LA MUJER Y EL PAISAJE

Fue aquel caluroso verano en el que la falta de lluvia y la sequía acarrearon fatales consecuencias para las cosechas de todo el país, perdurando largos años en la memoria de la población, que lo recordaba con espanto. Ya en los meses de junio y julio no habían caído más que chaparrones, pasajeros y aislados, sobre los campos sedientos; sin embargo, desde que el calendario saltó al mes de agosto, no volvió a descargar ni una sola gota; incluso aquí arriba, en el valle alpino del Tirol, donde yo, como tantos otros, había imaginado que encontraría frescor, el aire incandescente del color del azafrán era una amalgama de fuego y polvo. Desde por la mañana temprano, el sol amarillo miraba absorto desde un cielo vacío al paisaje apagado como si fuera un ojo febril y, a medida que iban pasando las horas, empezaba a brotar poco a poco un vapor blancuzco y sofocante que se alzaba del caldero de latón del mediodía y cubría de bochorno el valle. Naturalmente, en el lejano horizonte se alzaban inconmovibles los Montes Dolomitas y la nieve resplandecía en ellos pura y clara, pero aquel resplandor que evocaba la frescura era sólo una apreciación del ojo, y dolía contemplarlos con nostalgia pensando en el viento que tal vez a esa misma hora recorría su contorno soplando impetuosamente, mientras aquí, en este valle encajonado, en este caldero, se concentraba de noche y de día un calor de una avidez insaciable, absorbiendo con mil labios la humedad que uno guardaba. Cualquier aliento de vida iba muriendo poco a poco en este mundo decadente de plantas que se marchitaban, follaje que languidecía y arroyos que se agotaban, mientras las horas pasaban ociosas e indiferentes. Durante aquellos días interminables, yo, como el resto, pasaba casi todo el tiempo en mi habitación, medio desnudo, con las ventanas tapadas, esperando desalentado e impotente, somnoliento y embotado, un cambio que trajera frescor, lluvia, una tormenta. Aunque este deseo no tardó tampoco en marchitarse con aquel calor infernal, un ansia vacía y sin voluntad como las hierbas sedientas y el bochornoso sueño del bosque inmóvil rodeado de una nebulosa de vapor.

El calor no dejaba de aumentar de día en día y la lluvia parecía no querer llegar. Desde la madrugada a la noche, el sol lo incendiaba todo y su mirada amarilla, mortificante, adquirió paulatinamente algo de la sorda tenacidad de un loco. Era como si la vida entera quisiera detenerse; todo estaba en calma, los animales ya no hacían ruido, de los pálidos campos no llegaba más voz que el borboteante gorgoteo del mundo que hervía. Habría querido salir al bosque para echarme allí donde las sombras temblaban azules entre los árboles, con tal de sustraerme a esa mirada amarilla y tenaz del sol, pero incluso esos pocos pasos resultaban ya demasiado para mí. Así que me quedé sentado en un sillón de mimbre a la entrada del hotel, una hora o dos, cobijado en la escasa sombra que el alero del tejado proyectaba sobre la gravilla. En una ocasión tuve que retirarme más atrás, pues el escaso cuadrado de sombra había ido recortándose y el sol ya se arrastraba hasta tocar mis manos; luego volví a quedarme recostado, calentándome la cabeza con vagos pensamientos, deslumbrado por la luz, sin sentir el paso del tiempo, sin deseos, sin voluntad. El tiempo se había derretido en este terrible bochorno; las horas se habían hecho caldo, recocidas, fundidas en un candente y absurdo ensueño. Ya no sentía nada más que el abrasador embate del aire azotando desde fuera todos los poros de mi piel y el acelerado pulso de la sangre golpeando febril en mi interior.

Entonces pareció como si de repente un soplo leve, muy leve, atravesara la naturaleza; como si un suspiro cálido, nostálgico se elevara en alguna parte. Intenté reunir fuerzas para levantarme. ¿Acaso no era viento lo que se sentía? Ya había olvidado cómo era, hacía demasiado tiempo que mis marchitos pulmones no habían probado este frescor, aunque todavía no lo sentía llegar hasta mí, cobijado aún en mi rincón de sombra bajo el tejado; sin embargo, los árboles del otro lado de la ladera debían de haber presentido su extraña presencia, pues de pronto empezaron a oscilar ligerísimamente, como si se inclinaran susurrándose algo los unos a los otros. Las sombras que caían entre ellos se agitaron inquietas, iban ligeras de acá para allá como si estuvieran vivas, y de repente, a lo lejos, se elevó un sonido profundo, trémulo. Era verdad, un soplo de viento se abatía sobre el mundo, un susurro, una exhalación, una vibración, la grave resonancia de un órgano y luego un golpe más fuerte, más poderoso. Como impulsadas por un repentino temor, turbias nubes de polvo recorrieron las calles, todas en la misma dirección; de pronto, los pájaros que se habían echado a descansar en la oscuridad, trinaron sombríamente por el aire, los caballos resoplaron espuma por los ollares y el ganado mugió a lo lejos en el valle. Algo violento había despertado y debía de estar cerca, la tierra ya lo sabía, el bosque y los animales, incluso el cielo se cubrió al instante con un leve velo de color gris.

Yo temblaba de emoción. Mi sangre estaba alterada por los finos aguijones del calor, mis nervios restallaban y se tensaban, nunca había advertido la voluptuosidad del viento como la notaba ahora, la gozosa dicha de la tormenta. Ya llegaba, se aproximaba inflándose y haciéndose sentir. El viento empujaba los blancos ovillos de las nubes hacia arriba, se oía jadear y resoplar detrás de las montañas como si alguien llevara rodando una colosal carga. De cuando en cuando, los soplidos y los jadeos se detenían en seco como si lo hubiera rendido el esfuerzo. Entonces, los abetos fueron calmando poco a poco su temblor, como si quisieran escuchar algo, mientras mi corazón se estremecía con ellos. Hasta donde alcanzaba la vista encontraba la misma expectación que había en mí, se habían abierto grietas en la tierra que ahora se ensanchaban como si fueran pequeñas bocas sedientas; poro a poro se abrían y se expandían buscando frescor, el placer frío, estremecedor de la lluvia, y yo experimentaba algo semejante en mi propio cuerpo. Sin que fuera consciente de ello, mis dedos se crisparon como si pudieran agarrar las nubes y arrastrarlas de una vez hasta este mundo desfallecido.

Pero ya llegaban, empujadas por una mano invisible, acercándose oscuras y perezosas, redondas como abultados sacos, y se veía que eran negras y estaban cargadas de lluvia, porque retumbaban fuertes y vigorosas cuando chocaban unas contra otras, y de cuando en cuando un breve relámpago recorría su negra superficie como el chasquido de un fósforo; luego flameaban azules y amenazadoras, aproximándose, compactándose, volviéndose más negras cada vez por la carga que llevaban. El cielo plomizo se cerró poco a poco como el telón metálico de un teatro. Ahora todo el espacio estaba cubierto de negro, comprimiendo el aire caliente, retenido, pero el proceso se frenó una vez más levantando una muda y fatal expectación. Todo lo ahogaba el peso de aquella negrura abismal que se cernía sobre nosotros, los pájaros ya no cantaban, los árboles contenían el aliento y ni siquiera las pequeñas hierbas se atrevían ya a temblar; un ataúd metálico, así era el cielo que encerraba el mundo candente, donde todo aguardaba suspenso y expectante el primer rayo. Yo estaba sin aliento, las manos entrelazadas una con otra, tenso, compartiendo aquel temor asombrosamente dulce que me dejaba inmóvil. Oía tras de mí el apresurado ir y venir de la gente: venían del bosque, salían por la puerta del hotel, huían en todas direcciones; las sirvientas bajaban las persianas y cerraban las ventanas chirriantes. De repente, todo era actividad y movimiento, todo se agitaba, se preparaba, se aseguraba. Yo era el único que permanecía inmóvil, febril, mudo, pues en mi interior todo estaba concentrado para liberar el grito que ya sentía en la garganta, el grito de alegría ante el primer rayo.

Entonces oí de repente, prácticamente detrás de mí, un suspiro que salía con fuerza de un pecho atormentado, y fundidas con él unas palabras anhelantes, fervorosas:

—¡Si, por lo menos, se pusiera a llover de una vez!

Tan salvaje, tan elemental era aquella voz, aquella dura expresión de un sentimiento oprimido, como si hubiera sido la misma tierra sedienta quien la hubiera pronunciado abriendo sus labios: el paisaje atormentado, sofocado bajo la presión de plomo del cielo. Me di la vuelta. Detrás de mí había una muchacha que era evidentemente quien había dicho aquellas palabras, pues sus labios pálidos, sutilmente vibrantes, todavía seguían abiertos, anhelantes, y su brazo, con el que se agarraba a la puerta, mostraba un leve temblor. No me había hablado a mí ni a nadie. Se inclinó sobre el paisaje como sobre un abismo y su opaca mirada se quedó absorta en la oscuridad que pendía sobre los abetos. Era negra y vacía esta mirada, insondable como una profundidad sin fondo vuelta contra el profundo cielo. Su afán estaba arriba y allí se aferraba, en lo más hondo de las abultadas nubes, en la tormenta suspendida por encima de ellas, sin tocarme a mí. Así que pude observar a la extraña sin ser molestado y vi cómo su pecho se elevaba mientras algo asfixiante lo sacudía, atravesaba entre espasmos la garganta, que el vestido abierto dejaba libre para apreciar la delicada estructura ósea del cuello, hasta que al final llegaba a los labios, que temblaban, se abrían sedientos y volvían a decir:

—¡Si, por lo menos, se pusiera a llover de una vez! —lo que volvió a parecerme el suspiro que dejaba escapar el mundo entero henchido y convulso.

En su porte estatuario, en su mirada perdida había algo sonámbulo y embelesado. Tal y como estaba allí, blanca, con su luminoso vestido contrastando con el cielo de color plomizo, me pareció la misma sed, la expectación de aquella naturaleza desfallecida.

Algo susurró suavemente en la hierba que tenía al lado. Algo resonó con fuerza en la cornisa. Algo salpicó un poco en la gravilla caliente. De repente, de todas partes llegaba este leve tono semejante a un zumbido. Y, de pronto, lo comprendí, lo sentí, era el chapaleteo de las gotas de lluvia cayendo pesadamente, las primeras gotas que se deshacían en vapor, los benditos mensajeros de aquel tremendo aguacero embriagador y refrescante. ¡Oh, ya comenzaba! Había comenzado. Me abandoné a esta dichosa ebriedad, olvidándome de mí mismo. Estaba más despierto que nunca. Di un salto hacia delante y cogí una gota con la mano. Pesada y fría, dio un chasquido al golpearme en el dedo. Me arranqué la gorra para sentir con más fuerza aquel placer húmedo sobre el pelo y la frente, ya temblaba de impaciencia por dejarme envolver por completo en el delirio de la lluvia, sentirla en mí, chispeando tibia sobre mi piel, sobre los poros abiertos, hasta en lo hondo de mi sangre alterada. Todavía eran escasas las gotas que caían palmoteando, pero yo ya las presentía en su plenitud, ya las oía caer delirantes, en torrentes, como si se hubieran abierto unas esclusas, ya sentía que el cielo se quebraba dichoso derramándose sobre el bosque, sobre la calima del mundo que se abrasaba.

Pero era extraño: las gotas no caían más rápidamente. Se las podía contar. Una, otra, otra, otra, caían, salpicaban, chispeaban, susurraban, chapaleteaban suavemente a derecha e izquierda, pero no acababan de conseguir la armonía de la que brotaba la música delirante y colosal de la lluvia. Las gotas caían tímidamente y, en lugar de acelerarse, el ritmo se volvió más y más lento cada vez hasta que de repente se detuvo. Fue como cuando, de pronto, cesa el tictac del segundero de un reloj y el tiempo se queda en suspenso, congelado. Mi corazón, que ya ardía de impaciencia, se enfrió en el acto. Esperé y esperé, pero no sucedió nada. El cielo bajó la mirada oscura y absorta con la frente hundida entre las sombras, durante unos minutos permaneció quieto como un muerto, pero luego pareció como si un ligero resplandor burlón atravesara su rostro. Empezó a clarear en las alturas por el oeste, la pared de nubes se deshizo blandamente, fueron revolviéndose hasta alejarse sin dejar más que un poco de ruido. Su insondable negrura fue haciéndose más y más superficial y el paisaje, que aguardaba expectante, quedó decepcionado e insatisfecho bajo un horizonte que volvía a resplandecer. Por último, un ligero estremecimiento parecido al de la ira recorrió los árboles, que se inclinaron y se encorvaron, dejando caer luego las flácidas manos de su follaje que tan ávidos habían extendido, como si estuvieran muertos. El velo de nubes fue haciéndose cada vez más transparente, una claridad maligna y amenazadora se abrió sobre el mundo indefenso. No había sucedido nada. La tormenta se había despejado.

A mí me temblaba todo el cuerpo. Era rabia lo que sentía, una cólera absurda por la impotencia, la decepción, la traición. Habría podido gritar o dar rienda suelta a mi ira, me entraron ganas de romper algo a golpes, ganas de hacer algo arriesgado y perverso, una absurda necesidad de venganza. Sentía en mí el suplicio de la naturaleza entera traicionada, el ansia de las pequeñas hierbas estaba en mí, el calor de las calles, el vapor del bosque, el punzante ardor de la piedra caliza, la sed del mundo engañado. Mis nervios me quemaban como hilos de alambre: los sentía estremecerse como si los recorriera una corriente eléctrica que se proyectara en el aire cargado, como si un montón de sutiles llamas ardieran bajo mi tensa piel. Todo me hacía daño, todos los sonidos tenían algo hiriente, era como si todo estuviera rodeado por pequeñas lenguas de fuego de modo que la mirada, cayera donde cayera, se quemaba. Me encontraba alterado en lo más profundo de mi ser, noté cómo muchos sentidos, que por lo regular dormían callados y muertos en el cerebro, sordo a ellos, se abrían en multitud de pequeños orificios y en cada uno de ellos sentía ese ardor. Ya no sabía qué obedecía a mi propia excitación y qué a la del mundo; la tenue membrana de sentimiento que separaba mi yo del mundo se había rasgado, todo conformaba una única realidad trastocada por la decepción, y al bajar febril la vista y clavar la mirada en el valle que poco a poco se llenaba de luces, sentí que cada una de aquellas luces titilaba en mí, incluso que cada estrella ardía en mi sangre. Experimentaba la misma agitación desmedida y febril tanto dentro como fuera; de una forma mágica y dolorosa sentía la saturación de todo lo que me rodeaba concentrándose en mí y, a la vez, creciendo y abrasándose en el exterior. Era como si en lo más profundo de mi naturaleza ardiera el misterioso núcleo de la vida que se hace presente en los diversos seres individuales; todo lo percibía con mis sentidos vivos y despiertos: la ira de cada hoja en particular, la sorda mirada del perro que con el rabo caído se deslizaba por la puerta; todo lo sentía y todo lo que sentía me hacía daño. Ese incendio empezó a convertirse en algo casi físico para mí, y así, cuando agarré con los dedos la madera de la puerta, ésta chasqueó levemente bajo su presión como si fuera yesca, reseca y oliendo a quemado.

El gong sonó con estrépito anunciando la cena. El sonido de cobre penetró profundamente en mí, causándome también él dolor. Me di la vuelta. ¿Adonde se habían marchado las personas de antes, las que habían pasado a mi lado a toda prisa, temerosas y excitadas? ¿Dónde estaba ella, la que había estado de pie ansiosa como el mundo y a la que yo había olvidado por completo en aquellos confusos minutos de decepción? Todo había desaparecido. Yo estaba de pie solo ante la naturaleza en silencio. Una vez más miré a lo alto y alargué la vista a la lejanía. Ahora el cielo estaba completamente vacío, pero no limpio. Sobre las estrellas se extendía un velo, un velo verdoso que las cubría, y la luna se alzaba resplandeciendo con el malvado brillo de un ojo de gato. Todo allá arriba tenía un aspecto pálido, burlón y amenazante, en cambio, abajo, en lo profundo del valle, bajo esta incierta esfera, comenzaba el oscuro crepúsculo de la noche, fosforescente como un mar tropical, con el aliento voluptuoso y atormentado de una mujer decepcionada. Arriba todavía perduraba pálido y burlón el último resto de luz; abajo, grave y fatigada, una bochornosa oscuridad, una era enemiga de la otra, una siniestra y silenciosa lucha entre cielo y tierra. Tomé aire profundamente, pero sólo respiré excitación. Eché mano de la hierba. Estaba seca como si fuera madera y crujió lívida entre mis dedos.

El gong volvió a llamar. Aquel sonido muerto me resultó repugnante. No tenía hambre, ni deseaba estar con otras personas, pero el solitario bochorno de allí fuera era demasiado terrible. Todo el peso del cielo caía mudo sobre mi pecho y sentí que no podría soportar por más tiempo su presión de plomo. Entré en el comedor. La gente ya estaba sentada a sus pequeñas mesas. Hablaban en voz baja, pero, a pesar de todo, para mí resultaba demasiado alta, porque todo lo que tocaba mis excitados nervios se convertía en un tormento: el leve murmullo de los labios, el entrechocar de los cubiertos, el tintineo de los platos, cada uno de los gestos, cada respiración, cada mirada. Todo me estremecía por dentro y me hacía daño. Tuve que dominarme a mí mismo, para no hacer algo absurdo, porque notaba que todos mis sentidos palpitaban febriles. No podía evitar observar a todas estas personas y sentir odio contra todas y cada una de ellas, cuando las veía allí sentadas tan tranquilas, tragonas y apoltronadas, mientras a mí me consumía aquel ardor. Se apoderó de mí una especie de envidia al ver cómo reposaban relajadas, tan satisfechas y seguras, ajenas al sufrimiento del mundo, insensibles al quieto, mudo furor que se agitaba en el pecho de la tierra sedienta. Fui recorriéndolo todo con la mirada por ver si no habría alguno que también lo sintiera, pero todos parecían embotados y despreocupados. Allí sólo había personas descansando y respirando plácidamente, satisfechas, lúcidas, impasibles, sanas; yo era el único enfermo, el único que tenía fiebre en este mundo. El camarero me trajo la comida. Probé un bocado, pero no logré tragármelo. Todo contacto me repelía. Estaba saturado del bochorno, del vapor, del vaho de la naturaleza doliente, enferma, atormentada.

A mi lado se movió un sillón. Me sobresalté. Ahora cualquier sonido me hería como hierro candente. Eché un vistazo. Unas personas extrañas estaban sentadas junto a mí, nuevos vecinos que todavía no conocía. Un señor de cierta edad y su mujer, gente tranquila, burgueses con ojos redondos, sosegados, de los que comen a dos carrillos, pero enfrente de ellos, dándome a medias la espalda, había una muchacha joven, su hija evidentemente. Sólo se le veía la espalda, blanca y esbelta, y por encima de ella, como un casco de acero negro casi azul, su abundante cabello. Estaba sentada allí sin moverse, y en su ausente rigidez reconocí a la misma que antes había estado de pie en la terraza abriéndose ansiosa a la lluvia como una flor blanca, sedienta. Sus pequeños dedos finos, enfermizos, jugaban inquietos con los cubiertos, pero sin que chocaran; y aquella quietud que la rodeaba me hizo bien. Tampoco ella probó bocado; sólo en una ocasión, su mano agarró ávida y veloz el vaso. «¡Oh!, ella también lo siente, siente la fiebre del mundo», pensé confortado al ver la sed con que lo había cogido y, con fraternal simpatía, mi mirada se posó blandamente sobre su espalda. Entonces me di cuenta de que había una persona, sólo una, que no estaba completamente separada de la naturaleza, que también ardía con el mismo fuego del mundo, y yo quería que ella conociera nuestra afinidad, casi de hermanos. Me habría gustado gritarle: «¡Siénteme! ¡Siénteme! ¡También yo estoy despierto igual que tú, también yo sufro! ¡Siénteme! ¡Siénteme!». La rodeé con el ardiente magnetismo de este deseo. Yo tenía la vista fija en su espalda, acariciaba desde lejos su cabello, penetraba en ella con la mirada, la llamaba con los labios, la estrechaba, no dejaba de observarla atentamente, sacaba fuera toda mi fiebre para que ella la sintiera como una hermana. Pero ella no se daba la vuelta. Permanecía absorta, como una estatua, sentada, fría y ajena. Me sentí totalmente desamparado. Tampoco ella sentía lo que yo. Tampoco ella llevaba el peso del mundo en su interior. Me abrasaba solo.

¡Oh!, aquel bochorno por fuera y por dentro, ya no lo podía soportar más. Los efluvios de los platos calientes, grasos y dulzones me atormentaban, cualquier sonido me traspasaba los nervios. Sentía que la sangre me hervía y supe que estaba a punto de caer desmayado hundiéndome en el torrente púrpura que bullía en mis venas. Todo mi ser ansiaba frescor y distancia, y aquella proximidad con otras personas, aquella ramplonería, me abrumaba. A mi lado había una ventana. La abrí de golpe, de par en par. Y, ¡maravilla!, allí volvía a estar en todo su misterio el inquieto flamear de mi sangre, sólo que disuelto en el infinito de un cielo nocturno. La luna resplandecía en lo alto con un fulgor amarillo blanquecino, como un ojo encendido en medio de un brumoso anillo rojo; sobre los campos se deslizaba como un fantasma una pálida niebla que ya casi llegaba allí. Los grillos cantaban febriles; el aire parecía tensarse con cuerdas metálicas que sonaban estridentes y lastimeras. De cuando en cuando se oía de fondo el absurdo croar de los sapos con su voz chillona; los perros se ponían a ladrar, lanzando agudos aullidos; a lo lejos bramaban los animales, y yo me acordé de que en noches como esta la fiebre emponzoña la leche de las vacas. La naturaleza estaba enferma, embargada por una furia silenciosa y amarga, yo me quedé mirando absorto por la ventana como si fuera un espejo de mis propios sentimientos. Todo mi ser se volcaba hacia fuera; el calor bochornoso que compartíamos yo y el paisaje confluía en un abrazo mudo, húmedo.

Los sillones que estaban a mi lado volvieron a moverse y yo volví a sobresaltarme. La cena había acabado, la gente se levantaba haciendo ruido; mis vecinos se pusieron en pie y pasaron junto a mí. Primero el padre, apoltronado y satisfecho, con mirada risueña, amable; luego, la madre, y por último, la hija. Fue entonces cuando vi el rostro de ella. Era pálido, amarillento, del mismo color enfermizo y apagado que tenía la luna; los labios seguían como antes, entreabiertos. Salió sin hacer ni un solo ruido, aunque con no poco trabajo. Había en ella algo lánguido y desmayado, que me recordó de una forma extraña mis propios sentimientos. La sentí acercarse, estaba excitado. Algo en mí deseaba cierta familiaridad con ella, podía ser que me acariciara con su vestido blanco o que pudiera percibir el aroma de su cabello al pasar. En ese momento, ella me miró. Su mirada se clavó en mí, oscura y absorta, penetrando profundamente en mi interior y embebiéndose en él; yo sólo la sentía a ella, su claro rostro desapareció y sólo quedó ante mí esta sedienta oscuridad en la que me precipité como en un abismo. Avanzó un paso más, pero su mirada no me abandonó, quedó clavada en mí como una lanza negra y noté cómo ahondaba en mis entrañas. Su punta llegó hasta mi corazón y allí se quedó. Durante unos instantes mantuvo así su mirada y yo el aliento, unos segundos en los cuales me encontré poderosamente atraído por el negro imán de aquellas pupilas. Luego pasó de largo ante mí e inmediatamente después sentí como si mi sangre se derramara brotando de una herida, corriendo alterada por todo el cuerpo.

Pero… ¿qué era aquello? Desperté como si volviera de la muerte. ¿Era aquella fiebre la que me confundía hasta hacer que en el acto me perdiera por completo en la mirada furtiva de una desconocida que pasaba a mi lado? Pero era como si al contemplarla hubiera sentido aquella misma furia serena, el ansia sedienta, absurda, lánguida, que se me antojaba ahora en todo, en la mirada de la luna roja, en los labios ansiosos de la tierra, en el clamoroso sufrimiento de los animales, el mismo que chispeaba y se agitaba en mí. ¡Oh, cómo se confundía todo en esta noche fantástica de bochorno, qué revuelto estaba todo con este sentimiento de expectación e impaciencia! ¿Era mi locura o era la del mundo? Yo estaba trastornado y quería saber la respuesta, así que fui tras ella al recibidor. Se había sentado allí junto a sus padres y se recostó tranquila en un sillón. Su peligrosa mirada se agazapaba invisible bajo los párpados inclinados. Tenía un libro entre las manos, pero yo no me creía que lo estuviera leyendo. Estaba seguro de que si ella sentía como yo, si ella sufría con el absurdo suplicio del mundo ahogado por el bochorno, no podría encontrar reposo ni paz para recrearse en tal contemplación; lo hacía, sin duda, para esconderse, era una forma de ocultarse de la curiosidad ajena. Me senté enfrente y me quedé mirándola con atención, esperando febrilmente su mirada, que me había hechizado, por si volvía a aparecer y quería desvelarme su secreto. Pero ella no se movió. Su mano pasaba indiferente página tras página del libro, su mirada seguía inclinada. Yo esperaba frente a ella, esperaba con mayor ardor cada vez que algo en su enigmática voluntad se tensara, fuerte como un músculo, de una manera absolutamente física, para romper con aquel disimulo. En medio de la tranquilidad de todas aquellas personas que hablaban, fumaban y jugaban a las cartas, se formó un mudo anillo. Yo sentía que ella se negaba, que renunciaba a levantar la mirada, pero cuanto más se resistía, más firme era mi resolución, y yo era fuerte, porque en mí se concentraban las ansias de la tierra entera y el sediento ardor del mundo decepcionado. Y del mismo modo que seguía sobre mis poros el húmedo bochorno de la noche, así continuó mi voluntad asediando la suya, pues sabía que ya no tardaría en devolverme una mirada, tendría que hacerlo sin remedio. En la sala de atrás, alguien empezó a tocar el piano. Las notas llegaban ligeras como perlas, subiendo y bajando en escalas fugaces; en otra parte un grupo se reía estruendosamente por algún chiste tonto, yo lo oía todo, advertía todo lo que pasaba, pero sin ceder ni por un minuto. Empecé a contar para mí los segundos que pasaban, mientras tiraba de sus párpados empeñado en forzarla desde donde yo estaba a que levantara la cabeza tercamente inclinada valiéndome de esta hipnosis de la voluntad. Los minutos fueron pasando —siempre entreverados con las notas que llegaban del otro lado y caían como perlas—, yo ya empezaba a sentir que mi fuerza estaba a punto de ceder cuando, de repente, se levantó sin más y me miró, directamente a mí. Volvía a ser aquella misma mirada infinita, una nada negra, terrible, imponente, una sed que me tragó sin que pudiera oponer resistencia. Me quedé mirando absorto aquellas pupilas parecidas a la negra oquedad de una cámara fotográfica, y sentí que absorbían mi rostro en su sangre extraña y que me arrojaban dentro de ella; el suelo vaciló bajo mis pies y sentí con inmensa dulzura la vertiginosa caída. Por encima de mí seguía oyendo las escalas musicales que giraban subiendo y bajando, pero ya no sabía dónde sucedía todo aquello. Mi sangre había huido en tromba, mi aliento se había detenido en seco. Sentía cómo me ahogaba; fue un minuto, una hora o una eternidad… Entonces, sus párpados se cerraron. Emergí a la superficie como un ahogado que sale del agua, helado, conmocionado por la fiebre y el peligro.

Miré a mi alrededor. Enfrente de mí, sentada entre la gente, inclinada sobre un libro, volvía a estar aquella muchacha esbelta, joven, inmóvil como una estatua salvo por la rodilla que balanceaba suavemente bajo su fino vestido. También mis manos se agitaban temblorosas. Supe entonces que este voluptuoso juego de tentación y resistencia no tardaría en comenzar de nuevo, que yo la llamaría durante unos tensos minutos, para luego, de repente, volver a hundirme en aquellas negras llamas. Mis sienes estaban húmedas, dentro de mí hervía la sangre. Ya no lo podía soportar más. Me levanté sin darme la vuelta y salí.

La noche se extendía ante la casa espléndidamente iluminada. El valle parecía hundido y el cielo relucía húmedo y negro como el musgo mojado. Tampoco aquí hacía nada de fresco, seguía sin hacerlo; en todas partes, también aquí, encontraba aquel peligroso maridaje entre sed y ebriedad, el mismo que yo sentía en la sangre. Algo insano, húmedo, como la transpiración de un febricitante cubría los campos, que despedían un vapor blanco, lechoso; a lo lejos se veían fuegos que temblaban y atravesaban como fantasmas el aire denso y pesado, y alrededor de la luna se cerraba un anillo amarillo que daba un toque maligno a su mirada. Me sentí infinitamente cansado. Había quedado allí una silla de mimbre olvidada al cabo del día: me arrojé sobre ella. Los miembros se me caían, me estiré sin moverme del sitio. Y entonces, pegado a los blandos mimbres, sintiendo cómo cedían, percibí de repente el bochorno como algo maravilloso. Ya no me atormentaba, simplemente se pegaba a mi tierno y voluptuoso, y no me defendí. Me limité a mantener los ojos cerrados para no ver nada, para sentir con más fuerza la naturaleza, la vida que me atrapaba. Como un pólipo, un ser blanco, liso, absorbente me rodeaba implacable; la noche me rozaba con mil labios. Yo seguía tumbado y sentía cómo iba cediendo, iba entregándome a algo que me rodeaba, me estrechaba, me circundaba, se bebía mi sangre, y entonces, por primera vez, creí sentir en este asfixiante abrazo a una mujer fundiéndose en el tierno éxtasis de la entrega. Noté un dulce sobresalto al abandonar de pronto cualquier resistencia y entregar mi cuerpo exclusiva e íntegramente al mundo, fue maravilloso percibir aquella esencia invisible rozando tiernamente mi piel y penetrando poco a poco bajo ella; me aflojaba dulcemente las articulaciones y yo no hacía nada para evitar la lasitud en la que iban cayendo mis sentidos. Me dejé llevar por esta nueva sensación, mientras comprendía oscuramente, como en sueños, que la noche y aquella mirada de antes, la mujer y el paisaje, eran lo único en lo que resultaba dulce perderse. A veces era como si aquella oscuridad fuera ella misma y nada más, y aquella calidez que rozaba mis miembros, su propio cuerpo, fundiéndose en la noche como el mío, y sintiéndolo todavía en sueños, me perdí en esta ola negra y cálida de voluptuosa perdición.

Algo me sobresaltó de repente. Tanteé con todos mis sentidos sin encontrarme. Y entonces lo descubrí, me di cuenta de que me había recostado con los ojos cerrados y me había hundido en el sueño. Debía de haber estado durmiendo una hora o tal vez varias, pues la luz del vestíbulo del hotel ya estaba apagada y hacía tiempo que todos se habían ido a descansar. Tenía el pelo húmedo y pegado a las sienes, aquel quimérico sopor sin sueños parecía haber caído sobre mí como un cálido rocío. Me levanté totalmente confuso intentando encontrar el camino de vuelta. Me sentía embotado, pero era la misma confusión que había a mi alrededor. Un bronco estruendo se alzaba a lo lejos y de cuando en cuando un rayo de tormenta cruzaba el cielo amenazadoramente. El aire sabía a fuego y a chispas, detrás de las montañas brillaban reveladores los relámpagos; dentro de mí, el recuerdo y el presentimiento se unían en una misma luz fosforescente. Me hubiera gustado quedarme para recordar y disfrutar desvelando aquella misteriosa esencia, pero ya era demasiado tarde, de modo que entré.

El vestíbulo ya estaba vacío, los sillones aparecían abandonados sin orden ni concierto bajo el pálido brillo de la única luz que los alumbraba. Vacíos e inertes, tenían un aspecto fantasmal. Sin querer, formé en uno de ellos la tierna figura del extraordinario ser que me había sumido en tal confusión con su mirada, que continuaba viva en lo más hondo de mí. Se movió y sentí cómo se destacaba en medio de la oscuridad, una misteriosa intuición me decía que en alguna parte, entre estas paredes, ella seguía despierta y este presentimiento estremeció mi sangre como un fuego fatuo. ¡Aún seguía haciendo tanto bochorno! Apenas cerré los ojos, sentí chispas de color púrpura detrás de los párpados. Todavía brillaba dentro de mí aquel día con su candente fulgor; todavía sentía dentro de mí la fiebre de esta noche fantástica, chispeante, húmeda, centelleante.

Pero no podía permanecer aquí en la entrada, todo estaba oscuro y abandonado. Así que subí la escalera, aunque no era lo que deseaba. Había en mí una especie de resistencia que no supe vencer. Estaba cansado y, sin embargo, me parecía que era demasiado pronto para irme a dormir. Una misteriosa premonición que pugnaba por salir a la luz me prometía algo más de aventura y mis sentidos se esforzaban en discernir una presencia viva, cálida. Salieron de mí unos tentáculos finos y articulados que recorrieron la caja de la escalera, tocando en todas las habitaciones, y como ya había hecho antes fuera en la naturaleza, concentré todos mis sentidos en la casa y percibí el sueño, la despreocupada respiración de las numerosas personas que se alojaban en ella, el insomne, pesado fluir de su sangre espesa y negra, su sencillo reposo y su quietud, pero también la atracción magnética de una fuerza. Intuí que algo estaba despierto igual que yo. ¿Era aquella mirada, era el paisaje lo que había provocado en mí esta tierna locura cubierta de púrpura? Creí percibir algo blanco atravesando los muros y las paredes, una pequeña llama de inquietud tembló dentro de mí, enredándose en mi sangre sin llegar a extinguirse. Subí la escalera contra mi voluntad, parándome en cada escalón para escuchar en mi interior, no sólo con el oído, sino con el resto de los sentidos. Nada me hubiera maravillado, todo mi ser esperaba algo inaudito, extraño, pues sabía que la noche no podía acabar sin algo portentoso, este bochorno no podía acabar sin un rayo. Volvía a ser yo cuando me encontré de pie escuchando en la barandilla de la escalera, mientras el mundo entero se erguía impotente en el exterior y gritaba llamando al temporal. Pero nada se movía. Un leve soplo fue lo único que cruzó la casa donde el viento estaba en calma. Cansado y decepcionado, subí los últimos escalones y me horroricé ante mi solitaria habitación como si estuviera frente a un ataúd.

El picaporte brillaba trémulo en la oscuridad y estaba húmedo y caliente al cogerlo. Empujé la puerta. La ventana del fondo estaba abierta y en ella se recortaba un cuadrado en la negrura de la noche donde se veían las apretadas copas de los abetos del otro lado del bosque y un pedazo del cielo nublado en el centro. Todo estaba oscuro, fuera y dentro, en el mundo y en la habitación, menos junto al marco de la ventana, donde —extraño e inexplicable— se erguía algo esbelto, como la cinta perdida de un rayo de luna. Me acerqué asombrado para ver qué era lo que brillaba con tanta claridad en la noche velada por el astro. Me acerqué y entonces se movió. Me quedé sorprendido, pero no, no me asusté, pues esa noche había algo en mi interior que estaba fabulosamente dispuesto a aceptar de antemano cualquier cosa por fantástica y quimérica que fuese. Ningún encuentro me habría resultado extraño y éste el que menos, porque, efectivamente, era ella la que estaba allí, ella, en quien había estado pensando inconscientemente a cada escalón que subía, a cada paso que daba por la casa dormida, a quien habían buscado mis chispeantes sentidos a través de zaguanes y puertas, porque sabían que estaba despierta. Vi en su rostro algo parecido a un resplandor; su blanco camisón estaba envuelto en una nebulosa. Se encontraba apoyada en la ventana y, tal como estaba, su ser vuelto hacia el paisaje, atraída misteriosamente a su destino por el deslumbrante espejo de las profundidades, parecía un personaje de cuento, Ofelia sobre el estanque.

Me acerqué, tímido y excitado a un tiempo. Debió de notar el ruido, porque se dio la vuelta. Su rostro estaba en penumbra. No sabía si en realidad me estaba mirando, si me oía, pues sus movimientos no revelaban sorpresa, ni miedo, ni resistencia. Todo a nuestro alrededor estaba completamente en calma. En la pared sonaba el tictac de un pequeño reloj. Todo permanecía en completa calma, cuando de repente y sin esperarlo dijo en voz baja:

—Tengo tanto miedo.

¿A quién le hablaba? ¿Me había reconocido? ¿Se refería a mí? ¿Hablaba en sueños? Era la misma voz, el mismo tono vacilante que ese día por la tarde se había estremecido ante la proximidad de las nubes, cuando su mirada aún no había reparado en mí en absoluto. Era extraño y, sin embargo, no estaba asombrado, ni confuso. Me acerqué a ella para tranquilizarla y la cogí de la mano. La noté como la yesca, caliente y seca, y la tensión de los dedos se disipó blandamente al cogerla. Me dejó la mano sin decir nada. Todo en ella era lánguido, desvalido, apagado. Y sólo sus labios volvieron a susurrar como distantes:

—¡Tengo tanto miedo! Tengo tanto miedo —para, a continuación, morir en un suspiro como el de alguien que se ahoga— ¡Ah, qué bochorno hace!

Sonó lejano y, sin embargo, habiéndolo susurrado, como si fuera un secreto entre nosotros dos. No obstante, sentí que no me estaba hablando a mí.

Cogí su brazo. Temblaba levemente, como los árboles de la tarde ante el temporal, pero no se defendió. La cogí con más firmeza: ella cedió. Débiles, sin resistencia, como una ola cálida que se estrella contra la orilla, sus hombros cayeron sobre mí. Ahora la tenía muy cerca, de modo que podía aspirar el calor de su pelo, el húmedo vaho de su cabello. No me moví y ella siguió muda. Todo esto era extraño y mi curiosidad empezó a fulgurar. Poco a poco crecía mi impaciencia. Rocé con mis labios su cabello…, ella no los rechazó. Luego tomé sus labios. Estaban secos y calientes, y cuando los besé se abrieron de repente para beber de los míos, pero no sedientos y apasionados, sino con la calma, la languidez y el deseo con que mama un niño. Una muerta de sed, así es como la sentí, y así fue como, igual que sus labios, su esbelto cuerpo, que vibraba a través del fino vestido, se embebió de mí, exactamente igual que antes, fuera, en la noche, sin fuerza, aunque rebosante de una tranquila y ebria avidez. Y entonces, mientras la sostenía —mis sentidos se confundían entre sí lanzando agudos destellos—, sentí la tierra caliente y húmeda contra mi cuerpo, igual que ese día, sediento del aguacero que acabara con aquella tensión, un paisaje caliente, impotente, ardiente. La besé una y otra vez, sintiendo como si en ella estuviera gozando de un mundo grandioso, tórrido, anhelante, impaciente, como si este rubor que ardía en sus mejillas fuera el vapor de los campos, como si en sus pechos blandos y tibios respirara la tierra estremecida.

Pero entonces, mientras mis labios peregrinos subían a sus párpados, a sus ojos, cuyas llamas negras había sentido con un estremecimiento, cuando me alzaba para mirar su rostro y disfrutar más intensamente de su contemplación, vi sorprendido que sus párpados estaban firmemente sellados. Era una máscara griega de piedra, sin ojos, inerte, ahora sí que tenía ante mí a Ofelia, yaciente, muerta, llevada sobre las aguas, con el rostro pálido e insensible elevándose por encima de la oscura corriente. Me asusté. Por primera vez sentí la realidad de aquel fantástico episodio. Me estremecí al darme cuenta de que tenía en mis brazos a una muchacha inconsciente, embriagada, enferma, una sonámbula sin sentido, que sólo el bochorno de la noche había traído hasta mí como una luna roja, peligrosa, un ser que no sabía lo que hacía, que tal vez no me quisiera. Me asusté al sentir su peso entre mis brazos. Intenté dejarla suavemente sobre el sillón, sobre la cama, para no quedarme con un placer robado de alguien carente de voluntad, ofuscada, para no tomar algo que tal vez ella misma no quisiera darme, sólo aquel demonio que dentro de ella se había adueñado de su sangre. Sin embargo, en cuanto sintió que yo la soltaba empezó a gemir lastimeramente:

—¡No me dejes! ¡No me dejes!

Sollozaba, y sus labios succionaban con más ardor, su cuerpo se estrechó contra mí. Su rostro tenía una expresión tensa y dolorida, con los ojos cerrados; sentí un escalofrío al ver que quería despertarse y no podía, que sus ebrios sentidos clamaban desde la prisión de la demencia tratando de volver al juicio. El saber que bajo esta máscara de plomo había alguien que se debatía con el sueño pugnando por salir de su hechizo hizo que sintiera la peligrosa tentación sacarla yo de él. Mis nervios ardían de impaciencia por despertarla, por hablarle, por verla como a un ser real, no simplemente como a una sonámbula, quería lograr a cualquier precio, incluso por la fuerza, que la verdad saliera de su cuerpo, que seguía disfrutando sordamente de aquel placer instintivo. La atraje hacia mí con violencia, la sacudí, apreté mis dientes contra sus labios y mis dedos alrededor de sus brazos, para que por fin abriera los ojos y fuera consciente de que no era ella, sino algo dentro de ella lo que gozaba de aquel burdo placer. Pero ella no hizo más que doblarse bajo el doloroso abrazo gimiendo:

—¡Más! ¡Más! —balbuceaba con un ardor, con un ardor tan irracional que me removió por dentro al punto de dejarme sin sentido. Me di cuenta de que ya casi estaba despierta, de que intentaba resurgir bajo los párpados cerrados que ya le temblaban inquietos. La abracé más estrechamente, me enterré en ella ahondando en su ser, y de repente sentí cómo por su mejilla rodaba una lágrima que me supo salada al beberla. Se retorcía de un modo espantoso cuanto más la apretaba, su pecho gemía, sus miembros se crispaban como si quisieran hacer saltar algo descomunal, un anillo que la rodeaba reduciéndola al sueño y de improviso —como cuando un relámpago atraviesa el orbe en medio de la tormenta— se partía en dos. De nuevo se volvió pesada, de repente sentí su peso muerto en mis brazos, sus labios me soltaron, sus manos cayeron y, cuando la recosté sobre la cama, se quedó echada igual que un muerto. Me asusté. Sin saber lo que hacía, la toqué, palpé sus brazos y mejillas. Estaban completamente fríos, helados, petrificados. Sólo en las sienes seguía palpitando levemente el tembloroso pulso de la sangre. De mármol, una estatua, así era como yacía, con las mejillas húmedas por las lágrimas y la nariz estirada, respirando inquieta. De cuando en cuando, un ligero estremecimiento recorría su cuerpo, una ola que traía la resaca de la sangre, pero la curvatura del pecho se hacía más sutil cada vez que tomaba aire. Parecía que iba adquiriendo la condición de una estatua. Sus rasgos se fueron haciendo más precisos y rígidos, pero también más humanos e infantiles. Los espasmos habían pasado. Se adormiló. Se quedó dormida.

Me quedé sentado al borde de la cama temblando, inclinado sobre ella. Descansaba apaciblemente como una niña, los ojos cerrados y una vaga sonrisa en los labios, revitalizada interiormente por aquel sueño. Me incliné profundamente sobre ella de modo que pude ver cada línea de su rostro por separado y sentir en la mejilla el soplo de su aliento, y cuanto más de cerca la contemplaba más lejana y misteriosa se volvía, porque ¿dónde estaba ella ahora y dónde sus sentidos cuando yacía allí petrificada, arrastrada por la tórrida corriente de una noche de bochorno hasta llegar a mí, un extraño, y escupida ahora en la playa, como muerta? ¿Quién era esta que yacía entre mis manos, de dónde venía, a quién pertenecía? Yo no sabía nada de ella y, con todo, era consciente de que no existía ningún vínculo entre nosotros. La contemplé, pasaron unos minutos de soledad durante los cuales sólo se oyó el apresurado tictac del reloj desde lo alto. Intenté leer en su mudo rostro, que sin embargo no me confió nada. Tenía ganas de despertarla de este extraño sueño aquí, a mi lado, en mi habitación, pegada a mi vida, y sin embargo, a la vez, tenía miedo de ese despertar, de la primera mirada de sus ojos una vez liberados del sueño. De modo que me quedé sentado allí, mudo, una hora o tal vez dos, velando sobre el sueño de aquel extraño ser y, poco a poco, empecé a pensar que no era una mujer, ni un ser humano que se había acercado a mí y con el que había vivido una aventura, sino la noche misma, el secreto de la naturaleza anhelante, atormentada, que se me había revelado. Era como si aquí, entre mis manos, descansara el mundo entero, ardiente, con sus sentidos desinflados, como si la tierra se hubiera alzado como un árbol en medio de su tormento y la hubiera enviado a ella como mensajera en esa noche fantástica y extraña.

Algo vibró detrás de mí. Me sobresalté como si fuera un criminal. La ventana volvió a vibrar como si un gigantesco puño la sacudiera violentamente. Me levanté de un salto. Delante de la ventana había algo extraño: una noche transformada, nueva y peligrosa, deslumbrante de oscuridad y rebosando una agitación feroz. Se le oyó silbar, hubo un estrépito horrible y una negra torre comenzó a elevarse hasta el cielo; el viento salió en mi busca en medio de la noche, frío, húmedo, con una salvaje sacudida. Saltó de la oscuridad, violento e impetuoso, sus puños se abatían sobre las ventanas, golpeaban contra la casa. Las tinieblas se habían abierto como una terrible garganta, las nubes se acercaban y alzaban negras paredes a una velocidad vertiginosa, algo silbaba con violencia entre el cielo y el mundo. El persistente bochorno se había visto arrastrado por esta indómita corriente; todo crecía, se ensanchaba, se agitaba, había emprendido una alocada huida atravesando el cielo de un extremo a otro; los árboles, aferrándose firmemente a la tierra con sus raíces, gemían bajo el invisible látigo de la tormenta que silbaba y restallaba por encima de ellos. Y, de repente, algo blanco rasgó el firmamento en dos: un relámpago abriendo una brecha en el cielo hasta llegar a la tierra. Y, tras él, retumbó el trueno como si quebrara lo más profundo de las nubes. Ella se movió detrás de mí. Se había levantado repentinamente. El rayo había arrancado el sueño de sus ojos. Miraba confusa y absorta a su alrededor.

—¿Qué es esto? —dijo—. ¿Dónde estoy?

Y la voz era totalmente distinta a la de antes. Todavía vibraba por el miedo, pero ahora el tono era más claro, un sonido agudo y puro, renovado como el aire. Un relámpago volvió a rasgar el marco del paisaje, iluminando al vuelo la silueta de los abetos sacudidos por la tormenta, las nubes corriendo por el cielo como animales furiosos y la habitación encalada, más blanca que el pálido rostro de la muchacha, la cual se levantó de un salto. De repente se movía con toda desenvoltura, como nunca la había visto. Se quedó observándome detenidamente en la oscuridad. Yo sentía su mirada más negra que la noche.

—¿Quién es usted…? ¿Dónde estoy…? —balbució y, asustada, recogió sobre su pecho el vestido abierto.

Yo me acerqué para tranquilizarla, pero ella retrocedió.

—¿Qué quiere usted de mí? —gritó con todas sus fuerzas al acercarme a ella.

Quería buscar una palabra para tranquilizarla, para dirigirme a ella, pero entonces fue cuando me di cuenta de que no sabía su nombre. De nuevo, un relámpago proyectó su luz sobre la habitación. Como pintadas con fósforo, las paredes relumbraron blancas como la cal. Yo la vi igual de blanca, con los brazos extendidos hacia mí por el miedo y un odio infinito en su mirada ya despierta. Intenté en vano agarrarla en la oscuridad que cayó sobre nosotros con el trueno, tranquilizarla, explicárselo, pero ella se zafó de mí, abrió de golpe la puerta que un nuevo relámpago le mostró y salió precipitadamente. Y al cerrarse de golpe la puerta retumbó el trueno, como si todos los cielos se hubieran desplomado sobre la tierra.

Entonces se oyó aquel murmullo, torrentes de agua que se precipitaban desde una infinita altura como cataratas, mientras la tormenta los hacía cambiar de dirección de un lado a otro, cayendo sin interrupción como el rocío húmedo. De cuando en cuando entraban disparados por la ventana chorros de agua fría como el hielo y un aire dulce, especiado, hasta donde yo me encontraba contemplándolo todo de pie, de modo que acabé con el pelo empapado, goteando por el frío aguacero. Sin embargo, me encontraba feliz sintiendo el puro elemento, como si también yo me deshiciera ahora de mi bochorno con cada rayo. Habría podido gritar de placer. Me olvidé de todo ante la arrobadora sensación de poder respirar y volver a disfrutar de este frescor que absorbía en mí como la propia tierra, como el campo: sentí el dichoso estremecimiento de verme azotado igual que los árboles, que se mecían susurrantes bajo la húmeda vara de la lluvia. La voluptuosa lucha del cielo con la tierra era endemoniadamente bella, una gigantesca noche de bodas de la que yo también gozaba. El cielo bajaba hasta ella tomándola con sus relámpagos, se precipitaba sobre la tierra temblorosa con el trueno, la noche gemía mientras altura y profundidad se hundían furiosamente una en otra, sexo en sexo. Los árboles gimoteaban con deleite, el lejano horizonte se entretejía con rayos cada vez más ardientes, se veían las calientes venas del cielo abriéndose, derramándose y mezclándose con los húmedos torrentes de los caminos. Todo se abría y se derramaba, noche y mundo…, un aire nuevo, maravilloso, en el que se mezclaba el aroma de los campos con el fogoso aliento del cielo penetró fresco dentro de mí. Tres semanas de calor acumulado se desvanecieron en esta lucha. También yo sentí el alivio en mi interior. Era como si la lluvia penetrara tumultuosa por mis poros, como si el viento atravesara silbando mi pecho y lo purificara, y ya no me sentía ni sentía mi vida aislada, sino animada, sólo era mundo, huracán, aguacero, ser y noche en el desbordante ímpetu de la naturaleza. Y entonces, a medida que todo se iba calmando, los rayos se perdían azules e inocuos en el horizonte, el trueno ya sólo rugía como una advertencia paternal y el murmullo de la lluvia acompasaba su ritmo con el viento rendido por la fatiga, también yo me sentí cansado y aliviado. Sentí mis nervios vibrantes sonar como la música y un dulce abandono se apoderó de mis miembros. ¡Oh, ahora quería dormir con la naturaleza y luego despertarme con ella! Me arranqué la ropa y me arrojé en la cama. Todavía había formas blandas, extrañas en ella. Las sentí sordamente, quise evocar de nuevo la extraña aventura, pero ya no la comprendía. Fuera, la lluvia murmuraba sin cesar lavando mis pensamientos. Ya todo lo sentía como un simple sueño. Sin embargo, seguía queriendo traer a la memoria algo de lo que me había pasado, pero la lluvia murmuraba y murmuraba, la dulce y rumorosa noche era una maravillosa cuna y yo me hundí en ella, entregándome a su sueño.

A la mañana siguiente, cuando me acerqué a la ventana, vi un mundo transformado. Claro, con contornos precisos, alegre, así lucía el campo con un brillo soleado, seguro, y arriba, sobre él, un luminoso espejo de esta quietud, el horizonte se curvaba en una cúpula azul y lejana. Las fronteras estaban claramente definidas, el cielo que ayer había socavado profundamente los campos y los había hecho fértiles se elevaba a una infinita distancia, apartado, alejado, separado por todo un mundo, desvinculado de ellos, pues en ninguna parte tocaba ya a la tierra olorosa, relajada, que respiraba con sosiego, su mujer. Un abismo azul brillaba, fresco, entre él y la profundidad, se miraban sin deseo uno a otro, como extraños, el cielo y el paisaje.

Yo bajé a la sala. La gente ya se había reunido. Su ser también era distinto a lo que había sido en esas espantosas semanas de bochorno. Todo se agitaba y se movía. Su risa sonaba luminosa; sus voces, melodiosas, metálicas; la sordina que antes las apagaba se había disipado, la cinta bochornosa que las ceñía había caído. Me senté entre ellos, sin ningún rencor, y con cierta curiosidad me puse a buscar enseguida a la otra, cuya mirada me había quitado el sueño de tal manera. Y, efectivamente, en la mesa de al lado, entre el padre y la madre, se hallaba sentada ella, la que yo buscaba. Estaba alegre, sus hombros livianos, y yo la oía reírse, sonora y despreocupadamente. Curioso, la abracé con la mirada. Ella no lo notó. Contaba algo que la hacía feliz, y entre sus palabras iba entreverando como perlas una risa infantil. Al final miró por casualidad hacia donde yo estaba y, al rozarme fugazmente con los ojos, su risa se interrumpió de golpe, sin querer. Me miró más detenidamente. Algo pareció extrañarla, las cejas se elevaron, sus ojos me interrogaron severos y tensos, y poco a poco su rostro adquirió un aspecto duro, atormentado, como si quisiera recordar algo y no lo lograse del todo. Yo le sostuve la mirada lleno de expectación por ver si descubría en ella un signo de agitación o de vergüenza, pero la muchacha apartó de nuevo la vista. Tras un minuto, su mirada regresó otra vez para asegurarse. Volvió a escrutar mi rostro. Sólo un segundo, un segundo largo, tenso, en el que sentí su sonda dura, punzante, metálica penetrar en mí, pero luego sus ojos me dejaron tranquilo, y sentí, por la despreocupada claridad de su mirada, el leve, casi alegre giro de su cabeza, que una vez despierta ya no se acordaba de mí, que nuestra comunión se había hundido con la mágica oscuridad. Volvíamos a ser extraños y estar tan alejados uno de otro como el cielo y la tierra. Ella hablaba con sus padres, mecía despreocupada sus esbeltos hombros juveniles, y los dientes brillaban alegres al sonreír entre los delgados labios de los que hacía horas que yo había bebido la sed y el bochorno de todo un mundo.