La Primera Resistencia de los Enanos Gullys
[Chris Pierson]
Los escasos parroquianos que todavía frecuentaban La Verga Rota levantaron los ojos de sus bebidas entre vapores de alcohol, y la expresión de silencioso sufrimiento de sus rostros dejó paso al miedo cuando vieron a Gell MarBoreth, Caballero del Lirio, entrar pavoneándose. Todos se apresuraron a abrirle paso, sin atreverse a toparse con la altiva mirada mientras el hombre cruzaba la taberna para sentarse en su mesa habitual. El tabernero sirvió y le llevó el acostumbrado jarro de cerveza a una velocidad notable y, después, se retiró sin pedir ni un céntimo en pago. Ésas eran las ventajas de pertenecer a un ejército conquistador.
Gell se lo había comentado a Rancis Lavien, su camarada de armas y borracheras, varias noches atrás. Rancis, como era típico en él, sonrió y dijo suavemente.
—Ya sé por qué te alistaste con los Caballeros de Takhisis: por la bebida gratis.
Gell se echó a reír y luego negó con un gesto, mientras su amigo bebía un sorbo de su vino blanco de Lemish.
—No es eso —dijo—. Fue por el respeto. Esta gente sabe quiénes somos y qué podemos hacer y haríamos… si nos llevaran la contraria. Como eso no es lo que desean, nos dejan a nosotros hacer lo que queramos.
—Eso no es respeto —observó Rancis con solemnidad—. Eso es terror.
Encogiéndose de hombros, Gell apuró su cerveza.
—¿De verdad importa lo que sea? ¿De verdad quieres que esos campesinos nos aprecien tanto?
Rancis enarcó las cejas, observando a Gell con la imperturbable expresión que siempre anunciaba un comentario profundamente expresivo.
—En realidad no —respondió—. Pero ¿de verdad quieres que nos odien?
Gell lo meditó un rato, pero al final desestimó la idea.
Rancis se puso en pie y saludó marcialmente mientras Gell apartaba su silla de la mesa. A pesar de la formalidad del gesto, su amigo tenía un aire burlón que habría enfurecido a Gell, de haberse tratado de otro. Conocía a Rancis Lavien desde hacía años, desde que lord Ariakan los había reclutado a ambos al servicio de la Reina de la Oscuridad y sabía que, en realidad, su amigo no pretendía faltarle al respeto. Simplemente, era su manera de ser; lo único más rápido y afilado que la espada de Rancis era su ingenio.
—¿Me concedéis el honor de ser el primero en ofreceros mis sinceras felicitaciones por el feliz acontecimiento de vuestro ascenso, señor? —proclamó Rancis en tono grave, casi reverente. Sus ojos chispeaban.
Gell notó que empezaba a sonrojarse —la conducta de Rancis empezaba a atraer miradas— y se apresuró a devolverle el saludo.
—No vuelvas a hacer eso —dijo en voz baja mientras ambos se sentaban.
—Tú eres el que tanto insiste en el respeto —replicó Rancis. Jugueteó con su copa de vino y clavó los ojos en Gell—. Además, me alegro sinceramente por ti. Caballero guerrero MarBoreth. Suena muy bien, ¿no te parece?
Gell se encogió de hombros. Por dentro, naturalmente, se sentía rebosante de orgullo; pero en modo alguno pensaba dar a Rancis la satisfacción de enterarse.
Resultaba que Gell era uno de los héroes de la batalla de Caergoth. Cuando su garra se vio desbordada y casi todos los hombres fueron aniquilados por los inmundos Caballeros de Solamnia, él había seguido luchando, manteniendo la posición hasta que el subcomandante Athgar consiguió enviarle refuerzos. En el transcurso de la batalla mató él solo a doce caballeros. Después, el propio Athgar había alabado el valor de Gell. El ascenso era su recompensa.
Rancis también se había mantenido en su puesto, luchando al lado de Gell, pero no había recibido los mismos honores. Ni siquiera permitió a Gell hablar bien de él.
—¿Para qué quiero yo un ascenso, en nombre del Guerrero Oscuro? —había preguntado—. Estoy contento donde estoy.
Así era Rancis. Gell, por otra parte, se sintió desbordado por la dicha ante la perspectiva de ascender de rango. Deseaba desesperadamente mandar sus propias tropas y en ese momento le llegaba la oportunidad. No era gran cosa: tenía una docena de los imponentes cafres que los caballeros utilizaban como soldados de infantería a su antojo. Pero era un principio.
—Y bien, joven señor de la guerra —comentó Rancis—, ¿te han asignado ya tu primera misión?
Gell asintió.
—El subcomandante Athgar me ha entregado mis órdenes esta misma tarde. Le han informado de que hay un grupo de la resistencia rebelde en el malecón. Quiere que los expulse de allí.
Rancis lanzó un silbido, sinceramente impresionado.
—Es todo un honor —dijo—. Muchos hombres darían su escudo de armas por perseguir rebeldes. Athgar debe creer que tienes futuro.
—Esperémoslo así —replicó Gell, ruborizándose.
—Bueno, cuando llegues a ser emperador de Krynn, prométeme que no te olvidarás de nosotros, los peones que nos quedamos atrás en el escalafón.
Riendo entre dientes, Gell meneó la cabeza y apuró su cerveza de un trago.
Gell levantó la mano, indicando un alto a los cafres que caminaban detrás de él. Todos se detuvieron obedientemente, manoseando la empuñadura de sus espadas y lanzando desconfiadas miradas en derredor. Aun después de varias semanas de campaña en Solamnia, todavía recelaban de la vista, los ruidos y los olores de las grandes ciudades. No obstante, Gell estaba seguro de que, en cuanto encontraran a los rebeldes, sus hombres lucharían con su habitual ferocidad. Echó una ojeada a sus espaldas e indicó por señas a uno de los cafres que avanzase.
Typak, el más corpulento y avispado de los guerreros, se situó junto a su comandante en dos zancadas.
—Mis hombres están nerviosos —dijo, articulando sus palabras con un tono gutural—. Este lugar es muy raro.
Gell era de la misma opinión; jamás se había sentido cómodo cerca del malecón.
—Eso es porque procedes de donde procedes… —había observado Rancis una noche—. Sencillamente, no puedes acostumbrarte a la idea de un puerto junto a la ciudad.
Pero no era eso, al menos no del todo. Aunque nunca sería tan necio como para manifestarlo delante de sus tropas, a Gell también le preocupaban los rebeldes. La resistencia era un problema en todas las ciudades que conquistaban los Caballeros de Takhisis —siempre habría herejes que no aceptaban la Visión de la Reina de la Oscuridad— pero, en la mayor parte del país, la insurrección había sido aplastada con bastante rapidez, en cuanto empezaron las ejecuciones públicas.
Los rebeldes de Caergoth, no obstante, eran irritantemente tenaces; no parecía importarles a cuántos de ellos ahorcaban o decapitaban los caballeros, los demás se limitaban a seguir luchando. Los muy canallas saqueaban los suministros, salteaban a los mensajeros, saboteaban los intentos de los caballeros de reparar las brechas de las murallas de la ciudad. Se comentaba que incluso estaban detrás de la desaparición de uno de los temidos Caballeros Grises. Una y otra vez, eludían los mejores esfuerzos del subcomandante Athgar por erradicarlos.
Sin embargo, esa situación había cambiado tres noches atrás, justo antes del ascenso de Gell. Ese día, los rebeldes cometieron dos errores que les saldrían muy caros. Primero, tras hurtar las provisiones de los caballeros, habían dejado un rastro que conducía directamente al malecón. Segundo, en su precipitación debida al miedo, se les había caído una orden escrita que revelaba la identidad de su jefe.
—Se llama Hewick —notificó Gell a Typak—. Es un mago Túnica Roja. Suceda lo que suceda, el subcomandante Athgar lo quiere vivo. Si podemos hacer más prisioneros, tanto mejor. Cuantos más de esos miserables logremos capturar y descuartizar en la plaza pública, mejor.
Typak asintió con un gruñido. Habría preferido bañar su espada en la sangre de los rebeldes y acabar de una vez, pero Gell era su comandante, después de todo.
El Caballero del Lirio ordenó a sus tropas que reanudaran la marcha en dirección a los muelles, donde los barcos de pesca se mecían, indiferentes, en el agua. Se secó el sudor de la frente, maldiciendo por dentro el inhóspito calor. La tarde estaba bien avanzada y aún no había señales de la fresca y agradable brisa de la que disfrutaban todas las ciudades portuarias, según había oído contar. Tampoco había ni un alma en las calles, lo cual era inusual en un malecón a aquella hora del día; pero eso era de esperar: los caballeros habían impuesto la ley marcial, prohibiendo a los ciudadanos salir de sus casas sin escolta mientras los rebeldes eludieran la captura.
Gell pensó que habría preferido que hubiera gente a la vista. La creciente oscuridad, el silencio, la absoluta soledad del malecón, todo le provocaba un hormigueo en el cuero cabelludo. Ni siquiera oía el ladrido de los perros o los chillidos de los niños. Por el rabillo del ojo, las sombras de los numerosos callejones del malecón parecían moverse; pero, cada vez que las miraba directamente, permanecían inmóviles. Descubrió que su mano, crispada alrededor de la empuñadura de su espada enfundada, sudaba dentro del guantelete. No era únicamente debido al calor.
Recorrió el largo tramo del malecón hasta la fila de viejos y destartalados almacenes. En medio del silencio, el leve tintineo de su armadura le sonaba como el clamor de un millar de campanas del templo. A su espalda percibió el nerviosismo de los cafres, que miraban en todas direcciones en busca de signos de una emboscada. Gell hacía lo propio, pero con más circunspección, y registraba con calma los tejados y las esquinas donde podría acechar un arquero —o un mago—. Pero, a pesar del peligro de un ataque por sorpresa, Gell había rechazado el consejo de Typak de avanzar sigilosamente entre las sombras.
—Así es como luchan los elfos y los goblins —lo había reprendido—, no los Caballeros de Takhisis.
De modo que siguieron andando por el centro de la calle más ancha del puerto de Caergoth; los cafres se sobresaltaban cada vez que una rata del muelle correteaba furtivamente de una sombra a la siguiente. Por fin, al cabo de varios minutos que le parecieron horas, Gell ordenó por señas una vez más a sus tropas que se detuvieran.
Typak se adelantó apresuradamente con una expresión inquisitiva. Gell alzó una mano antes de que el cafre pudiera hablar y señaló con un cabeceo un oscuro y estrecho callejón.
—Es ahí —dijo—. Nuestros exploradores siguieron el rastro de los rebeldes hasta ese callejón. —Miró en derredor con fingida indiferencia para que Typak no se diera cuenta de lo tenso que estaba y desenvainó su espada—. Vamos. Y no os separéis.
Enfilaron por el callejón. Los cafres caminaban tan apiñados que Gell se preguntó si dispondrían de espacio para luchar si los rebeldes ofrecían resistencia. Inspeccionó el entorno con ojos experimentados. Por arriba, los edificios se proyectaban hacia la calle: incluso a mediodía, el callejón estaría sumido en la penumbra. Las escasas ventanas existentes habían sido precintadas con tablas, lo cual era bueno. La basura se amontonaba por todas partes —rancios desperdicios que se pudrían con el malsano calor— y tuvieron que sortearlas para avanzar. El hedor era horrible y volvía a los brutos, acostumbrados al aire libre y limpio de su lejana tierra natal, tanto más cautelosos.
Indiferente al nauseabundo hedor, Gell siguió caminando. Detectó huellas de que alguien —un grupo numeroso, de hecho— había pasado por allí recientemente. «Es aquí —pensó—. Encontraremos lo que buscamos por aquí. Una breve lucha, unos cuantos prisioneros y de vuelta a la guarnición, victoriosos. Incluso podrían proponerme para otro ascenso».
Sonreía pensando en eso cuando, con una celeridad que Gell apenas pudo creer, el callejón cobró vida.
Más tarde, cuando Gell tuvo tiempo de reflexionar, consiguió recordar el orden en el que se produjeron los acontecimientos. En aquel momento, sin embargo, todo pareció ocurrir de golpe. Primero, una lluvia de morralla de pescado cayó sobre ellos desde el cielo. Gell saltó de costado, evitando el grueso de la andanada, pero a los cafres les cayó de lleno. Trastabillaron, víctimas de las arcadas, mientras se limpiaban aquella porquería de los ojos, la nariz y la boca. Segundo, un furioso alarido se elevó a su alrededor. Tercero, los emboscados, que los esperaban debajo de los montones de basura, saltaron sobre ellos desde todas direcciones.
—¡Es una trampa! —gritó Gell, mientras a su alrededor corrían oscuras sombras. Su entrenamiento de guerrero tomó el mando y le hizo describir un veloz arco con su espada, apuntando al cuello de su atacante. La hoja silbó en el aire y se estrelló contra la pared de su izquierda, arrancando esquirlas de escayola que salieron volando. Gell notó que algo le golpeaba las piernas, justo por encima de las rodillas y se desplomó hacia atrás con un grito. A sus espaldas pudo oír a los cafres aullando alarmados, pero en ese momento no era lo que más lo preocupaba. En su lugar, lanzó una nueva estocada con la intención de ensartar a su oponente. De nuevo, volvió a fallar.
Un segundo más tarde se le ocurrió mirar hacia abajo. Al hacerlo vio la razón de que ninguno de sus ataques hubiera dado en el blanco: estaba golpeando por encima de la cabeza del agresor. El malvado rebelde que lo había atacado apenas medía un metro y veinte centímetros de estatura; su pálida piel estaba cubierta por una costra de tierra; su cabello y su barba, enmarañados y apelmazados. Se aferraba con sus ásperos brazos y piernas a la canilla derecha de Gell y parecía que intentaba morderle la pierna a través de la armadura, con unos dientes amarillos y quebrados.
«Que Takhisis me confunda —renegó Gell para sus adentros—. ¡Nos han tendido una emboscada unos enanos gullys!».
La criatura aferrada a su pierna empezó a emitir unos gruñidos en tono grave que al parecer creía que sonaban fieros. Con el ceño fruncido por la irritación, Gell intentó sacudírselo de encima, pero el enano estaba bien sujeto. Detrás de él, los cafres aullaban de dolor, ya que sus ostentosas pinturas de guerra no resultaban demasiado útiles contra las uñas y los dientes de los enanos gullys. Una fugaz mirada por encima del hombro confirmó sus sospechas: sus tropas se habían agrupado tanto que no tenían espacio para luchar. Se maldijo por no haberles dicho antes que se desplegaran.
—¿Por qué tú no caes? —exigió saber el indignado enano gully que aferraba su pierna—. Yo pego tú muy fuerte. Tienes que caer.
Colérico, Gell alzó la espada para matar a la infeliz criatura. En el último momento, sin embargo, cambió de opinión y le atizó al enano gully en la frente con la espada de plano. La expresión irritada de la criatura dejó paso a una especie de perplejidad y el enano cayó al suelo sin sentido.
El efecto fue instantáneo.
—¡Han tumbado a Glert! —gritó uno de los otros enanos gullys.
—¡Corred! —aulló otro. Se dispersaron en todas direcciones entre alaridos de terror, dejando atrás a Gell y abriéndose paso a empujones entre los estupefactos cafres para huir, presa del pánico. En pocos segundos habían desaparecido.
Los cafres se reclinaron cansadamente contra las paredes, gimiendo mientras se cubrían los rasguños de brazos y piernas. Al parecer de Gell, no estaban gravemente heridos, pero la mugre y el barro empeorarían las cosas con rapidez. Typak, que presentaba un feo arañazo en la mejilla derecha, avanzó tambaleándose hacia el caballero.
—En nombre de los antepasados, ¿qué ha sido eso? —jadeó.
Gell frunció el ceño.
—Enanos gullys —dijo. En apariencia, no había nada parecido en la tierra natal de Typak. Gell lo consideró muy afortunado—. Son como ratas, sólo que más grandes y no tan listos.
—Nunca había luchado antes contra una rata —resolló Typak—. Pero creo que ésos eran peores.
—No son más que una molestia —le espetó Gell—. Es culpa vuestra que os hayan zurrado tanto. Estabais demasiado juntos. ¿Cómo esperáis luchar si no tenéis espacio para esgrimir una espada?
Typak empezó a responder; pero, justo en ese momento, uno de los cafres se dobló sobre sí mismo con un gemido agónico y se desplomó de rodillas. La primera reacción de Gell fue mirar en derredor, convencido de que se trataba de otra emboscada; pero enseguida comprendió que no era eso: los demás brutos también parecían enfermos.
«Sus heridas están infectadas —coligió—. Todo ese lodo ha penetrado en su sangre y ya están enfermando». Sabía que los cafres ya no estaban en condiciones de luchar y empezó a preguntarse cuánto tiempo les quedaba antes de que empeoraran hasta el punto de ser incapaces de andar siquiera. Todo había terminado, así de simple; no podían seguir adelante.
Había sido derrotado en su primera misión. Por enanos gullys.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Typak.
Gell se arrancó el yelmo con repugnancia.
—Regresamos —bramó. Miró a sus pies, donde el enano gully que lo había atacado yacía ahora en un amasijo de extremidades, roncando suavemente—. Y nos llevamos «esto».
La multitud le abrió paso un poco más deprisa de lo normal cuando Gell entró esa noche en La Verga Rota. Algunos de los vecinos lo miraron y cuchichearon entre sí. Al darse cuenta sintió que su genio se avivaba, pero se esforzó por mantener el control. El día había sido difícil y decepcionante, y no le ayudaría en nada perder la compostura. Se dirigió calmosamente a su mesa.
Rancis alzó la vista cuando Gell se aproximó y frunció la nariz.
—¿Es pescado lo que huelo? —preguntó, intrigado.
Gell contó lentamente hasta diez, como había aprendido a hacer cuando la rabia se apoderaba de él.
—¡Tabernero! —gritó, apartando de un manotazo el jarro de cerveza que ya lo estaba esperando—. ¡Sírveme brandy!
Obediente, el mozo se apresuró a llevarle una rechoncha copa de boca estrecha. Rancis observó a su amigo vaciarla de un largo trago.
—Me parece —dijo— que las cosas no han ido tan bien como esperabas.
—Eso debería ser evidente —le espetó Gell—. Si hubieran ido tan bien como me esperaba, habría traído a los rebeldes encadenados y estaría bebiendo brandy auténtico con el subcomandante Athgar, no matarratas aguado en este agujero.
—Comprendo —dijo Rancis prudentemente. Se mordisqueó el labio inferior durante un momento, pensativo—. ¿Te importaría decirme qué ha sucedido?
—Caímos en una emboscada.
—¿De los rebeldes?
—No exactamente.
La frente de Rancis se pobló de arrugas. Bebió con cuidado un sorbo del añejo vino del color de la paja de Kalaman que había elegido para solazarse esa noche.
—Bueno, espero que dierais tanto como recibisteis.
Gell se encogió de hombros.
—Lo dudo. La mitad de mis hombres están demasiado enfermos para moverse y yo no confiaría en que el resto pueda empuñar una espada. Mi segundo al mando casi pierde un ojo, también. Pero capturamos un prisionero.
—Bueno, ahí lo tienes —dijo Rancis, tratando de infundir ánimo—. ¿A quién habéis capturado? ¿A un mago? ¿A un clérigo de Paladine? ¿A un Caballero de Solamnia?
Un segundo brandy se deslizó por el gaznate de Gell. Masculló algo incoherente.
—¿Qué has dicho? —preguntó Rancis—. No he entendido…
—¡He dicho «un enano gully»! —estalló Gell. Varios de los parroquianos lo miraron, pero les devolvió una furibunda mirada y todos encontraron rápidamente algo más interesante que contemplar.
Rancis parpadeó.
—Lo siento —dijo—. Mis oídos deben de estar jugándome una mala pasada. Juraría que has dicho «un enano gully».
Gell depositó su copa sobre la mesa con un gesto no demasiado delicado que provocó una grieta vertical en el recipiente.
—Es lo que he dicho.
—Ah.
—Eso fue lo que nos atacó. Eso fue lo que enfermó a mis hombres.
—Ah. —Rancis inspiró profundamente—. ¿No fueron los rebeldes, entonces?
Gell negó con la cabeza airadamente.
—Comprendo —dijo Rancis. Se acarició su fino bigote unos instantes—. Eres consciente de que no podemos ejecutar a un enano gully, ¿verdad? No te serviría en absoluto para ganarte ese respeto que tanto anhelas. Parecerías más temible si fueras por ahí pisoteando babosas.
—No vamos a ejecutarlo —rugió Gell—. Lo he traído conmigo para que responda a unas preguntas.
Rancis se quedó boquiabierto.
—¿Pretendes interrogar a un enano gully? —exclamó, anonadado—. Esas malditas criaturas son demasiado estúpidas para contar siquiera hasta tres. ¿Cómo esperas que te diga algo útil?
Gell se encogió de hombros.
—Lo encontramos cerca del final del rastro de los rebeldes —dijo—. Debe haber visto algo. Averiguaré lo que pueda.
—Lo que tú digas. —Rancis bebió un sorbo de vino y luego estudió a su amigo a través de los párpados entornados—. ¿Seguro que no intentas tomarme el pelo?
«… siete ocho nueve diez», contó Gell para sus adentros, rechinando de dientes.
—Sí, seguro —gruñó.
Rancis trazó un signo sagrado en el aire.
—Que la Reina de la Oscuridad te ampare, amigo mío —dijo solemnemente—. Necesitarás su ayuda.
Para sorpresa de Gell, Typak aguardaba junto a la tienda donde retenían al enano gully. El cafre, con el rostro vendado donde se había lastimado el día anterior, se inclinó al ver acercarse al caballero negro. Todavía exhalaba un olor casi palpable a pescado. Gell decidió no mencionarlo.
—¿Qué noticias hay de los demás? —preguntó Gell.
Typak lo miró con seriedad.
—Ninguna buena. Sobrevivirán, pero sufren un verdadero martirio. Pasará algún tiempo antes de que mejoren lo suficiente para luchar.
A Gell se le ocurrió un reniego particularmente violento y sacrílego, pero su caballeresco pudor le impidió proferirlo en voz alta.
—Supongo que no se puede hacer nada para ayudarlos —dijo. Contempló la tienda, preparándose para lo peor—. Si no hay nada más, tenemos trabajo que hacer.
Typak dio un paso atrás y se inclinó de nuevo. Gell inspiró larga y profundamente, para luego apartar el pliegue de entrada de la tienda. Tuvo que inclinar la cabeza para pasar.
Aunque atado y amordazado, el enano gully encontró el modo de gemir patéticamente cuando aparecieron Gell y Typak. El primero se inclinó y trató de quitarle la mordaza; pero la aterrorizada criatura se apartó de él torpemente, con los ojos desorbitados por el miedo. Incluso cuando el caballero lo asió por la pechera de su cochambrosa camisa, el enano volvió la cabeza a uno y otro lado, frustrando sus propósitos. Al final, Typak tuvo que sujetar al enano gully mientras Gell le desataba la mordaza. Al verse libre de ella, la criatura intentó arrancarle los dedos al caballero de un mordisco.
—¡Maldición! —renegó Gell, retirando la mano bruscamente. Typak derribó al enano gully de un empellón. La criatura empezó a gemir en un tono agudo y estridente que a Gell le provocó escalofríos en la espina dorsal—. No vuelvas a intentarlo —gruñó el caballero—, o este amigo mío tendrá que pisarte.
El enano gully dio un respingo y miró a Typak. El cafre le respondió con una sonrisa adecuadamente perversa.
—Claro, claro —accedió precipitadamente el enano, palideciendo mortalmente—. Yo hago lo que dices tú. —Miró fijamente a Gell unos instantes estrechando cada vez más los párpados—. Pero aún creo que tú ha de estar muerto. Yo te pego muy fuerte.
—Pues ya ves que no lo estoy —replicó ariscamente Gell—. Y ahora, pequeña rata de cloaca, dime ¿cómo te llamas?
El enano gully lo meditó un buen rato, acariciándose la barba grasienta.
—¡Glert! ¡Yo llamo Glert! —gritó al cabo, y luego sonrió al caballero con el rostro resplandeciente de jubiloso orgullo—. ¿Yo hago bien? ¿Qué gano?
Gell frunció el ceño, perplejo.
—¿Ganar?
Glert asintió con entusiasmo, mostrando los dientes en una inmensa y harto grotesca sonrisa.
—Otro hombre pregunta a Glert preguntas. «Juga» un juego: si yo dice bien, él da a Glert regalos. Piedra bonita, rana muerta…, cosas «asís». Él promete dar gran tesoro un día. Yo «sabo» mucho.
—Seguro que sí, pero… —La voz de Gell se extinguió mientras sus cejas se unían—. Espera un momento. ¿Qué quieres decir, con «otro hombre»?
—Oh, él muy bueno. Ropas rojas bonitas, no como eso feo. —El enano gully señaló con un regordete dedo el peto de Gell, grabado con intrincados motivos—. Él visita muchas veces clan de Glert. Trata Glert muy bien, no como tú. Tú malo. Pegas Glert en la cabeza.
Una parte de Gell quiso repetir la experiencia, pero se contuvo. Parecía que estaba sacando algo en claro, a pesar de las dudas de Rancis.
—Ese hombre bueno —dijo—, el de las ropas rojas, ¿cómo se llama?
Glert arrugó la frente en ademán de intensa concentración y Gell temió que pasaran horas antes de que se le ocurriera la respuesta. Por fortuna, la comprensión asomó pronto al rostro del enano gully.
—Nombre muy gracioso —dijo—. Hyook. «Sona» como si tú come caca cuando dices.
Gell se quedó sin aliento. ¡Hewick! ¡Conque este pequeño cretino conocía al hombre más buscado de Caergoth!
—¿Qué más sabes de este… ejem, Hyook? —preguntó—. ¿Dónde vive?
—¡Ah! —Glert estaba radiante—. Yo «sabo» eso. Él vive aquí, en ciudad.
El principio de una jaqueca, un dolor sordo detrás de los ojos, empezó a molestar a Gell, que se pasó una mano por la frente.
—¿Puedes ser más concreto? —preguntó.
—¡Oh, claro! —respondió Glert—. Yo hago eso. Sólo que…, ¿qué es conce…, cencro…, «concreto»?
Gell intuyó que Typak estaba sopesando las ventajas de limitarse a aplastarle la cabeza al enano gully y acabar de una vez por todas con aquel tormento. Intervino rápidamente.
—Significa: ¿en qué parte de la ciudad vive Hyook exactamente?
—¡Ah! —dijo Glert, asintiendo con renovado entusiasmo—. ¡Glert comprende! Tú «quere» saber si yo «sabo» dónde de ciudad vive Hyook. ¡Glert sabe eso!
Con creciente excitación, Gell se sorprendió asintiendo al mismo tiempo que el entusiasmado enano.
—¡Bien! —exclamó—. ¡Muy bien! ¿Cuál es la respuesta?
—No —replicó Glert con una sonrisa asombrosamente amplia—. ¡Glert no «tene» ni idea dónde él vive!
Gell dejó de asentir. Por un momento, no se le ocurrió nada que decir.
—De acuerdo —espetó al fin, pues reconocía un callejón sin salida en cuanto lo veía—. Has dicho que perteneces a un clan.
—¡Sí! ¡Clan murf! —respondió Glert—. Clan muy grande. Y entro hace poco. Muchos nosotros bajan a la gran agua. Tú ves otros ayer. —Miró a Typak—. Gorp, amigo de Glert, «quere» arrancar tu ojo. Gorp no «tene» buena puntería.
Lentamente, Typak apretó los puños. Gell lo detuvo con una mirada, preguntándose cuánto tiempo más podría mantener a raya al cafre.
—Cuéntame algo más sobre ese clan murf —apremió al enano.
—Oh, clan murf muy grande —replicó Glert.
—¿Cuántos sois…? —Gell se detuvo y jadeó, horrorizado, pero ya era demasiado tarde. Glert había empezado a contar.
—Uno, y uno, y uno, y uno… —recitó Glert, numerándose los dedos de las manos y los pies, para seguir con los pelos de su barba. Gell fue contando al mismo tiempo, pero perdió la cuenta alrededor de los cuarenta…, aunque no es que creyera en la palabra de un enano gully, tratándose de un ejercicio mental tan arduo—. ¡Y uno, y uno, y uno! —concluyó Glert por fin. Sonriendo como un maníaco, mostró diez dedos extendidos—. ¡Dos!
Eso era lo que se esperaba Gell. Sin embargo, Typak sabía poco de los enanos gullys. El cafre emitió un peculiar sonido chillón con la boca abierta de par en par. Gell se hubiera echado a reír, de no haber sentido el impulso casi abrumador de agarrar a Glert por el cuello y sacudirlo hasta que se le aflojaran los dientes.
—Gracias, Glert —dijo sucintamente.
—No nada.
—¿Qué más puedes decirme de esos…, esos murfs?
—Mmm —comentó Glert, rascándose la cabeza—. Bueno, Hyook da nosotros nombres raros. Llama «Primera Resistencia Enanos Gullys». Yo no «sabo» qué significa, pero yo gusta Hyook igual. Él muy bueno, da regalos si yo dice cosas. Yo ya dice eso antes.
—Cierto —dijo Gell—. De acuerdo. ¿Quién manda en el clan?
Glert parpadeó.
—Pregunta no lista. Nuestro jefe manda.
El dolor de detrás de los ojos de Gell se agudizó.
—Me lo figuraba —dijo entre los labios apretados—. Pero ¿quién es vuestro jefe? Y —añadió alzando una mano antes de que Glert barbotara una respuesta— si dices que vuestro jefe es el que manda, dejaré que mi amigo te haga mucho daño.
Typak se tensó, esperanzado.
Alicaído, Glert se encogió de hombros.
—Jefe llama Blim. Gran Murf Blim. Él muy listo. Él sabe dónde vive Hyook.
—¡Bien! ¡Perfecto! —Gell se sentía dichoso—. Ahora, ¿dónde podemos encontrar a ese Gran Murf Blim?
—Oh, yo no «podo» decir eso tú —declaró con severidad—. Gran Murf dice si alguien dice hombres malos dónde viven murfs, él asa nosotros al vapor.
—No pasa nada —dijo Gell, intentando no pensar en lo repulsiva que le resultaba la idea—. No tienes que decirme dónde vive el clan murf. ¿Por qué no me dices sólo dónde vives tú?
La comprensión iluminó el rostro de Glert. Sonrió. Gell también. Incluso Typak sonrió.
—¡Yo «sabo» eso! Y Gran Murf no dice que yo no dice —exclamó alborozado el enano gully—. Glert vive… ¡con el clan murf!
La sonrisa se heló en los labios de Gell. El caballero dejó escapar un largo y lento suspiro y empezó a masajearse las sienes.
—Aguardiente enano —refunfuñó Gell, dejándose caer pesadamente en su silla habitual de La Verga Rota—. ¡Trae la botella! —gritó. El mozo se apresuró a satisfacer sus demandas.
Rancis Lavien se hallaba sentado en silencio, sosteniendo su vino de Qualinesti a contraluz, frente a la chimenea, para admirar su intenso color rubí. Se llevó la copa a los labios, bebió un breve sorbo y la depositó sobre la mesa. Rehuyó la furiosa mirada de Gell.
El mozo trajo una jarra de latón razonablemente limpia, acompañada de una vieja y pringosa botella de licor de enanos. Gell se sirvió una considerable ración y la engulló, estremeciéndose por el acre olor y el abrasador contacto. Inmediatamente repitió la operación. Tras secarse los labios, miró a Rancis con creciente impaciencia.
—¿Y bien? —le espetó.
Rancis lo miró inexpresivo.
—¿Y bien qué?
—No me vengas con ésas —gruñó Gell—. Quieres preguntarme algo. Suéltalo ya.
Por un momento, Rancis pareció dolido, pero enseguida sonrió.
—Que no se diga que no intento ser discreto —recalcó—. ¿Quién ha ganado, tú o el enano gully?
Gell engulló una tercera ración de licor, pensando en cosas violentas.
—Creí que sería fácil superar en ingenio a ese pequeño bastardo —masculló amargamente.
—A veces el oponente desarmado es el más peligroso —replicó Rancis, citando un viejo proverbio de espadachín—. Simplemente, quizá no sabe lo que le preguntas, Gell.
—No, no es eso —replicó Gell—. Quería averiguar dónde vive, incluso un enano gully debería recordar eso. —Cerró los ojos y se pinzó el puente de la nariz, rezando a todos los dioses del panteón de las tinieblas para que aliviasen el martilleo de su cerebro—. ¿Tienes idea de lo difícil que es embaucar a alguien demasiado estúpido para entender lo que le dices?
—Es evidente que no conoces a mi hermano —dijo Rancis mansamente.
Gell soltó una estridente carcajada, semejante a un ladrido, que atrajo furtivas miradas de los demás clientes de la taberna. Engulló otro gran trago de licor.
—Puede que ya hayas bebido bastante —dijo Rancis, tocando el brazo de su amigo.
—Déjame en paz —respondió Gell, arrastrando las palabras y apartándole la mano rudamente—. Yo sé cuándo he bebido bastante.
Rancis se encogió de hombros.
—Tú verás —dijo—. Ya sabes lo que les hace el subcomandante Athgar a los borrachos.
Eso captó la atención de Gell. Incluso después de cuatro raciones de aguardiente enano, recordaba al último hombre de la guarnición de Athgar que bebió demasiado. Se llamaba Vimor Crenn y su rango era muy superior al de Gell. Athgar había arrancado personalmente todos los distintivos de caballero Vimor y luego le rebanó el cuello con su propia espada.
Gell insertó de nuevo el corcho en la botella y la alejó de sí cuanto pudo.
—Eso está mejor —declaró Rancis. Educadamente, indicó por señas al tabernero que se llevara el vino y el licor—. Ahora veamos qué se puede hacer con tu amiguito —dijo—. A veces, cuando no puedes resolver un problema, necesitas dar un paso atrás y observarlo desde una nueva perspectiva.
Gell asintió distraídamente.
—Bien —masculló—. ¿Tienes alguna sugerencia?
—De hecho, sí.
Gell lo miró. Al cabo de un momento, comprendió que su amigo había terminado de hablar. Contó hasta diez.
—¿Y bien? —preguntó en tono imperioso—. ¿De qué se trata?
—Has dicho que querías saber dónde vive el enano gully, ¿verdad? —preguntó Rancis.
Gell fue asaltado por una vívida imagen de sus manos rodeando la garganta de Rancis.
—¿Vas a dejarte de jueguecitos —gruñó— y me contarás tu condenada idea?
Rancis inclinó la cabeza con expresión condescendiente.
—De acuerdo, que así sea —dijo—. Suéltalo.
Parpadeando para aclararse la vista, Gell contempló a Rancis con estupefacción.
—Que lo… —empezó a decir. La súbita comprensión fue tan intensa que casi lo derribó de su asiento. Era tan obvio…
—Por supuesto —dijo, curvando los labios en una taimada sonrisa que Rancis imitó rápidamente—. ¡Soltarlo!
—No puedo creer que esto funcione —masculló Typak.
Gell sonrió al cafre.
—Nunca subestimes la estupidez de un enano gully. Ése fue nuestro error ayer: dar por seguro que ese gusano era lo bastante listo para entablar una competición de ingenio con él. Debió ocurrírseme entonces: ¿por qué obligarlo a que nos diga dónde vive su clan, cuando puede mostrarnos el camino?
Typak meneó la cabeza desconsoladamente.
—Si me hubieran dicho que esas criaturas existen, no lo habría creído.
Los dos hombres miraron al frente. A menos de dos manzanas se hallaba Glert, trotando felizmente calle abajo. Siguieron a la criatura de gruesas y cortas piernas a un paso relajado, sin molestarse en ocultar su presencia. Detrás de ellos caminaban otros veinte caballeros y cafres, marchando en formación. El subcomandante Athgar, al oír el plan de Gell, le había asignado temporalmente el mando de esta compañía…, por pura diversión, suponía Gell.
Liberaron a Glert, salieron de la guarnición y en ese momento se hallaban en el malecón, cada vez más cerca de la guarida del clan murf. Resultaba tan asombrosamente simple que Gell no pudo evitar echarse a reír.
—¿No se da cuenta de que lo seguimos? —preguntó Typak con incredulidad.
—Claro que sí —respondió Gell—. Sencillamente no comprende que eso no le conviene.
De pronto, Gell se paró en seco. Aferró el brazo de Typak y ambos se detuvieron, imitados en el acto por las tropas que los seguían. Observaron, silenciosos e inmóviles, al enano gully que espiaba a su alrededor. Por un momento, Gell tuvo la terrible sensación de que el infeliz se había perdido, pero pronto Glert asintió, murmurando algo para sí. Después giró en redondo, miró directamente al grupo de pérfidos guerreros fuertemente armados y saludó con la mano.
—¡Hola! —gritó, sonriendo.
Typak lo miró con incredulidad. Varios de los caballeros más jóvenes rieron por lo bajo a sus espaldas. A falta de nada mejor que hacer y, sintiéndose un poco ridículo, Gell le devolvió el saludo. Enseguida, Glert se puso en marcha de nuevo, doblando al trote una esquina e internándose en un estrecho callejón.
Meneando la cabeza y riendo para sus adentros, Gell ordenó a sus hombres que lo siguieran.
El cartel de la puerta bastó para desencadenar un ataque de risas ahogadas en varios de los caballeros a las órdenes de Gell. Éste los acalló con una colérica mirada, agradecido de que su yelmo en forma de calavera ocultara el hecho de que las comisuras de sus labios también bailaban una pequeña danza por su cuenta.
Su mirada recorrió de arriba abajo el callejón, donde los cafres de su destacamento estaba atareados ensartando los montones de basura con sus espadas. No parecía que los aguardara otra emboscada, lo cual era bueno. Por otra parte, naturalmente, estaban a punto de penetrar en la guarida de al menos cuarenta enanos gullys, según sus cálculos. Esas criaturas eran cobardes, sí, pero se sabía que luchaban con inquebrantable ahínco cuando se veían acorraladas. Lo que pretendía hacer él era como meter la mano deliberadamente en un nido de avispas.
—Dejad en paz al Gran Murf —ordenó a sus hombres—. Los demás me traen sin cuidado. Pero recordad: no hemos venido a exterminarlos. No matéis a nadie si no es necesario.
Los caballeros asintieron respetuosamente y aprestaron sus armas. Con el pecho henchido de orgullo, Gell se volvió hacia la puerta por la que acababan de ver entrar a Glert, y sus ojos se posaron en el cartel. «Puerta “secruta”. No entra sin “contrasilla”». Debajo de estas palabras, alguien había garabateado tosca pero servicialmente: «“Contrasilla”: Estofado».
Por un momento, Gell creyó que perdería el control. Mordiéndose la lengua, extendió el brazo y llamó a la puerta con los nudillos.
—¿Qué «queres» tú? —preguntó una voz desde el otro lado.
Eso desconcertó a Gell. Por el Abismo, ¿qué creían que quería?
—Déjame entrar —respondió.
—No «podo» —dijo la voz—. Tú no dices contraseña.
—Estofado —declaró Gell.
Se produjo un momentáneo silencio y, luego, Gell oyó al enano gully del otro lado de la puerta hablando solo entre dientes. Al cabo de un rato, el portero levantó nuevamente la voz.
—¿Tú seguro? —preguntó suspicazmente—. Yo no acuerdo. ¿Qué dice cartel de fuera?
Gell percibió el regocijo contenido de los demás caballeros en el aire. Sólo faltaba eso: que sus hombres no estuvieran en condiciones de luchar por culpa de la risa. Les hizo un brusco gesto por encima del hombro y se callaron, cuando su arraigado sentido de la disciplina se impuso a todo lo demás.
—Dice «Estofado» —gruñó—. Ahora abre la puerta, antes de que la eche abajo.
—Vale —rezongó el portero. Al momento, la puerta se abrió hacia adentro. Gell advirtió que ni siquiera estaba atrancada; podía haber irrumpido por la fuerza en cualquier momento. Un pequeño coro de resoplidos a sus espaldas le dejó claro que los demás caballeros habían llegado a la misma conclusión. No estaba seguro de quién pondría más a prueba su paciencia hoy, los enanos gullys o sus propios hombres.
Cuando la puerta se abrió, reveló a un enano gully inmensamente gordo que vestía lo que parecía un viejo saco de arpillera. La criatura parpadeó al ver a Gell, confusa, y luego sus ojos se abrieron desmesuradamente al reparar en los otros caballeros. Su boca se abrió blandamente, azorado de terror.
—¡Glups! —exclamó el enano gully, y se desmayó.
Los caballeros contemplaron al inconsciente portero un momento y empezaron a reír abiertamente. Esta vez, Gell no pudo evitar unirse a ellos.
—Bueno —comentó—, uno menos.
Más tarde, cuando se lo describió a Rancis Lavien, Gell comparó el asalto al cuartel general de la Primera Resistencia de los Enanos Gully a penetrar en un hediondo y peliagudo tornado. Las criaturas corrían por todas partes, aullando de pánico y chocando contra las paredes y entre ellos en su desesperación por alejarse de los caballeros que avanzaban. Como consecuencia, hubo muy poca lucha real; Gell y sus hombres se limitaron a abrirse paso a empujones por la atestada madriguera cubierta de mugre de los enanos gullys, apartando a patadas a los infelices demasiado paralizados por el ciego terror para comprender que estaban en medio del paso.
Sin embargo, eso no significaba que no hubiera habido bajas. Un joven Caballero del Lirio se dañó seriamente la rodilla cuando resbaló en uno de los numerosos charcos de inidentificable limo que cubrían el suelo del cubil. Y los desafortunados cafres que accidentalmente se perdieron en el laberinto de túneles se agobiaron tanto con el hedor que sus compañeros tuvieron que sacarlos a cuestas de la madriguera inmediatamente. En conjunto, no obstante, la compañía de Gell recorrió el cuartel general sin impedimentos.
Encontraron al Gran Murf Blim acurrucado detrás de su trono, tapándose la cara con las manos y temblando de pies a cabeza por el miedo. Los caballeros lo rodearon con las espadas a punto, pero él siguió cubriéndose, rehusando levantar la vista.
—Marchar —gimoteó con petulancia—. Yo escondido. Vosotros no «ves».
A una seña de Gell, Typak se adelantó un paso, agarró al Gran Murf por sus sucias ropas y lo levantó del suelo. Blim pataleó y manoteó furiosamente unos instantes; pero ni sus puños ni sus pies alcanzaron al cafre de rostro amoratado, por lo que se rindió.
—Vale —declaró, imprimiendo a su voz un tono absurdamente altanero—. Yo «tene» compasión. Nosotros no mata vosotros.
Esforzándose por mantener la compostura, Gell hizo un gesto a Typak para que depositara a Blim en su desvencijado trono. El cafre obedeció con más vehemencia de la necesaria.
—¿Qué «queres» tú? —gimió el Gran Murf, encogiéndose y frotándose las doloridas posaderas.
—Sólo hablar —respondió Gell—. Te haré unas cuantas preguntas y…
Fue interrumpido por un ululante enano gully que irrumpió en el salón del trono y atravesó directamente el círculo de caballeros que rodeaban a Gell y Blim. La criatura salió de nuevo por la otra punta de la cámara, antes de que nadie pudiera sobreponerse de su asombro a tiempo para reaccionar.
—Ese mi jefe de guerra —dijo Blim orgullosamente.
Gell parpadeó, momentáneamente desconcertado.
—Cla…, claro que sí —tartamudeó. Después recuperó el hilo de sus pensamientos y frunció el ceño con irritación—. Y ahora —empezó otra vez— te haré unas cuantas preguntas. Si me las respondes, nos marcharemos.
Blim lo meditó durante lo que pareció una pequeña eternidad.
—Yo creo justo —proclamó por fin. El entusiasmo centelleó en sus ojos—. Yo gusto adivinanzas. ¿Qué «queres» saber tú?
Ni poniendo todo su empeño logró Gell contener la angustiosa sensación que atenazó su estómago.
El Gran Murf Blim contempló a los Caballeros de Takhisis desde su alto trono, bizqueando desconfiadamente con sus ojos porcinos.
—A ver si yo «entendo» bien —dijo—: ¿Tú «queres» que yo dice Hyook dónde vives tú?
—¡No! —gritó Gell por enésima vez. Notaba que empezaba a perder el control sobre su genio y se obligó a recordar que matar a sangre fría al rey de los enanos gully no estaría de acuerdo con el ideal de honor de la caballería. Contó hasta diez, comprobó que no era suficiente y siguió contando. Cuando llegó a cincuenta estaba lo bastante calmado para proseguir. Aun así, su voz temblaba ligeramente cuando volvió a hablar—. Una vez más —dijo—, quiero que me digas a mí dónde vive Hyook. ¿Entiendes?
—Sí —dijo Blim, asintiendo alegremente—. Tú «queres» que Hyook dice yo dónde vives tú. —Inspeccionó el entorno, algo confundido—. Sólo que… Hyook no aquí. ¿Por qué no tú dices yo? Es más fácil.
La jaqueca regresaba como una venganza, como una gran pica de hierro incrustándose en el cerebro de Gell. Se frotó las sienes, rezando a Takhisis para que le concediera paciencia y mitigara el horrendo hedor que impregnaba el cubil de los enanos gullys.
—¿Algo mal en tu cabeza? —preguntó Blim—. Yo llamo hombre medicina. Él cura.
Alarmado, Gell empezó a objetar, pero era demasiado tarde.
—¡Poog! —llamó estridentemente el Gran Murf, clavando la martirizadora pica un poco más en la mente de Gell.
Un encorvado y escuálido enano gully entrado en años penetró en la habitación, con una barba gris tan larga que se la pisó dos veces en su camino hacia ellos arrastrando los pies.
—¿Qué pasa? —croó, mirando con aspecto miope a los caballeros.
—Nada —dijo Gell apresuradamente—. Todo está…
—Éste «tene» dolor de cabeza, Poog —interrumpió Blim, señalando a Gell con el pulgar—. ¿Tú arreglas?
—Claro que sí —respondió Poog indignado. Metió la mano en uno de sus numerosos y manchados bolsillos de su justillo y sacó varios pedazos de material. Gell no reconoció de inmediato lo que era. Cuando el enano le tendió los pedazos, Gell comprendió que le ofrecía, precisamente, corteza de sauce—. Ten —dijo Poog—. Tú mastica. Ayuda arreglar cabeza.
Furioso, Gell apartó la palma tendida del curandero de un manotazo, lanzando la corteza de sauce por los aires.
—Apártate de mí —gruñó. Poog hizo un breve puchero. Luego se sentó en el suelo y empezó a lloriquear y sorber por la nariz.
Algo estalló en el interior de Gell.
—¡Basta! —rugió. Extrajo su daga del cinturón, se abalanzó sobre el Gran Murf y empujó la punta de la hoja contra la gibosa nariz de Blim, hundiendo la piel pero sin llegar a hacerlo sangrar—. Y ahora —siseó con el rostro arrebolado— te concederé la última oportunidad de responderme, y después te abriré un tercer agujero en la nariz. ¿He hablado lo suficientemente claro?
Blim bizqueó ante la hoja apoyada en la punta de su nariz, con lágrimas resbalando por su rostro. Tras varios intentos fallidos de recuperar el habla, asintió débilmente.
—Bien —dijo Gell—. Se acabaron los juegos. ¿Dónde vive Hyook?
—¡Ah! —exclamó triunfante el Gran Murf—. ¡Tú «queres» saber dónde vive Hyook! Gran Murf sabe eso. ¿Por qué no tú dices desde el principio?
Gell descubrió que el único sonido que podía emitir era un agudo y débil gemido.
Blim le dedicó una mirada curiosamente comprensiva.
—Eso bien —dijo—. Todos comete fallo tonto alguna vez. Hyook vive en gran casa de colina. Lleva Gran Murf allí una vez. Él «tene» puerta secreta también. Aunque no tan buena como puerta secreta de clan murf. También difícil encontrar.
Titubeando, Gell bajó la daga, que dejó una conspicua marca roja en la nariz del enano gully.
—Muy bien —dijo lentamente—. ¿Dónde está la puerta secreta? —preguntó, y luego se encogió esperando que Blim tardaría una hora más en comprender la pregunta.
—Oh, eso fácil —respondió el Gran Murf—. Hay gran habitación en casa, muchos libros. Puerta secreta detrás estante junto «chimea». Hyook tira de gran libro azul en tercer estante y abre.
¡Una respuesta directa! Gell tuvo ganas de ponerse a bailar.
—De acuerdo —dijo—. Gracias, Alteza. Eso es lo que quería saber.
—Gran Murf feliz ayudar —respondió Blim, sonriendo de oreja a oreja mientras se frotaba la nariz. Le tendió la mano—. Bueno, ¿qué das yo?
Las cejas de Gell se alzaron en el acto. Tenía que habérsele ocurrido antes: si Hewick obsequiaba a los enanos gullys con chucherías a cambio de su ayuda, naturalmente querían que él hiciera lo mismo. Miró a su alrededor, fútilmente, y hurgó en su bolsa. Extrajo una moneda de cobre y la depositó en la mano del Gran Murf.
—Aquí tienes, Alteza —dijo.
—¡Oooh! —gorjeó Blim, sosteniendo en alto la moneda para verla bien a la débil luz—. ¡Brilla! Tú haces muy feliz Gran Murf. Tú «podes» ir.
Normalmente, Gell se habría exasperado por ser despedido de una manera tan impertinente, pero en esta ocasión obedeció más que de buen grado. Se levantó y salió precipitadamente de la habitación, seguido por sus hombres, dejando atrás al rey de los enanos gully y a su lloroso curandero. Gell no se detuvo, ni miró hacia atrás cuando desanduvo el camino por el caos reinante en el escondite de las criaturas y salió al comparativamente apetecible aire fresco del callejón repleto de basura.
¡Por fin lo sabía! Sabía exactamente dónde encontrar a Hewick. Sólo había una colina dentro del recinto de las murallas de Caergoth y no resultaría muy difícil comprobar qué casa era propiedad del mago. Mientras conducía a su compañía a lo largo del malecón, de regreso a la guarnición, fue perfilando sus planes. Informaría al subcomandante Athgar, solicitaría permiso para mandar el pelotón que asaltaría la casa, una petición que Athgar estaría más que dispuesto a conceder, a la luz del éxito de Gell con el Gran Murf. Después de eso, cuando los Caballeros de Takhisis capturaran finalmente a los rebeldes, él sería un héroe otra vez. Habría más ascensos, gloria y fama.
Pero antes de todo eso necesitaba un prolongado baño. Apestaba a enano gully.
La puerta de la casa se abrió violentamente con un crujido de madera al astillarse. Con las espadas desenvainadas, tres docenas de Caballeros de Takhisis entraron en tromba. Detrás de ellos venía un enjambre de cafres y luego, orgullosamente, Gell MarBoreth, que se había ganado el derecho de dirigir ese asalto. A su lado caminaba Rancis Lavien, con su propia espada centelleando al mortecino resplandor del crepúsculo. Los dos hombres intercambiaron siniestras sonrisas de satisfacción tras cruzar a grandes zancadas el vestíbulo en penumbra.
—¡La biblioteca! —gritó Gell, y su voz resonó dentro de su yelmo—. ¡Buscad la biblioteca!
—¡La he encontrado, señor! —anunció un joven caballero desde una puerta que se abría a mitad del pasillo—. ¡Por aquí!
Rancis dio una palmada en el hombro a Gell y los dos amigos se apresuraron a llegar junto al hombre que había avisado. Lo encontraron a la entrada de una gran estancia cuyas paredes estaban recubiertas de estanterías y más estanterías llenas de libros antiguos. Gell asintió para expresar su aprobación mientras examinaba la habitación; sabía que los Caballeros Grises se interesarían por una colección tan grande. Pero los libros no eran lo más importante en su mente.
Su mirada recorrió la estancia y divisó la chimenea. Gell se precipitó hacia allí, haciendo tintinear su armadura, y registró los estantes de ambos lados. Como el Gran Murf le había dicho, en el tercer estante había un grueso tomo encuadernado en piel de anguila de color azul marino, con las letras del lomo grabadas con pan de oro, corroídas por el tiempo hasta quedar reducidas a polvo. Era exactamente como se lo había imaginado: normal, en nada distinto de cualquier otro de los centenares de volúmenes que decoraban esa habitación, o al menos eso parecía.
—Llama a los otros. Quiero todas las espadas que pueda reunir. Es posible que opongan resistencia.
Asintiendo, Rancis obedeció. A los pocos instantes, la biblioteca estaba atestada de caballeros y cafres, todos esperando en tensión que los furiosos rebeldes salieran tumultuosamente por la puerta secreta.
—Recordad esto —les dijo Gell con orgullo—: Hoy por fin capturaremos al gran Hewick de Caergoth. —Dicho esto, cogió el libro del estante y tiró con fuerza de él.
No ocurrió nada.
El único sonido que interrumpió el profundo silencio que siguió fue la palmada que Rancis se propinó a sí mismo en la frente. El rostro de Gell MarBoreth se puso rojo como la grana y luego se oscureció hasta llegar al morado, mientras miraba sin comprender el libro que tenía en la mano. Lo abrió y empezó a volver las páginas.
—¿Qué…? —barbotó.
—¿Qué, Gell? —preguntó Rancis con voz grave—. ¿En qué estante dijo ese Blim que estaba el libro?
—Ya te lo he dicho —le espetó Gell con impaciencia—. Dijo que estaba en el ter…
Su voz se quebró con un extraño gorgoteó al caer repentinamente en la cuenta de lo que aquello implicaba.
—El tercer estante —dijo. Miró horrorizado a su amigo—. ¡Que se me lleve la Parca, Rancis! ¿Qué he hecho?
En ese momento, en la otra punta de la ciudad empezaron a sonar las campanas de alarma en la guarnición de los Caballeros de Takhisis.
A medida que la noche caía furtivamente sobre Caergoth, el obstinado resplandor del ocaso fue recibido por una luz más intensa en las fortificaciones del sector oriental de la ciudad. El Gran Murf Blim contempló con satisfacción el incendio que se propagaba por la guarnición de los caballeros. A un transeúnte le habría parecido cómico, plantado en la proa de una vieja barca de pesca tripulada por un puñado de enanos gullys. Pero nadie pasaba por allí; el toque de queda de los caballeros negros mantenía a los ciudadanos en sus casas, y los propios caballeros tenían cosas más importantes que hacer en aquel momento que patrullar por el muelle.
Poog, el «hombre medicina» de Blim, renqueaba detrás de éste con expresión pensativa mientras contemplaba las furiosas llamas.
—¿Sabes una cosa, Hew? —comentó—. Creí que todo había terminado cuando mencionaste el tercer estante. No habías olvidado que supuestamente no sabes contar más que hasta dos.
—Qué torpeza por mi parte, ¿verdad, Caren? —admitió el falso Blim—. Menos mal que aquel joven y alocado caballero estaba demasiado ansioso por descubrir nuestro escondite para advertirlo. Y ¿a qué venía eso de darle corteza de sauce para el dolor de cabeza? ¿Quién ha oído hablar de una cura de enano gully que funcione realmente?
—Era sólo una pequeña broma —respondió Poog-Caren con ojos chispeantes. La corteza de sauce era un remedio tradicional para la jaqueca desde los orígenes de Krynn, pero el falso curandero había supuesto, correctamente, que Gell MarBoreth no sabía absolutamente nada sobre hierbas medicinales.
El Gran Murf lo estudió con curiosidad.
—Tienes un perverso sentido del humor, para alguien de tu Orden, Caren. —Su erizada barba se abrió para dejar al descubierto una sonrisa—. Pero debo decir que resultas un enano gully condenadamente bueno.
—Gracias —dijo el falso curandero, con una sonrisilla complacida por su parte—. Tú tampoco estuviste tan mal.
Blim-Hewick le guiñó un ojo.
—Supongo que deberíamos zarpar ya —dijo—. Cuando consigan extinguir el incendio, querrán ver nuestra sangre de la peor manera. —Miró por encima del hombro, pasando revista a su tripulación. Su mirada se posó en un miembro en particular—. ¡Glert! ¡Ven aquí!
El pequeño enano gully que había conducido a Gell hasta el escondite de Blim se apresuró a obedecer con los ojos muy abiertos y brillantes.
—¿Ya acabas? —preguntó—. ¿Yo da vuelta en barco?
Blim-Hewick sonrió amablemente y dio unas palmaditas en la cabeza a Glert.
—Me temo que no, amiguito —dijo—. Nos espera un largo y peligroso viaje, y será mejor que te quedes en un lugar donde conozcas los escondites; pero quería darte las gracias, Glert. Sin tu ayuda jamás habríamos podido cumplir nuestra misión.
A pesar de hallarse totalmente confuso, Glert sonrió con absoluto descaro.
—Yo feliz ayudar. Tú «jugas» un juego muy divertido, Gran Murf.
—Toma —dijo Blim-Hewick, metiendo la mano en uno de los bolsillos de sus andrajosas vestiduras. Sacó una moneda de cobre, la que le había regalado el caballero negro, y la depositó en la mano de Glert—. Te prometí un tesoro algún día. Esto es para ti, te lo has ganado.
Glert contempló la moneda, estupefacto.
—¿Tú serio, Gran Murf? ¿Esto mío?
Blim asintió.
—Sí, pequeño enano gully. Es tuyo, pero te debemos mucho más que eso.
Glert lo miró a los ojos parpadeando, deslumbrado.
—Yo no «entende» —dijo.
—Lo sé —replicó el Gran Murf, lanzando un leve suspiro—, pero me temo que no tengo tiempo para explicártelo. —Alzó las manos, entonó un cántico en una extraña lengua y su cuerpo empezó a crecer y cambiar. En pocos segundos, el Gran Murf había desaparecido. En su lugar se erguía un hombre robusto, de rostro bondadoso, vestido con la Túnica Roja. Se volvió hacia su tripulación y repitió el encantamiento. Uno por uno, los enanos gullys empezaron a transformarse en humanos: una mujer de cabellos dorados, un joven atezado, un canoso mercenario y varios más. Poog se convirtió en un Hijo Venerable de Paladine alto y de cabello gris, mientras Glert observaba a Hewick levantar el conjuro para cambiar de forma.
La mandíbula inferior de Glert cayó fláccidamente hasta la altura de su pecho cuando Hewick lo levantó del suelo y lo depositó en el embarcadero.
—Adiós, Glert —dijo el mago, mientras el clérigo soltaba amarras y el resto de la tripulación empezaba a remar hacia mar abierto.
Glert permaneció un rato en el embarcadero, apretando su preciada moneda de cobre con asombro mientras contemplaba a la Primera Resistencia de los Enanos Gullys remar hasta dejar atrás el rompeolas y sumergirse en la oscuridad. Después fue en busca de algo que comer.