EL AMOR DE ERIKA EWALD
Erika Ewald entró despacio, con el paso cauteloso y quedo de quien llega demasiado tarde. Su padre y su hermana ya estaban sentados a la mesa cenando; al oír el ruido de las puertas levantaron la vista para saludar fugazmente con la cabeza a quien entraba, luego no se oyó más que el ruido de los platos y el tintineo de los cuchillos a través de la habitación débilmente iluminada. Rara vez hablaban, sólo de vez en cuando surgía una palabra y revoloteaba como una hoja que el aire levanta, para caer al momento desfallecida en el suelo. Todos ellos tenían poco que decirse. La hermana era simple y poco agraciada; la experiencia de que nadie se hubiera fijado en ella o de que hubiera sido objeto de burlas durante años le había dado esa indolente resignación de solterona que ve partir cada día con una sonrisa. Al padre los largos años de trabajo en una oficina le habían distanciado del mundo, y, especialmente desde la muerte de su mujer, lo envolvía aquel áspero malhumor y aquel terco silencio con que a la gente mayor le gusta ocultar sus sufrimientos físicos.
También Erika guardaba silencio la mayoría de las veces durante esas monótonas veladas. Sentía que no se podía luchar contra el ambiente gris que se cernía sobre aquellos momentos como densas nubes de tormenta. Y además estaba demasiado cansada para hacerlo. La mortificante jornada de trabajo, que no le daba tregua y le obligaba a soportar hora tras hora disonancias, torpes acordes, brutalidades que no tenían nada de musical, con incansable benevolencia, desataba en ella una ahogada necesidad de silencio, una efusión sin palabras de todas las sensaciones que la violencia del día había sofocado. Le gustaba abandonarse y soñar despierta, porque un pudor casi exacerbado le impedía hacer a los demás la más mínima insinuación sobre sus vivencias espirituales, aunque su alma temblaba bajo la presión de las palabras no pronunciadas, como vacila la rama de un árbol bajo el peso de sus frutos demasiado maduros. Y sólo un tenue rasgo casi imperceptible alrededor de sus labios delgados y pálidos revelaba que en su interior se libraba una lucha y se había desatado una nostalgia que no era posible expresar con palabras y de vez en cuando hacía que la boca firmemente cerrada se estremeciera incontrolada como con un repentino sollozo.
La cena acabó pronto. El padre se levantó, se despidió con pocas palabras y se fue a su cuarto a encenderse la pipa. Así era cada día en esa casa, donde incluso la acción más indiferente quedaba petrificada en la rígida costumbre. Y también Jeannette, su hermana, recogió como siempre su labor de costura y empezó a bordar mecánicamente junto a la luz de la lámpara, muy inclinada hacia delante a causa de su miopía.
Erika se fue a su habitación y comenzó a quitarse la ropa lentamente. Era todavía muy pronto. Otras veces solía leer hasta muy entrada la noche o se quedaba apoyada en la ventana con una dulce sensación y miraba desde lo alto por encima de los tejados refulgentes por la luz de la luna, bañados en la claridad de su marea de plata. En esos momentos nunca tenía pensamientos definidos, orientados a un objeto, sólo un indeterminado sentimiento de amor por el fulgor, el resplandor y el delicado halo de la luz de la luna, que se reflejaba en los miles de cristales relucientes, tras los cuales se ocultaban los secretos de la vida. Pero hoy sentía un dulce cansancio, una dichosa pesadez que ansiaba reposar entre las mantas ajustadas, cálidas y suaves. Una somnolencia que no es más que la nostalgia de dulces y felices sueños recorrió todos sus miembros como un veneno que poco a poco la iba enfriando, adormeciendo. Reaccionó y, volviendo a la realidad, se deshizo con rapidez de sus últimas prendas, apagó la vela y en un momento ya estaba metida en la cama…
Como un ágil juego de sombras, los felices recuerdos de aquel día volvieron a pasar danzando ante ella. Hoy había estado con él… Habían vuelto a ensayar juntos para aquel concierto donde ella debía acompañarle al piano mientras él tocaba su violín.
Y luego interpretó para ella a Chopin, aquella balada sin palabras. ¡Y más tarde las dulces y cariñosas frases que le dedicó, cuántas frases cariñosas!
Las imágenes desfilaban cada vez más deprisa, la devolvieron a su casa y a sí misma, para perderse de nuevo, rápidamente, en el pasado, hasta el día en que lo había conocido. Y pronto desbordaron la estrechez del tiempo y de la experiencia y se hicieron cada vez más delirantes y confusas. Erika escuchó aún cómo su hermana se iba a la cama en la habitación de al lado. Y le vino un pensamiento absurdo, curioso, ¿y si además la hubiera invitado a su casa? Una sonrisa alegre, exultante empezó a dibujarse lánguidamente en sus labios, pero ella ya estaba medio dormida. Y pocos minutos más tarde un firme sopor la sumió en felices sueños.
Al despertar, encontró una postal sobre la cama. Sólo tenía unas pocas palabras escritas con trazo firme, enérgico; las mismas con las que se obsequia a un extraño. Pero Erika las recibió como un don y una bendición, porque las había escrito él; a ella le correspondía deducir a partir de su trivialidad e insignificancia su auténtica dimensión llena de presentimientos. Y así es como ese amor no habría de quedarse en un suave resplandor que ilumina a todo ser envolviéndolo con su luz, sino que ese sentimiento transformador penetró tan profundamente en ella que se volvió como una brillante luz que, ardiendo en su interior, parecía crecer hacia fuera elevándose sobre todo lo que carecía de vida y de alma. Ya desde su más tierna juventud, la oscura conciencia de su carácter tímido y su reservada soledad le habían enseñado a no contemplar las cosas como algo frío y sin vida, sino como amigas calladas que confiaban sus secretos y ternuras a quien las escuchaba. Libros y cuadros, paisajes y piezas musicales le hablaban a ella, que había conservado la capacidad poética del niño, que ve en objetos pintados, en cosas inanimadas, una realidad de colores gozosa y viva. Y éstas habían sido sus solitarias alegrías antes de que le llegase el amor.
Así fue como esos pocos trazos negros escritos sobre aquella hoja se convirtieron para ella en todo un acontecimiento. Leyó las palabras tal y como él las solía pronunciar, con la entonación suave y musical de su voz, intentó poner en su nombre aquella emoción misteriosa y dulce que sólo la lengua de la ternura puede dar. Y escuchó en aquellas pocas frases, que por parte de su corresponsal se ceñían a una forma fría y casi respetuosa, cómo sonaba oculto el tono bajo del amor, y pasó por las líneas deletreando para sí cada palabra tan despacio y perdiéndose en tantas ensoñaciones que a punto estuvo de olvidar su contenido. Y éste no carecía en absoluto de relevancia. Ella debía comunicarle si se iba a realizar la excursión que tenían planeada para el domingo, algunas palabras más sin importancia con motivo de su actuación conjunta en un concierto del que ya llevaban mucho tiempo hablando y luego un afectuoso saludo y una precipitada firma. Pero leía las líneas una y otra vez, porque creía percibir en ellas esos intensos y apremiantes sentimientos que, sin embargo, no eran más que el eco de los suyos propios.
No hacía mucho tiempo que a Erika le había llegado ese amor, que había traído consigo las primeras luces a su pálida e indiferente existencia juvenil. Y su historia era sencilla y cotidiana.
Se habían conocido en un círculo social. Ella daba allí lecciones de piano, pero sus modales discretos y delicados le ganaron el afecto de toda la casa, tanto que ya sólo se la veía como a una amiga. Y a él lo habían invitado allí a un acto como pièce de résistance, por así decirlo, pues, a pesar de su juventud, su fama como virtuoso del violín era algo completamente fuera de lo común.
Las circunstancias también se mostraron propicias para favorecer su acercamiento. A él le pidieron que tocara algo y se dio por supuesto que ella debía asumir la parte del acompañamiento. Y entonces fue cuando él se fijó en ella por primera vez, pues identificó tan bien sus intenciones y se compenetró con él con tanta sensibilidad que él adivinó en el acto la finura y profundidad de su naturaleza. Y todavía en medio del atronador aplauso que siguió a su actuación, él le propuso que pasaran un rato juntos, charlando. Ella asintió suavemente, con una suavidad totalmente imperceptible.
Pero no llegó a ocurrir. No les dejaron libres a ninguno de los dos tan rápidamente; sólo de cuando en cuando podía echar una mirada furtiva a la figura flexible y más que delgada de ella y recoger un saludo tímido, sorprendente de sus ojos oscuros. Sus palabras se hundían en las banalidades y los corteses cumplidos con que la colmaban. Luego llegaban nuevas personas y cien distracciones diferentes de todo tipo, de modo que ella prácticamente se olvidó del compromiso. Pero cuando todo acabó y ya se estaba despidiendo, él se puso de repente a su lado y le preguntó con su voz dulce y contenida si la podía acompañar a casa. Por un momento no supo qué decir; luego declinó su ofrecimiento con palabras tan torpes que al final a él le resultó sencillo hacer prevalecer su voluntad.
Ella vivía muy lejos, en las afueras de la ciudad, y fue un largo camino bajo la clara luz de la luna que ilumina las noches de invierno. Durante un rato, el silencio reinó entre ellos; no era incomodidad, sino tan sólo ese miedo indefinido que la gente refinada tiene a empezar una conversación con trivialidades. Luego, él comenzó a hablar de la pieza musical que habían interpretado juntos y del arte en general. Pero eso no fue más que un comienzo, un camino hacia su alma. Porque él sabía que todos los que dilapidaban tan espléndidamente sus tesoros en el arte, los que ponían todo su sentimiento en la belleza de la música, eran serios y cerrados en la vida y sólo se abrían a quien los comprendía. Y, efectivamente, ella también le reveló muchas de sus vivencias psíquicas más íntimas en sus opiniones sobre la creación y la interpretación, muchas cosas que todavía no había confiado a nadie y algunas de las que ni siquiera había sido consciente hasta entonces. Más tarde ni ella misma podía comprender de qué forma había vencido entonces su fuerte retraimiento, casi aprensivo, pero eso fue más tarde, cuando él se fue haciendo más cercano y se convirtió en su amigo y confidente. Porque aquella noche le pareció un artista, un creador formidable que nunca entra en la vida, sino que vive en la distancia, inaccesible y eminente, comprensivo y bondadoso, al que nada se le debe ocultar. Hasta entonces, en su círculo sólo había entrado gente sencilla, personas que se podían descomponer y manejar como un problema escolar, inquisidores conservadores y llenos de prejuicios, ante los que se sentía extraña y a los que casi temía. Y además había sido una noche tranquila y clara. Y cuando, en noches tan silenciosas como ésa, uno va en pareja sin ser oído ni molestado por nadie y las oscuras sombras de las casas se abaten sobre las palabras y las voces se extinguen en el silencio sin eco, uno se siente tan confiado como si hablara consigo mismo. Entonces, desde las profundidades, despiertan pensamientos que en la confusa agitación del día pasan desapercibidos y a los que sólo la quietud de la noche sacude dulcemente para que se conviertan en palabras, casi sin que uno lo quiera.
El largo paseo en la solitaria noche invernal los había acercado el uno al otro. Cuando se tendieron la mano para despedirse, los dedos pálidos y fríos de ella quedaron largo tiempo inermes en su fuerte mano, como olvidados. Y se separaron como viejos amigos.
Se siguieron viendo con bastante frecuencia durante aquel invierno. Primero era una feliz casualidad que pronto, sin embargo, se convirtió en compromiso. A él le atraía esa interesante muchacha con todas sus curiosidades y rarezas, le asombraba la distinguida discreción de su alma, que sólo se le revelaba a él y, temblando de miedo, se arrojaba a sus pies como una niña asustada. Adoraba las mil formas de su delicadeza, la sencillez de su soberbia sensibilidad, que respondía involuntariamente a toda belleza con un latido y, no obstante, procuraba ocultarse ante ojos extraños para no estorbar la pura intimidad del goce. Pero esas tiernas y profundas sensaciones que él podía percibir junto a ella de una manera tan plena e irresistible, no dejaban de resultar extrañas a una persona como él. Ya desde su adolescencia, todavía medio niño, había sido mimado —en exceso— para ser un artista e inducido por las mujeres a que encontrara satisfacción en un amor espiritualizado; conoció muy poco lo femenino, prácticamente no tuvo juventud, porque todo el enigmático amor de un bachiller, dulce a más no poder, nunca se había deslizado en su vida, que había madurado tan precozmente. Temperamental e indolente a un tiempo, amaba con aquel tosco deseo que aspira a la extrema satisfacción sensual para desangrarse en ella. Y él se conocía a sí mismo y se despreciaba por cada vez que la debilidad lo dominaba, sentía repulsión ante cada una de esas rápidas satisfacciones, sin que pudiera evitarlo, pues la pasión y la sensualidad hacían palpitar tanto su vida como su arte. También la maestría de su interpretación estaba arraigada en esta virilidad firme, temperamental; los matices últimos, más tenues, que son como el suave hálito de una melancolía adormecida, debían sustraerse al golpe de su arco enérgico y, sin embargo, dulce como el de un cíngaro. Tras la conmovedora violencia con la que sabía subyugar a quien lo escuchaba se ocultaba siempre un ligero temor.
Y así de tímido y entregado era también el amor que ella sentía por él. Amaba en su persona todas las figuras de ensueño que en los largos años de aislamiento habían ido adquiriendo cierta realidad, sentía veneración por el artista que se encarnaba en su ser, porque, en su juventud, creía que un artista debía hacer que su vida también tuviera una dignidad sacerdotal. Algunas veces lo contemplaba con una mirada extraña e insensible, como una imagen ajena en la que se quieren percibir rasgos familiares, y su confianza con él era como la que se tiene con un confesor. No pensaba en la vida, porque nunca la había conocido, no la había experimentado más que como un sueño inconsistente. Por ello carecía también de miedo y de temor ante el futuro, creía en el eco inextinguible, suave y dichoso de ese amor venerable y carente de sensualidad, que la llenaba de optimismo y confianza en la belleza del arte y en su pureza interior.
Algunas veces se sorprendía al no tener ninguna necesidad de hablar cuando estaba con él. Él tocaba o callaba y ella estaba sentada y soñaba o simplemente sentía cómo sus sueños se volvían cada vez más claros y luminosos cuando él hablaba o la miraba.
Todo se había ido apagando a lo lejos, aquí ya no llegaba el desatinado bullicio del día, sólo calma, silencio y plateadas campanas de fiesta en lo profundo del corazón. Una nostálgica necesidad de ternura se agitaba en ella, la promesa de unas palabras cariñosas y dulces, que, sin embargo, temía en realidad. Sentía en su corazón que estaba por completo bajo su hechizo, que él, con su arte, podía dominarla, proporcionarle placer y dolor con sus encantadoras melodías; se sentía inerme e indescriptiblemente pobre ante su música, porque no podía ofrecer nada y sólo recibía, mendigando con las manos temblorosas abiertas hacia él.
Se había convertido en una costumbre inalterable que ella acudiera a su casa varias veces por semana. Al principio fueron ensayos para un concierto conjunto, pero pronto ya no pudieron prescindir de ningún modo de esas pocas horas. Ella no sospechaba en absoluto el peligro que se escondía en la creciente intimidad de su mutuo afecto; al contrario, fue dejando caer ante él hasta la última reserva de su alma y le reveló sus más ocultos secretos como a su único amigo. Muchas veces, en medio de su acalorado relato, ni siquiera notaba cómo él rodeaba sus manos con creciente emoción y a veces bajaba sus labios ardientes hasta sus dedos, mientras estaba a sus pies y la escuchaba.
Y tampoco se daba cuenta de cómo, a veces, en las notas más penetrantes y persistentes de su violín sólo le hablaba a ella, porque ella siempre se buscaba a sí misma y a sus sueños en la música. Para ella, esos momentos eran una clarificación y una liberación por lo mucho que hasta entonces no se había atrevido a decir en voz alta, y nada más que eso. Sólo sabía que una de aquellas tranquilas horas derramaba mucha luz en su monótono y laborioso día y un luminoso brillo en sus noches. Y no quería más que estar tranquila y ser dichosa; sólo deseaba una rica paz en la que poder refugiarse como en un altar.
Pero se guardaba bien de mostrar abiertamente su dicha; muchas veces, sus labios ocultaban con una reserva vehemente y áspera una sonrisa de la más pura felicidad ante la gente y ante su familia, como si fuera un llanto a punto de estallar. Porque quería preservar sus vivencias frente a miradas extrañas como una obra de arte con cientos de detalles distintos, fugaces, que entre dedos torpes se hace pedazos con un grito de angustia. Y ella levantaba un muro alrededor de su dicha y de su vida hecho con las frías y gastadas palabras cotidianas, de modo que podía pasar por muchas manos sin ser advertida y sin romperse en pedazos sin valor.
La tarde del sábado antes de la excursión lo visitó una vez más. Cuando llamó a la puerta volvió a sentir aquella curiosa inquietud, como siempre que acudía a su casa, y que iba en aumento hasta que estaba por fin con él. Pero no tuvo que esperar mucho. Él abrió rápidamente, la condujo hasta su estudio, le quitó con solícita galantería su chaqueta primaveral y acarició respetuosamente con los labios su hermosa mano recorrida por finas venas. Y luego se sentaron juntos en un pequeño sofá de terciopelo oscuro, que estaba junto al escritorio.
En la habitación reinaba ya un ambiente sombrío. Fuera, en el cíelo, nubes grises se perseguían veloces unas a otras con el viento de la tarde, y sus sombras inquietantes empañaban la pálida luz del crepúsculo. Él le preguntó si quería que encendiese la luz. Ella dijo que no. La dulce luz pálida que ya no permite reconocer las cosas, sólo adivinarlas, le resultaba agradable por su suave melancolía. Estaba sentada muy quieta. Todavía se podía percibir claramente la elegante decoración de la sala, el soberbio escritorio con un busto de bronce, a la derecha, un soporte tallado para violín, cuya silueta se recortaba precisa contra el trozo gris del cielo que miraba indiferente a través de los cristales. En alguna parte sonaba un reloj con un compás pesado, cadencioso, como si fuera el paso firme y despiadado del tiempo. Por lo demás había silencio. Sólo un par de hilos de humo azulado de un cigarrillo olvidado se elevaban uniformes en la oscuridad. Y a través de la ventana abierta les entraba una tibia brisa de primavera.
Charlaron. Primero fue una sonrisa y un relato, pero las palabras de ella se volvieron cada vez más pesadas en medio de la amenazadora oscuridad. Él hablaba de una nueva composición, una canción de amor, que se adaptaba a las estrofas sencillas, doloridas de una canción popular que había oído una vez en un pueblo. Cantada por unas muchachas que volvían del trabajo, sus voces sonaron tan lejos que no entendió la letra y sólo percibió la suave nostalgia y el pesado aliento de la melodía. Y el día anterior aquella melodía había vuelto a despertar en él, a última hora de la tarde, y se había convertido en una canción.
Ella no decía nada, sólo lo contemplaba.
Y él comprendió lo que le pedía. En silencio se dirigió hacia la ventana y tomó su violín. Muy bajo comenzó a tocar su canción.
Detrás de él volvió a aclarar lentamente.
Las nubes del crepúsculo se habían inflamado y ardían con un brillo purpúreo. La habitación empezó a iluminarse de nuevo con un claro resplandor que poco a poco se fue haciendo más lóbrego y saturado.
Él tocaba la solitaria canción con una energía prodigiosa; se perdía en sus notas.
Y acabó perdiendo su canción y conservando nada más que aquella extraña melodía popular, infinitamente melancólica, que en todas sus variaciones siempre volvía a sí misma, balbuceando, llorando y dando gritos de júbilo. No pensaba en nada más, sus pensamientos eran lejanos y confusos, ya sólo el arrollador sentimiento de su alma daba forma a las notas y se entregaba a ellas. La habitación oscura, reducida, rebosaba belleza… Las nubes rojas ya se habían convertido en pesadas, oscuras sombras, y él seguía tocando. Ya hacía tiempo que había olvidado que sólo tocaba esta canción por cortesía hacia ella; toda su pasión, el amor a todas las mujeres del mundo, a la esencia de la belleza despertó en las cuerdas, que se estremecían con dichoso fervor. Una y otra vez afrontaba una nueva subida, con una fuerza más salvaje, pero nunca llegaba a la esclarecedora plenitud, incluso en el más frenético vuelo no se quedaba más que en nostalgia, gemebunda y jubilosa nostalgia.
Y él seguía tocando como buscando un determinado acorde, en pos de un desenlace definitivo que no llegaba a encontrar.
De repente se interrumpió de forma inesperada… Erika se había desplomado con un sollozo sordo e histérico sobre el sofá del que previamente se había levantado extasiada, fascinada por los sonidos. Sus débiles nervios, que se excitaban con facilidad, siempre sucumbían al hechizo de una música sentimental; podía llegar a llorar escuchando nostálgicas melodías. Y esa canción, que sumía al oyente en una angustiosa y apremiante expectación, había removido en ella todos los sentimientos, había trastornado sus nervios con una tensión terrible, sofocante. Sentía dolor ante el empuje de esta nostalgia contenida; en medio de este tormento angustioso sentía la necesidad de lanzar un grito, pero no podía. Su creciente agitación física acabó desembocando en un llanto convulsivo.
Él se arrodilló a su lado y procuró calmarla. La besó suavemente en la mano. Pero ella todavía se agitaba, y de vez en cuando corría por su dedo un estremecimiento como de una descarga eléctrica. Él le hablaba afectuosamente. Ella no lo oía. Así que él fue poniéndose cada vez más cariñoso y besó con calurosas palabras su dedo, su mano, y besó su boca palpitante, que se estremeció inconscientemente bajo sus labios. Sus besos se volvieron poco a poco más ansiosos, mientras musitaba tiernas palabras de amor y la abrazaba cada vez con más ímpetu y más deseo.
De repente, ella despertó de su sueño y lo rechazó casi con violencia. Él se levantó asustado e inseguro. Ella permaneció muda por unos momentos, como para tomar conciencia de todo lo que se movía a su alrededor; luego balbuceó con voz rota y mirada inquieta que la perdonara: solía tener estos ataques nerviosos y la música la había excitado.
Siguió un instante de penoso silencio. Él no se atrevía a responder nada, porque temía haber actuado de una forma baja y ruin.
Ella añadió que debía marcharse, que era tardísimo, que ya hacía rato que la estarían esperando en casa. Y al mismo tiempo cogió su chaqueta. Su voz le pareció fría e incluso helada.
Él quiso hablarle, ¡pero todo le parecía tan ridículo después de las palabras que le había dicho en su apasionada ebriedad! Mudo y respetuoso la acompañó hasta la puerta. Sólo cuando le besó la mano para despedirse, preguntó vacilante:
—¿Y mañana?
—Como habíamos quedado, ¿no?
—Por supuesto.
Estaba favorablemente impresionado de que ella se hubiera marchado sin decir una palabra sobre su comportamiento y le llenó de asombro la fina discreción con que lo perdonaba sin hacérselo notar. Se dijeron todavía un tímido adiós, luego la puerta se cerró sordamente.
La mañana del domingo había sido un poco triste y melancólica. Una pesada niebla matinal cubría la ciudad con una espesa malla gris y arrojaba a través de sus finos agujeros una lluvia suave, titilante, dispersa. Pero pronto comenzó a verse un resplandor en la oscura red, como si se hubiera quedado atrapada en ella una pesada corona real de oro que se volviera cada vez más clara y brillante. Y, finalmente, el turbio tejido se rasgó bajo el peso de la luz y un fresco sol primaveral brilló en lo alto y reflejó de mil modos su joven rostro en los refulgentes cristales y en los tejados húmedos, en los resplandecientes charcos de agua, en las cúpulas de la torre de la iglesia suavemente encendidas y en las risueñas miradas de la gente que se asomaba.
Por la tarde, en las calles, reinaba ya la intensa animación del domingo. Los coches que pasaban traqueteando producían una alegre melodía, pero los gorriones querían cantar todavía más fuerte y se desgañitaban a porfía desde lo alto de los cables telegráficos, mientras las campanillas de los tranvías se sumaban al alegre alboroto repiqueteando. Una nutrida marea humana se agolpaba en las calles principales avanzando impetuosamente hacia la periferia como un oscuro mar, en el que, sin embargo, destacaba el luminoso centelleo de las blancas ropas de primavera y los colores claros de quienes volvían a aventurarse por primera vez a pasear al aire libre. Y sobre el conjunto reinaba el sol, un cálido sol de primavera que lo inundaba todo con su luz, brillando con fulgor.
Erika disfrutaba yendo despreocupada y feliz del brazo de él mientras paseaban. Lo que más le habría gustado hubiera sido danzar o retozar locamente como una niña.
Y totalmente infantil y aniñado era el aspecto que tenía con su sencillo vestido liso y el cabello recogido, que otras veces aparecía amenazante, cayendo con gravedad sobre la frente como una nube de tormenta.
Y su desbordante alegría era tan plena y auténtica que también él abandonó rápidamente su seriedad.
Habían desistido pronto de su intención original, que era ir al Prater, porque temían el barullo de voces chillonas que el domingo rompe la imponente paz de este espléndido parque. Su Prater eran los amplios paseos bien cuidados con sus antiquísimos castaños, las anchas vegas, que discurren en curva y acaban en oscuros bosques, y las luminosas praderas, que brillan intensamente al sol, ajenas por completo a la ciudad de más de un millón de habitantes que alienta y gime en la inmediata proximidad. Pero los días de fiesta se pierde este encanto y queda oculto por las multitudes que lo inundan.
Él propuso que se dirigieran hacia Döbling, pero muy por detrás del lugar en cuestión, tan agradable con sus simpáticas casitas blancas, que refulgen coquetas a través de la oscura envoltura de sus jardines bien arreglados. En aquella parte conocía algunos caminos tranquilos, que despiertan mil sensaciones mientras llevan suavemente a campo abierto a través de estrechos senderos tan cubiertos de flores de acacia que parece que están nevados. Y allí es donde fueron también ese día. Llegaron a aquel tranquilo paraje con su paz dominical, casi campestre, que les acompañó en todo su paseo como un aroma dulce e inaprensible. De vez en cuando se miraban y sentían lo rico que era su silencio y cómo traía y aumentaba todas las gozosas sensaciones que suscitaba la primavera fluyendo a raudales.
Los campos todavía estaban bajos y verdes. Pero el aroma benéfico de la tierra cálida y generosa llegaba hasta ellos como un animoso saludo. A lo lejos se extendían Kahlenberg y Leopoldsberg, con su antiquísima iglesita, cuya escarpada pared descendía sobre el Danubio. Y, entre las dos colinas y ellos, un campo vasto y rico, que en su mayor parte todavía aparecía con un aspecto ocre, sin cultivar, a la espera de la siembra. Pero también había extensiones cuadradas cuyo fruto ya iba amarilleando, que destacaban angulosas y bruscas en medio del oscuro terruño, como harapos gastados y hechos jirones sobre el poderoso cuerpo tostado de un recio obrero. Y, sobre el conjunto, un despejado cielo de primavera, tendido como un arco azul en el que las ágiles golondrinas entran planeando con jubilosos trinos.
Al pasar por una antigua y amplia avenida bordeada de acacias, él le contó que ése había sido el camino favorito de Beethoven, paseando por el cual había inventado muchas de sus más hondas creaciones. El nombre les puso a ambos de un tono serio y solemne. Pensaron en su música, que había hecho su vida más rica y profunda en tantas horas dichosas. Todo les parecía más trascendente y grande porque pensaban en él: percibieron lo majestuoso del paisaje, del que antes sólo habían apreciado su alegre serenidad, y el pesado, intenso aroma de la tierra henchida de frutos, calentada por el sol, se les ofreció como el símbolo más misterioso de la primavera.
Su camino prosiguió a través de los campos. Erika dejaba que el grano, que todavía no estaba maduro, le rozara los dedos al pasar, sin darse cuenta de que de vez en cuando una caña se quebraba bajo su mano. El silencio entre ellos le inspiró extraños y profundos pensamientos, en los que se perdió sumiéndose en ensoñaciones. Habían despertado en ella dulces y secretos sentimientos amorosos, pero no pensaba en él, que iba a su lado, sino en todo lo que estaba a su alrededor y bullía de vida, en el grano que se mecía suavemente al viento y en los hombres a los que les procuraba trabajo y dicha; pensaba en las golondrinas, que se perseguían en lo alto del cielo, y en la ciudad que veía desde el lado opuesto, abajo, a lo lejos, cubierta por una capa de calima gris. Sintió de nuevo el poder de la primavera que todo lo embarga como una niña que se lanza al mundo por primera vez, llena de júbilo, dando alegres saltos a la luz del sol que lo inunda todo dulcemente.
Caminaron mucho rato por praderas y campos. Entretanto, la tarde iba declinando y se acercaba a su fin. Todavía no era de noche, pero la deslumbrante luz dejaba paso poco a poco a una languidez apagada, que anunciaba su proximidad. En el aire temblaba un ligero tono rosa pálido. Erika se había fatigado un poco, y para descansar, y en parte también por curiosidad, entraron en una pequeña fonda del camino de la que salían a su encuentro alegres voces todas entremezcladas. Se acomodaron en el jardín; en las mesas vecinas se sentaban familias de las afueras de la ciudad, gente de categoría con gestos afables, dando voces fuertes y espontáneas, que, a la manera vienesa, celebraban el domingo con una excursión. Atrás, en un pabellón, había unos cuantos músicos, tres o cuatro personas que vagaban a diario por la ciudad pidiendo limosna y sólo el domingo tenían un techo sobre la cabeza. Pero tocaban muy bien las antiguas melodías populares que todos conocían y cuando empezaban una pieza de éxito, especialmente animada y popular, pronto entraban todas las voces y se unían a la música cantando con todas sus fuerzas. También las mujeres hacían coro, nadie sentía vergüenza, todo aquí era cordialidad y simpática alegría.
Erika le dirigió una sonrisa por encima de la mesa con toda discreción, para que nadie se sintiera ofendido. A ella le caía bien esta gente llana, abierta, con los sencillos sentimientos y emociones que no podían ocultar. Y le gustaba el ambiente agradable, campestre, que ningún elemento extraño enturbiaba.
El dueño de la fonda, un hombre grande y bonachón, acudió a la mesa con una sonrisa jovial. Había descubierto en su cliente a un hombre de lo más distinguido al que él mismo quería servir. Preguntó si tomaría vino y cuando él le dijo que sí, quiso saber si la señorita, su novia, también deseaba algo.
Erika se puso colorada como una amapola y en un primer momento no supo qué responder. Luego, simplemente asintió confusa con la cabeza. Su «novio» estaba sentado frente a ella, y aunque no lo veía, sintió su risueña mirada que se deleitaba viéndola tan azorada. En realidad se avergonzaba de lo torpemente que se había comportado ante una confusión tan natural, pero ya no se libró de esa penosa sensación. Y, de repente, se le había echado a perder el buen humor, ahora empezaba a darse cuenta de lo entrecortadas y machaconas que sonaban las desafinadas canciones de aquellas personas, ahora empezaba a oír el espantoso estrépito y el estruendo de las voces roncas, que con loca alegría se unían a la algazara dando gritos. Le habría gustado marcharse.
Pero entonces el violinista comenzó a tocar algunos curiosos compases. Con delicados golpes de arco tocó un viejo vals de Johann Strauss, y los demás acompañaron a coro dócilmente aquella dulce y querida melodía. Erika se volvió a sentir asombrada del poder que la música tenía sobre su alma, pues de repente se sintió ligera, como meciéndose, flotando. Y la dulzura de la melodía hizo que también ella se uniera a los demás cantando extrañas estrofas, tarareando muy bajito, aun sin saber muy bien la letra. Volvió a intuir la bondad y la alegría en todo lo que había a su alrededor y sintió de nuevo el florecer de la primavera y su propio corazón que bailaba.
Cuando el vals llegó a su fin, él se levantó y salió. Ella le siguió gustosa, porque comprendió en el acto su intención, no dejar que se echara a perder el conmovedor poder de aquella melodía, permitiendo que su radiante espíritu se empañara con una insulsa canción de la calle. Y volvieron sobre sus pasos, desandando aquel hermoso camino, de vuelta a la ciudad.
El sol ya se había puesto, únicamente detrás de los bordes de las montañas, a través de los árboles inflamados por el brillo dorado que los rodeaba, se filtraban tenues torrentes de luz de un curioso tono rosado que caían sobre el valle. Era una visión maravillosa. Una luz rojiza, como de un lejano incendio, iluminaba el cielo y abajo, sobre la ciudad, la calima formaba una bóveda de coloración intensa que brillaba radiante como un globo púrpura. Y todos los ruidos de la tarde resonaban con dulce armonía: la lejana tonada acompañada de una armónica de los excursionistas que regresaban a casa, el claro canto de los grillos que poco a poco se iba elevando, y el indefinido silbido y el murmullo y el susurro que habitaba en todas las hojas, que murmuraba en todas las ramas e incluso parecía zumbar en el aire.
De repente, como algo totalmente inesperado, unas palabras de él cayeron pesadamente sobre su silencio solemne, casi devoto:
—¡Erika, sí que ha tenido gracia que el dueño de la fonda haya dicho que usted era mi novia!
Y luego una risa, una risa penosa, forzada.
Erika despertó de sus ensueños. ¿Qué quería decir con eso? Se dio cuenta de que él quería comenzar, arrancar una conversación. Sintió miedo, un oscuro temor absurdo, injustificado. No respondió.
—¿Verdad que ha tenido gracia? ¡Y lo roja que usted se ha puesto!
Le echó una mirada para observar la expresión de su rostro. ¿Quería burlarse de ella? ¡No! Estaba absolutamente serio y no se lo pareció en absoluto. Lo había dicho sin ninguna intención, pero quería obtener una respuesta. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo forzadas que habían sido sus palabras, como si intentara iniciar una conversación. Le resultaba tan inquietante…, y no sabía por qué. Pero algo tenía que decir, él estaba esperando.
—A mí no me resultó tan gracioso como penoso. El caso es que no se me da muy bien entender las bromas —dijo dura y tajantemente, casi como irritada.
Luego, el silencio volvió a interponerse entre ambos. Pero ya no era la dichosa quietud de la que los dos disfrutaban cuando estaban juntos, como antes, no era el simpático presentimiento que anuncia una emoción que aún no ha nacido, sino un pesado y oscuro silencio, un estar callado ante algo amenazador y opresivo. Y, de repente, ella sintió miedo de su amor, que habría de volverse tan doloroso y devastador como toda la felicidad que había conocido hasta entonces, como los tristes y delicados libros con los que lloraba y que eran sus preferidos, y como las ardientes ondas del torrente sonoro de Tristan e Isolda, que la colmaban de felicidad y, sin embargo, la atormentaban y la afligían. El silencio la oprimía cada vez más y acabó convirtiéndose en una oscura, pesada niebla, que se posaba dolorosamente sobre sus ojos. Muy poco a poco fue liberándose de su temor. Quería poner fin a todo aquello, preguntarle clara y abiertamente.
—Parece como si quisiera ocultarme algo con su silencio. ¿Qué le pasa?
Él permaneció quieto un momento. Luego la miró con las oscuras, inmóviles estrellas de sus ojos. Reflexionó y la miró de nuevo, más profunda y confiadamente, y su voz sonó extraña, pero plena y melódica.
—Durante mucho tiempo no lo he sabido. Hace poco que me dado cuenta. Yo… ansio estar con usted.
Erika se estremeció. Había dirigido los ojos hacia el suelo, pero sentía que él la contemplaba con una mirada profunda, inquisitiva, penetrante. Ahora pensó en cómo había sido la última vez que estuvo en su casa y él la besó. Entonces no le había dicho nada, pero su corazón se había despertado en un arrebato, no sabía si de ira o de vergüenza. Y se había apoderado de ella el temor, aquel temor que sintiera en otras ocasiones, cuando él tocaba canciones tan ardientes y apasionadas, aquel bendito horror con abismos y dichas sin fin. ¿Qué iba a pasar ahora? ¡ Oh Dios, oh Dios…! Se dio cuenta de que iba a seguir hablando y ella lo deseaba y, no obstante, lo temía. No quería oírlo. Quería ver los campos, sí, la tarde, la soberbia tarde. Sencillamente no oír nada, no oír nada. Simplemente contemplar la ciudad, con su oscura niebla, la ciudad y los campos. Y las nubes allá arriba… ¡Las nubes, lo rápidas que cruzaban por el cielo! Había muy pocas allí arriba. Una…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, eso es, cinco nubes… ¡No! ¡Sólo eran cuatro!… Cuatro…
Pero entonces él comenzó a hablar.
—¡Durante mucho tiempo he tenido miedo de mi pasión, Erika! Siempre he sospechado que llegaría, y nunca lo he querido creer. Ahora está ahí. Lo sé desde la última vez que estuvo usted en mi casa, desde ayer. —Calló un momento y tomó aire desde lo más hondo del pecho—. Y… ello me entristece, me entristece infinitamente. Sé que no puedo casarme con usted, sé que me costaría mi arte. Eso no lo puede comprender ningún extraño… Usted lo comprenderá, mi querida, querida Erika. Sólo un artista puede comprenderlo y usted tiene un alma de artista rica, infinitamente rica. Y también es usted inteligente. No podemos continuar viéndonos así…, hay que ponerle fin…
Él se contenía. Erika sentía que todavía no había acabado. Le habría gustado caer ante él suplicándole y rogándole que no siguiera hablando… No quería oír nada, ni entender nada… No, no quería… Y llena de miedo comenzó a contar de nuevo las nubes…
Pero ya se habían ido… No, allí había una todavía… Una, la última, cubierta de un halo rosado, como un orgulloso cisne, que remonta la oscura corriente… ¿Cómo se le ocurrió esta imagen? No lo sabía… Sus pensamientos se volvían cada vez más confusos. Sólo sentía que no podía pensar en otra cosa que no fueran las nubes… Y la última se marchaba, sí, se marchaba por encima de la montaña… Notó cómo todo su corazón pendía de ella, cómo le habría gustado extender sus manos para retenerla, pero se iba…, corría, corría más rápido, cada vez más rápido… Y entonces…, entonces desapareció… Y Erika volvía a oír claras e irrevocables las palabras de él, con las que su corazón se estremecía con miedo ciego.
—Yo no sé si me conoces tal como soy. Creo que no, siempre pienso que me sobreestimas. No soy una gran persona, no soy uno de esos que… que se asientan sobre la vida en su segura autocomplacencia. Me gustaría ser así, pero no lo soy. Tengo apego a la vida; en realidad no soy más que uno que desea poseer lo que ama. Soy sencillamente como todos los hombres, no me limito a adorar a la mujer que amo, yo… también la deseo… Y… no te quiero engañar con desconocidas. No quiero que me desprecies. Te tengo demasiado cariño para ello…
Erika se había quedado pálida. Sólo ahora comprendía lo que él quería decir y se asombró de que no se le hubiera ocurrido pensar en ello antes. De repente volvía a sentirse tranquila. Todo había salido como tenía que salir.
Quería decir algo para rechazarlo, pero no pudo. El suave tuteo de su discurso la había subyugado singularmente con su cariñosa familiaridad. Una vez más se dio cuenta de cuánto lo amaba; la idea le vino de repente, como una palabra olvidada que vuelve a la memoria. Y también sintió lo duro que sería perderlo, cuántas misteriosas fuerzas la ligaban a él. Todo le parecía un sueño…
Él siguió hablando y su voz se volvió suave como una caricia. Ella sintió su mano en sus tiernos dedos.
—Yo no sé si tú me has querido, si me has querido como yo ahora a ti. Con una entrega ilimitada y dejando a un lado todas las pequeñeces, con ese bendito amor que nunca niega nada y siempre da. Y yo sólo creo en el amor que se sacrifica por sí mismo… Pero ahora todo se ha acabado. Y no por ello te tengo menos cariño…
Erika estaba presa de una especie de frenesí. Un suave escalofrío recorrió su cuerpo. Sólo sabía que tenía que perderlo y no podía. Y que se encontraba muy por encima de la vida. Todo era tan lejano, tan remoto. La quietud del crepúsculo se extendía por los valles y también una suave solemnidad, la ciudad estaba lejos y también su fragor. Y todo lo que recordaba a la realidad. Se sentía elevada a las alturas, bañada por el sol, muy, muy por encima de todo lo feo e insignificante, con su amor dispuesto al sacrificio, generoso y gratuito, con su dichoso poder de dar felicidad. En su interior ya no había lugar para el pensamiento, ni para la reflexión inteligente, calculadora, sólo había sentimientos, sentimientos de júbilo exultante, efusivos, como nunca los había experimentado. Su estado de ánimo acabó por doblegarla a ella y a su auténtica voluntad. Y así fue como en voz baja le dijo sin más:
—No tengo en el mundo a nadie más que a ti. Y quiero hacerte feliz.
Toda vergüenza desapareció de ella al hablarle así. Simplemente sabía que con una palabra podía ofrecerle mucha, mucha felicidad, y no vio más que sus ojos luminosos y su brillo agradecido.
Y él se inclinó y besó su boca con silenciosa veneración.
—Nunca dudé de ti.
Y luego fueron bajando por el camino hasta la ciudad, a casa.
Lentamente fueron regresando a la oscura ciudad, cansada del día. Y para Erika fue como si bajara desde los luminosos campos de nieve de un sueño gozoso a la vida real, dura, fría e implacable. Con una mirada extraña y temerosa entró en las callejuelas de la periferia de la ciudad, húmedas por la niebla, que estaban llenas de vapores y de un ruido espantoso y molesto; y un sentimiento de doloroso vacío se abatió sobre ella. Se sintió oprimida por las casas humeantes, que se apretaban unas contra otras sobre ella, un oscuro símbolo de la vida cotidiana, que con agresiva violencia, sin consideración, acosaba a su destino para aplastarlo.
Casi se asusta cuando, de repente, él se dirigió a ella con unas palabras de amor; se quedó sorprendida porque casi se había olvidado de aquellos tiernos minutos y de su promesa. ¡Qué extraño se había vuelto de repente, en ese entorno sofocante, opresivo, todo lo que el arrebatado impulso de un ánimo embriagado le había arrancado antes! Lo miró con mucha cautela, de soslayo. Fruncía la frente enérgicamente y alrededor de su boca se extendía la calma de alguien seguro de sí mismo; todo en la expresión de su rostro era inflexible y autocomplaciente virilidad. No se mostraba por ninguna parte la dulce nostalgia que otras veces conjuraba sus fuerzas resolviéndolas en una hermosa armonía, sólo una firmeza consciente de su triunfo, tal vez una acechante sensualidad. Lentamente, Erika desvió la mirada… Nunca antes le había resultado tan extraño y tan lejano como en ese instante.
¡Y, de repente, tuvo miedo, un miedo loco, desenfrenado! De repente despertaron en ella mil voces asustadas, que advertían y alborotaban cubriéndose unas a otras hasta desgañitarse. ¿Qué iba a pasar ahora? Sólo lo intuía oscuramente, porque no se atrevía a imaginarlo. Todo en ella se rebeló contra la promesa que un minuto de debilidad le había arrancado, y la bochornosa vergüenza que sentía la quemaba como una herida. Nunca había sido voluptuosa, material, sensual, ahora se daba cuenta de ello en lo más profundo de su corazón; no sentía deseo alguno por ningún hombre, sólo repulsión ante la fuerza brutal, impuesta. En ese momento sólo sentía asco y todo se hundía en tinieblas ante su mirada y adquiría un significado bajo y odioso: la leve presión que sintió en el brazo, la pareja de enamorados que surgió de la niebla y volvió a perderse en ella, cualquier mirada casual que la rozaba al pasar. Palpitante y encendida de cólera su sangre la golpeaba en las doloridas sienes.
En ese momento tomó conciencia de la naturaleza profundamente afligida de su amor, que se estremecía con las decepciones como si sufriera el rigor de contundentes azotes. Todo lo que había sucedido pasó a formar parte de su memoria. La sensualidad del hombre que asesinaba el tierno amor de la muchacha y su sagrado temor. La felicidad, que flotaba sobre la oscuridad como las refulgentes nubes crepusculares, se había quebrado y ahora la noche empezaba a elevarse negra y pesada con una quietud amenazadora, penosa, y un silencio inmisericorde…
Sus pies prácticamente se negaban a seguir adelante. Se dio cuenta de que él tomaba el camino hacia su casa y este descubrimiento la aturdió. Quería contárselo todo: que su amor era por completo diferente al de él, que sólo le había hecho la promesa presa de un estado de ánimo al que su nerviosa sensibilidad había sucumbido y que todo en ella se rebelaba contra la antedicha escena de amor. Pero las palabras no hallaban sonido, sólo tenebrosas y opresivas sensaciones que atormentaban y martirizaban su alma, sin liberarla. Oscuros y angustiosos recuerdos pasaban rozándola como con una sacudida sombría y negra que lo cubría todo de espesas tinieblas. Y una y otra vez volvía, volvía la historia extraña y, sin embargo, tan cotidiana de aquella muchacha que había ido con ella a la escuela. Ésta se había entregado a un hombre y cuando él la abandonó, por venganza y rabia, a otro y a otro más…, ni ella misma sabía ya por qué. Y Erika siempre se estremecía cuando pensaba en aquella muchacha por cuya vida había pasado el amor como una oscura tempestad; y la violenta resistencia de su interior era algo más que la prístina vergüenza de una muchacha inmaculada, que recelaba de algo desconocido, era la hermosa debilidad de un alma tierna y débil y tímida, que teme la vida sin más y su brutal fealdad.
Pero seguía habiendo un silencio frío y cortante entre ellos dos, que avanzaban del brazo uno al lado del otro. A Erika le hubiera gustado soltarse, pero era como si sus miembros hubieran perdido toda capacidad de movimiento, sólo los pies seguían adelante con imperturbable regularidad, como en un sueño, y sus pensamientos se hacían cada vez más confusos y se arrojaban unos contra otros como flechas ardientes que con sus finas puntas al rojo penetraban en lo más profundo de su cerebro. Y, por encima, se extendían nubes de temor impotente y de desesperada sumisión cada vez más negras y espesas. Sus labios musitaban una y otra vez la misma oración, pidiendo que todo quedara atrás en un instante, en una nada grande, oscura, indolora, un no sentir y no tener que pensar más, un cesar repentino e inmediato, como el despertar que libera de un mal sueño…
De repente, él se detuvo.
Ella despertó sobresaltada y se asustó. Estaban ante la casa de él. Su corazón dejó de latir un minuto, quieto, completamente inmóvil. Pero luego volvió a palpitar, arrebatado y salvaje, con renovado miedo y creciente rapidez.
Él le dijo algunas palabras, dulces palabras de amor. En ese momento casi volvió a sentir cariño hacia él, por lo cordial y delicadamente que se había dirigido a ella. Pero cuando la agarró del brazo con más fuerza y estrechó su cuerpo indefenso con suave ternura, entonces volvió al sentir el oscuro temor de antes, más confuso y terrible que entonces. Era como si, de un momento a otro, su voz fuera a lograr liberarse de sus ataduras para suplicarle y pedirle alto y claro que la dejara marchar, pero su garganta seguía muda y cerrada. Medio inconsciente pasó agarrada de su brazo por la puerta grande y sombría, con aquel dolor de lo inevitable en el alma, que es tan profundo que ya no se siente más que lástima.
Subieron por una oscura escalera de caracol. Ella sintió el aire húmedo, frío y enrarecido, y vio las luces de gas amarillas y temblorosas, que se estremecían con su helado soplo. En cada escalón sentía que todas estas imágenes se deslizaban ante ella, como sus pensamientos justo antes de quedarse dormida, fugaces y, sin embargo, agudos, profundamente penetrantes y, sin embargo, huyendo de nuevo al instante siguiente.
Ahora estaban en un pasillo. Lo supo, ante su puerta…
Él pasó delante y le soltó el brazo.
—Un momento, Erika, sólo quiero encender la luz.
Oyó su voz desde dentro, cómo pasaba y encendía una luz. Ese instante le infundió valor y despertó. El miedo se abatió de repente sobre ella como un terror febril que disolvió su convulsa rigidez. Y, con la rapidez de un relámpago, se precipitó corriendo escaleras abajo sin preocuparse de los escalones en su loca carrera, avanzando cada vez más rápido. Todavía le parecía oír la voz de él desde arriba, pero ella ya no quería volver en sí, al contrario, corrió y corrió sin detenerse, siempre adelante. Había despertado en ella un terror salvaje a que él la pudiera perseguir, y también un miedo a sí misma, sí, a que ella misma quisiera regresar con él. Y sólo cuando ya estaba a varias calles de distancia y se vio de repente en un paraje desconocido se detuvo con un profundo suspiro, para luego, lentamente, dirigirse a grandes pasos en dirección a su casa.
Hay horas vacías, insustanciales, que esconden en sí el destino. Surgen indiferentes como oscuras nubes que aparecen para perderse de nuevo, pero se mantienen ahí tenaces y obstinadas. Y se disuelven elevándose como un humo negro, se hacen cada vez más lejanas y alargadas, hasta que por fin flotan sobre la vida con una palidez gris, melancólica, inmóviles, como sombras que se fijan al instante, inevitables y celosas, y elevan una y otra vez su puño amenazante.
Erika estaba tendida sobre el sofá de su oscura y tranquila habitación, y lloraba con la cabeza apretada contra los cojines. No encontraba lágrimas, pero las sentía fluir en su interior, calientes, brotando y acusando, y, de vez en cuando, corría por su cuerpo el repentino escalofrío de terror de un sollozo. Sintió cómo esos dolorosos minutos se iban convirtiendo en experiencias, cómo, con la primera decepción, el dolor se empapó en lo profundo de su alma, que sin sospechar nada se abrió a él. En realidad, su corazón temblaba con la conciencia triunfante de haber logrado huir justo en el último momento, en el momento decisivo, pero no sentía por ello ninguna alegría clara, fulgurante, jubilosa, sino que permanecía mudo y dolorido. Porque hay naturalezas en las que todos los grandes acontecimientos y todos los sucesos sobresalientes, además de provocar una conmoción general en el alma, pulsan también la cuerda grave y sorda de un secreto dolor y de una íntima melancolía, cuyo sonido llega a ser tan elevado y penetrante que todos los demás sentimientos se disuelven en él perdiendo su ser. Y así era Erika Ewald. Lloraba afligida por su amor, que había sido joven y hermoso como un niño que juega, que se pierde en la vida.
Y en su interior sentía vergüenza, una vergüenza ardiente, abochornada, por haberse escapado como un ser mudo, desamparado, en lugar de ser honesta y hablarle fríamente y con un orgullo áspero, al que él habría tenido que rendirse. Y pensaba en él y en su amor con un dolor dichoso y una ardiente timidez, y todas las imágenes regresaban a ella y se confundían unas con otras, pero ya no eran luminosas y alegres, sino que aparecían oscuramente ensombrecidas por la melancolía del recuerdo.
Fuera se abrió una puerta. Ella se sobresaltó inmediatamente. Tímida, escuchó cada ruido e intentó interpretar cada leve estímulo sonoro jugando con ideas indefinidas, en las que no se atrevía a pensar en serio.
Entonces entró su hermana.
Erika estaba confusa. Se sorprendió de que no hubiera pensado en lo más cercano, en que su hermana tenía que llegar, y volvió a notar con un sentimiento de extrañeza lo ajenos, lo terriblemente lejos de ella que estaban todas esas personas con las que vivía.
Su hermana le empezó a preguntar cómo le había ido la tarde. Erika respondía torpemente, y como notó que se sentía insegura se volvió dura e injusta. No siempre tenían que asediarla con preguntas, además ella tampoco se preocupaba por nadie. Y, por otra parte, le dolía la cabeza y quería permanecer en silencio.
Su hermana no respondió nada, simplemente salió de la habitación. De repente, Erika se dio cuenta de lo injusta que había sido. Y sintió compasión por ese ser callado, resignado a su destino, que no vivía nada y que tampoco pedía nada a cambio, que no poseía nada en la vida, ni siquiera un dolor rico, ennoblecedor, como ella misma.
Eso la devolvió a sus pensamientos. Y éstos se elevaron y se perdieron en la distancia, pesadas barcas con alas negras que se deslizan por la oscura corriente sin ruido ni rumor, sin colorido ni estela perdurable, mandados y dirigidos por fuerzas desconocidas e invisibles que los impulsan. Pero el oscuro estado de ánimo en el que se mecía temblando el alma de Erika se resolvía después de horas oscuras y pesadas en un cansancio al que se entregaba sin fuerzas.
Los días siguientes no le depararon a Erika más que temor y una impaciente expectación. Esperaba en secreto una carta, una noticia de mano de él; suspiraba incluso por un escrito con reproches duros, inmisericordes y palabras airadas. Porque quería concluir, acabar, poner fin al pasado e impedir que, sin darse cuenta, acabara afectando a los días venideros. ¿O habría de ser una carta con palabras tiernas, compasivas, que le llegaran al alma y le devolvieran a la rueda de las horas felices de la que se había apartado?
Pero no llegó mensaje alguno, ninguna señal se interpuso entre ella y la incertidumbre que la atormentaba. Porque Erika todavía estaba demasiado sometida al hechizo de sus sentimientos y emociones como para saber si su amor por él todavía seguía vivo, o si ya había muerto, o se encontraba al final de un estadio de transformación hacia una nueva fase de la que ella todavía no sabía nada. No sentía más que inquietud y confusión dentro de sí, una tensión constante que no acababa de resolverse y despertaba en ella exaltados y fieros estados de ánimo. Nerviosa y con dolores de cabeza, pasaba las horas que se le hacían más terribles que nunca, porque percibía con mucha más agudeza todo lo desacertado y carente de armonía. Y cualquier alboroto la irritaba, el mundo exterior se le hizo insoportable con su ruidoso ajetreo y sus agobios, e incluso sus propios pensamientos perdieron su suave, benéfica condición de ensueños y adquirieron duras, incisivas aristas. Todo objeto ocultaba una secreta animadversión hacia ella y una tenaz intención de herirla. El mundo entero, que la rodeaba, no le parecía más que una prisión grande, sombría, con mil instrumentos de tortura escondidos y cristales ciegos que impedían la entrada de la luz.
Y esos días le resultaron insoportablemente largos, como si no fueran a acabarse nunca. Erika se sentaba a la ventana y esperaba al atardecer que le procuraba un poco de paz, atenuando con suavidad todos los contrastes. Cuando el sol comenzaba a caer con lentitud detrás de los tejados y los reflejos temblaban cada vez más pálidos y oscurecidos, dentro de ella, todo se volvía más tranquilo y apacible. Entonces sentía que todo su pensamiento y su sensibilidad estaban a punto de transformarse en algo distinto y desconocido, que nuevos sucesos y nuevos sentimientos estaban a la puerta de su vida, llamando a gritos, exigiendo entrar. Pero no reparaba en ellos, porque creía que las emociones que nacían y crecían en ella no eran más que los últimos movimientos agónicos de su moribundo amor…
Así transcurrieron dos semanas, sin que Erika recibiera ninguna noticia de él. Todo parecía haber pasado y estar olvidado. Su tristeza e inseguridad no se desvaneció todavía, pero se liberó de su carácter fiero y exaltado y adquirió una expresión más fina y espiritualizada. Los dolorosos sentimientos se diluyeron dulces y benignos en nostálgicas canciones, melodías en tonos menores, profundos, contenidos, y acordes con ecos tristes y melancólicos. Algunas tardes tocaba así, sin pensar, apartándose de los auténticos motivos en dulces divagaciones, con ligaduras que ella misma inventaba y que cada vez se volvían más leves, como la historia tan triste de su amor, que ahora, lentamente, se iba quedando en el pasado.
También empezó a leer de nuevo. Volvieron a resultarle cercanos aquellos soberbios libros, de los que irradiaba la melancolía como un aroma pesado, embriagador, de flores extrañamente oscuras y melancólicas. Volvió a caer en sus manos Marie Grubbe, a la que la dura vida echó a perder un amor profundo y dichoso, y la desventurada Madame Bovary, que no quiso renunciar y arrojó de su lado la sencilla felicidad, y leyó el diario indeciblemente conmovedor de Maria Bashkirtscheff, a la que nunca le había llegado el gran amor, aunque el rico y nostálgico corazón de un artista le tendió las manos lleno de esperanza. Y su atormentada alma se sumergió en este dolor ajeno, para perder y olvidar el propio, pero, de vez en cuando, le asaltaba un miedo, un temor que se difuminaba en su orgullo; porque le saltaban a la vista palabras que daban cuenta de lo que era su propia vida y en las que se explicaba el sentido de su duro destino. Y ahora se daba cuenta de que su historia no significaba que la vida fuera injusta y terrible, sino que simplemente era dolorosa, porque a ella le faltaba el alegre paso de baile de un temperamento risueño, frívolo, que, olvidando con rapidez, salta por encima de los abismos del dolor, oscuros aunque llenos de secretos. Pero la soledad caía sobre ella abatiéndola. Nadie le resultaba próximo. Una vergüenza singular a entregarse a los extraños en toda su profundidad y misteriosa belleza la había apartado de todas sus amigas, y también le faltaba la confiada fe de los piadosos, que se dirigen a un Dios y le hacen partícipe de sus confesiones más secretas. El dolor que brotaba dentro de ella volvía a afluir a su alma y este incesante confiarse sólo a sí misma, entregándose al análisis, acabó sumiéndola en un sordo cansancio y en una apatía desesperanzada, que no quería debatirse más con el destino y con sus poderes ocultos.
La asaltaban extraños pensamientos, cuando miraba a la calle desde lo alto de la ventana. Veía a la gente, todos revueltos unos con otros, parejas de enamorados que pasaban de largo felices y ensimismados, luego, de nuevo, muchachos presurosos yendo y viniendo, ciclistas en precipitada carrera, coches que circulaban veloces con ruedas vibrantes, imágenes cotidianas y acostumbradas. ¡Pero a ella le resultaba todo tan ajeno! Lo contemplaba desde lejos, desde otro mundo, como si no pudiera comprender por qué estos seres se apresuraban y afanaban y pasaban en tropel, cuando todas las metas eran tan pequeñas y despreciables. Como si pudiera haber algo más rico y dichoso que la gran paz en cuyo hechizo duermen todas las pasiones y todas las nostalgias; que, sin embargo, era como una fuente que obra prodigios, en cuya suave corriente, de misterioso poder, se disuelve todo lo enfermo y odioso, como una capa molesta, gravosa. Y entonces, ¿para qué todas las luchas y esfuerzos? ¿Y para qué la nostalgia ardiente e incansable a la que no escapa nadie?
Eso es lo que pensaba Erika Ewald a veces y sonreía ante la vida. Porque ignoraba que también la fe en esa gran paz no es más que otra forma de nostalgia, el más íntimo e imperecedero deseo que no nos permite llegar a nosotros mismos. Creía haber superado su amor y pensaba en él como se piensa en alguien que ha muerto. Los recuerdos adquirían colores suaves, conciliadores, episodios olvidados surgían de nuevo y, entre realidad y suave ensueño, corrían secretos hilos de unión aquí y allá, hasta que se enredaban inextricablemente. Porque soñaba con este episodio de su vida como con una novela hermosa y especial que hace tiempo que se ha leído; sus personajes vuelven a aparecer lentamente y dicen las palabras que nos son conocidas y, sin embargo, tan lejanas, todos los espacios vuelven a hacerse visibles, como iluminados con un flash que arroja un súbito fogonazo, todo vuelve a ser como antes. Y, en los pensamientos que la embriagaban cada tarde, Erika se imaginaba cada vez nuevos finales para su historia, pero no encontraba ninguno adecuado, porque quería un final dulce y conciliador, lleno de grandeza y madura resignación, con un frío y amistoso apretón de manos y una profunda comprensión. Lentamente, estas románticas ensoñaciones le proporcionaron la íntima convicción de que también él se acordaba ahora de ella, esperando impaciente y entre mil benditos dolores, y esta idea, que fue componiéndose de forma gradual como un hecho inapelable, permitió que se desarrollara en ella la cada vez más segura confianza en que todavía podía arreglarse todo y que una consonancia conciliadora, concluyente, habría de redimir la melodía extrañamente agitada de su amor.
Tras largos, largos días, ahora se atrevía, de vez en cuando, a dejar asomar una sonrisa a sus labios, cuando se acordaba de su amor, con todas sus amargas heridas, que ahora querían cicatrizar. Porque todavía no sabía que un dolor profundo es como un oscuro arroyo de montaña subterráneo, que excava en la tierra, silencioso, a través de la roca, y con impotente ira llama y llama a puertas infranqueables. Pero un día revienta la pared e irrumpe con incontenible júbilo aniquilando y derrochando su fuerza, mientras desciende por el valle florido, que se ha mecido en una confianza dulce, sin sospechar nada… Todo tenía que salir de manera diferente a como Erika soñaba. Una vez más apareció el amor en su vida, pero ella había cambiado; ya no se presentó tan apacible y juvenil, con dulces y abundantes presentes, sino como una tormenta de primavera, como una mujer cálida, deseosa, que tiene labios ardientes y lleva la roja rosa de la pasión en el oscuro cabello. Porque la sensualidad de los hombres no es como la de las mujeres; en el caso de ellas, arde desde el comienzo, desde los primeros años de la madurez, pero en algunas muchachas se presenta, antes que nada, oculta en mil formas y encubrimientos. Se desliza como ensoñación y como dichosa fantasía, como vanidad y goce estético, pero al final llega el momento en que se arranca todas las máscaras y rasga los velos que la ocultan.
Un día Erika cobró conciencia de todo. Ningún acontecimiento especial le había ganado este convencimiento, ni tampoco la casualidad. Tal vez fuera un sueño confuso y tentador o un libro con un secreto poder de seducción, tal vez una lejana melodía que de pronto comprendió o una dicha extraña, floreciente…, nunca le quedó claro. De repente supo sin más que volvía a sentir nostalgia de él, pero no de palabras sinceras y de horas de silencio, sino de sus fuertes brazos y de sus cálidos labios que una vez ardieron de deseo por los de ella, sin que entendieran sus palabras mudas y suplicantes. En vano se opuso el pudor juvenil a esta conciencia; intentó acordarse de los días anteriores, que nunca habían temblado ni siquiera con un débil aliento de lasciva sensualidad, intentó mentirse diciendo que este amor ya hacía tiempo que estaba muerto y enterrado, mientras se acordaba de aquella tarde cuando había huido de la casa de él con íntima repugnancia. Pero luego venían las noches, cuando sentía hervir su sangre con ardiente deseo y tenía que apretar los labios contra las frías almohadas, para que no suspiraran y gritaran su nombre a la muda y despiadada noche. Y entonces no se atrevió a engañarse por más tiempo, y el reconocimiento la hizo estremecerse.
Ahora sabía además que las sordas emociones que había sentido todos esos días no habían significado la extinción de su hermoso y claro amor, sino el lento germinar de estas apremiantes fuerzas que revolvían ahora su alma. Y con extraordinaria timidez pensó en esta inclinación, que tan sencilla y cotidiana había sido y de la que, sin embargo, habían brotado incesantemente nuevos dolores, los hijos hostiles de un oscuro destino. A esta pasión, que había llegado como un otoño tardío que deja sus frutos en los campos desiertos, escarchados, se unió la fuerza de la castidad con la plenitud de los días de juventud no agotados, que nunca habían sufrido bajo el acuciante ardor de la sangre. Había en ella una fuerza impetuosa, triunfante, contra la que no cabía resistencia ni negación alguna, porque saltaba por encima de todas las limitaciones y aniquilaba hasta el último atisbo de reflexión.
Erika todavía no se figuraba lo débil que era frente a esta arrebatadora pasión. Sólo sentía que se apoderaba de ella el irresistible deseo de verlo de nuevo, aunque sólo fuera de lejos, muy de lejos, sin ser notada y sin que a él le asaltara la sospecha de que ella lo veía y lo extrañaba. Volvió a sacar su fotografía, que estaba en un escondido cajón, prácticamente llena de polvo, y le rindió un curioso culto. Besó su boca con ardiente pasión, luego la volvió a colocar delante de sí y empezó a pedirle con palabras vehementes y confusas —las que quería decirle a él mismo— que le perdonara, porque entonces había actuado como una niña asustada. Y luego le habló con frases precipitadas de su nostalgia y de cómo volvía a sentir por él un amor infinito, más de lo que nunca podría comprender. Pero todas estas efusiones no la satisficieron, porque ella quería volver a verlo en persona. Durante varios días esperó en las esquinas de las calles por las que él solía pasar, pero fue en vano. Y tanto aumentaba su impaciencia que, de vez en cuando, aunque de manera muy tímida e indefinida, despertaba en ella la idea de que debía ir a su casa y disculparse por su comportamiento de aquel día. Pero entonces encontró en los periódicos un suelto en el que se anunciaba su próxima aparición en un concierto, una noticia que llenó a Erika de una dichosa embriaguez, porque ahora se presentaba la mejor posibilidad de verlo sin que él lo sospechara. Y, con lentitud, con terrible lentitud, pasaron para ella los días que la separaban de la velada señalada, cuya llegada anhelaba ardientemente.
Erika fue una de las primeras en llegar a la gran sala de conciertos iluminada con mil luces centelleantes. Desde el comienzo del día, una nostálgica inquietud que dilataba los minutos convirtiéndolos en horas la había llenado y la había hecho estremecerse, desde el instante en que el pensamiento de que hoy todo podía suceder le había arrebatado el sueño de los párpados. Y luego había pasado todo el tiempo en la tierra de los sueños, aun cuando las particulares exigencias de su trabajo la despertaban de golpe con un sobresalto una y otra vez, apartándola de las esperanzas que revolvía en su mente y de su dulce y apacible nostalgia.
Y cuando llegó la tarde, tomó su mejor vestido y se lo puso con un esmero ceremonioso, que sólo las mujeres tienen cuando esperan la mirada del amado. Con una hora de antelación se puso en camino hacia la sala de conciertos. Es verdad que primero había planeado dar un paseo, un breve descanso para sus nervios febriles, pero apenas pisó la calle sintió una oscura fuerza que, como un imán, la empujó en una dirección. Sus pasos, mesurados al principio, se fueron haciendo más inquietos y acelerados. Y, de pronto, se encontró, sorprendiéndose a sí misma, ante los amplios escalones del edificio de la sala de conciertos y se avergonzó de su inquietud. Sin pensar en nada, se paseó un poco más por allí de un lado a otro. Y, cuando los primeros coches avanzaron traqueteando perezosamente, no se esforzó más por contenerse y entró con gesto decidido en la sala recién iluminada.
Dentro no perduró mucho tiempo ese vasto y vacío silencio que invitaba a tímidas ensoñaciones. La gente se agolpaba apretándose cada vez más. Erika no veía a las personas en particular, sólo la masa que entraba a raudales, veía pasar ante sus ojos las cintas ondulantes de las toilettes de colores, el oscuro ir y venir, y la multitud de caras cambiantes que a ella le parecían máscaras. Todo en su interior era inquietud y expectación. En sus ojos sólo había un nombre, un deseo, una palabra.
Y entonces, de repente, empezó a crecer el fragoroso murmullo y el movimiento, la inquietud que preludia el silencio, el suave chasquido de los gemelos de teatro al ser abiertos, el sonsonete de los monóculos con manija, la agitación y el movimiento, aquel ruido de voces confusas, que acaba resolviéndose en una tempestuosa ovación. Se dio cuenta de que él había entrado, que había entrado justo entonces. Y cerró los ojos. Se sabía demasiado débil para verlo callada en este soberbio instante. Habría tenido que gritar de júbilo o llamarlo a voces, dar un salto o hacerle señas, pero, en cualquier caso, hacer algo loco, disparatado, ridículo. Sintió que su corazón casi se le salía por la garganta. Esperó. Esperó visualizándolo todo con los ojos cerrados, cómo él se subía al escenario, cómo se concentraba y ahora — ahora precisamente tenía que ser— tomaba el arco. Aguardó hasta que finalmente se elevaron las primeras notas de su violín, cantando como alondras que ascienden con lentitud lanzando gritos de júbilo desde los campos hasta el cíelo.
Entonces alzó la vista ligeramente, con mucho cuidado, como cuando uno mira a una luz muy fuerte, deslumbrante. Y sintió una cálida oleada de sangre cuando lo vio, por así decirlo, elevado por encima de ese mar oscuro, silencioso, atravesado por los destellos de los prismáticos centelleantes y las miradas de expectación como temblorosas crestas de espuma. Y escuchó su interpretación y volvió a sentir todo el mágico poder de antes. Y según las notas iban creciendo y cobrando volumen, así sentía también ella su corazón. En su interior había risas y llanto, una marea de agitación, olas cálidas, temblorosas. Sintió júbilo, júbilo de mil surtidores que saltaban en su corazón brotando a borbotones, atravesados por el fulgor del sol, incluso sintió la espuma subir hasta su garganta como el surtidor jubiloso de una fontana que se elevaba palpitante. De nuevo la sedujo el ambiente de la música como a una ciega que no conoce camino alguno y se confía voluntariamente a la mano extraña, querida. Y entonces, cuando el júbilo se desató y el oscuro mar de la sala que había reposado igual que en un sueño encantado, se elevó de repente espumeante, como una salvaje y atronadora ola, cuando de todos lados retumbó una imponente ovación, entonces se desató en ella el frenesí de un súbito orgullo. Su alma exultaba de júbilo ante la idea de haber sido deseada por él. Todo el horror y la amargura de aquellos minutos se habían desvanecido en esa conciencia orgullosa, en esa hora triunfante de su vida de artista.
Así es como esa velada colmó con un puro y profundo placer su alma inquieta y anhelante. Sólo la acuciaba una pregunta, si él pensaría todavía en ella. Y ella era toda humildad en aquella hora, una nostálgica que sólo desea poder entregarse. Ya no pensaba en sí misma, sólo en él, sólo veía su deseo y su fervor en el fascinante toque de violín, no en notas ni melodías.
Y entonces le llegó una respuesta extraordinaria e infinitamente embriagadora. Tras largas salvas de aplausos, él había accedido a interpretar una pieza más fuera de programa. Y no había tocado más que un par de lentos compases sueltos cuando Erika se quedó pálida. Escuchaba y escuchaba como hechizada. Con un brusco sobresalto reconoció la canción, la canción de aquella primera tarde, la que él había tocado balbuciente, por amor a ella, en el crepúsculo.
Y ella soñó con un homenaje. Sintió que la interpretaba para ella, que se la estaba dedicando a ella. La escuchó tan sólo como una pregunta que subía a tientas hacia ella, pasando por encima de todos los demás, veía el alma de la canción que volaba en la oscura sala hasta encontrarla. Una súbita seguridad la meció en dichosos ensueños. Entendió que era su manera de confesar que pensaba en ella, nada más que en ella.
Y un fragoroso entusiasmo se derramó en su interior. De nuevo era la música la que la enloquecía y la elevaba por encima todas las realidades. Sintió que alzaba el vuelo, elevándose por encima de los hombres y apartándose de la tierra. Casi igual que aquel día en que estuvieron juntos muy por encima de la lejana y fragorosa ciudad. Pero mucho más alto todavía, muy por encima del destino y del mundo, por encima de todas las mezquindades y dificultades. En los pocos minutos que duró esta pieza pasó volando en dichosos ensueños sobre todas las limitaciones y realidades.
El inaudito júbilo que siguió a su interpretación volvió a despertar a Erika de sus sueños alejados del mundo. Y anhelante se dirigió a toda prisa a la salida, para esperarlo. Porque ahora ya conocía la clara y luminosa respuesta a aquella pregunta decisiva, que la había atemorizado y retenido al entregarse a él… Ahora le resultaba evidente que todavía la seguía queriendo, y más ardientemente que antes, con un amor mucho mayor, más hermoso e indómito. De otra forma no habría interpretado para todas aquellas personas el luminoso himno que había creado para celebrarla a ella y a su amor, esta soberbia canción cuyo poder la había subyugado y dominado desde entonces, sin que ella lo hubiese sospechado. Pero hoy quería poner a sus pies los frutos celosamente guardados de la devoción que ella le profesaba, para que él la elevara dichosa…
Con dificultad se abrió paso a empujones hasta ganar la salida por donde los artistas solían abandonar el edificio. Unas escasas llamas iluminaban la pálida oscuridad; allí la gente no se agolpaba con tanto ímpetu y ella pudo volver a entregarse, sin ser molestada, a sus ensoñaciones, que la mecían en una dichosa seguridad. Hace ya tanto, tanto tiempo que habría podido saber que él no la podía olvidar…, este pensamiento volvía una y otra vez sobre ella y se unía con la felicidad que se prometía para los días venideros. Con una sonrisa desbordante de alegría pensó en su sorpresa cuando, sin sospecharlo, bajara las escaleras y, de repente, se hiciera realidad el deseo con el que quizá acababa de soñar y cuando…
Pero en ese momento escuchó ciertamente cómo se aproximaban unos pasos, que resonaban cada vez más alto y más cerca. De modo involuntario, Erika se retiró hacia la oscuridad.
Él descendió por la escalera riendo y charlando…, inclinado tiernamente sobre una dama con un vestido de encajes, una cantante de ópera, pequeña y hermosa, que cantaba a media voz la melodía de alguna antigua opereta. Erika se estremeció. Entonces, él advirtió su presencia. Instintivamente se llevó la mano al sombrero, pero a medio camino la dejó caer con despreocupación. Una sonrisa malévola, ofendida y burlona pareció acechar en sus labios, pero volvió la cabeza a un lado. Y entonces condujo a la pequeña dama con el vestido de encajes hasta su coche, la ayudó a entrar y luego subió él sin volver ni una vez la vista hacia Erika Ewald, que estaba allí sola con su amor traicionado.
Tales acontecimientos, con su arrebatada violencia, suelen despertar un pesar que es tan terrible y trascendente que uno ya no lo siente como dolor, porque, en medio de la monstruosa conmoción, pierde la capacidad de comprender y de sentir con plena conciencia. Sólo siente cómo cae desde una altura de vértigo, sin aliento, sin voluntad e incapaz de resistirse, precipitándose a toda velocidad hacia un abismo que todavía no conoce, pero que siente cómo se aproxima, más y más cerca a cada segundo, con cada pequeña unidad de tiempo que transcurre, que desaparece volando en su vertiginosa caída hacia aquel terrible final del que se sabe que lo destrozará y lo hará pedazos.
Erika Ewald había soportado ya demasiados pequeños sufrimientos como para poder mirar serenamente a los ojos a un incidente más que notable. Su vida se había colmado con aquellas pequeñas penalidades que esconden en sí un extraño sentimiento de dicha, porque conducen a horas melancólicas, soñadoras, a suaves desánimos y a aquellas dulces tristezas a partir de las cuales los poetas crean sus versos más profundos y doloridos. En aquellas horas, ella creía haber experimentado ya la poderosa garra del destino y, sin embargo, no era más que la confusa sombra que proyectaba la mano de él extendiéndose amenazante hacia ella. Creía haber soportado ya la oscura violencia de la vida y sobre esta conciencia construyó su sólida seguridad, que ahora se desmoronaba bajo el peso de la realidad como un juguete infantil bajo la presión de un puño enérgico.
Y, por eso, su alma perdió por completo sus fuerzas aglutinantes. La vida llegaba a ella como una granizada que destroza cosechas y flores. Ya no había más que desierto, y a su mirada no se ofrecían más que tinieblas, extensas, impenetrables tinieblas que ocultaban todos los caminos, cegaban todas las miradas y se tragaban sin compasión los resonantes gritos de miedo. En su interior no había más que silencio, un silencio sordo, sin respiración, la quietud de la muerte. Porque era mucho lo que había muerto en ella en un solo instante; una risa clara, alegre, que todavía no había nacido, pero ansiaba vivir en ella, como un niño que se esfuerza por salir a la luz. Y mucha juventud, aquel nostálgico deseo de aceptación, que confía en el futuro e intuye la alegría y el resplandor detrás de todas las puertas cerradas que ha de abrir su deseo. Y muchos sentimientos puros, de confianza en el mundo, la entrega a todas las personas y a la gran naturaleza, que sólo depara goces y prodigios para sus fieles discípulos. Y, por fin, un amor que había sido infinitamente rico, porque se bañó en las oscuras fuentes del dolor y había pasado por distintas figuras hasta encontrar la plenitud.
Pero esta decepción también había sembrado en ella algo nuevo, un amargo odio contra todo lo que la rodeaba y una ardiente necesidad de venganza, cuyo hechizo todavía no sabía cómo iba romper. En sus mejillas ardía la afrenta y sus manos temblaban como si tuvieran que lanzarse a cada momento con airada violencia contra algo. La debilidad y la vergüenza habían dejado paso al impetuoso poder de la acción, que se fue haciendo cada vez más claro y activo en ella; un ser que siempre había querido dejarse modelar y guiar por el destino, ahora no quería más que salir a su encuentro y enfrentarse a él.
Y este impulso indeciso, rebelde, le hacía vagar por las calles sin una determinación. La realidad se encontraba muy lejos, muy lejos. No sabía adonde iba, en sus pies había un cansancio plomizo, pero también un movimiento incierto que la empujaba a continuar. Cada vez se perdía más en sus pensamientos, para no pensar en el dolor que ahora quería despertar y olvidarlo mientras andaba rápidamente; pero sentía la opresión de las lágrimas, que, aunque todavía no se le saltaban, la quemaban e iban goteando en su interior…
De repente se encontró de pie ante un puente. Abajo, el río pasaba deslizándose lento y negro, con muchos puntos luminosos que rielaban en sus aguas. Eran las estrellas y los reflejos de las farolas del puente que miraban absortas hacia arriba, como si fueran ojos bruscamente abiertos. Y, de alguna parte, llegaba un chapoteo suave pero incesante: la corriente que rompía contra un pilar.
El cuadro escondía la idea de la muerte; ella se dio cuenta de esto. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Se dio la vuelta. No había nadie en las proximidades; negras sombras se deslizaban fugitivas aquí y allá. De vez en cuando, una risa a lo lejos o un coche que pasaba rodando. Pero, en las proximidades, nadie, ninguno que se lo pudiera impedir. ¡Qué fácil, qué rápido sería! Agarrarse, impulsarse con fuerza desde la rampa, luego unos pocos minutos más, horribles, debatiéndose abajo, allá abajo, en esa silenciosa oscuridad, y luego, la paz…, abundante, eterna paz, lejos de todas las realidades, el tranquilizador consuelo de no volver a despertar…
¡Pero luego le asaltó otro pensamiento! Un cadáver desfigurado que sacan del agua, curiosos que se recrean con habladurías y chismes… ¡Es cierto que eso ya no duele!
Pero había alguien que podía enterarse y, entonces, tal vez sonriera arrogante con la conciencia de haber vencido… No…, ¡eso no podía ser! La vida todavía no se había agotado, eso lo sabía, porque todavía podía albergar un deseo de venganza, una última tentativa desesperada. Y, tal vez, incluso fuera hermosa y simplemente había vivido de modo equivocado, había sido buena y fiel, tierna y contenida, cuando había que ser despiadada, voraz, astuta, como un animal de rapiña que se alimenta de la vida ajena.
Una risa pugnó por salir de su pecho, mientras se apartaba del puente; una risa de la que se asustó. Porque se dio cuenta de que ni ella misma se creía aquellas palabras no pronunciadas. Lo único cierto era el dolor y el ardiente odio que hervía en su interior, el ciego deseo de venganza. ¡Pero qué extraña se había vuelto, que ni siquiera se reconocía a sí misma, qué mala y qué despreciable!
Se estremecía de frío. No quería pensar en nada más. Volvió a internarse en la ciudad para dirigirse… a cualquier parte…, a casa… No, ¡a casa no! Pensó en ello con temor. Allí todo era tenebroso y limitado y sofocante, allí acechaban en todos los rincones recuerdos que la señalaban con dedos maliciosos, allí estaría sola por completo con su gran dolor, allí podía desplegar sus negras alas en toda su amplitud, para envolverla y apretarla estrecha, muy estrechamente, hasta dejarla sin aliento.
Pero ¿adonde? ¿Adonde? Se devanaba los sesos con esa pregunta. Ya no podía pensar en nada más, todo su pensamiento se concentraba en esa única cuestión…
Junto a ella pasó corriendo una sombra.
Ella no le dio importancia.
Tampoco se dio cuenta de que se inclinaba profundamente sobre la suya y, durante un rato, corrió en paralelo con ella. Alguien caminaba a su lado, un voluntario del ejército, que contemplaba con solicitud su rostro cada vez que pasaban por delante de una farola. Sólo cuando él se dirigió a ella cortésmente, ella se sobresaltó y abandonó de repente sus pensamientos. Necesitó unos instantes hasta comprender bien la situación en la que se encontraba y no respondió.
El voluntario, un soldado de caballería, muy joven todavía y un poco torpe, no se dejó acobardar por el silencio de ella, sino que siguió hablando en un tono a medias íntimo, pero con una cierta reserva. Era evidente que no tenía muy claro con quién estaba tratando en realidad; ella no le había respondido y, sin embargo, iba vestida de una manera tan distinguida…, ordenada. Y, por otra parte, estaba este solitario y lento paseo a estas horas de la noche…, con toda razón no le podía arrancar ni una palabra. Pero él siguió hablando con despreocupación.
Erika callaba. Instintivamente hubiera querido rechazarlo, pero todo lo anterior la había llevado a extraños pensamientos. Ahora quería empezar otra vida, y no este vegetar entre ensueños y esta nostalgia sin objeto que le había deparado tantos pesares, al fin habría de comenzar una nueva vida, cálida, resuelta y llena de indómita fuerza. Y, entonces, volvió a pensar en él…, quería vengarse de él, humillarlo terriblemente. Quería entregarse al primero que se presentara porque él la despechaba, la rechazaba, saborear la humillación hasta la última gota, la más amarga y tal vez mortal. En su interior concibió rápidamente un plan y tomó la decisión de inmolarse, optar por una nueva deshonra para olvidar la antigua que la consumía en su fuego…, la oportunidad llegaba en el momento preciso…, un hombre joven, muy joven, que no tenía ni idea de todo aquello, que no sabía nada, éste era el adecuado, el primero que se presentaba…
Y, de repente, le respondió que podía acompañarla, y lo hizo con una amabilidad tan repentina que él casi dudó de con quién estaba tratando. Pero algunas preguntas, los gemelos de teatro que llevaba consigo del concierto y su porte distinguido, cambiaron su actitud frívola hacia ella. Se quedó verdaderamente desconcertado. En realidad, todavía era casi un niño que con su uniforme de militar tenía un aspecto tan extraño como si se hubiera vestido con un disfraz; y sus aventuras hasta entonces habían sido de una naturaleza tan simple que ni siquiera podían considerarse aventuras. Por primera vez se vio enfrentado a un auténtico enigma. Porque, a veces, ella se quedaba minutos quieta y callada, pasando por alto todas sus preguntas sin escucharle y caminando como en un sueño hasta que, de repente, con una ternura irritada, que en un instante habría olvidado, se reía y bromeaba con él; aunque, a veces, a él mismo le parecía como si en su risa hubiera un tono de falsedad.
Y, de hecho, a Erika no le costó poco esfuerzo interpretar el papel de una muchacha complaciente y ligera, mientras en su cabeza se iban encadenando los más locos pensamientos. Sabía en qué acabaría aquello y lo deseaba, aunque un secreto temor la sobrecogía una y otra vez, ahora que había resuelto atentar contra sí misma. Pero la necesidad de venganza, que no se podía llevar a cabo efectivamente, había encontrado aquí un medio de desarrollarse, aunque en una dirección equivocada, que se volvía contra ella misma, y, sin embargo, era tan desbordante y poderosa que sus sentimientos de mujer se rebelaban en vano contra ello. Sucediera lo que sucediese, habría de acabar arrepintiéndose…, si por lo menos pudiera ignorar por completo aquella deshonra…, olvidarla, aunque fuera en un frenesí artificioso y fatal…, no tener que pensar más en ello…
Así que también aceptó con gusto la propuesta del voluntario de ir juntos a un restaurante, a un reservado, aunque ella intuía de manera vaga lo que eso significaba. Pero no quería pensar en ello…, simplemente no quería tenerlo siempre presente…
Primero vino un pequeño souper, que ella, sin embargo, apenas probó. Pero bebió vino, con ávida ansiedad, vaso tras vaso, para adormecerse. Aunque todavía no lo lograba del todo. De vez en cuando cobraba conciencia de toda aquella situación con una terrible claridad. Observaba a su vecino de enfrente. Verdaderamente era el adecuado, no podría haber deseado uno mejor: un buen chico, de una constitución recia, con sanas mejillas sonrosadas, un poco vanidoso y no demasiado listo…, nunca sospecharía lo que había ocurrido aquella noche, qué papel desempeñaba en la vida de esta pobre muchacha atormentada…, en un par de días lo habría olvidado. Y eso es lo que ella quería…
En esos instantes de reflexión, sus ojos adquirían una expresión soñadora y en su cara se dibujaban las funestas sombras de un dolor intenso. Luego, poco a poco, se sumía en sueños…, sus dedos temblaban ligeramente…, había olvidado todo, y las lejanas imágenes hundidas en su interior querían surgir de nuevo lenta, muy lentamente…
Entonces la volvía a despertar de improviso una palabra o un roce. Siempre necesitaba un segundo para reorientarse, pero entonces tomaba otro vaso de vino y lo vaciaba de un trago. Y luego otro y otro más, hasta que sintió cómo el brazo le caía con todo su peso…
Entretanto, el voluntario se había ido acercando y apretando muy estrechamente contra Erika. Ella se daba cuenta, pero seguía bromeando con despreocupación…
Pero poco a poco empezó a sentir el efecto del vino. Su mirada se volvió vacilante y veía como a través de turbias nubes de un vapor pesado, muy difuso; y las tiernas y persuasivas palabras que oía le parecían venir de algún lugar lejano, muy lejano, totalmente desvanecido y perdido. Su lengua comenzó a balbucear y ella notó cómo, a pesar de todos los esfuerzos, el curso de su pensamiento se perdía y un rayo y una sacudida, contra la que no podía defenderse, relampagueaban ante sus ojos. Pero junto con el cansancio que la envolvía más estrecha y tiernamente cada vez, volvió también aquella profunda tristeza, mitad la balbuciente melancolía sin motivo de los borrachos y mitad el dolor que ya había estado agitando su pecho toda la tarde intentando atravesarlo y que todavía no se había abierto camino. Estaba perdida por completo en su pesar, embotada frente al mundo exterior, sorda frente a todas las palabras y las suaves caricias.
El joven muchacho no comprendía del todo su comportamiento y se mostró indeciso, sin saber lo que debía hacer con ella; la tomó por borracha, sin embargo, quiso moverla, para despertarla, porque le daba vergüenza aprovecharse de su ebriedad. Pero su apatía no se podía deshacer ni con palabras de ánimo, ni con besos cariñosos; la abanicó; pero cuando intentó abrirle el vestido sucedió algo inesperado que lo asustó.
Porque, en el instante en que la abrazaba, ella cayó de repente en sus brazos y comenzó a llorar de una manera terrible. Era un sollozar afligido, infinitamente asustado; no era el delirio de una borracha, sino un llanto de una violencia elemental; era como un animal de rapiña, que hubiera estado durante años apresado en la jaula y, de repente, rompiera con fuerza salvaje las constricciones, era su dolor, profundo e inaccesible, del que sólo había tenido una vaga conciencia y ahora se liberaba en temblorosos escalofríos. Erika lloraba desde lo más hondo de su pecho; todo, todo parecía arreglarse ahora, porque esta ardiente carga de lágrimas y el opresivo peso de las conmociones no descargadas se desprendió de ella como si fueran los violentos golpes de una tempestad; lloraba y lloraba; súbitos escalofríos corrían por su desamparado cuerpo estrechado con suavidad, pero las cálidas fuentes de sus ojos no parecían querer agotarse; era como si quisieran limpiar y arrastrar consigo todo el amargo pesar que lentamente se había ido acumulando como cristales cada vez mayores que se endurecen y no quieren salir. No lloraban sus ojos, todo su esbelto y flexible cuerpo se estremecía bajo los duros golpes y su corazón se estremecía al mismo tiempo.
El joven se sentía totalmente desvalido frente a estos repentinos y penosos arrebatos. Procuraba calmarla, le acariciaba con suavidad y ternura las oscuras trenzas; pero como los accesos de ella se redoblaban una y otra vez, se apoderó de él un extraño sentimiento de cariño lleno de compasión. Nunca había oído llorar de aquella manera, y este inaudito pesar del que nada sabía, pero cuya magnitud intuía, le infundió un considerado respeto por esta mujer que yacía sin voluntad en sus brazos. Le pareció un crimen tocar su cuerpo, que estaba demasiado débil para poder ofrecer la más mínima resistencia; poco a poco cobró conciencia de que así también él estaba actuando con grandeza y esta alegría infantil por poder vivir algo tan extraordinario fortaleció su fuerza de voluntad. Mandó a buscar un coche y la acompañó, después de haberse enterado por ella de su dirección, hasta su casa, donde se despidió con amables y tranquilizadoras palabras.
Cuando Erika volvió a encontrarse en su habitación, ya había desaparecido el último resto de la borrachera. Y aunque los sucesos de las últimas horas le resultaban borrosos y confusos, hasta donde le alcanzaba la memoria, no recordaba nada con espantoso desasosiego, sino con apacible calma. En esas ardientes lágrimas había estado toda su joven alma con todo su dolor: con el amor profundo y opresivo, con la deshonra salvaje y ardiente y la última humillación casi consumada.
Se quitó el vestido lentamente.
Todo había tenido que suceder así; porque hay personas que no han nacido para el amor, en las que sólo florecen los dichosos escalofríos de la espera, porque son demasiado débiles como para soportar las dolorosas dichas de su realización.
Erika reflexionaba sobre su vida. Ahora sabía que el amor no volvería a visitarla, y que ella no debía salir a su encuentro; la amargura de la resignación se acercó a ella por última vez.
Vaciló un instante más por una oscura e incomprensible vergüenza; pero luego se desprendió de las últimas prendas ante el espejo.
Todavía era joven y hermosa. En su cuerpo blanco como el jazmín todavía se conservaba la frescura resplandeciente de los años de la primavera de la vida, sus pechos oscilaban con una redondez suave, casi infantil, elevándose y cayendo con una indómita agitación interior, ligeros y tiernos, con un juego rítmico de líneas fluidas. Fuerza y flexibilidad brillaban en sus miembros, todo estaba dispuesto y preparado para acoger y elevar con vigor un amor entregado, proporcionar dichas y recibirlas en recíproca correspondencia, para concebir como corresponde a su santísimo fin y experimentar en sí el glorioso milagro de la creación. ¿Y todo ello había de marchitarse estéril e infecundo como la belleza de una flor que desvanece el viento, una semilla hueca en los inmensos campos de gavillas de la humanidad?
Una dulce resignación reconciliada la invadió, la grandeza de quienes han atravesado el mayor dolor. Y también el pensamiento de que esta juventud en flor había estado reservada a uno sólo, que la deseó y la despreció; incluso esta última prueba durísima no encontró ya rencor alguno en ella. Tristemente apagó la luz y ya sólo añoró la suave dicha de tener felices sueños.
Esas pocas semanas perfilaron la vida de Erika Ewald. En ellas se encerraba todo lo que vivió, y los muchos días que vinieron después pasaron de largo ante ella, indiferentes como extraños. Su padre murió; su hermana se casó con un funcionario; parientes y amigos procuraron dichas y desdichas; simplemente no permitió que el destino se filtrara en sus horas de soledad. La vida con su impetuosa violencia ya no podía nada contra ella; había cobrado conciencia de la profunda verdad de que la gran paz sagrada por la que había luchado no podía alcanzarse más que con un hondo dolor purificador, que no había dicha para aquel que no había recorrido el camino del dolor. Pero esta sabiduría que le había arrebatado del alma a la vida, no quedó fría y estéril; la capacidad de dar amor que una vez había agitado su ser con calientes convulsiones se volvió hacia los niños a los que enseñaba música y a los que hablaba del destino y sus engaños, como de una persona de la que uno ha de guardarse. Y así fueron pasando sus meses, día a día.
Y cuando la primavera llegaba al país y también el cálido verano con sus bendiciones, entonces sus tardes se inundaban de íntima belleza…
Se sentaba entonces al piano junto a la ventana abierta. Desde fuera entraba trémulo un fino aroma especiado, como el que trae la tierna primavera, y el fragor de la gran ciudad quedaba lejos, como un mar que bate con su oleaje tempestuoso las blancas orillas. En la habitación cantaba a media voz el canario con los más graciosos trinos y fuera, desde el camino, se escuchaba a los niños del vecino con sus traviesos juegos desbordantes de alegría. Pero cuando empezaba a tocar, entonces fuera se hacía el silencio; suave, muy suavemente se abría luego la puerta y un muchacho tras otro asomaban la cabeza para escuchar con atención. Y Erika descubría melancólicas melodías con sus esbeltos dedos blancos, que parecían volverse cada vez más claros y traslúcidos, en medio de leves fantasías en las que resonaba el eco de recuerdos perdidos a lo lejos.
Y una vez, cuando tocaba así, acudió a ella un motivo que no lograba identificar.
Y lo tocó una y otra vez hasta que de repente lo reconoció; la canción popular, la melancólica melodía amorosa con que él había empezado su canción de amor.
Entonces dejó caer los dedos y volvió a soñar con el pasado. Sin ningún rencor ni envidia, así eran sus pensamientos. ¿Quién sabe si no había sido lo mejor que no se hubieran encontrado entonces?… ¿Y si se hubieran entendido? ¿Quién lo puede saber? Pero… —casi se avergonzó del pensamiento— le hubiera gustado tener un hijo de él, un hermoso niño de rizos dorados que ella habría podido acunar y cuidar, cuando estuviera sola, totalmente sola…
Sonrió. ¡Pero qué sueños tan tontos eran ésos!
Y, a tientas, sus dedos volvieron a buscar el olvidado motivo de amor…