19
Esa noche llovió y hubo truenos y relámpagos. Pero no habría forma alguna de explicar lo que significó estar en una casa de árbol mientras un rayo tras otro desgarraba el cielo y caía sobre los árboles a mi alrededor. Mi miedo fue indescriptible. Grité incluso más fuerte que la primera noche, cuando sentía que se ladeaba la cama de la plataforma. Era un miedo animal que me paralizó. Lo único que se me ocurrió pensar fue que siendo por naturaleza una cobarde, afortunadamente siempre pierdo el conocimiento cuando la tensión aumenta demasiado.
No volví en mí hasta más o menos el mediodía siguiente. Al bajar por medio de las poleas, encontré a Emilito esperándome, sentado en una rama baja con los pies casi en el suelo.
—Te ves horrible —comentó—. ¿Qué te pasó anoche?
—Casi muero del miedo —dije. No iba a fingir dureza ni jugar a estar a la altura de la situación. Me sentía como sin duda me veía: como una jerga exprimida.
Le dije que por primera vez en mi vida me había compadecido de los soldados en batalla; experimenté el mismo miedo que ellos debían sentir al explotar las bombas a su alrededor.
—No lo creo —dijo—. Tu miedo de anoche fue más intenso aún. Lo que estaba disparando contra ti no era humano. Por lo tanto, al nivel del doble fue un miedo gigantesco.
—Por favor, Emilito, explíqueme lo que quiere decir con eso.
—Tu doble está a punto de cobrar conciencia, de modo que en condiciones de tensión, como anoche, adquiere una conciencia parcial, pero también se asusta sobremanera. No está acostumbrado a percibir el mundo. Tu cuerpo y tu mente están acostumbrados a ello, pero tu doble no.
Estaba segura de que, de haber estado preparada para la tormenta, me hubiese comportado de diferente manera, y que de no haber interferido mi terror, alguna fuerza en mi interior hubiera salido de mi cuerpo completamente, tal vez incluso para levantarse, desplazarse o bajar del árbol. Lo que más me asustó fue la sensación de estar enjaulada, atrapada dentro de mi cuerpo.
—Cuando entramos a la oscuridad absoluta, donde no hay distracciones —dijo el cuidador—, el doble se hace cargo. Estira sus miembros etéreos, abre su ojo luminoso y mira a su alrededor. A veces experimentar eso puede resultar aún más aterrador que lo que sentiste anoche.
—El doble no me asustaría tanto —le aseguré—. Estoy lista para él.
—Aún no estás lista para nada —explicó—. Estoy seguro de que anoche tus gritos se escucharon hasta Tucson.
Su comentario me irritó. Había algo en él que no me agradaba, pero no conseguía identificarlo exactamente. Quizá se debía a su extraño aspecto. No era varonil; parecía ser la mera sombra de un hombre, y no obstante era engañosamente fuerte. Sin embargo, lo que en realidad me molestaba era que no me dejase mangonearlo, lo cual resultaba sumamente irritante para el lado competitivo de mi carácter.
En un arranque de ira le grité, agresiva:
—¡Cómo se atreve a criticarme cada vez que digo algo que no le agrada!
En el mismo instante de decirlo me arrepentí y pedí profusas disculpas por mi agresividad.
—No sé por qué me irrito tanto con usted —terminé por confesar.
—No te preocupes —dijo—. Es porque percibes algo en mí que no sabes explicar. Como tú misma lo expresaste, no soy varonil.
—No dije eso —protesté.
Su mirada indicó que evidentemente no me creía.
—Por supuesto que lo dijiste —insistió—. Se lo dijiste a mi doble hace apenas unos instantes. Mi doble nunca comete errores ni malinterpreta las cosas.
Mi nerviosismo y vergüenza llegaron al máximo. No supe qué decir. Tenía la cara roja y el cuerpo me temblaba. No entendí qué pudo haber causado una reacción tan exagerada en mí. La voz del cuidador interrumpió mis pensamientos.
—Reaccionas en esta forma porque tu doble está percibiendo a mi doble —indicó—. Tu cuerpo físico está asustado porque sus compuertas se están abriendo, dejando pasar nuevas percepciones. Si crees que te sientes mal ahora, imagínate cuánto peor será cuando todas tus compuertas estén abiertas.
Hablaba en un tono tan convincente que me pregunté si tendría razón.
—Los animales y los bebés —prosiguió— no tienen problemas para percibir al doble, pero muy a menudo no les gusta.
Mencioné que yo no solía caerles bien a los animales y que, a excepción de Manfredo, el sentimiento era mutuo.
—No les caes bien a los animales —aclaró— porque algunas de las compuertas de tu cuerpo nunca han estado completamente cerradas y tu doble está pugnando por salir. Prepárate. Ahora que estás dirigiendo tu intento deliberadamente a ello, se abrirán de golpe. Cualquier día de éstos tu doble despertará de repente y tal vez te encuentres del otro lado del patio sin haber caminado hasta allí.
Tuve que reír, principalmente por nerviosismo y ante lo absurdo de lo que estaba sugiriendo.
—¿Y qué te pasa con los niños, sobre todo los bebés? —preguntó—. ¿No chillan cuando los cargas?
Normalmente lo hacían, pero no se lo dije al cuidador.
—Les caigo bien a los bebés —mentí, perfectamente consciente de que las pocas veces que había estado en presencia de bebés comenzaban a llorar en cuanto me acercaba a ellos. Siempre me había dicho a mí misma que eso se debía a mi falta de instinto maternal.
El cuidador meneó la cabeza, incrédulo. Exigí una explicación de por qué los animales y los bebés podían intuir al doble, cuando ni yo misma estaba enterada de su existencia. En realidad, hasta que Clara y el nagual me hablaron al respecto, nunca oí mencionar tal cosa. Ni conocí jamás a nadie que supiera algo de eso. Rechazó mis argumentos, diciendo que lo percibido por los animales y los bebés no tiene relación alguna con el conocimiento sino con el hecho de que cuentan con el equipo necesario para percibirlo: las compuertas abiertas. Agregó que en los animales esas compuertas son receptivas en forma permanente, pero que los seres humanos cierran las suyas en cuanto comienzan a hablar y a pensar, que es cuando se hace cargo su lado racional.
Hasta ese momento le había prestado mi atención completa al cuidador, porque Clara me había dicho que, sin importar quién me estuviera hablando ni qué estuviese diciendo, el ejercicio era escuchar. No obstante, entre más oía hablar a Emilito, más me irritaba, hasta que me encontré al borde de un auténtico paroxismo de ira.
—No creo nada de todo esto —dije—. Es más, ¿por qué dice ser mi maestro? Aún no está claro.
El cuidador se rió.
—Definitivamente no me ofrecí como voluntario para el puesto —indicó.
—Entonces, ¿quién lo designó?
Pensó por un momento antes de contestar:
—Se debe a una larga cadena de circunstancias. El primer eslabón de la cadena se cerró cuando el nagual te encontró desnuda con las piernas arriba. Rompió a reír, produciendo un agudo ruido parecido al grito de un pájaro.
Su insultante sentido del humor me ofendía inmensamente.
—Vaya al grano, Emilito, y dígame qué está pasando —grité.
—Lo siento, pensé que disfrutarías de la historia de tus travesuras, pero veo que me equivoqué. Nosotros, en cambio, nos hemos divertido enormemente con tus payasadas. Desde hace años nos hemos reído de las tribulaciones y las penurias heredadas por Juan Miguel Abelar por entrar al cuarto equivocado y toparse con una muchacha desnuda, cuando lo único que quería hacer era orinar —se dobló de risa.
No le veía la gracia. Mi furia era tan descomunal que hubiera querido atacarlo con unos cuantos golpes y bien colocadas patadas. Me miró y se hizo para atrás, percibiendo sin duda que estaba a punto de explotar.
—¿No te parece chistoso que Juan Miguel haya tenido que vivir un infierno debido al problema que heredó, sólo porque quería orinar? El nagual y yo tenemos eso en común, aunque mientras yo sólo encontré a un cachorro medio muerto, él encontró a una muchacha completamente enajenada. Y ambos seremos responsables de ustedes por el resto de nuestras vidas. Al ver lo que nos pasó, los otros miembros de nuestro grupo se asustaron tanto que juraron no volver a orinar nunca antes de haber revisado el lugar al derecho y al revés —estalló a reír con tal fuerza que tuvo que ponerse a caminar de un lado para otro para no asfixiarse.
Al ver que ni siquiera me sonreía, se calmó.
—Bien... continuemos, pues —dijo, sosegándose—. Una vez cerrado el primer eslabón, cuando te encontró con las piernas en el aire, el nagual tuvo el deber de marcarte, lo cual hizo en el acto. Luego debió mantenerse al tanto de tus movimientos. Recurrió a la ayuda de Clara y Nélida. La primera vez que él y Nélida te visitaron fue durante el verano que siguió a tu graduación de la preparatoria, cuando estabas trabajando de asesora de campamento en un centro recreativo de las montañas.
—¿Es cierto que me encontró por medio de un canal de energía? —pregunté, tratando de no sonar condescendiente.
—Totalmente. Marcó a tu doble con un poco de su energía, para así poder seguir tus movimientos —contestó.
—No recuerdo ni siquiera haberlos visto —dije.
—Eso se debe a que siempre creíste tener sueños repetidos. Sin embargo, los dos de hecho fueron a verte personalmente. Siguieron visitándote muchas veces a lo largo de los años, especialmente Nélida. Luego, cuando fuiste a vivir a Arizona, siguiendo lo que ella te había sugerido, todos tuvimos la oportunidad de visitarte.
—Espere usted un momento, esto se está volviendo demasiado raro. ¿Cómo pude hacer caso de una sugerencia de Nélida si ni siquiera recuerdo haberla conocido?
—Créeme, ella insistió en que vivieras en Arizona y tú lo hiciste, pero por supuesto creías estarlo decidiendo tú misma.
Por un instante, mientras el cuidador hablaba, mi mente volvió a aquel periodo de mi vida. Recordé haber pensado que Arizona era el lugar donde debía estar. Apliqué la técnica de mirar el horizonte del Sur, a fin de decidir dónde buscar trabajo, y recibí la impresión fortísima de que debía ir a Tucson. Incluso tuve un sueño en el que alguien me decía que debía trabajar en una librería. No me agradaban los libros y era insólito, para mí, trabajar con ellos, pero al llegar a Tucson fui directamente a una librería que exponía un letrero diciendo: "Se busca empleado." Acepté el trabajo, que implicaba llenar hojas de pedido, manejar la caja y acomodar los libros en los estantes.
—Todos los que íbamos a verte —prosiguió Emilito— siempre tocábamos tu doble, de modo que sólo tienes un recuerdo vago de nosotros, como entre sueños, a excepción de Nélida. A ella la conoces como la palma de tu mano.
Muchísima gente entró a esa librería, pero vagamente recordaba a una mujer hermosa, vestida con elegancia, que entró una vez y habló conmigo amablemente. Fue un hecho insólito, porque nadie me hacía caso. Muy bien pudo haber sido Nélida.
En un nivel profundo, todo lo dicho por Emilito tenía sentido. Sin embargo, para mi mente racional parecía tan descabellado que hubiera tenido que estar loca para creerlo.
—Está usted diciendo puros disparates —dije, en un tono más defensivo de lo que era mi intención.
Mi reacción dura no lo perturbó en lo más mínimo. Estiró los brazos arriba de la cabeza y los hizo girar en círculos.
—Si lo que dije realmente son puros disparates, te desafío a que me expliques lo que te está pasando —me retó, con una sonrisa—. Y no trates de hacerla de niñita conmigo, poniéndote toda llorona y alterada.
Me escuché gritar, con voz entrecortada:
—Está diciendo puras pendejadas, maldito... —y mi furia candente se disipó ahí mismo.
No podía creer que estuviera gritando groserías. De inmediato empecé a pedir disculpas; dije que no estaba acostumbrada a gritar ni a usar un lenguaje soez. Le aseguré que fui educada en forma muy decente, por una madre con buenos modales que nunca hubiera soñado siquiera con levantar la voz.
El cuidador se rió y levantó la mano para interrumpirme.
—Basta de disculpas —dijo—. Es tu doble el que está hablando. Siempre es directo y va al grano, puesto que nunca le has permitido expresarse, se encuentra lleno de odio y amargura.
Explicó que en ese momento mi doble se encontraba en un estado de extrema inestabilidad, puesto que había sido bombardeado por truenos y rayos y especialmente a causa de los sucesos de cinco días antes, cuando Nélida me empujó al pasillo izquierdo para que iniciara el cruce de los brujos.
—¡Hace cinco días! —exclamé—. ¿Quiere decir que estuve colgada del árbol durante dos días y dos noches?
—Pasaste exactamente dos días y tres noches ahí —indicó con una sonrisa maliciosa—. Tomamos turnos para subir contigo, para ver si te encontrabas bien. Estabas fuera de combate pero muy bien, de modo que te dejamos en paz.
—¿Pero por qué me amarraron en esa forma?
—Fracasaste terriblemente al tratar de realizar una maniobra que llamamos el vuelo abstracto o donde cruzan los brujos —contestó—. El intento agotó tus reservas de energía.
Aclaró que en realidad no se trató de un fracaso de mi parte, sino más bien de un esfuerzo prematuro que tuvo desenlaces desastrosos.
—¿Qué hubiera pasado si lo logro? —pregunté.
Me aseguró que lograrlo no me hubiera colocado en una posición más ventajosa, pero hubiera servido como punto de partida, como una especie de aliciente o faro que me hubiera marcado con precisión el camino a seguir en algún momento del futuro, cuando tendría que realizar el vuelo final por mi propia cuenta.
—En este momento estás usando la energía de todos nosotros —prosiguió—. Todos estamos obligados a ayudarte. De hecho, estás usando la energía de todos los brujos que nos precedieron y que alguna vez vivieron en esta casa. Estás viviendo de su magia. Es exactamente como si estuvieras acostada sobre una alfombra mágica capaz de llevarte a lugares increíbles, a lugares que sólo existen en la ruta de la alfombra mágica.
—Pero sigo sin entender por qué estoy aquí —indiqué—. ¿Sólo porque el nagual Juan Miguel Abelar cometió un error y me encontró?
—No, no es tan sencillo —dijo, mirándome directamente a los ojos—. En realidad, Juan Miguel no es verdaderamente tu nagual. Existe un nuevo nagual y una nueva era. Tú perteneces al grupo del nuevo nagual.
—¿Qué está usted diciendo, Emilito? ¿A qué nuevo grupo? ¿Quién decide todo eso?
—El poder, el espíritu, la fuerza sin límites que está allá afuera lo decide todo. Para nosotros, la prueba de que perteneces a la nueva era es tu similitud total con Nélida. En su juventud era igual que tú ahora; hasta el extremo de que ella también agotó todas sus reservas de energía al intentar por primera vez el vuelo abstracto. Y, al igual que tú, casi se muere.
—¿Quiere usted decir que pude haber muerto en el acto, Emilito?
—Claro que sí. No porque el vuelo de los brujos sea tan peligroso, sino porque eres muy inestable. A otra persona que hubiera hecho lo mismo sólo le habría dado dolor de barriga. Pero no a ti. Tú, al igual que Nélida, tienes que exagerarlo todo, de modo que por poco te mueres.
"Después de eso, la única manera de restablecerte era dejarte subida en el árbol, despegada del suelo por el tiempo que fuera necesario para que recobraras el sentido. No había nada más que pudiéramos hacer.
Por increíble que todo ello pareciera, lo sucedido gradualmente empezó a adquirir cierto sentido para mí. Algo anduvo terriblemente mal durante mi encuentro con Nélida. Algo dentro de mí se salió fuera de control.
—Te di de beber de mi calabaza del intento ayer, para averiguar si tu doble aún estaba inestable —explicó Emilito—. ¡Y lo está! La única manera de fortalecerlo es por medio de la actividad. Y, aunque no te agrade, soy el único capaz de guiar a tu doble en esta actividad. Esta es la razón por la que soy tu maestro ahora. O, mejor dicho, el maestro de tu doble.
—¿Qué cree que me pasó con Nélida? —pregunté, aún insegura acerca de qué fue lo que salió mal exactamente.
—Quieres decir qué es lo que no pasó —me corrigió—. Supuestamente debías cruzar el abismo de manera fácil y armoniosa, para despertar tu doble a la conciencia plena en el pasillo izquierdo —empezó a darme una complicada explicación de lo que habían esperado que sucediera.
Dirigida por Nélida, debía desplazar mi conciencia, una y otra vez, entre mi cuerpo y mi doble. Este desplazamiento tenía que haber eliminado todas las barreras naturales desarrolladas a lo largo de mi vida, las barreras que separan al cuerpo físico del doble. El plan de los brujos, indicó, era permitirme conocerlos a todos en persona, puesto que mi doble ya los conocía. No obstante, debido a mi locura no crucé de manera fácil y armoniosa. Dicho de otro modo, la conciencia adquirida por mi doble no tuvo relación alguna con la conciencia cotidiana de mi cuerpo. Esto resultó en la sensación de estar volando y no poder detenerme. Toda mi energía de reserva se me escapó sin control alguno y mi doble enloqueció.
—Lamento tener que decirle esto, Emilito, pero no entiendo de qué está hablando —dije.
—Llegar adonde cruzan los brujos consiste en desplazar la conciencia de la vida cotidiana, presente en el cuerpo físico, al doble —replicó—. Escucha con atención. La conciencia de la vida cotidiana es lo que queremos desplazar del cuerpo al doble. ¡La conciencia de la vida cotidiana!
—¿Pero eso qué significa, Emilito?
—Significa que buscamos la sobriedad, la mesura, el control. No nos interesan la locura ni los resultados confusos.
—¿Pero qué significa en mi caso? —insistí.
—Te abandonaste a tus excesos y no desplazaste tu conciencia de la vida cotidiana a tu doble.
—¿Qué hice?
—Otorgaste a tu doble una conciencia desconocida e imposible de controlar.
—A pesar de todo lo que ha dicho, Emilito, me resulta imposible creer todo esto —dije—. De hecho, es realmente inconcebible.
—Claro que es inconcebible —asintió—. Pero si lo que quieres es algo concebible, no tienes que estar sentada ahí, aferrada a tus dudas, gritándome. Para ti, algo concebible es estar desnuda con las piernas arriba.
Esbozó una sonrisa lasciva que me dio escalofríos. No obstante, antes de que pudiera defenderme, su expresión adoptó una seriedad absoluta.
—Sacar al doble de manera fácil y armoniosa y desplazar a él nuestra conciencia de la vida cotidiana es algo que no tiene igual —indicó con voz suave—. Hacer eso es inconcebible.
"Ahora hagamos algo totalmente concebible. Vayamos a desayunar.