CATORCE. La persecución

Covenant corrió bruscamente, pasando ante los aturdidos fustarianos. El llanto del bebé era un acicate en el aire; los hombres y mujeres empezaron a volverse, parpadear y mirar a su alrededor. En pocos momentos se recobrarían de su asombro para actuar. Cuando alcanzó a Vain, musitó:

—¡Ven! ¡Vamos a huir de aquí!

Y se dirigió rápidamente hacia el extremo Norte del cañón.

Vain le siguió.

La elevación del Sol iluminaba el camino de Covenant. El cañón tenía una curva más allá de donde él estaba y sus laderas empezaban a juntarse, estrechándose hasta terminar siendo una profunda y estrecha garganta. El marchaba sin mirar atrás, marcado por la intransigente constricción de su enfermedad. Sus amigos le llevaban ya dos días dé ventaja y viajando rápidamente.

Los gritos empezaron a resonar en las paredes; cólera, miedo, fracaso… Pero él no claudicó. A caballo de un corcel, Linden y los dos pedrarianos podrían llegar a Piedra Deleitosa diez días antes que él. No podía concebir de ninguna forma alcanzarlos a tiempo de hacer algo para salvarles. Pero la lepra también era un motivo de desesperación para el cual no había en la Tierra ningún remedio; y él había aprendido a sobrellevarlo y hacerse una forma de vida a despecho de ello, a base de estacionarse en el ojo de la paradoja, afirmándose en todo lo humanamente aceptable de las contradicciones y sometiendo su alma a la disciplina más rígida posible. Los mismos recursos le posibilitaban enfrentarse a la fútil persecución de sus amigos.

Y en realidad había una razón para tener esperanzas. El Clave había decretado su muerte; no la de Linden, Sunder o Hollian. Posiblemente sus compañeros serían mantenidos como rehenes para tenerle a él. Lo mismo que en el caso de Joan. Se mantuvo en este supuesto y continuó marchando a grandes pasos a lo largo del cañón que se estrechaba cada vez más.

Los gritos iban in crescendo; luego cesaron bruscamente. Furiosos ante su fracaso, los fustarianos fueron tras él. Pero él no miraba hacia atrás ni alteraba su paso. El cañón era ahora lo suficiente estrecho para no poder alcanzarle sin antes pasar a Vain. Esperaba que el Demondim pudiera intimidar a los fustarianos y disuadirles.

Momentos después, oyó pies descalzos pisando la piedra, resonando en las paredes. La aprensión intrincó los músculos de sus hombros. Para ganar ventaja, intentó asustarles.

—¡Vain! —gritó sin volver la cabeza—. ¡Mata al primero que trate de adelantarte!

Estas palabras danzaron entre las paredes como una amenaza de asesinato. Pero los perseguidores no balbucearon. Eran como su Gravanélica; adictos a la Piedra Illearth; la violencia era su única respuesta al fracaso. Sus gritos indicaban que eran unos fanáticos.

Al instante siguiente, uno de ellos gritó desesperadamente. Los otros se pararon.

Covenant se volvió en redondo.

Vain estaba enfrentándose a los fustarianos; cinco de ellos. El más próximo, todavía a unos diez pasos de distancia. Este hombre yacía arrodillado con la espalda arqueada, estremeciéndose. Una negra agonía se mostraba en su cara. Vain había lanzado su puño contra aquel hombre, reventándole el corazón.

—¡Vain! —gritó Covenant—. No… ¡no quería decir eso!

El siguiente fustariano estaba a quince pasos. Vain le dio un golpe de brazo. La cara y la frente de su cráneo se abrieron, esparciendo los sesos y la sangre encima de la piedra.

—¡Vain!

Pero Vain no había satisfecho todavía la demanda de Covenant. Con las rodillas ligeramente dobladas, Vain esperó a los tres hombres restantes. Covenant les dijo que huyeran; pero su fanatismo les empujaba y no podían huir. Los tres juntos intentaron atacar a Vain.

Los abrazó a los tres, estrujándolos con sus brazos.

—¡Basta! —gritaba Covenant a su espalda. Incluso intentó tirar de su cabeza y forzarle a aflojar sus brazos—. ¡No tienes por qué hacer eso!

Pero Vain era granito e indomable. Siguió apretando hasta que los hombres perdieron la fuerza para gritar e incluso de respirar. Sus costillas se rompieron fácilmente. Covenant desató su furia, contra el Demondim, pero éste no les soltó hasta que estuvieron muertos.

Luego Covenant, presa de pánico, vio a un grupo de fustarianos corriendo hacia él.

—¡No! —les gritó—. ¡Volveos! —y los ecos recorrieron el cañón como el terror. Pero ellos no se detuvieron.

No pudiendo ya hacer otra cosa, dejó a Vain y huyó. Lo único que podía evitar que Vain siguiera sacrificando gente era salvándose él, y así se cumplía la orden que le había dado. Desesperadamente echó a correr con la virulencia de sus maldiciones.

Pronto las paredes del cañón se juntaron en lo alto, formando un túnel. Pero la luz que entraba por detrás de él y la del extremo lejano del pasaje le permitían mantener su paso. El ruido de sus botas le impedían estar atento a los sonidos de persecución.

Cuando echó un vistazo hacia atrás, vio a Vain siguiendo su marcha sin esfuerzo.

Después de haber recorrido hasta cierta distancia, alcanzó la luz solar en el lecho seco del río Mithil. Allí se detuvo y descansó, recostándose contra uno de sus márgenes. Tan pronto como pudo normalizar la respiración escuchó en el túnel, pero no oyó nada. Quizás cinco cadáveres ya eran bastante para probar el fanatismo de los fustarianos.

Con fulminante enfado, llamó a Vain.

—Escúchame —dijo—, no me importa lo mal que sienta. Pero si alguna vez vuelves a hacer algo así, juro ante Dios que te llevaré de vuelta donde te encontré, y tú puedes pudrirte con tu sangriento propósito.

Pero el Demondim seguía tan indiferente como la piedra. Estaba con los codos ligeramente doblados, sus ojos mirando al infinito y no mostraba ningún signo de tener conciencia de la existencia de Covenant.

—Hijo de perra —musitó Covenant. Deliberadamente volvió la espalda a Vain. Forzando su voluntad, desvió su cólera hacia otros objetivos, transformándola en fuerzas para realizar lo que se proponía. Luego se dispondría a subir por el margen Norte del Mithil.

El saco de pan y la bolsa de metheglin le molestaban, haciendo su ascenso difícil; pero cuando llegó al borde y se detuvo, no lo hizo por estar cansado, sino por ver el efecto que el Sol del Desierto había causado a la monstruosa vegetación.

El río estaba seco. Había notado este hecho sin pararse a considerarlo. Pero ahora sí quería considerarlo. Por lo que había podido ver, hierba tan alta como las casas y arbustos como montañas, bosques cíe helechos y árboles que rozaban el cielo, todo había sido reducido a un necrótico cieno gris, extendiéndose en todo el contorno del terreno con un fluido espeso que llegaba al muslo.

Aquel Sol amarronado mezclaba toda clase de fibras de planta, disecaba cada gota de savia o jugo, sublimando todo lo que crecía. Toda madera o planta verde y cualquier cosa fértil, simplemente se abatía ella misma, desparramándose en un ampuloso charco. El Sol Ban lo absorbía como si el aire inhalara lodo y cieno. Cuando se detuvo en aquella porquería para ver si podría seguir viajando en aquellas condiciones, pudo ver que el nivel de aquel viscoso líquido descendía. Sus pantalones quedaron manchados de un gris fúnebre.

Aquel lodo le ponía enfermo. Involuntariamente se entretuvo para aclarar su garganta. Bebió un poco de metheglin y mascó lentamente media pieza de pan sin levadura, mientras veía evaporarse aquel lodo. Pero la prisa no le permitía detenerse mucho. Cuando el charco descendió hasta la mitad de sus pantorrillas, bebió otro sorbo de metheglin, cerró la bolsa y empezó a desplazarse en dirección Noroeste, hacia Piedra Deleitosa, a unas once leguas de distancia.

El calor era tremendo. Hacia media mañana, el suelo estaba ya desnudo, tornándose árido; los horizontes habían empezado a humear, como si el Sol del Desierto estuviera consumiendo el Mundo. Ahora, ya nada impedía viajar a través de los Llanos Centrales; nada excepto la luz que destripaba igual que el fuego y un aire que parecía arrancar la humedad de su carne, así como ligeras olas de calor y Sol Ban.

Fijó su cara orientada a Piedra Deleitosa y marchó como si ni el Sol ni el terreno fueran suficientemente poderosos para detenerle. Pero el polvo y la sequedad tapaban su garganta. Hacia mediodía había vaciado la mitad de su bolsa de cuero. Su camisa estaba empapada de sudor. La bruma afectaba a su equilibrio, de forma que se tambaleaba, aun cuando sus piernas tenían la suficiente fuerza para sostenerle. Y sus fuerzas no duraron mucho; el Sol se encargaba de arrebatárselas, a pesar de su consumo de pan y metheglin.

Hubo un momento en que la indecisión nubló su mente. Su única esperanza de alcanzar a Linden era viajando día y noche, sin descanso. De actuar racionalmente, viajaría sólo de noche, cuando el Sol del Desierto no actúa. Pero luego el corcel del Cabalgador le ganaría ventaja día a día. Pero él no podría mantener este ritmo. El Sol Ban atizaba su resistencia más y más; en momentos de confusión se sentía ya translúcido.

Cuando su cerebro se había vuelto ya tan voluble que se encontró dudando de si Vain podría llevarle, reconoció en seguida sus limitaciones. En un fallo de su lucidez se había visto montado en los hombros de Vain, mientras el Demondim estaba inmóvil porque Covenant no se movía. Amargamente, cogió la dirección Noreste, hacia Andelain.

Covenant sabía que el margen de Andelain era más o menos paralelo al camino directo a Piedra Deleitosa; de manera que, pasando por las colinas, podía mantenerse cerca de la ruta que el Caballero habría seguido. Sin embargo, Andelain estaba lo suficiente alejado para fastidiarle. Desde las colinas, no podría tener a Linden y sus compañeros al alcance de la vista, aún en el caso de que, por algún afortunado motivo, el Caballero se hubiera retrasado; y el ondulado terreno de Andelain podría acortar su marcha. Pero la elección correcta no era ahora una cuestión de velocidad; no bajo este Sol. En Andelain podría, al menos encontrar vivo el río Aliviaalmas.

Y quizá, pensó, tratando de darse ánimo, quizá incluso un Caballero del Clave no podría viajar muy rápidamente entre los diversos avatares del Sol Ban. Metiéndose esta idea en su dolorida garganta, ángulo su marcha en dirección a las Colinas.

Con Vain caminando impasivamente detrás de él, cruzó la línea de la abundancia poco antes de oscurecer. En su amargura, no le regocijaba ahora volver al último bastión de Ley y salud del Reino. Pero el fresco césped y la vitalidad de la aliantha le afectó como si de hecho se regocijara. La fuerza fluyó de nuevo en sus venas; su vista se aclaró; su boca y su garganta empezaron a mejorar. A través del espectáculo oro-naranja de la puesta del Sol, aceleró el paso y avanzó por las faldas de las colinas.

Aquella noche no paró más que escasos momentos cada vez. Sostenido por Andelain, su cuerpo podía aguantar la cruel demanda de su voluntad. La Luna era demasiado nueva para ayudarle; pero había pocos árboles en los márgenes de las colinas y, bajo un espacio abierto, la luz de las estrellas era suficiente para que pudieran seguir su camino. Bebiendo metheglin y masticando pan como energía, avanzó por las laderas y los valles. Cuando su bolsa estuvo vacía, se desprendió de ella. Y siempre su vista estaba dirigida al Oeste escudriñando los llanos por algún signo de fuego que pudiera indicar, más allá de toda esperanza o de suerte, que el Caballero y sus prisioneros estaban todavía a su alcance. Al amanecer se hallaban a unas veinte leguas de Fustaria Poderdepiedra, y marchando todavía, como si por una clara testarudez hubiera logrado anular su mortalidad.

Pero no podía hacerse inmune al cansancio. A pesar de la aliantha y del agua clara de fuente, de la abundante hierba y de aquel aire tan vital como un elixir, sus esfuerzos le consumían como la lepra. Había traspasado sus límites y ahora viajaba con resistencia prestada; una energía que le era arrancada por la intransigencia de la usura del tiempo. Finalmente, llegó a creer que el final estaba cerca, esperándose al acecho en la cima de cada colina o en el fondo de cada declive. Luego su corazón se despertó y porque él era Thomas Covenant, el Incrédulo, responsable más allá de cualquier exculpación de todo lo que le sucedía en la vida, empezó a correr.

Tambaleándose y tropezando a cada tres pasos, avanzó con dificultades en dirección Noroeste, dentro del margen de Andelain, y no se paró a calcular el coste. Sólo hizo una concesión a sus músculos deshechos: Comió bayas-tesoro de cada aliantha que encontraba en su camino, tirando las semillas al suelo de aquella rica tierra. Estuvo corriendo durante todo el día, aunque, hacia media tarde, su paso no era más que un paseo; y durante todo el día Vain le siguió, contraponiendo su invulnerabilidad, paso a paso, a la extenuación que sufría Covenant.

Pronto, después de anochecer, Covenant se desmoronó. Perdió su paso, se cayó y ya no pudo levantarse. Sus pulmones buscaban aire desesperadamente, pero él no les prestó atención. Todo en su pecho parecía insensible, sin ayuda. Yació aturdido hasta que su pulso quedó reducido a un débil latido, al tiempo que sus pulmones cesaron de temblar. Luego se durmió.

Fue despertado hacia medianoche por el contacto de una mano fría en su alma. Un escalofrío que más bien parecía un lamento que un temor, recorrió todo su cuerpo. Levantó la cabeza.

Tres figuras plateadas como luz de luna destilada se hallaban ante él. Cuando se desempañó los ojos las reconoció.

Lena, la mujer que había violado.

Atiaran y Trell, sus padres.

Trell, el poderoso Trell, que había sido profundamente herido por el daño que Covenant había hecho a su hija y por el mal que Atiaran se había inflingido a sí misma en sus esfuerzos para servir al Reino, salvando al violador de su hija. Pero la angustia más grande de su vida, el dolor que finalmente había desequilibrado su mente, era el amor que Elena, hija de Lena, había sentido por Covenant.

Atiaran había sacrificado todos sus instintos, todo su sentido de rectitud tan duramente ganado, en favor de Covenant; ella le había considerado necesario para la supervivencia del Reino. Pero las implicaciones de este sacrificio le habían costado la vida al final.

Y Lena, ¡ah, Lena! Había seguido viviendo casi cincuenta años con la demente esperanza de que Covenant volvería para casarse con ella. Y cuando volvió, cuando supo que fue el responsable de la muerte de Elena, que fue la causa del inmenso tormento de los Ranyhyn que ella adoraba, ya había escogido sacrificar su propia vida en un intento de salvar la de él.

No había aparecido ante él con la gracia de su juventud, sino con la fragilidad de una edad caduca; y su desgastado corazón la había hucheado. Había pagado todo cuanto había podido reunir en un esfuerzo extravagante para rectificar sus errores; pero nunca había aprendido a enterrar sus remordimientos.

Trell, Atiaran y Lena. En cada una de sus caras leyó un reproche tan profundo como el dolor humano era capaz de hacer. Pero cuando Lena habló, no hizo ninguna mención al pasado.

—Thomas Covenant, has sometido tu cuerpo a una tensión superior a sus posibilidades. Si duermes más, puede ser que Andelain te aleje de la muerte, pero no despertarás hasta que se haya perdido un día. Quizá tu espíritu no tenga ataduras. Aún no sabes cómo castigarte a ti mismo. ¡Levántate! Debes comer y moverte. De lo contrario tu carne desfallecerá.

—Es verdad —añadió severamente Atiaran—. Te estás castigando por lo ocurrido a tus compañeros. Pero este castigo es una condena que se genera ella misma. Atormentándote de esta manera, es seguro que fracasarás en redimirles. Y el fracaso demuestra tu indignidad. Castigándote, te haces merecedor del castigo. Así es, Incrédulo. Levántate y come.

Trell no habló. Pero su mirada muda era incuestionable. Humildemente, por ser ellos quienes eran y porque reconoció que tenían razón, Covenant obedeció. Su cuerpo lloraba en cada articulación y en cada tendón; pero no podía defraudar a sus Muertos. Las lágrimas se deslizaron por su cara al comprender que aquellos tres, gente que en vida tuvieron más razones para odiarle que cualquier otro, habían aparecido aquí para ayudarle.

El brazo de Lena apunto a una planta de aliantha.

—Cómete todas las bayas. Si no lo haces te obligaremos.

El obedeció, comiéndose todas las bayas que pudo arrancar en la oscuridad con sus dedos insensibles. Luego, con las lágrimas todavía en sus mejillas, partió en dirección a Piedra Deleitosa con sus Muertos siguiéndole, como un cortejo.

Al principio, cada paso era un tormento. Pero, poco a poco, fue tomando conciencia de lo que sus Muertos querían que hiciera. Su corazón se estabilizó gradualmente; la dificultad de su respiración decreció a medida que sus músculos se relajaban. Ninguno de los tres espectros volvió a hablar, ni tampoco él tenía la temeridad ni la fuerza de hablarles. En silencio, la pequeña procesión aireaba su plata espectral por los bordes de Andelain. Durante mucho tiempo después de haber dejado de llorar, Covenant siguió con zozobra, porque sus colinas eran irrevocables y nunca podría redimir el mal que había hecho a Trell, Atiaran y Lena. Nunca.

Antes del amanecer le dejaron. El se volvió súbitamente hacia el centro de Andelain sin que le hubieran dado la oportunidad de darle las gracias. Esto lo comprendió. Tal vez, nada hubiera sido peor para ellos que el agradecimiento de un incrédulo. Por tanto no dijo nada de su gratitud. Estuvo observando como se retiraban como un saludo, murmurando promesas en su corazón. Cuando el resplandor plateado se extinguió, él siguió el camino hacia su propósito.

El amanecer y un fresco y jubiloso arroyo que se cruzaba en su camino como música, le dio nuevas fuerzas; logró enmendar su paso de forma que se pareciera a su anterior progreso. Con Vain detrás de él como una sombra desechada, pasó el tercer día del Sol del Desierto viajando por Andelain tan rápidamente como pudo sin riesgo de un nuevo colapso.

Aquella noche se detuvo poco después de la puesta del Sol, bajo el amparo de un blanquecino sauce. Comió un poco de aliantha, se terminó el pan que le quedaba y estuvo algún tiempo sentado con su espalda descansando en el tronco. El árbol estaba muy alto por encima de los Llanos y se hallaba sentado con la cara hacia el Oeste, estudiando la abierta expansión de la noche sin esperanza, casi sin voluntad, porque el compromiso que tenía con sus compañeros no le permitía relajarse.

La primera chispa de fuego apareció a sus pies.

La llama se desvaneció tan rápidamente como apareció. Pero un momento después volvió a encenderse. Esta vez prendió. Después de varios balbuceos tentativos, finalmente se quedó estable.

El fuego se situaba al Oeste de donde él estaba.

En la oscuridad, no pudo estimar la distancia. Y sabía que lógicamente no podía ser una señal de Linden y los pedrarianos; seguro que un Cabalgador podía alcanzar una distancia mucho mayor en cinco días. Pero él no vaciló. Haciendo un gesto a Vain, empezó a bajar la colina.

La presión en su interior crecía a cada paso. Cuando cruzó los bordes de Andelain corría al galope. El fuego desapareció detrás de una elevación del terreno. Pero tenía la dirección firmemente fijada en su mente. A través de la tierra arruinada por el Sol Ban, avanzaba con presteza y con la respiración contenida como un hombre avidoso de afrontar su condena.

Había cubierto media legua antes de ver nuevamente el fuego. Se situaba aún detrás de otra elevación del terreno. Pero ahora estaba suficientemente cerca para darse cuenta de que era bastante grande. Cuando subía por la segunda loma, recordó que debía tener prudencia y acortó el paso. Acabó de subir medio agachado y se paró en el borde de la loma mirando furtivamente.

Allí: El fuego.

Manteniendo la respiración, exploró la zona circundante del fuego.

Desde allí, el terreno se hundía bruscamente, luego se extendía, formando una ligera curva de varios centenares de pies antes de subir empinadamente, formando un ancho escarpado. En un lugar aproximadamente opuesto a su posición, el contorno del terreno y el escarpado se combinaban formando una depresión como una taza medio enterrada, en uno de sus lados, en el terreno más alto.

El fuego estaba localizado en aquella concavidad vertical. La media taza reflejaba mucha luz, pero la distancia aún escondía muchos detalles, con dificultad pudo ver que el fuego ardía en una larga y estrecha pila de maderos. La pila estaba orientada hacia el corazón de la taza; y el fuego había sido encendido, con toda seguridad, en el extremo opuesto al escarpado, de forma que cada nuevo madero que cogiera flama, la brasa cayera en la taza. Se había consumido ya la mitad de la pila.

El área circundante estaba desierta. Covenant no descubrió signo alguno de nadie que hubiera encendido este fuego. Sin embargo, la disposición de la leña era manifiestamente premeditada. Excepto por la furia de las llamas, un aterrador silencio reinaba en los Llanos.

En un ángulo de la visión de Covenant protuberaba una figura. Se volvió y vio a Vain a su lado. El Demondim no hizo ningún intento para esconderse detrás del borde.

—¡Idiota! —susurró Covenant—, ¡agáchate!

Vain no hizo el menor caso. Miraba el fuego con la misma sonrisa ciega y ambigua que había llevado durante toda su travesía por las tierras de Andelain. O mientras mataba a la gente de Fustaria Poderdepiedra. Covenant se colgó de su brazo, pero Vain era inamovible. Entre dientes, Covenant exclamó:

—¡Maldito seas! ¡De todas formas cualquier día vas a ser la causa de mi muerte!

Cuando volvió a mirar el fuego, se había movido notablemente hacia el escarpado, y la taza resplandecía más. Con un súbito sofoco descubrió que los leños terminaban en una pila de troncos que rodeaba una estaca colocada verticalmente tan alta y gruesa como un hombre.

Alguien o algo estaba atado a la estaca. Y atado vivo, ya que la figura no identificada hacía convulsiones.

—¡Maldita sea! Covenant instintivamente descubrió un cebo. Por un momento se quedó paralizado. No podía huir, dejando que aquella figura se quemara. Ni tampoco podía aproximarse más. Allí se estaba tramando un abominable propósito. Alguien trataba de tenderle una trampa, a él o a alguien igualmente vulnerable. ¿Alguien más? Esta pregunta no tenía respuesta. Pero en cuanto se movilizó tratando de tomar una decisión que le hiciera salir de su parálisis, recordó unas palabras de Mhoram: No sirve de nada evitar sus trampas.

Bruscamente se levantó.

—Quédate aquí —le dijo a Vain—. Sería absurdo arriesgarnos los dos.

Luego bajó por la pendiente y corrió, de mala gana, hacia el fuego.

Vain le siguió como de costumbre. Covenant no podía evitar maldecirle en cada paso que daba, pero él no se detenía.

Al acercarse al escarpado, el fuego empezó a prender a la pila que circundaba la estaca. Aceleró la marcha y en un momento estuvo en la taza, examinando la naturaleza de la trampa tendida.

La criatura atada a la estaca era un Waynhim.

Al igual que los ur-viles, los Waynhim eran vástagos de los Demondim. Excepto por su piel gris y su menor estatura, se parecían mucho a los ur-viles. Sus cuerpos sin pelo, tenían un largo tronco y cortas extremidades, siendo los brazos y piernas iguales en longitud para que pudieran correr lo mismo sobre sus cuatro extremidades que mantenerse erectos. Sus orejas puntiagudas se sentaban tensas sobre su desnudo cráneo. Su boca era como una pequeña cortadura. Y no tenían ojos; usaban el olfato en lugar de la vista. En el centro de su cara se abrían los dos grandes orificios de su nariz.

Como productos de los Demondim los Waynhim eran cultos y astutos. Pero, a diferencia de sus parientes negros, habían roto con el Amo Execrable después del Ritual de Profanación. Covenant había oído que los Waynhim como raza, sirvieron al Reino bajo sus propias normas; pero no había visto más de ellos desde su última estancia en Piedra Deleitosa, cuando un Waynhim se había escapado de la guarida del Execrable para llevar al Concejo de los Amos la voz del poder del Amo Execrable.

La criatura que Covenant tenía enfrente estaba sometida a un terrible sufrimiento. Su piel estaba áspera. Había puntos de sangre oscura en sus marcas de látigo. Uno de sus brazos estaba torcido, agonizante, y su oreja izquierda le había sido arrancada. Pero estaba consciente. Su cabeza seguía la aproximación de Covenant. Los orificios de la nariz temblaban. Cuando se detuvo para considerar la situación, él se esforzó hacia Covenant rogando su rescate.

—Aguanta un poco —le dijo, aún sin saber si la criatura le entendía—. Te sacaré de ahí.

Y empezó a sacar leños, apartando de su paso brasas consumidas y malezas para llegar a la estaca.

Pero luego la criatura pareció captar un nuevo olor. Tal vez era su anillo de boda. Sabía que todos los seres de la familia de los Demondim eran capaces de tales percepciones. Se agitó de manera sorprendente y empezó a gruñir, emitiendo voces con su tosca y gutural lengua. Su voz llevaba una urgencia especial. Covenant no podía entender su lenguaje; pero oyó una palabra que le produjo un escalofrío en su espina dorsal. Una y otra vez, el Waynhim gritó:

¡Nekhrimah!

¡Diablos! La criatura estaba tratando de dar a Vain alguna orden.

Covenant no se detuvo. La desesperación de la criatura se hizo suya. Apartando troncos a un lado, despejó el camino hacia la estaca. En seguida, sacó el cuchillo de la Gravanélica que llevaba en su cinturón y empezó a cortar los sarmientos que ataban al Waynhim.

En un momento, la criatura estuvo libre. Covenant le ayudó a saltar de la pila de troncos. Inmediatamente la criatura se dirigió a Vain, emitiendo unas voces que parecían maldiciones. Luego cogió el brazo de Covenant apartándole del fuego.

Hacia el Sur.

—No. —Se soltó de su brazo con dificultad. Aunque el Waynhim probablemente no podía entenderle, trató de explicarle—: Yo voy hacia el Norte. Tengo que ir a Piedra Deleitosa.

La criatura emitió un grito de horror, como si supiera el significado de Piedra Deleitosa. Con la rapidez del rayo, salió de la taza y echó a correr a lo largo de la línea del escarpado. Un momento después se había desvanecido en la oscuridad.

El temor de Covenant aumentó. ¿Qué habría querido decirle? Le había infectado de un vivido sentido de peligro. Pero él no quería dar un solo paso que aumentara la distancia entre él y Linden. Su única alternativa era huir lo más rápidamente posible.

Cuando dio la vuelta y volvió hacia Vain, una súbita sorpresa le dejó congelado.

Había un hombre al otro lado del fuego.

Tenía una barba enmarañada y unos ojos furiosos. En contraste, había una tímida sonrisa en sus labios.

—Déjale ir —dijo, señalando con la cabeza hacia donde había huido el Waynhim—. Ya no lo necesitamos más.

Dio lentamente la vuelta al fuego, acercándose a Covenant y Vain. Su voz era normal en su superficie pero tenía histeria en su borde.

Llegó al lado de la hoguera donde estaba Covenant. Una fuerte inhalación de aire silbó entre los dientes de Covenant.

El hombre estaba desnudo hasta la cintura, y su torso estaba lleno de salamandras. Crecían de él como excrecencia. Sus cuerpos se crispaban al moverse. En sus ojos había un brillo rojo del fuego y sus mandíbulas chasqueaban.

¡Una víctima del Sol Ban!

Recordando a Marid, Covenant alzó su cuchillo.

—Estás lo suficiente cerca —advirtió—, pero su voz tembló, mostrando su miedo. —No quiero hacerte ningún daño.

—No —contestó el hombre—. No, no quieres hacerme daño —su sonrisa seguía en sus labios—, y yo no quiero hacerte daño a ti —sus manos estaban plegadas ante él, como si contuvieran algo precioso—. Quiero darte un regalo.

Covenant intentó encolerizarse para controlar su miedo.

—Tú has herido a ese Waynhim e ibas a matarle. ¿Qué es lo que te ocurre? ¿Na hay bastantes crímenes en el Mundo que tengas que añadir más?

El hombre no escuchaba. Miró sus manos con una expresión de demente dicha.

—Es un maravilloso regalo —dijo, adelantándose como si no supiera que se estaba moviendo—. Ningún hombre, excepto tú, puede conocer lo maravilloso que es.

Covenant quiso apartarse, pero sus pies seguían enraizados en el suelo. El hombre ejercía una horrible fascinación. Covenant se encontró mirando involuntariamente aquellas manos como si realmente contuvieran algo muy valioso.

—¡Mira! —susurró el hombre con delicada histeria. Lentamente y con cuidado, como un hombre desenvolviendo un tesoro, abrió sus manos.

Una pequeña araña peluda yacía en su palma.

Antes de que Covenant pudiera apartarse o hacer algo para defenderse, la araña saltó.

Aterrizó en su cuello.

Rápidamente se la expulsó, pero sintió la picada de su aguijón.

Por un instante, sintió una maravillosa calma. Observó, imperturbado, como el hombre iba avanzando como si estuviera nadando en la súbita crecida del fuego. El sonido de la hoguera se hizo más vago. Covenant apenas se dio cuenta de que el hombre le quitara su cuchillo. Vain le miró sin una razón en particular. Con imponderable delicadeza, el suelo de la taza empezó a inclinarse.

Luego su corazón dio un latido como el golpe de una mandarria y todo estalló. Olas de dolor entorpecían sus pensamientos. Su cerebro, sólo tuvo tiempo de formar estas palabras: recaída del envenenamiento. Después de esto, su corazón latió de nuevo; y no fue consciente de nada, excepto de un crudo y largo aullido.

Durante algún tiempo se encontró vagando por un laberinto de angustias. El dolor estaba en todas partes. No tenía mente, sólo dolor. No había respiración sin dolor ni un pulso que no multiplicara el dolor. Le atormentaba la inflamación en el interior de su brazo derecho. Dolía como si su brazo no fuera otra cosa que un muñón de sangre; pero aquel dolor estaba en todo él; su pecho, sus intestinos, su cabeza y toda una letanía de dolores insoportables. Si lloraba, no lo oía; no podía oír o sentir nada, excepto dolor y muerte.

La muerte era un vértigo, torbellinos, succionándole desde el precipicio de su futilidad. Era todo aquello que siempre se había esforzado en redimir, cada zozobra sin un motivo claro que él no había cesado hasta encontrarle un sentido. Era el inconsolable pesar y la inerradicable culpabilidad, junto con una cólera salvaje. Y ello hacía un pequeño y claro espacio de lucidez en su cabeza.

Colgado allí, desamparado, abrió los ojos.

El delirio confundía su visión; unas formas grises brincaban incomprensiblemente a través de su fiebre, amenazando la última parte lúcida de él. Pero rechazó la amenaza. Parpadeando, como si el movimiento de los párpados fuera un acto de violencia, aclaró su visión.

Estaba en aquel hoyo, en aquella taza, atado a la estaca. Había saltos de fuego a su alrededor. Las llamas danzaban en los bordes de la pira.

El hoyo estaba lleno de figuras danzando como las llamas. Cabrioleaban alrededor de aquel espacio como vampiros. Gritos con codicia de sangre salían de las paredes del escarpado; voces estridentes de caníbal torturaban sus oídos. Hombres con ojos tornasolados y narices prensiles le miraban de reojo. Mujeres con pechos de víbora y colmillos en los dedos pasaban ante él como fragmentos de locura, cacareando por su vida. Niños con horrendas deformidades faciales y garras de tigre vomitaban ranas y obscenidades.

El horror le hizo retorcer, arrancando claridad de su agarre. Su brazo derecho lanzaba dolor sobre su pecho. Cada nervio de aquella extremidad estaba corroído y agonizante. Por un instante, casi se apagó todo.

Pero luego pudo ver a Vain.

El descendiente de los Demondim estaba de espalda a los Llanos, mirando los férvidos danzarines como si no hubieran sido creados con otro propósito de divertirle. Poco a poco, sus ojos recorrieron el hoyo a través del barullo, hasta que se fijaron en los de Covenant.

—¡Vain! —gritó desesperadamente—. ¡Ayúdame!

En respuesta, Vain abrió la boca mostrando una negra mueca.

Ante su vista, Covenant escupió. Un blanco chillido de furia estalló en su pecho. Y con este chillido vino una deflagración que destruyó la noche.