle.
El sobrecito contiene una sustancia transparente que a tenor del envoltorio se trata de un lubricante personal. Dado que no tengo plan inmediato de sodomizar a nadie, me quedo sin saber qué hacer con el sobrecito.
Después de tomar mis dos buenos cafés con leche y un excepcional bocadillo de atún con huevo en el Loews Hotel estoy a punto de irme sin pagar, cuando recibo una llamada telefónica de Gamay y Muscat. Como no había vuelto a saber de ellos en una semana, concluí felizmente que habrían desistido de ingresar en una multinacional del crimen organizado.
—Tenemos las herramientas —anuncia Gamay, tan ufano como un adolescente que se hubiera acostado con tres pimpollos en una misma noche.
Me quedo perplejo. Tontamente, los cito en la iglesia. Gamay y Muscat entran en el despacho tirando a duras penas de un voluminoso contenedor metálico. Luego salen y entran de nuevo jadeantes con otros dos contenedores, sudando la gota gorda. No dicen una palabra pero me miran sonriendo de oreja a oreja.
No me queda opción. Abro los pestillos del contenedor de arriba. Dentro descubro una masa de arpillera negra, que contiene un objeto pesado. Retiro la arpillera y me encuentro con una metralleta en la mano. Si los tres contenedores van llenos, en total puede haber tres docenas de ellas. Me tengo por persona de verbo fácil, pero me he quedado sin palabras.
—No fue fácil —afirma Gamay feliz y contento—. El croquis no era muy bueno, socio. Pero nosotros somos gente de palabra.
Examino la ametralladora. No me gustan las armas. Dicen que son los hombres quienes matan a los hombres, no las armas. Pero no es cierto, por mucho que un hombre desee matar, es el arma lo que mata. Estoy bastante cansado de la vida, pero me entra miedo. Esos contenedores albergan en su interior una ilegalidad y un peligro que no guarda proporción alguna con su volumen.
—Me habéis decepcionado de mala manera, chicos —digo.
Los dioses del ritmo no saben cómo tomárselo. ¿Será ironía propia del crimen multinacional?
—Estas metralletas no son nuestras. No sé de dónde las habréis sacado. Pero yo que vosotros las devolvería a su sitio ahora mismo, porque podría ser que sus propietarios se enfadaran mucho. Los enterradores de armas no se caracterizan especialmente por su sentido del humor. Ni por vacilar a la hora de apretar el gatillo contra ex diyéis, la verdad sea dicha.
—Muscat, ¿por qué nos haces quedar en ridículo de esta manera? —dice Gamay.
—¿Yo? —salta Muscat.
A mí, naturalmente, no me interesa en absoluto oír cómo se echan la culpa el uno al otro, pero no tengo más remedio que oírlo.
—¿Para qué haces perder el tiempo a Tyndale? Si es que eres un blandengue. —Gamay sale hecho una furia del despacho y regresa con una cajita—. Creí que había quedado claro quién era el malo aquí —prosigue y abre la cajita, que en su interior contiene dos escorpiones—. Ahora veremos quién es el duro aquí.
Gamay agarra un escorpión y lo balancea frente a sus posaderas.
—Ni se te ocurra —exclama Muscat.
Pero Gamay deja caer al desventurado escorpión en el interior de traserolandia y a continuación planta sus posaderas en una silla, con considerable fruición y gran crujido. Lo siento en el alma por el pobre escorpión. Gamay aúlla como si acabara de echarse al coleto un coscorrón de tequila y extrae un amasijo de restos de sus partes pudendas.
De niño soñé muchas cosas, pero nunca que me vería sentado en una iglesia renqueante, esforzándome vanamente por hacerme pasar por Dios, rodeado por un arsenal de armas, mientras un tontolaba aplastaba un escorpión con el trasero en un intento de ser reclutado por una inexistente multinacional del crimen organizado. Viva lo Inesperado.
Reflexionemos sobre el numerito de Gamay. ¿Quién va por la vida con dos escorpiones vivos encima? Uno sólo hace eso si piensa montar un numerito. Una vez más, no consigo adivinar qué trampa habrá hecho Gamay, pero estoy convencido de que no se ha expuesto a dolor ni esfuerzo de consideración: no es su estilo. El hecho de que escogiera el escorpión más grande confirma, en mi opinión, que ha habido tongo.
Los escorpiones varían en índice de peligrosidad y, además, puedes extraerles el veneno como a las serpientes. Estoy capacitado para hablar con cierta autoridad sobre este tema, ya que un vecino mío invirtió en una empresa que se dedicaba a fabricar bozales para serpientes. Es más, dado que el ataque del escorpión se basa en perforar la piel, bastaría un ínfimo corte en la punta del aguijón para que éste dejara de ser una aguja hipodérmica. Además, Gamay no nos ha brindado la oportunidad de examinar al animalito hasta una vez desfigurado por salva sea la parte.
—Eres el más duro —conviene Muscat—, el más duro y el más loco. —Gamay tiene la desfachatez de ofrecerme el otro escorpión.
Ordeno a los diyéis que retiren el armamento de mi despacho. Sé que se limitarán a esconderlo bajo la cama, pero estoy deseando perderlos de vista.
—Esto queda clasificado como información reservada —advierto— y yo me reservo el derecho a no saber nada. —Refunfuñan por tener que salir cargando de nuevo con los contenedores a cuestas. Con lo grandes y fuertes que son, parece mentira que sean tan flojos.
—No me llaméis. No os estoy haciendo un kennedy —advierto, al tiempo que me imagino saliendo ya del país en el primer vuelo; o, quién sabe, puede que cambie mi suerte y encuentre un chollo para ir tirando el resto de mis días como bibliotecario de la penitenciaría.

A veces, tras una noche de sueño reparador ves las cosas con otra perspectiva, pero cuando te levantas hecho una ruina, imposible. Mi perdición está ahí mismo, en la mesita de noche. Me vi obligado a perder el sentido asaltando el mueble bar de Sixto, pero lo fantástico de ser abstemio es lo mucho que cunde tomarse una copa.
Me miro de refilón en el espejo. Tengo bastante pinta de loco. Es posible que esté volviéndome loco, pero quizá sea un consuelo saber que cuando te estás volviendo loco, eso es algo que te trae sin cuidado.
Como un autómata, dirijo mis pasos hacia la iglesia y cumplo con mis deberes pastorales como un autómata. Parece que voy a poder escapar de las consultas de la feligresía pues no se ve un alma alrededor. Justo cuando estoy echando el cierre, me saludan los Reinhold. ¿Han venido en acción de gracias? Porque por mucho que a uno lo castigue la vida, en el fondo siempre espera que alguien se le presente con un fajo de billetes.
A mi parecer no están tan contentos como debieran, e intercambiamos las cortesías de rigor en el despacho antes de pasar al desembuche.
—Te estamos agradecidos, muy agradecidos, Tyndale. No queremos que pienses que somos unos desagradecidos. Y te parecerá curioso, pero necesitamos que hagas volver a Cosmo.
No me parece curioso en absoluto. No pongo el grito en el cielo porque cuando están quemándote en la hoguera, tampoco molesta tanto que alguien de entre la muchedumbre arroje otro poco más de leña al fuego, si bien puede que te sorprenda ver quién es el que la arroja.
La hija de los Reinhold se ha desmandado por completo, su comportamiento ha empeorado incluso, de modo que quieren a Cosmo de vuelta. En la vida sólo hay una pregunta que merezca la pena hacerse: ¿está todo escrito o no? ¿Hay algo que yo pueda hacer para cambiar mi suerte o debería darme por vencido ahora mismo? ¿Los perdedores son perdedores o ganadores en potencia?
—Haré todo lo que esté en mis manos —les digo, pues mi deseo es perderlos de vista—. Pero no prometo nada.
Reinhold se deja el periódico olvidado en mi despacho. Le echo un vistazo, por escapar de mi vida un rato. El Miami Herald publica en primera plana una rocambolesca historia sobre el secuestro de la mujer del jefe de policía del condado de Dade y de la hija adolescente de ambos. Cuando iban de excursión a los Everglades, madre e hija habían sido secuestradas por dos corpulentos individuos de raza blanca. En lugar de robarles o abusar sexualmente de ellas, como temieron en un principio, les entregaron sendas palas y las obligaron a cavar hoyos durante dos días. Los secuestradores se llamaban el uno al otro «Gambón» y «Moscón». No me molesto en seguir leyendo el resto del artículo.
No se os ocurra jamás trabajar con otros.

Cuando ya estoy a punto de tomarle el gusto a la desesperación absoluta, algo bueno sucede.
Mientras estoy repartiendo bocatas de pollo entre los sin techo, Fash, el chico joven, me toca en el hombro y me tiende mi cartera, que debe de habérseme caído del bolsillo. Me quedo tan sorprendido como contrariado. Una vez te acostumbras a una doctrina de absoluta misantropía es exasperante que vengan a poner en entredicho tus principios de esa manera, porque te obligan a cuestionarte todo otra vez: ¿existirá el bien? Pierde uno tanto tiempo pensando. Una de las grandes virtudes de la religión es que proporciona respuestas, que te permite tener siempre un pensamiento y una palabra a punto. Al menos ahorra cantidad de tiempo y energía. Es como cuando vas de compras: si no sabes lo que vas buscando, puedes pasarte el día mirando, pongamos, pantalones, mientras que si lo sabes, en diez minutos los has comprado.
Y además, que no sirve de nada. El hecho de que de pronto un joven en las calles de Miami dé muestras de honradez no va a cambiar nada. Pero te sientes culpable, te sientes mal por desdeñar esa muestra de honradez, como si no tuviera importancia (aunque no la tiene… ¿o sí?).
De vuelta en la iglesia, antes de que me dé tiempo a cerrar las puertas, se me cuela una señora de unos cincuenta y pico años. Es uno de los riesgos que se corren por ofrecer ayuda: que los necesitados vienen a pedirla. Y los no necesitados también. No obstante, me hace sentirme mejor porque ratifica mi teoría sobre los altibajos de la fortuna. Me devuelven la cartera, me toca aguantar a una exasperante señora llamada Marysia.
No recuerdo haberla visto en ningún de nuestros servicios, y a qué engañamos, reconocer a los fieles de la Iglesia del Cristo Fuertemente Armado no es tarea difícil. Barrunto que ha venido a mí porque las demás iglesias, de más categoría y prestigio, le han dado con la puerta en las narices. Todo en la tal Marysia me… exaspera. Habla con un extraño acento europeo y recalca mucho las palabras para subrayar lo bien que domina el inglés. Los estudiantes de idiomas suelen dividirse principalmente en dos categorías: el nivel taxi, de los que poseen el vocabulario suficiente para preguntar al taxista por el importe de la carrera, y el nivel chuleta.
—Iba conduciendo cuando he visto su iglesia colindando con… —¿Colindando? ¿Cuándo habéis oído a nadie emplear ese palabro? ¿Habré vivido en una torre de marfil? ¿O es que se ha puesto de moda decir colindando?
Consulto el reloj al llegar Marysia, con la intención de brindarle diez minutos y al cabo pretextar apremiantes compromisos previos. Tras recurrir en varias ocasiones a expresiones tipo «debo irme», la desfachatez con que hace caso omiso de ellas evidencia que Marysia está curtida en intentos de escape. La contrariedad salta en vano a mi semblante.
Su pesar es un nieto de dos años que padece cierto trastorno intestinal. Quién iba a imaginar que se podía hablar durante cincuenta minutos seguidos sobre las cacas de un niño. Si a mí me dicen te doy cien de los grandes si eres capaz de hablar sobre ese tema durante cincuenta minutos, intentarlo lo intento, pero seguro que a los diez minutos más o menos ya me he quedado sin palabras. Marysia cotorrea sobre el particular durante cincuenta minutos sin pausa ni vacilación, si bien con mucha repetición. Ha adquirido una singular maestría en respirar a la vez que habla. La cronometro. Nuestras tripas constituyen una parte fundamental de la existencia, pero pese a mi avezado oído, desisto a los cincuenta minutos de safari por el intestino grueso de una criatura tan intrincada que me hace sentirme como una enzima.
—Entonces el coprolito…
Adivino qué significará coprolito, pero apostaría cualquier cosa a que el doctor que trata al muchacho nunca ha oído la palabra. Marysia es de esas abuelas a las que, con tal de no oír, uno sería capaz de trasladarse al otro lado del mundo.
Es exasperante de verdad. Y el caso es que al principio no debía de ser así. Seguramente fue una niña la mar de agradable. Su propósito en la vida no era ser exasperante. No se ofreció voluntaria ni estudió para ello. Tal vez haya tomado algunas decisiones equivocadas en la vida, pero ¿y quién no? Tal vez debiera haber puesto más empeño para no metamorfosearse en la jeremías compulsiva que es, pero ¿quién no desiste alguna vez? Y cuando no hay esperanzas de redención, no hay esperanzas. Por un instante, siento lástima por ella. Pero sólo por un instante.
Normalmente, cuando se me presenta un jeremías, desconecto, me sustraigo al tiempo, me ensimismo, aunque sólo sea porque el jeremías de rigor ni siquiera se da cuenta de que estás en otra parte —el sempiterno jeremías lo que pretende es soltar su jeremiada—, pero con Marysia me es imposible. Barajo seriamente la posibilidad de simular un infarto para callarla de una vez por todas cuando le suena el móvil y se trata de algo importante que por suerte requiere su presencia en otra parte.
—¿Podría elevar una plegaria que ayude a la descarga estercorácea de mi nieto? —pregunta.
Por supuesto que puedo. Pronuncio unas palabras para aliviar el mal del pequeño León. Antes de marcharse, Marysia me tiende su tarjeta. Menuda sorpresa. La hacía bibliotecaria auxiliar en alguna biblioteca del extrarradio, pero resulta que la señora es vicepresidenta de una empresa petrolífera.
Una serie de pensamientos cruzan por mi mente.
En primer lugar: Marysia no sabe nada de petróleo. Pensaréis que ésta es una afirmación un tanto perentoria, un tanto categórica, teniendo en cuenta que he pasado una sola hora en compañía de esa señora y que nuestro solo objeto de conversación ha sido el estreñimiento. No obstante, sé que sé tanto de petróleo como Marysia. Marysia no sabe nada de petróleo.
En segundo lugar: no se trata de convertir la vida en un torneo, pero hay vencedores y no vencedores. Así de sencillo. Marysia nació con estrella. ¿Sólo porque no sepa nada de petróleo no va a poder ser vicepresidenta de una empresa petrolífera? Pero si es lo que se estila. Con tanto movimiento como hay en el mercado laboral, ¿por qué habría de ser la ignorancia un impedimento? A mí me consideraban casi un fenómeno de feria por llevar quince años en la misma empresa. Obviamente, intenté salir de ella, pero ésa es otra historia. Uno encuentra ignorancia supina por dondequiera que vaya: abogados que no saben nada de leyes, médicos que no saben nada de medicina.
A una hija de mis vecinos un verano la contrataron por quince días como recadera en una agencia de relaciones públicas. A los tres meses ya era jefa de la empresa, no porque tuviera talento ni hubiera en ella una vena ambiciosa y despiadada, sino porque la empresa pasó por una oleada de dimisiones, accidentes, embarazos y despedidas a portazos y ella, aunque no le interesaban lo más mínimo las relaciones públicas, se puso al frente porque creyó que alguien debía hacerlo.
Marysia se marcha. Tal vez sea el timbre de su voz.
