CUARENTA

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El primer proyectil cayó en los bordes del complejo, arrancando un trozo enorme de alambre de espinos de la verja y haciendo que volara retorcido por los aires. Una nube de polvo se elevó desde donde había tenido lugar la explosión y Alek oyó cómo caían trozos de metal arrancado sobre el techo, a su alrededor.

Ahuecó las manos sobre el cristal a medida que el polvo se desvanecía y pudo ver al atacante abriéndose paso entre los árboles: un caminante más pequeño, una corbeta de cuatro patas. El Leviathan tenía encendidos dos focos que dejaban ver el cañón de cubierta en las espaldas de la máquina, con el tubo aún escupiendo humo.

—¡Señor Tesla, quizás deberíamos evacuar! —gritó Alek.

—Vuestros amigos británicos puede que nos hayan abandonado, pero yo no abandonaré el trabajo de toda mi vida.

Alek se volvió. Tesla tenía las manos sobre las palancas del cuadro de mandos y tenía el pelo de punta en todas direcciones. Por toda la sala saltaban chispas y el muchacho podía notar el aire cargado de electricidad.

—¡No le han abandonado, señor! —dijo, señalando hacia la ventana—. El Leviathan aún está ahí arriba.

—¿No os dais cuenta de que llegan demasiado tarde? He de disparar, no tengo alternativa.

Alek abrió la boca para protestar, pero en ese momento se oyó otra detonación a lo lejos y el silbido del proyectil acercándose hizo que se agachara instintivamente. Este último impactó de lleno en el complejo, lanzando tierra y escombros contra las ventanas de la sala de control.

De pronto, el cielo nocturno se volvió rojo: eran los focos del Leviathan cambiando de color. Luego, una lluvia de destellos metálicos se precipitó desde el cielo. Los hombres que había sobre la cubierta del caminante se retorcieron y cayeron tras recibir el impacto de los dardos de los murciélagos fléchette. Instantes después, el cañón quedó desierto y se balanceó de lado a lado con el paso de la máquina.

La lluvia de metal se acercó cada vez más, cortante, abriéndose paso entre los árboles y levantando terrones de arena. Cuando el torrente cesó, un último murciélago se estrelló sonoramente contra una de las ventanas. El cristal se resquebrajó y Alek retrocedió unos pasos apresuradamente. Pero el ataque había finalizado.

Se aclaró la garganta y procuró que el tono de su voz sonara firme.

—El Leviathan ha silenciado el cañón alemán, señor. Podemos cancelar el disparo.

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—Pero el caminante sigue aproximándose, ¿no es cierto?

Alek se acercó a la ventana con cautela. Las púas no habían dañado en absoluto el revestimiento metálico de la fragata, claro estaba. Pero sobre ellos, el Leviathan seguía acercándose, con las compuertas del compartimento de bombas ya abiertas.

Entonces recordó lo que Tesla había dicho sobre lo que ocurriría si se disparaba realmente el Goliath: cualquier aeronave que se encontrara en un radio de diez kilómetros estaría en grave peligro. El Leviathan estaba a menos de un kilómetro de distancia, con Deryn aún a bordo, gracias a Alek y a su acuerdo con Eddie Malone.

Tenía que detener aquella locura.

Alek se giró y corrió al cuadro de mandos principal y cogió a Tesla del brazo.

—Señor, no puedo permitir que lo haga. Es un acto demasiado horrible.

Tesla alzó la vista de los controles.

—¿Acaso creéis que no lo sé? Destruir una ciudad entera… Es la cosa más terrible que un hombre puede concebir.

—¿Entonces por qué quiere hacerlo?

Tesla cerró los ojos.

—Tardaremos un año en reconstruir esta torre, Alek. Y en ese año ¿cuántos soldados más morirán en combate? ¿Centenares de miles? ¿Un millón, quizás?

—Quizás. Pero está usted hablando de Berlín, señor… De dos millones de personas.

Tesla bajó de nuevo la mirada hacia sus controles.

—Puedo minimizar el efecto, creo.

—¿Solo lo cree?

—No destruiré la ciudad por completo, únicamente lo suficiente para probar mis teorías. ¡De otro modo, el Goliath se perderá para siempre! Nadie invertirá dinero en un cráter humeante —miró por la ventana en dirección al caminante, que seguía acercándose, arrastrándose entre las dunas—. Y ello hará que los alemanes se vuelvan aún más osados. Si no los detenemos ahora, ¿creéis que sus asesinos permitirán que vos o yo mismo sobrevivamos lo que queda de año?

Alek se acercó un paso más.

—Sé lo que es sentirse perseguido, señor. Me han estado dando caza desde la noche en que mis padres murieron. ¡Pero probar que su invento funciona no justifica lo que va a hacer!

Se escuchó el clamor de un arma de fuego por detrás de Alek, que se volvió rápidamente. Bajo la luz roja de los focos del Leviathan, vio que el caminante Pinkerton se aventuraba a un encuentro directo con la máquina alemana. Una metralleta Gatling había hecho aparición sobre su cubierta y ya estaba repiqueteando.

Pero las balas resultaban inútiles contra el blindaje de acero alemán, y el Pinkerton era demasiado pequeño como para detener al caminante anfibio usando la fuerza bruta. Tan solo haría que ellos ganasen tiempo.

La enorme silueta del Leviathan había aminorado la marcha hasta detenerse por completo y comenzaba a invertir su rumbo. La corbeta ya estaba dentro de los muros del complejo, demasiado cerca del Goliath como para que el Leviathan soltara una bomba aérea. Los oficiales de la aeronave debían saber que el arma de Tesla resultaría fatal para cualquier cosa que se desplazara por el cielo.

Pero no había tiempo para alejarse diez kilómetros del arma. En la sala de control no dejaban de oírse chisporroteos en el aire y Alek sintió cómo se le ponía el pelo de punta. Los botones de su chaqueta brillaron tenuemente y las luces a su alrededor empezaron a apagarse.

El arma estaría lista para disparar pronto. Alek se volvió hacia Tesla.

—¡Los habitantes de Berlín no han sido advertidos adecuadamente! ¡Usted dijo que les daríamos la oportunidad de evacuar!

El inventor se puso un par de gruesos guantes de goma.

—Esa oportunidad les ha sido arrebatada, pero no por mí, sino por su Káiser. Por favor, regresad al comedor, Su Alteza.

—¡Señor Tesla! ¡Insisto en que detenga todo esto!

Sin apartar la vista de los controles, Tesla hizo una señal con su mano enguantada a sus hombres.

—Llevad a Su Alteza de vuelta al comedor, por favor.

Alek hizo ademán de echar mano a su espada, pero aquella noche no la había llevado consigo. Los dos hombres que se le acercaban eran mucho más corpulentos que él, y además Tesla podría convocar otra docena más en la sala de control.

—Señor Tesla, por favor…

El inventor negó con la cabeza.

—He temido este momento durante años, pero ahora es el destino quien ha tomado las riendas.

Los hombres de Tesla sujetaron a Alek con firmeza por los hombros y lo condujeron hacia las escaleras.

La mayoría de los huéspedes había abandonado el comedor, pero Klopp estaba aún allí, con un cigarro en una mano y su bastón en la otra. La señorita Rogers estaba sentada a su lado, escribiendo a toda prisa.

—Suena como si se hubiese desatado una auténtica batalla ahí arriba —dijo.

Alek se sentó pesadamente, contemplando las sillas vacías y ladeadas que había alrededor de la mesa. Incluso allí abajo temblaba el suelo.

—Va a disparar contra Berlín. No se trata de una prueba, lo va a hacer de verdad. ¿Qué he hecho?

Klopp dijo en alemán:

—Los demás estarán de vuelta en breves instantes, joven señor.

—¿De vuelta? ¿Adónde demonios habían ido?

—A comprobar el equipaje —se limitó a responder Klopp.

—¿Cómo?

—¿Su Alteza? —preguntó la señorita Rogers—. ¿Diría usted que el señor Tesla se ha vuelto loco?

Alek se giró de golpe para enfrentarse a ella.

—Pretende destruir una ciudad entera, sin advertencia previa ni negociación. ¿A usted qué le parece?

—Eso es lo que vos apoyasteis. Vos y el jefe y todos los inversores que se dirigen hacia Manhattan en sus automóviles mientras hablamos. Esto es algo que todos ustedes sabían que podría ocurrir.

—¡Esto no es lo que planeamos! —gritó Alek—. ¡Esto es asesinato!

—Toda la ciudad de Berlín… —dijo la señorita Rogers, sacudiendo la cabeza mientras garabateaba sus notas.

Pero Alek no estaba pensando en una ciudad arrasada por el fuego. Solo podía pensar en el Leviathan y en las pesadillas de Deryn sobre la muerte de su padre.

El vino se agitó en las copas que había abandonadas a su alrededor. Toda la mesa se movía.

—No podemos dejar que lo haga.

—No se preocupe, joven señor. Aquí están.

Alek se giró. Volger, Hoffman y Bauer entraron en tropel, transportando las enormes maletas que habían traído desde Nueva York. El conde arrojó una sobre la mesa del comedor. Los platos se rompieron con gran estrépito y las copas de vino se volcaron, manchando de rojo el mantel blanco que vestía la mesa.

—Entiendo que no tenemos mucho tiempo, ¿verdad?

—Solo unos pocos minutos —dijo Alek.

—¿Y queréis detenerle?

—¡Por supuesto!

—Me alegra oírlo —dijo Volger abriendo la maleta.

En su interior había dos espadas de duelo.

Alek negó con la cabeza.

—Tiene al menos una docena de hombres con él allí arriba.

—¿Acaso habéis olvidado el lema que solía usar vuestro padre? —preguntó Volger.

—«La sorpresa es más valiosa que la fuerza» —recitó Klopp de memoria. Abrió la maleta que Hoffman había traído y extrajo un cilindro negro con una larga mecha—. Preparé esta pequeña sorpresa en el laboratorio del propio Tesla.

Klopp cojeó hasta la escalera que llevaba a la sala de control. Acto seguido, acercó la punta de su cigarro a la mecha y sonrió cuando esta se prendió.

—¡Cielo santo! —exclamó la señorita Rogers, alzando la vista de su bloc de notas—. ¿Es eso una bomba?

—No se preocupe, señorita —dijo el conde Volger, anudándose una servilleta sobre la nariz y la boca—. Tan solo es humo. ¡Pero mucho, mucho humo!

—¡Oh cielos! —exclamó la señorita Rogers.

Hoffman lanzó una servilleta a Alek mientras Bauer abría la otra maleta con espadas.

El suelo volvió a vibrar con un profundo rumor, más fuerte esta vez, y la sacudida hizo temblar las paredes. La atmósfera misma parecía borrosa.

—Preparaos, Su Alteza —dijo Volger, alzando una de las espadas.

Alek cogió la otra espada que había en la maleta del conde. La empuñadura tenía un ribete dorado y la hoja llevaba grabados engranajes y mecanismos diversos.

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«ASALTO TRAS LA CENA»

—¿Otra de las reliquias de mi padre?

—Tiene unos cien años, pero aún está lo suficientemente afilada.

Alek se ajustó la espada al cinturón y se anudó rápidamente la servilleta sobre la boca. La bomba de humo de Klopp ya había empezado a soltar chispas y tan solo le quedaban unos pocos centímetros de mecha. Pero el anciano profesor esperó, mirándola con calma. Finalmente, subió con ella por las escaleras, no sin esfuerzo.

Al estallar, desde arriba llegó un ruido siseante que trajo un coro de gritos y exclamaciones. Klopp dio un paso atrás cuando unos cuantos ingenieros empezaron a bajar las escaleras en tropel, tosiendo y escupiendo.

—Ojalá pudiera unirme a ustedes, caballeros —dijo el anciano, echando mano de su bastón.

Alek negó con la cabeza.

—Ya ha hecho mucho más por mí de lo que yo jamás podré recompensarle.

—Seguimos a vuestro servicio, señor —dijo Volger, haciendo una reverencia a Alek.

Entonces, el conde subió corriendo las escaleras, con Hoffman y Bauer tras él.

Alek los siguió y, a medida que subía tras ellos, el humo que bajaba hasta él hería sus ojos y pulmones, además el zumbido del aire se hacía cada vez más intenso.

La sala de control parecía un manicomio lleno de humo. Saltaban chispas eléctrikas por todas partes, y había alguien que no paraba de gritar «avería», lo que aún contribuía más al caos. Los hombres de Tesla parecían pensar que el arma se había sobrecargado y prendería fuego a la habitación. El suelo no paraba de temblar, como si todo el edificio se hubiera transformado en un motor enorme.

Alek guió a Volger y a sus hombres a través del humo hacia el cuadro de mandos central. Tesla estaba allí, tranquilo, ignorando el enorme caos que se había desatado a su alrededor.

—¡Señor, desconecte su máquina! —ordenó Alek.

—Vos, por supuesto —dijo Tesla sin alzar la vista—. Debería haber sabido que no podía confiar en un austriaco.

—¿Confiar, señor Tesla? ¡Usted ha contravenido todos nuestros planes! —Alek levantó su espada y sus hombres hicieron otro tanto—. ¡Desconecte esa máquina!

Tesla miró fijamente las puntas de sus espadas y se echó a reír.

—Demasiado tarde para cambiar de opinión, príncipe.

Con su mano enguantada, el inventor giró uno de los mandos del panel y se agachó tras el cuadro de mandos. Las chispas que flotaban en el aire se convirtieron súbitamente con un chasquido en una descarga eléctrica, y una telaraña de rayos se dispersó entre la nube de humo en todas direcciones, alcanzando las espadas desenvainadas.

La empuñadura del arma de Alek se puso al rojo vivo, pero no pudo soltarla, puesto que cada músculo de su mano parecía haberse cerrado sobre ella. Una fuerza salvaje e imparable parecía haberle capturado, retorciéndole el corazón en el pecho. Un pinchazo de dolor le recorrió el cuerpo desde su mano derecha hasta las plantas de los pies.

El muchacho fue dando tumbos hacia atrás hasta que resbaló. El rayo de electricidad se desvaneció en cuanto el muchacho cayó al suelo. Tenía los pulmones abrasados por el humo y la mano con que había sujetado la espada, chamuscada y dolorida. Todo olía a carne y cabello quemado.

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Alek permaneció allí echado unos instantes, pero inmediatamente decidió que no tenía tiempo para quedarse allí aturdido. El suelo seguía dando sacudidas cada vez más fuertes. Se puso en pie tambaleándose y miró en derredor en busca de su espada, pero la sala de control era una confusión de humo y luces que parpadeaban.

Tropezó con un cuerpo que yacía boca abajo. Era Bauer, que apretaba contra su pecho la mano chamuscada con la que había asido la espada.

—¿Se encuentra bien, Hans?

—¡Allí, señor! —dijo Bauer, señalando con un dedo ennegrecido a una silueta que se perfilaba en medio del humo.

Era Tesla, que seguía manipulando las palancas de la máquina con sus largos brazos. Su bastón eléctrico estaba apoyado a su lado, sobre el cuadro de mandos. Alek se dirigió con dificultad hacia el inventor dando bandazos, cogió el bastón y se irguió cuan largo era.

Puso el dedo sobre el gatillo y apuntó directamente a Tesla con el bastón.

—Deténgase, señor.

El científico miró fijamente la punta de metal durante unos instantes, soltó un bufido con aire arrogante y alargó tranquilamente la mano para alcanzar la palanca más grande de los controles…

—¡No! —dijo Alek, y apretó el gatillo.

Un rayo salió de la punta metálica, cruzó la sala e impactó en Tesla, sacudiendo su cuerpo como si fuera un pelele. Del bastón salieron proyectadas llamas de fuego blanco que danzaron alrededor de los controles. Saltaron chispas en todas direcciones y la sala se llenó con el olor a metal y plástico quemados.

En pocos segundos, la carga del bastón se agotó. Tesla yacía desplomado sobre los controles, inmóvil. Pequeños rayos de electricidad recorrían su cuerpo y su pelo se retorcía y temblaba.

Las vibraciones del suelo dieron paso a auténticos temblores que aumentaban y disminuían, sacudiendo todo el edificio con una sucesión de ondas expansivas, como si un gigante estuviera corriendo en dirección al complejo. Alek sintió que se le nublaba la vista con cada nuevo temblor y escuchó cómo las ventanas estallaban a su alrededor.

Intentó gritar el nombre de Volger, pero el aire vibrante mismo parecía desgarrar los sonidos. El humo se fue desvaneciendo a medida que el olor a agua salada entraba a través de las ventanas rotas. Alek, que sentía cómo sus pulmones le suplicaban aire fresco, corrió en dirección a la más cercana. Sus botas resbalaron y sintió el pinchazo de los fragmentos de vidrio atravesar las suelas chamuscadas. Pero por lo menos podía respirar.

Observó el Goliath, proyectándose amenazador sobre el complejo. Las rítmicas sacudidas que sentía bajo sus pies resonaban en las descargas eléctricas que recorrían toda la estructura de la torre. Toda la máquina rebosaba de energía y Alek cayó en la cuenta de lo que acababa de hacer…

El Goliath era como una enorme caldera a presión. Estaba listo para disparar, pero él había evitado que Tesla desatara la enorme carga de electricidad que no cesaba de aumentar en su interior. Las chimeneas no dejaban de escupir humo y los generadores seguían enviando cada vez más energía a los ya sobrecargados condensadores. Alek observó cómo más ventanas estallaban por todo el complejo.

En medio de todo aquello, la corbeta alemana se alzaba sobre los restos del caminante Pinkerton. Había destruido dos de las patas más pequeñas de la máquina, y parecía estar bailando una extraña danza de la victoria. Sus patas se estremecían y su cuerpo se balanceaba hacia delante y hacia atrás.

Entonces Alek vio una telaraña de rayos recorriendo su piel metálica. Los controles del caminante habrían quedado inutilizados por las enormes descargas de energía que hacían vibrar el aire. Alzó la vista hacia el cielo.

El Leviathan también brillaba como una nube en la que se reflejase la luz del sol poniente. Los cilios de la nave ondeaban alejándola lentamente, pero sus motores estaban apagados, ya que sus componentes eléctrikos debían de estar también sobrecargados. ¿Prendería el hidrógeno? Alek se agarró al marco de la ventana, sin sentir apenas el cristal roto lacerando las palmas de sus manos.

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—Deryn —sollozó Alek.

Lo que fuera menos aquello.

Entonces otra silueta hizo su aparición a lo lejos, una forma enorme avanzando lentamente en el horizonte. Era el primer caminante, cuatro veces más grande que la corbeta, con una insignia naval alemana hecha jirones ondeando en su cubierta superior. La máquina avanzaba lentamente, con sus dos patas derechas balanceándose inútilmente. Pero los brazos de combate kraken se movían como aspas clavándose en el suelo, arrastrando al caminante a través de las dunas como si fuera una bestia moribunda.

Alek se preguntó cómo era posible que sus componentes eléctrikos no se hubieran cortocircuitado ya, pero entonces el caminante tropezó con metal retorcido de la valla del perímetro y el circuito se cerró. Un solo rayo tembloroso saltó desde la torre pequeña más cercana e impactó en uno de los brazos de combate kraken de la máquina alemana que estaba levantado.

Desde las otras torres también surgieron rayos que buscaban ansiosos una vía de escape para sus cargas llenas a rebosar, y en un abrir y cerrar de ojos, cinco torrentes de electricidad se precipitaron sobre el enorme caminante anfibio. La máquina se estremeció por unos instantes y sacudió sus miembros erráticamente mientras un montón de chispas saltaban por su superficie metálica. El aire mismo pareció resquebrajarse con un trueno enorme. Los arbustos que había alrededor del caminante se incendiaron y el fuego blanco que surgió devoró incluso el polvo y la arena que había bajo él.

En aquel mismo instante debieron de incendiarse los compartimentos de munición y el caminante comenzó a dar sacudidas aún más fuertes y de sus escotillas surgieron lenguas de fuego. Las chimeneas escupieron llamaradas cuando ardieron también los depósitos de combustible a la vez. De las rejillas de ventilación del motor salía humo negro.

Cuando el sonido de las explosiones finalmente se apagó, Alek apenas podía oír, pero notó que los temblores bajo sus pies habían cesado. La sala de control ahora estaba oscura y silenciosa salvo por algunas voces humanas aturdidas. El Goliath había descargado toda su furia contra el caminante alemán.

Alek volvió a levantar la vista al cielo. El resplandor que cubría al Leviathan menguaba y la aeronave y su tripulación estaban sanos y salvos.

Intentó contener otro sollozo y apoyó una rodilla en el suelo. Se dio cuenta de que la supervivencia de aquella nave, de una chica, en realidad, había sido más importante durante unos instantes que la misma guerra o las vidas de los millones de habitantes de una ciudad. Entonces el viento cambió y Alek percibió el olor a carne quemada que inundaba toda la habitación tras él.

Al parecer, había sido lo suficientemente importante como para matar a un hombre.