Título original: THREE WITHNESSES

Traducción: JOSÉ M.ª MAS DE ESPAÑA

Digitalizado por Hyspastes, marzo 2005

EL TESTIGO SIGUIENTE.

CUANDO UN HOMBRE ASESINA

MORIR COMO UN PERRO

1. EL TESTIGO SIGUIENTE

CAPÍTULO PRIMERO

Anteriormente había tenido algunos contactos con el fiscal sustituto del distrito Irving Mandelbaum, pero hasta entonces no le había visto actuando en un estrado. Aquella mañana, mientras le observaba en su tarea de intentar persuadir al jurado de que era preciso condenar a Leonard Ashe por el asesinato de Marie Willis, se me ocurrió pensar que era bastante bueno y que sin duda sería mejor a medida que el juicio adelantara. Algo regordete y de baja estatura, bastante calvo y provisto de grandes orejas, no era precisamente un tipo impresionante pero sí sistemático y de reflejos rápidos que actuaba siempre con seguridad desprovista de insolencia y usaba con mucha frecuencia el efectivo truco de detener su oratoria unos momentos para mirar al jurado como esperando alguna sugerencia. Cuando vacilaba, y esto no ocurría muy a menudo, volvía su espalda al juez y a la defensa para que así no pudieran ver su cara, aunque desde donde yo estaba sentado en la audiencia se la veía perfectamente.

Aquél era el tercer día de la vista y acababa de llamar a su quinto testigo. Se trataba de un tipo pequeño con cara de miedo que había dado su nombre, Clyde Bagby, prestado juramento y tras sentarse fijaba sus asustados ojos oscuros en Mandelbaum como si hubiese abandonado ya toda esperanza.

El tono de Mandelbaum fue tranquilizador:

–¿Cuál es su profesión, señor Bagby?

El testigo tragó saliva y contestó:

–Soy el presidente de la «Bagby Answers Inc.».

–¿Por Inc. entiende usted, asociada?

–Sí, señor.

–¿Dirige usted su firma?

–Yo dirijo la mitad de las operaciones y mi mujer se encarga de la otra mitad.

–¿Cuánto tiempo hace que funciona su negocio?

–Cinco años, pronto hará cinco años y medio.

–¿Y qué clase de negocio es éste? Por favor, cuéntele al jurado algo acerca de ello.

Los ojos de Bagby se dirigieron con rapidez hacia la izquierda, en donde el jurado se mantenía en silencio, pero volvieron nerviosamente a posarse sobre su acusador.

–Es un negocio de contestaciones telefónicas, eso es todo. Usted sabe bien de qué se trata.

–Sí, es posible, pero estoy seguro de que alguno de los miembros del jurado no estarán muy familiarizados con este tipo de operaciones. Por favor, descríbanos su negocio.

El testigo se chupó los labios.

–Bien, usted es una persona o una firma o una organización y naturalmente tiene usted un teléfono. Pero no tiene la posibilidad de tener a todas horas una persona junto a su receptor y no obstante desea saber qué llamadas le han hecho en su ausencia. Es entonces cuando usted se dirige a una oficina encargada de un servicio como el nuestro. Hay varias docenas de ellas en Nueva York y muchas cubren todos los sectores de la ciudad con innumerables sucursales dedicándose a grandes operaciones. Mi servicio, «Bagby Answers Inc.», no es tan importante, ya que estoy especializado en particulares, casas y departamentos en lugar de firmas u organizaciones de gran envergadura. Tengo oficinas en cuatro distritos diferentes: Grameray, Plaza, Trafalgar y Rhinlander. No puedo trabajar desde un despacho central porque…

–Perdone, señor Bagby, pero no es necesario que nos metamos en problemas técnicos. ¿Está una de sus oficinas entre las calles 68 Este y 69 Manhattan?

–Sí, señor.

–Descríbanos el funcionamiento de esta oficina.

–Bueno, es el despacho más moderno que tengo, abierto hace solamente un año y es también el más pequeño; mejor dicho, no se trata de un despacho sino de un apartamento, esto a causa de la ley del Trabajo. Ustedes sabrán que no se puede tener mujeres trabajando en una oficina después de las dos de la madrugada a menos de tratarse de un servicio público y sin embargo yo debo dar a mis clientes un servicio permanente toda la noche. Por eso en mi local de la calle 69 tengo cuatro operadoras para los tres cuadros de distribución y las cuatro viven en el apartamento. De esta manera puedo tener una de guardia desde las ocho de la tarde hasta las dos de la mañana y otra desde las dos en adelante. A partir de las nueve de la mañana frente a cada cuadro se coloca una operaria y durante todo el día funciona así.

–¿Los cuadros de distribución están instalados en una de las habitaciones del apartamento?

–Sí, señor.

–Explique al jurado cómo realizan las operadoras su trabajo.

Bagby lanzó una mirada nerviosa a los componentes del jurado y se volvió hacia su interlocutor.

–Pues sencillamente es un cuadro similar a los instalados en cualquier hotel, con hileras de agujeros para las clavijas de contacto. Naturalmente fue instalado por la Compañía Telefónica de forma especial para poder conectar con los teléfonos de mis clientes. Cada cuadro atiende el servicio de sesenta clientes. Para cada cliente hay un agujerito con una luz, la correspondiente clavija y una pequeña, tarjeta con su nombre. Cuando alguien marca el número de alguno de nuestros clientes se enciende la luz del casillero respectivo e inmediatamente se establece una conexión sincronizada con el timbre del teléfono del cliente. El número de zumbidos que la muchacha debe contar antes de contestar depende del cliente de que se trate. Algunos desean que conteste después del tercer zumbido, otros prefieren esperar más. He tenido un cliente al que la señorita le contaba quince timbrazos. Ésta es la clase de servicio que presto. Otras firmas de mayor importancia, las que tienen decenas de miles de clientes, no pueden hacer eso; están más comercializadas, yo en cambio, considero a cada cliente como un caso especial de sagrado cometido.

–Gracias, señor Bagby -exclamó Mandelbaum girando su cabeza y sonriendo con gesto amable al jurado. Luego volviose de nuevo hacia el testigo y continuó-: Pero no estoy intentando profundizar en la buena marcha de su negocio, me interesa sólo la mecánica. Cuando aparece la luz de uno de sus clientes en el tablero y la muchacha cuenta el número prescrito de zumbidos, ella conecta con la línea, ¿no es verdad?

Me pareció que tal vez Mandelbaum exageraba un poco al detallar tanto sus preguntas y volví la cabeza hacia mi derecha para observar a Nero Wolfe y ver si él estaba de acuerdo. Su perfil me hizo dar cuenta inmediatamente que en aquella ocasión se encontraba ligado a su papel como un mártir y sin humor para estar de acuerdo con nada ni con nadie.

Era de esperar. A aquella hora de la mañana, siguiendo su costumbre, su único deseo podía ser estar en las habitaciones dedicadas a sus plantas, cerca del tejado de su vieja casa de piedra oscura en la Calle 35 Oeste y dando órdenes a Theodore en bien de su celebrada colección de orquídeas y quién sabe si ensuciándose las manos él mismo.

A las once, después de lavarse las manos, tomaría el ascensor y bajaría hasta su oficina situada en la planta, arrellanaría su desmesurado cuerpo detrás de su mesa de trabajo, llamaría a Fritz para que le trajese cerveza y comenzaría a dictar órdenes a Archie Goodwin, es decir a dictarme órdenes a mí. Me daría todas las instrucciones que creyese oportunas y que en aquel momento le apeteciesen, desde escribir una simple carta a máquina hasta trabajos mucho más complicados, todo ello, siempre en beneficio de su reputación como el mejor detective privado del Este de San Francisco. Una vez terminadas sus primeras tareas aguardaría con ansiedad a que Fritz le trajese la comida.

Pero todo esto eran meras suposiciones porque la realidad era bien distinta, ya que había sido requerido por el Estado de Nueva York para comparecer en el estrado y testificar en la vista de la causa contra Leonard Ashe. Detestaba abandonar su casa y particularmente lo detestaba cuando se veía obligado a hacerlo para asistir a un juicio. El hecho de verse obligado a acudir a una citación para testificar, era algo que sólo hubiese aceptado con gusto de esperar beneficios económicos de sus clientes, pero de todos los allí presentes no había nadie que pareciese ir forrado de dinero.

Leonard Ashe se había presentado un día, aproximadamente dos meses antes, en la oficina para contratar los servicios del afamado detective, pero a última hora se había vuelto atrás. De esta forma no le quedaba a Nero Wolfe ni la perspectiva de unos buenos honorarios ni siquiera la de aumentar su fama. Y lo mismo me ocurría a mí, ya que si yo había sido citado era en un exceso de seguridad, pues no sería llamado a menos que Mandelbaum decidiera que el testimonio de Wolfe debía ser corroborado y en verdad esto era cosa muy poco probable.

No constituía un placer contemplar el hosco semblante de Wolfe y por lo tanto decidí volver mi mirada hacia los protagonistas.

Bagby estaba contestando:

–Sí, señor. La señorita conecta y responde a la llamada con frases como «Residencia del señor Smith, dígame:» o «Apartamento del señor Jones al habla». Luego dice que el señor Smith no está, comunica el mensaje que el señor Smith ha dejado o toma nota de lo que le comunican.

Bagby se pasó la mano por la cabeza y terminó diciendo:

–Ya lo ven, nuestro servicio está perfectamente especializado en su cometido.

Mandelbaum asintió con la cabeza.

–Sí -dijo-, creo que nos ha dado una clara visión del mismo. Ahora, señor Bagby, tenga la bondad de mirar hacia aquel caballero que se sienta allá en la sombra junto al oficial. Él es el demandado en la vista de esta causa. ¿Le conoce usted?

–Sí, señor.

–¿Dónde y cuándo se conocieron?

–En julio vino a mi oficina de la Calle 47. Primero llamó por teléfono y luego vino.

–¿Puede decir qué día de julio?

–El doce. Un lunes.

–¿Qué es lo que le dijo?

–Me hizo que le explicara el funcionamiento de mi servicio, lo hice así y me dijo que le interesaba para el teléfono de su domicilio en un apartamento de la Calle 73 Este. Me pagó por adelantado y en el acto los honorarios de un mes y quedó cerrado el trato para un servicio de veinticuatro horas diarias.

–¿Deseaba algún servicio especial?

–De momento no habló de nada especial, pero dos días después contrató a Mane Willis ofreciéndole quinientos dólares si…

El testigo fue interrumpido desde dos direcciones distintas simultáneamente.

El abogado defensor, un campeón llamado Jimmy Donovan cuyo nombre había sonado victorioso en numerosos grandes casos criminales durante los diez últimos años, abandonó su silla con la boca abierta dispuesto a objetar. Al propio tiempo Mandelbaum con la mano indicó al testigo que no siguiera.

–Un momento, señor Bagby. Cíñase estrictamente a mis preguntas. ¿Aceptó usted a Leonard Ashe como cliente?

–Desde luego, no había razón para no hacerlo así.

–¿Cuál era el número del teléfono del domicilio?

–Rhinlander dos-tres-ocho-tres-ocho.

–¿Asignó a su nombre y a aquel número de teléfono un lugar en su cuadro de distribución?

–Sí, señor. Uno de los tres cuadros de mi apartamento de la Calle 69 Este, es el del distrito de Rhinlander.

–¿Cuál era el nombre de la empleada que atendía el cuadro que correspondía al teléfono de Leonard Ashe?

–Marie Willis. "

Una sombra de agitación y murmullo recorrió la sala. El juez Corbett meneó la cabeza y frunció el ceño al tiempo que Bagby proseguía:

–Desde luego por la noche sólo hay una muchacha de guardia para atender a los tres cuadros a alternar en su servicio según las llamadas, pero durante el día cada muchacha está al servicio de su propio cuadro por lo menos durante cinco días a la semana y si me es posible durante seis. De esta forma, logran conocer cada una a sus clientes.

–¿Y el número de Leonard Ashe pertenecía al cuadro de Marie Willis?

–Sí, señor.

–¿Aparte de los servicios rutinarios de un cliente normal, hubo algo que hiciese atraer su atención personal hacia Leonard Ashe o hacia su teléfono?

–Sí, señor.

–¿Qué fue eso y cuándo? Primero, ¿cuándo?

Bagby pareció meditar un momento hasta estar seguro de que no se equivocaba.

–Fue el jueves, tres días después de que Ashe concertara el servicio, es decir, el quince de julio. Marie me llamó, me citó en mi despacho diciéndome que tenía que verme en privado para tratar algo muy importante. Le dije que si podía esperar hasta las seis en que dejaría el servicio y me dijo que sí. Por lo tanto, un poco antes de las seis llegué al apartamento de la Calle 69 y nos metimos en su habitación para poder hablar a solas. Me dijo que Ashe le había telefoneado el día anterior proponiéndole encontrarse con él en algún sitio para tratar de algunos detalles acerca del servicio que debía prestar con su número de teléfono. Ella le dijo que tal discusión debía llevarse a cabo conmigo, pero él insistió mucho…

Una voz agradable de potente barítono, interrumpió:

–Si Su Señoría permite -cortó Jimmy Donovan otra vez en pie- opino que el testigo no puede testificar sobre lo que Marie Willis y el señor Ashe se dijeron cuando él no estaba presente.

–Verdaderamente, no puede -replicó rápidamente Mandelbaum-, pero lo que está haciendo es testificar lo que Marie Willis le dijo a él.

El juez Corbett asintió, diciendo:

–Eso debe quedar claro, ¿entiende usted, señor Bagby?

–Sí, señor -se apresuró a responder Bagby-, comprendo a Su Señoría.

–Entonces adelante. ¿Qué le dijo la señorita Willis y qué le dijo usted a ella?

–Bien, me dijo que había accedido a reunirse con Ashe porque él era un productor teatral y ella deseaba ser actriz. Hasta entonces yo no había conocido aquella afición. La cuestión es que ella fue a su oficina de la Calle 45 tan pronto como terminó su trabajo. El señor Ashe le habló y preguntó diversas cuestiones y finalmente le dijo -esto es lo que ella me dijo a mí- que deseaba que escuchara todas las llamadas que se hicieran durante el día al número de su casa. Todo lo que ella tenía que hacer era esperar siempre a que se encendiera la luz de su correspondiente clavija y comenzara a sonar el zumbido. Luego debía esperar a que cesaran los zumbidos, esto significaba que alguien había descolgado el auricular y aquél era el momento para conectar y escuchar la conversación. Cada tarde a última hora, él la telefonearía para conocer los resultados. Todo esto es lo que le propuso Ashe a Marie Willis. Ella dijo que él contó quinientos dólares en billetes y se los ofreció diciéndole que le daría otros mil si accedía a su proposición.

Bagby se detuvo para tomar aliento. Mandelbaum preguntó:

–¿Le dijo a usted la muchacha algo más?

–Sí, señor. Me dijo que no sabía qué hacer y que no le interesaba disgustar a Ashe, pero que no obstante le dijo que le diera uno o dos días para pensarlo. Pasó una noche y al día siguiente tenía ya decidido lo que debía hacer. Me dijo, que desde luego se dio cuenta de que lo que Ashe quería en realidad era verificar las llamadas telefónicas que le hicieran a su mujer y precisamente Marie no podía espiar a aquella mujer, porque Robina Keane, que así se llamaba la esposa de Ashe, había renunciado dos años antes a su carrera de actriz para casarse con él y Marie veneraba a Robina Keane como a su más preciado ideal. Todo esto es lo que me dijo Marie y añadió también que había decidido hacer tres cosas. Debía contármelo todo a mí porque Ashe era mi cliente y ella trabajaba para mí. Debía también contárselo a Robina Keane para que estuviera prevenida ya que sin duda Ashe perseguía algo espiando a su mujer. Se me ocurrió que la verdadera razón que Marie tenía para contárselo todo a Robina Keane podía ser que ella esperaba…

Mandelbaum no le dejó seguir.

–Lo que se le ocurrió pensar a usted, señor Bagby, no nos interesa de momento. ¿Quiere decirme cuál es la tercera cosa que Marie decidió hacer?

–Sí, señor. Me dijo que pensaba ir a decirle a Ashe que se lo había contado todo a su mujer, porque era una muchacha que tenía palabra y le había prometido a Ashe al principio de su conversación que todo lo que él le dijera lo escucharía en plan completamente confidencial. Así pues, quería decirle que había creído necesario romper su promesa.

–¿Le dijo su empleada cuándo intentó hacer aquellas tres cosas?

El testigo movió la cabeza y contestó:

–Había cumplido ya su primer proyecto contándomelo a mí. Me dijo que había llamado a Ashe y le había dicho que a las siete estaría en su oficina. El tiempo era muy justo, pues a las ocho debía volver a estar frente al cuadro telefónico. También a mí me faltaba tiempo pues mi intención era disuadirla de su proyecto. Fui con ella ciudad abajo en un taxi hasta la Calle 45 en donde radicaba la oficina de Ashe e hice lo que pude, pero todos mis esfuerzos fueron inútiles y no logré que cambiara de opinión.

–¿Y qué es lo que usted le dijo?

–Intenté por todos los medios que cambiara de idea. Si ella llevaba a cabo su programa hasta el fin, podía incluso causar un perjuicio a mi negocio. Intenté persuadirla para que me dejase actuar a mí. Yo iría a visitar a Ashe y le diría que ella me había contado su proposición y que en vista de ello no me interesaba como cliente, allí terminaría todo y se olvidaría lo ocurrido. Todo fue inútil; Marie estaba completamente decidida a prevenir a Robina Keane y para hacer eso había roto su promesa a Ashe. Estuve insistiendo hasta que entró en el ascensor que debía conducirla a la oficina de Ashe, pero fracasé en todos mis intentos.

–¿Subió usted también con ella?

–No, eso no hubiera arreglado las cosas. Estaba completamente decidida y ante aquella obstinación, ¿qué podía yo hacer?

En efecto, pensé mientras volvía la vista hacia Wolfe. Sus ojos estaban cerrados y no parecía preocuparse demasiado por la marcha de las declaraciones. Volví pues la cabeza en otra dirección para observar cómo reaccionaba el caballero que se hallaba sentado en la penumbra junto al oficial. Aparentemente miraba sin pestañear hacia Leonard Ashe. Profundas arrugas surcaban su huesudo rostro en el que resaltaba una enorme boca y dos ojos hundidos. Verdaderamente era una cara que podía constituir un excelente modelo para los artistas.

Siguiendo mi inspección hacia la izquierda mi mirada se detuvo ahora en la mujer que se sentaba en la fila delantera de la audiencia.

Nunca había adorado a Robina Keane como a mi ideal, pero la había admirado en un par de revistas; además su primera y hasta entonces única aparición en el estrado había sido perfecta. Lo mismo en el caso de que en realidad fuera resueltamente fiel a su marido como en el caso de que no ocurriese así, su actuación había sido perfecta. Vestía de forma discreta y se sentaba también discretamente aunque no por eso intentaba pretender que no era joven y hermosa. Sin duda, a aquella altura del juicio todos los presentes dedicaban su tiempo a las conjeturas y el blanco de las mismas eran aquella mujer y su no tan joven y mucho menos bello marido.

Por un lado podía pensarse que para ella todo su mundo era él y que Ashe había estado equivocado al sospechar de su esposa, pero en el otro extremo aparecía la posibilidad de que ella había abandonado las tablas, sólo para tener más tiempo para dedicarse a ciertas promiscuas actividades y Ashe había sido un idiota al no darse cuenta antes.

Yo no hubiera sabido por quién inclinar mi voto. Mirándola a ella, podía pensarse que se trataba de un ángel y al mirarle a él se veía fácilmente que algo grave le había ocurrido dejándole en un estado lamentable, aunque podía imaginarse que dos meses seguidos de sentirse acusado de un crimen sen una carga pesada capaz de hacer sentir sus efectos.

Mandelbaum no cesaba de preguntar:

–¿Entonces no subió usted con Marie Willis a las oficinas de Ashe?

–No, señor.

–¿Subió, tal vez, después cuando ella hubo bajado?

–No. señor.

–¿Vio usted a Ashe aquella noche?.

–No, señor.

–¿Habló usted por teléfono con él aquella noche?

–No, señor.

Viendo a Bagby, y yo estaba acostumbrado a ver muchos personajes semejantes, se me ocurrió pensar que o estaba diciendo la pura verdad o se trataba de un experto embustero y no me parecía que fuese esto último.

Mandelbaum siguió preguntando:

–¿Qué hizo usted tras haber visto a Marie Willis entrar en el ascensor y subir hacia la oficina de Ashe?

–Me fui a una cena de compromiso con un amigo, en un restaurante, el Hornby, de la Calle 52 y después sobre las ocho y media fui hasta mi oficina de Trafalgar en la Calle 86 y Broadway. Allí tengo instalados seis cuadros y me comenzaba a trabajar una muchacha para el turno de noche. Me estuve allí un rato con ella y al salir tomé un taxi para ir a casa y cruzando el parque me llevó hasta mi apartamento en la Calle 70 Este. Hacía poco rato que había llegado cuando la policía me llamó por teléfono para decirme que Marie Willis había sido encontrada asesinada en mi oficina de Rhinlander. Salí inmediatamente y llegué allí lo antes que pude: frente a la puerta se apretujaba una gran multitud y un oficial me acompañó escaleras arriba.

Se detuvo un momento para tragar saliva al tiempo que se pasaba la mano por la barbilla.

–No la habían movido, habían sólo quitado el cordón de la clavija que habían encontrado alrededor de su cuello, pero no la habían movido de postura y allí estaba, caída sobre la alfombra frente a su cuadro de distribución. Me esperaban para identificarla y tenía…

Esta vez nadie interrumpió al testigo. Alguien me tiró de la manga murmurándome al oído:

–Vámonos ya.

Nero Wolfe estaba ya en pie al pronunciar aquellas palabras y se aprestaba a salir. A pesar de su gran volumen Wolfe se movía con rapidez y tuve que apresurarme para poderle seguir hacia la puerta y enfocar el pasillo sin poder prestar ya ninguna atención al desconcierto que aquella súbita decisión levantaba en la sala.

Estaba convencido de que de pronto su impulsivo carácter había sentido alguna necesidad vital que le impedía seguir por más tiempo sentado en su asiento, tal vez telefonear a Theodore para decirle o preguntarle algo acerca de una orquídea. Pero no fue así, pues pasó el teléfono de largo, llegamos al ascensor y apretó el botón para descender. Rodeados de gente por todas partes no le hice ninguna pregunta, no lo creí conveniente.

Llegamos a la planta y la carrera continuó hasta salir al exterior. Una vez en la acera se decidió a hablar.

–Vamos a tomar un taxi, pero primero quiero decirle unas palabras.

–No, señor -repliqué firmemente-. Primero voy yo a decirle unas palabras. Mandelbaum puede terminar con aquel testigo de un momento a otro y la deliberación no será larga, además es interesante saber lo que piensa decir Donovan. Si usted quiere un taxi puede irse a su casa, pero…

–No me voy a casa. No puedo.

–Exactamente, esto es lo que yo pienso, no se puede usted marchar; va a parecer una deserción y sólo vamos a lograr que su nombre quede mal parado. Además yo también he sido citado y me voy a volver a la sala. ¿A dónde piensa usted ir?

–A la Calle 68 Este y 69.

Le miré con los ojos muy abiertos pues temía que se le hubiese ocurrido aquello.

–Sí -siguió diciendo-, ya se lo explicaré por el camino.

–No, porque yo me vuelvo a la sala.

–No puede ser, le necesito y debe acompañarme.

Como a todo el mundo le ocurre me gustaba saber que alguien me necesitaba y así pues decidí no abandonarle. Crucé la acera en dirección a la calzada, me dirigí hasta el taxi estacionado más cerca de nosotros y abrí la portezuela. Wolfe me siguió y se sentó en el interior, di la dirección al taxista y nos pusimos en marcha.

–Vamos -le dije a Wolfe-, me ha dicho usted que tiene algo que contarme y me imagino que debe tratarse de cosas muy interesantes.

–Es posible que se trate de algo descabellado.

–Seguro que sí, creo que lo mejor será que nos volvamos.

–Escúcheme, me refiero a la tesis del señor Mandelbaum: de acuerdo que el señor Ashe puede muy bien haber asesinado a esa muchacha, de acuerdo también que su estado de ánimo acerca de la fidelidad de su esposa pueda situarle en condiciones maniáticas anormales. Pero ante todo el señor Ashe no es ningún imbécil. Bajo las circunstancias reseñadas, y creo que podemos fiarnos de la palabra del señor Bagby, me resisto a creer que Ashe fuera tan estúpido de ir a aquel lugar y a aquella hora y matar a la muchacha. Usted estaba presente cuando me llamó aquel día para contratar mis servicios. ¿No lo cree usted así?

–En parte estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero por otro lado, acostumbro a leer los periódicos e incluso he charlado con Cohen de la Gaceta acerca de ello. No es necesario pensar que Ashe fuera a aquella oficina con el propósito de matarla. Su historia puede ser ésta: un hombre le llamó por teléfono -una voz que él no reconoció- diciéndole si podrían encontrarse en la oficina de Bagby de la Calle 69 y él pensó que sin duda allí hablarían con Marie de aquel asunto y fue de esta manera como Ashe se tragó el anzuelo. Al llegar a la oficina de Bagby la puerta estaba abierta y Marie estrangulada con un cordón arrancado del cuadro de distribución atado fuertemente a su cuello. Abrió la ventana y gritó llamando a la policía. Para admitir esto, hay que admitir desde luego que Bagby mintió ahora cuando dijo que él no había hablado por teléfono con Ashe aquella noche y que Bagby es tan negociante que prefiere asesinar a una empleada antes que perder un cliente.

–¡Bah! No me gusta demasiado, como tampoco me gusta estar sentado en un banco de la audiencia con una mujer maloliente detrás de mi cogote. Pronto me hubiese llegado el turno para actuar de testigo y mi testimonio no hubiese hecho otra cosa que corroborar el del señor Bagby como usted supone. Creo que si el señor Ashe resulta acusado de asesinato siguiendo la tesis del señor Mandelbaum, se cometerá un error judicial y no quiero tener parte en el mismo. Ha sido difícil ponerse en pie y salir de la sala., pero ahora ya estamos fuera y no quiero irme a casa porque allí me pescarían para devolverme a mi idiota papel de testigo.

Cada vez le miraba más sorprendido.

–Vamos a ver si le comprendo. Usted no quiere ser cómplice de la condena de Ashe por asesinato y no quiere serlo porque duda de si en realidad él es culpable. Por lo tanto, lo que usted hace es huir. ¿No es cierto?

El obeso Wolfe hizo un extraño gesto, retorciendo su cuello sentenció:

–Seguro; será declarado culpable. No hablemos más del asunto.

–Un momento, a mí me queda todavía algo por decir. Si usted espera que yo le acompañe en una huida que puede acabar en una citación y una multa que no le quedará más remedio que pagar, no intente hacerme callar y diga también usted que dudamos de la culpabilidad de Ashe; pero que es fácil que saiga mal parado porque sabemos que Mandelbaum no se hace cargo de un caso, si no lo ve muy claro a su favor; diga también que a nuestra cuenta bancaria no le iría mal un buen empujoncito y que ese empujoncito nos lo podría dar Ashe por poco agradecido que fuera si lográsemos encontrar algo que pudiese resultar un puñetazo en la nariz de Mandelbaum. El camino a seguir debería ser para usted el de encomendarme a mí unas cuantas gestiones, irse a su casa, descansar un poco, leerse un libro y comerse una buena comida, pero eso no puede hacerlo porque le pillarían. Por lo tanto, debemos comenzar las gestiones ahora los dos juntos. Me siento de nuevo optimista, el día es maravilloso y hay que admitir que aunque en realidad la mujer que teníamos detrás olía demasiado, tengo buena nariz y sé que se trataba de «Flor de Pasión Tissot» de ochenta dólares la onza. Bueno, ¿qué vamos a hacer a la Calle 69?

–No lo sé.

–En verdad confieso que yo tampoco.

CAPÍTULO II

Era un viejo edificio de aspecto poco atractivo, fachada de ladrillos pintada de amarillo aproximadamente en los tiempos en que comencé a trabajar para Nero Wolfe. Cinco pisos sin ascensor.

La puerta, en la que se leía «Bagby Answers Inc.» se me abrió fácilmente al apretar el tirador.

Tras cruzar un pequeño y destartalado vestíbulo y ascender unos cuantos escalones, desembocamos en pleno despacho: la puerta estaba abierta y cedí el paso a Nero Wolfe, pues no sabía si su intención era presentarnos como lampistas o como vendedores de cepillos.

Al tiempo que Wolfe se dirigía a una muchacha sentada frente a un pupitre yo aproveché para dar una ojeada al local.

No había duda de que nos encontrábamos en el escenario del crimen. Las tres ventanas del fondo daban a la calle y en la pared opuesta se alineaban tres cuadros de distribución atendidos por tres muchachas provistas de auriculares. Las tres volvieron sus cabezas para observarnos.

La otra muchacha se hallaba sentada junto a un aparato telefónico normal y sobre su pupitre se veían una máquina de escribir y otros accesorios de oficina.

Wolfe le estaba diciendo:

–Mi nombre es Nero Wolfe y acabo de salir de la sala de la Audiencia en donde Leonard Ashe está siendo juzgado.

Y mirándome a mí explicó:

–Es mi ayudante el señor Goodwin. Estamos realizando unas comprobaciones acerca de todas las personas que han actuado de testigos a lo largo de la vista, ya sea en defensa de Ashe o llamados por el fiscal ¿Ha actuado usted de testigo?

Wolfe adivinó la respuesta antes de que la muchacha hablase. Ésta inclinó levemente su cabeza para responder:

–No, no he sido llamada.

–¿Cuál es su nombre, por favor?

–Pearl Fleming.

–Por lo tanto, usted no trabajaba todavía aquí el quince de julio.

–No, entonces estaba en otra oficina, aquí sólo funcionaban los tres cuadros y una de los tres atendía las llamadas normales de la oficina.

–Ya comprendo -replicó Wolfe en tono de fastidio, abominando sin duda de su mala fortuna. Luego pregunto-: ¿Están aquí las señoritas Hart, Velardi o Weltz?

A pesar de esforzarme no me fue posible reprimir un gesto de admiración, aunque en realidad nada de aquello fuera para asustarse. En verdad que los tres nombres que acababa de oír habían acaparado durante varias semanas páginas enteras en los periódicos, pero también era cieno que Wolfe no olvidaba nunca cualquier nombre relacionado con un asesinato y el sistema interior de su cerebro funcionaba incluso mejor que el de Saúl Panzer.

Pearl Fleming señaló hacia los tres cuadros:

–El del fondo es el de la señorita Hart, la señorita Velardi atiende el del centro y el otro es el de la señorita Yerkes. Ésta es la última que ha entrado en esta oficina pues ha venido para reemplazar a la señorita Willis. La señorita Weltz no está hoy, tiene su día libre. Ellas sí que han sido citadas, pero…

La muchacha se detuvo y volvió la cabeza. La mujer que atendía el cuadro del fondo acababa de quitarse los auriculares, se había levantado y se dirigía hacía nosotros.

Debía tener aproximadamente mi edad, sus ojos eran pardos y penetrantes, sus mejillas aplastadas y poseía una barbilla tan afilada que hubiera podido servir de rompehielos en caso de haber sido una morsa.

–¿No es usted el detective Nero Wolfe? – preguntó al llegar a nuestro lado.

–El mismo -respondió él-. ¿Y usted es Alicia Hart?

Ella no contestó y volvió a preguntar:

–¿Qué anda usted buscando?

Wolfe retrocedió un paso, no le gustaba tener a alguien tan cerca de él, pero menos si se trataba de una mujer.

–Deseo una información, señora. Deseo preguntarle a usted, a Bella Velardi y a Helen Weltz unas cuantas cosas.

–No tenemos ninguna información.

–Si es así no podré obtener nada, pero de todas formas voy a intentarlo.

–¿Quién les ha enviado aquí?

–No nos envía nadie, actuamos por nuestra cuenta. Hay un error cardinal en la afirmación de que Leonard Ashe asesinó a Marie Willis y no me gustan los errores. Mi curiosidad se ha despertado y cuando siento curiosidad sólo me curo de una manera: conociendo la verdad. Eso es lo que intento hacer. Si llego a tiempo de salvar la vida del señor Ashe mucho mejor, pero en cualquier caso estoy lanzado y nadie me detendrá. Si usted y las otras rehúsan atender a nuestras preguntas hoy, habrá más días, más días y más caminos a seguir.

La mujer hizo una extraña mueca, le lanzó su afilada mirada y por un momento pareció que iba a lanzarse sobre él; luego giró su vista hacia la izquierda y la detuvo sobre mi persona, pero rápidamente se volvió y dirigiéndose a la muchacha del pupitre, dijo:

–Hazte cargo de mi cuadro, ¿quieres? Yo no tardaré. Y mirando a Wolfe con aire autoritario, ordenó: -¡Vamos a mi habitación! Es por aquí.

Y al decir esto dio media vuelta y se puso en marcha.

–Un momento -interrumpió Wolfe-. Hay un punto oscuro en la relación publicada por los periódicos.

Se detuvo frente a los cuadros de distribución, detrás de Bella Velardi, justo en el centro.

–El cuerpo de Marie Willis fue encontrado aquí, caído en el suelo y sin vida. Es presumible que se hallase sentada al servicio del cuadro cuando la sorprendió el asesino. Pero ustedes viven aquí, usted y las otras, ¿no es verdad?

–Sí.

–Así pues, ¿cómo podía saber Ashe que la encontraría a ella sola en el despacho?

–No lo sé, tal vez ella misma se lo dijera. ¿Es éste el fallo que ha encontrado usted?

–¡Dios mío, qué va! Esto no tendría importancia, es muy probable que ella se lo dijera y que incluso él esperase hasta oír sonar el zumbido característico de una llamada para sorprenderla mejor. Es un pequeño detalle, pero es muy interesante tener la entera seguridad de que estaba completamente sola, ya que siendo como era pequeña y delgada, ni incluso usted está excluida de la posibilidad de haber asesinado a la señorita Willis; ni usted ni las otras. De todas formas, no vengo ahora a acusarla a usted de asesinato.

–Espero que no -refunfuñó la mujer dirigiéndose hacia una puerta que aparecía al final de la habitación y a la que se llegaba a través de un estrecho vestíbulo.

Yo los seguí caminando detrás de Wolfe y me imaginé que las muchachas del despacho debían estar pensando que no éramos más que unos chiflados exagerados. Me parecía natural que en aquellas circunstancias la señorita Velardi y la señorita Yerkes se volviesen en sus asientos para seguir observándonos, pero ninguna de las dos lo hizo. Permanecieron sentadas, rígidas y mirando fijamente a sus respectivos cuadros. Me daba la sensación de que cuando Alicia Hart preguntó a Wolfe si aquello era el fallo encontrado a lo largo de la vista, todas hubiesen preferido una contestación afirmativa.

La habitación de la señorita Hart fue una sorpresa. Primero, era grande, mucho más grande que la destinada a los tres cuadros telefónicos. Segundo, no soy ningún Bernard Berenson, pero he aprendido mucho de aquí y de allá y aquella mezcla de rojo y amarillo con azul, no solamente era un auténtico Van Gogh sino que era más grande y mejor que el que Lily Rowan tenía.

Me di cuenta que a Wolfe también le había llamado la atención y que tomando una silla acababa de sentarse delante del cuadro; yo tomé otra y me senté a su lado, frente a la cama en donde se había sentado la señorita Hart.

Mientras ocupaba su sitio volvió a preguntar:

–¿Cuál es el fallo encontrado por usted? Wolfe movió la cabeza.

–Yo soy el que pregunto, señorita Hart, no usted. Con el pulgar señaló hacia el Van Gogh.

–¿Dónde adquirió usted este cuadro?

Le miró fijamente y replicó con sequedad:

–No le importa saberlo.

–Ciertamente, no; pero deseo saberlo. Desde luego ustedes han sido interrogadas por la policía y el procurador del distrito, pero sin duda en sus preguntas actuaban siempre influenciadas por la idea de que Leonard Ashe era el culpable. Desde el momento en que yo rechazo esta idea, me veo imposibilitado a poner coto a mis impertinencias en las preguntas que les haga a usted o a las otras, y a todos los que puedan verse envueltos en esto. Por lo tanto comencemos por la adquisición de este cuadro. Si usted rehúsa decirme cómo ha venido hasta aquí o si su respuesta no me convence, buscaré un hombre para que se encargue de indagarlo, un hombre competente que no tardará en conocer todos los detalles. La cuestión es saber si usted prefiere que todo se aclare aquí o si cree mejor obligarme a solicitar los servicios de ese hombre con el correspondiente molesto cúmulo de interrogatorios a todas sus amistades y parientes. Si es así, no hablemos más, no perdamos tiempo y voy a ver si tengo más suerte con sus compañeras.

La mujer volvió a mirarle fríamente y pregunto:

–Pero ¿usted cree que le es interesante saber cómo he adquirido ese cuadro?

–Posiblemente, no; posiblemente no servirá para nada, pero este cuadro es un tesoro y considero que no es éste el lugar más adecuado para encontrarse con una obra así. ¿Es suyo el cuadro?

–Sí, yo lo compré.

–¿Cuándo?

–Hace aproximadamente un año. Se lo compré a un comerciante.

–¿Todo lo que hay en esta habitación es suyo?

–Sí, ésa es mi única extravagancia; me gusta comprar cosas y llenar mi habitación de cacharros.

–¿Cuánto hace que usted trabaja en esta casa?

–Cinco años.

–¿Cuál es su salario?

La mujer estaba lanzada a contestar y respondió sin dudar:

–Ochenta dólares a la semana.

–No lo suficiente para mantener sus extravagancias. ¿Recibe o ha recibido por otro conducto otros emolumentos? ¿Alguna herencia? ¿Tal vez una pensión? ¿Otros sueldos?

–No me he casado, tengo algunos ahorros y me gustan estas cosas. Creo que después de ahorrar quince años lo menos que puede una hacer es darse algún capricho, aunque sea caro.

–Estoy de acuerdo. ¿Dónde estaba usted la noche que Marie Willis fue asesinada?

–Estaba fuera, habíamos ido a Jersey en coche, Bella Velardi y yo. Buscábamos frescor, pues la noche era extraordinariamente calurosa.

–¿Fueron en el coche de usted?

–No, Helen Weltz nos dejó el suyo: tiene un «Jaguar».

Mis cejas se arquearon.

–¡Un «Jaguar»! – exclamé dirigiéndome a Wolfe-. ¡Vaya cacharro! No creo que usted cupiese dentro de uno. Contando impuestos y extras no salen por menos de cuatro mil dólares.

Me miró y volviéndose otra vez hacia la mujer continuó preguntando:

–Me imagino que la policía les habrá preguntado si conocían a alguien que pudiese tener algún motivo para desear la muerte de la señorita Willis, ¿no es así?

–No -respondió miss Hart, abandonando su anterior locuacidad.

–¿Existía buena amistad entre ustedes?

–Sí, señor.

–¿Le había pedido alguna vez a usted un cliente que escuchara las llamadas hechas a su número?

–Nunca.

–¿Sabía usted que la señorita Willis deseaba ser actriz?

–Sí, todas nosotras lo sabíamos.

–El señor Bagby dice que él no lo sabía.

–Él era su jefe; es muy posible que no lo supiese. ¿Cuándo ha hablado usted con el señor Bagby?

–No he hablado con él, le he escuchado cuando declaraba en el juicio. ¿Conocía usted la admiración que sentía Marie Willis por Robina Keane?

–Sí, también esto lo sabíamos todas. Con frecuencia imitaba a Robina Keane en algunas de sus más famosas interpretaciones.

–¿Cuándo le contó a usted su decisión de prevenir a Robina Keane contra la proyectada vigilancia de su marido?

La señorita Hart dudó:

–No le he dicho que me lo contara.

–¿Se lo contó?

–No.

–¿Alguien se lo contó?

–Sí, la señorita Velardi. A ella sí que se lo había explicado Marie. Puede preguntárselo.

Wolfe estaba poniendo en práctica un juego que a menudo yo había observado en él. Lanzaba anzuelos al tuntún esperando prender a alguien o alguna pista en uno de ellos. Era un buen camino a seguir, pero podía ocurrir que nos ocupase demasiado tiempo y nosotros lo teníamos contado. El que a una de las muchachas de la otra habitación le pasase por la cabeza telefonear a la policía, sería suficiente para que en un minuto tuviésemos visita y una visita que en aquel momento no nos interesaba.

Guy Unger era otro de los nombres que aparecía en los relatos de los periódicos. Para unos periodistas había sido en otros tiempos amigo de Marie Willis y para otros lo seguía siendo todavía.

La opinión de la señorita Hart era que Guy Unger y Marie Willis habían buscado cada uno nuevas compañías, pero que esto había ocurrido mucho tiempo atrás. No conocía en absoluto la existencia de crisis alguna que hubiese podido inducir a Unger a acabar estrangulando a su amiga. Durante otros cinco minutos Wolfe volvió a practicar su juego lanzando nuevos anzuelos desde diferentes ángulos.

–Muy bien -dijo-, muy bien por ahora; voy a ver qué dice la señorita Velardi.

–Bien -replicó Alicia Hart poniéndose en pie dispuesta a colaborar-; su habitación es la siguiente puerta, ¡por aquí!

Nos pusimos en marcha y yo pasé junto a un escritorio en cuyo cajón aparecía una cerradura, cerradura que probablemente hubiera podido manipular en veinte segundos, cosa que en realidad me hubiera gustado mucho, pero Wolfe se había ya alejado siguiendo a la señorita Hart y yo no quería perderme detalle. Llegamos a la otra habitación, la señorita Hart nos dejó, atravesamos la puerta abierta y nos quedamos solos.

Aquella habitación era diferente, más pequeña, sin ningún Van Gogh y sin la clase de muebles que uno podía esperar. La cama estaba sin hacer. Wolfe se detuvo y miró con ceño fruncido el desorden reinante en toda la habitación, luego se sentó en una silla de raída tapicería que le resultaba demasiado pequeña y me dijo a media voz:

–Echa una ojeada.

Lo hice así pronto pude darme cuenta, si aún no lo había hecho, que Bella Velardi era una completa desordenada, amiga de las rendijas. La puerta que daba al retrete y la mayoría de los cajones de un armario ropero, así como dos baúles situados junto a la pared estaban abiertos. Una de las razones por la que hasta ahora no me he decidido a buscar esposa es el miedo a que me tocara en suerte una desordenada como aquélla. Quise cerrar la puerta del W. C. y tuve dificultades para abrirme paso sin machete a través de la jungla de sillas y objetos desparramados por el suelo que hacían imposible los desplazamientos. Sobre una pequeña mesa se encontraba un pilón de libretos: leí el título del de encima: Un error es demasiado. En la portada aparecía una mujer de exageradas formas abrazada con cara de terror a un hercúleo muchacho de cabello rubio y ojos azules. También vi un montón de ediciones recientes de Pistas y Caballos y de Carreras Hípicas.

–Es una filántropa -le dije a Wolfe-; da su pasta en bien de la causa de los genéticos equinos.

–¿Qué quiere usted decir?

–Pues, sencillamente, que apuesta en las carreras de caballos.

–¿Pierde mucho dinero?

–Desde luego pierde. Depende de lo que juegue, probablemente grandes sumas, ya que tiene dos sueldos.

Wolfe me gruñó:

–Abra cajones y tenga uno bien abierto para cuando ella entre; quiero ver cuáles son sus reacciones.

Obedecí. Los seis cajones del armario estaban llenos de vestidos y no quise manosearlos. Hubiese sido un buen entretenimiento fisgonear el departamento de los nylons, pero no podía perder tiempo en pasatiempos inútiles. Una vez abiertos los seis los volví a cerrar para darle a conocer mi opinión sobre las rendijas. Los otros cajones del otro armario tampoco eran interesantes. No obstante, en el segundo encontré entre otras muchas cosas una colección de fotografías que repasé rápidamente, mas de pronto me detuve en una que me llamó la atención y que observé con detalle. En la foto se veía a Bella Velardi con otra muchacha y en medio de ambas un hombre. Los tres vestían bañadores y a sus espaldas aparecía el océano. La separé y se la alargué a Wolfe.

–¿El hombre? – pregunté-. ¿Quién es el hombre? Leo los periódicos y miro las fotografías, pero ésa hace dos meses y podría equivocarme.

Wolfe se acercó hacia una ventana para ver la foto con mayor claridad y después, metiéndosela en un bolsillo, exclamó:

–Es Guy Unger; busque más fotografías suyas.

–Si es que las hay -respondí volviéndome hacia el cajón abierto-: pero no se haga demasiadas ilusiones acerca de esas fotos, pues hace ya cuatro minutos que estamos solos y es posible que tras la narración de la señorita Hart hayan decidido telefonear pidiendo ayuda, y en este caso…

Dejé de hablar al escuchar perfectamente el ruido producido por las pisadas de unos altos tacones repiqueteando en el mosaico del pasillo. Cerré de golpe el segundo cajón y abrí el tercero; estaba inspeccionando su contenido, cuando me di perfecta cuenta que el repiqueteo sonaba ya dentro de la habitación. Entorné el cajón sin prisas y me volví esperando encontrarme frente a la indignada mirada de Bella Velardi, pero no fue así.

Sus impenetrables ojos negros y su agresivo rostro eran perfectamente capaces de producir la más terrorífica escena de indignación, pero sin duda sus nervios estaban demasiado ocupados en alguna otra cosa. Seguramente intentaba simular que no me había atrapado con un cajón abierto. En el ambiente se adivinaba una cosa segura: aquellas muchachas telefonistas habían planeado algo.

Bella Velardi dijo con una voz gangosa muy débil:

–La señorita Hart me dice que ustedes desean preguntarme algo -y tranquilamente se dirigió hasta la cama deshecha en donde se sentó cruzándose de brazos.

Wolfe la miró con los ojos medio entornados.

–¿Sabe usted qué es una pregunta hipotética?

–Desde luego.

–Pues bien, tengo una para usted. Si alquilo los servicios de tres expertos detectives para la tarea de saber aproximadamente cuánto ha perdido usted en las carreras de caballos el pasado año, ¿cuánto cree usted que tardarán en saberlo?

–Pero ¿cómo? Yo… -pareció que iba a ponerse en pie, pero volvió a quedarse donde estaba-. No lo sé -se decidió a contestar.

–Yo sí. Con suerte, cinco horas; sin ella, cinco días. Será mucho más sencillo que me lo diga usted. ¿Cuánto perdió el año pasado?

Bella volvió a revolverse y preguntó:

–¿Y cómo sabe usted que he perdido algo?

–No lo sé, pero el señor Goodwin, que es un experto en estas cuestiones, tras ver las revistas que tiene usted sobre la mesa, ha sacado la conclusión de que es usted una apostante empedernida. Si es así, será mejor que nos haga usted un pequeño reportaje sobre sus ganancias y pérdidas.

Wolfe se volvió hacia mí y me dijo:

–Archie, sus búsquedas se han visto interrumpidas, reanúdelas y mire a ver si logra dar con ese resumen. Señorita Velardi, si usted quiere puede vigilarle, pero no somos ningunos rateros, puede estar segura.

Me dirigí hacia los cajones que todavía no había mirado. Me imaginaba que la paciencia de la señorita Velardi debía de estar a punió de terminarse. Es posible que ella no fuera un asesino, pero incluso así, debía de tener algo que no quería que le tocase nadie.

Cuando llegué a un cajón y me disponía a abrirlo, la telefonista exclamó dirigiéndose a Wolfe:

–Mire, señor Wolfe, estoy dispuesta a decirle algo de lo que usted desea saber.

Pareció dudar, pero prosiguió:

–La señorita Hart me ha dicho que no debía sorprenderme por las preguntas que ustedes me hicieran, pero la verdad es que estoy aturdida. No es ningún secreto mi afición a apostar en las carreras de caballos, pero lo que gano o pierdo, eso ya es otra cuestión. Debe usted saber que tengo amigos, creo que me comprenderá, que no desean que la gente sepa que apuestan y me dan el dinero a mí para que yo lo haga por ellos. Ésta es la causa de que venga a jugar unos cien dólares a la semana y algunas veces más, incluso doscientos.

Creo que ni Wolfe ni yo nos tomamos demasiado en serio aquella respuesta, ya que Wolfe no tuvo ni siquiera interés en preguntarle el nombre de sus amigos.

–¿Cuál es su sueldo?

–Solamente sesenta y cinco dólares, por lo tanto, ya ven ustedes que no puedo jugar demasiado.

–Desde luego que no. Otra cosa, en verano, ¿acostumbran a tener las ventanas de esa habitación de enfrente abiertas?

La muchacha pareció concentrarse.

–Sí, hace mucho calor, sí; normalmente suele estar abierta la de en medio, pero si el calor es muy fuerte abrimos las tres.

–¿Incluso cuando se hace de noche?

–Sí.

–El quince de julio hacía calor. ¿Recuerda si estaban, abiertas las ventanas por la noche?

–No, no estaba aquí.

–¿Dónde estaba?

–Estaba fuera, en Jersey: habíamos ido allí en coche con mi amiga Alicia Hart. Fuimos para refrescamos y regresamos pasada la medianoche.

Estupendo, pensé, esto arregla las cosas. Una mujer puede inventarse una mentira, pero es difícil que la otra la repita con tanta precisión. Wolfe la estaba mirando.

–Si era de noche y las ventanas estaban abiertas el quince de julio, como sin duda debían de estarlo, ¿cómo es posible pensar que hubiese alguien tan insensato para asesinar a Marie Willis exponiéndose a ser visto?

La muchacha no pensó lo que debía responder e inmediatamente preguntó:

–¿Y usted qué cree? ¿Cree que no pudo hacerlo con las ventanas abiertas?

–No, él o ella debieron cerrar primeramente las ventanas y luego se cometió el asesinato. ¿Pero cómo pudo Leonard Ashe hacer eso sin alarmar a la señorita Willis?

–No lo sé, pero estoy segura de que pudo hacerlo.

–¿Pudo hacer qué?

–Nada, yo no sé nada.

–¿Conocía usted bien a Guy Unger?

–Sí, le conocía en el sentido honrado de la palabra. Hasta ahora sus respuestas eran breves pero seguras. Wolfe prosiguió en su labor inquisidora.

–¿Ha sabido mucho de él durante estos dos últimos meses?

–No, muy poco.

Wolfe se metió la mano en el bolsillo y sacó la foto retirada del cajón.

–¿Cuándo fue tomada?

Ella dejó la cama y se acercó hacia Wolfe alargando la mano, echó una ojeada a la foto y exclamó:

–¡Ah, ésta!

–Volvió a sentarse y de pronto, poniéndose en pie, dejó de fingir Tranquilidad y dio rienda suelta a su indignación:

–¡Ah, así pues, me han revuelto los cajones! ¿Qué más han robado? – Ahora sus nervios estaban rotos y nadie hubiese sido capaz de detenerla-. ¡Largo de aquí! ¡Márchense y no vuelvan! – y al decir esto avanzo señalándonos la puerta.

Wolfe, que no había soltado la fotografía, la volvió a su bolsillo y mirándome me dijo en voz alta:

–Vamos, Archie, parece que esto se ha acabado.

Se dirigió hacia la puerta y yo me fui tras él. Iba ya a cruzar el dintel cuando la mujer, adelantándome, le agarró por el brazo obligándole a detenerse.

–¡Un momento! – exclamó-. Comprenderá usted que a una no le gusta que le fisgoneen sus asuntos privados y me he disgustado al ver que han revisado los cajones llevándose esa fotografía.

Wolfe la miró fijamente dispuesto a volver al ataque.

–¿Cuándo fue tomada?

–Hace dos semanas, el domingo hizo exactamente dos semanas.

–¿Quién es la otra mujer?

–Helen Weltz.

–¿Quién hizo la foto?

–Otro que venía con nosotros.

–¿Cómo se llamaba?

–Ralph Ingalls.

–¿De quién era amigo Guy Unger, de usted o de la señorita Weltz?

–¿Qué quiere usted decir? Todos íbamos juntos, todos éramos amigos.

–No lo admito, eso no tiene sentido; dos hombres y dos mujeres nunca van completamente juntos. Siempre hay dos parejas.

–Bueno, pues Guy y Helen, y Ralph y yo.

Wolfe miró de lejos la silla que había abandonado poco antes y creyó que no valía la pena volverse a sentar, pero siguió preguntando:

–Entonces, ¿desde que la señorita Willis murió, el interés del señor Unger se ha centrado en la señorita Weltz?

–Yo no sé si se ha centrado o no. Parece que se gustan el uno al otro y eso es todo.

–¿Cuánto hace que usted trabaja aquí?

–En esta oficina desde que se abrió, hace un año.

Antes estaba en el despacho de Trafalgar. Allí permanecí dos años.

–¿Cuándo le dijo la señorita Willis que pensaba contar a Robina Keane el propósito de su marido?

Sin duda la muchacha había esperado aquella pregunta y respondió con rapidez:

–Aquella misma mañana, aquel jueves, quince de julio.

–¿Aprobó usted su decisión?

–No, no lo aprobé en absoluto. Pensé que no debía decírselo a Robina y que en cambio lo que debía hacer era olvidar el asunto. Pero ¡admiraba tanto a Robina Keane…! – Bella se interrumpió-. ¿No quiere sentarse?

–No, gracias. ¿Dónde está la señorita Weltz?

–Tiene su día libre.

–Lo sé, pero ¿dónde puedo encontrarla?

Bella abrió su boca para hablar, pero volvió a cerrarla. Finalmente la abrió de nuevo.

–No estoy segura de saberlo; esperen un momento.

Salió de la habitación con gran estrépito de tacones y tras dos minutos de espera estuvo de regreso.

–La señorita Hart cree que Helen tiene un pequeño piso en Westchester, un piso que alquila sólo durante los meses de verano. Si ustedes quieren puedo telefonear intentando encontrarla.

–Sí, ¡magnífico, hágalo, por favor!

Salió de la habitación y ahora la seguimos. En la de enfrente estaban las otras, frente a sus correspondientes cuadros. Bella Velardi habló a la señorita Hart y ésta marcó un número en el teléfono del pupitre. Wolfe permanecía en pie sin dejar de mirar a su alrededor, a las ventanas., a los cuadros, a las telefonistas y a mí. Cuando la señorita Hart le dijo que Helen Weltz estaba al aparato, Wolfe se dirigió hacia el teléfono que le alargaba la señorita Hart.

–¿La señorita Weltz? Soy Nero Wolfe, y tal como le habrá dicho la señorita Hart, estoy indagando algunos puntos oscuros relacionados con el asesinato de Marie Willis; me gustaría hablar con usted personalmente. ¿Cuándo piensa usted regresar a la ciudad…? ¿No…? Lo siento mucho, pero yo no puedo esperar hasta mañana… ¡No. esto es otra cuestión…! De acuerdo: ¿usted estará ahí toda la tarde…? Muy bien, lo haré.

Colgó y rogó a la señorita Hart que me dijese a mí lo que era necesario hacer para llegar a Westchester. Eran tan complicadas las explicaciones para llegar a Katonah, que decidí sacar mi libro de notas. Anoté también debajo el número de teléfono; Wolfe, saludando secamente, se había ya marchado. Así, pues, después de dar las gracias a las señoritas salí yo también, alcanzando a Nero a media escalera. Inmediatamente le pregunté:

–¡Qué! ¿Cogemos un taxi para ir a Katonah?

–No -me respondió bruscamente-; vámonos al garaje a sacar el coche.

CAPÍTULO III

Tras llegar al garaje en la Calle 36, junto a la Décima Avenida y mientras esperábamos a que Pete nos bajara el coche, Wolfe pronunció unas palabras que yo hacía rato esperaba.

–Podríamos llegarnos a casa en cuatro minutos.

No me extrañó nada.

–Sí, señor -le dije-; sabía que acabaríamos yendo a casa. Para ir a Katonah debemos conducir bastante, para conducir es preciso que tengamos el coche, para tener el coche hemos tenido que llegar hasta aquí, desde aquí estamos a un paso de casa y en casa podemos comer tranquilamente. Una vez en casa, con la puerta bien cerrada y dispuestos a no contestar al teléfono, podemos volver a considerar la conveniencia de ir hasta Westchester. Usted le dijo que iríamos hasta Katonah, ¿no es verdad?

–No, se me ocurrió ahora mientras veníamos.

–Tengo una idea -le dije dirigiéndome hacia la puerta de la oficina del garaje-. Aquí hay un teléfono, lo primero que debería usted hacer es llamar a Fritz o, ¿quiere que lo haga yo?

–Yo le llamaré -replicó entrando en la oficina.

Se sentó junto a una mesa y marcó el número de su casa. Un minuto después estaba diciéndole a Fritz dónde se encontraba, haciéndole unas cuantas preguntas y recibiendo respuestas que parecían no gustarle demasiado. Wolfe le ordenó que dijese a todos los que llamasen por teléfono que no sabía nada de nosotros y que no tenía ni la más remota idea del lugar en donde podíamos encontrarnos: le dijo también que no nos esperara hasta que llegásemos. Se despidió y colgó. Miró hacia el teléfono y luego volvió su vista hacia mí.

–Han llamado cuatro veces; una, el oficial de la Audiencia, otra desde la oficina del procurador del distrito y dos el inspector Cramer.

–¡Vaya! – exclamé gesticulando-. Me imaginaba las llamadas de la Audiencia y del procurador, pero no hubiese pensado que Cramer se interesase por nosotros, aunque en verdad, el pobre debe de estar rompiéndose la cabeza pensando qué gestiones podemos estar ahora realizando por nuestra cuenta tras haber abandonado la Audiencia inesperadamente. Vámonos a casa, que va a ser interesante saber si tiene allí apostados uno, dos o tres espías esperándonos. No hay duda que querrá pescarnos y a lo mejor no llegamos ni a comer a casa y lo hacemos entre rejas.

–¡Cállese ya de una vez!

–Sí, señor. Aquí está ya el coche.

En efecto, el oscuro sedan apareció en la rampa y se detuvo exactamente a un metro de donde nosotros nos encontrábamos. Pete descendió y ayudó a Wolfe a penetrar en el coche, yo me senté al volante y un momento después nos encontrábamos en plena calle.

A aquella hora del día la circulación en la autopista del Oeste no era demasiado densa y lo mismo hacia el norte del puente Henry sobre el Hudson y a lo largo de la avenida del Parque Sawmill River. Me hubiera gustado hacer descansar mi cerebro unos minutos pensando en otras cosas. Pero ¿en qué iba a pensar? No podía ni un instante dejar de hacerme conjeturas acerca de las causas que rodeaban aquel homicidio. ¿Habíamos adelantado algo? ¿Era verdaderamente interesante ir a Katonah? En el fondo seguía creyendo que Wolfe había tomado una de sus descabelladas decisiones al abandonar la Audiencia tan sólo porque la señora de detrás usaba un perfume demasiado penetrante.

No, decididamente no podíamos por el momento volver a casa, y esto era también la opinión de Wolfe, que momentos antes me había ordenado enfocar la dirección de Katonah.

De pronto, dejé de divagar; por el espejito retrovisor acababa de descubrir un coche patrulla que rodaba detrás de nosotros acercándose cada vez más. Encogí mis rodillas y me agaché escondiendo disimuladamente mi cara con el brazo. El coche patrulla no tardó en colocarse a nuestro lado y adelantarnos rápidamente. Respiré algo más tranquilo y volví a mi posición normal. Hubiera sido ir demasiado lejos si el inspector hubiese cursado una orden general de alarma, pues los caminos de Cramer para echar el guante a Wolfe eran de lo más fantásticos.

Aflojé la marcha al llegar a la plaza Hawthorne y le dije a Wolfe que eran las dos menos cuarto y que tenía un hambre terrible. Él me dijo que estábamos igual y que parásemos a comprar algo. Aparqué junto a la acera y entramos en un establecimiento en donde nos tomamos unas pastas con queso y bebimos unas cervezas.

Las agujas del reloj señalaban exactamente las 2,38 cuando, tras seguir las indicaciones de Alicia Hart, nos encontramos circulando por un cuidado camino rodeado de casitas y jardines cubiertos de césped.

Segundos más tarde nos detuvimos frente a la casa que andábamos buscando. Frente a ella aparecía aparcado un «Jaguar» amarillo. Cuando me disponía a subir los escalones de la entrada, aparecieron dos personas por la esquina del jardín. Sin duda una era la que nos había llevado hasta allí. Ojos azules y cabellos del mismo color del «Jaguar».

Se acercó a nosotros sonriente.

–¿Usted es Archie Goodwin? Soy Helen Weltz. ¿Señor Wolfe? Encantada, éste es Guy Unger. Pasen por aquí, que nos sentaremos a la sombra de ese viejo manzano.

Recordaba perfectamente su fotografía en el periódico dos meses antes y recordaba también la foto que habíamos encontrado en la colección de Bella Velardi. Guy Unger no me había parecido nunca un asesino. Era un tipo demasiado mediocre, con ojos muertos, muy pequeños, enmarcados en una cara excesivamente redonda y grande. Su boca era tan grande que no me hubiese extrañado saber que podía meterse en ella su puño cerrado.

El manzano era un enorme árbol de la época colonial, a cuya sombra podía acogerse un buen número de visitantes a la vez. Wolfe apresuró su paso hasta sentarse en la silla que él consideró más cómoda y resistente. Helen Weltz nos preguntó qué queríamos beber, pero Wolfe, tras darle las gracias, declinó la invitación. No quería perder tiempo y esperó sólo a que ella se sentara en otra silla frente a él. La muchacha lo hizo así, sonrió amistosamente, incluyéndome a mí en su sonrisa y tras miramos con sus vivaces ojos azules comenzó a hablar:

–Me ha extrañado su llamada telefónica y lamentaría que hubiesen venido hasta aquí inútilmente. No voy a poder contarles nada de lo ocurrido a la pobre Marie. Realmente me va a ser imposible porque no sé absolutamente nada. Yo estaba fuera, en el estuario, navegando. ¿No se lo han dicho las otras?

Wolfe gruñó:

–Estos detalles no son los que he venido a saber, todo eso ya se lo habrá preguntado la policía y de poca utilidad nos serían. Mi interés ahora se centra en otros puntos, hay que ir más lejos, me he despertado un poco tarde, pero, espero que no demasiado. Empecemos, por ejemplo, preguntando, ¿cuándo ha llegado el señor Unger?

–¿Por qué? Él acaba…

–¡Alto ahí! ¡Un momento! – interrumpió con voz de barítono Unger levantándose del asiento que había ocupado momentos antes-. A mí olvídeme. Yo sólo estoy de espectador y eso es todo. No puedo ser un espectador imparcial porque estoy a favor de la señorita Weltz y de completo acuerdo con ella.

Wolfe no se dignó ni siquiera mirarle y se dirigió a la mujer:

–Le explicaré, señorita Weltz, por qué acabo de preguntarle cuándo llegó el señor Unger. Voy a explicárselo todo. Cuando he estado en el despacho de la calle Sesenta y Nueve hablando con las señoritas Hart y Velardi, me ha dado la impresión de que ambas tenían miedo de algo y fingían. Estoy francamente intrigado y presumo que usted puede aclararme todo esto. Supongo que después de salir de la oficina, la señorita Hart ha vuelto a llamarla a usted dándole cuenta de la situación y discutiendo la forma de tratarme. Me imagino también que bien ella o bien usted, telefonearon luego al señor Unger y éste se ha apresurado para llegar aquí antes de hacerlo yo. Naturalmente encuentro todo esto muy significativo y me hace considerar que…

Unger le cortó:

–Olvide todo esto, amigo, está usted completamente equivocado..Me he enterado de que usted venía hace exactamente diez minutos cuando llegué aquí. La señorita Weltz me invitó ayer para que viniese esta tarde. Tomé un tren para Katonah y luego un taxi.

Wolfe le miró con desconfianza:

–No sé si puedo creerle, pero de todas maneras me parece que probablemente acabaré antes mi entrevista con la señorita Weltz si usted se retira. Sólo serán veinte minutos, ¿sabe?

–Creo que será mejor estar presente.

–Bien: si es así, le ruego no moleste demasiado con sus interrupciones.

–¡Guy, anda y deja que me pregunte! – exclamó la señorita Weltz dirigiéndose a Unger y luego dirigiéndose a Wolfe prosiguió-: Lo que ocurre es que su presencia aquí le ha puesto de mal humor. Cuando ha llegado y le he dicho que usted venía, me hubiese gustado que le hubieran oído. Le conoce demasiado para no temerle, es usted demasiado famoso por sus investigaciones y tengo que confesarle que hasta yo estoy asustada.

–¿Asustada? ¿De qué?

–Usted me da miedo. Creo que cualquier persona sensata se asustaría ante el panorama de una entrevista con usted.

–Pero no me imagino que le dé tanto miedo como para obligarla a pedir ayuda. Además su aspecto no demuestra ese miedo que usted dice.

–Esto es otra cuestión, usted es una gran personalidad y me alegra tener la oportunidad de enfrentarme al gran Nero Wolfe dejando aparte los demás prejuicios.

Al decir esto la muchacha rió abiertamente y dirigiéndose a la mesa se sirvió un vaso de whisky. Bebió un trago y repitió riendo:

–Eso es, tengo ganas de enfrentarme al gran Nero Wolfe.

Guy Unger seguía mirándola con el ceño fruncido.

–Pues bien -dijo Wolfe dispuesto a comenzar su trabajo-, desde luego me imagino que la señorita Hart le diría que rechazo completamente la hipótesis de que Leonard Ashe sea el asesino de Marie Willis y me he propuesto demostrarlo. Es demasiado tarde para intentar repasar paso a paso la encuesta llevada a cabo durante la lista de la casa, además creo que tanto la policía del distrito por una parte como el abogado del señor Ashe por la otra, habrán hecho todas las investigaciones del caso y sus declaraciones habrán sido auténticas. Por lo tanto, me es imposible demostrar la inocencia del señor Ashe y de momento debo contentarme con abrigar dentro de mí una duda completamente razonable de su culpabilidad. ¿Puede usted ayudarme a fundamentar esa duda?

–Desde luego que no: ¿cómo podría hacerlo?

–Creo que puede existir la forma de que usted me ayude, al fin y al cabo también usted está al frente de un cuadro de distribución y se encontraba normalmente junto a Marie Willis.

Helen Weltz se acercó otra vez el vaso a los labios.

–Perdone -le dijo-, pero creo que está usted de broma, señor Wolfe. La policía del distrito nos ha preguntado todo lo que tenía que preguntar, les hemos contado todo lo que sabíamos acerca de las personas con las que Marie Willis tenía alguna relación en el intento de ayudar a encontrar a alguien que estuviera detrás de la figura de Ashe, pero la figura de Ashe sigue en solitario en la lista de posibles culpables del asesinato de Marie y ahora lo único que desean en el proceso es probar esa culpabilidad de la que todo el mundo está ya seguro. Por eso, señor Wolfe, creo que usted está de broma queriendo, en veinte minutos, destruir todo lo demostrado en varias semanas de competentes investigaciones.

Terminó de hablar y volvió a beber. Guy Unger se le acercó intentando quitarle el vaso de las manos.

–¡Ya está bien, Helen!

Ella le miró de arriba abajo, vació el vaso y se sentó en su silla como fatigada de haber hablado demasiado.

Wolfe la miró compasivamente.

–No -dijo-, no, señorita Weltz; yo no quiero destruir nada, lo único que deseo es que usted me cuente algo que estoy seguro no contó a las demás personas que hasta ahora la han interrogado. Cuando acaba de cometerse un asesinato todos se ponen muy nerviosos y es muy humano que voluntaria o involuntariamente se omita algo en las declaraciones. Por eso yo, señorita Weltz, lo único que quiero es que me cuente lo que no contó todavía a nadie. Si usted cree que mi procedimiento es inconveniente, dígamelo ahora y me las compondré para…

–Yo no tengo nada que decirle.

–Eso no tiene sentido, y creo que siguiendo por este camino va a llegar a la histeria.

–¡Tonterías! ¡No tiene usted razón!

–¡Cálmate. Helen! – exclamó Guy Unger fijando sus diminutos ojos en Wolfe-. Lo que está usted buscando si no he comprendido mal es una salida para Leonard Ashe, ¿no es verdad?

–Sí.

–¿Y eso es todo?

–Sí.

–¿Querría usted decirme si el abogado de Ashe ha alquilado sus servicios?

–No, en absoluto.

–¿Quién, pues?

–Nadie. He abandonado mi papel de testigo en el proceso porque de pronto ha nacido en mí la duda sobre la culpabilidad de Ashe.

–¿Por qué duda de su culpabilidad?

Wolfe dio unos pasos alejándose de Unger y retrocediendo de nuevo respondió:

–Adivinación, séptimo sentido tal vez.

–Ah, ya comprendo, castillos en el aire; pues bien, Wolfe, ya que usted no viene de parte de nadie sino por su propia cuenta, creo que voy a decidirme a ayudarle. Al fin y al cabo lo que fuera a preguntar a la señorita Weltz también yo lo puedo responder, si se lo hemos contado a la policía, ¿por qué no podemos contárselo a usted? Primero de todo, ¿sospecha usted de mí?

–Sí.

–De acuerdo, le contaré, pues, la historia. Conocí a Marie Willis hace algo más de un año. En los primeros tiempos sólo nos veíamos una vez al mes aproximadamente, luego con más frecuencia; íbamos de cuando en cuando a cenar y al teatro. Nunca estuvimos prometidos, nada de eso. La última semana de junio, exactamente quince días antes de su muerte, hizo sus vacaciones y nos fuimos con otra pareja a hacer un pequeño crucero a bordo de mi yate, Hudson arriba, hacia el lago Champlain. ¿Le interesa saber el nombre de los otros dos?

–No.

–Bien, esta semana que duró el crucero es la que me hizo entrar en la lista de protagonistas que rodearon el cuadro del crimen. No ocurrió nada extraordinario en aquel crucero, fuimos a pasar unos días de vacación y todo se desarrolló normalmente, pero cuando dos semanas después ella fue asesinada la policía creyó que yo podía tener algo que ver en el asunto. No obstante, no había nada en mis relaciones con Marie que hiciese posible comprender que yo podía tener algún interés en matarla. ¿Desea preguntar algo?

–No: siga, por favor.

–Además la policía se dio pronto cuenta de que yo no podía ser el asesino, porque materialmente no podía haberla matado el quince de julio. Era un jueves, y a las cinco de la tarde había salido yo con mi yate hacia el Harlem River y el estuario. A las diez de la noche estaba durmiendo junto a un embarcadero, cerca de New Haven. Mi amigo, Ralph Ingalls, estaba conmigo y con su mujer: también estaba la señorita Helen Weltz. ¿Alguna pregunta?

–Sí, una o dos. ¿Cuál es su ocupación?

–Pero, ¡por Dios!, se ve que usted no lee la Prensa.

–Sí, lo leí; pero hace ya varias semanas y lo recuerdo vagamente; creo que es usted representante de comercio.

–Bueno, aproximadamente soy esto; agente de ventas de diferentes casas.

–¿Tiene usted alguna oficina?

–No necesito tenerla.

–¿Ha tenido algún contacto comercial con la «Bagby Answers, Incorporated»?

Unger movió la cabeza.

–Creo que ésta es una pregunta capciosa. ¿Por qué me la hace?

–Porque sospecho que la respuesta debe ser afirmativa.

–Pero, ¿por qué? ¡Sólo por curiosidad!

–Mire, señor Unger -y Wolfe le señaló con el índice al hablar-, ya que usted parece conocerme bastante, seguro que sabrá que no me gusta nada meterme en un coche y lanzarme por las carreteras aunque el señor Goodwin esté al volante. Pues bien, si sabe esto, supongo que le será fácil imaginarse que no he hecho esta excursión al buen tuntún. Si usted cree que la pregunta que le he hecho es embarazosa, no la responda.

–No es embarazosa -dijo Unger dirigiéndose hacia la mesa.

Se sirvió un dedo de whisky añadiéndole dos dedos de soda, y volviéndose hacia Wolfe habló en tono distinto.

–Señor Nero Wolfe, creo que este asunto es una necedad, pero usted ha venido aquí dispuesto a saber algo. Dios sabe qué, y creo preferible hablar con usted a solas. ¿Vamos a darnos una vuelta? Wolfe levantó la cabeza.

–No, no deseo hablar caminando; si es que usted quiere decirme algo sin testigos, la señorita Weltz y el señor Goodwin pueden irse. ¿Archie?

Me levanté de la silla mientras Helen Weltz, mirando a Unger primero y luego a mí, hacía lo propio.

–Vámonos a ver sus flores, señorita -sugerí yo-: el señor Unger nos llamará cuando crea conveniente.

Helen me siguió, y pasando bajo las frondosas ramas del manzano y dos o tres árboles más, nos alejamos adentrándonos en un pequeño prado cuya hierba nos llegaba hasta las rodillas. Aquellas casas estaban rodeadas de jardines de enormes dimensiones por los cuales se podía pasear en la misma dirección durante buen número de minutos. Me detuve para mirar unas flores e intentando a la vez iniciar la conversación, comenté:

–Crisantemos dorados; pero, y ésas azules, ¿Qué flores son?

No obtuve respuesta. Unos pasos más v volví a intentar.

–Creo que no hace falta alejarnos más. A menos que use un megáfono no me parece posible que de ningún modo podamos oírle.

No tuve éxito y levantando la voz exclamé:

–¡Bien! No me extraña que él quiera hablar a solas con el señor Wolfe: he aprendido mucho durante mi vida y sé que las reacciones de los que se hallan envueltos en un asesinato son a veces de lo más extrañas.

Por fin mis palabras la hicieron reaccionar.

–¡Él no está envuelto en ningún asesinato! ¡Estoy segura!

–Yo no me atrevería a afirmarlo así.

Como si las fuerzas la abandonaran se dejó caer sobre la hierba, cruzó sus piernas y cubriéndose el rostro con las manos comenzó a sollozar. Permanecí de pie junto a ella observándola atentamente y esperando que de un momento a otro fuera a decirme algo importante. No fue así y tras esperar medio minuto, acabé por agacharme y asiéndola fuertemente por sus desnudos hombros, le hablé con autoridad:

–Ésta no es manera de tomárselo. No llore, que si Unger la oye creerá que es por mi culpa y acabará su charla con Wolfe.

Murmuró algo que sus manos no me permitieron comprender, aunque me pareció que había exclamado: «Dios me ampare.» Los sollozos se convirtieron en escalofríos y volvió a hablar, esta vez ya en forma más inteligible:

–Me hace usted daño.

Solté sus hombros y ella descubrió su rostro triste, pero ya sin lágrimas.

–¡Dios mío! – volvió a exclamar tristemente-. Hubiese sido maravilloso que usted, rodeando con sus brazos mi talle, me hubiese dicho: «Pequeña, estoy dispuesto a ayudarle; me encargaré de todo.» Sí, eso hubiera sido maravilloso.

–Si usted quiere puedo intentarlo -le ofrecí-; no me va a costar demasiado enlazar su talle con mis brazos y por lo demás usted dirá de qué debo encargarme.

La muchacha no pareció hacer caso de mis palabras y siguió quejándose.

–Pero, ¡Dios mío, qué necia soy! ¿Ha visto usted mi coche, mi «Jaguar»?

–Sí, ya lo creo, es fantástico.

–Pues voy a quemarlo. ¿Cómo se hace para prender fuego a un coche?

–Creo que lo mejor es rociarlo con gasolina, aplicarle luego una cerilla y salir corriendo. Pero tenga cuidado con lo que luego cuente a la Compañía de Seguros, no sea que la jugada le salga desafortunada.

Siguió, sin preocuparse de mis palabras:

–Y no es solamente el coche, querría quemar muchas otras cosas, hombres incluso. ¿Por qué no podría tener un hombre que fuese un amigo de verdad? Podría haberlos tenido a docenas y sin embargo nunca lo encontré. Por eso, ahora que estoy aquí, sola junto a usted, un hombre al que nunca hasta hoy había visto, hubiera sido delicioso que usted se hubiese brindado a ayudarme.

–Puedo hacerlo -afirmé amable pero sin demasiado calor-, ¿por qué no? No creo que fuera usted una mala adquisición. ¿Cuáles serían mis responsabilidades?

Levantó la cabeza y miró hacia el fondo del jardín. Junto a la casa seguían Wolfe y Unger sentados bajo la sombra del manzano hablando en voz baja, pues a pesar de que mi oído es muy fino, no logré captar ni el más leve rumor.

Se volvió hacia mí para preguntar:

–¿Qué es lo que intenta el señor Wolfe? ¿Quiere encontrar culpa en nosotros?

–No es exactamente eso, él busca algo que espera encontrar. Si tarda en dar con ello, luchará hasta el fin, pero puede estar segura de que logrará lo que se propone. Si usted guarda algo dentro de su mente, cuanto antes me lo diga, mejor. Sería una lástima que también usted saliese perjudicada en este asunto.

–¡Ya me ha perjudicado!

–Sí, pero puede perjudicarle mucho más.

–Estoy segura de ello -pareció decirse a sí misma al tiempo que me tendía una florecilla azul que acababa de arrancar-. Me ha preguntado usted antes qué flores eran éstas. Son margaritas silvestres del color de mis ojos.

Arrancó otra florecilla y mirándome fijamente como intentando mostrar el color de sus ojos, dijo:

–Ya he decidido le que voy a hacer. ¿Qué hora es?

–Las tres y cuarto.

–Vamos a ver, cuatro horas, cinco… ¿Dónde puedo ver a Nero Wolfe en la ciudad hacia las nueve de la noche?

Instintivamente iba a responder que es su oficina, pero recordé que era muy posible que no pudiese estar todavía en un sitio tan conocido corno su oficina tras la súbita desaparición de aquella mañana.

–Su teléfono y dirección están en la Guía -le dije-; pero esta noche no estará allí. Llame usted y pregunte por Fritz. Dígale que es usted la Reina de Corazones y le dirá dónde puede usted encontrar a Wolfe. Tenga en cuenta que si no le dice que es la Reina de Corazones él no le dirá dónde está Wolfe, porque Nero no desea que le molesten cuando está en casa. ¿Pero, por qué no gana usted tiempo y se pone al habla ahora mismo con él? Es evidente que quiere usted decirle algo; pues bien, ahí le tiene: ¡vaya y dígaselo!

Movió su cabeza negando:

–No, no puedo; aquí no me atrevo.

–¿A causa de Unger?

–Sí.

–Si él ha solicitado hablar a solas con el señor Wolfe, ¿por qué no puede usted hacer lo propio?

–Ya le he dicho que no me atrevo.

–Bien, váyase y vuelva cuando Unger se haya ido.

–No va a marcharse, va a venir hasta la ciudad conmigo.

–Bueno, pues otra solución. Cuénteme a mí lo que quiere contarle a Wolfe. Le garantizo que repetiré palabra por palabra al señor Wolfe todo lo que usted me haga saber. Puede confiar en mi memoria. Por la noche, usted le llama por teléfono y ya él habrá tenido tiempo de…

Desde el fondo del jardín me interrumpió la voz de Unger gritando:

–¡Helen, Helen!

Tendí mi mano a la muchacha ayudándola a levantarse y mientras atravesábamos la pequeña pradera me dijo todavía en voz baja:

–Le advierto que si se le ocurre a usted decírselo negará la autenticidad de sus palabras en todo momento. ¿Piensa usted decirlo?

–A Wolfe, sí. A Unger, no.

–Si lo hace, ya sabe cuál será mi reacción.

–Bien, no lo haré.

Nos aproximábamos a la casa. Wolfe y Unger habían ya abandonado sus sillas y aunque no parecía que acabasen de firmar un pacto de no agresión, tampoco era presumible que la charla hubiese resultado demasiado violenta.

–Bueno, Archie, esto ya está: vámonos.

Nadie añadió nada y la atmósfera entonces se hizo más tensa.

Subimos al coche y para no rozar el «Jaguar» abarcado decidí dar un rodeo por detrás de la casa hasta encontrar carretera limpia.

Habíamos recorrido media milla cuando decidí hablar a mi silencioso pasajero.

–Tengo algo que comunicarle.

–Deje ahora eso -replicó en voz más alta de lo normal-; no quiero hablar de este asunto ahora.

Algo más lejos pasamos junto a un parador de carretera, frené la marcha y aparqué.

Me volví hacia Wolfe que iba sentado detrás para decirle:

–Compraremos algo para entretener el estómago.

Mientras lo hacíamos le conté lo de Helen Weltz, comenzó a escucharme frunciendo el ceño y acabó con el ceño todavía fruncido.

–Creo que el pánico la tiene aprisionada, mas espero que deje de estar asustada pronto. Ahora bien, usted que es un excelente conocedor de las mujeres, principalmente jóvenes, ¿qué opina? ¿Es una asesina que busca desesperadamente la rendija por donde poderse escabullir? Si no lo es, ¿qué es lo que en realidad es Helen Weltz?

–No lo sé, creo que ciertamente está intentando escabullirse, pero no puedo afirmar cuál sea su papel en todo esto. ¿Qué quería decirle Unger en privado? ¿También él busca su escapatoria?

–Sí, y me ha ofrecido dinero, primero cinco mil dólares y luego diez mil.

–¿A cambio de qué?

–No se ha definido con demasiada claridad. Según parece sería a cambio de ciertos servicios de investigación. Creo que ese hombre tiene muy poco talento.

–Y usted, ¿qué le ha dicho?

–Que me ofendía y que despreciaba su intento de soborno.

Mis cejas se arquearon.

–Creo que si tiene miedo, su miedo está fundado en serias razones. ¿Y por qué no nos lo llevábamos ya ahora? Podría aclarárnoslo todo.

–Eso hubiera llevado tiempo y no tengo ni un minuto que perder. Le he dicho que mañana por la mañana pienso aparecer de nuevo en la sala de Audiencias.

–¿Mañana? – pregunté cada vez más admirado-. Pero por amor de Dios, ¿con qué?

–Por lo menos con la satisfacción de haberme divertido, pero según lo que me cuente la señorita, con algo mejor.

–Bien -dije finalmente-, ha tenido un día muy laborioso: pronto oscurecerá y será la hora de cenar. Además, es necesario que esté despejado para afrontar el día que mañana le espera y si está decidido a presentarse en la Audiencia, no hay nada que le impida ir esta noche a casa. Creo que podemos estar allí a las cinco.

De nuevo en el coche, acababa de dar la vuelta a la llave del contacto cuando la voz de Wolfe sonó fuerte desde el asiento trasero.

–No pocemos ir a casa. El inspector Cramer tendrá apostado un hombre en la acera, probablemente previsto de algún documento que autorice nuestra detención y no puedo exponerme a ser cazado. Podríamos dirigirnos a algún hotel, pero tampoco allí les sería demasiado difícil pescamos y precisamente ahora que la señorita Weltz quiere decirme algo, no me interesa. ¿No tiene Saúl un apartamento bien situado?

–Sí, en efecto: pero sólo tiene una cama. Lily Rowan tiene muchas habitaciones en su ático y creo que usted sería muy bien recibido allí. ¿Recuerda cuando se divertía vertiendo sus perfumes sobre usted?

–Sí -respondió Wolfe fríamente-; pero creo eme de algún modo podremos arreglamos en casa de Saúl. Además hemos de hacer muchas cosas y tal vez le necesitemos. Debemos telefonearle en seguida. Vamos hacia la ciudad.

Puse en marcha definitivamente el coche y arrancamos a todo gas.

CAPÍTULO IV

Puede decirse que desde que yo tengo uso de razón, el inspector Cramer del Departamento de Homicidios se ha pasado la vida soñando echar el guante a Wolfe. Y también puede decirse que aquella noche estuvo muy cerca de lograrlo. Probablemente lo hubiera hecho de no decidirme yo a gastar una moneda más de diez centavos.

Había telefoneado a Saúl Panzer y también a Fritz desde un teléfono público situado en unos almacenes de la Washington Heights, y me decidí a llamar finalmente a las oficias de la Gazette en donde afortunadamente encontré a Lon Cohen. En cuanto oyó mi voz lo primero que hizo fue preguntarme sorprendido:

–¡Vaya, vaya! ¿Me llama desde su celda?

–No, ¡qué va! Si le dijera desde donde le llamo sería usted un cómplice. ¿Se ha notado nuestra ausencia?

–¡Ya lo creo! La ciudad está en ascuas. El abandono de la Audiencia a cargo de ustedes ha levantado un estruendo tremendo. En nuestras máquinas se está tirando ahora una edición especial con una magnífica foto de Wolfe, encontrada en nuestro archivo, pero necesitaríamos también una foto de usted. ¿No podría acercarse a nuestro estudio? Sólo serían cinco minutos.

–Me gustaría mucho, pero quiero preguntarle algo: ¿se ha dictado alguna orden de arresto contra nosotros?

–En efecto, ése ha sido el primer documento que ha firmado el juez Corbett después del almuerzo. Mire, Archie, lo que puede hacer es enviarme alguien que…

Le di las gracias por su información y colgué. Si no me hubiese decidido a gastar aquellos diez centavos llamando a Lon Cohen no hubiera sabido que existía orden de arresto contra nosotros y no hubiésemos adoptado precauciones especiales a medida que nos acercábamos al apartamento de Saúl en la calle Treinta y Ocho, Este; probablemente hubiéramos caído en manos del sargento Purley Stebbins y la cuestión de dónde íbamos a pasar la noche hubiese quedado definitivamente resuelta.

Eran cerca de las ocho y estábamos en un pequeño restaurante de la Calle 170 en donde un tal Dixie acababa de prepararnos unos excelentes filetes de carne. Yo había hecho ya una docena de llamadas telefónicas intentando encontrar a Jimmy Donovan, abogado de Leonard Ashe. No me hubiera sido difícil localizarlo si le hubiese podido dejar un número de teléfono, indicándole al mismo tiempo que Nero Wolfe tenía algo urgente que comunicarle. Pero la complicación estaba en que existía una orden de arresto y ante todo un abogado es un defensor de la Ley que no puede ponerse al lado de quien la ha burlado impunemente. Por lo tanto, cuando minutos después, arrastrados por la circulación, nos adentrábamos en la Calle 38, Este, y se me ocurrió mirar a Wolfe por el retrovisor, me di perfecta cuenta que la escena no era precisamente alegre, sino todo lo contrario.

Mi programa inmediato era dejarle a la puerta de la casa de Saúl, entre Lexington y la Tercera Avenida, buscar un sitio en donde aparcar y reunirme con él en el piso de Saúl. Pero apenas comenzaba a enfilar hacia la acera para dejar a Wolfe, cuando a la derecha descubrí una figura que me era familiar y que sin duda nos haría cambiar de plan. Afortunadamente la luz del día había comenzado a retirarse y en la Tercera Avenida todos los colores se habían fundido en un gris incierto. Fui reduciendo la marcha del coche y tras encontrar un lugar en donde no entorpecer el tráfico, me detuve y volví el rostro hacia Wolfe.

–Me he parado porque creo que no vamos a poder ver a Saúl.

–¿Usted cree? ¿Qué pasa ahora?

–Muy sencillo, el sargento Purley Stebbins está, de guardia en la mismísima entrada. Gracias a Dios, creo que la oscuridad le habrá impedido vernos. ¿Qué hacemos ahora?

–Pero, ¿en la entrada de casa de Saúl?

–Sí, sí.

Se hizo un corto silencio. Wolfe me miró para decirme agriamente:

–Le divierte esto, ¿verdad?

Moví la cabeza:

–Sí, estoy dándome a todos los diablos; soy un fugitivo de la Justicia cuando en realidad podría estar presenciando un partido en el Polo Grounds. Bueno, ¿a dónde vamos?

–¡Qué sé yo! Usted habló a Saúl de la señorita Weltz, ¿no es así?

–Sí, señor. Le dije a Fritz que si la Reina de Corazones telefoneaba era para que le diese el número de Saúl, y a Saúl le dije que usted preferiría estar una hora con ella a estarse esa misma hora contemplando una orquídea azul. Ya conoce usted a Saúl.

Nuevo silencio y nuevo gruñido de Wolfe:

–¿Sabe usted la dirección de la casa del señor Donovan?

–Sí; calle Setenta y Siete, Este.

–¿Cuánto tardaríamos en llegar?

–Diez minutos.

–¡Vámonos pues!

–De acuerdo, allá vamos.

Tardé sólo nueve minutos y logré encontrar sitio para aparcar, exactamente junto al bloque situado entre Madison y Park. Cuando nos dirigíamos hacia el número que buscábamos me pareció que un policía que por allí paseaba nos miraba de forma excesivamente inquisitiva. Creo que fueron mis nervios, pues posiblemente no hubo nada anormal en aquella mirada. Llegamos a la entrada en un momento.

–¿Vive aquí Donovan? – pregunté al portero-. Nos está esperando.

–Sí, señores. Vive aquí, pero tengo órdenes concretas. ¿Quieren darme sus nombres?

–Soy el juez Wolfe -le dijo el propio Wolfe.

–Un momento, por favor.

Desapareció detrás de una puerta y al cabo de algo más de cinco minutos, volvió a salir, con unos papeles en la mano. Sin preguntarnos nada más nos acompañó hasta el ascensor.

–Doce, B -nos dijo despidiéndose.

Una vez llegados al piso doce no fue necesario buscar el apartamento B, pues la puerta que descubrimos al fondo de un pasillo estaba abierta de par en par y en el umbral aparecía el mismo Jimmy Donovan. Sin corbata y en mangas de camisa, mejor parecía un portero o conserje que un auténtico campeón de los tribunales. Y todavía más al proferir bruscamente:

–¡Caramba! ¿Es usted? ¿Qué clase de trampa es ésta, «juez» Wolfe?

–No es ninguna trampa -contestó Wolfe cortés pero breve-; quería solamente satisfacer mi curiosidad y deseaba verle.

–Usted no puede hablar conmigo, esto sería algo poco ético legalmente, usted es un testigo citado por el fiscal. Además existe una orden de arresto contra ustedes y puedo ponerla en práctica.

Efectivamente, estaba en lo cierto. Lo único que tenía que hacer era cerrar la puerta, dejarnos a nosotros dentro, descolgar el teléfono y llamar a la policía. Por eso me impresionó el hecho de que se pusiese la americana y se colocase la corbata.

–Yo no estoy aquí -se apresuró a decir Wolfe- como un testigo del fiscal. No intento discutir mi testimonio con usted. Como usted sabe, su cliente Leonard Ashe, vino un día de julio a buscarme, intentando contratar mis servicios y yo no acepté su oferta. Hay ciertos hechos en relación con lo que él me dijo en aquella ocasión y creo que a él le gustaría conocerlos y esto es lo que deseo, decírselo a él. Me imagino que sería impropio decírselo a usted, pero estoy seguro de que no lo es contárselo a él, acusado por un asesinato de primer grado.

Donovan pareció meditar sobre las palabras de Wolfe.

–Es absurdo -dijo-. Usted sabe que no puede ver al señor Ashe.

–Puedo verle si usted interviene para arreglarme la entrevista. Por esto estoy aquí. Usted es su consejero y podría lograr que yo hablase con él mañana por la mañana, antes de reanudarse la sesión. Si usted lo desea podría estar presente, aunque supongo que preferiría lo contrario. Estoy seguro que veinte minutos de charla me serían suficientes.

Donovan miró fijamente a Wolfe.

–Yo no puedo preguntarle qué es lo que usted desea decirle; no, no puedo ni quiero.

Sus ojos se entornaron y prosiguió:

–No puedo arreglar ninguna entrevista, me es completamente imposible. Ni siquiera debería haber hablado con usted. Mi deber sería detenerlos, no lo he hecho pero contaré esto al juez Corbett mañana por la mañana. Conque señores, buenas noches.

Abrió la puerta que a nuestra llegada había entornado y nos invitó a salir. Nada añadió Wolfe y sin cruzarnos ni una sola palabra, llegamos al ascensor, descendimos hasta la planta, alcanzamos la calle y volvimos al coche.

–Telefonee a Saúl -fue la primera orden de Wolfe.

–De acuerdo -respondí-; el hecho de que Donovan piense mañana contar todo esto al juez Corbett hace creer que no llamará ahora a la policía, pero por si acaso cambia de opinión será mejor llamar por teléfono unas cuantas manzanas más adelante.

–Muy bien, ¿conoce la dirección del apartamento de la señora Ashe?

–Sí, está en la calle Setenta y Tres.

–Vaya en esa dirección, tengo que verla y será mejor que usted la llame ahora.

–¿Ahora mismo?

–Sí.

–Creo que va a ser un poco forzado y fuera de lugar. No creo que esa señora esté en condiciones de recibir la visita de dos detectives a los que no conoce. ¿Puedo convertirme, por lo menos, en el «juez Goodwin»?

–No, seremos nosotros mismos.

Nos dirigíamos ciudad abajo, siguiendo la Park y hacia la derecha por la Calle 74 y Tercera Avenida, y yo iba pensando que cada vez nos acercábamos más a la famosa Robina Keane, y pensando también que éramos una pareja de ilusos detectives incapaces de salir del lío en el que nos habíamos metido. Detuve el coche y encontré una tienda desde la que podía llamar por teléfono.

–Mi primera llamada fue para Saúl Panzer. No se sabía nada de la Reina de Corazones, aunque en verdad ella había dicho que llamaría hacia las nueve y sólo eran las ocho cuarenta. El sargento Stebbins había estado allí, pero se había ido. Dijo que su presencia allí se debía a la desaparición de Nero Wolfe, testimonio citado en un caso de asesinato y dijo también que había desaparecido su acompañante Archie Goodwin. Sin embargo, no dijo que el inspector Cramer estaba convencido de que Wolfe habría comunicado con Saúl y éste sabría dónde se encontraban los desaparecidos. Existía una orden de arresto contra Wolfe y Goodwin y el sargento Purley se lo hizo notar así, añadiendo que su obligación era ponerse al lado de la Ley.

Llamé luego a otro número y al contestarme una voz femenina, le dije que deseaba hablar con la señora Ashe.

Me respondió que la señora Ashe estaba descansando y no podía ponerse al teléfono. Le comuniqué que hablaba de parte de Nero Wolfe y que se trataba de algo urgente y de vital importancia; volvió a decirme que era completamente imposible que la señora Ashe se pusiera al aparato. Pregunté si había oído hablar alguna vez de Nero Wolfe y me respondió que desde luego. Bien, le dije, diga a la señora Ashe que el señor Wolfe debe verla inmediatamente y que estará aquí dentro de cinco minutos. Por teléfono no añado nada más, esto es todo. Una cosa, piense -recalqué- que la señora Ashe lo lamentará toda la vida si ahora no habla con Nero Wolfe. La voz me dijo entonces que esperase un momento y se alejó. Ya comenzaba a desesperar de que volviese a hablar cuando sonó de nuevo con fuerza para decirme que la señora Ashe recibiría al señor Wolfe. Le recomendé diese órdenes al servicio acerca de nuestra llegada y tras darle las gracias, colgué dirigiéndome acto seguido hacia el coche.

Al llegar le dije a Wolfe:

–Todo arreglado; la señora Ashe le espera; no se sabe todavía nada de Helen Weltz; Stebbins sólo hizo algunas preguntas tontas y después admitió las respuestas dadas por Saúl.

Bajó del coche y juntos recorrimos la acera en busca de la dirección deseada. Se trataba de una casa elegante, más pequeña pero mucho más elegante que la de Donovan. El portero era una especie de Lawrence Olivier y el ascensorista, su hermano mayor. Cuando alcanzamos el sexto piso, permaneció rígido junto a la puerta abierta del ascensor hasta que nosotros hubimos pulsado el botón de una de las puertas y tras abrirla penetramos en el interior del apartamento.

La mujer que nos había abierto la puerta no era una especie de Phyllis Jay. Yo había pagado muchas veces 4,40 ó 5,50 dólares por verla desde una butaca lejana y ahora de pronto aquel cuerpo extraordinario se me aparecía frente a mí y gratuitamente. ¡Lástima que aquél no fuese momento más oportuno para aquel tipo de observaciones! A simple vista, podía adivinarse que a pesar de no estar en un escenario, la señorita Jay seguía haciendo teatro, su papel era ahora el de ayudar a una amiga que lo necesitaba y todo su encanto, que era mucho, estaba puesto a la disposición de aquel fin. Ayudó a Wolfe a colgar el sombrero de la percha y nos acompañó a un gran recibidor que un arco separaba de otra habitación más pequeña.

Robina Keane se hallaba medio recostada sobre un canapé acariciándose los cabellos. Wolfe se detuvo como esperando a que ella dijera algo. La mujer le miró y me miró a mí, meneó la cabeza como intentando despertar de un imaginario sueño, se pasó las manos por los ojos y volvió a mirarnos otra vez.

Phyllis Jay dijo:

–Estaré en el estudio, Robie.

Esperó un momento por si obtenía alguna contestación, dio media vuelta y se alejó. La señora Ashe nos invitó a que cogiendo una silla nos sentáramos. Así lo hicimos.

–Estoy terriblemente fatigada -dijo-, agotada, completamente agotada, no recuerdo nunca haber… ¿pero qué han venido ustedes a decirme? Me imagino que será algo de mi marido.

Su voz era en efecto la de una mujer cansada y Wolfe se apresuró a contestar:

–Seré tan breve como pueda -dijo-, ¿sabe usted que en cierta ocasión tuve una entrevista con su marido? ¿Sabe que me llamó un día del pasado mes de julio?

–Sí, lo sé. Sé todo lo referente a aquella entrevista… ¿qué más?

–Pues bien, yo he sido llamado a testimoniar en la vista de la causa contra su marido, y cuando esta mañana nos hallábamos en la sala esperando a que me llamaran, he tenido una idea, una idea que he creído merecía ser examinada y que creo puede ayudar a aclarar la difícil situación en la que se ve su marido. Por eso nos. Hemos salido de la sala, mi ayudante el señor Goodwin y yo, y hemos pasado el día entregados a perfeccionar la causa de esta idea.

–¿Qué idea es ésta? – preguntó la señora Ashe apretándose las sienes.

–Ahora es demasiado tarde para explicarle eso. Durante el día hemos logrado positivos progresos y pensamos lograr muchos más esta noche. Tanto si lo hacemos como si no, tengo información que sería de inestimable valor a su esposo. No le declaro totalmente inocente, pero la presentación de esta información sería suficiente para sembrar en el Jurado tal cantidad de dudas que acabarían sin otro remedio, por declararle inocente… El problema es hacer llegar esta información a manos del Jurado. Para lograr eso, que en principio se presenta como algo imposible, tengo otro pequeño plan, pero para ponerlo en práctica necesito hablar con su marido.

–¿Con él? ¿Pero cómo puede hacerlo?

–Debo hacerlo; acabo de pedir al señor Donovan, abogado del señor Ashe, que me ayudara y me ha comunicado que le era imposible hacerlo. Hizo una pausa y prosiguió:

–Me imagino que de haber venido antes a verla, usted hubiera insistido en consultarle y ya le he demostrado la inutilidad de eso. Estoy en desacuerdo con el Jurado y sé que existe una orden de arresto contra nosotros; yo estoy citado por el fiscal como testigo y la defensa no haría nada por arreglarme una entrevista con su cliente. Usted como esposa de un hombre cuya seguridad está en peligro, queda exenta de toda culpabilidad legal. Creo que no es éste el momento de elogiar el atractivo y encanto personal que usted posee, pero me parece que no le iba a costar demasiado lograr una entrevista para mañana por la mañana con su esposo, antes de que la sesión se reanude. No debe mencionarme a la hora de solicitar el permiso, simplemente me lleva usted a su lado y nada más, veinte minutos nos serán suficientes. ¿Por qué no lo intenta?

Pareció dudar.

–No sé… -comenzó a decir-. ¿Seguro que usted sólo quiere hablar con él?

–Sí.

–¿Qué quiere decirle?

–Lo oirá usted mañana cuando estemos frente a su marido. Son conjeturas de muy complicada explicación y si yo ahora se lo contara podría poner en peligro el plan que me he trazado y usted comprenderá que no puedo arriesgarme.

–Pero, por lo menos, dígame acerca de qué va a hablarle. ¿Es algo acerca de mí?

Wolfe se pasó la lengua por los labios y mirando fijamente a su interlocutora, respondió pausadamente:

–Señora, usted está cansada pero yo también, se lo aseguro. Sólo me interesaría saber de usted si creyese que estaba relacionada con el asesinato de Marie Willis y no es ésa mi opinión. Estoy en un momento difícil de mi carrera y mi reputación está en peligro, incluso está en juego mi libertad; me he metido en un juego del que puedo salir bien parado o no y todo ello en el intento de salvar a su esposo y he venido aquí sólo para solicitar su ayuda. Usted no tiene nada que perder, yo en cambio, sí. Desde luego, que puedo estar equivocado, pero ahora no es el momento de pensar en esa posibilidad; tanto si usted ama de verdad a su marido como si no le ama, sin duda no desea ni le gusta verle envuelto en este asesinato. No puedo asegurarle que tenga la llave de su libertad, pero sí le aseguro que no soy un novato en estos menesteres.

La mujer pareció dudar, y meditó las palabras que iba a emplear.

–No tendría usted que hablar así, dudando del amor que yo pueda sentir por mi esposo. Mi marido no es ningún necio, aunque se haya portado como tal; le quiero, le quiero muchísimo y no deseo verle convicto de asesinato… Tiene usted razón, no tengo nada que perder y sí en cambio, mucho que ganar. Pero si hago esto, debo ante todo decírselo al señor Donovan.

–No, de ninguna manera. No solamente se lo prohibiría sino que le prevendría contra mis planes. Esto es algo que usted debe hacer sola.

Una transformación pareció que se estaba produciendo en el interior de Robina Keane, finalmente se puso en pie y exclamó:

–Creí que estaba cansada de vivir… y en realidad lo estoy, pero me parece que todavía tengo tiempo de realizar algo importante. Voy a ayudarle. Tal como usted ha dicho, tengo mucha relación y creo que puedo conseguir lo que me proponga. Siga usted sus gestiones y dígame dónde podremos encontramos.

Wolfe se volvió hacia mí.

–Archie, dele el número de Saúl.

Lo escribí en una hoja de mi cuaderno de notas y sé lo alargué a la mujer.

Wolfe continuó:

–Estaré allí toda la noche, señora Ashe, hasta las nueve de la mañana, mas espero con seguridad que nos veremos antes.

Dudé de si ella había oído aquellas últimas palabras, su pensamiento parecía haber volado lejos y ya no estaba junto a nosotros. Nos acompañó como una autómata hasta la puerta y cerró de golpe en cuanto hubimos traspasado el umbral.

Nos volvimos al coche y enfocamos la Park Avenue, ciudad abajo. No parecía probable que Purley Stebbins, se hubiese dado el trabajo de volver a llamar a Saúl, pero por si acaso, dos manzanas antes de llegar me detuve para telefonearle. Saúl me respondió diciendo que nada había variado y que seguía solo. Era la primera vez que Wolfe visitaba aquella casa; yo, en cambio, había estado allí muchas veces durante los últimos años. Recordaba sobre todo, las feroces partidas de póquer que habíamos jugado con unos cuantos amigos muchos sábados por la tarde. Cuando abandonamos el ascensor que nos había llevado hasta el quinto piso, Saúl Panzer estaba ya allí dándonos la bienvenida. No nos detuvimos hasta entrar en su casa; una vez dentro y con la puerta cerrada Wolfe se dedicó a mirar a su alrededor.

Se trataba de una amplísima habitación iluminada por dos lámparas de techo y dos de mesa. Una de las paredes tenía ventanas, otra estaba materialmente forrada por una espesa capa de libros ordenados sobre estanterías y en las otras dos aparecían varios cuadros y algunos estantes con extraños minerales. En el ángulo más lejano se veía un gran piano.

–Una estupenda habitación -dijo Wolfe-, delicioso ambiente. Le felicito.

Descubrió una silla y se apresuró a alcanzarla y sentarse, cosa que hacía bastante rato estaba intentando realizar.

Ya acomodado, preguntó:

–¿Qué hora es?

–Las diez menos veinte.

–¿Ha tenido alguna noticia de esta mujer?

–No, señor. ¿Quiere tomar un poco de cerveza?

–Sí, en efecto. Si es usted tan amable no tengo por qué negarme. Muchas gracias.

Durante las tres horas que prosiguieron a aquella invitación, Wolfe llegó a contar siete botellas vacías ante él. Además, comió mantequilla, arenques, esturión, setas en conserva, melón de Túnez y tres clases distintas de queso. No cabía duda de que Saúl era un excelente anfitrión, y aunque aquélla era la primera vez que Wolfe comía bajo su techo, no dejaría de impresionarle con sus atenciones. El mayor problema que a Saúl se le planteó fue el de preparar de la mejor forma el sistema para pasar tres personas la noche en una casa que sólo poseía una cama. La combinación definitiva fue muy sencilla; Wolfe en la cama, yo en el sofá de la habitación mayor y él en el suelo.

De todas formas, a la una menos cuarto de la madrugada todavía estábamos los tres en pie. Hasta aquel momento las horas se habían sucedido casi sin darnos cuenta. Habíamos comido, bebido, charlado, jugado dos partidas de cartas y pensado que no había habido hasta entonces noticias de Helen Weltz, cosa que comenzaba a extrañarnos. A medianoche, Robina Keane había llamado dando a conocer a Wolfe el lugar donde debería encontrarse a la mañana siguiente. Sería en la habitación 917 del número 100 de la calle del Centro, a las ocho y media en punto. Wolfe me preguntó si sabía lo que era la habitación 917 y le dije que no. Colgó el teléfono y pareció entornar los ojos como disponiéndose a dormitar, pero no fue así y abriéndolos de nuevo invitó a Saúl a comenzar la tercera partida.

Era la una menos cuarto cuando dejó su silla y mirándome, sentenció:

–Creo que ya no llamará. Me voy a dormir.

Saúl se excusó.

–Lo lamento muchísimo y debo disculparme, pero no tengo ningún pijama que pueda serle a usted útil, no obstante…

En aquel momento sonó el teléfono. Yo era el que estaba más cerca y volviéndome sobre la silla descolgué el auricular.

–Aquí Jackson cuatro-tres-uno-cero-nueve, ¡dígame!

–Habla la Reina de Corazones.

–Exacto, reconozco su voz. Soy Archie Goodwin, ¿dónde está usted?

–En un puesto del Gran Central, me ha sido imposible llamar antes, pero ¿dónde está usted?

–En un apartamento de la calle Treinta y Ocho con el señor Wolfe esperándola a usted. Es muy cerca. Puedo reunirme con usted en el puesto de información dentro de cinco minutos. ¿Estará usted ahí?

–Sí.

–¿Seguro?

–Desde luego que sí.

Colgué el aparato y dirigiéndome a Saúl recomendé:

–Haga usted un poco de café, ¿quiere? Es posible que lo necesite esta muchacha y hasta es posible que necesite comer algo.

Y sin añadir nada más salí de la casa en busca del ascensor.