Causas perdidas
Nancy Varian Berberick
De verdad que jamás vi una chica tan feúcha como aquella criatura huesuda que estaba sentada sobre el borde del sofá repleto de cojines del recibidor de Usha Majere. Tenía las manos grandes cuidadosamente plegadas sobre el regazo, y daba la impresión de que había dispuesto cada dedo, uno por uno, para ocultar los huesudos nudillos. El pelo le colgaba lacio a ambos lados del rostro y era del color del barro. Tenía una cara larga y caballuna y, por desgracia, unos dientes que hacían juego con ella. Con todo esto no pretendo ser cruel, pero el aire gris de la chica resultaba realmente sorprendente, apabullante, teniendo en cuenta que a su alrededor todo y todos eran absolutamente encantadores.
Lady Usha es una artista, una mujer cuyos retratos son muy solicitados. El menos importante es valioso por su técnica; los más hermosos y más raros… bueno, son de los que han dado lugar a historias. Se rodea de cuadros, esculturas y tapices de todos los confines de Krynn. Los artistas son así, están ávidos de belleza, de colores, de formas y de texturas. Lady Usha, cuyo esposo es el primer mago de Krynn, no carece de aquellas cosas que ama. No obstante, todas estas colecciones no son más que el telón de fondo de la auténtica joya que es la propia dama. Si alguna vez se pudo reprochar algo a las canciones que cantaban las excelencias de Usha Majere fue el hecho de quedarse cortas en la descripción de su belleza. Ah, la cámara de la señora era un lugar encantado. Y como si la propia dama y todo lo que la rodeaba no fueran lo bastante refulgentes para un aposento, dos elfos montaban guardia en el vano de la puerta, uno mirando hacia afuera, hacia el corredor, y el otro hacia adentro. Tenían la misma belleza que al parecer reciben todos los miembros de su especie, como un don en el momento de su nacimiento: orejas elegantemente biseladas, pelo dorado y brillante, miembros flexibles y unos ojos almendrados tan claros como la luz de las estrellas. En medio de tanto esplendor estaba sentada la muchacha feúcha.
—Ah, estás aquí —dijo lady Usha tendiéndome la mano—. Entra, Madoc. Hay aquí algunas personas a las que quiero que conozcas.
Raethe era el nombre del elfo, y Tarya el de su compañera. Raethe ni siquiera inclinó la cabeza cuando nos presentaron. Tarya me miró con ojos invernales.
—Madoc ap Westhos —dijo—. Sí, conocí a vuestro padre.
De ahí los ojos de invierno. Porque si conocía a mis parientes que viven en Sancrist, sin duda habría oído a uno u otro de ellos explayarse a gusto sobre la desesperante cuestión de Madoc, el último hijo de nuestro padre, que había rechazado un título de caballero para dedicarse a la magia y que a continuación se había negado a usar sus artes mágicas en favor de los caballeros. Bueno, eso es lo que dirían ellos, esos hermanos y hermanas míos. Pero ahora veamos lo que digo yo: él, mi padre, era un hombre anciano, y como tantos otros de su generación, entregado a causas y a dioses perdidos. Recordaba los tiempos anteriores a la Guerra de Caos, antes de la desaparición de los dioses y del advenimiento de los dragones que se repartieron entre ellos la mayor parte de Krynn. Creía que Solamnia, cuyas antiguas fronteras habían quedado encogidas por el capricho de un dragón, podría recobrar su gloria anterior; que los qualinestis y los nordmaars y las tierras en torno a Thorbardin podrían recuperar la libertad, y que todo Krynn podría convertirse otra vez en un mundo de Reinos Libres. Quería que sus hijos abrazaran con igual fervor que él su causa perdida. Mis hermanos se unieron ambos a los caballeros y cada una de mis dos hermanas se casó con un caballero, ansiosos de criar hijos para alimentar la contienda. Vivir en el pasado, morir en el presente: era cosa de tontos. Por mi parte, yo no era partidario de echar por la borda un talento apreciable para la magia, para que los poetas pudieran conmover el corazón de los tontos con uno más de esos relatos lastimeros de alguien que se lanza al ruedo.
El hijo errante de un caballero que no está en las fronteras; el hijo de un caballero que no está en la resistencia. La desgracia de un noble, decían los fríos ojos azules de Tarya.
—¿No podríais haber elegido a algún otro —dijo dirigiéndose a lady Usha, y plegando sus bonitos labios con expresión de disgusto—, que no fuera… éste?
La señora sonrió, como si no hubiera sucedido nada desagradable entre sus huéspedes.
—Madoc es exactamente el hombre que necesito, Tarya. Imperfecto, como al parecer vos habéis notado, pero tiene ciertas dotes notables como adivinador y como piromante. Sí, creo que puede ser el hombre indicado para esta misión.
Adivinador, lo soy, pero no tan osado como para tratar de adivinar los pensamientos de lady Usha Majere, de modo que iba dudando si irían a entregarme un obsequio o algo menos mientras me guiaba hacia el centro del salón hasta pararse delante de la chica esmirriada.
—Ella es Aline Caroel. Pronto va a contraer matrimonio, lejos de aquí, en Haven. Aline —dijo, revistiendo su voz de un tono maternal—. Querida mía, éste es Madoc ap Westhos, el mago del que te hablé.
Aline levantó la vista el tiempo suficiente para acusar recibo de la presentación y luego volvió a bajar las pestañas. Un tiempo suficiente y excesivo. Madoc el Adivinador, me llaman, y tienen motivo para ello. Sé cómo entrar de puntillas en una mente cuando me place y salir sin dejar el menor rastro de haber estado allí. Durante ese breve momento en que sus ojos quedaron desprotegidos, en la mente de Aline Caroel vi un pánico repentino que luego fue cubierto por una estudiada calma.
—Es un placer conoceros, señor mago —murmuró. Ay, la pobre, su voz era tan áspera y nasal como la de un muchacho acatarrado—, y os agradezco vuestra ayuda.
Dirigí una mirada interrogante, no a la chica, sino a lady Usha, que no se apresuró a responder. Me indicó que me sentara en un cómodo butacón cerca de la ventana que da al campus de la Academia de su esposo.
—Ahora bien —dijo la dama—. Aline se precipitó un poco, pero no hizo más que expresar mis propias esperanzas: tengo un pequeño trabajo para ti, Madoc, y si lo aceptas ocuparé de que se paguen rus cuentas en las tabernas de Solace. —Dudó un momento mientras daba golpecitos con el dedo contra sus blancos dientes, y luego sonrió—. Sí, las cuentas de las tabernas y, si todo va bien, cierta cantidad adicional.
Las cuentas de las tabernas, tan largas como mi brazo, hubieran sido suficientes, pero la promesa de algo más me llevó a responder que sí sin tomarme tiempo para pensarlo. Contando con mi asentimiento, inclinó la cabeza, un simple gesto afirmativo. No vi que hiciera ningún otro movimiento, pero sin embargo, los dos elfos que guardaban la puerta le hicieron una reverencia, una reverencia más profunda de lo que hubiera imaginado que los elfos pueden hacer a nadie que no sea de su especie, y salieron de la estancia. El susurro de sus faldas acompañó a lady Usha cuando se dirigió hacia el sofá de Aline y se sentó junto a ella. Llevaba algo pequeño y plateado, un cofre del tamaño aproximado al de su mano. Era perfectamente cuadrado y llevaba echado un cerrojo de plata. Sentí un tenue tirón al mirarlo, una especie de guiño cómplice dirigido a lo más profundo de mi mente. El cofre en sí mismo no era mágico, pero la agitación que sentí en mi mente indicaba que sí lo era su contenido.
—Este cofre —dijo la dama— contiene un presente. Y sí —dijo ella, que llevaba muchos años entre magos y sabía reconocer el aspecto de uno que tiene los oídos alerta—, el presente tiene atributos. Es por eso que re he hecho llamar, Madoc. —Sostuvo el cofre en alto para observar… la luz del sol deslizándose sobre la plata—. Contiene algo que no debe caer en manos equivocadas, y ¿quién mejor que un mago para transportar magia? Es para que Aline se lo ofrezca a su esposo la noche de bodas. —Un pequeño aleteo, y las blancas manos de Aline Caroel adoptaron una postura aún más apretada. Lady Usha las cubrió con las suyas, y a mí, como si nadie se hubiera movido, me dijo—: Hasta el momento de su entrega, este presente debe ser vigilado. ¿Lo mantendrás a salvo por mí, Madoc?
—Mi señora, ¿cuándo partimos? —dije pensando todavía en las cuentas de las tabernas y en lo que pudiera venir por añadidura.
—Pronto. —Dirigió los ojos hacia Aline, que volvió a alzar las pestañas para mirarme.
—Mañana por la mañana, señor mago —dijo Aline Caroel—. Tomaremos un camino por el sur.
—No hay caminos por el sur de Solace a Haven —dije frunciendo el ceño—. El camino va por el norte, rodeando el Bosque Oscuro.
Aline asintió.
—Y los ríos rodean el Bosque Oscuro por el sur.
—¿Estáis dispuesta a bordear el territorio de los qualinestis? —Sonreí como si estuviera hablando con un niño—. ¿A pasar junto a un reino de dragones? ¿Estáis tan ansiosa de llegar junto a vuestro prometido?
Sus nudillos huesudos palidecieron un poco.
—Iremos por el sur, señor mago, porque la barranca del Centinela ha quedado bloqueada por un alud de rocas. No creo que se abra el camino que rodea el Bosque Oscuro antes de la primavera.
Al norte ya no había camino, y sólo los tontos se aventurarían a través del Bosque Oscuro. Ella no lo dijo, y no tenía por qué. En los últimos tiempos habían sido más los que se habían internado en él que los que habían salido.
Aline se puso de pie alisando la falda de su vestido azul.
—Mi señora —murmuró—. ¿Querréis excusarme ahora? Necesito descansar.
Lady Usha le dio permiso para retirarse y la dejó en manos de los elfos.
—Mi señora —dije cuando los dos nos quedamos solos—, me estaba preguntando por qué esta joven humana está tan protegida por los elfos.
—Porque yo les he pedido que le dieran protección y para eso han venido. —Se quedó sentada en silencio durante un momento, y luego continuó—: Madoc, eres demasiado joven para recordar la época anterior a la Guerra de Caos, pero yo sí la recuerdo. Recuerdo el tiempo en el que los caballeros gobernaban Solamnia, cuando los elfos qualinestis no estaban bajo el yugo del dragón y los enanos de Thorbardin mantenían abiertas las puertas a los amigos. Mucha gente de los Reinos Libres recuerda todavía cuando todo Krynn era libre, y muchos de nosotros seguimos trabajando para que un día podamos volver a serlo.
«Causas perdidas», pensé, pero no lo dije.
—¿Qué es lo que nos salvará? —musitó—. ¿Cómo saberlo? ¿Los caballeros de tu país? Algunos creen que sí. Mi esposo deposita su fe en los magos de aquí, de Abanasinia. —Levantó el pequeño cofre de plata, pasando el dedo por la sombra del groso de una aguja donde la tapa se unía con la caja firmemente cerrada—. Yo deposito mi fe en héroes menos importantes que son como las estrellas en el cielo, Madoc. Aisladamente dan poca luz, pero todos juntos dan a la noche todo su brillo. Aline Caroel es una de esas estrellas en las cuales se puede confiar. Es la nieta de Galt Caroel. ¿Conoces ese nombre?
No lo conocía, y ella me contó que el abuelo de Aline un hombre acaudalado, un rico mercader que había amasado su fortuna antes de la Guerra de Caos. Logró conservar su fortuna incluso durante los desastrosos años que siguieron a la guerra cuando los dragones vinieron a repartirse la mayor parte de Krynn. De la boda temprana de su hijo unigénito nació una niña, pero el hijo y su esposa murieron en un naufragio, dejando a Aline a cargo de su abuelo, que había dedicado su fortuna a financiar la red de espías que entraban y salían subrepticiamente de los distintos Reinos Dragontinos, y los intentos clandestinos para sacar refugiados de dichos reinos para darles la libertad.
Ahora, según lady Usha, Galt Caroel era más pobre que una rata al final del invierno. Había gastado su fortuna y sus planes no tardarían en quedar paralizados por falta de financiación. Pero habían encontrado una salida en un pacto de matrimonio entre la Casa de Caroel y la de su proverbial rival en el campo empresarial, la Casa de Wrackham. Aline se casaría con Lir Wrackham, unirían las dos casas enfrentadas y, gracias a esa concesión, volverían a afluir fondos para financiar a los espías y las huidas de refugiados de los Reinos Dragontinos en las noches sin luna. Cerrado el trato, el viejo tacaño y el abuelo de la chica estaban ahora esperándola en Haven.
—Me gustaría —dijo Usha con un gracioso suspiro— poder ir con Aline, pero no me atrevo. Mi presencia despertaría sospechas sobre el viaje y la boda.
Habló de espías, de hombres y mujeres que secretamente pasaban de los Reinos Dragontinos a Abanasinia y viceversa, de hombres y mujeres esclavizados por algunos de los mortíferos dragones que tan celosamente guardaban sus reinos robados.
—Llamar excesivamente la atención sería peligroso, Madoc, porque los hay que actualmente se encuentran muy satisfechos pensando que la labor de Galt Caroel ya no puede seguir adelante. Pero si Aline consigue llegar a Haven sana y salva, entonces su labor podrá continuar, ¿entiendes?
—Es un trato muy duro, mi señora. Especialmente para una muchacha. —Hice una pausa y me encogí de hombros—. Bueno, en realidad no se va a ganar el corazón del viejo por su belleza, ¿verdad?
—No —dijo la dama—, no se hace ilusiones al respecto. —Balanceó el cofre de plata en su preciosa mano dedicándome una larga mirada de sus ojos color de mar—, y yo le voy a dar toda la ayuda que me pida. Sin embargo, hay otras cosas además de la belleza del rostro y de las formas, Madoc.
Hice una mueca de escepticismo.
—¿Incluye eso, tal vez, un filtro de amor o un pequeño encantamiento para conmover el corazón de un anciano? ¿Es ése el tipo de magia oculto en su pequeño cofre de plata? Bueno —dije, repitiendo las palabras que ella misma había usado antes—, me esforzaré por ser el hombre perfecto para esta empresa. Me encargaré de que vuestro presente llegue sano y salvo a Haven. —Le hice una reverencia de esas que se esperan de un caballero de mi clase—. Por vos, mi señora, y por vuestras causas perdidas.
Usha volvió a fijar en mí su brillante mirada azul y con un remolino de faldas de seda y aroma de lavanda se puso de pie y me besó en la mejilla.
—Vuelve después de la boda —me dijo dándome golpecitos en el hombro con su dedo elegante—. Una vez saldadas tus cuentas en las tabernas, puedes contar con una invitación a cenar en Solace mientras me cuentas lo que Madoc el Adivino ha descubierto en este viaje.
No tuve que hacer mucho equipaje para el viaje a Haven, nada más que un libro de piromancia que había estado estudiando últimamente y las ropas adecuadas para la celebración de la boda. Todo esto lo metí en un pequeño saco de lona que llevé conmigo al lago Crystalmir a la mañana siguiente para reunirme con Aline y su comitiva. Ocho elfos la acompañaban, seis de ellos marineros dedicados a tripular el pequeño esquife; los otros dos, Tarya y Raethe, armados con carcajs erizados de flechas y tensos arcos. En la embarcación sólo se había dispuesto una pequeña tienda de lona a rayas azules y doradas, como el cenador de una novia, para proporcionar a Aline intimidad y algo de bienestar.
Dejamos el lago cuando el sol desvaneció las brumas matutinas y nos internamos en el arroyo Solace pasando bajo el puente que une el camino que rodea Solace con el que va por el norte en torno al Bosque Oscuro. El arroyo era tan estrecho en el tramo que recorrimos durante la mañana de nuestro viaje, que los altos robles eran como muros de madera y hojas de bronce, y los sauces formaban una cortina que se movía a la más leve brisa. Los ásteres nos saludaban en los puntos iluminados por el sol, con sus delgadas hojas oscuras y sus flores azules como un cielo desvaído. Sin dejar la bolsa de mi mano, me deleitaba bajo el tibio sol.
Medio adormecido oía el canto del martín pescador, las ásperas voces de los marineros: «¡Tronco a la izquierda!» «¡Cuidado con esa roca!» «¡Eh, al frente un banco de arena!» También oía la voz de Tarya hablando con Raethe en el tono mesurado propio de los elfos. Hablaban de los bandidos del Bosque Oscuro y, a veces, en voz más baja, de los qualinestis, la patria perdida. «Causas perdidas —pensé, divagando en las lindes del sueño—. Derrotas no reconocidas, luchas sin sentido…»
Una mano me tocó el brazo levemente. Al abrir los ojos me encontré con el rostro largo y poco agraciado de Aline Caroel. Se aclaró la garganta tímidamente una y otra vez antes de decir que había dormido hasta pasado el mediodía y preguntarme si tenía hambre. Cuando le dije que así era, cogió un pequeño saco que tenía a su espalda y sacó pan, carne fría y una bota de cuero con vino.
—¿Será bastante para el almuerzo?
Seguro que sí, y le dediqué una de aquellas airosas cortesías que los de las casas nobles aprendemos en la cuna. Y al fin y al cabo, ¿por qué no? ¿Cuántas habría oído la poco agraciada joven a lo largo de su vida? Le dije que todo me sabría mejor si compartía la comida conmigo. Detrás de ella, el elfo Raethe murmuró algo al oído de Tarya y ésta levantó la cabeza y me dirigió una mirada glacial.
—Oh, no os preocupéis por Tarya —dijo Aline acomodándose cerca de mí. Cerca, pero no junto a mí. Mantenía la distancia de una muchacha fea, la distancia que sin duda había aprendido a juzgar prudente. Las chicas bonitas se ponen junto a uno, se inclinan para coquetear y flirtear, pero las chicas feas, las chicas con cara de caballo, dientes demasiado grandes y manos con nudillos huesudos, aprenden pronto cuál es su lugar. Volvió a aclararse la garganta con timidez—. Se toma su trabajo muy en serio y no deja de temer que en cualquier momento pueda saltar por la borda y alejarme nadando.
Todo eso lo sabía, pero había algo que no.
—¿Y debería tener miedo?
—No. Hay promesas de por medio, y una de ellas es mía. —Aline volvió a bajar la mirada y susurró—: Me encamino complacida a mi boda.
Mentirosa, pensé, que lleva un filtro que ha pedido a lady Usha. Eso fue lo que pensé, pero no vi razón alguna para decírselo.
Aline me pasó la bota mientras cortaba porciones de pan y dos buenas lonchas de venado con pimienta. Comimos en silencio, bajo la mirada de Tarya que la vigilaba como una celosa ama que debe velar por la integridad de su pupila. La corriente era lenta, sólo requería de dos remeros con pértigas a proa y a popa para guiarnos. Los marineros se pasaban las botas de vino y se tiraban pequeños sacos de comida. Sólo a Raethe y Tarya parecía no interesarles la comida. Con los arcos tensos y los carcajs en la cadera, los elfos no apartaban la vista de las sombras y tampoco de los sauces que lo cubrían todo.
Las orillas quedaban atrás y los remeros volvieron a su trabajo al hacerse más lenta la corriente. Pasamos Gateway y giramos un poco hacia el este. Pronto el arroyo Solace se ensanchó incorporándose al torrente Blanco, y el bosque fue desapareciendo reemplazado en ambas orillas por páramos llanos, por tramos desprovistos de árboles donde el sol de otoño era más cálido y brillante. Aline miraba hacia lo lejos, hacia occidente, donde se veía una línea de colinas bajas y el Bosque Oscuro. Más allá de esas colinas quedaba la fronda de las Dríadas, el bosque de robles donde viven los árboles y los espíritus de las dríadas que los habitan.
—¿Habéis oído alguna vez cantar a una dríada? —preguntó con los ojos fijos en el sombrío bosque.
—No, nunca he estado en el Bosque Oscuro, y las dríadas no salen de allí.
Aline suspiró.
—Robles y dríadas. No pueden vivir los unos sin las otras, al menos eso dice la leyenda. Están tan unidos como cuerpo y alma. —El rubor se extendió por sus mejillas. No un cantador rubor rosáceo, no en el caso de Aline. Sus mejilla se arrebolaron formando manchas rojizas—. Me pregunto —añadió— si estar enamorado es algo así.
Le dije que no sabía si el amor es como lo de las dríadas y los robles y ella se rió.
—¿Vos? ¿No lo sabéis? He oído algunas cosas sobre vos, señor mago. —Se sacudió la capa de los hombros y dejó que cayera sobre cubierta—. Tarya dice que todas las taberneras de Solace os conocen.
—¿Todas? No es cierto. Algunas sí me conocen, pero eso no es amor.
Sus ojos no estaban posados sobre mí, sino que miraban a lo lejos, a la corriente del arroyo.
—¿Y qué es, entonces?
—Ejercicio saludable.
El color moteado de sus mejillas se acentuó y en ese momento no sólo parecía poco agraciada sino fea, toda mandíbula y dientes desmesurados.
—¡Aline! —llamó uno de los elfos, Raethe, con su arco tensado en la mano. Aline miró en derredor y jadeó sobresaltada—. Acercaos y sentaos aquí, en el centro del esquife. Es más seguro.
Aline recogió los restos de la comida y se dispuso a obedecer. Unos momentos después, dos de los marineros se aproximaron a ella y empezaron a desenrollar las cuatro paredes de su pequeña tienda. Un paso casi imperceptible detrás de mí. Allí estaba Tarya, proyectando su sombra sobre la cubierta, sus labios plegados en una mueca sin alegría mientras se ponían en cuclillas junto a mí.
—Mago —dijo, en un tono pensado para que sólo pudiéramos oírlo ella y yo—, voy a deciros algo. La chica está destinada a cosas mejores.
—¿Mejores que el viejo que la espera en Haven? Yo no…
Tarya se inclinó acercándose más a mí; sus ojos azules se habían vuelto de acero.
—Cosas mejores que un coqueteo, mago. —Dirigió mi atención hacia su daga, acariciando con los dedos la empuñadura—. Cosas mejores que vos, Madoc ap Westhos.
Me reí, con la cabeza vuelta. Tarya ni siquiera se movió. ‘
—¿Yo? Por lo más sagrado, ¿creéis que robaría una novia de su cenador?
—No —dijo. Extrajo la daga de su vaina con un movimiento lento, meditado—. No creo que tuvierais el coraje para hacerlo.
—¿Por qué? ¿Porque no voy por ahí haciendo resonar mi armadura ni ayudo a la resistencia a arrebatar a las gentes de debajo de las fauces de un dragón? No, gracias. Estoy bien como estoy, y si queréis saberlo, no me interesa lo más mínimo.
El rostro dorado por el sol se convirtió en una máscara de bronce y sus ojos se entrecerraron mientras sus labios se plegaban en un gesto desdeñoso. Yo me limité a reír.
—Olvidadlo, Tarya. No me interesa la chica. ¿Qué imagináis que merece? Tal vez un viejo de Haven, y si es así, tiene más suerte de la que jamás soñó.
No sé qué fue lo que me hizo volver la cabeza; el silbido de la respiración percibido apenas se diferenciaba del roce del agua contra la embarcación. Sin embargo me volví y vi a Aline de pie junto a un remero, sorprendida en el momento que media entre la sorpresa dolorosa y la vergüenza súbita. Al sentir mi mirada sobre ella se volvió, y regresó presurosa a su tienda.
—¡Oh! Eso se llama hablar con elegancia —se burló Tarya—, y expresarse con gran sensibilidad.
Uno tras otro, todos los marineros me miraron, algunos a la cara, otros con el tipo de mirada que mejor expresa el desdén. Ese desprecio de los elfos era muy fuerte, y nadie mejor que un adivino para hacer caso omiso de las habladurías mentales o el torrente de emociones que emanan de quienes lo rodean, pero a pesar de todo mi esfuerzo por aislarme o por pasarlo por alto, podía sentir su disgusto.
Nadie me dirigió una sola palabra durante aquella cálida tarde de otoño, ni siquiera una mirada, y cuando el sol puso me dispuse a dormir. No soñé y en mí mente no se movió nada que me perturbase. Madoc el Adivino durmió como un tronco.
—¡Bandidos!
Me desperté sobresaltado, como cualquier hombre arrebatado del sueño y arrojado al mundo de la vigilia. Dentro de mi cráneo giraba un calidoscopio de emociones, miedo y furia y grandes impulsos de codicia. Se alzaron voces, airadas unas, de dolor otras. Las primeras palabras que pude distinguir fueron las de Tarya, gritándole a alguien que esperara hasta poder ver.
De pie, me aferré a la borda del esquife. Por encima de mí, el cielo se extendía de una orilla a otra, y esas orillas estaban ahora más próximas que nunca. Estrellas y ráfagas de luz anaranjada llenaban el cielo. Flechas de fuego describían arcos en lo alto. Era aquélla una treta de las más simples para cegar al enemigo: se envolvían los astiles en trapos empapados de aceite y se les prendía fuego. Cada uno de los disparos atraía la atención de nuestros arqueros y durante un momento fatal les impedía ver qué era lo que los atacaba. Bajo nuestros pies, el esquife cabeceó primero y luego se desplazó lateralmente. Mi corazón daba bandazos junto con la pequeña embarcación. Había alguien en el agua tratando de volcar el esquife.
Frías flechas de acero silbaban desde la orilla septentrional, desde el lado del Bosque Oscuro. Una dio contra la borda de la embarcación, a escasos centímetros de mi mano. ¡Toc! ¡Toc! Detrás vinieron otras dos y, zumbando, se clavaron en la madera. Sujeté bien mi bolsa tratando de no caerme. Alguien me golpeó fuertemente desde atrás, haciéndome caer de rodillas.
—¡Mago idiota! —vociferó Tarya—. Se supone que sois un piromántico, ¡proporcionadnos luz!
¿Mago idiota? Ay, estúpida elfa que pedía más de aquello que la estaba matando. Mantuve la cabeza baja y me retiré a mi interior, cerrado al miedo y a los gritos de los bandidos y los golpes de las flechas. Me adentré en las profundidades, más allá de mi cuerpo físico, más allá de la cubierta, más allá del agua y del pedregoso lecho del arroyo. Llegué al corazón mismo de Krynn, a ese pozo del que los magos nacen sabiendo cómo beber. En lo alto, las flechas encendidas pasaban volando y yo elevé mi mano hacia el cielo, con toda mi voluntad transformada en nervio y hueso. Una por una, las flechas llameantes se apagaron y la noche volvió a estar iluminada sólo por las antorchas que le son propias: las estrellas. Del esquife se elevaron vítores y de la orilla del arroyo maldiciones.
Levanté la cabeza y Tarya me la hizo bajar justo en el momento en que una flecha pasó zumbando.
—No os levantéis —susurró, absteniéndose de llamarme idiota. Extrajo de su cinturón el cuchillo de larga hoja; el acero resplandeció a la luz de las estrellas mientras señalaba la pequeña tienda del centro—. Escuchad —bisbiseó, poniéndome la daga en la mano—. Si todo sale mal y descubro que no luchasteis hasta el último aliento para salvarla, mi fantasma os buscará por todos los confines del mundo para mataros.
No lo dudé ni un instante. Armado, con la cabeza gacha y arrastrando mi bolsa detrás de mí, me deslicé por la cubierta. Alguien gritó, las flechas me pasaban rozando. El esquife volvió a cabecear y a ladearse. Me caí, rodé y me puse a gatas mientras un elfo caía sin ruido al agua. No pude evitar mirar. Una flecha le había atravesado limpiamente la garganta, la punta ensangrentada apuntó hacia el cielo cuando su cuerpo se dio vuelta. Los ojos muertos de Tarya me miraron mientras su pelo dorado se extendía en torno a ella sobre el agua.
Me dirigí en cuclillas hasta la tienda. El cuchillo de Tarya iba golpeando en la cubierta y mi bolsa se arrastraba en pos de mí. Alguien dio un súbito grito de dolor. Con el corazón golpeándome en el pecho, me arrojé dentro. La mano de Aline se aferró a la mía. El terror gritaba en su mente y penetraba en la mía. Lo aparté lo mejor que pude, levantando mis defensas hasta que sólo lograron penetrar unos leves gimoteos.
El esquife se balanceó; fuera, los gritos de guerra elfos, los gritos de muerte de los elfos quedaron sofocados por maldiciones y ásperas risotadas. Los bandidos ya no tenían flechas de fuego, pero eran muchos. Llegado el momento superarían a los marineros. Aline temblaba y su aliento se había entrecortado. Intentó hablar. Yo la silencié tapándole la boca con la mano. La cubierta retumbó bajo unos pies que corrían, alguien gritó a voz en cuello, pero el grito se interrumpió de repente. Aline luchaba contra mi mano, pero yo la sujeté más fuerza.
—Shhh, ni un ruido. —Sin apartar mi mano de su boca, me adelanté a ella obligándola a acompañarme. Dos golpes rápidos con el cuchillo de Tarya bastaron para abrir una gran brecha en la parte posterior de la pequeña tienda—. Afuera —susurré—. De frente y por encima de la borda.
Fuera se oía el ruido atronador de las botas sobre la cubierta
—¡Mirad en la tienda! Hay alguien… ¡Eh! ¡Tienen a una mujer ahí dentro!
Sujeté a Aline por detrás y cogiendo la cintura de su falda la desgarré despojándola de ella. Se quedó con la blusa y los bombachos rematados con puntillas que le llegaban hasta la rodilla. En sus ojos verdes asomó una protesta indignada mientras la arrastraba hacia la abertura.
—¡Tenéis que nadar! Vamos. ¡Vamos!
Con la bolsa colgada al hombro y la daga en el cinturón, me coloqué detrás de ella obligándola a avanzar a través de la lona desgarrada y salir a la cubierta en llamas. Se tambaleó, la sujeté y con el mismo movimiento la obligué a saltar por la borda. Detrás de nosotros, alguien vociferó. Las flechas hacían impacto en el agua, arrojadas ahora desde el esquife y desde la orilla. El aire de la noche se pobló de maldiciones y luego de risotadas y abucheos. Mientras nadaba, me volví y vi a los bandidos en cubierta, algunos goblins de orejas gachas y entre ellos unos cuantos humanos. Los bandidos se habían hecho con el esquife.
Una voz sonó estridente como una furia en medio de la noche.
—¡Ahí van dos de ellos! ¡Una medida extra para el que traiga a rastras a la mujer!
Me volví para buscar a Aline y di contra la saliente de una roca. El impacto me dejó sin aire en los pulmones. Hice un esfuerzo para respirar y la corriente se apoderó de mí aturdiéndome y arrastrándome. Sin aliento, no era capaz de oponerme a la fuerza del río y cuando mis pulmones vacíos se volvieron a llenar, fue con agua.
—Estáis vivo… —dijo Aline, como si fuera una especie de milagro. Me dio unos golpes en la espalda como si quisiera romperme las costillas, y repitió—: Estáis vivo…
Y es cierto, lo estaba. Estaba vivo, echando fuera la mitad del río de la Rabia Blanca y con la certeza de acabar escupiendo sangre si ella no dejaba de darme golpes. Traté de darme vuelta, presa de la tos y de las náuseas, y ella hizo el trabajo por mí. Me puso las manos debajo del pecho y me hizo girar hasta quedar boca arriba.
Su rostro tenía un resplandor pálido a la luz de la luna que había aparecido tardíamente. Las sombras hacían que su enorme boca pareciera una herida. Torpemente, sus manos manipularon el cuello de mi camisa, no sabiendo bien si cerrarlo para que no tomara frío o abrirlo para que pudiera respirar. Inmovilicé sus manos con las mías y las aparté.
—Puedo respirar —dije incorporándome sobre los codos. Con dificultad conseguí sentarme. Miré en derredor con la esperanza de ver el esquife en llamas. El río corría oscuro por nuestro lado salpicado de pequeñas cintas de luz de luna que rielaban en la superficie. No se veía el esquife por ninguna parte.
—¿Qué pasó? ¿Dónde están los bandidos? Oh —dije en medio de un quejido—. ¿Los elfos?
—Todos muertos. —Sus labios temblaban, y mis tripas también. Temía que empezara a llorar. Es posible que ella advirtiera ese temor, porque aspiró hondo, se tranquilizó y dijo—: Los bandidos se fueron río arriba… la oscuridad nos apartó de ellos en el agua, señor mago.
Señor mago. Nunca me había llamado de otra manera y fue como si allí, tumbado en el suelo, me diera cuenta por primera vez.
—Madoc —dije—. Mi nombre es Madoc. ¿Qué distancia hemos recorrido?
—Hemos pasado por dos recodos del río y vinimos a parar a la orilla del lado del Bosque Oscuro. —Se mordió labio inferior, a punto de romper a llorar. Como medida preventiva, alcé la mano.
—¿Qué? —preguntó.
—Luz —dije.
Ahí tumbado, sentí la tierra bajo mi espalda, la dura piedra, el barro, las ramas secas y la hojarasca. Dentro de mí sentí algo más; sentí fluir la fuerza de Krynn. No es necesario interpretar esa pequeña danza de gestos fantasiosos que suelen hacer algunos magos. Ni siquiera hace falta hablar, todo lo que hay que hacer es dejar que la fuerza del mundo sea guiada por tu voluntad. No obstante, hice los gestos de rigor. Pensé que la distraería y se olvidaría de llorar. Un movimiento de la mano y el fuego cobró vida, otro y las llamas empezaron a bailar mansamente sobre un canto rodado, con tanta alegría como si se estuvieran alimentando de ramitas y maderos. La cara de Aline, abotagada y manchada de barro, no se relajó.
—¿Habéis salvado algo? —pregunté, incorporándome y mirando a la oscuridad y al bosque que nos rodeaban.
Depositó mi bolsa sobre mi regazo.
—Sólo esto.
El libro sobre piromancia estaba hecho sopas en el fondo; mi camisa de hilo blanca, mis calzas de algodón marrón y un fajín rojo y oro con los que se suponía que estaría presentable para la boda eran un montón de tela embarrada. Extraje el cofre de lady Usha de la bolsa. La tapa estaba mellada y el cerrojo, roto; las rocas del río no habían sido más amables con el cofre que con mi cuerpo dolorido.
Aline se acercó más, tratando de ver el cofre.
—¿Es ése el, bueno, el presente? ¿Lo que se supone que rengo que darle… a él? —Su voz temblaba al pronunciar cada palabra.
—Sí. —Le pasé la bolsa—. O al menos lo que lo contenía. El propio presente…
La daga de Tarya estaba en el suelo. Cogí el libro empapado y con la daga desprendí los cuadernillos de papel de las tapas de cuero. Dentro de uno de los cuadernillos encontré algo pequeño y duro. Levanté un pequeño rectángulo de plano con chispas de rubí incrustadas, un guardapelo ensartado en una cadena de oro. De modo, pensé, que no es un filtro sino un hechizo, y más valía. Quién sabe las diabluras que podía hacer un filtro de amor vertido en las aguas del río. Aline se acercó más. Sentí su aliento cálido sobre mi mejilla.
—¡Es precioso! Parece hecho de la luz estelar. —Cuando le dirigí una mirada de soslayo, sorprendido por el giro de su frase, se sonrojó—. Debe de haber caído entre las páginas del libro cuando se abrió el cofre.
Vacilante, trató de coger el guardapelo, pero yo se lo impedí, y colgándomelo al cuello le dije:
—Hacer que esto llegue a Haven era, es, mi cometido. Lo guardaré hasta que lleguemos allí.
Se quedó mirándome largamente, fue un largo silencio. Luego, plegando las manos sobre su regazo, temblorosa en medio del frío de la noche, me dijo:
—Entonces, ¿iremos allí?
—No creo que sea buena idea quedarnos aquí —dije con un bufido—. ¿No os parece?
No muy conforme, asintió. Aunque no puede decirse que mostrara entusiasmo, al menos estaba de acuerdo. Al canto de una lechuza le respondió otro, lejos, en la espesura del bosque. Miré en derredor, contemplando el bosque y la noche. No tenía ni idea de dónde estábamos, apenas sabía que nos separaba «una distancia oscura» del lugar donde había sido atacado el esquife. Cerré los ojos, tratando de imaginar un mapa y el punto de ese mapa en el que nos encontrábamos. Sólo conseguí hacerme una idea de que estábamos a un día de navegación de Haven, tal vez dos o tres días andando. Lo único que sabía con certeza es que teníamos que dirigirnos hacia el oeste.
—Llegaremos allí —dije, tratando de mostrarme animado, pero sólo conseguí reflejar cierta esperanza en mi voz—. Estaréis a salvo en brazos de vuestro prometido antes de que os deis cuenta.
La expresión de Aline se volvió pétrea.
—Y más afortunada de lo que jamás pude soñar.
Puse cara de disgusto y traté de decir algo para borrar la presión de aquella frase que no había sido pronunciada para sus oídos, pero no pude encontrar las palabras. Se puso de pie bruscamente, reuniendo mis mugrientos atavíos festivos.
—Quitaos las botas —dijo, al tiempo que se despojaba de sus pequeños zapatos. Y cuando la miré con expresión extrañada, sin entender, indicó con un gesto las ropas húmedas y las botas mojadas que yo llevaba—. No tengo intención de llegar a Haven medio desnuda, mago. ¿Estáis vos dispuesto a caminar con las botas mojadas?
No, no lo estaba, pero al parecer tampoco estaba en condiciones de vigilar el fuego.
—Procurad sólo que se mantenga encendido. Eso podréis hacerlo, ¿verdad? Y dejad que yo lo vigile.
Eso sí podía hacerlo, y lo hice. A continuación me sumí agradecido, en un sueño reparador. Cada vez que me despertaba la veía sentada cerca del fuego, atendiendo unas veces al secado de nuestros zapatos y otras simplemente observando la danza de las llamas sobre la piedra. Sólo en las horas de mayor oscuridad me dejó vigilar a mí, y entonces ella ni siquiera durmió. Se acurrucó en el suelo delante del fuego, con los brazos envolviendo su cuerpo y la cabeza baja, pero no durmió. Allí estaba, con el rostro oculto y escuchando, por mucho que tratara de olvidarlas, las crueles e irreflexivas palabras de un mago idiota que se había atrevido a expresar la opinión de que debía considerarse afortunada de ser admitida en la cama de un viejo, un extraño que la había comprado, en lugar de llevar la vida de una solterona.
Y no es un suponer. Soy adivino y sé bien lo que pensaba.
Según se cuenta, hacía tiempo que Krynn había pasado por épocas de grandes transformaciones debido a que la falta de capacidad de los mortales para complacer a los dioses había desatado la irritación de éstos. Sin embargo, las orillas del río de la Rabia Blanca se habían mantenido casi iguales a través de todas estas etapas de agitación de los dioses en las que se habían depositado en su cauce piedras y cantos rodados provenientes del Muro de Hielo, cuando los glaciares avanzaron y luego se retiraron hacia el sur atravesando el mundo. A lo largo de las riberas del río, más allá de la roca, había a una capa profunda de tierra oscura y feraz. Allí abundan las bayas y ese año el otoño había sido benigno, con noches no demasiado frías y días cálidos. Los arbustos que bordeaban el río de la Rabia Blanca ya tenían sus ramas cargadas de frutos mientras los robles del bosque iban preparando sus bellotas.
La novia extraviada y yo no formábamos un grupo muy cordial. Ella caminaba delante, dirigiéndose hacia el oeste, y no hablaba mucho. Los tímidos intentos de conversación que había hecho el día anterior bien podrían haberse atribuido a otra persona.
—Mirad, no tenéis que hablar —me dijo al fin para poner coto a mis inútiles esfuerzos de entablar conversación—. Guardad vuestras energías para caminar y pronto estaremos en Haven; vos habréis cumplido vuestro cometido y estoy segura de que encontraréis una bonita muchacha a la que acompañar en la fiesta.
Así que, como veis, no había mucha camaradería en nuestra marcha río abajo, pero al menos no pasábamos hambre.
Las orillas se elevaban y el río se encañonaba, y nosotros marchábamos siempre por las riberas rocosas, por debajo del nivel del Bosque Oscuro y ocultos a su vista. Así protegidos, no temía que los bandidos detectaran nuestras hogueras, pero sí me preguntaba si sería prudente encender fuego tan cerca de un reino dragontino. Aline, rompiendo otro de sus largos silencios, dijo que no era muy probable que la propia Beryllinthranox, un dragón hembra, lo detectara y viniera volando a asesinarnos o a robarnos.
No puede interesarle un botín tan magro como somos nosotros dos —y señaló al otro lado del río, hacia Qualinesti. Los árboles, antigua marca fronteriza del dominio de una orgullosa raza, eran ahora la muralla del país del dragón verde—. Son todos diferentes, los dragones de Krynn, y el nombre de Beryllinthranox, podría ser sinónimo de «codicia». Tiene toda una rica nación a la que atormentar y saquear. Elfos que otrora eran los señores del bosque trabajan ahora para llenar sus arcas. Los guardias que vigilan las fronteras son qualinestis, corrompidos por el poder que ella les otorga, y no están interesados en impedirnos la entrada a nosotros sino en impedir que salgan los suyos.
—Sabéis mucho sobre esto —dije, destripando la trucha que habría de ser nuestra cena.
Aline se encogió de hombros.
—Lo he sabido durante toda mi vida. Ayudar a los refugiados a escapar de ese lugar, de todas las tierras dragontinas ha sido la misión de mi abuelo desde antes de que yo naciera. —Miró a través del río a la oscura muralla del bosque de los elfos—. Ahora es la mía.
—Pero ¿por qué debe ser la vuestra? Ellos son elfos y jamás les importó un bledo lo que sucedía más allá de su bosque antes de que llegaran los dragones. ¿Por qué debe preocuparse alguien por ellos? ¿Por qué vos?
Me dirigió de soslayo una mirada breve, sarcástica.
—Creí que lo sabíais. Para conseguir un marido.
—Aline…
Su expresión se suavizó.
—Lo siento. Os habéis disculpado por eso y yo no debería sacarlo a relucir una vez más. Pero no temo tanto a la vida de una solterona como vos suponéis. Mi vida es mi vida, mago, me case o no. Vos pensáis que es una espera sin futuro de un hombre que venga a buscarme. No lo es. O al menos… no lo era. He dedicado mi vida a los libros, al estudio y a los vates, sí, a los vates. Vienen a menudo a la casa de mi abuelo, yo crecí entre ellos, y uno llegó a transformar un poema mío en una canción para su laúd… —Se mordió el labio inferior. Su larga cara caballuna se cubrió de manchas rojas al ruborizarse.
Me dediqué a espiar, entrando y saliendo de su mente como una sombra que se desliza sobre el suelo. Ella había creído estar enamorada de aquel trovador. Durante un tiempo había tejido sueños, fantasías en las que aparecía el vate, pero no había tardado en desecharlos. Después de todo, ¿quién podría imaginar que un vate rubio y bien parecido podía interesarse realmente por una chica poco agraciada? Aline no.
Dejándose llevar por el hilo de sus pensamientos, Aline suspiró.
—Pero ahora he de casarme, y tal vez resultara más fácil si tuviera una cara bonita. —Bajó sus pestañas, ocultándolos ojos.
—Y con todo —dije, rellenando el pescado ya limpio con cebollino—, casada, con un marido que os acepta de buen grado o simplemente casada ¿qué es lo que esperáis hacer? ¿Vaciar uno por uno los Reinos Dragontinos hasta que un día todas las bestias se den cuenta de que se han quedado sin esclavos?
Ah, la suya no era una cara bonita, en absoluto, pero en aquel momento advertí algo en lo que no había reparado en todos los días que habíamos pasado juntos: los ojos de Aline eran extrañamente penetrantes.
—Mago —dijo con genuina curiosidad—. ¿Qué clase de vida lleváis? Un hombre que estudia con el Maestro Palin, que conoce a lady Usha, ¿no sabe todavía qué es lo que esperamos conseguir?
—No es una vida tan mala —farfullé, poniéndome de repente a la defensiva—. Y si hubiera conocido cuáles son vuestros anhelos, no lo habría preguntado.
—Pero podéis adivinar la respuesta, ¿no es cierto? —Con los ojos muy abiertos y una mirada pretendidamente inocente se corrigió—: No, no serviría de nada. Este tipo de respuesta no se puede sonsacar ni adivinar, hay que sentirla, señor mago. Pero eso es algo que no se os da muy bien, ¿verdad? Muchachas y tabernas, vuestra magia y una cuenta abierta en una taberna, en eso consiste vuestra vida, ¿no es así? Y si supierais cuáles son nuestros anhelos, qué es lo que tratamos tan desesperadamente de conseguir, ¿os importaría? Creo que no. —Se inclinó hacia mí, tocando levemente con un dedo el guardapelo de platino que colgaba de mi cuello. Fue un gesto sutil, y no fui yo el objeto de esa ternura—. Y sin embargo, lady Usha os envió conmigo, con esto.
—Un mago para transportar la magia —dije, sorprendido de apreciar amargura en mi propia voz—. Ya oísteis lo que dijo, imperfecto, sin embargo el hombre adecuado para la misión. —Miré a Aline y a la comida que se estaba haciendo—. Después de todo, creo que no lo estoy haciendo del todo mal.
Ante mi sarcasmo, Aline se retrajo.
Cuando por fin el pescado estuvo cocido, y lo hubimos comido y enterrado los restos para que los zorros no viniesen a merodear por nuestro campamento, Aline se alejó de mí. Sólo nos separaban algunos metros de la orilla del río, y allí estuvo mirando a Qualinesti dominado por el dragón.
Después de un rato, con la voz temblorosa, dijo, no sé si dirigiéndose a mí o al bosque:
—Si no tuviese que hacer esto, no lo haría.
El chillido sostenido y sinuoso de la lechuza atravesó la noche. En sueños, Aline se estremeció cuando la melancólica llamada se introdujo en sus sueños. Apacible, el río se deslizaba entre las paredes rocosas y la primera escarcha del otoño relucía en las rocas. Yo estaba sentado junto a mi fuego hecho con magia, tiritando y esperando que mi cálculo de la distancia que nos separaba de Haven hubiera sido acertado. Ya me había cansado de dormir sobre la piedra y de comer sólo a veces, cansado de conducir a esta novia hacia su boda.
Aline se despertó sobresaltada.
—¡Shhh! —musité, muy quedamente, y puse la mano sobre su boca. Con los ojos abiertos de par en par se resistió, pero luego se calmó al ver lo que yo veía.
Dos figuras oscuras aparecieron en la orilla opuesta, una más alta que la otra. La más alta iba armada, y la luz de las estrellas se reflejaba sobre las aceradas puntas de su carcaj. La otra era una mujer, e iba un poco encorvada, llevando algo. En absoluto silencio el hombre sacó una canoa escondida entre los arbustos y la bajó hasta el agua. Mientras estabilizaba la embarcación, estiró los brazos para coger lo que la mujer llevaba en los suyos: un niño envuelto en una tela oscura. La mujer subió a continuación, volvió a coger al niño y sin romper para nada el silencio, su compañero incorporó la canoa a la corriente, cruzando el río en una noche sin luna. Sus rostros se veían blancos a la luz de las estrellas, y sus ojos, oscuros como pozos. Estos dos, amantes tal vez, quizás marido y mujer, que en los días anteriores al dragón posiblemente no habrían soñado jamás con abandonar su patria, se apartaban de las orillas del río de la Rabia Blanca, se marchaban para siempre de Qualinesti.
De repente se oyó el llanto penetrante del niño repentinamente amortiguado contra el pecho de su madre. El corazón me dio un salto, tan alto había sonado el sollozo en la noche. Aline se puso de pie y antes de que pudiera detenerla se acercó a la orilla del agua. Rápidamente la arrastré hacia atrás.
—¡Quieta! Uno de ellos va armado…
—Llevan un niño con ellos —musitó—. Mago, debemos ayudarlos.
—No. —La cogí por el brazo—. No. Quedaos aquí, Aline. Si os llega a ver el padre de ese niño no se parará a averiguar si sois amigo o enemigo. Defenderá a su familia.
Se contuvo, aunque de mala gana, y seguimos observando cómo la embarcación de los elfos se aproximaba al lado del río correspondiente al Bosque Oscuro. Hábil con el remo, el elfo aprovechó un pequeño remolino para hacer que la canoa rodeara un saliente de la roca para embocar el estrecho paso que quedaba entre la roca y la orilla.
—Lo conseguirá —susurró Aline, su aliento cálido contra mi cuello.
Lo mismo pensé yo. Le cogí la mano para hacer que se internara más en las sombras.
Un estridente grito de dolor rompió el silencio de la noche. La canoa se tambaleó, súbitamente desequilibrada al caer el remero por la borda. Le siguió otro grito, el de una mujer que se sacudió antes de caer también al agua seguida del niño que gimoteaba. Sólo se oyó una leve salpicadura cuando golpeó en el agua. A la luz de las estrellas vi una flecha que se estremecía en el hombro de la madre al caer.
—¡No! —gritó Aline. Se retorció tratando de liberarse de mi sujeción. Su codo se clavó entre mis costillas y ella aprovechó ese momento de dolor inesperado para soltarse y correr a zambullirse en el río de la Rabia Blanca. Jadeando en el agua fría, se dirigió hacia la madre y el niño. Y yo… bueno, ¿qué iba a hacer? Maldiciendo la seguí, sumergiéndome en el agua helada.
El frío robaba vigor a mis músculos, y cada brazada parecía más difícil que la anterior. Cuanto mis nadaba, más rápida parecía la corriente del río que alejaba a la mujer elfa de mí. Agitándose en el agua ella trataba de ponerse de espaldas y mantenerse así. Sólo tenía bien un brazo, y con él tenía que mantener al niño fuera del agua. Voló una flecha, luego otra. En la lejana orilla se oyó la áspera risotada de alguien que hacía burla del arquero por su mala puntería. Vencida por el río, la mujer elfo giró sobre sí misma y se volvió a hundir con niño y todo. Se oyeron vítores en el lado qualinesti del río de la Rabia Blanca.
«Se ha ido —pensé—, se ha ahogado».
La mujer volvió a aparecer en la superficie, sosteniendo en alto al niño.
—¡Allí! —gritó alguien—. ¡Hay más con ella! ¡Dispara!
Una flecha me pasó rozando la oreja, otra se hundió en el agua delante de mí. El río tiraba de mí, pugnando por arrastrarme hacia el fondo, incluso cuando miré en torno para ver dónde estaba Aline. Ella no se había esforzado por atravesar la corriente como estaba haciendo yo. Se dejaba llevar, nadando a favor de la corriente. Estaba a unas cuantas brazadas de la madre y del niño.
La mujer elfo, su rostro como un óvalo blanco, me vio y sus labios entonaron una doliente plegaria a un dios desaparecido.
—¡E’li! —gritó— ¡E’li!
Redoblé mi esfuerzo, pataleando contra el río, y la mujer elfo fue a parar al saliente de una roca dando un golpe tan fuerte que oí cómo era despedido el aire de sus pulmones. La sangre fluía en el agua helada formando remolinos en torno a la piedra. Sostenido en alto, el niño lloraba. El agua se arremolinaba en torno a la mujer que volvió a fijar en mí sus ojos grandes y oscuros.
—¡En el nombre de E’li! —dijo mientras jadeaba y tosía, mantenida contra la piedra por la fuerza de la corriente. Echaba sangre por la boca—. ¡Coged a mi niño!
Lo intenté, todavía demasiado lejos de ella, pero lo intenté. Una mano surgió de las aguas, un brazo blanco la siguió. Aline salió del río entre la mujer y yo, tratando de coger al niño.
Sangrando, la madre trató de entregárselo. Sollozando, Aline procuró llegar. El río, celoso de su presa, sujetaba a la mujer con mano firme, tirando de ella hacia el fondo, y arrasado al niño con ella. El agua helada manchada de sangre se cerró sobre sus cabezas. Aline dio un grito, un largo sonido inarticulado de rabia. Se sumergió, buscando, y volvió a salir, jadeando. La cogí y la sostuve, haciendo presión contra ella con mi cuerpo para sostenerla contra la roca.
Llegaron voces amortiguadas desde la lejana orilla, el sonido de búsqueda. Luego:
—¿Han desaparecido? —gritó uno.
—Muertos —dijo otro, riendo.
Aline lloraba, sacudido todo su cuerpo por los sollozos.
Corriente abajo, entre los remolinos de la corriente, una pequeña forma blanca iba tambaleándose. Era el niño ahogado. La madre asesinada no se veía por ninguna parte. Después de un rato no hubo más flechas, no se oyeron más voces. Transcurrido un tiempo, abandonamos el refugio de la roca y volvimos a surcar el agua hacia la orilla.
Allí estaba, desconsolada. Como si los elfos fueran de su familia, como si el niño hubiera sigo arrancado de su propio seno. Aline Caroel estaba ante mi fuego de mago, blanca y sollozante. No sabía cómo consolarla, nada que yo pudiera decir podía cambiar su tristeza.
—Se han ido —sollozaba. Con las lágrimas fluyendo de sus ojos hinchados y enrojecidos me miró y se lamentó—. No pude salvarlos. Ellos… —Se interrumpió, estremecida. Con los ojos muy abiertos y presa de algún pensamiento repentino y temible, estiró su mano hacia mí, frotándome el cuello con los dedos—. ¡El guardapelo… se ha perdido…!
—No —dije, rebuscando en mi camisa empapada—, no, está aquí, está bien, lo tengo. —Me lo saqué por la cabeza y puse el pequeño guardapelo en mi mano—. ¿Veis?
En la oscuridad se acercó más, sollozando todavía, tiritando tanto que parecía que se le iban a descoyuntar los huesos.
—Mirad, aquí está —dije, abriendo el guardapelo. Lo sostuve ante sus ojos, las dos partes abiertas. Tomé aliento para decir algo más, para asegurarle que aunque tres elfos habían sido engullidos por el río, víctimas de su destino, seguramente otros se salvarían. Pero exhalé el aire, como un mudo fantasma.
Lo que había en mi mano era un retrato de Aline Caroel. Ah, Aline, con su larga cara caballuna y su nariz acorde, con el pelo del color del barro y los dientes demasiado grandes. Lady Usha no había tratado de dorar la píldora, se había limitado a presentar a la muchacha como era, pero parecía que había centrado la atención en sus ojos. Éstos eran, como observé entonces, tan verdes como la primavera, brillantes y vivos como la luz del sol reverberando en el agua, Me atraparon, aquellos ojos tan delicadamente pintados por los pinceles de lady Usha Majere. Un estremecimiento se apoderó de mí, recorrió mis huesos y mi sangre. Tan llenos de vida estaban los ojos que no pude apartar la vista de ellos, y al mirarlos vi reflejarse en mí un espíritu lleno de generosidad y de una fuerza enorme, con una belleza que nada tenía que ver con un rostro bonito ni con unas formas encantadoras. Esta belleza, más preciosa que las joyas, tenía que ver con el alma y siempre residiría en ella, fuera cual fuese el envoltorio.
—En nombre de todos los dioses —susurré yo, un hombre nacido en una época posterior a los dioses.
Ese retrato había sido hecho para atraer el corazón de un hombre viejo hacia su joven esposa, era un presente para allanar el camino a Aline. No me importaba. No me importaba, porque en un instante había visto destellar en los ojos de la muchacha viva lo que había visto en el retrato, una expresión que me hacía sentir capaz de derribar torres por ella, de devastar ciudades sólo para que ella me viera, me viera realmente, para que conociera mi corazón del mismo modo que me había sido dado conocer el suyo.
Ésta, ésta era la muchacha a la que yo había herido tan irreflexivamente; la chica de la que había dicho que nadie podría amarla simplemente porque no era bonita, a la que había considerado afortunada por el simple hecho de encontrar un marido.
—Mago —dijo Aline, y vacilante, con la mano temblorosa, me tocó la mejilla con el dedo.
Entonces supe que estaba llorando. Sentí mis lágrimas porque ella lo había hecho, sentí mi pena porque ella la había sentido. Conocí con feroz brusquedad el terror de un amor tan profundo como para romperme en dos, un amor sin el cual ya no podía concebir la vida.
—¿Qué pasa? —preguntó, con los ojos muy abiertos y los labios temblorosos. Por primera vez en todos los días que hacía que nos conocíamos, pronunció mi nombre—. Madoc, ¿qué sucede?
Le mostré el retrato, el precioso encanto formado de pinceladas y pintura y la magia secreta de Usha Majere. Aline miró el retrato, luego me miró a mí otra vez. No dijo nada, pero sus labios se movieron esbozando una protesta, un lamento, palabras de temor.
—Aline —dije con voz quejumbrosa.
Su pecho se hinchó al inspirar profundamente. No sé lo que hubiera hecho aquel anciano de Haven con el retrato en su mano y la muchacha llena de vida en su cama, pero supe, en el momento mismo en que toqué su mejilla, lo que iba a hacer yo.
Aquella noche no había en mí ni sombra de sensatez. No tenía conciencia. Sólo sentía el anhelo profundo de esta mujer, de su corazón y del dulce encanto que había conmovido mi alma como nada lo había hecho antes. Atraje hacia mí a Aline, que se resistió pero no demasiado. En sus ojos estaba todavía ese vacío desolado, esa pena por la madre y el niño ahogados, por el padre que, después de todo, no había podido guiar a su familia a buen puerto. Se sentía vacía, lo supe al mirarla. Lo supe al deslizarme subrepticiamente en su corazón y en su mente, yo, Madoc el Adivino, como una sombra silenciosa. Fue ese vacío el que abracé, ansioso de llenarlo con lo que sabía de ella, con su encanto genuino, con su valor y la ternura de su corazón. Le eché hacia atrás la cabeza y la besé, hundiéndome en los pozos verdes de sus ojos brillantes. Ella se resistió, pero sólo un poco. La mano que me apartaba pronto dejó de hacerlo para atraerme hacia sí.
Nos amamos largamente aquella noche. Ella, una doncella que no era tan tímida; yo, el hombre decidido a atarla a mí, a tenerla y conservarla, y al diablo con los elfos y con Lir Wrackham y con la propia lady Usha. Sin embargo, algo se transformó en mí, y ese deseo de atarla se convirtió en un deseo de dejarme sujetar, y yo, que no hacía tanto le había dicho que mis ejercicios en la cama con mujeres no habían pasado de eso, de ejercicios saludables, entendí la pobreza de aquellas noches, la superficialidad de aquellos días. Así como yo puedo encender fuego sobre la piedra desnuda, esa muchacha encendió un fuego en mi corazón, un fuego que se avivaba a cada contacto, que se alimentaba a cada beso.
Pero por la mañana, con el sol que brillaba sobre el río para transformar en cortinas grises la bruma que se levantaba, me desperté solo, con los brazos vacíos, sólo con el leve aroma de su piel pegado a mi propia carne. Aline estaba lejos de mí, al otro lado de un fuego crepitante, encendido con broza y ramas; éste era el fuego propio de Aline, y con él entre nosotros, dijo:
—Es hora de partir, debéis llevarme a Haven, mago.
Mago, no Madoc.
La miré como un hombre que ha perdido el sentido, sintiendo que la sangre se enfriaba en mis venas.
—¿A Haven? —dije, como si nunca hubiera oído hablar de esa ciudad—. No, yo… Aline, no. No puedo hacer eso ahora. Tú no puedes… —Me incorporé, procurando entender—. Te amo —dije, como si eso pudiera bastar para hacerla cambiar de idea, para hacerla entender—. Te amo y no puedo llevarte a Lir Wrackham. —Fue como si al pronunciar el nombre cayeran piedras de mis labios.
Eché mano al guardapelo, al pequeño hechizo de amor, como si sirviera para corroborar mis palabras. Ya no estaba alrededor de mí cuello, y cuando levanté los ojos, sorprendido, lo vi en torno al suyo, el pequeño rectángulo de platino engarzado con chispas de rubí.
A la luz de la mañana, su largo rostro se veía pálido.
—Tú me amas, Madoc —dijo mi nombre pausadamente, ese nombre que tan pocas veces había pronunciado, y sonó como un suspiro—. Eso crees. Pero tú sabes de magia, sabes de hechizos.
Yo sé de magia, sé de hechizos. Sabía qué astuta hechicería había practicado la señora de Solace. Ningún encantamiento suyo me había hecho cambiar de idea, no había transformado súbitamente a Aline en una mujer hermosa, no la había revertido de una máscara de magia para confundir mis sentidos. No, nada de eso. El encantamiento de lady Usha había abierto mis ojos.
—Aline, escucha —dije, atropellándome, tropezando en las palabras, en los pensamientos y en súbitas esperanzas—. Escucha, tú dijiste (te oí la otra noche), dijiste que si no tuvieras que hacer esto, no lo harías. No tienes que hacerlo. No tienes que ir a Haven. Puedo llevarte lejos, más allá de Haven, encontraremos algún lugar para nosotros…
—Madoc —murmuró, y ahora sus labios temblaban, casi imperceptiblemente. En sus ojos de primavera había un brillo de lágrimas—. ¿Todavía no me entiendes? ¿No sabes que tengo un… destino? —Se ruborizó por usar ese término poético—. He hecho promesas. —Miró por encima de su hombro hacia la corriente del río, a la fría rumba de tres elfos que no habían encontrado el camino hacia la libertad—. Si la labor de mi abuelo queda inconclusa, ¿cuántas vidas más se cobrará el río, vidas de gentes tan desesperadas por la libertad como para arriesgarlas y también las de sus preciosos hijos? Yo puedo salvar vidas, Madoc. Puedo hacerlo.
Fui y me senté junto a ella, temblando en el frío de la mañana. La cogí en mis brazos. En mi mente surgió una idea loca de levantarla y huir con ella, o de volver a yacer con ella y amarla otra vez, desesperadamente, para atarla a mí. Ella se apoyó en mí, confiada, y me limité a besarla suavemente.
Feúcha, había dicho de ella, y había hecho un inventario de todos sus defectos en el momento mismo en que la vi. Feúcha, ¿cómo podía haber pensado eso? Era la mujer más adorable que había conocido. Su espíritu generoso orillaba en sus ojos, la osadía de su corazón lucía en cada mirada, hasta en la sonrisa triste y pesarosa que me dedicaba ahora.
—Por favor —dijo—, ayúdame a terminar lo que he empezado. Por favor, Madoc, llévame a Haven.
A Haven, a un hombre viejo que esperaba para casarse con ella y cofres que se abrirían y derramarían el dinero necesario para financiar planes secretos para liberar a los Reinos Dragontinos, para alentar a los refugiados hacia la libertad. Ah, las causas perdidas de lady Usha.
Mi corazón se rebelaba, se debatía dentro de mí. No estaba dispuesto a perder este amor que habla encontrado. No la entregaría a Lir Wrackham. ¡No renunciaría a ella!
Pero esa rebelión del corazón era tan desesperada como cualquier causa perdida de la que se hubiera oído hablar, lo supe cuando Aline cogió el guardapelo de su pecho, deslizó la cadena por su cabeza y lo puso en mi mano con suavidad
—Ahora ya no lo necesito, Madoc —dijo, y con los ojos brillantes por las lágrimas susurró—: Tú me enseñaste la verdad de mí misma, el…
Ah, ésta era Aline, mi Aline. Ella se ruborizó ante la palabra sin atreverse a pronunciarla.
—El encanto —dije, sintiendo que la garganta se me cerraba.
—Sí —afirmó, con una leve sonrisa—. El encanto.
Amaba a la muchacha. Estaba transido de amor. Cobarde, me había llamado Tarya, la mujer elfo, me lo había llamado en el momento mismo en que me conoció, y lo había hecho otra vez el día que partimos de Solace. Bueno, no se puede negar que era bella, Tarya de Qualinesti, y sin duda era valiente, pero no había sabido juzgar mi carácter. Miré el guardapelo, ese cuadrado de platino como un trozo de luz estelar forjada, y me lo colgué al cuello. Tenía el calor de la mano de mi amada y se posó, con la levedad de un suspiro, sobre mi corazón.
Lir Wrackham me vistió de fiesta para su celebración. Me demostró su gratitud por los buenos y generosos cuidados que había dispensado a su desposada vistiéndome de seda y satén. Me dio anillos de oro para las manos y botas de la piel más suave para calzar mis pies. Era un hombre rico, de modo que puso en mi mano una abultada bolsa llena de monedas de acero.
—En señal de agradecimiento —dijo—, para haceros saber cuánto aprecio las atenciones que tuvisteis con mi Aline.
Mi Aline…
Lo dijo un hombre que nunca había visto el guardapelo que llevaba yo al cuello, un hombre que sabía mirar a los ojos de una persona y encontrar la verdad. Un anciano enclenque, de ojos legañosos y calva incipiente y cuyas manos temblaban por la edad. Dijo el nombre de mi amada como si estuviera pronunciando una plegaria. De esa misma manera pronunció sus votos de matrimonio, mirando largamente a los ojos de primavera de su prometida. Y ella, con la cabeza alta, hizo también voto de amar y honrar al anciano.
Yo observaba desde el fondo del gran salón, con la bolsa de monedas de acero que pesaba en mi cinturón, y si había llevado finas vestiduras en los días anteriores a la boda, no lo hice el día en que se hicieron los votos. Me había vestido, en cambio, con sólidas botas, gruesas calzas de lana y una camisa de ante.
—Ropa de viaje —dijo uno de los huéspedes, el único elfo que estaba presente en los festejos—. No tenéis el aspecto de un hombre que va a quedarse mucho tiempo en las celebraciones.
—No —dije, con los ojos fijos en la desposada—. Tengo una cita en Solace.
Se encogió de hombros.
—Pues es una verdadera pena. Al parecer va a haber una bonita celebración aquí esta noche.
Reconocí que así era.
—Pero hay una dama a la que no quiero hacer esperar.
El elfo rió y dijo que debía de ser una amante muy exigente esa dama mía.
—No es una amante —dije, sin apartar los ojos de Aline que brillaba enjoyada bajo la luz de las velas.
No, no era una amante, sino una amiga, sin duda, la amiga que me habla hecho recorrer un largo camino hacia Haven y a la que le gustaba luchar por causas perdidas. Mientras estaba allí, en Haven, me di cuenta de que me había considerado uno de esos hombres que no pueden ver dónde reside la auténtica belleza, que no saben el coraje que se necesita.
Volved, había dicho lady Usha cuando me encomendó la misión, volved y contadme lo que Madoc el Adivino descubrió en este viaje.
Se oyeron vítores en todo el salón cuando Lir Wrackham se inclinó para besar a su desposada. Aline, al volverse para recibir el beso, me vio. Los labios del anciano tocaron los suyos, los ojos de Aline se encontraron con los míos y yo presenté al elfo mis excusas diciendo que debía marcharme cuando todavía quedaba día por delante.