La tormenta se había desplazado y ahora sólo se oía, de
cuando en cuando, un lejano retumbo. Se dirigían todos a un club
nocturno magnífico, le contaron los demás a Cassie; no, realmente,
no sería como los de París o Londres, pero era un lugar estupendo;
seguramente Jean-Luc la habría llevado a conocerlo, ¿no? En cierto
modo, el crítico de cine comandaba el grupo, y Cassie no tenía nada
que objetar; el hombre se mostraba sosegado y graciosamente
divertido, y era evidente que estaba prendado de Cassie. Por su
parte, Martin era el alma del grupo, siempre con un buen chiste a
punto para replicar a los demás. Sentada entre él y el crítico de
cine, Cassie estaba empezando a disfrutar el efecto tranquilizador
de su compañía. Ella llevaba un deslumbrante vestido rosa, el único
decente que había traído de Inglaterra. Aún tenía jaqueca, pero ya
no le importaba.
–¿Sabe cuál es el mejor remedio para la jaqueca? – dijo uno
de los periodistas cuando todos hubieron llegado a destino: la
entrada de un club nocturno iluminada con luces de neón, que ponían
en relieve la lluvia torrencial-. Una buena dosis de
alcohol.
–Una parte de Fernet Branca y dos partes de cava -dijo
Martin.
–¡Santo Dios! – exclamó Cassie-. Y después, una camilla diría
yo.
El club -en realidad, un restaurante muy chic con pista de baile- era sorprendentemente
atractivo. La muchacha rubia, tan aburrida como siempre, se sentó
al extremo de la mesa, haciendo caso omiso de los dos hombres que
trataban de charlar con ella. Cassie no acababa de comprender con
quién estaba ni, de hecho, quién era; pero a medida que otras
personas ocupaban su mesa se fue olvidando de ella. Todos los que
se unían a ellos eran conocidos de algún conocido; la conversación
se centraba en las películas y el mundo del espectáculo; la charla
era incesante, deshilvanada y, fundamentalrnente, anecdótica y
festiva.
Uno de los periodistas inició un juego que, según afirmaba,
se practicaba muy en serio en un pub de
Fleet Street. Consistía principalmente en pronunciar una palabra
mágica en un momento determinado, con lo cual uno estaba obligado a
beberse la copa de un solo trago. Cassie manifestó que era el juego
más tonto que había conocido, hasta que tuvo que tomarse tres copas
de cava de aquella manera, y a partir de aquel momento lo consideró
el juego más divertido del mundo. Todos bebieron abundantemente.
Cassie tenía apetito, pero nadie se acordaba de encargar la cena, y
ella pensaba que se sentiría como una estúpida y una provinciana si
pedía algo de comer. Después de varias copas, bailó con un
escritor, luego con Martin y después con el crítico de
cine.
–¿Me permite que le haga una pregunta? – le dijo el crítico
elevando la voz para hacerse oír a pesar de la música, a cuyo
compás se movían diestramente por la abarrotada
pista.
–Adelante -gritó ella a su vez.
–¿Dónde está Jake Brodie esta noche? Tenía la esperanza de
poder hablar dos palabras con él sobre Campos
de batalla.
–¿Quién? – El expresivo rostro de Cassie denotaba sincero
asombro-. Nunca oí ese nombre.
El crítico sonrió.
–De acuerdo. ¿Quiere hablar usted de ella?
–¿De qué, de la película? – preguntó Cassie con
indiferencia-. Es agotadora.
El cava se le había subido a la cabeza y estaba eufórica. El
agitado día que pasara en Cap d'Antibes era la única ocasión que
había tenido de divertirse un poco en dos meses, y su fatigado
cuerpo y el alma que había puesto en su trabajo, sólo deseaban
olvidar. Su jaqueca se había instalado en algún punto de su plano
actual; sus rodillas le respondían bien y tenía las manos
entumecidas; todo lo demás podía irse al diablo.
–¿Disfruta usted de la filmación? – inquirió
él.
–Me encanta. ¿Se quedará aquí una semana o diez
días?
–¿Debo interpretarlo como una invitación?
–Quédese… asista al rodaje… y verá como soy apaleada por la
multitud.
–¿Cómo es eso?
–Vamos a rodar muy pronto las escenas finales… La gente no
cree que yo sea de los buenos… El personal de efectos especiales me
cubrirá de sangre y todo eso… La multitud me hace saltar los
dientes a golpes, etcétera.
A pesar de su displicencia, el crítico no se dejaba
engañar.
–Me parece que no está muy entusiasmada.
–¿Qué? – exclamó ella, arqueando las cejas -. ¿Sugiere que no
me gusta el papel? Eso es una blat…, una
blasfemia.
El crítico se reía.
–No puedo imaginar una muerte más horrible, y no comprendo
cómo Jake Brodie consiente que le suceda una cosa
así.
–Siga, siga nombrando a ese fulano.
–Lo lamento. Me temo que no podré presenciar su linchamiento.
Tengo que volver a Londres mañana, pero estaré en Cap d'Antibes
para el festival de cine. Tengo entendido que usted hará una
escapada cuando presenten Ocho
días.
Cassie asintió con la cabeza.
–Michael Stone así lo dispuso. No tiene importancia… Nadie se
fijará en mí con el afán de acercarse a las verdaderas
celebridades.
–Yo no estaría tan seguro. – El crítico volvió la cabeza-.
Él… ejem…, no es un esposo celoso, ¿no es cierto?
–¿Quién, Michael Stone?
El crítico esbozó una sonrisa.
–El hombre cuyo nombre no me está permitido
mencionar.
–Debe de estar bromeando. El trabajo por encima de todas las
cosas. ¿Por qué me lo pregunta?
–Porque acaba de llegar acompañado de un grupo de
personas.
Cassie se dio la vuelta prestamente. Vio a Elaine abriendo la
marcha hacia su mesa, seguida de Jean-Luc y otras dos personas, de
una belleza despampanante de cabellos plateados, y cuya cara
bronceada le resultaba vagamente familiar, y, por último, de
Jake.
Cassie abandonó la pista y se abrió paso hasta la mesa.
Martin se levantó y separó una silla para que se sentara; uno de
los periodistas había acaparado a Elaine. Jake y la rubia platino
llegaron juntos.
–¡Vaya, mi querido Jake! – exclamó Martin-. ¿Y cómo está la
adorable Juliet?
–Está bien…, tiene un esguince, pero no es nada
grave.
Jake se separó de su acompañante y se las arregló para
acercarse a Cassie.
–¿De modo que no está enyesada de pies a cabeza? ¿No podremos
estampar en el yeso nuestras firmas con versos
sucios?
–Me temo que no. – Jake se sentó junto a Cassie. Bajando la
voz, le dijo-: Veo que lo estás pasando bomba.
–Y tú también. ¿Estuvo bien la fiesta?
Jean-Luc estaba haciendo la presentación de la bella
muchacha: su prima Mireille, que era fotógrafa.
–¿Dónde se encuentra Juliet, Jake? – preguntó Freddie,
gritando.
–Consideraron oportuno dejarla internada hasta mañana para
hacerle unas radiografías más. Pobrecilla, le tiene pánico a los
hospitales, pero se quedó tranquila. Es una de esas clínicas
atendidas por monjas; logramos que la examinara un osteópata, y le
harán un tratamiento a base de aplicación de calor. No puso
objeción a quedarse con las monjas. Pensó que su sagrada influencia
le haría bien.
–Muchacha loca…, está loca…
Pero la voz de Freddie fue sofocada por la conversación
general. Jake se volvió hacia Cassie de nuevo.
–Pareces agotada. No comprendo cómo te trajeron en este
estado. Lo que necesitabas era tomarte un buen descanso en
casa.
–¿Sola? ¿Mientras tú aprovechabas la ocasión en lo de
Jean-Luc? Ni soñarlo.
–Yo no hice absolutamente nada -repuso él mansamente-, y,
para ser sincero, no habría tenido remordimientos de conciencia si
lo hubiera hecho, después de una semana como ésta. Quedé atrapado
con Gerry, ¿recuerdas? Él estaba obligado a ir allí
y…
–¡Jake -dijo Elaine, deslizando el brazo sobre sus hombros-,
lo que me hace falta es un sinfín de copas de cava! ¿Supones que
dejaremos seca la bodega de Gerard?
–No me sorprendería. Todos parecíais muy
alegres.
–Alegres… ¡Jake, soy tan feliz! ¿Es tuya
ésta?
Cogió la copa de Jake y tomó un sorbo. Estaba evidentemente
ebria.
–No -contestó Jake-, pero estoy seguro de que quienquiera que
sea su dueño no pondrá objeción.
Dejó que Elaine se apoyara en su brazo antes de alejarse, y
luego miró a Cassie.
–¿Ves? Nos vimos obligados a participar de esa condenada
fiesta que estaban celebrando.
Cassie sonrió secamente.
–Claro. Debió de ser un tormento, bebiendo cava con Elaine y
Mireille y todas las demás.
–¡Demonios! Bueno, ¿y qué es lo que tú estás bebiendo?
¿Limonada?
–Sí -contestó ella, levantando la copa fingiendo un brindis-,
una deliciosa limonada. Hecha con los mejores limones. Tomaré
otra.
–Tú te vienes a casa. Pareces una muerta
resucitada.
–Santo Dios, esta noche te deshaces en cumplidos. No voy a ir
a ninguna parte.
Cassie volvió la cabeza, vio que Martin la estaba mirando y
se sonrojó.
–¿Qué te parece si bailamos otra pieza,
Martin?
–Esa es una invitación que no puedo rehusar.
Martin la cogió de la mano y la llevó entre la multitud a la
pista de baile.
A Cassie le dolían los pies. Dejó que Martin la rodeara por
la cintura y apoyó la cabeza en su hombro. De repente, la velada
perdió su encanto; estaba hastiada de la cháchara anecdótica, de la
música, del vino, de las agudas voces y las miradas aún más agudas.
No había oscuridad donde refugiarse a reposar, ni nada sutil ni
plácido en aquella densa nube de humo, en los penetrantes perfumes,
en las risotadas nerviosas de todos los halcones de la noche que
revoloteaban a su alrededor. ¿Por qué aquellas cosas le
fastidiaban? ¿Por qué no podía ser como los demás?
De pronto, Martin dejó de observar el efecto que causaba en
una francesita muy chic sentada en una mesa
cercana y estrechó a Cassie contra su cuerpo. Permanecieron
inmóviles un instante, ajenos a los empujones que recibían de los
bailarines, y él le sonrió mientras contemplaba con curiosidad sus
rasgados ojos negros, sombreados por las largas pestañas, que
acentuaban la expresión preocupada de su rostro.
–No merecen que te preocupes, nena -le dijo Martin, con lo
que ella volvió a la realidad, dándose cuenta de que estaba en el
centro de un estruendoso club nocturno-. No te pongas así…, ninguno
de ellos se lo merece.
Y llevado por un repentino impulso, la besó. Ella se quedó
sorprendida unos segundos, y luego sacudió la
cabeza.
–Estoy algo bebida.
–¿No lo estamos todos?
La pieza terminó, y volvieron a la mesa. Mireille le estaba
explicando algo a Jake acerca del brazalete de oro que llevaba,
señalando las delgadas argollas, mientras él sostenía su fina
muñeca. Cassie ni le miró siquiera. Todos los demás hablaban de ir
a un lugar en Burdeos, y el crítico de cine empezó a decirle a
Cassie la excelente comida que se podía saborear
allí.
–Eso sería estupendo -exclamó ella alegremente-. Estoy muerta
de hambre.
Jake se inclinó por encima de la mesa.
–Es usted muy amable, pero sucede que Cassie tiene que
madrugar mañana. Yo me marcho ahora, y creo que ella debe venir
conmigo. Lamento aguarles la fiesta.
–Eso es muy comprensible -repuso el crítico-. No debimos
retenerla con nosotros hasta tan tarde.
Cassie, que ya había estado pensando en marcharse, al oír las
palabras de Jake, notó que se apoderaba de ella un resentimiento
perverso y no estaba dispuesta a dejarse
convencer.
–Me siento perfectamente -manifestó-. Me voy con ellos.
Podría seguir así toda la noche.
–No obstante -replicó Jake con firmeza-, mañana nos espera
una ardua jornada, querida… Será mejor que vengas
conmigo.
Furiosamente, Cassie cogió el bolso. Se levantó y se
entretuvo un largo rato despidiéndose de sus amigos periodistas y
le prometió al crítico tomar una copa con él en el festival de cine
dentro de quince días. Jake la tomó del brazo y la llevó hacia la
puerta, donde ella se volvió para saludar con la mano antes de
salir.
El frente del club resplandecía por efecto de las luces y la
lluvia, y afuera hacía frío, en contraste con el calor que reinaba
en el interior. Cassie no llevaba abrigo, y la lluvia caía sobre
sus hombros desnudos mientras corría con Jake hasta el lugar donde
él había aparcado. La cabeza se le partía de dolor, y le zumbaban
los oídos por la repercusión de la música del
club.
La tormenta había pasado, pero hacía una noche horrible a
causa de la persistente e intensa lluvia.
–No tenías necesidad de darme órdenes delante de todos
-protestó ella al subir al auto.
–Creo que era absolutamente necesario -replicó él
bruscamente.
Cassie calló. ¿Acaso había visto cómo Martin la besaba? La
invadió una oleada de ira. No estaba dispuesta a dejarse arrastrar
a otra de aquellas discusiones relacionadas con Martin. No lo
soportaría; lo único que deseaba era llegar a la granja. De repente
se sintió desarraigada. ¿Dónde estaba su hogar? No en Francia;
tampoco en el espacioso apartamento de Bayswater. Ni, por cierto,
en el piso atestado de objetos de su madre, en Ealing. La atmósfera
en el auto parecía crepitar por la tensión. Cassie observó las
manos de Jake sobre el volante: manos fuertes, endurecidas por el
trabajo, que la habían acariciado con increíble sensualidad, pero
que ahora, de pronto, se le antojaban demasiado poderosas y capaces
de destrucción. Volvió la cara hacia el otro lado y fijó la vista
en la oscuridad.
Al llegar a la granja, ella descendió del vehículo, cerró la
portezuela con violencia y cruzó el patio corriendo bajo la fuerte
lluvia. Cuando entraban, salía Tom Byron de su estudio al vestíbulo
iluminado, y se detuvo a charlar con ellos.
–Veo que os encontrasteis. ¿Os divertisteis en la fiesta?
Mike Stone acaba de telefonear desde París. Estará de vuelta dentro
de un par de días.
–¿Cómo le fue? – inquirió Jake.
–No del todo mal, pero no hay nada en
concreto…
Michael y Tom habían pedido una opción sobre los derechos de
una novela de reciente aparición en Francia, y Michael ya estaba
llevando a cabo algunas gestiones preliminares. Tom observaba
atentamente a Jake y Cassie mientras hablaba. Era evidente que
estaban en vías de entablar una pelea, y en los ojos de Tom
apareció un reflejo desdeñoso. Súbitamente, Cassie recordó que su
matrimonio había sido un desastre. Comprendió que les miraba como
si supiera lo que sucedía entre ellos. Pensaba que todo aquello él
ya lo había presenciado.
–… y, por cierto, ¿qué has resuelto hacer con respecto a la
secuencia de hoy?
–Tendremos que repetir algunas partes -contestó Jake-. De
cualquier modo teníamos que volver allá arriba mañana y tendremos
que…
–Pues yo no pienso volver allí por nada del mundo -terció
Cassie, separándose de Jake y empezando a subir la escalera-.
Detesto aquel lugar. Está embrujado.
–Embrujado o no, volverás allí mañana.
Tom giró sobre sus talones y se metió en su estudio, en tanto
que Jake la seguía escalera arriba.
–No iré. Juliet no podrá volver a subir corriendo por
aquellos riscos aun cuando le den de alta del hospital, por lo
tanto no veo qué podrías hacer conmigo.
–¿Acaso sufriste un ataque de amnesia? ¿Para qué crees que
hoy estuve rodando toma tras toma?
–No lo sé -contestó ella sin razonar, al tiempo que entraba
en el dormitorio-. Dímelo tú. Jake entró tras
ella.
–¿Qué diablos te pasa? – Cerró la puerta de un puntapié-. Si
no hubieras estado empinando el codo toda la noche, recordarías que
esta tarde salió todo como la mierda.
Se quitó la chaqueta mojada y cogió una toalla para secarse
el pelo.
–¿Por qué no haces algo con todas esas tomas? – Cassie arrojó
el bolso sobre la cama y se dirigió al armario-. No estoy dispuesta
a que me arrastren por el suelo de esa manera
mañana.
Jake la miró fijamente.
–¿Acaso crees que me gusta verte maltratada
así?
–No lo sé… -repuso ella, torturada por el dolor de cabeza, la
náusea y la cólera-. Tal vez sí. Quizá es tu manera de sacar el
máximo partido de mí… Hay hombres que son así.
–¡Demonios, Cassie…! – exclamó él, avanzando un paso hacia
ella-. Espero que estés borracha. Espero que no sepas lo que estás
diciendo, porque si una tipa cualquiera me dijese una cosa
así…
–¡Bien! Si eso es lo que sientes, voy a recoger mis cosas y
me vuelvo a mi habitación.
Él la miró detenidamente.
–Si así lo deseas, entonces no tengo nada que
decir.
Cassie se volvió de espaldas a él. El corazón le latía con
fuerza.
–¿Eso es lo que quieres? – insistió Jake con voz
forzada.
–¡Sí!
La palabra salió de sus labios antes de que ella se diera
cuenta de lo que decía. Aguardó, casi esperando que él hiciera un
gesto para detenerla. Entonces ella se precipitó hacia la cómoda y
comenzó a tirar del cajón superior, que parecía estar
atascado.
–Después del asqueroso día que tuvimos hoy -musitaba Cassie-,
y de lo que le pasó a la pobre Juliet, y de haberme aburrido en ese
club como una ostra, ahora vienes tú y quieres que mañana vuelva
allí y me mate corriendo y arrojándome al suelo…
–No estamos hablando de eso, creo yo. Y en cuanto a que te
aburriste en ese club… Después de haber pasado un día endiablado,
tuve que quedarme allí sentado, contemplando cómo repetías una de
tus conmovedoras escenitas con Martin en la pista de
baile…
–¿Quedarte allí sentado, contemplándome? ¡Por lo que te
importaba! Tú estabas demasiado ocupado, cogidito de la mano con
Mireille. ¡Pobrecillo…, qué día tan terrible! Te arrastraron a una
fiesta, rodeado de unas rubias despampanantes…
–¡Mierda! Un par de copas…, y tuve que recorrer media
Francia, sólo para encontrarte en un club nocturno, borracha y
pegada a Martin Lowell y a ese crítico.
–Quienes, por cierto, me trataron como debe tratarse a una
mujer -replicó Cassie, dándose la vuelta hacia él -, lo cual es
algo que tú no consideras necesario hacer ahora que ya te acostaste
conmigo, ¿no es cierto?
–¿Ah, no? – exclamó Jake, arrojando la toalla sobre la cama-.
¿Cómo juzgas entonces esas noches de los pasados quince
días?
Cassie le miró, y de pronto no pudo contener por más tiempo
sus airados y heridos sentimientos.
–Juzgaría que jugaste una partida y saliste ganador -declaró
ella. Oh, no; estaba cometiendo un error…, y, sin embargo, por
alguna oscura razón, no podía callar-. Bueno, es verdad, ¿no?
Estaba escrito…, desde el día en que simulamos el casamiento,
siempre deseaste saber cómo resultaría acostarte conmigo.
¿Recuerdas todas tus indirectas sobre el asunto? Pues bien, ahora
ya lo sabes. ¡Obtuviste buenos dividendos!
–Adelante – la instigó él, con ceñuda expresión-. Estoy
gozando con esto. Oigamos algo más de lo que realmente
piensas.
A Cassie le flaquearon las fuerzas.
–No quiero… seguir. No quiero hablar más de ello. Estoy harta
de todo este asunto.
–Tan endemoniadamente sencillo como eso… ¿Por qué no lo
dijiste en el momento oportuno? Yo obtuve una impresión muy
diferente cuando extendías los brazos y deseabas más… ¿O era eso lo
único que pretendías: causar una impresión?
Cassie le miraba fijamente y sólo podía pensar en cómo se
había arrojado a sus brazos todas las noches, entregándose a él,
experimentando una emoción que, gracias a Dios, jamás había
expresado.
–¿Qué te pareció? ¿Qué más esperas que te dé? Vas a ganar una
enorme suma de dinero conmigo, ¿no es así?
Los labios de Jake se curvaron en una
sonrisa.
–El verdadero espíritu de Hollywood; bien hecho, Cassie.
Ojalá Rachel pudiera oírte ahora. – Lentamente se alejó de la
cama-. Dime, ¿fue Rachel quien te puso en conocimiento del hecho de
que da buenos resultados acostarse con el director? Puedes
escribirle y decirle de mi parte que el consejo fue
efectivo.
–¡Oh, Dios, eres un bastardo! – Cassie se alarmó al advertir
que le temblaba la voz-. Dio resultado, ¿eh? Y ahora que ya estoy
harta, espero que tú también lo estés.
–Estoy tan harto que me durará para toda la vida. Ven,
querida… Déjame ayudarte a recoger tus cosas.
Abrió de un tirón el cajón de la cómoda, y saltaron de él un
gran número de suaves y primorosas prendas de seda y algodón, que
cayeron apiladas al suelo.
Ella las contempló y sintió una dolorosa punzada en el
corazón; trató de decir algo, pero Jake la detuvo.
–Calla, Cassie…
–Pero…
–Sólo te pido que no hables -la atajó él, alejándose de las
prendas desparramadas-. Cada vez que abres la boca, me doy cuenta
del tremendo error que cometimos aquel día de la primavera pasada.
– Su voz se tornó más serena-. Tienes razón. Pensé que podría ser
divertido, pero estas cosas no duran.
–Jake, por el amor de Dios, ¿qué estamos…?
–Y también tienes razón en otra cosa: estoy harto. Estoy
harto de ti y de nuestro así llamado matrimonio, y me alegraré
tanto como tú de poner fin a esta situación. Todo cuanto te pido es
que termines la película. Si no quieres hacerlo por mí, al menos
piensa en las otras personas que necesitan ganar el pan de cada día
trabajando en ella.
Cassie se sintió picada.
–La terminaré… y actuaré… mucho mejor sin toda esta
aflicción.
Jake enfundó las manos en los bolsillos y se dirigió a la
puerta.
–Tramitaré el divorcio en cuanto regresemos a
Londres.
Puso la mano en el tirador y, al volverse para mirarla, había
una expresión de amargura en sus ojos.
–Alegra esa cara, querida, que no tendrás que pagar los
costos. En primer lugar, el error fue mío al sugerir la maldita
farsa. Pero no son muy elevados cuando ambas partes están de
acuerdo…, y nosotros estamos de acuerdo en esto, ¿no es así,
Cassie?
Jake era como un extraño. En cualquier momento aquel dolor
sordo que ella sentía en su interior se tornaría insoportable y la
obligaría a estallar en un llanto estúpido y
desconsolado.
–¡Sí! – contestó rápidamente.
–Bueno. Gracias a él te liberaste de Rachel y te proporcionó
un magnífico papel en una película. Mira el lado bueno de la cosa.
Y, por cierto, no me quejo.
Dicho esto, Jake salió de la habitación y cerró la puerta
tras él. Ella oyó sus pasos que se alejaban escalera abajo, cada
vez más lejos de ella. De pronto, se apoyó en el respaldo de una
silla y cerró los ojos. Él tenía razón…, ambos tenían razón; ella
no podía seguir compartiendo aquella precaria existencia con él,
viviendo al borde de aquel volcán que casi había entrado en
erupción aquella misma noche, practicando aquel terrible juego del
gato y el ratón y sin comprender nada. Luego abrió los ojos y miró
en torno a la habitación. La habitación de Jake, que se abría sobre
los viñedos las noches en que las ventanas permanecían abiertas a
un cielo tachonado de estrellas, y su cabeza reposaba sobre el
ancho pecho de Jake, mientras él le acariciaba el
cabello.
El viento arrojaba la lluvia contra los vidrios de las viejas
ventanas. Jake no era el hombre de antes. Quizá nunca había sido lo
que parecía. Tal vez aquélla era una horrible situación similar a
la que había vivido con Martin, que se repetía de nuevo, pero con
más graves consecuencias. ¿Qué había hecho ella, qué lamentable
desastre había hecho con su vida? De repente se sintió más
desgraciada de lo que nunca había sido desde que tenía memoria.
Contorneó la silla y, dejándose caer en ella, hundió el rostro
entre las manos y se echó a llorar.