I

Asesinato en Buck’s Row

1

Al torcer por Buck’s Row de camino hacia el mercado de Spitalfields donde trabajaba, George Cross iba silbando. No es que el mozo del mercado tuviese ningún motivo para silbar mientras iba por la desierta calle a las 3.20 de la madrugada del viernes, 31 de agosto. Por el contrario, el día, aunque no había amanecido, se presentaba para él largo y sombrío, con infinita cantidad de cajones de fruta que descargar y llevar a los tenderetes del mercado. El silbido era la respuesta de todo hombre encarado con tal perspectiva. Pero Cross tenía motivos para mantener enhiesto su valor, ya que Buck’s Row era uno de los callejones de Whitechapel, y a la mitad del mismo estaba situado el matadero de caballos de Barber, que le había dado al vecindario una fatal reputación.

Todo el día, y a veces también de noche, podía verse a los matarifes con los delantales manchados de sangre entrando y saliendo del matadero, y el aire estaba impregnado con el olor y los lamentos de los animales moribundos. La presencia de la muerte en medio de unas viviendas tan repletas de gente resultaba como una magnética atracción para el sacrificio humano; y aunque nunca había sido asesinada ninguna persona en Buck’s Row, los transeúntes se sentían inclinados a dar un rodeo, de noche, para evitar pasar junto al matadero. Pensando en esto, Cross apretó el paso y empezó a silbar como un pájaro loco.

Se hallaba casi enfrente del matadero cuando divisó tendido en el lado contrario de la calle un paquete envuelto en tela impermeable; pensó que se trataba de un paquete caído de algún camión de reparto. De no ser mozo de mercado tal vez habría pasado de largo, pero debido a su oficio y creyendo haber descubierto algo de valor, cruzó la calle para ver de qué se trataba. Al acercarse, vio que se había equivocado y que, en realidad, se trataba de una forma humana.

En aquel momento, Cross oyó pisadas y, casi instintivamente, retrocedió hacia la sombra para observar al recién llegado. Pero éste también había distinguido a Cross y, quizá temeroso de una emboscada, adoptó una acción evasiva. Tal vez la cosa hubiese durado cierto tiempo a no haber reconocido Cross al otro, asimismo mozo del mercado, llamado John Paul.

—¡Eh, compañero! —le gritó—. Aquí hay una mujer, pero no sé si está borracha o desmayada.

Ambos hombres se inclinaron y examinaron el cuerpo de la mujer lo mejor que pudieron. Cross le tocó el rostro, aún caliente. Le levantó las manos, que cayeron curiosamente a los costados.

El mozo del mercado se enderezó.

—Está frita —dijo, con voz temerosa—. Más muerta que mi bisabuelo.

No lo dijo por la evidencia sino por su intuición. Pero Paul no estaba convencido.

—Creo que la siento respirar —anunció—, por lo que sólo debe estar desmayada.

Y sugirió que debían levantarla.

—Vamos, amigo, ayúdame a ponerla de pie. Seguramente sólo está borracha perdida.

Pero Cross retrocedió.

—Yo no la toco —declaró.

El mozo del mercado estaba temblando, mientras escudriñaba el callejón apenas alumbrado por unos míseros faroles de gas.

No había nadie a la vista, pero tal vez alguien estaba esperando en las sombras. Si algún otro, además, le habla visto inclinarse sobre el cadáver podía relacionarlo con su muerte.

—Vámonos de aquí —le urgió Cross a su compañero. Y ambos se alejaron a buen paso no deteniéndose hasta llegar a Baker’s Row, donde hallaron al policía Misen de la División H, de Whitechapel al que comunicaron su macabro hallazgo.

Lo más curioso es que cuando los dos hombres examinaron el cadáver no vieron en absoluto que tenía la garganta abierta de parte a parte.

2

Por Buck’s Row pasaba con regularidad otro policía, John Neil, placa 97-J, cuya ronda tenía lugar cada media hora. A las 3.45 de la madrugada, o sea en el momento en que ambos mozos de mercado estaban comunicando su hallazgo, su linterna enfocó sobre un bulto oscuro en la acera, bulto que no había estado allí en su ronda anterior. Sosteniendo en alto la linterna, vio que se trataba del cuerpo de una mujer. Estaba de espaldas al suelo con los ojos muy abiertos. El sombrerito había rodado hasta en medio de la calle, y tenía desajustadas las ropas. Agachándose, el policía le tocó el brazo, caliente desde el codo hacia arriba. «Caliente como una tostada», testificó más tarde. También notó un fuerte olor a ginebra. Pero no fue hasta que pretendió levantar a la mujer que observó el corte de su garganta, y la sangre que aún manaba de la herida.

De forma ilógica, su reacción fue la siguiente: «Esa mujer se ha suicidado», y sus ojos buscaron casi de manera mecánica el arma utilizada. Al no ver ninguna, se extrañó. Y entonces, por primera vez, la palabra «asesinato» se abrió paso en su cerebro. El policía Neil se enderezó como si pudiese descubrir aún al homicida cerca de allí, con un cuchillo en la mano. Naturalmente, su instinto le advirtió que el criminal no podía hallarse muy lejos. Su ronda duraba solamente doce minutos y con las paradas en route, debía haber pasado por aquel mismo lugar a las 3.15, y entonces no había visto ni oído nada anormal. Neil estaba indeciso, no sabiendo si permanecer junto al cadáver o ir a comunicar su descubrimiento al cuartelillo, pero, en aquel instante, oyendo pisar por la calle contigua al policía Haine, le llamó:

—¡Corre a buscar al doctor Llewellyn! ¡Han asesinado a una mujer!

Veinticuatro horas antes de haber sido encontrada con la garganta segada, Mary Ann Nicholls, que éste era el nombre de la mujer asesinada, había sido arrojada del albergue del número 18 de la calle Thrawl, de Spitalfields, por no tener los cuatro peniques que costaba la cama.

—No importa —proclamó—. No tardaré en tener ese dinero. Mirad el gorrito tan precioso que llevo. —Y señaló el sombrerito de fina paja que más tarde fue encontrado en medio de la calle, pero que en aquellos momentos lucía encaramado sobre su cabeza. Le suplicó al conserje del albergue que le guardase la cama hasta que tuviese aquellas miserables monedas y se internó en la noche. Lo que hizo durante las veinticuatro horas siguientes nadie lo sabe.

La última persona que vio con vida a Mary Ann Nicholls fue Emily Holland, compañera suya de cama en el albergue de la calle Thrawl, la cual se la encontró a las 2.30 del viernes, 31 de agosto, o sea una hora antes, aproximadamente, de que fuese asesinada.

Polly Nicholls estaba borracha y se apoyaba en una pared, según su amiga. Polly le explicó que tenía reservada una cama en el albergue de la calle Flowery Dean, donde dormían hombres y mujeres. Añadió que aquel día había ganado tres veces el dinero para la cama, pero que se lo había gastado en bebida. Su amiga intentó persuadirla para que se fuese con ella, pero Polly musitó algo respecto a tener que volver a conseguir más dinero. Emily la dejó recostada contra la pared, tambaleándose, por la Whitechapel Road.

3

La zona de Spitalfields, notoria desde la época de Jack el Destripador, tiene sólo unos cuatrocientos metros cuadrados. Se extiende entre la calle Comercial y Brick Lane, con la ronda Whitechapel como línea sur, y concurren en ella los peores albergues y tugurios de Londres. Irónicamente, su epicentro era la iglesia de Cristo, construida en 1729 por Sir Nicholas Hawksmoor, discípulo de Wren, cuando la parroquia todavía estaba habitada por los prósperos lugonotes, sederos.

Pero mucho antes de la época del Destripador, Spitalfields se había convertido ya en la peor zona de Londres. Cuando Henry Mayhew la visitó en 1861, halló a «800 ladrones, vagabundos, mendigos y prostitutas» viviendo dentro de una zona de cuatrocientos metros cuadrados. Era, según Mayhew, «uno de los barrios más notables donde cohabitaban los personajes más inmundos de la metrópoli».

Charles Booth, el pionero sociólogo, tachó la zona de negro cuando compuso su famoso Mapa de la pobreza de Londres en 1889, para dar a entender su «pobreza, bajeza de clases, vicios y criminalidad».

No fue por accidente que Dickens hizo que «Fagin» atravesara Spitalfields a fin de llegar hasta Bill Sikes cerca de Bethnal Green. Tampoco fue por accidente que Jack la eligiese para sus operaciones.

La zona puede quedar limitada a cuatro o cinco calles «en las que un asesinato se consideraba un incidente dramático y las borracheras simples bufonadas», según palabras de Charles Booth. Thrawl, Fashion, Dorset, Fower y Dean… tales son los nombres de las calles que a menudo surgirán en este relato, ya que en ellas vivían las victimas de Jack el Destripador, y fue en ellas donde cometió sus horribles delitos. Ya veremos cómo el Destripador penetró aun más profundamente en esta zona hasta llegar al mismo corazón de la maldad que buscaba.

Por algún milagro, Spitalfields se ha conservado casi intacto. Faltan los albergues, pero los tristes edificios de ladrillo de la época victoriana que los reemplazan aún siguen en pie. Los obreros irlandeses que se reúnen delante de la iglesia de Cristo los viernes por la noche para alquilarse como mozos de mercado son los descendientes espirituales de los hambrientos obreros que vendían su labor en el mismo lugar en 1760. Hoy, las siniestras tumbas que señalaban la presencia de los cadáveres de los pobres han sido quitadas, llevadas dentro de los muros del patio de la iglesia, para dar lugar a un parque infantil. Pero si se visita dicho patio una tarde, se encuentra a los mets, o «borrachos Jacks», como se denomina a los amantes del alcohol metílico, durmiendo en los bancos del parque.

Sus antepasados dormían en los mismos bancos durante el reinado de Jorge III y también de Jorge VI, en realidad. Entonces, como ahora, se conocía a dicho patio como «el parque de la sarna», nombre muy bien aplicado.

—Están cubiertos de roña —le explicó un superintendente de Policía a uno de los sociólogos de Charles Booth, refiriéndose a los desdichados que dormían en dichos bancos en 1880—. Los policías no quieren tocarlos nunca.

Jack London halló a los antecesores de los borrachines de hoy, dormidos en el «parque de la sarna» cuando lo visitó en 1902, el año de la coronación de Eduardo VII, y aquella visión le mareó.

Era una sucesión de harapos y suciedad, de toda clase de enfermedades, de úlceras, moraduras, indecencia, monstruosidades y caras bestiales, escribió. «De la docena de mujeres que había en los bancos, le dijo el guía, todas se vendían por dos o tres peniques o por una libra de pan».

Eran los cuatrocientos metros en donde había operado Jack el Destripador, y era precisamente entre las filas de dichas mujeres de donde el criminal había elegido a sus víctimas, de las que Mary Ann Nicholls fue la primera.

4

Eran ya las cuatro de la madrugada cuando llegó Ralph Llewellyn, cirujano de la Policía, a la calle Buck’s Row para examinar el cadáver de Polly Nicholls. Llewellyn que vivía en la esquina de la ronda Whitechapel, se hallaba muy enojado por haberse tenido que levantar de la cama a aquella hora. Además, contempló con disgusto a los mirones que ya se habían congregado en el lugar. Podía haberle pedido a la Policía que hiciese cordón en torno al cadáver a fin de proceder a su examen en privado, pero prefirió llevar a cabo un reconocimiento somero antes de ordenar el traslado del cuerpo al depósito.

Observó que la mujer estaba tendida sobre la espalda con las piernas estiradas, como si durmiese. Le habían segado la garganta de oreja a oreja, cortando por completo las arterias carótidas, si bien solamente había unas cuantas gotas de sangre en la acera. «Sólo la suficiente para llenar dos vasos de vino o media pinta de cerveza», según el propio cirujano. (Esta ausencia de sangre llevó a la creencia errónea de que el asesinato podía haberse cometido en otro sitio, trasladando luego el cadáver a la Buck’s Row). Llewellyn se sorprendió al hallar las piernas y los brazos aún calientes, indicando que llevaba muy poco tiempo muerta. Vestía un impermeable de color del moho, y debajo un vestido marrón, dos enaguas de franela, cada una marcada con las palabras Lambeth Workhouse, y un par de corsés muy apretados. Medias de algodón negro y unas botas con botones a los lados completaban su atuendo personal. Los únicos artículos que se le hallaron encima fueron un peine y un pedazo de espejo.

Si el cirujano le hubiese levantado las enaguas habría realizado un horrible descubrimiento. La mujer había sido rajada por el vientre, si bien los corsés y las enaguas ocultaban esta crueldad. Empezando en la parte más inferior del abdomen, el corte subía casi hasta el diafragma. Era un corte profundo, que seccionaba por completo los tejidos, dejando al descubierto parte de los intestinos. En el abdomen había otras varias incisiones, y otros tres o cuatro cortes en el costado derecho. Todos ellos habían sido causados, aparentemente, por un cuchillo de hoja muy larga, moderadamente afilado y empleado con suma violencia.

Sin embargo, el doctor Llewellyn no vio nada de esto. Este homicidio no le había impresionado. En realidad, tenía ganas de volver a acostarse, por lo que abandonó el lugar del crimen antes de que fuese levantado el cadáver, diciéndole a un policía que le avisasen si se presentaba algo de importancia. Fue más tarde, presionado por los periodistas, cuando rectificó sus primeras impresiones.

—He visto muchos casos terribles —declaró—, pero ninguno tan brutal como éste.

Mientras tanto, no se tardó mucho en identificar a la muerta. Las marcas de las enaguas sirvieron para identificarla como Polly Nicholls, de cuarenta y dos años de edad, una «desdichada» sin hogar fijo. Un objeto hallado sobre su persona, el pedazo de espejo, llevó a la Policía hasta los albergues de Spitalfields, ya que esta concesión a su vanidad había marcado a Polly como asidua a tales establecimientos, tal como las marcas de las enaguas habían traicionado su origen.

5

Polly Nicholls era una ramera de Whitechapel, o sea que constituía una especie aparte entre las de su categoría. No pertenecía a las prostitutas de frescas mejillas, recién llegadas de provincias, caídas en desgracia. No era una de estas mujeres elegantes, jóvenes, a las que se podía «pescar» de noche en Haymarket o en la calle Lower Regent, ofreciendo una ilusión de alegría y encanto. No; eran unas pobres mujeres, pecadoras, sin ilusión y sin atractivo alguno, las que formaban la categoría a la que pertenecía Polly Nicholls. Sólo con un metro cincuenta y cinco de estatura, daba la impresión de pequeñez, con un cabello ratonil, tez enjuta y con la falta de cinco dientes, producto de una pelea.

No eran raras las peleas entre tal clase de mujeres. En sus Memorias, el profesor de Cambridge, Thomas Okey, nacido en Spitalfields, retrata a las mujeres de este distrito como: «maldicientes, bravías, amigas de clavar las uñas en los ojos, ritu forarum, siempre con las caras y los pechos señalados».

Estas peleas tenían lugar, claro está, cuando estaban borrachas, lo cual sucedía muy a menudo. El alcohol era su medio de rebelarse contra una sociedad que las condenaba a tener que ganarse el sustento vendiendo sus cuerpos a dos y tres peniques. Era su medio de herir por la espalda a los esposos que querían hijos en rapidísima sucesión.

Sin embargo, para los coleccionistas de excentricidades humanas, estas mujeres tenían cierto atractivo. Eran lisas de facciones, como si el constante batallar por la existencia les hubiese borrado los rasgos personales, y eran sumamente independientes. No se había hecho para ellas el trabajo doméstico. Preferían vagar y dormir en los bancos del «parque de la sarna», cuando no traían dinero para pagarse una cama. La certidumbre de durar poco en la vida les había dado, al parecer, cierto sentido del humor.

La historia de Polly Nichols es un terrible ejemplo de uno de aquellos temperamentos de la época victoriana. Había estado casada con William Nicholls, maquinista de imprenta, en la ronda Old Kent, habiendo tenido cinco hijos, pero ella pasaba sus tardes en ciertos salones en lugar de cuidar de su prole, y en 1881 el matrimonio naufragó. Nicholls acusó a su esposa de deserción, en tanto ella le acusaba de estar enredado con la portera durante su último encierro. En los tribunales de justicia, durante los años siguientes, Polly, con indomable furia, persiguió al impresor para que la mantuviera así como a los niños. Durante una temporada, Polly vivió con su padre, Edward Walter, un leñero de Camberwell, pero siguió emborrachándose y promoviendo altercados, y aunque su padre no la echó de casa, ella se alegró de marcharse.

Su próxima parada en el ciclo hogartiano fue en el asilo «Lambeth», en la ronda Prince, donde, como ya hemos visto, estuvo una temporada. Luego en abril de 1888 entro a trabajar como sirvienta en Ingleside, Wandsworth Common. Lo describió en una carta a su padre, como: un gran lugar con árboles y jardines, delante y detrás. Su padre debió de sonreír ante la ironía de la frase siguiente: Mis señores son abstemios y religiosos, por lo que yo tengo que contenerme.

Pero Polly no se contuvo. Se la puede imaginar en aquella rarificada atmósfera, con la cofia en la cabeza, inclinándose ante su amo, que leía unos versículos cada mañana antes del desayuno, mientras ella se sentía sujeta a terribles tentaciones. Al final, su ansia de bebida fue demasiado fuerte. Polly les robó tres libras a sus amos («traicionó su confianza», según la frase victoriana), cruzó el río y se perdió en los tugurios del East End de Londres.

Durante los cuatro meses que precedieron a su muerte fue de albergue en albergue, terminando finalmente en el número 18 de la calle Thrawl, de donde fue arrojada el 30 de agosto de 1888, porque no tenía los cuatro peniques para la cama.

6

La Prensa de Londres le dio gran prominencia al crimen de Buck’s Row, lo cual resulta extraordinario dado el número de crímenes violentos de aquella época. Al recorrer la Prensa de aquel período, el lector queda asombrado ante el número de informes respecto a mujeres golpeadas o pateadas hasta la muerte, aplastadas, apuñaladas, asaltadas con vitriolo, mutiladas, o deliberadamente quemadas. En el año precedente, sólo en las «Counties Home» se comunicaron treinta y cinco asesinatos (setenta y seis incluyendo los infanticidios), de cuyo número sólo se obtuvieron ocho sentencias, quedando impunes la mayoría de los crímenes.

¿Qué tenía el asesinato de una oscura prostituta de Buck’s Row para que los editores enviasen a sus periodistas al depósito, y luego publicasen grandes titulares, tratándolo de «crimen sin solucionar»? La respuesta se halla en las mismas crónicas. Habían muerto cierto número de «desdichadas», en circunstancias misteriosas, en el East End de Londres en los últimos meses; pero hasta la muerte de Polly Nicholls, nadie paró mientes en esta coincidencia. Era como si la mente, igual que un calculador electrónico, hubiese estado almacenando la información, y con la última coincidencia, hubiesen empezado a tocar los timbres, a encenderse las luces, y la respuesta fuese la de una cadena de asesinatos.

Primero estaba Fairy Fay (Fay la Alegre), apodo con el que la Prensa denominó a la mujer no identificada cuyo mutilado cuerpo se descubrió cerca de la ronda Comercial, en Boxing Night, en 1887. Fairy Fay perdió su vida a consecuencia de una decisión errónea. Tomó por un atajo para ir a su casa cuando la taberna de la plaza Mine, en la que había estado bebiendo toda la velada, cerró después de medianoche, y en uno de los callejones oscuros a espaldas de la ronda Comercial fue atacada por un asesino desconocido.

Aún más brutal fue el asesinato de Emma Smith, una prostituta de cuarenta y cinco años, hecho ocurrido el lunes de Pascua, 13 de abril de 1888. Al regresar a su casa a la una y media de la noche, después de haber estado en una taberna, Emma fue atacada por tres hombres que la robaron y la abandonaron por muerta en la calle Osborn de Spitalfields. Llevada al hospital de Whitechapel, se le apreció ruptura de peritoneo, perforado por un instrumento romo empleado con gran fuerza, según el cirujano. Sobrevivió unas horas en penosa agonía antes de sucumbir a sus heridas, pero no pudo describir a sus atacantes, aparte de afirmar que aparentaban unos diecinueve años de edad. El robo pueda haber sido el motivo del asesinato de Emma Smith, por lo que la Policía creyó en la existencia de una banda organizada, como las de Hoxton Market y la calle Old Nichol, que atacaba a las prostitutas. Los bandidos, luego, les ofrecían a las pobres mujeres su «protección» a cambio de sus ganancias, por lo cual se adujo la teoría de que Emma pudo negarse a pagar.

Pero si Fairy Fay y Emma Smith pudieron ser asesinadas por sus mezquinas ganancias, como apenas parece posible, no existió explicación para el asesinato de Martha Tabram, hecho ocurrido cuatro meses más tarde, casi exactamente en el mismo sitio donde Emma Smith fue atacada con un instrumento romo. Porque el asesinato de la Tabram no tuvo ningún sentido, aparte el de su frenesí, y por esto muchos expertos en criminología lo han atribuido al Destripador.

7

Martha Tabram difería de las prostitutas cuyas muertes se achacan a Jack el Destripador en un aspecto: era una «mujer de soldados». Si las rameras de Whitechapel constituían una clase especial, las «mujeres de soldados» eran una subclase, caracterizada por su lealtad a los servidores de Su Majestad. La Tabram efectuaba rondas regulares, bajando por los muelles donde buscaba a los soldados de guardia en la Torre de Londres.

Henry Mayhew, el infatigable cronista del hampa de Londres, habla de las «mujeres de soldados» como mujeres baratas, de baja categoría y, a menudo, enfermas. Describe a una de estas infectas criaturas, a la que descubrió en un cabaret, como contaminadora del aire, como una raíz mortal. De otra, afirma que tenía el brazo lleno de cicatrices como si hubiese corrido a través de muchas bayonetas.

—Los soldados son todos unos cobardes —le contó una a Mayhew—, y no les importa azotarnos o pincharnos con sus armas.

A esta clase pertenecía Martha Tabram.

En la madrugada del 7 de agosto de 1888, un penetrante grito de «¡Socorro! ¡Me matan!», rasgó el silencio de los edificios «George Yard,» en donde ahora está la calle Gunthorpe, de Spitalfields. El grito despertó a la señora Francis Hewitt, portera del bloque de pisos, aunque no se alarmó demasiado. Tales gritos eran corrientes en la vecindad, donde los maridos zurraban a sus mujeres con monótona regularidad. Además, era la mañana siguiente a la Fiesta Bancaria de agosto, y todavía había parejas de beodos que se dirigían desde las tabernas a sus casas o desde el campo a Epping Forest o Clacton-on-Sea. Sin parar atención en el grito, la señora Hewitt no tardó en volver a dormirse.

El cochero Albert Crow, que vivía en los antedichos edificios, volvía a casa; después de trabajar, a las tres y media, terminado un día de agotadora labor. Al subir a su piso, vio que alguien estaba tendido en el rellano de la primera planta.

—Pero estoy tan acostumbrado a encontrar gente dormida en la escalera —explicó más adelante en la encuesta—, que no hice caso… ni aún para ver si se trataba de un hombre o una mujer.

Crow se acostó fatigado y no se despertó, hasta la mañana siguiente.

John Reeves, otro inquilino, resbaló sobre lo que luego resultó ser sangre coagulada, al descender la escalera para dirigirse a su trabajo, una hora y media más tarde. Había ya bastante luz y Reeves pudo distinguir, en medio de un charco de sangre coagulada, el cuerpo de una mujer.

Martha Tabram, ya que era su cadáver el que el estibador Reeves descubrió en la escalera, había sido apuñalada treinta y nueve veces. La mayoría de sus órganos vitales, incluyendo los pulmones, el corazón, el hígado y el bazo, habían sido traspasados, habiendo sido infligidas las heridas por alguna clase de daga.

Los detalles de las últimas horas de la existencia de Martha fueron proporcionados al coroner en la encuesta por Mary Ann Connolly, alias Pearly Poll, una mujer alta, masculina, de cara relajada y enrojecida por la bebida. Pearly Poll habitaba en una de las más conocidas guaridas de ladrones de Spitalfields, el albergue «Crossingham» de la calle Dorset, lo que pudo ser la causa de su repugnancia a declarar. Durante su interrogatorio por la Policía, amenazó con arrojarse al río si la ley no la dejaba tranquila, y ya en el estrado de los testigos, se quejó de que le dolía el «pecho», y sólo podía hablar en susurros, y finalmente, un policía tuvo que repetir en voz alta su declaración.

Dijo que había estado con Martha Tabram la noche del crimen, y que ambas habían sido requeridas en la ronda Whitechapel por dos soldados, uno de ellos un cabo, que las invitaron a beber en el «Blue Anchor». Habían abandonado el local entre los últimos parroquianos, tras lo cual los dos soldados habían estado discutiendo el precio de sus favores. Puestos todos de acuerdo, las parejas se habían separado, yéndose Martha con su soldado en dirección a los edificios «George Yard», mientras Pearly Poll y su cabo se dirigían a un lugar oscuro conocido apropiadamente como el «Callejón del Ángel». Eran la una y cuarenta y cinco, y Poll ya no volvió a ver con vida a Martha Tabram.

El relato de Pearly Poll tuvo un epílogo. Convencidos de que no había contado toda la verdad, sino que estaba escudando a alguien, el inspector Reid de Scotland Yard la llevó a la Torre de Londres, donde se celebró en su beneficio un desfile, seguramente único en la historia del Ejército británico. Formados correctamente en el patio, delante de Pearly Poll, se alinearon todos los soldados y oficiales que habían estado libres del 6 al 7 de agosto, fecha del ultraje. Poll, por su parte, iba ataviada con sus mejores galas, un gran sombrero de plumas y un vestido guarnecido con botones perlíferos.

Preguntada si podía identificar a los dos hombres que habían estado con ella y con la mujer asesinada, fue inspeccionando a todos los soldados con la cabeza ladeada, lo mismo que un general de división. Lentamente movió la cabeza.

—No está aquí —declaró.

La misma farsa se realizó en los cuarteles «Wellington», en Birdcage Walk, adonde Poll fue llevada para un desfile de identificación de los Guardias Coldstream. Pero esta vez, Poll cambió de táctica. Sin vacilación señaló a dos hombres, uno de ellos cabo, afirmando habían sido sus acompañantes de la noche fatal. Que el propósito de esta estratagema era sacudirse de encima a la Policía, resultó evidente, ya que ambos soldados poseían unas impecables coartadas; el cabo había pasado la noche en casa con su mujer, mientras que el otro guardia había regresado a su cuartel a las 10 y cinco minutos de la noche.[10]

Sir Melville MacNaghten, más adelante, aseguró que Poll había identificado a los dos soldados en la Torre de Londres, pero que no había querido denunciarlos. También estaba convencido de que el asesinato de la Tabram no era obra de Jack el Destripador, con lo que me siento de acuerdo. La garganta de la Tabram no había sido cortada, como en los demás crímenes del Destripador, ni las heridas de su cuerpo demostraban ningún conocimiento médico. Al parecer, fueron el resultado de una mente frenética, y no la fría brutalidad ginecológica de Jack el Destripador.

Tres prostitutas del East End de Londres asesinadas en menos de ocho meses, y todas en el mismo distrito, sorprendieron la sensibilidad del público, levantando sus sospechas. Así, pues, cuando se descubrió un cuarto asesinato en Buck’s Row, el público saltó a la conclusión de que todos eran debidos a la misma mano criminal.