Capítulo 7
—¿Estás bien? —preguntó Kyle.
—Estoy bien —dijo Joyce mientras frotaba con el estropajo la sartén que había utilizado para las tortillas. No había dejado de pensar en el matrimonio y en los hijos, y se odiaba a sí misma por ser tan débil, tan maternal—. Estoy fregando los platos.
—Parece que los estás fregando por mí.
Ella no se dio la vuelta. Kyle estaba justo detrás de ella, pegado a su espalda.
—No puedo meterlos en el lavavajillas si tienen restos de comida pegados.
—¿Entonces qué sentido tiene tener lavavajillas?
—Algunos modelos lavan mejor que otros. Supongo que éste es uno barato —dijo Joyce. Alcanzó los platos y él le colocó los brazos alrededor de la cintura. Para ella el afecto le parecía sumamente marital y ésa era una percepción muy peligrosa.
Extremadamente peligrosa. Le gustaba ese sentimiento.
—¿En qué piensas? —preguntó Kyle hundiendo la nariz en su pelo.
—En nada.
—Pareces preocupada.
—Estoy concentrada en los platos.
—Y yo estoy concentrado en ti —dijo él soplándole el cuello—. Absolutamente en ti.
Ella seguía fregando los platos, tratando de controlar sus emociones. Él parecía tan grande y fuerte detrás de ella, tan perfectamente poderoso. El tipo de marido que una mujer policía debería tener.
—Sólo quieres tener sexo.
—¿Me culpas por ello? —preguntó él, y su voz la hizo estremecerse—. Estamos bien juntos.
Demasiado bien. Joyce cenó el grifo, pero no se dio la vuelta. Le gustaba sentirse aprisionada contra el fregadero, atrapada, a su merced.
Kyle se inclinó hacia delante y le colocó las manos sobre los pechos, acariciándolos, endureciéndole los pezones. Luego le pidió que levantara los brazos para poder quitarle la camiseta.
Ella dejó que la desnudara. Tras quitarle la camiseta, le bajó los pantalones y la ayudó a salir de ellos.
Finalmente, Joyce se dio la vuelta. Ahí estaba, en ropa interior mientras él seguía llevando los vaqueros puestos.
No se le ocurría nada que decir. Tenía las manos ligeramente húmedas de los platos y el sol entraba por la ventana, bañando a Kyle con su luz caliente.
La tomó en sus brazos y la besó.
Suave y gentilmente.
Cuando se apartaron, ella sintió que se tambaleaba. Su cerebro había vuelto a cambiar al modo marital.
—¿Has traído un preservativo? —preguntó ella tratando de dirigir su mente hacia lugares más seguros.
—Sí, y también he traído esto —dijo Kyle, y sacó de su bolsillo una tela negra.
—¿Tu cinta del pelo?
—Siempre llevo una conmigo.
—¿Qué tiene eso que ver con nosotros?
—Quiero vendarte los ojos —contestó él acercándose más—. ¿Me dejarás?
De pronto ya no parecía su marido.
—¿Has hecho esto con otras mujeres?
—Sí.
—¿Alguna te lo ha hecho a ti?
—Tú casi lo hiciste.
Confusa, Joyce frunció el ceño. Entonces recordó su primera sesión de entrenamiento, cuando le había puesto la cinta en los ojos mientras se peleaban sobre la colchoneta. Pero eso fue antes de que fueran amantes.
—Esa no cuenta, Kyle.
—Sí cuenta. Me excitó.
—Todo te excita.
—¿Entonces podemos hacerlo? —preguntó él balanceando la cinta delante de sus ojos.
—¿Dónde?
—Aquí —contestó él presionándola más contra el fregadero—. Ahora.
Ella accedió a entrar en su juego, a dejar que la sedujera.
—Mi cocina no volverá a ser la misma.
—Cada vez que friegues los patos —dijo él con una sonrisa perversa—, pensarás en mí, en esto.
Le cubrió los ojos y Joyce dejó de ver. Ya sólo quedaba el contacto físico de las manos de su amante. Un hombre en quien aún estaba aprendiendo a confiar.
—¿Te hace sentir vulnerable? —preguntó Kyle.
—Sí. Pero también me hace sentir bien.
—¿Te gusta como te estoy tocando?
Ella asintió. Él recorrió su cuerpo con los dedos, moldeándola como si estuviera hecha de cera o de una sustancia que ni siquiera podía nombrar.
Cuando Kyle colocó las manos en su espalda y le desabrochó el sujetador, sus sentidos se intensificaron y los pelos se le pusieron de punta. Después le quitó las bragas, dejándola completamente desnuda.
Y sola.
Ya no la tocaba.
Joyce trató de escuchar, de descifrar lo que vendría después.
—¿Qué estás haciendo?
—Mirándote.
Entonces se sintió incluso más vulnerable.
—Hagas lo que hagas, no me digas que soy preciosa.
—Pero lo eres. No es justo que no pueda decírtelo.
Joyce consideró la opción de quitarse la venda y recoger su ropa.
—Estar desnuda y con los ojos vendados no es precioso.
—Sí lo es —dijo él y, antes de que Joyce pudiera acabar con su juego, Kyle le apretó el muslo contra él y la besó.
No hubo tiempo para centrarse en sus emociones. Le devolvió el beso, devorando su lengua como él devoraba la suya.
Kyle utilizó los dedos entre sus piernas y ella se retorció de placer.
—¿Vas a quitarte los vaqueros? —preguntó Joyce.
—No.
—¿Puedo quitártelos yo?
—No —repitió él.
—¿Ahora quién está siendo injusto?
—Yo —dijo él, se puso de rodillas y la recorrió con su lengua.
Joyce temía que iba a perder la cabeza. Estaba a punto de derretirse. No podía verlo, pero podía sentir cada sensación caliente.
Deslizó las manos por su pelo, enredando los dedos en él, agarrándolo. Quería más, mucho más. Para cuando terminó, quería que estuviera dentro de ella.
Kyle se incorporó. Pudo escucharlo desabrocharse la cremallera y bajarse los pantalones. Luego el sonido del paquete del preservativo abriéndose. Esperó, asumiendo que estaría poniéndoselo.
¿Por qué tardaba tanto? Los segundos parecían horas.
—Soy demasiado alto para ti —dijo él.
—No, no lo eres.
—Si lo soy. Será más fácil si... —dejó de hablar y la bajó al suelo, abriéndole las piernas para acomodarse.
Finalmente la penetró lenta y profundamente.
La cercanía, la rudeza, casi la hizo gritar.
Él no se había quitado la ropa, no completamente. La textura de sus vaqueros le rozaba las piernas, pero no le importaba. Estar con los ojos vendados sí era precioso, sobre todo cuando Kyle estaba dentro de ella.
Hizo el amor con ella dirigiéndose hacia el orgasmo. Joyce se dio cuenta de que estaba tumbada sobre su ropa, sintiendo que sus pantalones actuaban de almohada.
El clímax de Kyle desencadenó el suyo propio y, por segunda vez en la mañana, estalló como una fuente.
Él se derrumbó encima, golpeando su cuerpo con el peso del suyo. Pero a ella le gustó. Le gustaba la conexión.
Quizá demasiado.
—Eres pesado —dijo.
—¿Lo soy? —preguntó él sin moverse.
—Sabes que lo eres —dijo Joyce. Además, tenía los brazos atrapados bajo su cuerpo, de modo que no podía quitarse la venda—. Córrete, Kyle.
—Ya lo he hecho.
—¿El qué?
—Correrme.
—Muy gracioso —dijo Joyce haciendo fuerza contra él.
—Eso me gusta.
—Eres insufrible —dijo ella sonriendo.
Kyle le dio un beso, algo que se tomaba la libertad de hacer muy a menudo, y le quitó la venda. Joyce lo miró y se encontró con sus ojos salpicados con pecas doradas.
Finalmente la liberó, quitando su cuerpo de encima.
Mientras ella permanecía en el suelo recogiendo su ropa, él se levantó y se quitó el preservativo, envolviéndolo en un papel y tirándolo posteriormente en la papelera, que estaba bajo el fregadero. Luego se abrochó los pantalones. Ella se puso en pie y se vistió.
—¿Te enfadarás si me vaya casa? —preguntó él.
—No.
—¿Estás segura?
—Sí —por una parte sí se enfadaba pero, por otra, quería que se marchara, que dejara de seducirla.
—Tengo una sesión de entrenamiento esta tarde —dijo él.
—¿Con quién?
—Nadie que conozcas —dijo mientras ella se abrochaba los pantalones—. ¿Estás de vacaciones el resto de la semana?
Ella asintió y dijo:
—Vuelvo a trabajar el próximo lunes.
—¿Quieres venir mañana? Podemos pasear con los perros o algo así.
Joyce trató de encontrar una excusa para no ir al desierto, para no estar con él.
—A Clyde no le gusto.
—Se acostumbrará —dijo Kyle tomándola en sus brazos—. Y quiero sacarle el máximo partido a lo que está ocurriendo entre nosotros.
—¿Qué está ocurriendo?
—No lo sé, pero es divertido. Será mejor que lo disfrutemos mientras dure.
«Sí», se dijo a sí misma. «Mientras dure». Ambos sabían que no estarían acostándose juntos para siempre. Joyce se tomó un momento para disfrutar de su abrazo, para acariciarlo y besarlo. Luego se apartó.
—Vete a casa y te veré mañana.
—Suena bien —dijo él mientras recogía sus pertenencias y, en nada de tiempo, se había ido.
Lo único que había dejado atrás eran los asientos del coche de juguete. Joyce pensó en la posibilidad de tirarlos a la basura pero no pudo hacerlo.
En vez de eso, los metió en un cajón del vestidor que apenas usaba.
Fuera de su vista y fuera de su mente.
Quince minutos después, sonó el timbre. Joyce abrió la puerta y encontró a su hermana pequeña, Jessica. Con Jessica iban sus dos hijos. Owen, de cinco años, tenía el pelo rubio, unas mejillas sonrojadas y sonrisa de pícaro. Su hermana pequeña, Gail, de siete meses, descansaba sobre la cadera de su madre. Gail, la pequeña gremlin, como Joyce la llamaba, también sonreía.
—¿Tía Joy? —dijo Owen mirándola perplejo—. ¿Cómo es que tu muñeco de Halloween es así?
—¿Así cómo?
—Así —dijo el niño señalando la puerta.
Joyce asomó la cabeza y vio que Kyle le había vendado los ojos al esqueleto de plástico antes de marcharse.
—Uno de mis amigos estuvo haciendo el tonto.
—Es graciosos —dijo el niño.
—Tengo amigos muy graciosos —dijo ella, le quitó la cinta al esqueleto y se la colocó en la cabeza. A Owen eso también le pareció increíble. Un segundo después, Joyce miró a su hermana—. Es genial veros a todos.
—Me alegra que pienses así. Me daba miedo invadir tu tiempo libre —dijo Jessica, colocando a Gail en brazos de Joyce—. Tengo que ir por su corralito. Hoy está siendo un monstruo.
Gail se rió como el gremlin que era. Joyce le acarició el pelo con la mejilla, sintiendo cómo su instinto maternal volvía al ataque.
—¿Los vigilas mientras yo voy al coche? —preguntó Jessica.
—Por supuesto. Pero, puedo ayudarte. Podemos ir todos juntos.
—Será más fácil si lo hago yo sola —dijo Jessica acercándose a ella. A los veintiséis años, Jessica seguía llevando el pelo largo y rubio, y era tan rebelde como en el instituto. Le colgó la bolsa de los pañales a Joyce del hombro—. Me muero por un cigarro.
—Se supone que lo estás dejando.
—Lo sé. Por eso no quiero que ellos me vean. Owen me delatará. Se lo dirá a su padre.
Jessica desapareció y Joyce metió a sus sobrinos en el apartamento. Owen le mostró su último coche de policía de juguete. Tenía una colección. Le gustaban los agentes de la ley. Le habían enseñado que eran sus amigos, y era lo suficientemente mayor como para saber que Joyce era policía y que su abuelo también lo había sido.
Joyce se sentó en el sofá con una Gail hiperactiva en el regazo, y Owen comenzó a jugar con el coche por el salón. Joyce pensó en Kyle y decidió que a Owen le gustaría.
Cuando Jessica regresó, se atascó en la puerta.
A pesar del corralito, había subido las escaleras y tenía un aire de satisfacción en la cara, probablemente debido a la nicotina.
A Jessica seguro que también le gustaba Kyle.
Ella solía salir con chicos malos en el instituto, algo que enfadaba mucho a su padre.
Por suerte se había casado con un hombre decente. Por supuesto, tenía que fumarse un cigarrillo de vez en cuando a escondidas. Pero su marido, contable, la adoraba.
Jessica montó el corralito y metió dentro a Gail. Luego le dio a su hija unos cuantos juguetes blandos y suaves. El gremlin se entretuvo tirándolos de un lado a otro de su jaula. A Joyce le dio un vuelco el corazón, quería un bebé igual que Gail, ella también quería un gremlin.
Su hermana se sentó junto a ella en el sofá.
—Tom quiere emparejarte con su jefe. Sé lo mucho que odias las citas a ciegas, pero cree que los dos conectaríais bien.
Joyce se limitó a parpadear. Tom era el marido de Jessica y ella sospechaba que su jefe era un contable recién divorciado, probablemente el hombre que llevaba la auditoría.
—Estoy viendo a alguien —dijo Joyce.
—¿De verdad? ¿Desde cuándo?
Joyce suspiró. Había estado evitando los intentos de su familia de emparejarla a ciegas durante anos.
—Desde ayer.
—Qué casualidad.
—Es cierto. Salimos anoche.
—¿Cómo se llama y cómo lo conociste?
—Kyle Prescott, es amigo de una amiga.
—¿En qué trabaja?
Oh, oh. Ahí venía la parte complicada.
—Vendedor de objetos usados.
—Bien, ahora sé que estás mintiendo.
—No miento —dijo Joyce mirando a Owen, que seguía jugando con el cochecito, haciendo ruidos de motor—. Esa es su principal fuente de ingresos.
—¿Principal fuente? ¿Qué más hace?
—Enseña combate cuerpo a cuerpo.
Jessica se quedó con la boca abierta.
—¿Eso de matas o te matan?
—Está diseñado para causar un daño permanente.
—No sé si papá adorará u odiará a ese tipo.
—Papá no va a conocerlo —dijo Joyce ignorando el brillo en los ojos de su hermana.
—Claro que sí. Vas a llevar a Kyle a la fiesta de aniversario de papá y mamá —dijo Jessica—. Si no, le diré a Torn que invite a su jefe.
—Eso es chantaje.
—Llámalo como quieras.
—Sigues sin creerme, ¿verdad? Crees que me he inventado a Kyle.
—No, no lo creo. Creo que él es el amigo «gracioso» que le vendó los ojos al esqueleto —dijo Jessica bajando la voz—. Es él, ¿verdad?
—Sí.
—¿Es tan peligroso como parece?
—Por supuesto que no —mintió Joyce, sin querer admitirle a su hermana que estaba inmersa en una aventura que buscaba la emoción constante. O, incluso peor, que, con demasiada frecuencia, se imaginaba casada con Kyle—. Eso era una broma.
—Una broma guarra, supongo.
Joyce no respondió. ¿Cómo iba a hacerlo? En ese punto se preguntó si se le estaría yendo la cabeza. Si Kyle sería tan peligroso como parecía.