Miércoles, 9 de agosto de 2000. Islamabad

‹Incluso en las más altas y escarpadas montañas, existe un sendero que conduce a la cima.›

Desayunamos deprisa. A las diez tenemos que estar en el vestíbulo del hotel donde nos recogerá una miembro de RAWA. Tenemos una grata sorpresa cuando vemos acercarse a la misma mujer que nos atendió en Peshawar. Nos despedimos de Rustam, que nos ha acompañado hasta allí, y nos vamos con ella- Su muhrram nos consigue un taxi y partimos hacia uno de los orfelinatos que la organización dirige.

Al igual que en Peshawar, nadie sabe de la existencia de este centro. El anonimato y el secreto son fundamentales para la seguridad de las mujeres que trabajan aquí y que dan acogida a casi una treintena de huérfanos. Todos asisten a escuelas privadas pakistaníes que paga la organización. En verano pasan las vacaciones acogidos en casas de familias afganas.

–La mayoría son buenos alumnos, niños y niñas inteligentes, con ganas de aprender -nos dice una de las responsables con quien nos entrevistamos en una sala grande y luminosa, con las paredes llenas de dibujos realizados por los niños.

En el centro se les enseña a vivir en comunidad: chicos y chicas participan en todas las tareas, aprenden a cocinar y cada uno tiene su responsabilidad. Dos mujeres viven permanentemente con ellos y cada día dos maestras vienen y les dan clases de persa y pashtun, las dos lenguas mayoritarias afganas, que no se imparten en las escuelas pakistaníes.

Éste no es el único orfelinato que RAWA tiene en Pakistán.

–Por regla general -nos sigue informando la responsable- los niños llegan a nuestros centros porque algún pariente conoce las actividades de la organización. Algunos, cuando llegan, lo pasan muy mal: echan de menos a sus padres, o tienen pesadillas después de los horrores que han presenciado. Esa niña, la que va de rojo, cuando nos la trajeron, hace cuatro años, lloraba día y noche. Los yehadis habían entrado en su casa y habían asesinado a su padre.

Preguntamos cómo se financian los gastos que supone el mantenimiento del centro, la educación y la manutención de los niños. Calculan un coste aproximado de unas mil quinientas rupias al mes por residente, contando la comida, la ropa, el colegio, el alojamiento… ¿Fuentes de ingresos? Donativos de gente que simpatiza con RAWA.

Nos despedimos de los niños, que nos saludan en inglés y siguen con su clase de lengua. Nuestra enlace nos invita a pasar a otra sala, donde han preparado un visionado de vídeos, grabados por miembros de la propia organización. La mayoría de las imágenes, tomadas en Afganistán, muestran los abusos y la violación de los derechos humanos perpetrados bajo el régimen talibán y han sido obtenidas de forma clandestina.

Entra una de las mujeres del centro y se queda con nosotras. Vemos un vídeo reciente, grabado a principios de verano, que recoge imágenes de los daños que ha provocado la sequía en gran parte del país. Se dice ya que ésta es la peor sequía que ha sufrido la zona en los últimos treinta años y puede tener consecuencias funestas para la población. De hecho ya las está teniendo y se calcula que más de un millón y medio de afganos pueden morir de hambre en los próximos meses. No hay agua. Los pozos están secos. Los canales de riego no contienen más que polvo. El ganado, enflaquecido, no encuentra donde pastar, y rebaños enteros se están vendiendo a Irán o a Pakistán.

Vemos otro vídeo. Imágenes de las manifestaciones que organiza RAWA

en Pakistán reclamando la democracia para Afganistán y el respeto por los derechos humanos. Mientras escribo, me llegan noticias de la última de estas manifestaciones, celebrada en Islamabad el diez de diciembre, el día dedicado a la conmemoración de los derechos humanos. Los manifestantes, hombres y mujeres, llevaban pancartas reclamando de nuevo libertad y democracia para Afganistán, afirmando que los derechos de las mujeres también son derechos humanos y acusando a los talibanes de integristas. Fundamentalistas venidos de Afganistán y simpatizantes de los talibanes agredieron a las mujeres e hirieron a varias personas de gravedad. La policía pakistaní cargó contra los manifestantes y detuvo a varios de ellos. La prensa, en nuestro país, no se ha hecho eco.

El tercer vídeo es el más duro: la ejecución pública de una mujer en el estadio de Kabul.

Se llamaba Zarmena.

Era madre de siete hijos.

Se la acusaba de haber asesinado a su marido, pero no había pruebas. Se decía que el marido era talibán; se decía que Zarmena era víctima de los malos tratos que le infligía su marido; se decía que ella lo había matado a media noche.

Rumores.

Los talibanes la habían detenido y condenado a muerte.

El estadio está lleno de gente. Los talibanes obligan a la población a asistir a las ejecuciones y a presenciar los castigos públicos que se aplican a los condenados en los estadios de las ciudades. De la misma manera que obligan a los muchachos jóvenes que se llevan de las casas a participar en estos actos para embrutecerlos, para minar sus espíritus, para incorporarlos a sus filas.

En el centro del campo un mullah lee fragmentos del Corán. Varios talibanes toman la palabra. Se expone la acusación, la condena y la sentencia.

La sharia, la ley islámica, es muy clara en los casos de asesinato, y otorga a la familia del muerto el derecho a la venganza y a ejecutar al asesino, pero también contempla otras opciones: la familia puede perdonar la vida al reo o exigirle una indemnización. En el estadio de Kabul, los familiares de la víctima, haciendo uso del derecho que les otorga la ley islámica, perdonan a Zarmena. Aquí debería haber terminado todo: Zarmena debería

quedar en libertad y volver a casa con sus hijos, presentes en el estadio. Pero no será así. Los talibanes, que afirman regirse por la ley islámica, la única que admiten como válida y que pretenden aplicar a rajatabla, discuten brevemente en el centro del campo y anuncian por los altavoces que, a pesar de todo, se procederá a la ejecución. El estadio está lleno. Se ha congregado al público para presenciar lo que será un acto de escarmiento, un castigo ejemplar.

Introducen a Zarmena en el estadio, sentada en la parte trasera de una furgoneta descubierta, escoltada por otras dos mujeres. Mujeres talibanes. Las tres cubiertas por burka azules. La conducen al lugar de la ejecución, sobre la yerba del campo de fútbol. Le ordenan que se acuclille. Zarmena vuelve la cabeza hacia atrás y a través del burka que en todo momento cubre su cuerpo, le dice algo a su verdugo, que sostiene un arma de cañón largo. Agacha de nuevo la cabeza y le pegan un tiro en la nuca. Su cuerpo se desploma hacia atrás. La parte baja del burka se abre y deja al descubierto las piernas, enfundadas en unos anchos pantalones estampados. Las mujeres talibanes se apresuran a cerrar el burka sobre el cuerpo sin vida. Los siete hijos de Zarmena han asistido a la ejecución. El sonido ambiente de la cinta recoge la reacción del público: llanto y lamentos.

La mujer del centro, que ha asistido con nosotras a la proyección del vídeo, se seca los ojos. Nuestra contacto traduce sus palabras.

–¡Hasta cuándo seguirá siendo Afganistán una cárcel para las mujeres! ¿Hasta cuándo tendremos que cubrirnos con un burka para salir a la calle y se nos negará el derecho a ir al médico, a estudiar o a trabajar? ¡Cuántas mujeres afganas con formación, mujeres profesionales, refugiadas aquí, en Pakistán, tienen que dedicarse a la venta ambulante de verduras o a recoger cartones para poder subsistir! Vosotras sois mujeres como nosotras. Podéis entender lo que sentimos, podéis comprender lo que estamos sufriendo.

Sobran las palabras.

La mujer no puede contener el llanto y abandona la sala.

–¿Sería posible obtener una copia de estos vídeos?

Queremos contribuir a la denuncia. Difundir la realidad durísima a que se ve sometida la población en Afganistán y en particular las mujeres afganas.

Salimos del centro acompañadas de nuestra contacto que nos lleva hasta un descampado lleno de tiendas, las tiendas de trapos y plásticos que ya conocemos a fuerza de verlas por todas partes. Son los hogares de los refugiados llegados en los últimos años, de los más desamparados. Este mísero campamento, sin agua y sin luz, no está muy lejos de uno de los barrios prósperos de la ciudad. El día que la policía pakistaní se presente a desalojarlos se trasladarán a otra parte. De momento están aquí. No tienen que pagar alquiler por el terreno que ocupan. Muchas de las casas nuevas que hay en el barrio, al otro lado de la calle, las han construido esos refugiados afganos que habitan las tiendas. Son mano de obra barata. Sucede lo mismo que en las fábricas de ladrillos y en otros trabajos a destajo.

Para disponer de agua, estas familias llaman a las puertas de sus vecinos pakistaníes. Algunos les dejan llenar los cubos, las garrafas. Otros, no; en Rawalpindi el agua escasea, hay que extraerla con bombas que consumen mucha energía eléctrica. Los hombres que no trabajan en la construcción venden verduras o se dedican a la recogida de papel o a escarbar en las basuras. También recogen cajas de madera que venden como leña, y que ellos mismos utilizan para mantener encendidos los hornos donde cuecen el pan.

Nos han acogido en una de las tiendas. Una mujer nos abanica con un paka. Las moscas son multitud. El calor es insoportable. Apenas cabemos en el reducido recinto, donde siguen entrando mujeres con niños en brazos.

Un recién nacido de veintiséis días llora sin parar, desnudo, el cuerpo lleno de costras.

–Es por el calor. ¡Garmi! – dice la madre.

Un bebé tiene el cuerpecito cubierto de granos.

–Se lo comen los mosquitos -dice la madre.

Otro niño esquelético, que llega de la mano de su madre, muestra el vientre hinchado por el hambre.

Una mujer lleva la pierna envuelta en anchas tiras de tela blanca. Se quemó.

–¿Ha ido al hospital?

Se ríe. No. Ella misma se cura.

Otra mujer cuenta que ya se le han muerto cinco niños de hambre. Su marido recoge cartones y papeles en los vertederos. Cada tres o cuatro días gana entre cien y ciento cincuenta rupias. Les quedan otros cuatro hijos.

Los niños también trabajan.

RAWA ha conseguido convencer a unos pocos padres y una maestra viene hasta aquí a dar clase a unos quince niños de las chabolas. La organización también proporciona a las mujeres algunos trabajos remunerados de costura. Una mujer puede bordar hasta veinte pañuelos en una semana.

Las familias que se han instalado en este descampado proceden, en su mayoría, de provincias situadas en el norte de Afganistán. Acostumbrados a las temperaturas bajas, al frío de sus lugares de origen, sufren mucho a causa del calor que hace en Pakistán, adonde llegaron huyendo de los talibanes que quemaron sus casas, sus campos, sus comercios.

Antes de irnos recorremos un poco la zona. Las cajas de madera que venden y utilizan como combustible se amontonan entre las tiendas. En uno de los hornos-fogones una mujer calienta agua. Subimos y bajamos en fila india por senderos que el ir y venir de la gente ha abierto en la yerba, una cinta de tierra dura y desnuda. Más tiendas. Más chabolas. Pero basta bajar el terraplén para llegar a una calle asfaltada con casas de verdad y cristales en las ventanas.

Regresamos al vestíbulo del hotel donde hemos quedado con Rustam y Azada. Nuestra enlace consultará el tema de las copias de los vídeos. Seguiremos en contacto. Nos despedimos con tres besos.

Vemos entrar a Azada y salimos a su encuentro. Sólo hemos estado veinticuatro horas separadas y nos ha parecido una eternidad. De pronto me doy cuenta de cuánto afecto, cuánto cariño siento por esta mujer y soy consciente de la cantidad de lazos que se han creado entre nosotras. Durante un instante, se me encoge el corazón al pensar en el día que nos marchemos, que regresemos a Europa, a Barcelona. ¡Tan lejos!

Rustam nos tiene preparada una sorpresa: ha llevado el coche al taller y ya no resopla ni se desgañita tratando de arrancar.

Tenemos el tiempo justo para acudir a nuestra siguiente cita en la sede del ACNUR. Nos recibe la persona con quien ya nos habíamos puesto en contacto antes de emprender el viaje, la misma que nos remitió, hace unos días, a su colega de Peshawar. Tras saludarnos afectuosamente, nos hace un breve resumen de la historia de los refugiados afganos y de las tareas que desempeña el ACNUR.

Pakistán, a pesar de no estar obligado a hacerlo, dio acogida a los refugiados que empezaron a llegar al país tras la invasión de las tropas soviéticas. A medida que la guerra se prolongaba, aumentaban las oleadas de afganos que cruzaban la frontera: unos lo hicieron huyendo de las purgas y las reformas comunistas, otros de la represión islamista: todos, en definitiva, de la guerra y la destrucción. Ahora lo que impulsa a la población de Afganistán a abandonar su país es la sequía, y para finales de este año se espera por este motivo una auténtica avalancha de nuevos refugiados. Pakistán, en su momento, pidió ayuda al ACNUR para atender a los refugiados. En la actualidad existen doscientos tres campos de nuevos refugiados en Pakistán, todos ellos con su clínica y su escuela. El ACNUR financia las instalaciones, paga los salarios del profesorado y del personal sanitario y también los medicamentos. La atención a los enfermos es gratuita, aunque en algunos lugares se les cobra un importe simbólico, que se reinvierte en el campo, y de este modo se ha podido dotar a las clínicas de algunos campos de una sala de partos. La educación que se imparte en las escuelas de los campos es mejor que la que reciben los pakistaníes pobres, porque el número de escuelas públicas en Pakistán no es suficiente. Los refugiados afganos están en mejor situación que otros refugiados en otros países, porque pueden entrar y salir de los campos con toda libertad, encontrar trabajo e incluso ir y venir de Afganistán sin ningún tipo de impedimento. Por otro lado, en cuanto a la atención sanitaria, no hay que olvidar que los hospitales pakistaníes tienen en su presupuesto una cuota destinada a la atención de los pobres e indigentes, y que si los refugiados acuden al hospital, por lo general, se les atiende. Existe además el programa de repatriación voluntaria del ACNUR. Muchos refugiados que se acogen a este programa son pobres en Pakistán y seguirán siéndolo en Afganistán, así que regresan, porque prefieren estar en su país, pero como en los últimos años ya no se lleva un registro de los refugiados que llegan, cuando alguna familia o grupo de población solicita la ayuda a la repatriación, ni siquiera se les pide la documentación. De vez en cuando se abren de nuevo los registros para que los recién llegados puedan inscribirse en las listas, pero la verdad es que muchos refugiados quieren quedarse, porque ya están integrados en Pakistán, donde la situación económica es mejor que en su país.

De nuevo no doy crédito a mis oídos. Ni una palabra de los talibanes. Ni una palabra de la violación permanente y sistemática de los derechos humanos en Afganistán. No sé dónde están esos campos de refugiados maravillosos de los que nos habla. Llego a la conclusión de que esta persona no ha pisado un campo en su vida, que no ha salido de su despacho desde que llegó a Pakistán, porque manifiesta un desconocimiento absoluto de la realidad. Esto, o bien que, dada su posición, no puede hablar abiertamente de la situación real y por eso nos remitió a su colega de Peshawar, que sí lo hizo.

Nos metemos en el coche.

Me siento saturada de imágenes e impresiones. Casi al límite. No es agobio, ni desesperación, ni siquiera tristeza, sino una enorme necesidad de silencio, de un paréntesis para digerirlo todo. Una enorme necesidad de estar sola para liberarme a mi manera de esta extraña congoja que me oprime de forma física incluso.

Azada anuncia que vamos a recoger a un hombre que antes vivía en el campo de refugiados y trabajaba en las fábricas de ladrillos, pero que se marchó porque no ganaba lo suficiente para dar de comer a su familia. Este hombre nos acompañará a visitar la consulta de un médico, también refugiado afgano y vecino suyo, que atiende a los refugiados de otro barrio, junto a otra fábrica de ladrillos.

Quisiera gritar: ¡ya basta!, ¡ya basta de miseria!, ¡ya basta de horrores! Quisiera abandonarme, cerrar los ojos. Pero aguanto. Sé que aunque me tiente el deseo de ceder, de exclamar que ya no puedo soportarlo, sí puedo. Que sólo debo resistir un poco más para superar esta angustia de tener el alma en carne viva, despojada de protección, receptiva al dolor, acompañada al mismo tiempo de la certeza serena de que no hay nada de verdad insoportable. Sé que asimilar el dolor, sumergirme en él sin resistirme, sin luchar contra él, me acercará a esa línea invisible que hay que cruzar para crecer, para aprender. Salir huyendo no sirve. Avanzar hasta la línea, hacia lo insoportable, y cruzarla sin miedo, nos descubre nuevos peldaños de fortaleza, nos despoja del lastre, de la piel vieja de serpiente constreñida, nos arranca del interior del capullo para convertirnos en mariposas.

–¿Estás bien? – me pregunta Rustam mientras conduce.

–Sí, estoy bien, don't worry.

No, todavía no estoy bien, pero lo estaré. Cruzaré la línea.

En un barrio de callejuelas estrechas, llenas de gente, recogemos al vecino del médico que nos guía hasta las afueras de la ciudad. Nos acercamos por una explanada de tierra a una pequeña construcción cuadrada, un dado hecho de ladrillos sin rebozar, menor que un garaje de una plaza, donde este médico, un hombre alto y delgado de cierta edad, recibe a su clientela, los desheredados de la tierra, que viven al otro lado de la explanada. Me asomo a mirar y la visión de las barracas, hacinadas en una depresión del terreno, me atenaza la garganta y me nubla la vista. Aprieto los dientes dispuesta a resistir y vuelvo a sentarme en el catre de madera, a escuchar, a preguntar.

En Afganistán fue médico militar durante casi una década. Hace cuatro años que presta sus servicios a la gente de esta zona. De vez en cuando tiene problemas con la policía pakistaní, porque su dispensario es ilegal y en cualquier momento pueden cerrarlo. Tarda tres horas en recorrer la distancia desde su chabola hasta esta otra bolsa de pobreza donde viven sus pacientes. Ahora, en verano, casi no hay trabajo y sólo atiende a unos quince enfermos al día, aunque esto varía. Como varían las enfermedades más frecuentes, que dependen de la estación del año: en invierno predominan las bronquitis, las gripes, las anginas, las neumonías; en verano abundan las diarreas, las gastroenteritis, la disentería, la malaria y el tifus, enfermedades infecciosas propias de poblaciones que viven en condiciones higiénicas precarias, como sucede en este lugar, donde no hay letrinas ni alcantarillado, y las moscas y mosquitos se encargan de propagar los gérmenes.

Este hombre atiende a los pacientes de forma gratuita, y sólo les cobra los medicamentos que él mismo tiene que comprar. Los adquiere en el bazar. Si compra cierta cantidad le hacen descuento y él sobrevive con este margen. En la consulta, además del camastro donde estamos sentadas, hay una estantería con medicamentos, una mesa y una silla. Sobre la mesa, un microscopio, que le permite diagnosticar los casos de malaria.

–No, no hay programa de vacunación infantil -responde a nuestra pregunta, mientras se sonríe con cierta tristeza y sin un ápice de amargura. Es un hombre animoso y tranquilo, que habla con ilusión de su trabajo, sentado en su silla de cuerda; con el aplomo, la dignidad y la elegancia propias de un médico de prestigio, un buen profesional respetado por la comunidad.

Sale a despedirnos a la puerta de la consulta. Sus modales, sus actitudes y respuestas no habrían sido distintas si nos hubiera recibido en el despacho de una consulta privada, con butacas de cuero, mesa de caoba, alfombras persas y títulos enmarcados colgando de las paredes.

Fuera nos aguarda su vecino, el hombre que dejó la fábrica de ladrillos por la fábrica de sandalias, donde gana más dinero. Le agradece al médico que nos haya recibido. Éste le responde con una inclinación de cabeza mientras le estrecha la mano. Luego se retira al interior de su consulta.

Nuestro guía nos conduce hacia el terreno de la fábrica de ladrillos, donde nos ha preparado otro encuentro. El responsable de un grupo de familias nos acompaña por entre las hileras de ladrillos hasta una de las viviendas. Los niños del vecindario nos rodean y nos siguen a todas partes: nos miran, se ríen, compiten entre ellos para salir en las fotos, hasta que el responsable los echa con cara de pocos amigos. Llegamos a la casa donde nos espera un grupo de mujeres. Rustam y nuestro contacto deberán aguardar fuera: purdah.

Son mujeres de las montañas, la mayoría pashtun. Me llaman la atención la cantidad de alhajas y pearcings de gran tamaño, en una aleta de la nariz, con que se adornan. Sus vestidos también llevan gran profusión de ornamentos de metal y me quedo fascinada por el vestido de una de ellas: rojo, de tela gruesa, cubierto por entero de monedas, centenares de monedas, que suenan a cascabeles cada vez que se mueve. Azada me contará después que las mujeres de las montañas suelen llevar aún más adornos y trajes más recargados, y que algunas se ponen pendientes o colgantes de plata huecos, que llenan de *hawang, una sustancia aromática que utilizan como perfume. Conozco ese olor. En varias ocasiones, en nuestras reuniones con mujeres, lo he percibido, aunque no supiera identificarlo: un aroma denso, a caballo entre el incienso, el cardamomo y el clavo, que impregna sus ropas.

Estas familias de refugiados llegaron a Pakistán hace dieciocho años, apenas iniciado el levantamiento contra la invasión de las tropas soviéticas. Estas mujeres no han sufrido los horrores de la guerra civil; no han sufrido las violaciones, raptos y malos tratos que los yehadis, islamistas fundamentalistas, infligieron a las mujeres de su propio pueblo; no han

padecido la represión y el terror impuestos por los talibanes. Llevan dieciocho años refugiadas, viviendo en condiciones precarias, pasando hambre quizá, pero no han vivido el horror. Y esto se nota en sus ojos alegres, en su actitud desenfadada. Cuando se ríen lo hacen sin ningún velo de tristeza, de esa tristeza afgana que rezuman los ojos de otros refugiados y sobre todo los recién llegados. Estar con ellas es como un aliento de aire fresco.

Al salir de allí se nos acerca un anciano. Se sentiría muy honrado si quisiéramos entrar en su casa y aceptar una taza de té. Azada se lo agradece en nuestro nombre. Pero todavía nos esperan en otro lugar y no puede ser.

Nos metemos de nuevo en el coche, que se está portando muy bien. Nosotras cuatro atrás, Rustam al volante y el hombre en el asiento del copiloto. Vamos a su casa, a su tienda de trapos, donde nos aguarda su mujer y un nutrido grupo de vecinas. Pasamos al interior de la tienda y nos sentamos en el suelo. Los hombres se quedan fuera. Rustam ni siquiera entra en el recinto. El dueño de la tienda se siente orgulloso de nuestra visita. Para agasajarnos, trae del bazar un refresco para cada una. Recuerda los tiempos en que trabajaba haciendo ladrillos y se alegra de haber tomado la decisión de trasladarse a la ciudad. Con su trabajo en la fábrica de sandalias puede dar de comer a su familia.

Miro a mi alrededor. La tienda chabola es relativamente grande, tiene paredes hechas de fardos, trapos y plásticos y un ventilador en el techo; la vajilla se amontona en un escurreplatos.

Una de las mujeres con las que conversamos, al oír que Sara es periodista le pregunta en qué facultad estudió la carrera, confundida quizás por su aspecto afgano, y añade:

–Yo estudié periodismo en Kabul.

De nuevo esa opresión en la garganta.

La mujer morena que está sentada frente a la periodista kabulí era profesora en la universidad. Aquí son refugiadas.

Queremos hacer unas fotos. La profesora de universidad se recompone el pelo y el shador. Sin embargo, el dueño de la tienda dice que podemos fotografiar a los niños y la tienda, pero no a las mujeres. Todas se levantan y salen sin rechistar. En la puerta de la tienda, bajo un farol, las mujeres

admiran el shador granate de Sara. De pronto, detrás de mí, una voz trata de llamar mi atención:

–Madam, madam.

Es una niña de unos trece o catorce años. Habla un inglés que a mí me parece impecable, con soltura, con fluidez y, sobre todo, con desparpajo. Tres o cuatro chicas de su edad la rodean admiradas de su atrevimiento. La felicito por su inglés. Estudia en casa. Sus amigas no saben inglés, sólo un poco y además son tímidas y les da vergüenza, presume con gracia. De mayor quiere ser periodista, para escribir en los periódicos lo que está pasando en su país. Me pregunto si bastará su voluntad de salir adelante para hacer realidad sus proyectos. Seguramente sus padres son gente instruida, quizás es hija de la periodista o de la profesora universitaria; quizás encontrará los medios, los recursos necesarios. O quizá no. Deseo ardientemente que esa niña lo consiga. Un sistema de becas sería lo ideal… Becas para niñas como ésta, con voluntad de hierro, como la sobrina de Nasreen, que tampoco podrá estudiar medicina. Le deseo de todo corazón a esta niña mucha suerte, le digo que estoy segura de que llegará a ser una gran periodista. Tiene tanta determinación en la mirada, tanta seguridad en sus palabras y en su porte erguido, que no sería justo que no lo consiguiera. Es una luchadora. Quizá en ella se cumpla el proverbio persa que afirma: ‹Incluso en las más altas y escarpadas montañas, existe un sendero que conduce a la cima›.

Salimos del recinto amurallado por la puertecita que da a una calle lateral. Rustam nos espera junto al coche, en la calle siguiente, más ancha y asfaltada. Nuestro guía de una tarde nos acompaña hasta allí. Nos despedimos de él agradecidas por todo cuanto ha hecho por nosotras. Se queda de pie, en la esquina, hasta que nos alejamos.

Ya ha oscurecido. Proponemos ir a cenar al restaurante del que nos habló ayer Rustam: un bufet abierto situado en lo alto de una de las montañas que rodean la ciudad. El local iluminado desde abajo parece una estrella más en el cielo negro que se confunde con la sombra de la montaña. En el cruce donde arranca la carretera que sube por la cuesta, una patrulla de policía detiene nuestro coche. Al otro lado, un coche que iba en sentido contrario también está siendo sometido a control. Rustam explica al policía que queremos subir al restaurante. Somos turistas. Nos enfocan con las linternas. Nos miran.

–No se puede pasar. Es demasiado peligroso.

Rustam insiste.

–Imposible. Den media vuelta.

Maleantes, asaltantes, bandoleros, contrabandistas, traficantes… La montaña, de noche, a cinco minutos de Islamabad, se convierte en la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones.

Cenamos en un restaurante afgano. Y charlamos. Les preguntamos si hay más gente, más afganos como ellos, aportando su granito de arena, luchando por salir adelante y por ayudar a salir adelante a otros. Sí los hay. Aunque muchos están cansados, y otros tienen que dedicar todos sus esfuerzos a sacar adelante a su familia, a encontrar el modo de dar de comer a sus hijos. Primero la gente tiene que comer, tiene que poder vivir con un mínimo de dignidad. Después podrán emprender otros proyectos más ambiciosos.

¿Qué quieren en realidad los afganos?

Rustam lo tiene muy claro:

–Que nos dejen vivir en paz, que se acaben las injerencias extranjeras que desde hace un siglo están destruyendo nuestro país, que nos dejen decidir a nosotros, hacer las cosas a nuestra manera, establecer una democracia, recuperar la libertad que nos permita ejercer nuestros derechos. Los intelectuales afganos no pueden dar la espalda a su país. Los que se han marchado lejos, a Occidente, y quieren olvidar que son afganos, están traicionando a Afganistán y a su gente. Hay que trabajar por el cambio y hay que trabajar aquí.

Azada tiene que estar temprano de vuelta en casa de sus tíos. La acompañamos hasta el lugar donde la espera uno de sus primos. Los demás regresamos a casa de Rustam. Apenas hemos retomado la conversación cuando cae un súbito diluvio. ¿El monzón?

–¿Sabéis qué me gustaría hacer ahora? – pregunto.

–Salir fuera -contesta Rustam de inmediato.

–Sí.

–Go! – me dice con toda naturalidad.

Salto a la terraza por la ventana, para no molestar a la familia de Rustam que ya duerme. El agua me llega a los tobillos. En menos de un minuto estoy calada hasta los huesos. Es una gozada. Me siento absolutamente

feliz. He cruzado la línea oscura de la tristeza y, como ya intuí, la paz y un mayor grado de conciencia ha ocupado su lugar. Tirito de frío. Vuelvo a entrar por la ventana.

¡Corre, date una ducha caliente y cámbiate de ropa -me dice Rustam. Sara y Meme me toman por loca, por inconsciente, por extravagante, por chalada. No me importa. En cambio, me gusta la reacción de Rustam. No hay nada que agradezca más que poder ser yo misma, ser aceptada tal como soy, y me gusta la gente que asume lo insólito con naturalidad. Antes de acostarme anoto en mi cuaderno:

‹¡He bailado bajo el monzón!›.

Jueves, 10 de agosto de 2000. Peshawar

‹El árbol no se mueve si no sopla el viento.›

Regresamos a Peshawar de buena mañana y nos dirigimos sin dilación al consulado talibán. Hoy sabremos si nos han concedido o no el visado. El chófer aparca, como hace una semana, en una callejuela lateral y nos acompaña al interior de la oficina. Nos hacen esperar. Hay más gente en la sala. Dos mujeres de aspecto occidental que visten a la afgana y un hombre con pasaporte suizo. El funcionario del otro día sale de la oficina y nos saluda con una inclinación de cabeza, de camino hacia el edificio principal. Van pasando los minutos sin que nada suceda. Ni el funcionario regresa, ni nadie nos informa de nada. Diez minutos, quince, veinte. Por fin reaparece nuestro hombre con un fajo de papeles. Cuando nos toca el turno nos dice que lo lamenta mucho, pero que el cónsul ha salido sin firmar los visados y hasta mañana no hay nada que hacer.

Nos reunimos con Azada que nos aguarda en el coche.

–Hasta mañana, nada.

Aprovechamos para hacer un par de recados. A medio recorrido caemos en la cuenta de que mañana es viernes. ¡Día santo! ¿Estará abierto el consulado talibán? Damos media vuelta y nos presentamos allí de nuevo.

Nuestro conductor baja a informarse. Sí, mañana estará abierto, aunque sólo hasta las doce.

Respiramos aliviadas. La verdad es que empezábamos a pensar que todo era una patraña, que nos harían volver un día y otro con cualquier excusa, que irían dejando pasar el tiempo hasta que se nos acabaran las vacaciones. No nos negarían el visado, pero tampoco nos lo darían. Y ellos quedarían bien. El razonamiento no es tan disparatado como pueda parecer, dada la campaña de lavado de imagen en la que se hallan inmersos los talibanes para conseguir su reconocimiento y legitimación por parte de la comunidad internacional.

Al llegar a casa, Najiba nos recibe afectuosa como siempre. Los niños están bien, sin rastro de fiebre, y ya no hay preocupación en los ojos de su madre.

Se ha abierto otra hoja espléndida en la palmera del patio. Dedicamos la tarde a hacer la colada, esta vez a mano, en el barreño grande de metal, y a charlar, tumbadas en el porche.

Cuando llega el marido de Najiba, Azada se enzarza con él en una larga conversación acerca de nuestro viaje a Kabul, para prever cualquier eventualidad, para no dejar ningún cabo suelto, para decidir cómo y de qué manera habrá que hacer las cosas. Resulta emocionante.

Rustam no podrá acompañarnos porque no le ha crecido lo suficiente la barba. Azada viajará con un nombre falso. Un nombre que nos resulte fácil de recordar: me mira y escoge el nombre que ya eligió meses atrás, cuando apenas nos conocíamos y le pedí que fuera ella quien pusiera nombre a la protagonista de mi novela sobre Afganistán.

Nosotras, a todos los efectos, seremos simples turistas y nos comportaremos como tales siempre que estemos en público. Nuestra relación con la intérprete será meramente profesional, para proteger su identidad y no poner en peligro su seguridad. Si surgiera algún problema y ella no pudiera acudir a alguna de nuestras citas, trataría de hacernos llegar un mensaje a través de alguna persona de confianza, y si eso tampoco fuera posible, deberíamos seguir comportándonos como turistas y regresar por nuestra cuenta a Pakistán.

–Don't worry, todo irá bien.

Luego nos describe el aspecto que tienen los talibanes, que se distinguen de la población no sólo por sus magníficos turbantes, sino también

por sus ropas. Nos describe también las porras que suelen llevar en la mano y que rellenan de monedas para que los golpes sean más contundentes: hay gente que ha muerto a consecuencia de una de estas palizas que cualquiera puede recibir en la calle por cualquier nimiedad.

Antes de acostarnos, Azada elabora una lista de lugares que quiere mostrarnos en Kabul, porque considera importante que los veamos. Estamos tan seguras de que mañana obtendremos el visado que hacemos planes como si ya obraran en nuestro poder. ¿Y por qué no deberíamos hacerlo? Todo está saliendo tan rodado…

Me dedico a filosofar mientras trato de conciliar el sueño. No creo en el destino, ni en la suerte, tampoco en la casualidad, ni en la predestinación, pero sí creo en la vida y en mí misma, en las elecciones que cada uno hace ante la infinidad de posibilidades que se nos ofrecen. Mirando hacia atrás, es fácil reconocer un hilo conductor de decisiones concatenadas y circunstancias, favorables o adversas, que de alguna forma nos han ido llevando hasta el presente. ‹El árbol no se mueve si no sopla el viento›, dice un proverbio de la región de Kabul. Cada cosa que hacemos tiene consecuencias y causas. Aunque la mayoría de las veces las desconozcamos.

Viernes, 11 de agosto de 2000. Peshawar

‹Siempre existe un camino de corazón a corazón.›

Nos levantamos temprano, impacientes por tener ya el visado en la mano.

Nos decimos que si nos lo hubieran denegado, nos lo habrían comunicado ayer. En la sala de espera hay bastante gente. Entre ellos un chico occidental, joven y rubio, que me sonríe.

–Deja de mirar a la gente -me dice Meme.

Demasiado tarde. El chico se acerca. Chapurrea algo de español, el castellano de quienes han viajado por América Latina. Quiere saber si vamos a Kabul. Bueno, si obtenemos el visado… Él también viajará a Kabul mañana, si le dan el visado. La conversación decae. No hacemos nada por evitarlo. No queremos llegar a esa parte del diálogo donde es inevitable hablar del viaje hasta la capital, y que puede degenerar en la consabida y lógica pregunta: ¿por qué no viajar juntos? No nos conviene en absoluto. Más vale cortar ahora por lo sano, aun a riesgo de parecer groseras, antes de vernos metidas en un lío o tener que dar explicaciones a nadie.

Por fin nos hacen pasar a la oficina. El funcionario mayor nos saluda, muy amable, con su sonrisa de siempre. Busca y rebusca entre un considerable montón de papeles hasta dar con nuestras solicitudes que están grapadas juntas. Nos piden los pasaportes. El bellísimo diablo talibán holgazanea tras un escritorio. Nos estampan el visado.

¡Nos vamos! ¡Nos vamos!

Salimos de la oficina reprimiendo nuestra alegría y seguimos conteniéndonos hasta reunirnos con Azada en el coche.

¡Nos vamos a Kabul!

Lo primero que hacemos es ir a celebrarlo. El chófer nos lleva hasta un local afgano, aparca y entramos a comernos un helado. Luego pasamos por una farmacia a reponer nuestras provisiones, casi agotadas, de antidiarreicos, y acompañamos a Azada a uno de los clubs de internet para que atienda su correspondencia. Mientras ella teclea, nosotras nos metemos en un supermercado moderno que hay en la misma zona a comprar provisiones para el viaje: galletas, dulces, caramelos… y también adquirimos los ingredientes necesarios para preparar la cena de hoy: macarrones con atún y salsa de tomate.

Comemos allí cerca porque nuestro chófer se encuentra mal. Se ha mareado.

–Es el calor. Garmí.

Después de comer algo y descansar un rato, se recupera lo suficiente para llevarnos a casa donde Najiba manifiesta su alegría al ver nuestros visados.

Tampoco este viernes podremos visitar el campo de refugiados al que el marido de Najiba puede facilitarnos el acceso. De hecho, nos iremos de Pakistán sin visitarlo. Una cosa más que añadir a la lista de visitas y entrevistas pendientes que quedarán para un segundo viaje… ¿El año que viene, quizás?

Salimos de compras. Nos acercamos a un mercado donde venden objetos y ropa de segunda mano. Sara necesita un bolso más manejable que pueda llevar bajo el burka y donde quepan la grabadora, la máquina de fotos y su cuaderno de notas. Azada busca unas sandalias. El hombre que vende bolsos, maletas y bolsas de deporte usadas es ingeniero. Era ingeniero en Afganistán. Regresamos al coche. Azada va con el chófer a otro encargo. La esperamos en el interior del vehículo. A pleno sol. El calor es de letargo de lagarto. Un hombre mayor, en una de las paradas del mercado que se ven desde la ventanilla, se lava los pies, las manos y la cara y salpica el suelo polvoriento con el resto del agua. Por fin vuelve Azada. Me regala dos libros de cuentos que ha comprado para mí. Uno en dari. El otro, en edición bilingüe, en inglés y en dari, contiene algunos cuentos orientales que ya conozco, pero completa el volumen una recopilación de historias breves y divertidas que tienen al mismo personaje como protagonista: Nasruddin. Un pillo, un tramposo, un superviviente que vive de su ingenio y de las debilidades ajenas, el equivalente a nuestro Lazarillo o al Buscón, o al Till Eulenspiegel germano. Esos personajes sinvergüenzas y simpáticos que forman parte de la tradición popular de todas las culturas, que hacen reír y al mismo tiempo reflexionar. Son varias las naciones que se disputan la paternidad y los orígenes de Nasruddin. En Turquía incluso se le dedica un día que se celebra con gran pompa, pero también en Irán reclaman a este personaje como propio, mientras que en Uzbequistán afirman que Nasruddin nació en la antigua y famosa ciudad de Bujara, que en su época de mayor esplendor fue sede de la cultura, la poesía y las artes. Sea de donde fuere, la cuestión es que Nasruddin es un personaje famoso en toda la zona de Asia central y que en Afganistán todos lo conocen y ríen sus ocurrencias.

De allí nos vamos a un parque, situado en el centro de la ciudad, donde suele haber prostitutas afganas, con el objetivo de entrevistar a algunas de ellas. Ya sea por la hora o por nuestra inexperiencia, no encontramos ninguna, pero sí vemos, cerca de la entrada del parque, sentada en el suelo, junto a uno de los caminos por donde pasea la gente, a una mujer mayor, con el burka levantado por encima de la cabeza, que pide limosna. Azada se acerca y con su afabilidad habitual se pone a charlar con ella. Respetuosa y solícita, la llama madre, maadar, y se interesa por su situación y por su vida.

La mujer, afgana, por supuesto, tiene a su cargo a su hija y a sus nietos. Tanto la hija como ella son viudas. Tiempo atrás consiguió un trabajo en la casa de una señora extranjera. Iba a lavarle la ropa. Hasta que un día, la señora desapareció. Ahora pide limosna todo el día y recoge cuanto encuentra. Abre un hatillo donde lleva algunos mendrugos de pan y una bolsa de plástico con dos tomates dentro.

–¿Qué nos traes, abuela? – es lo primero que los niños le preguntan en cuanto la oyen llegar por la noche.

rable montón de papeles hasta dar con nuestras solicitudes que están grapadas juntas. Nos piden los pasaportes. El bellísimo diablo talibán holgazanea tras un escritorio. Nos estampan el visado.

¡Nos vamos! ¡Nos vamos!

Salimos de la oficina reprimiendo nuestra alegría y seguimos conteniéndonos hasta reunirnos con Azada en el coche.

¡Nos vamos a Kabul!

Lo primero que hacemos es ir a celebrarlo. El chófer nos lleva hasta un local afgano, aparca y entramos a comernos un helado. Luego pasamos por una farmacia a reponer nuestras provisiones, casi agotadas, de antidiarreicos, y acompañamos a Azada a uno de los clubs de internet para que atienda su correspondencia. Mientras ella teclea, nosotras nos metemos en un supermercado moderno que hay en la misma zona a comprar provisiones para el viaje: galletas, dulces, caramelos… y también adquirimos los ingredientes necesarios para preparar la cena de hoy: macarrones con atún y salsa de tomate.

Comemos allí cerca porque nuestro chófer se encuentra mal. Se ha mareado.

–Es el calor. Garmi.

Después de comer algo y descansar un rato, se recupera lo suficiente para llevarnos a casa donde Najiba manifiesta su alegría al ver nuestros visados.

Tampoco este viernes podremos visitar el campo de refugiados al que el marido de Najiba puede facilitarnos el acceso. De hecho, nos iremos de Pakistán sin visitarlo. Una cosa más que añadir a la lista de visitas y entrevistas pendientes que quedarán para un segundo viaje… ¿El año que viene, quizás?

Salimos de compras. Nos acercamos a un mercado donde venden objetos y ropa de segunda mano. Sara necesita un bolso más manejable que pueda llevar bajo el burka y donde quepan la grabadora, la máquina de fotos y su cuaderno de notas. Azada busca unas sandalias. El hombre que vende bolsos, maletas y bolsas de deporte usadas es ingeniero. Era ingeniero en Afganistán. Regresamos al coche. Azada va con el chófer a otro encargo. La esperamos en el interior del vehículo. A pleno sol. El calor es de letargo de lagarto. Un hombre mayor, en una de las paradas del mercado que se ven desde la ventanilla, se lava los pies, las manos y la cara y sal

pica el suelo polvoriento con el resto del agua. Por fin vuelve Azada. Me regala dos libros de cuentos que ha comprado para mí. Uno en dari. El otro, en edición bilingüe, en inglés y en dari, contiene algunos cuentos orientales que ya conozco, pero completa el volumen una recopilación de historias breves y divertidas que tienen al mismo personaje como protagonista: Nasruddin. Un pillo, un tramposo, un superviviente que vive de su ingenio y de las debilidades ajenas, el equivalente a nuestro Lazarillo o al Buscón, o al Till Eulenspiegel germano. Esos personajes sinvergüenzas y simpáticos que forman parte de la tradición popular de todas las culturas, que hacen reír y al mismo tiempo reflexionar. Son varias las naciones que se disputan la paternidad y los orígenes de Nasruddin. En Turquía incluso se le dedica un día que se celebra con gran pompa, pero también en Irán reclaman a este personaje como propio, mientras que en Uzbequistán afirman que Nasruddin nació en la antigua y famosa ciudad de Bujara, que en su época de mayor esplendor fue sede de la cultura, la poesía y las artes. Sea de donde fuere, la cuestión es que Nasruddin es un personaje famoso en toda la zona de Asia central y que en Afganistán todos lo conocen y ríen sus ocurrencias.

De allí nos vamos a un parque, situado en el centro de la ciudad, donde suele haber prostitutas afganas, con el objetivo de entrevistar a algunas de ellas. Ya sea por la hora o por nuestra inexperiencia, no encontramos ninguna, pero sí vemos, cerca de la entrada del parque, sentada en el suelo junto a uno de los caminos por donde pasea la gente, a una mujer mayor, con el burka levantado por encima de la cabeza, que pide limosna. Azada se acerca y con su afabilidad habitual se pone a charlar con ella. Respetuosa y solícita, la llama madre, maadar, y se interesa por su situación y por su vida.

La mujer, afgana, por supuesto, tiene a su cargo a su hija y a sus nietos. Tanto la hija como ella son viudas. Tiempo atrás consiguió un trabajo en la casa de una señora extranjera. Iba a lavarle la ropa. Hasta que un día, la señora desapareció. Ahora pide limosna todo el día y recoge cuanto encuentra. Abre un hatillo donde lleva algunos mendrugos de pan y una bolsa de plástico con dos tomates dentro.

–¿Qué nos traes, abuela? – es lo primero que los niños le preguntan en cuanto la oyen llegar por la noche.

La mujer rompe a llorar, con el desconsuelo del llanto que ha sido reprimido durante tiempo y tiempo, ese llanto por todas las penalidades acumuladas sin poder desahogarse con nadie, teniendo que aguantar, día tras día, sin desfallecer, por la hija viuda, por los nietos hambrientos. Encontrar a alguien como Azada, con esa gran humanidad que irradia de forma natural, dispuesta a escuchar con simpatía, con sincero interés, abre las compuertas de toda la pena acumulada.

Hace unas semanas, Azada me escribió que había pensado en esta mujer para que ocupara uno de los puestos de trabajo que podrían crearse en la escuela si conseguía la financiación para el proyecto que HAWCA ha elaborado para este año y que incluye un comedor escolar.

Conozco un proverbio que dice: ‹Siempre existe un camino de corazón a corazón›. Y Azada sabe encontrar ese camino.

Antes de volver a casa, hacemos fotocopias de nuestros pasaportes y del visado talibán. El marido de Najiba guardará una copia de nuestra documentación por si acaso. Nos parece una medída inteligente de prudencia, aunque no tenemos miedo. Nos hace sentir bien comprobar la previsión de nuestros amigos, su serenidad, su sensatez.

En una tienda de comidas preparadas compramos dos pollos asados para el almuerzo de mañana, cuando estemos camino de Kabul, y Azada se compra por fin unas sandalias en una tienda del centro. ¡Tabrik!

Ya ha oscurecido cuando llegamos a casa. Allí nos espera el tío de Azada, que ha venido desde el campo de refugiados para acompañarnos a Afganistán. Nos saluda con esa timidez extraña de los hombres afganos y una sonrisa encantadora. Azada le ha avisado en cuanto hemos tenido los visados en la mano, y este hombre lo ha dejado todo para acudir a su llamada. No sé cómo funcionan las redes de comunicación entre ellos, porque en el campo no hay teléfono. Alguien tiene que haberse desplazado hasta allí para darle el recado. De nuevo me parece admirable la sencillez con que esta gente elude y supera los obstáculos.

Najiba ha preparado un arroz blanco, pero insistimos en cocer también la pasta e invitarlos.

Las dos fuentes de pasta con el sofrito de cebolla, tomate y atún vuelan. Hoy no hay tiempo para tertulias. Preparamos las bolsas. Azada ha conseguido dos burka para Meme y para mí. Sara se ha comprado uno en

el mercado. Nos los probamos. Rocío con colonia la parte interior del mío correspondiente a la cabeza y a la cara. Son burka usados y reconozco que soy muy maniática con los olores.

Calculamos por enésima vez si nos alcanzará el dinero para el hotel, los transportes y gastos que puedan surgir en el viaje. Entregamos a Najiba las fotocopias de nuestra documentación. Comprobamos si lo tenemos todo a punto. De nuevo estamos todas metidas en la habitación. Los hombres fuera. Purdah.

Salgo al porche.

El tío de Azada está fumando. El marido de Najiba le dice algo, supongo que le cuenta que yo también fumo, porque de inmediato me ofrece un cigarrillo.

Acepto y fumamos en silencio. Mañana estaremos en Kabul.

Sábado, 12 de agosto de 2000. Afganistán

‹Se aprecia la prosperidad cuando se troca en calamidad.›

Habíamos puesto los despertadores a las cuatro y cuarto de la madrugada. Nos movemos en silencio para no despertar a los niños y para no llamar la atención de los vecinos. Aún está oscuro aunque el cielo insinúa cierta claridad y ya no es negro, sino azul marino. Recogemos las camas, repasamos nuestras bolsas, nos lavamos y vestimos. Salgo fuera a fumarme un cigarrillo. El tío de Azada ha dormido en el porche. Todavía está echado sobre la alfombra, junto a la pared, y me alejo hacia el otro extremo del porche para no molestarlo. A las cinco en punto viene a buscarnos el taxísta vecino. Antes de salir a la calle nos ponemos los burka bajo los que cruzaremos Peshawar y haremos todo el recorrido hasta la ciudad fronteriza de Torjam. A partir de este momento, Azada será Palwasha, nuestra intérprete afgana, y su tío, su muhrram y el nuestro. Palwasha es un nombre pashtun de mujer que significa ‹luz del sol al amanecer›.

La primera sensación que tengo al desaparecer bajo el burka es precisamente ésa, la de haber desaparecido, de haber dejado de existir, de no ser ni estar en ninguna parte, salvo en el interior de este sudario azul que

limita el espacio donde existo, un espacio equivalente al contorno de mi cuerpo.

Salimos de la ciudad y llegamos al primer control policial, todavía en suelo pakistaní. Un gran letrero prohíbe el paso a los extranjeros. Entramos en el territorio conocido como zona tribal y sin ley de la provincia noroccidental de Pakistán. Esta franja de territorio fronterizo es tierra de nadie, sobre la que ni Pakistán ni Afganistán ejercen ningún tipo de control. Aquí mandan los jefes tribales y es su ley la que impera. Junto a la carretera que atraviesa eI legendario paso del Jyber se suceden los controles. Nos detienen en tres de ellos, aunque contamos bastantes más. En cada oca- sión, nuestro taxista se bajará del coche y tendrá que pagar a los soldados armados el importe que le pidan: cincuenta, cien rupias. El estamento policial pakistaní es conocido por su corrupción. Incluso en la ciudad, la policía de tráfico puede detener un coche al azar, y el incidente se salda, tanto si ha habido infracción como si no, pagando un soborno. Supongo que si hacemos el viaje hasta la frontera cubiertas por el burka, es para evitar que, dada nuestra condición de extranjeras occidentales, nos extorsionen aún más y nos pidan sumas desorbitadas. Cada vez que dejamos atrás un control, nos levantamos la parte delantera del burka. En cuanto Palwasha nos lo indica, nos cubrimos de nuevo el rostro.

Subimos y subimos, adentrándonos en las montañas, hasta que al volver la vista atrás ya no se vislumbra entre las cumbres el valle donde se en- cuentra Peshawar. De pronto, el taxista nos indica un lugar en la pendiente, a nuestra derecha. En la ladera de la montaña, trepando por un camino invisible, una hilera de hombres a pie, cargados con bultos a la espalda, avanza serpenteando cuesta arriba. Contrabandistas. Perfectamente visibles. El contrabando, a pequeña y a gran escala, que entra en Pakistán a través de Afganistán, ha adquirido tales proporciones que ahora, mientras escribo, me entero de que el gobierno pakistaní ha cerrado la frontera con Afganistán para impedir el paso a la nueva avalancha de refugiados deses- perados que huyen del país, pero también para que no entre más contrabando, ya que los productos pakistaníes no pueden competir con los precios del mercado que se abastece con productos traídos de este modo.

Una parte de mí se mantiene alerta para que nada nos delate, para que nadie sospeche, para reaccionar a la menor indicación de Palwasha o de

nuestro muhrram, pero la otra parte vuela entre las cumbres, feliz e incrédula: estoy aquí, cruzando el famoso y legendario paso del Jyber, que no adquirió relevancia como ruta practicable hasta la llegada del imperio mongol. Las anteriores dinastías en el poder, para sus incursiones y expediciones de saqueo a la India, prefirieron el paso de Gomal, más al sur, al este de Ghazni, la magnífica y riquísima capital que hace mil años compitió con Bagdag en esplendor, y cuyos ejércitos, de mayoría pashtun, crearon sus propios feudos en la India. Ghazni fue destruida un siglo y medio después y se alzó entonces la estrella del sultanato de Dehli: un estado musulmán, de cultura persa, situado en un país hindú, gobernado por turcos que gozaban del apoyo pashtun. ¿Es ahí donde hay que buscar los orígenes de los musulmanes de la India y de la partición que culminaría con la creación de Pakistán?

Otra ruta alternativa eludía el paso del Jyber por el norte. Es la ruta que utilizó Alejandro Magno, tras cruzar Afganistán y el Amu Daria, para penetrar en el valle de Swat, donde conquistó las antiguas fortalezas de Bazira y Ora, antes de dirigirse a la llanura de Peshawar.

Llegamos al puesto fronterizo de Torjam sobre las ocho de la mañana, cuando apenas hace media hora que se ha abierto el paso. Aquello es un hervidero de gente. Junto a la calle principal hay puestos de comida y se suceden las hileras de coches aparcados, cuyos conductores compiten por atraer la atención de los viajeros. A un lado de la línea invisible de la frontera los coches pakistaníes que bajarán a la gente hasta Peshawar. Al otro lado, los coches afganos que recogen a los pasajeros procedentes de Pakistán. Por la ventanilla del taxi vemos a algunos soldados pakistaníes, pero sobre todo gente y más gente: hombres y mujeres afganos que van y vienen. La frontera entre Pakistán y Afganistán es absolutamente permeable.

El taxista nos acompaña hasta el puesto fronterizo pakistaní, donde debemos sellar nuestros pasaportes. Palwasha, nuestra intérprete, al ser afgana, no necesita mostrar sus documentos para entrar o salir de Afganistán y nos aguardará en el taxi, mientras su tío, nuestro muhrram, se ocupa de alquilar un coche para proseguir el viaje en territorio afgano.

Descendemos del taxi y nos levantamos la parte delantera del burka. Esta prenda lleva incorporado una especie de casquete o gorro redondo y plano, que se encaja en la parte superior de la cabeza. Por delante, la tela

que cubre el rostro, con la rejilla a la altura de los ojos, y la parte superior del cuerpo es lisa y lleva gran profusión de bordados; la parte fruncida y tableada, que cae por detrás hasta el suelo, envuelve todo el cuerpo. Ambas van cosidas entre sí y unidas al perímetro circular del casquete, encajado en la frente, de modo que el burka no se cae, aunque la parte delantera se eche hacia atrás para dejar la cara al descubierto.

Ahora sí es conveniente que se vea que somos extranjeras. Presentamos los pasaportes en la oficina pakistaní. Un funcionario, sentado tras una gran mesa de madera nos invita a sentarnos. Con mucha parsimonia toma nota, a mano, en una hoja de papel en blanco, de todos nuestros datos. Tratamos de tomárnoslo con la misma calma que él. Estamos a un paso de conseguirlo. Paciencia. Cuando por fin ha escrito cuanto quería o necesitaba saber, se levanta y sale de la oficina. Nos relajamos. Nos miramos y nos da la risa al vernos de esa guisa, con los burka encajados en la cabeza como antiguas tocas de monja. Cuando regresa, nos indica que debemos esperar un momento. Poco después entra un hombre alto, de ademanes agradables, sonrisa franca y mirada penetrante. Nos saluda, estrechándonos la mano, y se sienta de manera informal en el borde de la mesa. No se presenta. Luego nos enteramos de que pertenece al Servicio de Inteligencia Pakistaní.

De buenas a primeras nos dice que hemos llegado hasta aquí de forma ilegal, ya que deberíamos haber pedido un permiso especial para cruzar el paso del Jyber, zona de bandoleros, traficantes y delincuentes, y que nadie está autorizado a hacerlo sin una escolta militar. Esto es un delito y debería mandarnos de regreso. Hemos burlado los controles ocultándonos bajo los burka y quiere saber por qué.

Manifestamos una genuina sorpresa: cuando pedimos el visado en el consulado talibán, nadie nos informó de que además necesitáramos un permiso especial. Nos mostramos moderadamente afligidas y suficientemente contritas: no teníamos ni idea de que estuviéramos cometiendo un delito.

Quizá lo que pretendíamos era entrar en Afganistán de forma clandestina, insinúa mientras nos mira con fijeza. ¿Acaso somos periodistas?

¿Periodistas? No, no somos periodistas y por supuesto no queremos entrar en Afganistán a escondidas ¿para qué?, ¿por qué, si tenemos nuestros visados?

Insiste en el tema del burka.

¿Quién nos ha dicho que tuviéramos que llevarlo? y ¿quién nos los ha proporcionado? Es evidente que no son nuevos, que están usados. ¿De dónde los hemos sacado?

Podríamos haber dicho que los compramos la tarde anterior, en el mercado de segunda mano, pero preferimos contarle una sarta de memeces: que con el burka nos sentimos más protegidas de las miradas de la gente; que estamos hartas de que los niños se abalancen sobre nosotras por las calles; que los mendigos nos agobian; que por eso hemos pensado llevar burka. Además, por lo que sabemos, en Afganistán las mujeres deben llevarlo.

El hombre de ojos y nariz de águila, vuelve entonces sobre el tema de nuestras profesiones. Quiere detalles, los nombres de las empresas para las que trabajamos y el tipo de trabajo que realizamos.

Él está alerta, pendiente de pillarnos en un renuncio, pero nosotras también, y contestamos a sus preguntas con brevedad, evitando dar largas explicaciones para no hablar más de la cuenta, para no delatarnos en un descuido. Somos turistas y no debemos parecer otra cosa. Ni siquiera turistas demasiado inteligentes o bien informadas, para no pasarnos de listas. Cuando no sabemos cómo contestar a alguna de sus preguntas, fingimos no haberla entendido.

Cambia de tema y nos pregunta, distendido y amable, acerca de nuestra estancia en Pakistán, como si ya hubiera terminado el interrogatorio. Se interesa por las cosas que hemos hecho estos días. Pues hemos visitado el Museo de Peshawar, hemos pasado unos días en Islamabad…

–¿En qué hotel de Islamabad se han alojado? – pregunta de pronto. Sin dudar un instante damos el nombre del mejor hotel de la ciudad.

–¿Pueden decirme el número de la habitación?

Nos miramos desconcertadas. Meneamos la cabeza.

–No. No nos acordamos.

–¿Pero tenían una habitación para las tres o eran habitaciones individuales?

–No, no, una para las tres.

Introduce una pausa, supongo que para inquietarnos u obligarnos a dar explicaciones que no nos ha pedido, sólo para llenar el silencio. Pero no

sotras también hemos visto muchas películas de espías y no caeremos en la trampa. Guardamos silencio y esperamos.

¿Trabajamos para el gobierno de nuestro país o en alguna institución pública? No.

Entonces, si no somos periodistas, ni tenemos relación con el mundo del periodismo ¿a qué vamos a Afganistán?, ¿con quién queremos encontrarnos allí?, ¿cuál es el objetivo de nuestro viaje?

Lo único que queremos es hacer un poco de turismo y visitar Kabul.

¡No se puede hacer turismo en Afganistán! Todo está destruido, Kabul está en ruinas, el país está en guerra.

Le propongo a Sara que le hable de la ruta de la seda, de la fascinación por la historia antigua y el pasado legendario de Asia central.

–Déjate de tonterías. Ni ruta de la seda, ni nada -me replica en catalán. Nuestro interrogador se centra entonces en el tema de la intérprete que nos acompaña. Quiere saber cómo hemos contactado con ella, de qué la conocemos.

–Nos la ha proporcionado el hotel. Cuando nos concedieron los visados, preguntamos en recepción. Para ir a Afganistán necesitábamos una intérprete y preferíamos, si era posible, que fuera una mujer.

Nos mira pensativo con sus ojos escrutadores y se pone en pie con determinación.

–Vamos a hablar con esa intérprete -dice mientras echa a andar hacia la puerta. Ordena al taxista que le acompañe.

Ahora sí que pensamos que no saldrá bien. Que después de haber conseguido llegar hasta aquí, tendremos que dar media vuelta y no podremos entrar en Afganistán. Porque no nos hemos puesto de acuerdo con Palwasha acerca de todos estos detalles y ella no puede imaginar qué nos acabamos de inventar nosotras. ¿O quizás sí? En cuanto la vemos entrar cubierta por el burka, tras el hombre del Servicio de Inteligencia, Sara reacciona con gran rapidez y exclama:

–¡Ya le hemos dicho que la intérprete nos la proporcionó el hotel! Palwasha comprende de inmediato y confirma nuestra versión. Entonces le llega el turno a ella de contestar a un sinfín de preguntas: nombre, dirección en Peshawar, nombre de sus padres, de los miembros de su familia con los que se supone que vive. Eso sí estaba acordado de an

temano. Palwasha contesta con seguridad, desde debajo del burka, mientras el hombre toma nota de todo y asegura que van a comprobar cuanto ha dicho. Para la intérprete afgana no hay sonrisas, ni guante blanco. El hombre es correcto con ella, pero la simpatía la reserva sólo para nosotras, las extranjeras occidentales. Quizá no sea intencionado, quizá hablar con un burka puesto hace que la gente olvide que debajo hay un ser humano.

Insiste de nuevo en qué interés puede tener para nosotras visitar Afganistán, un país destruido y en guerra, sin atractivo turístico alguno. Pero lo que le sigue pareciendo más sospechoso son los burka, hasta que Meme interviene con su precario inglés.

–En Pakistán, pakistaní -dice mientras se coge con las dos manos, a la altura de los hombros, el traje pakistaní que lleva bajo el burka-. En Afganistán, afganí -y se lleva las manos a la cabeza cubierta por el burka.

El hombre del Servicio de Inteligencia no puede evitar la risa. Semejante explicación inclina la balanza de sus suspicacias y se convence de que no tenemos dos dedos de frente y de que realmente somos lo que decimos y aparentamos ser: unas turistas extravagantes, de pocas luces, y por lo tanto inofensivas. Meneando la cabeza, indica al funcionario que selle nuestros pasaportes. Luego nos los entrega, mientras en un tono protector y una actitud paternalista nos amonesta y nos comunica que hará una excepción con nosotras y nos dejará cruzar la frontera. Pero nos advierte que a la vuelta quiere vernos sin falta, para ponernos una escolta que nos lleve hasta la ciudad y garantice nuestra seguridad: somos huéspedes del gobierno pakistaní y por lo tanto, ellos se sienten responsables. No pueden correr el riesgo de que nos pase nada en la zona fronteriza donde podríamos ser raptadas, violadas o asesinadas sin que nadie volviera a saber nunca más nada de nosotras. Le aseguramos que así lo haremos, repetimos que en ningún momento hemos tenido la intención de hacer nada ilegal; simplemente, nadie nos había informado. Se despide de nosotras y antes de abandonar la oficina nos dice que nos quitemos esos burka que no nos hacen ninguna falta.

Nos apresuramos a obedecerle.

Una vez fuera del edificio, despedimos al taxista que ha asistido a todo el proceso sentado en un extremo de la oficina. A la vuelta sabremos que

tuvo que pagar mil rupias al hombre del Servicio de Inteligencia que nos había interrogado para que lo dejaran marchar sin problemas.

Cruzamos la frontera a pie, la cabeza cubierta tan sólo por el shador y el burka colgando del brazo como si fuera una chaquèta, intentando localizar entre el gentío el turbante de nuestro acompañante. Volvemos atrás, entrando y saliendo de Pakistán y de Afganistán, hasta que lo encontramos, preocupado por nuestra tardanza. Ya ha conseguido un coche, donde ha cargado nuestras bolsas de viaje, pero antes tenemos que pasar por el puesto fronterizo talibán, donde también deben sellarnos los pasaportes.

El talibán que nos recibe se sonríe al ver nuestros burka y supongo que le causa una buena impresión nuestra buena disposición. Pero cuando le preguntamos si nos lo tenemos que poner, nos da a entender que no, que nosotras no tenemos que llevarlo. Nos conduce bajo una techumbre de ramas donde hay unos camastros de cuerda. Nos invita a sentarnos y nos ofrece una taza de té que rechazamos. Él también nos pregunta por el objeto de nuestro viaje y por nuestras profesiones, y luego quiere saber si en Kabul deseamos entrevistarnos con alguna mujer afgana. No sé si es un ofrecimiento para facilitarnos una entrevista amañada o si quiere descubrir qué tramamos. Quizá sería una oportunidad única de hablar con una mujer talibán, pero aceptar su velada propuesta nos delataría y, de todos modos, ¿qué nos iba a decir cualquier mujer afgana, fuera o no fuera talibán, en presencia de sus verdugos? Insistimos en que nuestro interés por Afganistán y por Kabul es sólo turístico.

Y eso es todo.

Comparado con el interrogatorio a que nos acaban de someter en el puesto fronterizo pakistaní, hasta nos sabe a poco.

Luego el talibán dedica su atención a nuestra intérprete. Quiere saber por qué viaja con nosotras. Ella responde con actitud humilde, el cuerpo y la cabeza ocultos por el burka, inclinados hacia delante: las señoras extranjeras necesitaban una intérprete, habían insistido mucho en que fuera una mujer, y se habían puesto en contacto con ella a través del hotel donde se alojan. Pero añade que si hay algún problema o algún inconveniente, ella se marcha a su casa.

El talibán le recuerda que ninguna mujer afgana puede trabajar para una organización no gubernamental. Ella responde que no trabaja para nin

guna organización, que sólo acompaña a las extranjeras para hacerles de intérprete.

El talibán no insiste.

Nos sellan los pasaportes y partimos en el coche que nuestro acompañante ha contratado mientras realizábamos todos los trámites. Un todo terreno conducido por un hombre, sin duda talibán. Los talibanes se reconocen y distinguen a simple vista por su aspecto: los que tienen edad, ostentan una larga y poblada barba; todos llevan grandes turbantes, mientras que el resto de la población masculina se cubre la cabeza con un gorrito circular o improvisa un turbante con el tradicional paño grande y cuadrado propio de la vestimenta afgana que sirve para todo; las perneras de sus pantalones son algo más cortas y los faldones de las camisas largas que llevan encima son rectos y no semicirculares, como los del resto de la población; llevan chalecos amplios; los hay que usan henna y la mayoría se pintan una raya oscura bajo los ojos; consumen naswar, picadura de tabaco verde, que guardan en unas bolsitas y se meten debajo de la lengua o entre el labio inferior y los dientes.

El conductor no nos dirigirá la palabra en todo el viaje. Ni que decir tiene que tampoco pondrá música. En Afganistán está prohibido escuchar música.

Son casi las nueve de la mañana cuando emprendemos el viaje en el flamante Toyota de nuestro chófer. El viaje hasta Kabul durará unas ocho horas. Palwasha nos informa de que antes este trayecto se hacía en una hora y media. La distancia desde la frontera a la capital de Afganistán es de apenas doscientos kilómetros, pero en la actualidad, tras todos estos años de guerra, la moderna carretera que unía Kabul con el puesto fronterizo prácticamente no existe. En muchos tramos la calzada ha desaparecido a causa de los bombardeos y la explosión de las minas terrestres, y los socavones son considerables.

Dejando atrás unos huertos de naranjos, la carretera enfila hacia el desierto, flanqueada de vez en cuando por algunos tamarindos que crean túneles de sombra, y a partir de un determinado punto discurre paralela al río Kabul.

Cruzamos el valle donde tuvieron lugar los violentos enfrentamientos de la tercera guerra anglo-afgana. Tres veces intentaron los ejércitos del

Imperio Británico apoderarse de Afganistán desde sus asentamientos en la India y tres veces fueron rechazados por los afganos, sufriendo estrepitosas derrotas.

La lucha entre las potencias extranjeras por el control de Afganistán no empezó con la guerra fría, ni con el conflicto armado entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Afganistán ya fue escenario y tablero de juego por el control del Asia central entre la Rusia de los zares, el Imperio Británico y la Persia del Sha. Acuerdos y desacuerdos, pactos y estrategias, territorios y ciudades afganas que se perdían y recuperaban: Herat, en la zona occidental; Peshawar, Kandahar o Quetta, al este del país; los territorios uzbecos, tayikos y turkmenos del norte, de la otra orilla del Amu Daria. Una comisión anglo-rusa estableció la frontera norte de Afganistán; un acuerdo entre británicos y persas fijó la frontera afgano-persa que divide el Beluchistán; los británicos trazaron la línea Durand, todavía vigente, que divide el Pashtunistán y marca la frontera entre un Afganistán inconquistable y la India colonizada, división ratificada por la posterior partición de la India, que Afganistán nunca ha reconocido, y la aparición de un nuevo estado, Pakistán, en 1947.

El paisaje es de una dureza y una belleza sobrecogedoras: un desierto de roca, casi blanco en algunos tramos; extensiones abrasadas de sol y soledad, tierra yerma, parda y clara; un río, el Kabul, más azul que el cielo; alguna franja verde, allí donde el subsuelo rocoso se interrumpe en lagunas de tierra fértil. A lo lejos las Montañas Blancas, Safid Koh, en dari, Spin Ghar en pashtun. Imponentes. Y a la derecha, inesperadamente verdes, las montañas del Nuristán.

A lo largo de la carretera hay controles talibanes que se distinguen por la bandera blanca que ondea en lo alto del puesto. La bandera blanca, que en el lenguaje universal es símbolo de paz, de tregua, de rendición, de alto el fuego, se ha convertido en manos de los talibanes en la bandera de la violencia, de quienes oprimen a la población por el terror. Sólo los altos mandos y los hombres más respetables y santos son dignos de llevar el turbante blanco. Por eso está prohibido a cualquiera, y sobre todo a las mujeres, llevar calcetines de ese color.

Avanzamos dando tumbos, rebotando contra el asiento o las ventanillas del coche. El tío de Palwasha se ha sentado delante, junto al conductor.

Nosotras cuatro ocupamos el asiento de atrás. Ella cubierta por el burka. Nos turnamos para apoyarnos en el respaldo. Estamos empapadas en sudor. La temperatura es tan alta que el agua embotellada quema como si tuera té recién preparado.

A la derecha, un campo de adormidera recién segado. Cuando es el tiempo y la flor se abre, los campos de Afganistán se convierten en una alfombra roja. Para la siega se contratan braceros a millares, temporeros, como si se tratara de la vendimia, la recogida de la aceituna o la cosecha de los frutales. El opio es la principal fuente de ingresos del poder talibán.

Nos acercamos a Jalalabad, ‹La morada del esplendor›. En las proximidades de la ciudad, fundada hace cinco siglos por un emperador mongol de la India, la carretera no está tan deteriorada, y recorremos una larga avenida, cubierta por el denso follaje de los árboles que crecen a lado y lado, altos, gruesos, probablemente centenarios, cuyas copas se entremezclan en lo alto formando un toldo. A la izquierda, el aeropuerto militar. Un poco más adelante, a la derecha, la guarnición adonde llegó, el 13 de enero de 1842, para convertirse en leyenda, el sargento Brydon, el único superviviente de un ejército, el británico, formado por diecisiete mil quinientos hombres y destruido en siete días por los afganos, en los cañones, gargantas, barrancos y desfiladeros entre Kabul y Jalalabad, capital de la provincia de Ningrahar.

Esta ciudad, situada en un oasis rodeado de montañas, fue siempre capital de invierno de los reyes, y antes de que las guerras cambiaran por completo la vida del país, muchas familias afganas pasaban aquí sus vacaciones de invierno. Sus famosos naranjales en flor eran objeto de un certamen poético anual.

El valle de Jalalabad fue, durante los primeros siglos de nuestra era, un importante centro de peregrinación budista y tres fuentes escritas distintas certifican que el propio Buda visitó el valle para vencer al dragón Gopala, un espíritu atormentado al que Buda apaciguó con su sombra. También formó parte de la ruta comercial que unía China con la India, una ruta de la seda secundaria, por donde viajaban las caravanas que transportaban la seda cruda de China, el algodón, las especias y el marfil de la India, los rubíes, el lapislázuli y las turquesas de Afganistán.

Nada de esto importa ahora. No son la arqueología, el arte o la conservación de los vestigios culturales del pasado de Afganistán lo prioritario.

Nada de eso tiene cabida bajo el terror talibán, sino para ser destruido, arrasado, eliminado para siempre.

Entramos en Jalalabad, que desde hace años sólo ve pasar refugiados y tropas. Dejamos atrás la Facultad de Medicina y tengo un recuerdo afectuoso para el doctor del campo de refugiados que estudió aquí, cuando la guerra todavía no había desangrado el país. Parece mentira que hace apenas unos años -Jalalabad fue ocupada por los talibanes el 11 de septiembre de 1996- chicos y chicas afganos pudieran asistir a clase en este mismo edificio, se vistieran como quisieran, se relacionaran y bromearan juntos. Tras la expulsión de las tropas soviéticas, y hasta el 92, la ciudad, como otras capitales urbanas, fue controlada por el gobierno de Najibullah, todavía apoyado por la Unión Soviética, mientras los grupos islamistas ocupaban las zonas rurales, atacaban las posiciones del gobierno y bombardeaban la capital.

Nos detenemos a comprar pan y fruta para la comida. Un melón afgano. Entre los puestos del bazar pueden verse paradas de cambio de moneda, montones de billetes de más de un palmo de altura, sobre cajas de fruta de madera colocadas boca abajo. No nos bajamos del coche. Nuestro acompañante es quien realiza las compras.

Seguimos ruta.

Los socavones y los baches se suceden. Nos agarramos donde podemos, todos los músculos en tensión para amortiguar el rebote. Nos duele todo el cuerpo. En los tramos donde la carretera parece más practicable el conductor acelera. En uno de estos acelerones se acerca tanto al coche que nos precede que, antes de que nadie pueda reaccionar, ya hemos chocado. Palwasha que iba sentada de lado se da un golpe con el asiento de delante. Nada grave.

Nuestro talibán se baja del Toyota.

El conductor del coche que hemos embestido también.

Discuten un rato, se gritan uno a otro. Después cada cual regresa a su vehículo y sigue su camino. Ni parte de accidente, ni nada que se le parezca. Quien más grita tiene razón. Nuestro conductor ni siquiera nos pregunta si nos hemos hecho daño. Cierra la portezuela, escupe por la ventanilla y arranca.

En algunos puntos de la carretera, con mayor o menor frecuencia, se ven montoncitos de piedras: cinco o seis pedruscos del tamaño de una pa

tata grande, colocados uno encima de otro. Ya hace rato que me han llamado la atención. Los hay por todas partes y su distribución no parece obedecer a ninguna lógica. Pregunto. Resulta que indican los lugares donde hay minas localizadas. De esta manera, los conductores pueden esquivar los puntos peligrosos. Muchos de los socavones se deben a la explosión de minas. Quizá algunas de estas minas sean de fabricación española. España ha vendido minas a Pakistán y sigue vendiendo otras armas a este país y a Arabia Saudí, aliados de los talibanes, y también a Irán, que apoya al bando contrario.

Junto a la carretera no hay núcleos de población. Pero a cada poco pueden verse, en lo que fue la calzada, salidos de la nada, caídos del cielo, niños u hombres mayores, que en cuanto ven aproximarse un vehículo, echan paletadas de tierra, de grava o de polvo que se lleva el viento al interior de los baches, y hacen señas a los conductores para indicarles el mejor sitio para pasar. Los conductores o los viajeros, si quieren, les dan dinero a cambio. Sin detenerse. Echando unas rupias por la ventanilla abierta. Al cabo de las horas, ya nos hemos acostumbrado a los saltos, a los virajes bruscos, a la polvareda constante que levanta el paso de cualquier vehículo y al calor que en otras circunstancias nos habría parecido insoportable.

La ruta está bastante transitada: coches, furgonetas, algún autobús y sobre todo camiones. Una de las cosas que más llama la atención en esta carretera que une Pakistán con Afganistán, aparte de su deplorable estado, es el tráfico intenso y constante de grandes camiones en ambos sentidos de la marcha. Algunos de los que circulan en dirección a Pakistán van cargados de neumáticos, de melones, de gruesos troncos. Pero muchos de ellos, al igual que los que circulan en dirección contraria, hacia el interior de Afganistán, van herméticamente cerrados. Son muchos. Demasiados para un país que está en guerra desde hace más de veinte años, sometido a sanciones económicas, que no mantiene relaciones, ni comerciales, ni diplomáticas, con otros países. Se me escapa el objetivo del trasiego de neumáticos. Los troncos de árboles enormes son el resultado de la deforestación sistemática que se está llevando a cabo en los bosques que quedaban en Afganistán, para vender la madera a Pakistán. En los camiones cerrados a cal y canto, no puede ir más que contrabando y droga. Como dice Meme:

–Vale que Afganistán produzca muchos melones, ¡pero tantos…! Afganistán produce más opio que melones. Su producción, bajo el poder talibán, se ha convertido en la mayor del mundo, y sale del país por carretera. En Afganistán no hay trenes. La compañía aérea nacional, en aplicación de una de las sanciones que la ONU ha impuesto al país, no puede efectuar vuelos. La droga sale por carretera, en esos camiones, de forma masiva hacia Pakistán. En los camiones procedentes de Pakistán, también herméticamente cerrados, que van en sentido contrario, sólo pueden viajar las armas que Pakistán suministra a sus aliados talibanes. ¿Qué otra explicación puede tener el constante ir y venir de camiones por esta carretera, comparable sólo al tráfico tremendo de la zona industrial de cualquiera de nuestras ciudades en hora punta?

El paisaje es de una belleza indescriptible, especialmente para mí, que adoro los lugares duros, inhóspitos, donde la vida es un milagro. A Sara le resulta desolador, pero yo percibo en él una grandeza, una fuerza y una majestuosidad que asimilo a la fortaleza y a la dignidad de sus habitantes. Sobrios, luchadores, supervivientes natos. El ocre blanco de las montañas desiertas, el negro brillante de la roca cortada de sus desfiladeros y gargantas, el azul radiante del río, de tonalidades cambiantes, las tiendas de nómadas en el horizonte y los esporádicos estallidos irracionales de verde en medio del desierto, me parecen acordes con la sobriedad de sus gentes, la firmeza de sus decisiones, su capacidad de resistencia sin lamentos, la dulzura de sus afectos, su predisposición a la risa. Entre bandazo y bandazo, viajando por esta carretera, siento que voy a enamorarme sin remedio de este país y de su gente. Un amor insensato, injustificado, y sin embargo lleno de sentido. Y que la nostalgia de Afganistán me acompañará mientras viva.

Sobre las doce y media paramos a comer junto al río, cerca del desfiladero de Sarobi, conocido en la antigüedad como la Garganta de la Seda. Por este mismo lugar, tras ocupar Jalalabad, se abrieron paso los talibanes por la fuerza de las armas, a través de lo que parecía una posición impracticable. Tras pocos días de feroces luchas y enfrentamientos en los distritos orientales de Kabul, marcharon sobre la ciudad y se apoderaron de ella el 26 de septiembre de 1996, tras haber barrido de la escena a las tropas de Hekmatyar, que durante el invierno anterior, desde su base de Sarobi, y

sin interrumpir los ataques a la capital, controlada por Massud, había sometido a la ciudad de Kabul a un bloqueo brutal, impidiendo el paso incluso a los convoyes de ayuda humanitaria, mientras la población padecía un invierno durísimo, con restricciones de comida y combustible y una inflación que la empobrecía día a día. A derecha e izquierda de la carretera, pueden verse todavía restos de la guerra: tanques y carcasas de vehículos militares oxidados, abandonados.

Antes de desaparecer, el conductor aparca junto al muro de un edificio de una planta, próximo a la carretera: es un merendero donde sirven comidas y bebidas a los viajeros, aunque también está permitido comer lo que lleve cada cual. Nosotras descendemos por un pequeño terraplén hasta la orilla del río, formada por grandes guijarros. Nos quitamos las sandalias y metemos los pies en el agua. Pero cuando hago un amago de subirme un poco los bajos de los pantalones para que no se me mojen, Palwasha me llama de inmediato la atención. De espaldas a la carretera y de cara al río se ha levantado el burka para mojarse la cara. De pie, con los pies en el agua, envueltas en metros de ropa y procurando que no se nos caiga el shador de la cabeza, es difícil refrescarse. Opto por sumergir en el agua un extremo del shador y luego el otro, tanto como da de sí la tela, sin descubrirme la cabeza. El algodón mojado, con el aire, es una auténtica delicia. También consigo mojarme un poco el pelo tomando agua en la palma de una mano y sujetándome el vestido y el shador con la otra. Unos metros más arriba, nuestro muhrram se zambulle en el río, sin camisa ni turbante. ¡Menuda envidia! Cuando nos quedamos solas en la orilla del río, hacemos algunas fotos. Repasamos de nuevo el plan, por si algo sale mal, por si surge algún impedimento, por si no podemos encontrarnos, por si alguien nos pregunta… Palwasha no es más que una intérprete que nos ha proporcionado el hotel y a quien pagamos por sus servicios. Somos turistas. Debemos comportarnos como tales. El tío de Palwasha se reúne con nosotras. Hay que subir a comer.

Sacamos del coche la cazuela tapada y liada con un trapo, donde llevamos, ya troceados, los pollos asados que compramos ayer por la tarde. También cogemos el melón y el pan de Jalalabad y entramos en una gran sala del local destinada a las familias y que está absolutamente vacía. La alfombra que cubre el suelo es áspera y pica a través de la tela de los vestidos. Sobre las tiras anchas de hule marrón que hacen de mantel, hay varias

jarras de plástico llenas de agua que utilizamos para lavarnos las manos, sacándolas por la ventana que da al río. Nuestro querido muhrram nos trae unos refrescos de cola. El pollo, el pan y el melón nos saben a gloria. Palwasha recuerda que cuando huyó de Kabul con su familia, tuvieron que hacer noche en un lugar como éste. No había luz y el recinto estaba atestado de gente, de familias que también huían. Los controles que habían tenido que pasar, el miedo que le causaba la proximidad de los muyahidin armados… Nos cuenta entre risas que tuvo una pesadilla y se despertó gritando, y de paso despertó a toda aquella gente que dormía a su alrededor y se armó un gran revuelo.

Recogemos el pan sobrante que Palwasha mete en la cazuela con los restos de pollo. Con destreza, de nuevo convierte la cazuela y el paño en un hatillo que se puede llevar cómodamente con una mano, cogido por el nudo como si fuera un asa.

–Es lo que solíamos hacer cuando salíamos de picnic.

Palwasha nos cuenta que, años atrás, esa zona del río era el lugar favorito de los kabulíes para salir a comer al campo. En días de fiesta, la gente salía de la ciudad por la mañana, pasaban el día allí y regresaban a última hora de la tarde. La distancia era un paseo cuando la carretera estaba en condiciones. En la orilla del río había árboles, yerba, flores…

Ahora nadie lo hace. Está prohibido.

Subimos de nuevo al coche.

Dejamos atrás un tanque desguazado. Colgando de su carcasa manchada de orín, madejas enredadas, grandes como pelotas de playa, largas y tupidas como crines de caballo, de cintas de casete y de vídeo, música y películas destruidas. No son las primeras ni las últimas que vemos. Ahí quedan los restos de la destrucción masiva de cintas de cualquier tipo: colgando de la chatarra, de los postes, culebreando por las cunetas. Tras tomar una ciudad, los talibanes recorren las calles proclamando sus decretos y órdenes a través de megafonía o utilizando la única emisora de radio que han conservado, la que ellos controlan, Radio la Voz de la Sharia. Entre otras cosas, se da a la población un plazo de quince días para bajar a la calle los televisores y aparatos de vídeo y destruirlos. Incluso han llegado a colgar televisores de los árboles, como si fueran ahorcados, y si en un registro descubren algún aparato que se haya salvado de la destrucción, el castigo es ejemplar

El paisaje cambia y nos adentramos en una zona montañosa. Ya no se ve el río. Las laderas escarpadas, de proporciones gigantescas, ocultan también el sol. Paramos un momento. Los hombres van a rezar. Nosotras nos bajamos también del coche y nos hacemos fotos. Sin disimular. Nadie nos ha dicho que no podamos. ¿Acaso no somos turistas?

La pausa es corta y pronto reanudamos el viaje. A la derecha, dejamos atrás las instalaciones de una central hidroeléctrica que suministraba energía a las ciudades de Kabul y Jalalabad. Ahora está abandonada. Más arriba encontraremos el embalse y el pueblecito en ruinas donde vivían los empleados de la central, ahora arrasado por las bombas y deshabitado.

La carretera recupera de pronto cierto aspecto de normalidad: el asfalto está íntegro, mientras subimos por el cañón rocoso de Tangi Gharu, al parecer, según dicen los libros, una de las vistas más espectaculares de Afganistán. En uno de los túneles nos corta el paso un rebaño de cabras. En una curva miramos abajo y la altura que hemos alcanzado en pocos kilómetros de recorrido es impresionante. Casi en lo alto, el conductor se detiene en un punto que ofrece una vista magnífica sobre el cañón y la carretera que se encarama por la montaña. Comenta algo con el tío de Palwasha, éste se lo transmite a Palwasha, y ella a nosotras:

–Ha parado por si queréis hacer una foto de la vista.

El desconcierto es total, porque en ningún momento este hombre taciturno nos ha dirigido la palabra, ni siquiera una mirada, como si transportara cajas. Pero reaccionamos con rapidez. Desde luego, es todo un detalle por su parte y le damos las gracias. Ni se inmuta.

La ascensión termina cuando alcanzamos la meseta de Kabul. Nuestro conductor se para en un puesto de fruta y da unas rupias a un niño para que le pegue un manguerazo al coche. Tenemos que subir las ventanillas. A partir de aquí, la carretera muestra algunos desperfectos, pero los baches son esporádicos. Nos acercamos a Kabul. El calor y el cansancio nos producen ahora, cuando tan cerca estamos de nuestro objetivo, un amodorramiento casi invencible. Veo a mis compañeras de viaje dar cabezadas también y sólo los baches me mantienen despierta.;No, ahora no! Quiero hacer el último tramo del trayecto con los ojos bien abiertos, con la mente despejada, con los sentidos alerta.

A la izquierda queda una de las cárceles más grandes del Asia central:

Pul-i-Charji. E inmediatamente después empieza la zona industrial de Kabul, que experimentó un crecimiento espectacular entre los años sesenta y setenta. Fábricas textiles, fábricas de plásticos, de productos químicos, bicicletas, pinturas y esmaltes… Ahora es un lugar desierto. Los edificios y naves de las fábricas que todavía quedan en pie después de los bombardeos y la destrucción masiva de que ha sido víctima la ciudad a manos de Hekmatyar, de Massud y de otros cabecillas islamistas, están en ruinas, los tejados hundidos, las paredes semiderruidas. Hace casi una década que se inició la destrucción de Kabul, y no se ha reconstruido nada en los cuatro años transcurridos desde que los talibanes ocuparon la ciudad y la sometieron a su feroz control, porque los usurpadores no pretenden la recuperación económica del país ni su reconstrucción, ni tienen un proyecto de gobierno para la paz. Nos adentramos en la ciudad, en su desolación aterradora. Las ventanas de los edificios que aún quedan en pie tienen los cristales rotos, algunos cubiertos con plásticos; cruzamos una zona residencial, pasamos junto a la universidad militar, la biblioteca, un cine, una escuela secundaria, el Ministerio de Sanidad… todo cerrado y paralizado, edificios desiertos, abandonados, con señales de bombardeos y disparos en las fachadas ennegrecidas. Circulamos por amplias avenidas. El proverbio local que afirma: ‹Se aprecia la prosperidad cuando se troca en calamidad›, es aquí tan tangible como las piedras: de la prosperidad pasada no queda más que el recuerdo.

Kabul, ‹la Hermosa› convertida en Kabul, ‹la Silenciosa›. El coche toma una cuesta que sube por una de las colinas situada al noreste de Kabul, hasta llegar a la cima. Aparece ante nosotras el Hotel Intercontinental, donde vamos a alojarnos. El conductor da la vuelta a la rotonda, para dejarnos ante la puerta. En un extremo del edificio veo un cartel que me llena de alegría: Book Shop. Perfecto. Son cerca de las cinco de la tarde.

Entramos los cinco en el vestíbulo enorme que se extiende a derecha e izquierda. Casi junto a la puerta se encuentra el mostrador de recepción. Frente a él un amplio tresillo. Pedimos una habitación para tres. Lo lamentan mucho pero no es posible. Lo que sí pueden ofrecernos son dos habitaciones contiguas, con puerta de comunicación interior, una doble y

una individual. De acuerdo, casi mejor, nos decimos; tendremos más espacio y dos baños en lugar de uno.

Un empleado del hotel recoge las llaves y carga nuestras bolsas en el ascensor dispuesto a mostrarnos nuestras habitaciones. Invitamos a Palwasha y a su tío a subir con nosotras. El recepcionista habla con Palwasha. Y ella nos dice que no puede subir, que nos despidamos ahora. Mañana vendrán a recogernos. A las ocho de la mañana. Nos encontraremos allí mismo, en el vestíbulo.

No tenemos forma de saber qué está pasando y Palwasha no puede decírnoslo porque el recepcionista sabe inglés. El burka impide cualquier guiño de complicidad. Desandamos el camino recorrido hacia el ascensor y nos acercamos a ella, que nos alarga la mano bajo el burka. Nada de abrazos. Nada de besos. Es nuestra intérprete. Apenas la conocemos. Nos metemos en el ascensor con cierta sensación de incomodidad. El tío de Palwasha se acerca corriendo. Recoge del sùelo, entre nuestros bártulos, el hatillo con el pollo. Risas. Sonrisas. Y las puertas del ascensor se cierran.

Nos conducen hasta nuestras habitaciones. Amplias. Luminosas. Los balcones dan a la parte trasera del edificio y ante nosotras aparece una imponente vista de Kabul que se extiende por la meseta y se encarama por las colinas redondeadas que la cercan. A lo lejos, los altísimos picos de las montañas que la rodean.

Hasta que no volvamos a reunirnos con Palwasha, no sabremos qué ha sucedido en recepción. Luego nos enteramos de que cuando se disponía a acompañarnos hasta nuestra habitación, el recepcionista se lo había ímpedido, y además le había advertido que no nos comentara nada. Una vez hubimos desaparecido en el interior del ascensor, el hombre había querido saber qué hacía ella allí, dónde trabajaba y por qué. Ella había fingido no tener la menor idea de la situación en Afganistán, sólo era una pobre chica que estudiaba en una escuela de Peshawar y había querido aprovechar el trabajo que le habían ofrecido las señoras extranjeras. El conserje le aconsejó que se alejara del hotel cuanto antes, si no quería tener problemas. La informó de que la situación había empeorado en los últimos días y que varias mujeres habían sido arrestadas porque las habían descubierto trabajando en obras sociales. Ella se limitó a repetir que sólo era la intérprete de las extranjeras y se marchó, con su muhrram.

Mientras esta conversación tiene lugar en recepción, nosotras, ajenas a todo, curioseamos en nuestros nuevos dominios. En la habítación no hay televisor. Junto a la cama, varios botones de lo que debió ser el hilo musical. No funciona. También está prohibido. Pero los baños nos parecen espléndidos. Nos duchamos con agua caliente y lavamos toda nuestra ropa en una orgía de agua y jabón. Las tres nos reímos de la pasión que hemos desarrollado por convertir cualquier lugar en un lavadero. Descubrimos que en la habítación individual, además de la cama, hay un sofá cama, con una cama nido debajo. Así que podríamos haber cogido una sola habitación y ahorrarnos unos dólares. ¿Nos han engañado al decirnos que no era posible? Es evidente que sí. ¡Qué se le va a hacer!

Llaman a la puerta. Nos traen un jarroncito con flores y nos preguntan si todo está bien. Sí, todo está muy bien. Pero cada vez que salimos de la habitación, aparece algún empleado del hotel. Son todos hombres, que se muestran muy solícitos y nos siguen a todas partes. Resulta molesto. ¿Nos vigilan?

Bajo un momento al vestíbulo para localizar la tienda de libros que he visto anunciada al llegar. Está cerrada. Me fijo en el horario y miro a través de los cristales. Está llena de libros y de postales. En el escaparate un libro de cuentos y otro de cocina. No quisiera abandonar Kabul sin haber echado un vistazo y haber adquirido unos cuantos textos. Cerca de la librería hay un grupo de talibanes.

Bajamos a cenar al comedor en cuanto oscurece.

La sensación de no poder dar un paso sin que nos sigan los empleados del hotel nos incomoda.

Meme invita.

–Acordaos que me jugué una cena, convencida de que no iban a darnos el visado y aquí estamos. ¿Qué mejor que pagar mi apuesta en Kabul?

Ellas piden una tortilla española, que aparece en la carta. Yo pido el qabalee palau. En otra mesa del comedor hay dos hombres de aspecto occidental. Mientras nosotras cenamos, llegan otros tres hombres que ocupan otra de las mesas. Los ignoramos a todos. Lo que nos sorprende es que ellos también nos ignoren a nosotras. ¿No es raro que ni siquiera se acerquen a saludarnos?

No hay más huéspedes. Este edificio enorme es un lugar desierto, un hotel fantasma. Las luces del vestíbulo están apagadas. Las bombillas del

comedor irradian una luz mortecina. El número de empleados supera en mucho al de clientes; nos atienden tres o cuatro camareros a la vez, que aguardan algo apartados, pendientes de cualquier movimiento nuestro para acudir con una solicitud agobiante. Nos lo tomamos a risa. La tortilla española en Kabul es una tortilla redonda, hecha en sartén pequeña, de huevo, tomate y cebolla. Las patatas fritas son la guarnición. Uno de nuestros múltiples camareros descorre las cortinas y abre el ventanal cuando nos ve abanicarnos con la servilleta. La brisa de la noche kabulí entra a raudales y enseguida la temperatura se suaviza. Tomamos café y alargamos la sobremesa, como unas buenas turistas. El conserje del hotel se acerca a comunicarnos que mañana a primera hora vendrá a recogernos un coche oficial para ir a la oficina del Ministerio de Turismo a recoger no sé qué tarjetas, para que no tengamos ningún problema. Burocracia.

De nuevo en la habitación, repasamos la lista de lugares que queremos visitar de acuerdo con las indicaciones de nuestros contactos afganos. No vaya a ser que entre ir al Ministerio y tramitar lo que sea que tengamos que tramitar, lleguemos tarde a nuestra cita con Palwasha.

Luego establecemos un rato de silencio, para que cada una pueda anotar en su cuaderno las impresiones del día. Meme se duerme. Sara y yo cotejamos las notas que hemos tomado por si hemos olvidado algo.

Desde el balcón, la luna creciente, como una tajada generosa de sandía, reina sobre la noche de Kabul, invisible en la negrura. Sólo algunos puntos de luz dibujan su perfil.

Domingo, 13 de agosto de 2000. Afganistán

‹¡Que Kabul se quede sin oro, antes de quedarse sin nieve!›

Desayunamos atendidas por tantos camareros y tan solícitos que más parecen pajes y nosotras las sultanas de un exótico reino. Meme sube a la habitación. Sara y yo esperamos a nuestra intérprete Palwasha sentadas en el tresillo del vestíbulo, frente a recepción. Rodeados de maletas y bultos, tres de los hombres que vimos anoche cenando en el comedor del hotel se despiden del conserje con grandes efusiones. Llevan cámaras de fotos colgando del cuello. ¿Periodistas con un permiso especial? Desde febrero de 1999 está prohibida la entrada de periodistas en Afganistán. ¿Turistas? ¿A quién se le ocurriría hacer turismo en un país arrasado por la guerra?

Las ocho en punto. Entra nuestro acompañante, el tío de Palwasha. Vienen a recogernos para iniciar el recorrido clandestino, pactado de antemano.

Meme tarda en bajar y subo a avisarla, pero no la espero y me apresuro a bajar de nuevo al vestíbulo. El conserje se ha sentado en el tresillo frente a Sara y los veo discutir en inglés.

Al parecer, la conversación ha empezado con toda normalidad. El conserje se ha interesado por nuestros planes. Sara le comenta que queremos recorrer Kabul. El conserje le recuerda que tenemos que sellar nuestros pasaportes en el Ministerio de Turismo y añade que debemos contratar un coche y un intérprete oficial. Ya sabemos que tenemos que sellar los pasaportes y eso será lo primero que hagamos, pero en cuanto al intérprete y al coche, ya tenemos a nuestra propia intérprete que nos ha acompañado desde Pakistán y que nos está esperando fuera, en un taxi.

Pero el conserje se impone categórico. No podemos salir del hotel si no es en el coche oficial, que ya nos está aguardando y acompañadas de un intérprete oficial. Sara se desespera. Ya tenemos intérprete, no pensamos pagar por los servicios de dos intérpretes. El conserje tiene respuesta para todo. Comprende el problema y ahora mismo saldrá a hablar con la muchacha para que nos devuelva el dinero. Sara insiste en que nosotras queremos que nos acompañe una mujer. Entonces el hombre replica que las mujeres no pueden trabajar en Afganistán, que por lo tanto no existen mujeres intérpretes y que esa afgana que nos acompaña no puede ir con nosotras. Y a continuación se lanza a interrogar a Sara acerca de Palwasha: ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿De dónde la hemos sacado? ¿De qué la conocemos? ¿Dónde vive? Y se ofrece a echarla él mismo, para que no vuelva. Entonces Sara se levanta. No hace falta, ella misma saldrá a hablar con la intérprete.

Fuera, ante la puerta, un coche blanco con un emblema azul en la portezuela y unas letras: Afghan Tours. Algunos talibanes holgazanean a la sombra. Sara se acerca al taxi que aguarda al otro lado de la rotonda. Palwasha desciende del coche y se acerca a saludarla. Sara le explica la situación: no nos permiten ir con ella y sólo podremos movernos por la ciudad en el coche oficial que ya nos espera… Y rompe a llorar: este hotel es como una cárcel. Palwasha reacciona con presteza:

–Don't worry.

Nos aconseja obedecer y dedicar el día a hacer turismo, para no levantar sospechas, tal y como habíamos acordado por si surgía cualquier dificultad. Ella vendrá a buscarnos a la mañana siguiente, a las siete, y lo arreglará todo para que, a pesar de este contratiempo, aún podamos llevar a cabo algunos de nuestros proyectos: hablar con la gente, visitar los cursos

de alfabetización para mujeres y las escuelas clandestinas para niñas que hay en diversos lugares del país. Nos resignamos con disgusto y a regañadientes.

Nos despedimos de Palwasha allí fuera, en la rotonda.

El conserje se ofrece como intérprete, para que no nos salga el día tan caro, pero debe consultar si es posible. Estamos que nos subimos por las paredes, porque nos han fastidiado los planes y porque este inconveniente además supone un gasto considerable con el que no contábamos. En este sentido nos alegramos cuando el conserje nos comunica que no hay problema para que nos acompañe él, y poco después nos subimos al coche oficial de Afghan Tours. Junto con nuestro nuevo intérprete, partimos hacia la oficina del Ministerio de Turismo.

Subimos unas escaleras destartaladas y pasamos por varias habitaciones vacías hasta llegar a una especie de oficina: un hombre tras una mesa, varios talibanes y un banco de madera donde nos invitan a tomar asiento. Nos piden los pasaportes, los hojean, los miran, nos miran, un funcionario discute con el conserje. No nos sellan el pasaporte, no nos extienden ninguna tarjeta de turista. Nada. Nos devuelven la documentación y regresamos al coche.

Antes de iniciar el recorrido pactamos con el chófer y con el intérprete el precio que debemos pagar por sus servicios. Como ya hemos manifestado nuestro enojo, el conserje se muestra conciliador y comprensivo, nos arregla el precio y también convence al chófer para que nos haga una rebaja.

Empezamos la visita turística.

En primer lugar, nos llevan a lo alto de una colina situada en el extremo opuesto de la ciudad. El lugar recibe el nombre de Tapa Maranjan y allí pueden verse los restos de dos mausoleos, absolutamente destruidos por los bombardeos sobre Kabul. Uno de ellos es el mausoleo del rey Nadir Jan. El conserje, consultando a cada momento con el chófer, nos cuenta la historia de los monumentos. De regreso a Barcelona y tras consultar diversos libros, descubro que las historias que aquellos dos nos han contado no se corresponden con los lugares que visitamos, y que más bien van improvisando y pegando como mejor saben retazos de historia y nombres. La visita turística es un fraude. Pero como aún no lo sabemos, escuchamos con interés cuanto quieren contarnos.

Desde lo alto de Tapa Maranjan se tiene una magnífica vista de la ciudad. Al pie del promontorio, una extensión verde que a principios de nuestro siglo XX, durante el reinado del Amir Habibullah, fue un campo de golf. Más adelante fue lugar de encuentro y de competiciones a caballo en los días de fiesta, y hoy es donde por las tardes, los hombres jóvenes de Kabul juegan a fútbol bajo la atenta vigilancia de grupos de talibanes, como veremos esa misma tarde. Frente a este campo, el estadio de deportes de Kabul, el estadio Ghazi, donde se llevan a cabo las ejecuciones. Al otro lado del estadio, la mezquita de Id Gah, de proporciones gigantescas, con una fachada interminable, que da a la calle, donde se celebran las principales fiestas del calendario musulmán, sobre todo la fiesta que pone fin al Ramadán, el mes del ayuno. Hacemos fotos. Nadie nos ha dicho en ningún momento que no podamos hacerlo y puesto que tenemos que dedicar el día a hacer turismo, lo hacemos a conciencia.

El intérprete nos indica a dos hombres con un perro en la cuesta de la pendiente. Nos dice que están buscando minas para desactivarlas.

Desde aquí puede verse también, en el centro de la ciudad, la enorme torre de comunicaciones, inutilizada y reconvertida en oficinas desde que los talibanes se han hecho con el poder, una torre impresionante, alta y cuadrada, situada sobre el Koh-i-Asmai, la montaña de Asmai, ula Gran Diosa Madre de la Naturaleza›, cuyo nombre se remonta a épocas muy antiguas, cuando Kabul era hindú. Hasta hace poco, al menos hasta la época anterior a las guerras, la comunidad hindú de Kabul seguía rindiendo culto a esta diosa en un antiquísimo templo, cerca de la mezquita del Rey de las Dos Espadas, cuyo nombre hace referencia a una leyenda de los tiempos en que el islam hizo su aparición y se impuso por la fuerza de las armas. El gran guerrero que luchaba con una espada en cada mano fue uno de los primeros propagadores de la nueva religión y cayó ante las fuerzas que defendían el templo sagrado hindú de Kabul. Si el islam no hubiera conseguido imponerse, nadie se acordaría de él.

Queremos visitar el estadio. El chófer detiene el coche frente a la puerta de entrada y el conserje-intérprete se baja y habla con algunos hombres que hay allí apostados. Nos permiten entrar con el coche hasta el interior del campo. Por este mismo acceso cubierto entraron a Zarmena, la mujer ejecutada hace unos meses. El chófer detiene el coche el tiempo justo para

hacer un par de fotos. El estadio está prácticamente vacío. Sólo hay algún hombre sentado en las gradas. Preguntamos qué actividades se celebran allí:

–Los domingos por la tarde hay partido de fútbol.

No menciona las ejecuciones, a pesar de que siguen siendo habituales en este campo de deportes, antes famoso por ser el mayor estadio de todo Afganistán. Ejecuciones, amputaciones de manos y de pies, apaleamientos, lapidaciones. Se obliga a la gente a asistir. Los talibanes cortan las calles con vallas amarillas y conducen a la gente hacia el estadio.

Después pedimos que nos lleven al Museo de Kabul, pero al llegar, los talibanes nos dicen que está cerrado y que para visitarlo necesitamos una autorización del Ministerio de Cultura. Desistimos. De todos modos ya sabemos que no hay nada dentro, que las magníficas colecciones y piezas que albergaba y que le habían dado fama y renombre han sido saqueadas, robadas. No queda nada de los restos y objetos de la prehistoria de Afganistán. Nada de las diosas madres de pequeño tamaño y formas exuberantes, con poder sobre la vida y la fertilidad, sobre la muerte y los horrores de la oscuridad. Y los frescos del valle de Bamiyan ¿estarán todavía allí? Me pregunto dónde habrán acabado la delicada colección de estatuas kafir, de los infieles de Nuristán, las colecciones de monedas del período greco-bactriano y las piezas más recientes procedentes de los yacimientos excavados hace tan sólo veinticinco, treinta, cuarenta años.

Desde el museo se ven las ruinas de un enorme palacio. Lo visitamos a continuación. Nos dicen que era el palacio real. Probablemente, lo que nuestro guía nos indica como el palacio del rey, situado al final de la avenida de Darulaman, donde también se encuentra el Museo de Kabul, sea el edificio destinado al Parlamento, diseñado por un arquitecto francés en tiempos del rey Amanullah, cuyos intentos de modernización del país escandalizaron a la población. Nuestro chófer no encuentra el camino de acceso al palacio y tiene que preguntar a unos niños que están recogiendo yerbas en un descampado y las extienden en el suelo:

–¿Qué hacen?

–Secan yerba para utilizarla como combustible.

En el interior del supuesto palacio real, en una sala de la segunda planta, encontramos a un grupo de talibanes, sentados y echados entre los es

combros, las armas apoyadas en un camastro. Están tomando té y nos invitan a sentarnos con ellos. Meme se niega en redondo. Sara y yo nos miramos. Acostumbradas a consultar siempre con Azada y a dejarnos guiar por su criterio, cometemos la equivocación de dejarnos asesorar por nuestro intérprete. Error imperdonable. Este hombre nos hace salir de la sala a toda prisa, mientras se deshace en agradecimiento y excusas ante los talibanes a quienes parece temer más que nosotras.

Subimos un piso más, en vano, porque ya no queda nada digno de verse dentro del palacio, ni fuera de él, hablando en términos de arte, monumentos o edificios emblemáticos. El conserje aprovecha el momento para decirnos que cuando los talibanes anden cerca, escondamos las cámaras fotográficas y nos abstengamos de hacer fotos. En los soportales del palacio que antes debían dar a unos jardines magníficos, nos comemos un melón que hemos comprado poco antes y que compartimos con el intérprete y el chófer. Nos dicen que el melón es muy bueno para que el cuerpo se reponga del cansancio que produce el calor. El intérprete se ofrece a sacarnos una foto a las tres juntas y aceptamos. Se nos va pasando el enfado. Parece un buen hombre.

Ya casi en el centro de la ciudad, el acceso a un supuesto palacio de la reina está cerrado y custodiado por un par de talibanes armados, muy jóvenes, tanto, que a uno de ellos todavía no le ha salido barba. El conserje habla con ellos y nos permiten pasar. Bajan la cadena y el coche avanza despacio. Subimos una cuesta y en lo alto de la loma aparece un enorme edificio que no tiene en absoluto el aspecto del palacio de recreo de una reina. Nuestro intérprete-conserje está nervioso; sólo permite que el coche se detenga un momento para fotografiar el edificio y ordena al chófer dar media vuelta. Al bajar nos cruzamos con uno de los talibanes que subía a acompañarnos. Le sorprende tanta prisa, saluda al conserje y también él da media vuelta.

Meme quiere cambiar algo de dinero, cinco dólares. Para pagar las cuatro cosas que podamos comprar y tener también algunos billetes de recuerdo. Volvemos a cruzar la ciudad. Nos pasaremos el día haciéndolo, circulando por los mismos sitios, las mismas plazas, las mismas calles y avenidas. El chófer aparca. El conserje es quien se apea. Si en Peshawar nos parecía una comodidad que el chófer o nuestro acompañante masculi

no se ocupara de hacer todos los recados, aquí resulta desesperante: no tenemos la menor posibilidad ni excusa para bajarnos del coche y curiosear un poco, caminar por las calles, mirar a la gente. Sólo desde el vehículo. Si el hotel es una cárcel, el coche oficial también. Me imagino el horror de vivir así todos los días, y además cubierta por un burka. Sin poder ir de compras, sin poder pasear libremente. Mientras esperamos, hacemos fotos por la ventanilla del coche a las mujeres con burka que vemos pasar. Bultos azules que caminan entre una multitud de hombres, que van y vienen andando o en bicicleta, que nos miran con curiosidad cuando pasan cerca del vehículo, que sonríen, quizás recordando los tiempos en que era habitual ver a mujeres occidentales por la ciudad. Todos con barba, todos con el gorrito tradicional sobre sus cabezas como prescriben los talibanes. No tenemos la menor idea de dónde estamos. Ni siquiera tenemos un plano de la ciudad. Por fin regresa el conserje. Los cinco dólares, cambiados en afganis, son un fajo que casi no le cabe a Meme en el monedero.

Luego nos dirigimos al zoo y pagamos la entrada. El recinto está lleno de chavales y de hombres jóvenes. Ahora la principal atracción de este lugar somos nosotras, entre otras cosas porque los pocos animales que quedan están en pésimas condiciones: un león de mirada triste y un mono que todavía responde a las provocaciones de la chiquillería. Poco más se puede ver. Cuando abrió sus puertas, en agosto del año 1967, las instalaciones respondían al concepto moderno de lo que es un zoológico: la mayoría de los espacios eran abiertos, y en ellos estaba representada una gran parte de las aves y mamíferos autóctonos y muchas de las especies migratorias que cada primavera y cada otoño cruzan Afganistán, procedentes del sur de Siberia, del Africa oriental, la India o Arabia. Se añadieron a las instalaciones del zoo, en años sucesivos, un acuario y un museo. No vemos nada de eso. Sólo jaulas, la mayoría vacías, un montón de chicos bañándose en una balsa y otro montón siguiéndonos los pasos y queriendo que los fotografiemos. Y con el desastre de guía que nos ha tocado en suerte, tampoco visitamos los dos grandes monumentos que a lado y lado del zoo, conmemoran importantes eventos de la historia moderna de Afganistán: al este la columna del Conocimiento y la Ignorancia, erigida por el rey Amanullah, y que recoge los nombres de aquellos que murieron en defensa de la modernización del país frente a la rebelión promovida por los tradicionalis

tas; al oeste debería haber otra columna, dedicada a un general nuristaní del rey Nadir Jan, pero es probable que ninguno de los dos monumentos siga en pie.

El chófer oficial no hace más que entrar y salir de la ciudad, en lo que parece un intento de pasar la mayor parte del tiempo en las afueras, donde no hay casi nadie. Y cada vez que cruzamos de nuevo el centro, pasamos por las mismas calles y plazas, haciendo el mismo recorrido.

En una de estas salidas, cuando tomamos de nuevo la carretera que sale de Kabul, vemos alzarse a nuestra izquierda, por toda la pendiente de la montaña, una línea de lo que parecen losas de piedra gigantes, dispuestas una junto a otra como si fueran las placas erectas en la espina dorsal de un dragón legendario. Son las antiguas murallas de la ciudad. Y tienen su propia leyenda, como descubrimos más tarde en uno de los libros que compré en Kabul: hubo un rey que quiso construir una gran muralla para proteger la ciudad. Obligaba a todos los hombres a trabajar en su construcción hasta la extenuación y la muerte, pero nadie se atrevía a desobedecerle por miedo al castigo y a la represión de su guardia. Era tal la crueldad de aquel rey, que aquellos que desfallecían eran emparedados vivos en la propia muralla. Entre los trabajadores estaba el prometido de una joven que no soportaba la docilidad y la sumisión con que los hombres de la ciudad toleraban tanto atropello. Así que un día la muchacha se presentó en la obra y se puso también a trabajar entre los hombres. El rey pasaba de vez en cuando a inspeccionar el avance de su proyecto y descubrió de pronto a la muchacha que, en cuanto se vio sorprendida, se cubrió el rostro con el shador.

–¿Por qué te cubres ahora si te he visto trabajando entre estos hombres con el rostro descubierto? – le preguntó el rey.

–Estos no son hombres. Si lo fueran no permitirían que nadie los tratara como esclavos sin rebelarse. Y yo, que soy una mujer, no me someteré a la crueldad de tus leyes.

La muchacha se agachó, cogió un pedrusco y se lo tiró al rey alcanzándole en el pecho. El rey cayó del caballo y murió. Al ver lo sucedido y lo que la joven había hecho, los hombres se rebelaron y acabaron también con la guardia real, así que la muralla nunca llegó a terminarse.

Las leyendas y tradiciones afganas están llenas de historias similares. Mujeres que arengan a las tropas, que devuelven a los guerreros el valor y

la dignidad a los que están a punto de rendirse. En el mismo Kabul, en un cruce de la avenida Maiwand se alzaba la columna o alminar de Maiwand, que conmemora la victoria de los afganos sobre las tropas británicas. Pasamos varias veces junto a sus ruinas, en el centro de una rotonda. La inscripción en pashtun relataba que cuando los afganos se disponían a rendirse, una joven llamada Malalai se enfrentó a ellos, diciendo: ‹Si no caéis hoy en la batalla de Maiwand ¿quién os protegerá del recuerdo de esta vergüenza?›. Cuentan que al oír estas palabras, aquellos hombres agotados y alicaídos se llenaron de tal coraje que obtuvieron una gran victoria.

Mujeres afganas. Mujeres valientes. Las conozco. Estoy orgullosa de haber convivido con ellas.

Regresamos a las calles de Kabul por donde circula un número considerable de coches todo terreno, Toyotas cargados de talibanes armados, risueños, sin ninguna función específica más que la de patrullar, dejarse ver por la ciudad. Están por todas partes. Arbitrarios. Prepotentes. Pueden hacer lo que se les antoje. De hecho, ese mismo día, mientras nosotras damos vueltas y vueltas por la ciudad en el coche oficial, nuestra intérprete, Palwasha, asiste a uno de estos atropellos. Un pelotón de talibanes armados detiene el autobús en que viaja. Piden los bolsos a todas las mujeres. Descubren que tres de ellas llevan un libro, las obligan a bajar del autobús y se las llevan detenidas. Los talibanes saben que a pesar de sus prohibiciones hay escuelas clandestinas, que las mujeres se reúnen a escondidas para aprender a leer y a escribir, y tratan por todos los medios de descubrir estas redes clandestinas. Algunas veces lo consiguen.

El resto de vehículos que circulan por las calles de Kabul son taxis y autobuses. La mayoría de la gente va a pie, algunos en bicicleta. En el interior de los autobuses, las mujeres cubiertas por el burka se apiñan de pie en la plataforma trasera, separada del resto del autobús por una cortina. En los asientos de la parte delantera, viajan los hombres.

Queremos ver el famoso lago de Kabul. En el puente que cruza el río detenemos el coche para fotografiar a dos mujeres con burka. Una de ellas lleva un niño en brazos. Un hombre mayor las acompaña. Debido a la sequía el lago de Kabul está completamente seco. Ahora entiendo el sentido del proverbio kabulí: ‹¡Que Kabul se quede sin oro, antes de quedarse sin nieve!›. Si las montañas que rodean Kabul se quedan sin nieve, la sequía

se extiende por la meseta y el país, y con ella, la muerte. De nada sirve el oro si el río se seca, si no hay agua para regar los campos. Y Kabul se ha quedado sin nieve. La sequía actual en AFganistán se convierte en una sentencia de muerte: para los campos, para el ganado, para millones de afganos.

Cerca del mediodía el intérprete y el chófer quieren dar por finalizada la salida. No vamos a consentirlo. Están muy equivocados si creen que nos han obligado a cambiar todos nuestros planes, a aburrirnos mortalmente con ellos, dando vueltas sin sentido por la ciudad, para que ahora se deshagan de nosotras. Nos negamos a encerrarnos en el hotel, no hemos venido a Kabul a pasar el día en una habitación. Queremos comer fuera, en un restaurante de la ciudad. Nos llevan, a disgusto, a un local situado junto a uno de los antiguos cines de Kabul que también muestra las señales de la guerra y tiene toda la fachada ennegrecida.

En el restaurante nos hacen pasar a un reservado y echan las cortinas que aíslan nuestra mesa del resto del comedor. Comemos solas, kabab, pinchos de cordero, con nan y un poco de ensalada, mientras el chófer y el intérprete se instalan en el amplio comedor destinado a los hombres. De vez en cuando el intérprete entra para asegurarse de que todo está bien, pero tenemos la sensación de que nos está metiendo prisa. Empezamos a estar hartas.

Al salir del restaurante, pasamos de largo del coche y nos ponemos a fotografiar la fachada del cine. Un montón de niños nos rodea, riendo y bromeando. El conserje empieza a gritarles. Se baja del coche y la emprende a golpes y patadas con los críos que salen huyendo, algunos llorando. De nuevo en el coche, nos comunica que nos van a llevar directamente al hotel para que descansemos. No admite réplica. Pero nos asegura que por la tarde volveremos a salir. Mientras nos acercamos al hotel, nos pide que no digamos a nadie que hemos comido fuera.

En el hotel aprovechamos para visitar la librería que ahora sí está abierta. La atiende un chico joven. Sabe inglés y charla con nosotras. Hojeamos los líbros, compramos postales. Muchos libros tienen postales de paisajes pegadas en la cubierta o están pintarrajeados con rotulador negro. El dependiente de la tienda nos dice que lo han hecho los talibanes. Tachan todas las imágenes de personas y animales porque está prohibida la reproducción

de seres vivos. Si descubren a alguien infringiendo esta prohibición, el castigo puede ser una paliza, la destrucción de la tienda o la clausura del negocio durante diez días. Compro el libro de cocina que ya vi ayer en el escaparate. El dibujo de una oveja y de un niño, en la portada, están tachados. También me quedo con un ejemplar mutilado de un libro que cuenta de forma resumida las costumbres, tradiciones y peculiaridades de los afganos. Y el libro de leyendas afganas donde encontramos la historia de las murallas de Kabul.

Nos tumbamos en la habitación a leer y a hacer tiempo. Al poco rato vuelvo a bajar. Hemos hecho cuentas, y calculo que aún me quedan algunos dólares que puedo seguir gastando en libros. Es una oportunidad única. Lástima que no tenga más dinero y me vea obligada a elegir. Una gramática persa y un diccionario alemán-persa, poesía, postales. El dependiente es un muchacho encantador y muy culto, aun siendo tan joven. Le sorprende mi deseo de adquirir libros de cuentos afganos y le explico que siempre que viajo me gusta comprar libros, especialmente recopilaciones de historias y leyendas tradicionales de los países que visito. Adquiero también un folleto sobre las alfombras afganas y hojeo muchos otros libros. Hay varios sobre el buzkasbi, el deporte nacional afgano, propio de las zonas uzbeca y turkomana del norte, donde el arte ecuestre forma parte de la herencia de la vida esteparia. En épocas de paz se celebraban tres grandes eventos anuales en diferentes fechas y en diversas ciudades: el campeonato regional y el nacional de buzkashi, y el torneo de invierno. Las principales ciudades del norte de Afganistán tenían sus propios equípos de campeones y favoritos y el buzkashi, aparte de los partidos organizados en los estadios, se jugaba en las llanuras cercanas a ciudades y pueblos, incluso para celebrar bodas o el nacimiento de un hijo varón. El juego consiste en cargar a caballo el cuerpo decapitado de una cabra, que al iniciarse el partido está en el centro del campo, en el interior de un círculo. Luego hay que llevarlo hasta un determinado punto, a uno o dos kilómetros de distancia, y regresar al círculo. Los jinetes del equipo contrario