Treinta y dos páginas de inmortalidad
En 1503 aparecen casi simultáneamente en las más diversas ciudades —Paris, Florencia, no se sabe en cuál de ellas primero— unos folletos impresos, entre cuatro y seis en total y con el título de Mundus Novus. Al poco tiempo se sabe que el autor de este tratado escrito en lengua latina es un tal Albericus Vespucius o Vesputius. Éste informa a modo de carta a Laurentius Petrus Franciscus de Medici acerca de un viaje que emprendió por encargo del rey de Portugal hacia unos países hasta ahora desconocidos. En aquel entonces, este tipo de relato epistolar sobre los viajes de exploración era relativamente frecuente. Todas las importantes casas de comercio alemanas, holandesas e italianas, los Fugger, los Welser, los Medici y, además la Señoría de Venecia tienen sus corresponsales en Lisboa y Sevilla que, con el fin de una orientación comercial, les ponen al corriente de todas las empresas a la India dotadas de éxito. Estas cartas de los agregados comerciales son muy solicitadas porque, en realidad, contienen secretos comerciales y las copias al igual que los mapas —los portulanos— de las costas recién descubiertas se ponen a la venta como si fueran objetos de valor. A veces, una de estas copias cae en manos de un tipógrafo ducho en los negocios quien, acto seguido, la multiplica en su imprenta. Estos volantes que significan para el gran público lo que más tarde sería el periódico, por su voluntad de facilitar rápidamente el acceso a las novedades interesantes, se venden en las ferias al igual que las indulgencias y las recetas médicas. Los amigos se lo mandan mutuamente junto a una carta o un paquete. De esta forma, una carta originalmente de carácter privado de un factor a su jefe adquiere a veces la publicidad de un libro impreso.
Desde la primera carta de Colón en 1493 donde anunciaba su llegada a las islas «cerca del Ganges» ninguno de los boletines de la época causó tanta sensación general ni tan trascendente como estos cuatro folletos de un tal Albericus del que hasta ahora nadie había oído hablar.
El texto en sí ya proporciona una cierta impresión. Esta carta, así indica su autor, fue traducida del italiano al latín —ex italica in latinam linguam— «para que todos los eruditos se apercibiesen de cuantas cosas maravillosas iban a descubrir este mismo día» (quam multa miranda in dies reperiantur), cuantas tierras hasta ahora incógnitas encontrarían y cuántas cosas albergarían (cuanto a tanto tempore quo mundus cepit ignota cit vastitas térrea et quod continetur in ea). Esta notificación a bombo y platillo es ya de por sí un buen señuelo para un mundo ávido de noticias. Por consiguiente el pequeño volante tiene muchísima salida. Se reimprime en las ciudades más lejanas; se traduce al alemán, al holandés, al francés y al italiano y se incluye en todas las colecciones de relatos de viajes que a la sazón empiezan a publicarse en todos los idiomas. Se trata de un hito, o incluso del fundamento de la geografía moderna para un mundo todavía ignorante.
El gran éxito del librito se comprende perfectamente. Porque ese desconocido Vespucius es el primero de todos los navegantes que tiene el don de redactar bien y de forma divertida. Todo lo demás que se encuentra en este tipo de embarcaciones aventureras son raqueros, soldados y marineros que ni siquiera saben firmar con su nombre o como mucho algún que otro escribano, un jurista aburrido que sólo sabe acumular los hechos con impasibilidad, o un piloto que anota los grados de longitud y de latitud. Así que al final del siglo, el gran público aún no ha sido instruido acerca de los descubrimientos en aquellas tierras lejanas. Y entonces aparece un hombre fidedigno e incluso erudito que no exagera ni se inventa cosas sino que informa honradamente de cómo, el día 14 de mayo de 1501 y por encargo del rey de Portugal, surcó el océano durante dos meses y dos días bajo un cielo que estaba tan oscuro y tempestuoso que no podía verse ni el sol ni la luna. Hace partícipe al lector de todos los terribles acontecimientos, cuenta cómo habían perdido ya toda esperanza de un desembarco feliz puesto que los buques, perforados por la carcoma, hacían agua. Gracias a su habilidad de cosmógrafo divisaron, por fin, el día 7 de agosto de 1501 —la fecha no siempre es la misma en todas las relaciones pero no queda más que acostumbrarse a las imprecisiones de este hombre erudito— ¡tierra, tierra de promisión! Allí el hombre no tiene que trabajar ni afanarse. Los árboles no precisan cultivo; dan frutos en abundancia, los ríos y los manantiales tienen agua pura y cristalina, el mar está repleto de peces y la tierra increíblemente fructífera y rebosante de sabrosos frutos totalmente desconocidos. Frescas brisas soplan en estas tierras exuberantes y los bosques tupidos hacen que incluso los días más calurosos se vuelvan agradables. Hay miles de animales y pájaros de cuya existencia Tolomeo no tenía la menor idea. Los indígenas viven todavía en un estado de inocencia absoluta. Tienen la piel de color rojizo debido a que, según el viajero, andan desnudos desde que nacen hasta la muerte, de manera que el sol tuesta su piel. No poseen ropa, ni joyas, ni propiedad alguna. Lo que hay es de todos, incluso las mujeres de cuya sensualidad, siempre complaciente el erudito trae a cuenta unas anécdotas harto picantes. A estas criaturas de la naturaleza la vergüenza y el deber moral les son completamente ajenos. El padre duerme con la hija, el hermano con la hermana, el hijo con la madre. No hay complejo de Edipo ni escrúpulos y, sin embargo, alcanzan la edad de ciento cincuenta años a no ser que —y esto es la única característica desagradable— se devoren antes unos a otros como los caníbales. En otras palabras «si hay un paraíso terrestre en algún lugar, no puede estar muy lejos de aquí». Antes de que Vesputius se despida de Brasil —porque allí se encuentra el paraíso del que habla— se explaya todavía sobre la belleza de las estrellas que resplandecen en constelaciones y signos diferentes en este Hemisferio bendito y promete seguir contando más adelante cosas de este u otros viajes en un libro «para que el recuerdo de él siga vivo en la posteridad» (ut mei recordatio apud posteros vivat) y que «sea conocida la milagrosa obra de Dios también en esta parte de la Tierra desconocida hasta ahora».
No es difícil entender la sensación que causó este relato vivido y pintoresco entre los contemporáneos. Puesto que no sólo se estimula y se satisface a la vez la curiosidad por estas regiones desconocidas, sino que Vespucio toca, inconscientemente, una de las esperanzas más misteriosas de la época al decir que «si hay un paraíso terrestre en algún lugar, no puede estar muy lejos de aquí». Hacia tiempo que los padres de la Iglesia, especialmente los teólogos griegos, habían formulado la tesis de que, después del pecado de Adán, Dios, en modo alguno, había destruido el Paraíso. Sólo lo había trasladado al «anticton», a la punta opuesta de la tierra, a un espacio inaccesible para el hombre. Según la teología mítica, no obstante, este «anticton» debería situarse más allá del Océano, es decir, al otro lado de una zona infranqueable para los mortales. Pero ahora que, gracias a su audacia, los descubridores han cruzado este Océano inaccesible hasta ahora alcanzando el hemisferio de otras estrellas ¿acaso no podría realizarse el viejo sueño de la humanidad de recuperar el Paraíso? Es, pues, natural que el relato de Vespucio de aquel mundo inocente, que, extrañamente, tiene mucha semejanza con el mundo antes del pecado original, emocionara a una época que, como la nuestra, vivía en medio de catástrofes. En Alemania se inicia el levantamiento de los campesinos porque ya no aguantan la servidumbre feudal, en España manda la Inquisición y ni siquiera deja en paz a la persona de más fiar, Italia y Francia han quedado devastadas por las guerras. Cansadas de esta congoja diaria y por repugnancia a aquel mundo sobreexcitado, miles y miles de personas ya han buscado refugio en conventos y monasterios. No hay calma, ni descanso ni paz para «el hombre de a pie» que sólo pretende vivir sosegadamente sin ser molestado.
Y de repente les llega la noticia, pasando de ciudad en ciudad escrita en pequeños volantes: que un hombre fidedigno, ningún estafador, ningún Simbad, ningún mentiroso sino un hombre instruido enviado por el rey de Portugal, había descubierto un país mucho más allá de todas las regiones conocidas donde reina todavía la paz entre los hombres. Un país donde las almas no se destruyen en la lucha por el dinero, la propiedad y el poder. Un país que no conoce los príncipes, los reyes, las sanguijuelas y los jefes de prestaciones personales, donde no hay que matarse trabajando por el pan de cada día, donde la tierra alimenta con complacencia a los hombres y donde el hombre no es enemigo del hombre. Con su relato, Vespucio, aquel desconocido, desata una antigua esperanza religiosa, una esperanza mesiánica; ha llegado al más profundo anhelo de la humanidad, al sueño de la libertad de la moral, del dinero, de la ley y de la propiedad. Ha llegado a aquel deseo insaciable de alcanzar una vida sin fatiga, sin responsabilidades, que yace secretamente en el alma de todo ser humano como un vago recuerdo del paraíso.
Al parecer, esta extraña circunstancia debió ser la idónea para que estos pocos volantes pequeños y mal impresos tuvieran un efecto histórico mucho mayor que todos los demás relatos, los de Colón incluidos. Pero la fama y el significado histórico mundial de aquel diminuto volante no se debe al contenido ni a la tensión anímica. El éxito propiamente dicho de esta carta no es, curiosamente, la carta en sí, sino su título, las dos palabras, las cuatro sílabas Mundus Novus las que provocaron una revolución sin precedentes en el modo de contemplar el Cosmos. Hasta ahora, para Europa, el gran acontecimiento geográfico de la época había sido que la India, el país de los tesoros y de las especias, fue alcanzado por dos caminos distintos en el término de una década: por Vasco da Gama que había navegado hacia el este doblando África y por Cristóbal Colón yendo hacia el oeste y cruzando el Océano infranqueable hasta ahora. La gente admiraba los tesoros que Vasco da Gama trajo de regreso de los palacios de Calicut, tenía curiosidad por saber de todas esas islas que según el gran almirante del rey de España, Cristóbal Colón, se situaban delante de la costa de China. Es decir, según su extática afirmación, él había pisado también el país del Gran Khan descrito por Marco Polo. Así pues parecía que se había dado la vuelta al mundo: por ambos caminos se había llegado a la India que durante mil años había sido inaccesible.
Pero ahora llega otro navegante, aquel hombre raro llamado Albericus y anuncia algo mucho más asombroso. Afirma que, en su viaje hacia el oeste, no llegó a la India sino a un país nuevo, completamente desconocido que se sitúa entre Asia y Europa. Vespucio escribe textualmente que se puede llamar tranquilamente Nuevo Mundo a aquellas regiones que él descubrió por encargo del rey de Portugal —Novum Mundum appellare licet— y apoya su opinión con abundantes razones. «Porque nadie de nuestros antepasados conocía estos países que vimos, ni sabía lo que hay en ellos». Nuestros conocimientos van mucho más allá que los suyos. La mayoría de ellos creían que no hay tierra firme al sur del Ecuador sino sólo un mar infinito que llamaron Atlántico. Y también aquellos que admitían allí la posible existencia de un continente, por diversas razones, defendían la idea de que era inhabitable. Con mi viaje demostré que se trata de una opinión absurda y que se opone radicalmente a la verdad puesto que encontré un continente al sur de la línea ecuatorial donde hay algunos valles mucho más poblados por hombres y animales que Europa, Asia y África y que, además, posee un clima más agradable y suave que los demás continentes que conocemos.
Estas palabras, pocas pero decisivas convierten al Mundus Novus en un documento memorable para humanidad. Representan la primera declaración de independencia de América formulada doscientos setenta años antes que la otra. Colón, que hasta la hora de su muerte vive en la ilusión de haber llegado a la India, al poner pie en Guanahaní y en Cuba, hace, de hecho, que el Cosmos se presente más pequeño a sus contemporáneos. Cuando Vespucio invalida la hipótesis de que ese nuevo continente sea la India afirmando de un modo claro y terminante que se trata de un Nuevo Mundo, introduce a su vez una nueva medida, válida hasta nuestros días. Rompe con la ceguera que impidió al gran descubridor ver su proeza con claridad y aunque no sospecha, ni de lejos las dimensiones de este continente, conoce al menos la autonomía de la parte meridional. En este sentido, Vespucio concluye realmente el descubrimiento de América, puesto que todos los descubrimientos, todos los inventos, no sólo cobran valor por aquellos que los hacen sino que incrementan el valor para quienes reconocen su sentido y su eficacia. Si Colón tiene el mérito de la acción, Vespucio, tiene el mérito histórico de la interpretación por aquellas palabras suyas. Cual intérprete de sueños nos hizo ver lo que su precursor encontró como en estado sonámbulo.
La sorpresa que causa la noticia de Vespucio, hasta ahora completamente desconocido, es inmensa. Influye profundamente en la conciencia general de la época, más profunda y duraderamente que el descubrimiento del genovés. Que se hubiera encontrado un nuevo camino hacia la India, que pudiera llegarse desde España por el mar a estos países descritos por Marco Polo hace mucho tiempo, desde el punto de vista comercial, sólo había preocupado a un grupo reducido, directamente interesado en este descubrimiento: a los comerciantes, a los mercaderes de Amberes, de Augsburgo y Venecia que, con mucho empeño, ya empezaban a hacer sus cálculos para averiguar cuál del los caminos resultaría más económico —el de Vasco da Gama por Oriente, o el de Colón por Occidente— para transportar las especias, la pimienta y la canela. Mas la noticia de este Albericus de que se había encontrado una parte nueva del mundo en medio del Océano, actúa con fuerza irresistible sobre la imaginación de las masas. ¿Acaso se trata de la fabulosa isla Atlántida de los antiguos? ¿O de las islas Afortunadas, las pacíficas? Crece milagrosamente el amor propio de la época por la sensación de que la tierra es más grande y entraña más asombro del que, incluso los hombres más sabios de la antigüedad habían podido sospechar y que son ellos, esta generación, al que queda reservado el derecho de revelar los últimos misterios del globo terráqueo. No es difícil entender cuán impacientemente los eruditos, los geógrafos, los cosmógrafos, los tipógrafos y la muchedumbre de lectores aguardan el día en el que aquel desconocido Albericus cumpla su promesa de contar más de sus investigaciones y viajes que, por vez primera, instruyen al mundo y a la humanidad sobre las dimensiones del globo terráqueo.
Los impacientes no han de esperar demasiado tiempo. Dos o tres años más tarde, un tipógrafo de Florencia que, con buen motivo, silencia su nombre —más adelante sabremos el porqué— publica un delgado librito de dieciséis páginas en lengua italiana con el título de Lettera di Amerigo Vespussi delle isole nuovamente trovate in quattro suoi viaggi (carta de Américo Vespucio acerca de las islas encontradas durante los cuatro viajes) Al final de este opúsculo encontramos la fecha: Data in Lisbona a di 4 septembre 1504. Servitore Amerigo Vespucci in Lisbona.
Ya sólo por el título el mundo sabe, por fin, algo más de este hombre misterioso. Primero que se llama Américo Vespucio y no Albericus Vesputius. La introducción, dirigida a un ilustre señor, nos revela más datos vitales. Vespucio dice haber nacido en Florencia y haber viajado a España en calidad de viajante (per tractare mercantie). Cuatro años ejerció esta profesión. Durante este tiempo se percató de la inestabilidad de la fortuna que reparte mal a sus bienes efímeros e inestables, que un día encumbra al hombre para derrocarlo al día siguiente. Pero puesto que al mismo tiempo pudo observar los peligros y disgustos de esta caza por la ganancia, decidió abandonar el comercio proponiéndose una meta más sublime y honesta: la de ver parte del mundo y sus maravillas (mi disposi d’andare a vedere parte del mondo e le sue maraviglie). Para ello tuvo buena ocasión puesto que el rey de Castilla había equipado cuatro naves para descubrir nuevas tierras en Occidente y él fue aceptado para formar parte de la expedición y ayudar a descubrir (per aiutare a discoprire). Pero Vespucio no sólo habla de este primer viaje sino también de los tres restantes (entre ellos también de aquel descrito ya en Mundus Novus), es decir, él emprendió —la cronología es importante—:
- un primer viaje del 10 de mayo de 1497 al 15 de octubre de 1498, bajo pabellón español,
- el segundo del 16 de mayo de 1499 al 8 de septiembre de 1500, también por encargo del rey de Castilla,
- el tercero (Mundus Novus) del 10 de mayo de 1501 hasta el 15 de octubre de 1502 bajo pabellón portugués,
- el cuarto del 10 de mayo de 1503 hasta 18 de junio de 1504, también para los portugueses.
Con estos cuatro viajes, el comerciante desconocido se convirtió en uno de los grandes navegantes y descubridores de su época.
En la primera edición de la Lettera, de la carta, no se hace mención alguna para saber a quién iba dirigida; sólo en las posteriores se dice que era para el gonfaloniere Pietro Soderini, para el gobernador de Florencia, pero aún falta un documento válido para la comprobación; pronto encontraremos otros puntos oscuros en la producción literaria de Vespucio. Pero con excepción de algunas fórmulas de cortesía al principio, la forma de la redacción es tan fluida, divertida y tan variada como la de Mundus Novus. Vespucio no sólo aporta nuevos detalles acerca de la «vida epicúrea» de aquellos pueblos desconocidos sino que describe también los combates, los náufragos y los episodios dramáticos con los caníbales y las serpientes gigantes. Gracias a él, muchos animales y objetos (como, por ejemplo, el hammock, la hamaca) pasan por vez primera a la historia de la civilización. Los geógrafos, los astrónomos, los comerciantes encuentran allí una valiosa información; los eruditos una serie de tesis sobre las que poder debatir y explayarse; y el gran público de curiosos también puede estar muy satisfecho con la lectura. Al final, Vespucio promete de nuevo una gran obra, propiamente dicha, sobre aquellos nuevos mundos la cual pretende escribir en su ciudad natal tan pronto se haya retirado a la vida privada.
Pero la obra nunca vio la luz o bien, al igual que los diarios de Vespucio, nunca llegaron hasta nosotros. Treinta y dos páginas (de las cuales el tercer viaje sólo representa una variante del Mundus Novus) comprenden toda la producción literaria de Américo Vespucio, un bagaje menudo y de poco peso para el camino de la inmortalidad. Sin exagerar podríamos decir que nunca jamás un escritor se hizo famoso con una obra de tan corta extensión. Una casualidad tras otra, un error tras otro tenía que pasar para que se colocara a tanta altura sobre su época y que aún la nuestra ha de recordar aquel nombre que con la bandera estrellada se eleva hacia las estrellas.
La primera casualidad y, a su vez, el primer error pronto siguen en un sentido más amplio de la palabra a esas treinta y dos páginas insignificantes. En 1504 un ingenioso tipógrafo italiano ya había tenido el fino olfato para saber que el tiempo sería favorable a la publicación de colecciones de relatos de viajes. Albertino Vercellese de Venecia es el primero que recoge en un pequeño volumen todos los relatos de viajes a los que tiene acceso. Aquel Libretto de tutta la navigazione del Rè de Spagna e terreni novamente trovati que contiene las relaciones sobre Cadamosto, Vasco da Gama y la primera empresa de Colón tiene tan alto índice de ventas que, en 1507, un tipógrafo de Vicenza decide publicar una antología más voluminosa (126 páginas) que abarca las expediciones portuguesas de Cadamosto, Vasco da gama, Cabral, las tres primeras empresas de Colón y el Mundus Novus de Vespucio. Desgraciadamente no se le ocurre nada mejor que titularlo Mondo novo e paesi nuovamente retrovati da Alverico Vesputio florentino (Nuevo Mundo y nuevas tierras encontradas por Alberico Vespucci de Florencia). Y con ello comienza la gran comedia de las confusiones. Porque aquel título es peligrosamente ambiguo. Es fácil pensar ahora que Vespucio no sólo pone el nombre de Mundus Novus a las nuevas tierras sino que estas nuevas tierras fueron también descubiertas por él. Con sólo dar un breve vistazo a la portada, inevitablemente se cae en este error. Este libro reimpreso muchísimas veces pasa por miles de manos y divulga con peligrosa rapidez la noticia errónea de que Vespucio es el descubridor de aquellas nuevas tierras. La mera casualidad de que un tipógrafo inocente de Vicenza escribe el nombre de Vespucio en lugar del de Colón en la portada de su antología, otorga a Vespucio, que tampoco sospecha nada, una fama de la que no sabe nada y, sin quererlo ni saberlo, le convierte en el usurpador de un mérito ajeno.
Huelga decir que este error solo no hubiera sido suficiente para tener tan trascendental alcance a través de los siglos. Pero no es más que el primer acto o, mejor dicho, el comienzo de esta comedia de confusiones. Las casualidades tienen que seguir encadenándose laboriosamente antes de que este fantasma engañoso se descubra. Y, cosa extraña, es justo ahora cuando, a pesar de que Vespucio terminase ya su obra literaria con estas pobres treinta y dos páginas, empieza su ascenso hacia la inmortalidad, quizás el más grotesco que jamás haya conocido la historia de la fama. Y empieza en otra parte del mundo, en un lugar donde Vespucio nunca puso su pie y, probablemente, de cuya existencia el comerciante marino no tuvo la menor idea: en la pequeña ciudad de Saint-Dié.