Diecinueve
Jeanette estaba sirviendo los vasos de margaritas en la cocina cuando Dana Sue entró sin llamar en su apartamento. Estaba tan desesperada por hablar con alguien que había invitado a las Magnolias a tomar algo en su casa.
—¡Cuéntamelo todo!—exigió Dana Sue mientras dejaba un cuenco de guacamole y una bolsa de patatas fritas en la mesa—. Tom y tú por poco prendéis fuego al restaurante esta tarde.
—Lo sé —murmuró Jeanette mientras entraba Maddie con un plato de suculentos brownies.
—No digas nada hasta que llegue Helen —le ordenó, agarrando su margarita.
—Ya estoy aquí —anunció Helen.
Estaba sirviendo las galletitas saladas y los bocaditos de queso en los platos que Jeanette había sacado de las cajas de la inminente mudanza.
—Y ahora ¿puede alguien decirme qué está pasando?
Agradecida porque todas hubieran respondido a su invitación, Jeanette se creyó por primera vez que era una más de las Magnolias y rompió a llorar.
—Vamos, vamos —la consoló Helen, la menos efusiva de las tres. Le dio unas torpes palmaditas en la espalda y se la pasó a Maddie.
Dana Sue le puso un puñado de pañuelos en la mano.
—Vamos a sentarnos y a comenzar por el principio —decidió, y llevaron las cosas a la otra habitación—. Bueno... la última vez que os vi a Tom y a ti, ibais derechos a la cama.
—¿Tú y Tom estabais pensando en acostaros? —preguntó Maddie, perpleja—. ¿Hoy? Pensaba que sólo ibais a comer. Luego me llamó Dana Sue para decirme que te ibas a casa a descansar y... Oh, ya lo pillo.
Dana Sue sonrió y habló por Jeanette, quien parecía incapaz de articular palabra.
—Eso es. Una cosa llevó a la otra.
—Ya veo —dijo Maddie—. Vaya almuerzo que debió de ser...
—Entonces, ¿qué pasó? —preguntó Helen—. ¿No estuvo a la altura de las expectativas?
Jeanette ahogó una carcajada, o tal vez fue un sollozo.
—No lo sé —admitió—. Él... Esto es demasiado humillante para mí.
—¿Él qué? —la acució Helen con impaciencia.
—Déjala hablar —le ordenó Maddie, dándole un codazo en las costillas.
—Me rechazó —dijo Jeanette en voz baja y avergonzada—. Y luego me dijo que me quería. O algo así. Estaba demasiado avergonzada para prestar atención a sus palabras.
—¿Ese hombre te dijo que te quería y no oíste los detalles? —le preguntó Dana Sue, incrédula.
—Después de que se negara a acostarse conmigo —le recordó Jeanette.
—Está bien —dijo Maddie en tono apaciguador—. ¿Te dijo por qué no quería acostarse contigo? Debía de tener una razón. Todo el pueblo sabe que ha estado deseándote desde que llegó.
Helen asintió.
—En Wharton’s estaban apostando a ver lo que tardabas en entregarte.
Jeanette la miró con consternación, aunque no debía sorprenderla. En Wharton’s apostaban por todo, incluida la posibilidad de que ella se acostara con Tom.
—¿Tenías que decirlo? —reprendió Maddie a Helen—. Éste no es el momento.
—Sólo estoy informando de los hechos —se quejó Helen.
Maddie apretó con fuerza la mano de Jeanette.
—No le hagas caso. Dime, ¿qué te dijo Tom?
Jeanette apuró el resto de su margarita de un trago.
—Me... me dijo que sólo deseaba su cuerpo.
Las tres mujeres la miraron y luego intercambiaron miradas entre ellas. Maddie fue la primera en intentar reprimir una carcajada, en vano. Las otras dos la imitaron, sin mucho más éxito, y pronto Jeanette estuvo riendo también. Rió hasta que empezaron a dolerle los costados.
—Creo que estoy un poco mareada —murmuró.
—¡Solamente llevas un margarita! —le recordó Helen.
—Creo que te olvidas de lo más importante que pasó esta tarde —dijo Maddie cuando cesaron finalmente las risas—. Tom te dijo que estaba enamorado de ti. ¿No es eso lo que importa?
Jeanette se sirvió otro margarita y suspiró.
—Me moría por acostarme con él, aunque su madre sea una arpía —les ofreció una sonrisa temblorosa—. ¿Os he dicho que a mi madre le ha causado muy buena impresión, y viceversa?
—Tal vez sí que esté un poco bebida —murmuró Helen—. ¿Es éste tu segunda margarita, Jeanette?
—No, creo que me he tomado uno o dos antes de que llegarais.
Helen hizo una mueca.
—Entonces no tiene mucho sentido seguir hablando. Deberías irte a la cama y dejar esta conversación para mañana.
—Pero necesito consejo ahora —protestó Jeanette.
—¿Por qué? ¿Acaso Tom se marcha del pueblo esta noche? —preguntó Helen.
—No, pero... —las tres la miraron con expectación—.
No sé por qué.
—Pues ya está —dijo Helen, levantándose—. Ve a darte una ducha y acuéstate.
—Yo me quedaré contigo —se ofreció Dana Sue—. Para asegurarme de que no te ahogues.
Tom estaba sentado detrás de su mesa, mirando taciturnamente un informe sobre la deficiente infraestructura del pueblo, cuando Cal, Ronnie y Erik entraron en su despacho con caras de pocos amigos.
—¿Qué os pasa? —les preguntó—. ¿Malas noticias?
—Le has hecho daño a Jeanette —respondió Cal.
Tom parpadeó, asombrado.
—¿Y ahora qué? ¿Vais a castigarme?
Ronnie sonrió.
—Algo así... Se supone que tenemos que hablar muy seriamente contigo.
—En realidad no estoy seguro de que sea culpa tuya —dijo Erik—. Le dijiste que la amabas, ¿verdad?
—Sí —afirmó Tom. No le sorprendía en absoluto que ya se hubieran enterado. En Serenity los rumores se propagaban más rápido que cualquier noticia por Internet—. ¿Qué os importa a vosotros? —les preguntó con expresión desafiante, pero enseguida se retrajo—. No sé para qué pregunto. Supongo que venís en nombre de las Magnolias unidas o algo así.
—Exacto —respondió Cal—. Al parecer, anoche se reunieron en casa de Jeanette para tomar margaritas y quién sabe qué más. El caso es que Jeanette acabó llorando, y eso basta para ponerte en serios apuros, amigo mío.
—¿Jeanette lloró? —repitió Tom.
—Es la misma noticia que me ha llegado a mí —confirmó Erik.
—¿Y ahora qué? —preguntó Tom—. ¿Me he ganado una paliza?
No lo decía enteramente bromeando. Aquellos hombres eran personas sensatas y razonables, pero sus mujeres eran otro cantar.
—Se supone que tenemos que asegurarnos de que no lo vuelvas a hacer —dijo Ronnie.
—¿Bastará con mi palabra? —preguntó Tom.
Erik se encogió de hombros.
—Por mí, vale.
—Por mí también —dijo Cal.
—De acuerdo —concluyó Ronnie, aparentemente satisfecho—. Tengo que volver al trabajo.
—Yo también —dijo Cal.
Erik soltó un profundo suspiro.
—Entonces ¿debo ser yo quien les dé la noticia? ¿Acaso no sabéis lo escéptica que puede ser Helen?
—Puedes decírselo a Dana Sue cuando la veas en el restaurante y dejar que sea ella quien se lo cuente a las demás —sugirió Ronnie.
—¿Y estar un mes oyéndola? Ni hablar... Se lo diré a Helen —le lanzó a Tom una mirada de advertencia—. Si no se queda satisfecha, se presentará en tu puerta antes de que acabe el día, así que prepárate. Comparada con ella, la Inquisición parece un programa de tertulias.
—Tomo nota —dijo Tom—. ¿Qué os parece echar unas canastas esta noche? ¿Jugáis al baloncesto?
—¿No deberías intentar arreglar las cosas esta noche? —le preguntó Cal.
Tom lo pensó un momento.
—Antes tengo que ver cómo transcurre el resto del día.
—En ese caso, cuenta conmigo para esta noche —dijo Ronnie.
—Allí estaré —dijo Cal—. ¿Y tú, Erik?
—Desde luego... siempre que Helen no decida cargarse al mensajero —le sonrió a Tom—. ¿Te importa si le digo que pareces avergonzado y que estás dispuesto a arrastrarte un poco?
—Adelante —concedió Tom. Dijera lo que dijera Erik, no estaría muy alejado de la verdad.
Jeanette sabía que los maridos de sus amigas habían hablado con Tom, pero no tenía ni idea de la conversación que habían mantenido. Por suerte, no tenía mucho tiempo para pensar en ello. Cuando no estaba en el trabajo, estaba preparando la mudanza a su nueva casa, que finalmente se llevaría a cabo aquel sábado por la mañana. Estaba esperando a los chicos y Maddie le había asegurado que Tom seguía decidido a ayudarla, pero Jeanette no estaba muy convencida. Ni siquiera estaba segura de que quisiera verlo. Su tímida declaración la había dejado muy confusa.
Oyó el motor de un camión y miró por la ventana. Cal y Erik estaban bajando de la cabina, pero no había ni rastro de Ronnie y Tom.
—Lo sabía —murmuró, incapaz de contener un suspiro de decepción.
No quería que nadie la viera en aquel estado, de modo que se esforzó por recibir a los hombres con una radiante sonrisa.
—Hay café y pastas en la cocina —les dijo—. Ya está todo empaquetado y no he cargado mucho las cajas, así que podré bajarlas yo misma mientras vosotros lleváis los muebles.
—Tú no vas a llevar nada —le prohibió Cal—. Para eso estamos aquí. Es más, creo que deberías adelantarte e ir viendo dónde quieres que dejemos las cosas cuando lleguemos.
—He marcado las cajas.
—Pero no puedes meter montones de cajas en cada habitación —objetó Erik—. Elige una habitación y lo meteremos todo allí. Luego puedes ir sacando caja por caja y llevándola a su sitio. De esa manera tendrás el resto de la casa habitable desde el primer momento.
—Es una gran idea —dijo Jeanette—. Ojalá hubiera hecho lo mismo en las otras mudanzas.
—Bueno, pues vete para allá y decide qué habitación quieres para dejar las cosas. Seguramente tengas que supervisar a los otros.
—¿Los otros? —repitió ella.
—Helen, Maddie y Dana Sue están barriendo y fregando el suelo, y Ronnie y Tom están pintando. Nos ayudarán a descargar las cosas.
—Pero... —se había quedado absolutamente desconcertada. Lo único que había esperado era un poco de ayuda para transportar los muebles—. ¿Están limpiando y pintando?
—Mientras nosotros estamos aquí, hablando —afirmó Cal—. Y Tom estaba empeñado en pintar uno de los dormitorios de azul marino. No sé si es lo que tenías pensado, pero dijo que le gustaba ese color.
—¿Qué demonios...? —empezó a farfullar, pero entonces recordó la decisión de Tom de compartir la casa con ella. Al parecer seguía decidido a hacerlo, y ni siquiera su intento de seducirlo lo había hecho desistir.
Agarro el bolso de la mesa del comedor.
—¿Seguro que no me necesitáis aquí?
—No tanto como te necesitan allí —respondió Erik, sonriendo.
—Lo tenemos todo bajo control —le aseguró Cal, pero volvió a llamarla cuando Jeanette estaba saliendo por la puerta—. Y si decides estrangularlo, espera hasta que lleguemos, ¿de acuerdo?
—¿Para que podáis protegerlo?
—No, no. Para que podamos verlo.
Tom ya había dado la primera mano de azul marino al dormitorio de invitados cuando Jeanette irrumpió como un vendaval y se detuvo en seco, con los ojos muy abiertos.
—¿Qué te crees que estás haciendo? —le preguntó en tono furioso e indignado.
—¿No es evidente?
—¿Azul marino? ¿Quién quiere dormir en una habitación tan oscura?
—Yo —respondió él.
—Tú no vas a dormir en esta habitación. Ni en ninguna otra de esta casa.
—Eso no es lo que sugeriste el otro día —le recordó él.
—Un caballero no volvería a sacar ese tema.
—Entonces ya sabemos lo que soy —replicó él mientras seguía pintando.
—Un cerdo asqueroso —sugirió ella dulcemente.
Tom reprimió una sonrisa. Al menos Jeanette le estaba hablando.
Ella se acercó y lo miró fijamente.
—¿Estás sonriendo? Por favor... dime que no estás sonriendo.
—No estoy sonriendo —dijo él, aunque sus labios lo contradecían.
—Tom McDonald, esto no tiene la más mínima gracia. No quiero que te hagas ideas equivocadas sobre mí o sobre esta habitación.
—Demasiado tarde. Tengo muchas ideas... Tú me las has dado casi todas.
—Pues olvídalas.
—Lo siento, cariño. No puedo hacerlo. Y menos si estás frente a mí, echando fuego por los ojos. Esa mirada hace que quiera besarte.
Ella retrocedió un paso, horrorizada.
—Nada de besos.
Tom la miró muy serio.
—Últimamente, parece que te cuesta mucho aclararte.
—Oh, vete al infierno —espetó ella, y salió de la habitación.
Esa vez, Tom ni siquiera se molestó en intentar reprimir la sonrisa. Las cosas habían salido mucho mejor de lo que esperaba.
Había pensado mucho en la estupidez cometida días atrás. La próxima vez que Jeanette le hiciera una proposición la aceptaría sin dudarlo, aunque, viendo el resultado anterior, no era muy probable que tal cosa fuera a repetirse en un futuro cercano.
Y como él no era un hombre paciente, tendría que hacer todo lo posible por acelerar el proceso...
El mobiliario de Jeanette no bastaba para llenar la casa, pero sus muebles habían sido estratégicamente colocados y todo relucía como si fuera nuevo. Los suelos de parqué habían sido encerados y toda la planta baja estaba recién pintada, incluida la habitación de invitados con aquel ridículo azul marino. En realidad había quedado bastante bien, y el color combinaba a la perfección con la madera blanca, pero no estaba dispuesta a admitirlo ante nadie. De hecho, había elegido aquella habitación para almacenar las cajas y de ese modo dejarle claro a Tom que no podía instalarse en ella. Estaba tan atestada que era casi imposible cruzar la puerta.
Las cajas de pizza y botellas de cerveza vacías habían sido recogidas con el primer cargamento de basura y cajas de embalaje, y Jeanette estaba finalmente sola en su nuevo hogar. Miró a su alrededor y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sentía un poco abrumada al saber que aquella casa le pertenecía, que allí podría construir la clase de vida que deseara.
El último de los CD llegó a su fin y el silencio inundó la estancia. Después de tantos años viviendo en apartamentos diminutos, separada de vecinos ruidosos por un simple tabique, la sensación de calma y soledad le resultaba estremecedora. Entonces llamaron a la puerta y dio un respingo.
Apartó la cortina de encaje de la puerta para echar un vistazo por el cristal. Tom estaba en el porche, con una botella de champán en una mano y un ramo de flores en la otra. A Jeanette le dio un vuelco el corazón al verlo, pero se atrevió a abrir una rendija.
—¿Qué haces aquí?
—Quería celebrar contigo que ya estás en tu nuevo hogar.
—Ya estuviste aquí antes, cuando brindamos todos.
—Pensé que sería mejor celebrar algo más íntimo —sus ojos brillaban de esperanza.
—Me confundes —murmuró ella.
—Y tú a mí —respondió él con una ligera sonrisa.
Jeanette reflexionó un instante y se apartó para dejarlo pasar.
—Puedes quedarte unos minutos. El tiempo de tomar una copa de champán y ya está.
—De acuerdo.
—¿Qué hay en esa bolsa?
—Copas de champán. No sabía si tendrías algunas, o si las habías desempaquetado —extrajo dos elegantes copas de cristal de la bolsa. Parecían ser muy antiguas y valiosas.
—¿Has saqueado el armario de porcelana de tu madre?
Él se echó a reír.
—Algo parecido.
Jeanette vio el distintivo de la marca Waterford en la base de la copa.
—Buen gusto.
—Me alegra que te guste —dijo él mientras descorchaba la botella y llenaba las copas hasta el borde, sonriendo al ver su reacción—. Ya que sólo me permites una copa, quiero que dure lo más posible —le tendió una copa y levantó la suya—. Por que encuentres la felicidad que mereces en tu nuevo hogar.
—Gracias —dijo ella. Tomó un sorbo de champán y se arriesgó finalmente a mirarlo a los ojos para formularle la pregunta que llevaba acosándola todo el día—. ¿Qué estás haciendo aquí realmente? No me refiero a este momento, sino a todo el día.
—¿No es evidente?
—Para mí no.
—Estoy intentando disculparme.
—¿Por?
—Por haberte rechazado. Por humillarte. Por hacerte pensar que no te deseaba —la miró fijamente a los ojos—. ¿Qué tal lo estoy haciendo?
—Es un buen comienzo. Sigue así.
Él se inclinó hacia delante con expresión muy seria.
—Me pillaste por sorpresa. Llevaba mucho tiempo deseándote y de repente estabas dispuesta a acostarte conmigo. Me dejaste tan desconcertado que lo único que se me ocurrió fue poner en duda tus verdaderos motivos. Fue una estupidez por mi parte.
Jeanette suspiró.
—No, no tanto. Tenías razón al cuestionarme. Y también tenías razón al suponer que acabaría arrepintiéndome si lo que hacíamos no significaba nada.
—Habría significado algo —dijo él en tono tajante.
—Pero no lo que tendría que significar —arguyó ella—. No habría sido un compromiso. No habría sido el primer paso hacia algo permanente.
—Pareces muy segura de eso.
—Lo estoy. Eres un hombre ambicioso y tienes todo tu futuro por delante. Es algo que admiro de ti, en serio, pero en ese futuro no parece haber lugar para mí.
Él se limitó a asentir, confirmando sus sospechas. Una parte de ella había deseado que la contradijera y borrara sus dudas.
—Hace unas semanas no me explicaba cómo podías llegar a esa conclusión —dijo él—. Ahora creo que sí lo entiendo.
—¿Sí?
—Me dijiste lo que pasó después de la muerte de tu hermano... Cómo tus padres te dejaron de lado y te hicieron sentir que no importabas. Aquello debió de hacerte mucho daño.
—No te imaginas cuánto —murmuró ella.
—Esa clase de sufrimiento deja cicatrices muy profundas —siguió él—. Y esas heridas te fortalecen hasta el punto de que no permites que nadie vuelva a hacerte daño. No quieres sentirte menos importante de lo que mereces ser para alguien.
—Te equivocas —dijo ella—. Durante mucho tiempo creía que era eso lo que merecía. Me metía de cabeza en unas relaciones que desde el principio estaban condenadas, aun sabiendo cómo acabarían. Siempre era el segundo plato de alguien. Cuando me vine a Serenity tras uno más de esos fracasos, me juré a mí misma que sería el último.
—Y para protegerte de nuevos fracasos, decidiste que nadie más se acercara a ti... Especialmente alguien como yo.
—Exacto.
—¿Y si pudiera demostrarte que no soy tan malo como crees?
—No creo que puedas. Ya has dejado muy claro cuáles son tus planes. Ahora no puedes echarte atrás.
—¿Dejarás al menos que lo intente?
—No sé cómo vas a hacerlo. Son tus planes de futuro.
—Todo puede cambiar —repuso él simplemente.
—Hay cosas que no cambian de un día para otro.
—Cierto —concedió él—. Me llevará tiempo convencerte de que lo nuestro puede funcionar.
—Pero ¿es que no lo ves? Tiempo es lo único que no tenemos. Tú te acabarás marchando de aquí, y yo he encontrado un lugar donde quiero quedarme para siempre.
Tom pareció momentáneamente aturdido por sus palabras, pero entonces la tomó de las manos.
—¿Y si pudiera demostrarte que el lugar donde quieres quedarte para siempre es mi corazón? Si lo consiguiera, ya no importaría dónde viviéramos.
Jeanette se sintió tentada por la dulzura de sus palabras y el anhelo que se reflejaba en su expresión, pero el riesgo era demasiado grande. Ya había dado ese salto de fe otras veces, y siempre con el mismo resultado. No podía arriesgarse otra vez.
—No sólo se trata de una casa o de un pueblo —le dijo.
—Ya lo sé. Se trata de que me importes más que nada en el mundo. Sólo hay un modo de averiguarlo, y es el tiempo.
—Hay demasiados obstáculos —dijo ella.
—Dime alguno.
—Tu madre.
—Mi madre es un fastidio, no un obstáculo. ¿Qué más?
—Odias la Navidad.
Tom soltó una carcajada.
—Igual que tú.
—No, ya no —replicó ella, negando con la cabeza—. Por primera vez en muchos años, recuerdo lo mucho que me gustaba la Navidad de pequeña. Creo que fue al ver el árbol y aspirar su maravillosa fragancia cuando recuperé todos los buenos recuerdos.
—Muy bien. Si la Navidad es importante para ti, podré fingir durante dos meses al año.
—Recuérdame que haga lo mismo si alguna vez nos acostamos juntos —dijo ella en tono irónico.
Él esperó un momento antes de continuar.
—¿Qué te parece esto? Desde ahora y hasta Año Nuevo nos comportaremos como una pareja. Pasaremos tiempo juntos, con nuestros amigos y con nuestras respectivas familias. Incluso cantaré villancicos si eso te hace feliz.
—Menudo sacrificio... Yo tengo que ser amable con tu madre y tú tienes que cantar en público. No me parece muy justo, la verdad.
—Y me pondré a reír como Santa Claus delante de todos —añadió él—. Ya verás... Seré la viva imagen de la alegría navideña.
La idea de verlo haciendo el payaso era demasiado tentadora para resistirse.
—De acuerdo —concedió finalmente.
El rostro de Tom se iluminó.
—¿Entonces puedo vivir aquí?
—No recuerdo que hayamos incluido el sexo o la habitación de invitados en las negociaciones.
—¿Estás segura? Creía que las condiciones estaban implícitas.
—No me digas... ¿Un negociador experimentado como tú dejando algo abierto a la interpretación? Lo dicho. Ni sexo ni habitación.
—¿De verdad no quieres incluir una cláusula en nuestro contrato?
—De verdad —le aseguró ella—. Pero... vuelve a sugerirlo de vez en cuando.
Al ver la sonrisa de Tom y el brillo de sus ojos, supo que no iba a costarle mucho hacerla cambiar de opinión.