SIETE HIERBA
El joven de la caracola parecía ansioso por marcharse en cuanto saliera el sol. No podía irse hasta que llegara el sacerdote del distrito, que debía realizar los sacrificios y dar por acabada formalmente la vigilia; incluso tuvo el detalle de tocar algunas notas, pero no dejaba de mirar el horizonte, como si quisiera darle prisa al sol. También me observaba con evidente nerviosismo, pero no podía culparlo. Para un sacerdote, acostumbrado a largos ayunos y a noches sin pegar ojo, la ceremonia que esperaba realizar en casa de mis padres debía de haberle parecido un día de asueto. Lo que nunca imaginó es que apareciera un loco que convirtiera aquel ritual perfectamente organizado en un caos.
Por fin se cumplió su deseo. Amaneció, y el sacerdote del distrito estaba en la entrada del patio.
—Ha llegado el momento de que me marche —dijo el joven mientras recogía la caracola y la flauta.
—¿No te quedarás? —preguntó mi madre, dolida—. Hay comida y bebida para todos. Debes de estar hambriento.
—No, no te preocupes —respondió el joven, a pesar de que tenía derecho a la comida y a la bebida como pago de su participación en las celebraciones. Los otros músicos y cantantes se miraron inquietos, sin duda preocupados por que ellos también tuvieran que marcharse con el estómago vacío—.
Los demás pueden quedarse, pero la verdad es que yo no tengo hambre ni sed. ¡Tengo que irme!
Casi pasó corriendo junto a sus colegas, que ahora sonreían tranquilos, y junto al sacerdote del distrito, que se volvió para mirar asombrado cómo se alejaba.
—Todo esto es culpa tuya —susurró mi madre, enojada.
—¿Por qué? No he hecho ningún comentario sobre su manera de tocar la trompeta, ni nada...
—¡No te hagas el gracioso! —me interrumpió mi padre—. Sabes muy bien que lo has ofendido. Solo a ti se te podía ocurrir quedarte dormido y después hablar durante toda la noche cuando lo que debíamos hacer era honrar a los dioses. Estos sacerdotes jóvenes pueden ser muy temperamentales.
—Escucha, no me hables de los sacerdotes. Yo fui uno de ellos, por si lo has olvidado.
—No lo he olvidado. Aunque me sorprende que lo recuerdes, con todo el vino sagrado que has estado bebiendo durante estos años...
De nuevo estábamos cara a cara, como si fuéramos dos pavos que se disputan una hembra; mi padre estaba ligeramente agachado, mientras se inclinaba hacia delante sobre la pierna buena de forma que su rostro estuviese a la misma altura que el mío. Pensé que en cualquier momento reanudaríamos la pelea del día anterior, en cuyo caso podía ser que consiguiera echarme de su casa o bien que yo acabara haciéndole daño de verdad.
No estaba dispuesto a dejar que ocurriera. Noté cómo se relajaban mis músculos cuando decidí dar media vuelta y marcharme antes de que las cosas empeoraran.
Oí una sonora tos en la entrada.
—Perdón. —Era Imacaxtli, el sacerdote del distrito— ¿Puedo pasar?
Imacaxtli era toda una institución en Toltenco. Desde que yo tenía uso de razón, se encargaba del humilde templo que había en lo alto de nuestra pequeña pirámide. Nos había visto crecer a mí y a mis hermanos y hermanas, y estaba seguro de que su intervención había sido la que me había abierto las puertas de la Casa de los Sacerdotes, algo que me había llevado mucho tiempo perdonarle. Ahora, al ver su figura encorvada y su rostro arrugado mientras esperaba, en actitud respetuosa, en la entrada del patio, me pregunté qué pensaría el anciano acerca de su posición. ¿Había ambicionado el honor y la gloria de los sacerdotes del templo de la Gran Pirámide, o siempre había preferido servir en un lugar donde conocía la vida de todos y todos lo conocían?
—¡Por supuesto! —exclamó mi madre, complacida—. Por favor, has venido desde muy lejos, debes de estar sin aliento. Descansa, come algo. —El saludo formal me pareció un poco absurdo ya que iba dirigido a alguien que vivía a solo un par de calles.
—En absoluto, en absoluto. Vaya, a quién tenemos aquí, tú eres Yaotl, ¿verdad? —Se me acercó sin más—. No te veía desde... espera, déjame pensar...
—Ahora mismo me marchaba —me apresuré a decir.
—¡Oh, no, tú no te vas! —afirmó mi padre, y me sujetó el brazo con tanta fuerza que me dolió.
—Pero si has dicho que...
—Ya has hecho más que suficiente para ofender a los dioses —declaró. Miró a mi madre—. Para no mencionarla a ella. Así que te quedarás para el sacrificio.
—No lo entiendes. Tengo...
—Sé perfectamente lo que debes hacer. Necesitarás todos los favores que puedan darte los dioses, y no te ayudarás a ti mismo si ahora sales corriendo. Así que te quedarás para el sacrificio —añadió en voz baja y con mucha decisión—; y después podrás ir a buscar a tu hijo.
Mientras, el sacerdote observaba las pequeñas figuras de pasta que habían hecho mi madre, Jade y Miel; ellas esperaban su veredicto con el mismo orgullo y la inquietud de los padres que llevan por primera vez a sus hijos a la Casa de los Jóvenes para que los maestros los conozcan.
—Son preciosas —afirmó el anciano—. Lo habéis hecho muy bien. Los dioses se sienten honrados de tener a unas fieles como vosotras.
—Hemos hecho todo lo posible —manifestó mi madre, con un leve rubor en las mejillas—. En nuestra casa sabemos qué es lo correcto, y tratamos de vivir según las normas. —Me miró por un momento con una expresión de reproche antes de dirigirse de nuevo al sacerdote—. Aquí tienes la aguja de tejer.
Imacaxtli cogió la herramienta que le ofrecía y murmuró unas palabras de agradecimiento mientras la hacía girar en la mano. No era más que una de las agujas planas y curvas que todas las mujeres aztecas aprendían a utilizar en la infancia, pero una vez al año, en las casas donde se celebraba la festividad de la Caída del Agua, servía para otro propósito.
Se agachó para coger a Tláloc de la pequeña estera de junco; durante unos instantes, miró amorosamente las brillantes semillas negras que imitaban los ojos y después le clavó la aguja en el pecho.
Escarbó con la aguja, con la fuerza justa para no romper la figura pero con la misma expresión de ferocidad que había visto en los rostros de los sacerdotes del fuego cuando arrancaban los corazones de hombres y mujeres en el altar del sacrificio. Torció la cabeza del dios hacia atrás en un ángulo que hubiese partido el cuello de un ser humano. Después apartó la aguja y sacó un diminuto trozo de pasta del pecho de la figura. Lo sostuvo en alto y lo ofreció triunfante al este, al sol naciente, antes de echarlo en el pequeño cuenco de vino sagrado, de la misma manera que los sacerdotes del fuego arrojaban los corazones todavía palpitantes de sus víctimas en el recipiente águila.
Hizo lo mismo con las restantes figuras, una tras otra, hasta matar a todos los dioses y dejar que sus cuerpos yacieran en el patio entre las ofrendas, mientras sus corazones flotaban y se ablandaban en los cuencos de vino sagrado. A continuación recogió los cuencos, los platos con los tamales en miniatura y las prendas de papel que habían llevado los dioses, y los arrojó a la hoguera.
Mi familia lo aclamó. La ceremonia se había realizado sin un fallo, aunque sin duda también celebraban que se había acabado el ayuno. Ahora solo faltaba que llegaran los invitados para que todos comenzaran a comer y beber.
—¡Gracias! —dijo mi madre—. No sabes cuánto significa para nosotros que hayas celebrado la ceremonia aquí.
—Ha sido un placer —respondió el anciano. Ya había empezado a recoger las esteras de junco, los instrumentos y los restos de las figuras, que se llevaría al templo. Las esteras y los instrumentos eran demasiado caros para quemarlos cada año, y la pasta de las figuras era deliciosa, porque estaba hecha con miel, como nuestras golosinas; eran parte de su paga por realizar la ceremonia—. Mis mejores deseos para el resto del día.
En el mismo momento en que el primer invitado entraba en el patio, con sus ofrendas, mazorcas, granos de maíz secos y cintas de papel para que los niños las colgaran en el poste en el centro del patio, se volvió súbitamente hacia mí.
—Para ti también, Cemiquiztli Yaotl. Espero que encuentres lo que estás buscando.
Luego se marchó, con sus ofrendas recogidas en un pliegue de la capa, y yo me quedé mirándole como un tonto mientras se alejaba.
Mi madre me devolvió la capa. Dijo que podía necesitarla.
—Solo voy a Tlatelolco, no a la cumbre del Popocatepetl —repliqué—. Además, ya es de día y el sol comienza a calentar. El momento en que la necesitaba era anoche. Escucha, ya te lo dije, es tuya...
—En ese caso, ya me la traerás cuando no la necesites.
Hice una mueca. A pesar de mi convencimiento de que había resuelto el misterio de la prenda de Bondadoso, sabía muy bien que no tenía ninguna garantía de que pudiera regresar alguna vez. Satisfacer al emperador era una cosa, pero complacer al primer ministro era otra muy distinta, porque no estaba dispuesto a darle lo que me exigía. Por lo tanto, era probable que Moctezuma no ordenara mi muerte, pero a menos que intercediera para salvarme de la venganza del viejo Plumas Negras aún podía acabar muerto.
—Escucha, madre, quizá no vuelva a verte...
—No quiero oír más tonterías —me interrumpió—. Siempre vuelves. Ahora ve y haz lo que tengas que hacer, y si consigues no ensuciar demasiado la capa te lo agradeceré.
Se volvió rápidamente. Comencé a estirar la mano para sujetarla, pero vacilé y quedó fuera de mi alcance, perdida entre la multitud de invitados.
Me dirigí hacia el portal. Manitas se cruzó en mi camino.
—¿Qué pasará conmigo? —preguntó quejumbrosamente.
—¿Qué?
—¿Qué pasará conmigo? Escucha, sé lo que quieres hacer. Irás a avisar a tu hijo de que el viejo Plumas Negras va a por él, y en cuanto estés seguro de que se ha largado de la ciudad sano y salvo, tú te ocultarás en alguna parte o también huirás. Me parece bien, yo en tu caso haría lo mismo, pero ¿eso en qué situación me deja? Si te largas, el condenado viejo me hará responsable de ello, y yo no puedo huir. Tengo una familia que depende de mí.
Lo miré, desconcertado. En ningún momento se me había ocurrido pensar en su situación.
—Eh, sí, sí... Tú tienes, sí... Eeeh, bueno, ¿no podrías decirle que no pudiste impedírmelo? No, supongo que no. —Manitas era una cabeza más alto que yo y era muy musculoso después de los años pasados en el ejército y del duro trabajo en los campos y las construcciones en la ciudad. Podía cogerme con una mano y llevarme como una pluma de regreso al palacio del primer ministro si quisiera.
Glotón, Amaxtli y Jade se nos acercaron.
—Venimos a ver cómo te marchas —dijo Jade—. ¡Queríamos asegurarnos de que te vas de verdad! ¿Qué pasa?
—A Manitas le preocupa que mi amo lo haga responsable si consigo encontrar a Espabilado y lo ayudo a escapar —le expliqué.
—Vaya, eso no es ningún problema —opinó el marido de Jade en tono agrio—. Dale un golpe en la cabeza, átalo y arrójalo en alguna zanja, preferentemente lejos de aquí.
—Espera un momento —protestó Manitas.
—¡No puedes hacer eso! —gritó Jade.
—¿Qué, esto? —preguntó Glotón.
Mi hermano era todavía más grande que Manitas. Antes de que los demás nos diéramos cuenta de lo que hacía, se colocó detrás del plebeyo, levantó las manos y descargó un par de puñetazos a cada lado de la cabeza de mi amigo.
Oímos un ruido parecido al que hace una calabaza al golpearla. Manitas puso los ojos en blanco y cayó de bruces al suelo. Jade gritó asustada y corrió hacia él.
—¡No te he pedido que hicieras eso! —grité—. ¡Podrías haberlo matado!
—No he notado que se le rompiera nada —replicó mi hermano, a la defensiva—. En cualquier caso, ha sido por su propio bien, ¿verdad?
Lo miré sin saber qué decir.
—¿Te vas o no? —preguntó Amaxtli, irritado.
Observé el cuerpo postrado de mi amigo. Por lo que pude ver por encima de mi hermana, que lloraba a lágrima viva, parecía respirar con normalidad. Luego miré a la gente reunida en el patio. Todos me daban la espalda, como si quisieran decirme que no tenía nada que hacer allí.
No le respondí a mi cuñado. Me marché sin más.
—¿Dónde está?
Perdiz, el esclavo de Bondadoso, dio un paso atrás en la entrada de la casa de su amo. Tuvo que hacerlo para evitar que el cuchillo de bronce que le apuntaba a la garganta lo atravesara.
—¿Dónde está quién? No puedes entrar. La señora me ordenó que...
—Apártate de mi camino o tendrás que aprender a respirar sin la garganta.
El hombre se apartó, dio media vuelta y echó a correr mientras gritaba pidiendo ayuda. Lo seguí con el cuchillo en la mano.
El esclavo casi se llevó por delante a su ama. Azucena estaba en el centro del patio, debajo de la higuera. A la sombra del árbol, en cuclillas contra una de las paredes, se encontraba su padre. El viejo tenía una calabaza de vino sagrado en las manos, pero se le veía alerta y me miraba con una expresión inquisitiva.
—Hola, Yaotl —saludó Azucena tranquilamente. No hizo caso del esclavo que se había refugiado detrás de ella—. Te esperábamos anoche.
—Me retuvieron —respondí secamente—. Quiero ver a mi hijo.
—Está durmiendo.
—¡Pues despiértalo! —grité. Levanté el cuchillo como si tuviese la intención de usarlo.
Si a Azucena le pareció que mi gesto entrañaba algún peligro, no lo demostró. Vi que las comisuras de su boca se movían en un amago de risa cuando se fijó por un momento en la afilada hoja.
—¿Por qué no guardas esa cosa antes de que te cortes? Perdiz, deja de lloriquear y haz algo útil. Ve a ver si el chico está despierto... Ah, ya no hace falta.
Espabilado había salido de una de las habitaciones y ahora parpadeaba deslumbrado por el sol. Dejé de agitar el cuchillo y lo miré.
Supe de inmediato que lo había pasado muy mal. Tenía el rostro demacrado y grandes ojeras. Me pareció que había envejecido. Siempre había aparentado más edad, pero ahora las arrugas marcadas en su frente por el dolor y la fiebre hacían que pareciera casi tan viejo como se sentía su padre. Resultaba difícil saber si su aspecto había mejorado en relación con la pálida figura que había visto al otro lado del canal, dos días atrás. Sin embargo, se mantenía erguido y sus ojos estaban claros y alertas.
—Espabilado —dije. Me costaba trabajo hablar. Tenía la boca seca y la sensación de que algo me oprimía la garganta. Al final, conseguí añadir—: Te he traído el cuchillo.
Tendría que haber tenido más cuidado. Cuando nos echamos el uno en brazos del otro para abrazarnos con fuerza, estuve a punto de clavarle la punta del cuchillo en el hombro.
—Estaba seguro de que vendrías. Me dije que si te enviaba el cuchillo, sabrías dónde encontrarme. No se me ocurrió otra forma de avisarte que fuese segura. Tenía miedo de que si Bondadoso o Azucena te enviaban un mensaje escrito pudiera acabar en las manos equivocadas.
—Te refieres al viejo Plumas Negras, o a alguno de sus sirvientes. —No dejaba de mirar al muchacho y de sonreír como un idiota. Había llegado a creer que nunca volvería a verlo; en más de una ocasión incluso lo había dado por muerto. Costaba aceptar que estuviésemos sentados en el patio de Bondadoso y que habláramos, que mantuviéramos una conversación, que nos comportáramos, aunque solo fuera por un rato, como lo harían cualquier padre e hijo—. Dio resultado. Sabía que solo Azucena podía haberte dado el cuchillo. Pero tendría que haber adivinado antes dónde estabas, porque ella le dijo a mi amo quién eras tú, y yo no se lo había dicho. ¿No es así, Azucena?
La mujer estaba arrodillada junto a su padre, con la falda recogida debajo de las rodillas y un plato de pequeñas tortas de maíz con miel apoyado en los muslos. Eran las tortas que se ofrecían a los visitantes, pero advertí que eso no impedía que Bondadoso cogiera una de vez en cuando y se la comiera con fruición.
—Efectivamente —admitió ella—. Espabilado me lo dijo. No era su intención, pero al día siguiente de resultar herido le subió tanto la fiebre que comenzó a delirar. Así me enteré de todo.
—Incluido quién era él y... —La miré directamente a los ojos— cómo murió tu hijo y por qué.
Azucena sostuvo mi mirada.
—Así es. Todo. Pero necesitaba confirmarlo. No podía confiar... lo siento, Espabilado, en lo que habías dicho en tu delirio. —Sonrió al muchacho y extendió una mano para tocarle el brazo, como si quisiera darle ánimos. Él agachó la cabeza sin decir una palabra-Por eso fui a buscarte a la casa de Mono Aullador —me explicó—. Necesitaba que me dijeras qué había pasado, para confirmar las confesiones de tu hijo.
—Luego fuiste a contárselo a mi amo. —En otro momento hubiese sido una acusación, lanzada con toda la ira de que fuera capaz, pero con Espabilado junto a nosotros descubrí que podía decirlo sin perder la calma.
—No tenía otra alternativa —afirmó—. No solo te había sacado a ti de la casa del jefe de mi distrito sino que también me había llevado el cuchillo, y para complicar todavía más las cosas te diste a la fuga. Tenía que protegerme. Ir a ver a tu amo y contarle todo lo que había pasado me pareció la mejor manera de hacerlo.
—Por eso le dijiste que habías encontrado a su esclavo fugitivo y habías intentado devolvérselo. —Exhalé un suspiro—. Muy bien, eso lo entiendo. ¿Por qué le dijiste que Espabilado era mi hijo?
—Me preguntó en qué estabas metido, así que se lo dije. ¿Por qué no? No representaba ninguna diferencia para el chico que tu amo supiera quién era su padre. ¡No fue como si le hubiese dicho al viejo Plumas Negras dónde encontrarlo! Sabía que no te haría la vida más fácil, pero seamos sinceros, ¿por qué iba a preocuparme por ello?
Esta vez me tocó a mí agachar la cabeza y mirar el suelo mientras pensaba en lo que había dicho. Me di cuenta de que no sentía ningún rencor. Me pregunté cómo podíamos hablar desapasionadamente de cosas que, para cualquier otra persona, habrían representado una traición y una herida imposible de curar. No había matado a su hijo, pero Azucena sabía que yo había participado en ello. Resultaba difícil creer que ya no nos importara.
—En una ocasión dormimos juntos —murmuré.
Esto provocó una estruendosa carcajada de Bondadoso, ahogada rápidamente por su hija, que le metió una torta de maíz en la boca. Me miró, furiosa.
—Una vez —puntualizó.
—¿Por eso protegiste a mi hijo?
Ahora fue ella la que se rió.
—¡Venga, Yaotl! Mi padre lo encontró tendido en mitad del patio, con el cuchillo de bronce; el otro objeto que había estado guardado en la misma habitación que el cuchillo había desaparecido. Por lo tanto, era el único testigo del robo. ¿Qué hubieses hecho tú? —Miró a Espabilado—. Lo siento, pero... bueno, entonces no sabíamos quién eras.
—Además —manifestó Bondadoso—, puede que lo hayas olvidado, pero mi hija no estaba en casa aquella noche. Se encontraba en el lago contigo, tu hermano y el viejo Plumas Negras. Cuando Azucena regresó a casa por la mañana, el chico dormía con el pecho vendado y un emplasto de tallos de pedilanto molidos. Cuando apareció la fiebre el sanador le dio zumo de peyote aguado. Yo lo habría rebajado un poco más; creo que por eso comenzó a delirar. —Por lo visto, Bondadoso no había olvidado todos los remedios que había aprendido como comerciante, cuando viajaba sin protección entre los bárbaros.
—Estuve aquí dos noches más tarde. Te oí gritar —le dije a Espabilado. Miré a Bondadoso—. ¿Por qué te callaste? Ya sabías quién era, y no porque lo hubieras deducido, sino porque él mismo te lo había dicho. —Respondí a mi propia pregunta antes de que él pudiera hacerlo—. No me lo dijiste porque querías que recuperara tu maldito atavío, y creíste que podías usar a mi hijo como cebo. Fue así, ¿verdad? No me extraña que tuvieras tanta prisa por echarme de la casa. Eres un viejo...
—Ahórrate el esfuerzo. Me han llamado de todo a lo largo de los años. —El viejo miró el plato en el regazo de su hija. No quedaba ni una sola torta de maíz, y él se había comido la mayor parte. Exhaló un suspiro y levantó la calabaza—. Escucha, si hubieses sabido dónde estaba, ¿que habrías hecho? El chico ni siquiera recordaba su nombre, y no estaba en condiciones de moverse, o sea que hubieras acabado rondando por aquí como un joven enamorado a la espera de ver a su adorada. Tu amo os habría pillado a ti y a tu hijo en menos que canta un gallo. De esta manera, conseguiste estar un paso por delante del viejo cabrón, al menos durante un tiempo. —Me dedicó una sonrisa desabrida antes de llevarse la calabaza a la boca—. Además, creí que serías capaz de encontrar la maldita prenda, pero supongo que no se puede tener todo.
—La encontré.
El vino sagrado voló en todas las direcciones como lo hace el agua cuando una piedra cae en un estanque. La calabaza cayó sobre los muslos del viejo y el contenido se derramó sobre el taparrabos, sin que él se diera cuenta.
—¿Qué?
—Encontré el atavío. Quiero decir que sé dónde está. No tenemos más que ir a buscarlo.
Bondadoso tosió. Miré a Espabilado y a Azucena y me sentí gratificado al comprobar que me miraban con asombro.
Les relaté lo mismo que le había contado a mi familia durante la noche.
El viejo se olvidó completamente de la calabaza. Ahora estaba en el suelo, a su lado, y su contenido se derramaba lentamente en el suelo del patio. Un par de veces cerró los ojos y murmuró algo para sí mismo, y me pareció oír que decía: «No, eso es un error». Sin embargo, no me interrumpió y dejó que terminara.
Me recliné en la pared y disfruté del calor del muro en la espalda mientras esperaba recibir sus felicitaciones.
Bondadoso recogió la calabaza. La sacudió y mostró una expresión de profundo desagrado al comprobar que estaba vacía.
—¿Qué? —le pregunté.
—¿Cómo que qué? ¡En mi vida había oído semejante sarta de tonterías!
Aquel estallido me dejó boquiabierto.
—¿De qué estás hablando? Escucha, no lo entiendes; está muy claro... Espabilado, Azucena, escuchad...
Ambos desviaron la mirada como si sintieran vergüenza.
—No tiene ningún sentido —afirmó Bondadoso—. ¿Dónde está ese esclavo? Eh, tú, ocúpate de llenarla. A ver, comencemos por el principio, no creerás de verdad que soy capaz de confundir a Flacucho con su hermano, ¿verdad?
—Pero si solo los viste cuando eran niños...
—¿Quién te ha dicho que solo los vi cuando eran niños? ¡Flacucho vive en el distrito de al lado! Mejor dicho, vivía allí hasta hace muy poco. Admito que no recuerdo haberme cruzado nunca con Vago, y si eran gemelos supongo que se parecían mucho, pero a mí eso poco me hubiese importado, y te juro que sé con quién estaba tratando.
Si Bondadoso estaba en lo cierto, la historia que le había contado a él y a mi familia no era verosímil. Pero ¿cómo podía ser? Si Vago no le había robado el atavío a su hermano, entonces, ¿por qué lo habían matado?
—¿Me estás diciendo que Flacucho te vendió su obra? —repliqué—. ¡Eso es imposible! Olvídate de lo que valía. ¿Sabes quién se la encargó?
—Claro que sí —contestó Bondadoso, como si tal cosa—. Moctezuma.
—¿Lo sabías? ¿Cómo?
—No lo sabía, pero tampoco era difícil de adivinar.
Me volví hacia Azucena, que había dejado el plato vacío en el suelo y ahora estaba arrodillada tranquilamente junto a su padre.
—¿Tú sabías todo esto? —le pregunté—. Adivinó que la prenda pertenecía al emperador y a pesar de ello permitió que el plumajero se la vendiera. ¡Está loco! ¡Hay que vigilarle; no tiene uso de razón!
—No es tan sencillo, Yaotl. —Parecía preocupada, con el entrecejo fruncido y los ojos entrecerrados, pero no sorprendida. No vi ningún gesto de los que solía hacer cuando estaba tensa, cuando le temblaban las manos y retorcía y tironeaba la tela de la falda.
—Yo no le compré el atavío a Flacucho —declaró Bondadoso.
—¡Tú me lo has dicho!
—No, no lo he hecho. He dicho que no era probable que me confundiera entre él y su hermano, y no lo hice, y ahora te diré por qué no podía cometer tal equivocación. Flacucho no me lo vendió; me lo dio para que se lo guardara.
—Pero... pero tú dijiste... cuando vine aquí hace cinco noches, con el cuchillo, tú me dijiste...
Mi voz se apagó mientras pensaba en la conversación que habíamos mantenido entonces. Estaba seguro de que Bondadoso me había dicho en algún momento que le había comprado el atavío a Flacucho, aunque por mucho que me esforzara no conseguía recordar las palabras exactas que había empleado.
—Yo te dije —manifestó el viejo en un tono de falsa paciencia— que había recibido el atavío de manos de Flacucho. Por lo que parece tú interpretaste que se lo había comprado, aunque no acabo de imaginar qué creíais que haría yo con algo así. ¡Como si hubiese tenido la posibilidad de vendérselo a alguien!
Desvié la mirada; de pronto me sentí como un tonto y también algo avergonzado, porque sabía que él tenía razón. Había sido muy sencillo pensar que Bondadoso participaba en algún negocio ilícito, pero no se me había pasado por la cabeza que sus acciones pudiesen ser honestas.
—De acuerdo —mascullé—. ¿De quién había que protegerlo?
—Si lo supiera, te lo hubiese dicho en el momento. ¡Sospecho que te habría evitado muchos quebraderos de cabeza! Pero ni el propio Flacucho parecía saberlo, y si lo sabía, no lo dijo. Afirmó que nadie más conocía la existencia del atavío. Dijo que había jurado guardar silencio. Si fue Moctezuma quien lo encargó, está claro que Flacucho hubiese tenido problemas mucho más graves que el de faltar al juramento de mantener la boca cerrada.
—Fue Moctezuma —le confirmé—. El mismo emperador me lo dijo. —De todos modos, sabía que Flacucho se lo había dicho al menos a una persona: el sacerdote de Amantlan, que no era precisamente un modelo de discreción. También su esposa lo sabía. ¿A quién más se lo había dicho, a su hermano, a Caléndula? ¿Su reticencia con Bondadoso procedía del deseo de protegerlos, incluso aunque sabía que uno o todos ellos se lo robarían si se les presentaba la oportunidad?
—¿Entiendes por qué sé que era él y no su hermano a quien vi? —preguntó Bondadoso—. Vago hubiese sido capaz de venderme el atavío, de haber podido, pero de ninguna manera se hubiera desprendido de la prenda sin recibir nada a cambio.
—¿Por qué te lo dio nada menos que a ti?
—El atavío estaba casi acabado, y Flacucho pensaba entregarlo al cabo de unos pocos días. Por lo que parece, Flacucho temía que si lo guardaba en su casa desapareciera. Sé qué piensas de mí-añadió. Levantó la calabaza y bebió un par de sorbos mientras miraba a su hija como si esperase que ella compartiera mi opinión-Pero no soy una persona sin principios. El padre de Flacucho estuvo conmigo en Quauhtenanco.
El marido de Azucena también había estado allí, pero a diferencia de su suegro no había regresado. Impasible, Azucena miró un punto frente a sí mientras escuchaba cómo su padre explicaba la historia.
—Lo llevé como porteador, pero resultó ser todo un guerrero. Cada vez que estábamos a punto de morir él siempre se encontraba allí, a mi lado. Lo hirieron tres veces, y en una creí que no se salvaría. ¡Yo regresé sin un rasguño! Así que cuando nos separamos después de regresar a la ciudad, le dije que si alguna vez podía hacer algo por él o sus hijos solo tenía que decirlo. Se lo prometí de todo corazón.
—Tú hiciste que una familia amanteca adoptara a Flacucho.
—Sí. Fue la única vez que me pidió que cumpliera mi promesa. —El viejo exhaló un suspiro—. Nunca me pidió que hiciera lo mismo por Vago. Creo que ya lo había dado por perdido.
—¿Así que cuando Flacucho te pidió que le guardaras el atavío, tú no pudiste negarte? —No hice el menor esfuerzo por ocultar el escepticismo en mi voz. Me costaba mucho aceptar que Bondadoso tuviera conciencia, aunque solo fuese intermitentemente y muy selectiva. Claro que yo no había estado en Quauhtenanco.
—No me hacía particularmente feliz, pero no... ¿cómo podía negarme? Además, no era muy complicado, solo tenía que guardar la prenda durante unos días hasta que Flacucho estuviese preparado para entregarla. Pero tuvimos que celebrar aquella maldita fiesta, y alguien lo aprovechó. Por lo que tú dices, lo más probable es que fuese Vago.
—Que acabó muerto —le recordé. Cuanto más lo pensaba, más complicado me parecía. Si Flacucho le había robado el atavío a Bondadoso y había asesinado a su hermano, tal como había creído, entonces lo lógico era que se lo hubiese llevado directamente a la casa en Atecocolecan. Incluso si después Mariposa había matado a su marido, me pareció muy probable que aún estuviese allí. Sin embargo, si había sido Vago quien había asaltado la casa de Bondadoso, entonces era imposible saber qué podía haber hecho con la prenda. Solo podía esperar que Flacucho lo hubiese sorprendido con el atavío y lo hubiese matado para recuperarlo. Me estremecí cuando se me ocurrió una explicación alternativa: ¿no podía ser que Vago hubiese vendido la prenda y que los compradores hubiesen decidido eliminarle, para ahorrarse una gran cantidad de dinero y, al mismo tiempo, ocultar su rastro? Me volví hacia mi hijo—. Tú estabas aquí cuando se llevaron el atavío. ¿Qué viste?
—No recuerdo gran cosa —confesó—. Llegó aquí antes que yo. Lo encontré mirando el cuchillo. No pensé... solo le pedí que me lo devolviera. Se lanzó encima de mí. Luchamos. Yo estaba desesperado por arrebatárselo, y casi lo conseguí. Creo que le hice un corte en una mano, pero él no lo soltó; después recuerdo que salí tambaleante al patio. Más tarde, cuando abrí los ojos, estaba tumbado en una estera allí-señaló la habitación de la que había salido— y Azucena me refrescaba la frente.
Miré a la mujer. Ella rehuyó la mirada.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté—. Puedo entender que Bondadoso no lo hiciera, ¿pero tú? ¿Cómo has podido ser...?
—¿Despiadada? ¿Cruel? ¿Qué esperabas? ¿Crees que podía olvidarme sin más de mi hijo? Sé que tú no lo mataste, pero estaba allí, y de no haber sido por ti quizá nada de esto hubiese ocurrido; quizá aún viviría.
—¡No es culpa mía que me odiara! —El dolor que me provocaron sus palabras hizo que levantara la voz más de lo deseable. Cuando mi grito de protesta resonó en el patio y vi el dolor en el rostro de mi hijo, me serené—. Azucena, no es justo.
—¿ Quién dice que lo sea? —replicó, furiosa—. Me has preguntado por qué mantuve en secreto lo que le había ocurrido a Espabilado, y te he respondido. En cualquier caso, por una vez mi padre estaba en lo cierto. No estaba en condiciones para ir a ninguna parte, y tú no hubieses hecho otra cosa que aparecer por aquí continuamente y provocar que tu amo lo capturara.
—¿Me odiabas tanto como para entregarme al señor Plumas Negras? ¿Realmente estabas dispuesta a hacerlo? —pregunté.
La respuesta tardó en llegar.
—No lo sé —admitió finalmente—. Después de que te escaparas, supe lo que debía hacer, pero antes... Yaotl, no preguntes. No puedo decírtelo.
—Nada de todo esto —me recordó Bondadoso— nos ayuda a recuperar el atavío. ¿Acierto si creo que tienes tanto interés como yo en recuperarlo cuanto antes?
—Sí. Pero no sé cómo lo haremos. Por lo que me has dicho, la única persona que sabía a ciencia cierta dónde encontrarlo era Vago, al que mataron muy poco después del robo. Podemos intentar de nuevo en su casa, aunque no tengamos ninguna certeza de que vayamos a encontrar nada.
Todos permanecimos en cuclillas o arrodillados en absoluto silencio. Creo que todos debíamos de estar pensando lo mismo: que no podíamos hacer otra cosa que ir a la casa en Atccocolecan, pero ninguno de nosotros quería enfrentarse a la posibilidad de ir allí y regresar con las manos vacías, cuando pendían sobre nuestras cabezas las amenazas del emperador. Fue Espabilado el primero en hablar. Lo hizo en voz baja y con mucho respeto.
—Padre, hay algo que no entiendo.
—¿De qué se trata? —pregunté emocionado porque me había llamado «padre».
—Cuando fuiste a ver a Flacucho, a la mañana siguiente de estar aquí, le dejaste muy claro que creías que él le había vendido la prenda a Bondadoso para después robársela.
—Así es. —Fruncí el entrecejo.
—¿Por qué no te dijo entonces la verdad, en lugar de decirte que ya no trabajaba?
—Porque... —Me interrumpí sin más. Había estado a punto de decir que Flacucho y su esposa no tenían ni idea de quién era yo, y naturalmente no confiaban en mí, pero entonces comprendí lo que me estaba indicando mi hijo—. Porque —dije con voz tranquila— el hombre que vi no era Flacucho.
El hombre que había visto era el ladrón. El chico me lo había confirmado al describir la pelea por el cuchillo y la herida que le había hecho al ladrón en la mano. Yo mismo había visto la herida.
Analicé lo que esto implicaba. Si Espabilado estaba en lo cierto, quedaría aclarado el misterio de quién había matado al hombre que descubrí en la letrina. Tardé muy poco en deducir el motivo del crimen, y era tan obvio que no pude contener un gemido ante mi estupidez.
—¿Qué pasa? —preguntó Azucena.
—Acabo de comprender de qué va todo esto —contesté—. ¡Cómo he podido ser tan estúpido! Si hubiese escuchado lo que Furioso me dijo hace cuatro días... No, me equivoco. No es importante lo que dijo, sino lo que no dijo.
Todos me miraron con una expresión de desconcierto.
—Ahora mismo os lo explico.
—¿Habéis entendido lo que debéis hacer? Perdiz no parecía tenerlo muy claro. —Tu hermano...
—Mi hermano mayor, el Guardián de la Orilla. Que traiga a todos los guerreros que considere necesarios... —Y una maza. Hecho.
Hubiese preferido encargar a mi hijo que fuera a buscar a León, pero sería tentar a la suerte. No estaba seguro de que el viejo Plumas Negras no tuviese a hombres vigilando su casa o incluso sus habitaciones en el palacio del emperador. Además, tenía para él otro cometido.
—Quieres que vaya a buscar a Furioso el plumajero —repitió Espabilado—. ¿Qué hago si se niega a venir?
—Dile que se trata de Caléndula. ¡Se moverá con tanta prisa que te costará trabajo seguirlo!
Azucena salió de una de las habitaciones con una capa de piel de conejo que insistió en atar sobre los hombros del chico.
—¿Estás seguro de que podrás hacerlo? —le preguntó, preocupada—. Piensa que te estás recuperando. Por qué no descansas, bebes algo antes de...
—No hay tiempo, Azucena —la interrumpió Espabilado—. No temas, estoy bien. Recuerda que ya salí hace un par de días.
—Así que eras tú a quien vi al otro lado del canal —manifesté.
—Salí a estirar las piernas. Azucena se enfadó. Me hizo prometerle que la próxima vez no saldría del patio.
—¡Corriste el riesgo de que te mataran! —protestó Azucena—. Si los otomíes te hubiesen pillado...
—No correrá ningún riesgo —le aseguré—. No creo que surjan problemas.
En cuanto el chico y Espabilado se marcharon, pensé en lo que Azucena le había dicho. Era obvio que le había cogido cariño al chico. ¿Era quizá porque le recordaba al suyo? Rogué que no fuera así, teniendo en cuenta lo que había hecho Luz Resplandeciente. Pero me di cuenta con cierto pesar de que probablemente ella había tratado más con Espabilado, y sabía más cosas de mi hijo después de oírle hablar con toda la inocencia del delirio, que yo. Sabía muy poco. Quizá debía agradecer la fortuna de encontrarme con un hijo ya formado y haberme evitado todas las preocupaciones, las angustias y las dudas de un padre que ve crecer a su hijo. Me había librado del dolor que seguramente había sufrido mi padre, y del miedo de convertirme en un viejo amargado y furioso como él. De todas maneras, saber lo que me había perdido era como ver una herida abierta en mis carnes que no había advertido hasta entonces.
—Será mejor que te vayas —dijo Azucena—. Todo lo que te propones hacer no servirá de nada si llegan allí antes que tú.
—Tienes toda la razón —asentí. Me dirigí hacia la salida pero me volví—. Azucena, lamento lo de Luz Resplandeciente. Te lo aseguro. Si hubiese podido hacer algo...
Azucena titubeó. Miró a su padre por encima del hombro. El viejo parecía dormir profundamente después de haber bebido otra calabaza de vino sagrado. Para el caso, era como si estuviéramos solos.
Se me acercó, y solo se detuvo cuando estaba tan cerca que vi mis ojos reflejados en los suyos.
—Mi hijo —dijo con una voz desabrida— era un gusano, peor que una serpiente de cascabel. ¡El mundo está mucho mejor sin él!
Parpadeé, desconcertado por lo que acababa de oír.
—Pero...
De pronto soltó un sonoro gemido y se lanzó hacia delante; su cabeza estaba apoyada contra mi pecho y se sacudía con unos terribles sollozos que estremecían su cuerpo.
—¿Por qué lo hacemos, Yaotl? —preguntó con voz ahogada —. ¿Por qué lo arriesgamos todo por ellos? Tú podrías haber perdido la vida por desafiar a tu amo, y yo me arriesgué a un estúpido enfrentamiento con los comerciantes solo para saber qué le había pasado a mi hijo. ¿Por qué?
La estreché entre mis brazos torpemente.
—No lo sé-respondí.
Podría haber añadido que conocía a un viejo que quizá podría decírnoslo. El amor por su hija lo había inducido a correr graves riesgos, y lo había arrastrado a participar en una trama de una crueldad indescriptible. Me apiadé del viejo porque imaginaba la angustia que había vivido y sabía el horror que estaba a punto de presenciar, a consecuencia de ese amor.
Sin embargo, ello no me impediría convertirlo en un instrumento para destruirlo.
Los peones que trabajaban en la chinampa en la parte de atrás de la casa de Atecocolecan habían comenzado de nuevo la pesada tarea de hundir los pilotes que formaban el perímetro, y machacaban los pesados maderos con verdadero furor. Al parecer, el peso de las rocas y el fango que habían amontonado en el centro de la parcela había provocado la caída de algunos de los pilotes, cosa que los había obligado a recuperarlos del fondo del pantano y volver a colocarlos. Sonreí al pensar en la variedad de insultos que debieron de pronunciar y en las discusiones cuando descubrieron lo sucedido.
Aún sonreía cuando entré en la casa.
Mariposa estaba sola, arrodillada en el patio. A un lado tenía un plato con unos pocos mendrugos. Al otro había una jarra y un cuenco con agua. Llevaba el pelo suelto y enredado sobre los hombros. No se había maquillado. El patio se veía ordenado y el suelo barrido, como si finalmente la mujer hubiese recordado sus obligaciones con los dioses.
Vi que la estatuilla de Xolotl no había sido devuelta al plinto. Me pregunté si Mariposa ya se habría desembarazado de los trozos.
No se levantó cuando me vio entrar. Solo esbozó una sonrisa.
—Hola, Yaotl. Tenía el presentimiento de que vendrías. Alguien me dijo que habías muerto, pero no me lo creí. Tú eres como yo, ¿verdad? Sobrevives a lo que sea.
—¿Quién te lo dijo?
—¿Por qué no te sientas? Aquel policía de Pochtlan, ¿cómo se llama, Escudo? Me habló de los otomíes. Estaba muy inquieto por lo que le había sucedido a su compañero. No quería contármelo, pero conseguí que hablara. —Soltó una risita. En otro tiempo ese sonido me habría encantado; ahora solo me pareció grotesco—. ¡Los hombres siempre acaban contándome todo lo que quiero saber! Por lo visto creía que su situación mejoraría si encontraba una prenda de plumas que él suponía que estaba en mi poder. Por supuesto, no la encontró.
—Por supuesto. —Moví la cabeza para señalar la habitación en la que me habían prohibido entrar y en la que, cuando entré en plena noche para ver qué ocultaba, alguien me había dejado sin sentido de un golpe en la cabeza; luego tuve aquel extraño sueño, que no había sido un sueño en absoluto—. ¿Le permitiste que mirara allí?
—Oh, no. Solo le dije, con una voz muy dulce, que podía mirar cualquier cosa que le gustara. —Rió de nuevo—. ¡Salió de la casa en un abrir y cerrar de ojos!
Incluso ahora, solo mirar el portal cerrado con un trozo de tela fue suficiente para hacerme sudar.
—En cualquier caso, creo que ahora podríamos entrar, ¿qué te parece?
Bostezó mientras se desperezaba de tal forma que la tela de la camisa y la falda se ciñeran sugestivamente a su cuerpo perfecto. Luego me miró, con los ojos muy abiertos, y con toda la intención sacó la lengua para lamerse el labio superior.
—¿Por qué? ¿En qué estás pensando?
Se me agotó la paciencia. Me acerqué a ella y me agaché para sujetarla de un brazo.
—¡Sabes por qué estoy aquí, Mariposa! Dejémonos de juegos. Han muerto tres personas, quizá cuatro, por culpa de tus tejemanejes, y si no encuentro lo que he venido a buscar habrá algunas más para la noche, y tú serás una de ellas. ¡Ahora iremos a aquella habitación y me enseñarás lo que has estado ocultando desde el primer momento!
La obligué a levantarse y la arrastré hacia la puerta. No se resistió. Al contrario, sonrió como si estuviese convencida de que, fuera lo que fuese lo que yo creía saber, nada de lo que pudiera decir o hacer podría perjudicarla.
Al menos por el momento, tenía razón.
La tela colgaba de nuevo sobre el portal. Acababa de sujetar el borde de la tela entre el pulgar y el índice con la intención de apartarla cuando una voz fuerte y áspera gritó:
—¡No te muevas!
Furioso cruzó el portal y entró en el patio. Sujetaba una espada en una de sus manazas, una vieja espada a la que le faltaban algunas hojas y que obviamente no se había utilizado en años pero que seguía siendo letal. Lo escoltaba su sobrino con la expresión inquieta de un cachorro que no sabe si le harán mimos o lo meterán en la cazuela.
Espabilado no estaba con ellos. Pensé que seguramente ya habían salido de camino hacia aquí, incluso antes de que lo enviara a buscar al plumajero.
Solté la tela y el brazo de Mariposa. La mujer se apartó de un salto y luego me cruzó la cara de una bofetada con tanta fuerza que me obligó a sujetarme del poste de la puerta para no caerme.
En dos zancadas, Furioso apareció a mi lado y apoyó la espada debajo de mi barbilla.
—Apártate de ella —me ordenó el viejo— o te cortaré la garganta. ¿Estás solo?
—Sí.
Tras oír mi respuesta, miró a su alrededor.
—¡No puedo creer que seas tan estúpido! —Se volvió hacia su sobrino, que nos miraba alternativamente con tal expresión de desconcierto que quedó claro su desconocimiento de lo que estaba pasando—. Cangrejo, sal y vigila la calle. ¡Grita en cuanto veas algo!
—Pero, tío...
—¡Cállate y haz lo que te digo! —gritó el gigantón, y la espada se movió al ritmo de sus palabras. El chico dio un salto, y luego, sin decir palabra, cruzó el patio y la habitación de la entrada para salir a la calle.
Su tío miró primero a Mariposa y después a mí. Por un momento pareció no saber qué decir, o quizá a cuál de nosotros decírselo. Cuando habló, su voz sonó sorprendentemente suave.
—¿Sabes por qué estoy aquí? Mariposa permaneció en silencio.
—Oí un rumor en el mercado y lo comprobé con la policía. Me dijeron que Flacucho estaba muerto; que lo habían encontrado flotando en un canal, ayer por la mañana. No encontraron nada con el cuerpo, nada. He venido aquí en cuanto me he enterado.
La mujer continuó callada. La sombra de una sonrisa movió las comisuras de la boca. Parecía estar disfrutando con la situación. Yo sabía el motivo: tenía algo que el plumajero deseaba, y eso le daba poder sobre el viejo.
—¿Dónde está mi hija?
Tampoco ahora Mariposa se dignó contestar. Señalé con un movimiento de cabeza la segunda habitación, aquella donde la viuda de Flacucho no quería que entrara.
—Allí-dije.
Furioso me miró, boquiabierto. Entonces, sin decir palabra, sujetó el nudo de mi capa con la mano libre y de un violento tirón me acercó hasta que mi rostro tocó el suyo y olí su aliento.
—No necesito cortarte la garganta inmediatamente —susurró—. ¿Crees que no sé cómo usar esta espada? Podría despellejarte vivo. ¡Otra broma más sobre mi hija y empiezo ahora mismo!
—Furioso —jadeé—. ¡No estoy bromeando!
—¡He estado en esa habitación! ¡Allí no hay más que un montón de basura!
—Te lo estoy diciendo. ¡Sé dónde está!
—Furioso —intervino Mariposa, con su tono de voz más razonable—, esto no es más que una estúpida charada. Tú tendrás a tu hija, pero tienes que escucharme: hay algo que debemos hacer antes. ¡La prenda ha desaparecido! Tenemos que encontrarla inmediatamente. ¿Qué crees que nos hará Moctezuma si no la encontramos? No desperdiciemos más tiempo con este esclavo. Sabe demasiado. ¡Mátalo de una vez!
Sujeto por la manaza del plumajero, estaba indefenso, pero mi mente trabajaba a toda velocidad. Si la prenda había desaparecido, ¿cómo se la llevaría al emperador?
Por un momento pareció que Furioso no sabía qué hacer. Él y Mariposa no eran amigos. Solo el terror, la desesperación y el chantaje los habían convertido temporalmente en aliados, y no costaría demasiado conseguir que se enfrentaran.
—¿Ha desaparecido? Pero Vago...
—La policía te ha dicho la verdad. ¡No encontraron nada con el cuerpo! Acaba de una vez con el esclavo, así podremos hablar.
Las gotas de sudor brillaban en la frente del plumajero. Con el rabillo del ojo vi cómo las hojas de la espada resplandecían con la luz del sol cuando movía el arma. Por un momento aumentó la presión de la mano en el nudo de mi capa, pero luego disminuyó un poco.
—No —murmuró—. Quiero oír lo que sabe.
Me apartó de un empellón al tiempo que levantaba la espada. Podría habernos matado a cualquiera de los dos en un instante, pero señaló con la espada hacia la puerta prohibida.
—¿Dices que está allí? De acuerdo, entraremos todos. ¡Si estás mintiendo, esclavo, ya sabes lo que te espera!
Entramos en la habitación. Apenas cabíamos porque era mucho más pequeña de lo que parecía desde el exterior. Me apresuré a mirar a mi alrededor y me pregunté si Furioso era tan estúpido como para no ver lo mismo que yo; pero entonces recordé que yo tampoco lo había visto la primera vez. La desagradable mezcla de olores todavía flotaba en el aire, y el más desagradable de todos, la mezcla de sangre con algo putrefacto, era más fuerte que nunca. Sin embargo, ni siquiera eso bastaba para decirle al plumajero lo que ansiaba tanto saber.
—Furioso, escucha, el atavío...
—¡Cierra la boca, mujer! —Movió la espada muy cerca de mi rostro—. ¡Ahora habla, antes de que te corte la nariz!
Abrí la boca para hablar, pero vacilé. Podía decirle ahora mismo lo que él deseaba saber. Quería hacerlo, por el asco que sentía ante lo que Mariposa había hecho y por piedad a su víctima, pero no sabía cuál sería la reacción del plumajero en cuanto conociera la verdad. ¿Se limitaría a matarme a mí y a la mujer sin pensárselo dos veces?
«Te has pasado de listo, Yaotl», me dije. Yo mismo había buscado esta confrontación, y se me había escapado de las manos. Había confiado en enfrentarme a Furioso con el respaldo de León y un pelotón de guerreros. El plumajero había dado al traste con mis planes al presentarse antes de lo esperado. Ahora no podía hacer otra cosa que ganar todo el tiempo que pudiera y rogar para que Perdiz hubiese convencido a mi hermano de la urgencia de su misión.
Miré hacia la pared que estaba más allá de la montaña de basura. Furioso siguió mi mirada aunque no pareció captar el significado.
—¿Recuerdas la primera vez que vine aquí, Mariposa? Me encontré contigo y tu marido, Flacucho, y os pregunté si sabíais algo de la prenda de Bondadoso. Por supuesto, tú me respondiste que no, y que el taller de Flacucho estaba cerrado.
—Es verdad. Lo estaba. Mira a tu alrededor; todo esto no es más que basura. Desaparecerá en cuanto tenga un momento para limpiar la habitación.
—¡Oh, no te preocupes! —dije rápidamente—. ¡Te creo! —No pude evitar sonreír al pensar en mis siguientes palabras—. Es francamente curioso que cuando alguien se pasa toda la vida diciendo mentiras, se olvida de lo fácil que resulta acabar engañado por la verdad. Creí que me mentías cuando dijiste que el taller de Flacucho estaba cerrado, pero me equivoqué. Era lógico que estuviese cerrado, porque él estaba muerto.
Mariposa se echó a reír.
—¡No seas estúpido! ¡Tú hablaste con él!
—No, hablé con su hermano.
Su expresión se congeló.
—¡Furioso, te dije que sabía demasiado! —exclamó—. ¡Tienes que matarlo! ¡No esperes más!
Me encogí cuando la espada se movió hacia mi mejilla.
—Lo mataré después de que me diga todo lo que sabe de mi hija —replicó el hombre—. ¿Lo has oído? Vas a morir, pero cómo lo haga depende de que me digas la verdad. Rápido o lentamente, es tu elección. ¡Ahora habla!
No tardé ni un instante en complacerlo.
—Vago robó la prenda de la casa de Bondadoso y asesinó a su hermano. Había planeado el asesinato desde el principio, por supuesto. Cuando Flacucho le pidió al comerciante que le guardara el atavío, es muy probable que Vago supiera que su hermano desconfiaba; eso hizo que el asesinato se convirtiera en un asunto urgente. Era la cosa más sencilla y obvia que podía hacerse. Apoderarse de la pieza más valiosa del taller de su hermano gemelo, matarlo, usurpar su identidad y recibir el pago de manos del emperador. Moctezuma nunca sospecharía que había habido un robo y un asesinato, siempre y cuando le entregaran la prenda en perfecto estado. ¿Quién podría descubrir el engaño en Atecocolecan, donde nadie había visto a Flacucho en muchos años?
—¿Qué tiene que ver todo esto con Caléndula? —preguntó Furioso.
—Todo —respondí, con toda la tranquilidad de que fui capaz—, porque ella sí lo habría descubierto. —Miré a Mariposa—. Naturalmente, ella también. Pero tú estabas metida en esto desde el principio, ¿no es así? Después del asesinato, tú ayudaste a Vago a esconder el cadáver.
—¿Quién te dijo que eran gemelos? —preguntó Mariposa vivamente.
—Nadie. Pero encontré un ídolo del dios de los gemelos en esta habitación. Interpreté erróneamente el significado: creía que alguien había estado rezándole a Xolotl para que curara a un enfermo. Fue una estupidez por mi parte, ¿verdad? Tendría que haberme dado cuenta de que había un motivo para que Vago se diera tanta prisa en identificar el cadáver de su hermano; incluso le puso su propio amuleto como prueba. Ahora que lo pienso, ¿qué otra razón podía haber para que el asesino se tomara tantas molestias y descuartizara al cadáver si no era con la intención de que nadie lo examinara a fondo?
»Ocultaste el ídolo con la intención de apartarme del rastro. Eso fue una tontería por tu parte. ¡Quizá lo habría pasado por alto si hubiese estado con todos los demás! —Me volví hacia Furioso—. Sin embargo, fueron unas palabras tuyas las que me permitieron descubrir el engaño.
—¿A qué te refieres? —Su voz sonó como el tronar de un volcán dormido.
—¿Qué día nació tu yerno?
—El Siete Flor —contestó automáticamente—. Si crees que me apetece jugar a las adivinanzas contigo...
Sin cambiar el tono de mi voz, continué con mi declaración:
—Cuando hablé contigo y con Cangrejo en tu casa, me dijiste que no sabías su fecha de nacimiento y que no te importaba. ¡Pero te importaba y por supuesto que la sabías! Antes de que tu hija y Vago se casaran, consultaste a un adivino para saber si sus fechas de nacimiento eran compatibles, como hacen todos los padres. —Inconscientemente repetí las palabras que el sacerdote de Amantlan me había dicho cuando me habló del casamiento de Flacucho con Mariposa—. Si en aquel momento hubiese estado atento habría comprendido que tenías algún motivo para mentirme. No quisiste decirme la fecha de nacimiento de Vago, porque entonces habría sabido que él y Flacucho eran gemelos. Más tarde, cuando pensé en ello, supe lo que había sucedido, cuál era tu participación, y por qué. Esto me llevó a saber dónde está tu hija.
—Desde el primer momento supe que debía haberte matado después de dejarte inconsciente —se lamentó Mariposa. Exhaló un suspiro—. Pero no pude resistirme. Eras tan tentador, tendido en el...
—¡Cállate! —le gritó el plumajero—. Continúa.
¿Dónde estaba mi hermano? Me esforcé por oír cualquier sonido del exterior. De vez en cuando llegaba el ruido amortiguado de la labor que realizaban los peones en la chinampa detrás de la casa. No me había dado cuenta hasta ahora, pero parecía sonar cada vez más fuerte, y de vez en cuando las paredes se sacudían un poco.
—Te viste involucrado porque a tu yerno le falló el plan. Necesitaba entregar el atavío en perfecto estado, como si Flacucho hubiese acabado de confeccionarlo. El problema fue que no lo estaba. La mala fortuna quiso que fuera mi hijo quien lo sorprendió cuando lo estaba robando, y la prenda se dañó en el transcurso de la pelea. Sé que al menos se desprendió una pluma, porque Bondadoso me la enseñó. Así que ahora se enfrentaba a un grave problema. No conocía el trabajo de plumajero, y no sabía repararla. Por lo tanto, necesitaba a un plumajero que le solucionara el problema. Su hermano ya estaba muerto, así que acudió a ti.
—¿Qué es ese ruido? —gritó Mariposa repentinamente.
Me pregunté si la interrupción se debía a algo real o si solo pretendía cambiar de tema. ¿Era posible que el ruido de los martillazos en el exterior sonaran cada vez más fuertes y cercanos? ¿Eso que veía bailando ante mis ojos eran motas de polvo?
—Pero tú no estabas dispuesto a colaborar, ¿verdad? No me sorprende. Debió de ser una gran ofensa enterarte de que Flacucho había conseguido un encargo de tanta importancia cuando se suponía que estaba trabajando para ti. El colmo fue que te pidieran repararlo para que tu despreciable yerno se llevara todos los méritos.
—Le dije a ese gusano de Vago que se fuera con viento fresco —confirmó el plumajero—. Así que a la noche siguiente se presentó de nuevo con... con... —Le falló la voz por un momento, y luego añadió con otro tono—: Me dijo que lo reparara si quería volver a ver a mi hija.
Ahora los ruidos en el exterior eran ensordecedores: martillazos, golpes de cosas que caían, gritos ahogados y un temblor en el suelo.
—¿Se puede saber qué están haciendo? —gritó Furioso, distraído momentáneamente por el estrépito—. ¿Acaso se proponen echar la casa abajo?
—¡Así que estaba en lo cierto! —exclamé. A pesar del miedo no pude disimular mi orgullo por haberlo descubierto—. Vago y Mariposa la tenían secuestrada, ¿no es así? Me mentiste porque tenías miedo de que, si me enteraba de que eran hermanos gemelos, podría deducir lo que había hecho
Vago y recuperar el atavío para Bondadoso, algo que no podías permitir porque te quedarías sin el rescate de tu hija.
La respuesta de Furioso fue un grito de desesperación.
—¡Dime dónde está!
Mariposa soltó un alarido.
Súbitamente ella, Furioso y su espada se desvanecieron en una espesa nube de polvo blanco y me encontré tumbado en el suelo. En algún lugar muy cercano sonó un trueno con tanta fuerza que más que oírlo lo noté, como si al suelo le hubiesen crecido piernas y acabara de propinarme unos cuantos puntapiés en el trasero; a continuación, el mundo estalló en una tremenda lluvia de trozos de adobe y revoque.
La nube de polvo resplandeció cuando la luz del sol entró en la habitación. Los hombres gritaban y maldecían. Los trozos de madera y los fragmentos de mampostería de lo que había sido hasta hacía muy poco la pared trasera de la casa crujían al partirse, se desprendían y se estrellaban contra el suelo. Se oyó el alarido de una mujer.
Me levanté tosiendo, estornudando y escupiendo polvo. Tambaleante, fui hacia el lugar donde creía que estaba la puerta, lejos de la luz, y salí al patio.
A mi alrededor sonaban voces, todas a la vez, que gritaban órdenes, reclamaban respuestas a unas preguntas que no había oído, o sencillamente maldecían. Predominaban las maldiciones.
A medida que el polvo se disipaba en el espacio abierto comencé a ver lo que me rodeaba. El patio estaba abarrotado. Los guerreros habían formado un círculo; llevaban las espadas en la mano y se habían dispuesto en una posición de combate que resultaba un tanto ridícula dadas sus expresiones de desconcierto. Los guardaespaldas de mi hermano miraban a uno y otro lado como si estuviesen buscando a alguien que les diera órdenes, o al menos encontrar algo que les pudiese dar una pista de qué debían hacer ahora. Un par de ellos me reconocieron y me miraron expectantes, como si creyeran que yo podría aclararles algo.
Vi a mi hijo entre los guerreros. Pensé que debía de haber venido aquí en cuanto descubrió que Furioso y su sobrino ya habían salido. Cangrejo estaba a su lado, sujeto por la mano de uno de los fornidos guardaespaldas.
—Espabilado... —dije con voz ronca. Luego, por fin, oí detrás de mí la única voz que deseaba escuchar desde que había llegado a la casa aquella mañana.
—¿Yaotl? ¿Alguien ha visto a mi hermano? Más le vale que tenga una buena explicación para todo esto... ¡Ah! Muy bien, ven aquí. Quiero que veas lo que hemos encontrado. ¡No vas a creerlo!
El polvo salía por la puerta de la habitación destrozada. A través de la nube apareció León, cubierto de pies a cabeza de polvo blanco; parecía un cautivo pintado con yeso en su camino para su primer y último encuentro con el cuchillo de pedernal del sacerdote del fuego. Un trozo de revoque blanco decoraba su coronilla. En la mano derecha sostenía un pesado martillo como si fuese una pluma.
Lo escoltaban dos guerreros que caminaban lentamente como si fuesen inválidos. Entre los dos sostenían a una mujer. Tenían que sostenerla porque, a juzgar por la forma en que le colgaba la cabeza y arrastraba apáticamente los pies por el suelo, no hubiese podido aguantarse erguida por sus propios medios, y mucho menos caminar. En un primer momento creí que estaba inconsciente, pero sostenía algo entre los brazos. No podía ver qué era, porque estaba envuelto en un trozo de tela que evidentemente había cortado de su falda. Tanto el paquete como la mujer estaban cubiertos de sangre seca.
Mi suspiro de alivio se transformó en un gemido de horror cuando adiviné qué ocultaba el paquete.
—La encontramos en una habitación secreta, detrás de un falso tabique —explicó mi hermano—. Afortunadamente la pared no le cayó encima. ¡Pobre criatura! Ni a un perro lo tendrían así... ¿Qué pasa?
Tuve que esforzarme para recuperar la voz.
—¿Qué es eso que lleva?
León se volvió para acercarse a ella.
—Déjame ver...
La mujer no emitió sonido alguno, pero mis peores temores se vieron confirmados por la forma en que apartó el paquete de las manos de mi hermano, y por la expresión de asco y horror que apareció en el rostro de León cuando consiguió ver lo que había en el envoltorio.
Un fuerte gemido y unos terribles sollozos sonaron a mi espalda.
Caléndula, la hija de Furioso, se volvió para ocultar su rostro y el paquete de nuestras miradas. Pero su padre y su primo habían visto lo mismo que yo.
Rogué para que el bebé no hubiese nacido vivo. En cualquier caso, su alma estaría feliz ahora, amamantada por el árbol de la leche en el cielo hasta que le llegara el turno de nacer de nuevo; aquí ya se había padecido demasiado, sin contar con sus sufrimientos.
Los guerreros encontraron una estera de dormir en la habitación delantera de la casa y, con una sorprendente gentileza, acostaron a la mujer, que continuaba en silencio. Se mantuvieron apartados del envoltorio, como les había ordenado León. Caléndula estaba inmóvil, sin que al parecer se diera cuenta de sus atenciones.
Uno de los hombres de mi hermano corrió a buscar a un curandero mientras los demás miraban cómo sacaban a Furioso y a Mariposa al patio, rodeados por más guerreros y seguidos por una pequeña multitud de trabajadores curiosos.
—Solo habíamos traído una maza —explicó mi hermano—, pero ellos estaban tan hartos de clavar pilotes en el fondo del lago que estuvieron dispuestos a ayudarnos.
—Vigila a Furioso —le advertí—. En cuanto se recupere de la sorpresa...
Mi aviso casi llegó demasiado tarde. De pronto el plumajero rugió como una fiera atrapada, y como a veces ocurre a estas, encontró una reserva de fuerzas y se libró de su vigilante.
Mientras el guerrero se tambaleaba, se lanzó primero hacia delante, hacia su hija, después a un lado, y a continuación retrocedió para apartar de un empellón al atónito guardia e ir a por Mariposa.
—¡Cogedlo! —gritó mi hermano.
El guardia de Mariposa fue mucho más rápido que el de Furioso. Apartó a la mujer y se lanzó sobre el viejo enloquecido. Chocaron, y por un momento la violencia del impacto hizo que sus cuerpos se juntaran, inmóviles y erguidos, antes de que se desplomaran. La colisión dejó al guerrero sin aire y durante unos instantes tuvo bastante trabajo en recuperar el aliento. Furioso soltó un grito ronco e intentó levantarse, pero su guardia ya se había recuperado y algunos más corrían hacia él para sepultarlo debajo de una pila de cuerpos musculosos.
—¡Con cuidado! —grité—. Tengo que hablar con él. También con ella. —Si Mariposa había pensado que aprovecharía la confusión para escapar, la ilusión no le duró mucho. Dos hombres la sujetaron. La sorprendí sonriéndole a uno de ellos, pero fue como si le hubiese sonreído a una piedra. Todos ya habían visto a su cuñada—. Te aconsejo que los mantengas apartados.
—¿Tú crees? —respondió León en tono irónico—. ¡No se me había ocurrido! ¿Es que nadie va a contarme qué está pasando?
—Trae a Cangrejo.
—¿Te refieres al chico que lloriquea junto a la entrada? De acuerdo.
El guerrero que lo vigilaba trajo al chico, que no dejaba de mirar fijamente a su prima. Mi hijo los siguió, con una expresión preocupada.
—¡Padre, no dejes que lo maltraten!
—No le harán nada siempre que colabore —prometí—. ¿Puedes explicarme qué te ha pasado?
—Cuando llegué a la casa me dijeron que el plumajero y su sobrino ya se habían marchado. Furioso no quería que Cangrejo lo acompañara, pero él lo siguió. Así que corrí hasta aquí y me encontré a Cangrejo en la entrada. Me dijo que no podía entrar, aunque no supo decirme la razón.
—Entonces aparecimos nosotros —añadió León—. No le encontré sentido ni a quedarme en la calle discutiendo con el chico ni a entrar y alertar a su tío. Además, en tu mensaje decías que entrara en una habitación secreta en el fondo de la casa, así que eso es lo que hicimos.
A pesar de todo, no pude evitar una sonrisa.
—¡La verdad es que no me refería a entrar desde el exterior, León! Pero gracias de todas formas.
La respuesta de León fue un gruñido.
—¿Qué quieres que haga con el chico? ¿Dejo que se vaya?
—No sabe absolutamente nada de todo esto —manifestó Espabilado—. Míralo. ¡Solo le preocupa su prima!
—Rétenlo por el momento —dije—. Aún hay que aclarar dónde está el atavío. —Había pensado en ese misterio desde el momento en que Mariposa había hablado de su desaparición. Solo era una posibilidad, pero cuanto más la analizaba, más convencido estaba de haber dado con la respuesta.
En cualquier caso, primero debía ocuparme de Furioso y Mariposa. Me acerqué a ellos; ambos estaban bien sujetos por sus guardias. El plumajero miraba a la mujer, con una expresión en la que se mezclaban la fascinación y el odio. No miraba a su hija. Quizá, pensé con tristeza, no lo soportaba. Mariposa me devolvió la mirada con altanería.
—Seguramente esperas que ahora lo confiese todo —me espetó.
—No estaría mal.
—¡Que te zurzan!
Uno de los guardias abrió la boca, pero le ordené con un gesto que permaneciera en silencio.
—Lo más extraño de todo esto —les comenté a Furioso y a Mariposa— es que ninguno de vosotros ha matado a nadie. Creía que tú sí lo habías hecho —le dije a Mariposa—, pero me doy cuenta de que estaba en un error. Por lo tanto, no sé cómo acabará todo esto, pero me parece que, si lo confesáis todo, quizá os perdonen la vida.
—Ya te lo he dicho —masculló Furioso—. Vago vino a verme. Fue el Uno Muerte. Me trajo la prenda y me pidió que la arreglara. Me negué en redondo. Vi lo que era y no hacía falta ser un genio para deducir quién la había encargado. Además, el estilo de Flacucho era evidente. Le dije que se la llevara a su hermano. Al día siguiente, apareció de nuevo en mi casa. Me dijo que Flacucho estaba muerto, y me contó su plan para suplantarlo. Me pareció algo absolutamente estúpido, y se lo dije. Fue entonces... —De pronto un repentino sollozo hizo que se callara un momento—. Fue entonces cuando me mostró el dedo.
—¿Qué?
—Oh, no —susurró mi hermano—. Tú —le ordenó a uno de sus hombres—, mira las manos de la muchacha. ¡Con cuidado!
Cerré los ojos y apreté las mandíbulas para contener las náuseas que amenazaban con llegar. Entonces decidí que no me importaba que Mariposa confesara o no. Recibiría el castigo que le impusiera la ley.
—¡Falta el meñique de la mano izquierda, señor! —gritó el guerrero.
—Lo tenía deformado —gimoteó el viejo—. Se lo había roto cuando era una niña, y se había soldado torcido. Por eso supe que era el suyo.
—E hiciste lo que te pidieron. Te encerraste en tu taller, tu sobrino te lo dijo, y trabajaste en la prenda día y noche, para acabarlo antes de que volviera con otro dedo. —Miré a Mariposa que mantenía la misma expresión—. Pero tú ya la habías emparedado, ¿no? ¿Tanto la odiabas? ¿Solo porque tu marido encontró finalmente lo que necesitaba, y resultó que no eras tú? ¿De quién era el bebé, Mariposa, suyo o de Vago?
—¡No sabes de qué hablas! —replicó.
—Creo que sí. —Me acerqué a ella. Tenía la intención de sujetarle la barbilla y obligarla a que me mirase, para poder descubrir algo en sus ojos, pero luego cambié de idea. Mariposa no dejaba de debatirse, y había una ferocidad en su mirada y en la mueca que dejaba al descubierto los dientes, la desesperación de una fiera atrapada, que decidí mantener la distancia—. ¿Cuántos años tienes, Mariposa? ¿Cuántos años tenías cuando te casaste, catorce, quince? Seguramente acababas de salir de la Casa de los Jóvenes. Tenías toda la vida por delante, y debías de ser la muchacha más hermosa de Amantlan. —No tenía ninguna duda de que había sido así, y todavía lo era, incluso con las facciones deformadas por la ira—. Por tanto, podías escoger entre los hombres de tu distrito, o incluso aspirar a uno de otro. Viste a aquellos ricos y aventureros comerciantes al otro lado del canal, y pensaste que quizá podrías disfrutar de cierta independencia: dirigir los negocios familiares mientras tu marido estaba de viaje, tu propio puesto en el mercado. Supongo que ese fue tu sueño. Sin embargo, no pudo ser, ¿verdad? El casamentero fue a ver a tus padres con una oferta que no podían rechazar. ¿Cuánto pagó Flacucho por ti? ¿Cuánto estuvo dispuesto a pagar por ti el hijo más famoso de Amantlan? Su respuesta fue un gruñido.
—Bueno, tampoco importa. Allí estabas, unida a un plumajero fracasado que te doblaba en edad. Pero eres una chica práctica y procuraste sacar el mayor partido posible. Intentaste apoyarlo mientras trabajaba con Furioso. —Recordé lo que dijo Cangrejo sobre cómo la mujer de Flacucho se preocupaba de llevarle agua y comida mientras trabajaba—. Tuvo que dolerte mucho ver que Flacucho y Caléndula empezaban a intimar. Todas las atenciones que le habías dedicado, todo lo que habías hecho por él, y lo que a él en realidad le interesaba era algo que tú no podías ofrecerle, algo que ni siquiera llegabas a comprender.
La estaba provocando; le contaba lo que yo creía que había ocurrido con la esperanza de que acabara reconociéndolo.
Funcionó. Finalmente me miró; no lo hizo cabizbaja, como una persona que acepta a regañadientes enfrentarse a su acusador, sino con la cabeza erguida para mirarme a la cara. Cuando habló, su voz sonó clara y llena de confianza.
—No tienes ni idea de qué sucedió. ¡Mi marido nunca se acostó conmigo! Era impotente. ¡Al menos lo era conmigo! Pero ella lo quería. El solo creía en todas esas tonterías de los dioses y de los regalos que nos hacían; decía que todo nuestro trabajo debía servir para pagar nuestras deudas con ellos. Pero yo no. Todos creían que ella era muy pía, muy inocente, absolutamente incapaz de decir una mentira o hacer algo deshonesto. Pero ¿sabes qué hizo? ¡Le mintió a su propio padre! Le contó toda aquella patraña de que debían venir a Atecocolecan, para traer a Flacucho aquí, donde nadie se daría cuenta cuando su hermano asumiera su nombre. —Con el rabillo del ojo vi cómo Furioso tensaba los músculos, pero los guerreros lo sujetaban con la misma firmeza que los otros sujetaban a Mariposa. Ella también se dio cuenta y se echó a reír—. ¿Qué pasa, no crees que tu adorada hija estuviese involucrada? ¡Estaba metida en esto hasta el cuello, al igual que todos nosotros!
Miré hacia donde había estado la celda de su cuñada.
—Entonces, ¿por qué la encerraste?
Mariposa echó la cabeza hacia atrás.
—Se enteró de mi relación con Vago. Tenía que pasar, en cuanto estuviéramos todos viviendo en un lugar pequeño. Se puso histérica. ¡Quizá se desquició al saber que yo estaba disfrutando de lo que ella deseaba, y con su propio marido! ¡Amenazó con volver a su casa y contárselo todo a su padre! No podíamos permitir que lo hiciera. Más tarde, cuando se estropeó la prenda y necesitamos a un plumajero para que la reparara... bueno, era lo mejor que podíamos hacer.
Me di cuenta de que había sido un error mirar los ojos de aquella mujer. No había nada en ellos que me diera una pista para entender por qué el emparedamiento, la extorsión, la mutilación y el asesinato eran lo mejor que se podía hacer.
Quizá era tal como había dicho antes. Era una mujer práctica. Me volví hacia Furioso.
—Tú viste los rasguños en el rostro de Vago, y supiste que ella se había resistido. Supongo que eso ayudó a convencerte de que estaba viva, ¿no es así? No creías que ellos la hubiesen estrangulado o matado de un golpe en la cabeza.
—Me hubiera dado lo mismo —murmuró el plumajero—. Hubiese hecho cualquier cosa si con ello conseguía que me la devolvieran. Eso lo comprendes, ¿verdad?
Exhalé un suspiro.
—Así que reparaste la prenda. Sin embargo, no dio resultado, ¿verdad?
—¡No fue culpa mía! —gritó Furioso, en una ridícula actitud defensiva—. ¡Hice mi parte! El muy cabrón vino, la recogió y eso fue todo. ¡Ni siquiera me dio las gracias! En aquel momento ella tendría que haber vuelto. Me dijo que la enviaría en cuanto regresara a su casa. ¡Le creí!
—Lo sé. —Agaché la cabeza, incapaz de enfrentarme a la mirada del viejo. Ya había olvidado sus amenazas. Solo podía rezar a los dioses para que nunca llegara a saber cómo era sentir tanta desesperación—. Pero él nunca regresó a su casa, ¿verdad? Luego oíste el rumor de que habían encontrado muerto a Flacucho, y que no había ni rastro de la prenda.
—¿Dices que ella no lo mató? —preguntó León. Se había acercado y miraba a Mariposa; en su expresión se mezclaban el desconcierto y la admiración. Supongo que nunca se había cruzado con alguien como ella.
—No —respondí—. No tenía ningún motivo para hacerlo. Al contrario; lo necesitaba vivo para mantener el engaño de que era Flacucho. En cualquier caso, eran amantes. Está de duelo, no tienes más que mirarle el pelo, y no es por su marido.
—Entonces, ¿quién lo hizo? —exclamó mi hermano—. ¿Por qué?
Furioso mantenía el rostro oculto detrás de sus manos. Le temblaban ligeramente. Encerrado en su propio mundo de remordimiento y pena, parecía ajeno a todo lo que decíamos.
Fue Mariposa quien se encargó de responder a la pregunta de León, al soltar una rápida exclamación y después mirarnos fijamente.
¿Qué me había dicho Moctezuma? «El ladrón se vistió con el atavió porque quería. El atavío de un dios tiene su propio poder. El hombre que lo viste adopta la forma del dios, y sus atributos. Se convierte en un dios.»
«Es como un ídolo al que habría que rezarle», había afirmado otra persona.
—Siguió vistiendo la maldita prenda —murmuré.
—¿Quién?
—Vago, por supuesto. Por eso murió. —Me volví hacia la puerta de salida del patio-Es hora de irnos. Falta poco para el mediodía. ¡Quiero devolverle la prenda a Moctezuma antes de que mi amo suelte de nuevo a los otomíes!
—¡Un momento! —gritó León—. ¿Qué hago con todos estos? ¿Qué pasa con el chico? ¿Qué...?
Detrás de mi hermano se oyó algo que sonó como el rugido de una fiera.
León se quedó rígido. Tardó un momento en volverse; yo tardé más o menos lo mismo en mirar por encima de su hombro y darme cuenta de lo que estaba pasando, y prácticamente el mismo para que todo se acabara.
Furioso se había soltado. De dónde había sacado la fuerza y qué combinación de dolor y furia la había liberado era algo que solo podía intuir, pero sus guardias estaban de rodillas, con las manos en la cabeza y con una expresión atontada. El plumajero había golpeado la cabeza de uno contra la del otro y después se había lanzado contra Mariposa.
Los hombres que la custodiaban tardaron un momento en reaccionar: el gigantón corrió hacia ellos con una expresión asesina. Entonces los guerreros soltaron a la prisionera, y Mariposa echó a correr. Se dirigió hacia el interior de la casa, hacia la habitación donde había estado Caléndula, o mejor dicho, a la montaña de escombros y vigas rotas que era lo único que quedaba. Al ver que por ese lado no había salida, se detuvo y se giró.
Furioso arrolló a los guardias. Todavía asombrados, apenas intentaron detenerlo, y él los apartó como si fuesen críos. Mientras los guerreros se tambaleaban y caían, el plumajero se inclinó rápidamente y cuando se irguió de nuevo tenía un trozo de mampostería en la mano: una piedra plana.
Mariposa lo esperó. La última expresión que vi en su rostro fue de una calma extraña, casi serena, y la sombra de una sonrisa resabiada.
León ya había empezado a correr cuando Furioso la golpeó, pero era demasiado tarde y estaba demasiado lejos. Di un paso y me detuve porque había oído el golpe, y por el sonido comprendí que no podía hacer nada.
Ahora los únicos que podían hacer algo eran los buitres y los coyotes.
—Tenemos que irnos —dije amablemente.
Pocas veces había visto a mi hermano sin saber qué hacer, pero es lo que parecía suceder ahora, al observar la escena. A sus pies yacía lo que había sido una mujer hermosa, su rostro misericordiosamente vuelto de lado mientras la sangre que manaba de la cabeza empapaba el suelo de tierra; un viejo vencido y lloroso se acurrucaba un poco más allá con su sobrino arrodillado junto a él, con una mano apoyada en el hombro de su tío en un vano intento por consolarlo. Se oyó un gemido en algún lugar detrás de nosotros; quizá significaba que la muchacha que León había librado de su encierro había roto su silencio, o tal vez no era más que la queja de un guerrero con una herida en la cabeza. No me molesté en mirar.
—Aquí ya no podemos hacer nada más —añadí—. Deja a un par de hombres para que cuiden de Furioso y su hija. Eso es todo lo que necesitan, no irán a ninguna parte. Trae a los demás. —Me acerqué al chico—. Tú también, Cangrejo. Puede que te necesitemos.
Me miró con una expresión de miedo, y luego se volvió hacia mi hijo, como si esperase que intercediera por él.
—¡No sé nada de la prenda! —afirmó.
Espabilado respondió antes de que yo pudiera hablar.
—Creo que mi padre lo sabe —dijo compasivamente—, pero cree que puedes ayudar. Es por el bien de tu tío, y por el de todos los demás. —Le tendió la mano. Cangrejo la miró durante unos momentos hasta que finalmente la aceptó, y dejó que mi hijo lo ayudara a levantarse.
—¡León! —llamé—. ¡Vamos!
Mi hermano salió de su ensimismamiento.
—Espera a que reúna a mis hombres —murmuró—. Por cierto, ¿adonde vamos?
—A Amantlan.
—Fueron las semillas del dondiego de día —expliqué—. Tendría que haber recordado los efectos que producen de los años en que era sacerdote. El dondiego de día, los hongos sagrados, la comida de los dioses y otros parecidos, el peyote, los nenúfares, todas esas cosas no solo te abren el mundo de los sueños cuando estás dormido. Algunas veces te provocan visiones cuando estás despierto, y cambian la manera de ver las cosas que te ocurren, así que debes aprender a distinguir lo real de lo falso, o al menos a saber qué pertenece a la tierra y qué pertenece al cielo.
León, Espabilado, Cangrejo y yo íbamos en la canoa de mi hermano. El chico mantenía un silencio hosco. Estaba sentado entre León y yo como medida de precaución, aunque estaba seguro de que no intentaría escapar. Uno de los guardaespaldas de mi hermano impulsaba la embarcación con poderosas y rítmicas paladas, y el resto de los guerreros ocupaban las canoas desplegadas a proa y popa. La superficie del canal parecía hervir con el rápido paso de las embarcaciones y las olas golpeaban contra las orillas y salpicaban a los que caminaban por ellas. No oí que nadie se quejara porque le hubieran mojado la capa o el taparrabos; una mirada a nuestra escolta era más que suficiente para acallar cualquier protesta.
Repasaba en voz alta mi versión de todo lo ocurrido, en un intento de precisarla al máximo. Había llegado a la noche en la que fui a la casa de Atecocolecan para buscar la prenda; Mariposa me cogió desprevenido y me dejó inconsciente.
—Podría haberme matado de una puñalada mientras estaba inconsciente, pero supongo que le interesaba averiguar qué estaba haciendo allí y cuánto sabía. Así que me ató y me drogó para que soltara la lengua. Después... bueno, ella esperaba a que regresara Vago, y creo que aquel cuarto era el escenario frecuente de sus relaciones amorosas; supongo que con ello mortificaba a Caléndula, que lo oía todo. Quizá también influyó que me viera tendido allí a su merced, y la sensación de poder se le subió a la cabeza. Creo que eso era lo que más le gustaba, la sensación de poder. Es una sensación que la mayoría de las mujeres de México tienen la oportunidad de disfrutar.
—Así que poder, ¿verdad? —dijo mi hermano—. Tiene sentido. ¡Si lo que buscaba era sexo no había ninguna necesidad de que te drogara!
Cerré los ojos, avergonzado.
—Te aseguro que no fue idea mía, y que además no fue agradable. ¡Estaba seguro de que ella era una serpiente! —Abrí los ojos a tiempo para ver cómo León se estremecía. En cambio, cuando miré a Espabilado, el chico me devolvió la mirada con franqueza, sin el menor rastro de embarazo. No pude evitar sentirme conmovido al recordar todo lo que había visto y le habían obligado a hacer en su corta vida, y que convertía mi experiencia en algo bastante normal—. Creía estar viendo a la serpiente emplumada, o... bueno, no lo sé. Todo era muy confuso. Dioses y diosas. Hubo un momento en el que oí una voz de mujer, y creí que debía de ser Cihuacoatl que gemía en plena noche, tal como dicen que hace cuando se cierne un terrible peligro sobre la ciudad. Fue mucho más tarde cuando comprendí que no había sido un sueño; la voz era la de tu prima, Cangrejo. Siento mucho no haberme dado cuenta antes, o haber deducido que había un falso tabique, pero en aquel momento mi mente estaba absolutamente obnubilada. Ni siquiera lo pensé a la mañana siguiente, cuando me pareció que el hedor en la habitación era una mezcla del olor de los templos y las cárceles. No se me ocurrió hasta que me di cuenta de que Mariposa y Vago necesitaban a tu tío para que reparara la prenda, y utilizaban a tu prima para obligarlo, o sea que disponían de un lugar donde tenerla secuestrada.
Me vi obligado a hacer una pausa, porque el solo hecho de pensarlo me impresionaba. Estar encerrada en un pequeño calabozo sin ningún acceso al mundo exterior salvo un pequeño agujero al pie de la pared para pasar la comida, el agujero que yo había atribuido a los ratones, ya era horrible; pero ¿tener que dar a luz ahí dentro?
Sola, en la oscuridad, sin una comadrona, sin nadie que la ayudara a parir a la criatura o llorar con ella su muerte. Me pregunté si Mariposa había estado al otro lado del tabique en aquel momento para gozar de la agonía de su cuñada, y si Caléndula volvería a hablar alguna vez.
Durante la mayor parte del viaje, Cangrejo apenas había abierto la boca. No había hecho más que mirar con expresión hosca el fondo de la canoa y me pareció que se retraía todavía más a medida que nos acercábamos a su distrito. Entonces, cuando menos me lo esperaba, se dirigió a mí.
—¿Es verdad lo que aquella mujer dijo, que Caléndula le mintió a mi tío, y que estaba involucrada en el robo de la prenda? ¿Es verdad que solo simuló ser amiga de Flacucho para que trabajara con más entusiasmo, cuando desde el primer momento sabía que lo iban a matar?
Estaba a punto de decirle que no tenía ni idea, pero entonces vi la expresión del chico. Era de súplica, la misma de un prisionero que mira el rostro del sacerdote del fuego; una palabra equivocada podía ser como una puñalada del cuchillo de pedernal.
Una vez más fue mi hijo quien respondió por mí mientras yo buscaba una respuesta.
—No, por supuesto que no —contestó Espabilado. Se inclinó hacia delante para apoyar una mano en el brazo de Cangrejo—. Era demasiado buena para hacer algo así, y demasiado devota de los dioses para mentir. ¿No es así? —La pregunta iba dirigida a mí, y en su tono se mezclaban el respeto y el desafío, como si me retara a contradecirlo.
—Así es. —Después de todo, pensé, era poco probable que Caléndula fuera a decir lo contrario.
—¿Qué me dices del bebé? —preguntó León—. ¿Era de su marido, o del plumajero?
—Creo que Mariposa dijo la verdad. —Sin embargo, mientras Cangrejo se tranquilizaba, me pregunté si ella había sido sincera. Pobre Flacucho, pensé, no solo te robaron el atavío, ¿verdad?
—Aún no nos has dicho dónde está la prenda —me recordó León—, y ya puestos, tampoco quién mató a Vago. Pareces estar muy seguro de que no fue Mariposa.
—La prenda está en Amantlan, por supuesto, que es hacia donde vamos. En cuanto a que si Mariposa mató a Vago, recuerda que eran amantes. Además, tenía la coartada perfecta, que soy yo. Estaba conmigo cuando lo mataron, aunque no podría jurar que no fue un sueño. De todos modos, tuve la confirmación en cuanto se me despejó la cabeza, al ver que ella creía firmemente que Vago estaba vivo y que rondaba por ahí vestido como la Serpiente Emplumada.
»También vi algo más que en su momento interpreté como una visión. Vi al dios que entraba en la habitación y a una mujer que intentaba abrazarlo; luego, el dios huía. Creí que era Quetzalcoatl que intentaba evitar una repetición de lo ocurrido cuando Topiltzin fue expulsado de Tollan, hace muchos años, pero era real y resultó ser algo mucho más sencillo.
»Lo que vi fue lo mismo que ya había visto antes: a un hombre vestido con el atavío de un dios. Mariposa lo confundió con Vago, convencida de que había regresado de la casa de
Furioso con la prenda, y que la vestía en parte para asustar a cualquiera que lo viera y en parte por vanidad. Pero se equivocó. Vago estaba muerto, y la persona que vestía la prenda era el asesino.
Llegamos al puente entre Amantlan y Pochtlan, el puente que conocía como la palma de mi mano, donde había visto a Vago vestido como un dios, había encontrado el cadáver de su hermano y me habían capturado. Saltamos de las canoas a plena vista del templo del distrito, cosa que me inquietó. Le estaba diciendo a León que diera prisa a sus hombres cuando Espabilado preguntó:
—¿Quién es aquel?
Me aparté para dejar paso a los guerreros mientras miraba en la dirección que apuntaba mi hijo, y solté un gemido.
Había una figura solitaria en el puente. Comenzó a caminar hacia mí en cuanto me vio.
—¿No te advirtió Mono Aullador que te machacarían los sesos si te volvían a ver en Pochtlan? —preguntó en tono severo.
—Hola, Escudo —respondí como quien saluda a un viejo amigo—. No estoy en Pochtlan. Estoy en Amantlan. Escucha, no venimos a causar problemas...
—¿Quién es? —interrumpió mi hermano.
—Un policía del distrito. —Miré a Escudo con incertidumbre. Su rostro estaba contraído y era de color grisáceo, como si no hubiese dormido desde aquella mañana, dos días atrás, cuando vimos cómo mataban a su compañero. Me compadecí de ambos. Solo habían hecho su trabajo—. Escucha, no podemos permitirnos más retrasos. Si pretendes detenernos, tus hombres tendrán que ocuparse de solucionarlo, pero no le hagáis más daño de lo necesario.
—Muy bien. ¡Tú! —le gritó León a Escudo, que en ese momento salía del puente—. Ya lo has oído. No queremos problemas. Ahora vete a tu casa como un buen chico, ¿de acuerdo?
Escudo no vaciló. Se dirigió en línea recta hacia mí, a pesar de que ahora estaba rodeado de guerreros armados, y el más bajo de ellos era una cabeza más alto que él.
—Yaotl —comenzó a decir en un tono de urgencia—. Quiero avi...
Hasta ahí llegó antes de que una espada lo golpeara en la cabeza. Sus palabras dieron paso a un gemido, que sonó con la misma suavidad que la brisa entre las juncias; luego se desplomó pacíficamente, con una sonrisa estúpida.
—Ya está —dijo mi hermano, orgulloso—. ¡Ni siquiera le ha dolido! Me pregunto qué querría. No parecía que fuera a detenerte, ¿verdad?
—No importa-respondí—. ¡Vamos!
En cuanto entramos en la pequeña plaza sagrada de Amantlan, el sacerdote del distrito, sin duda alertado por el poco habitual ruido de tantas sandalias en las piedras de la plaza, salió apresuradamente de la casa. Estaba seguro de que no me había reconocido, pero se quedó boquiabierto en cuanto vio con quién estaba.
—¡Cógelo! —le murmuré a León, y antes de que el hombre pudiese hablar, estaba sujeto y los guerreros lo arrastraban como un trozo de madera llevado por una ola. Llegamos a la base de la rechoncha pirámide y subimos la escalera.
Tartamudo, el aprendiz de plumajero, se encontraba en la cumbre, delante del templo, escoba en mano. Al oír nuestro avance, torció la cabeza para poder mirarnos sin darle la espalda al ídolo.
Al primero que reconoció fue a Cangrejo. El sobrino de Furioso me pisaba los talones. Vi la sorpresa en el rostro de Tartamudo, cómo abría los ojos y la boca; luego se fijó en mí.
Supe que mi disfraz había sido un fracaso. Me identificó en el acto.
Retrocedió hasta la entrada del templo, y se volvió con la escoba en alto como un arma.
—¡Fue... fue... fuera de aquí! —gritó—. ¡Es un lugar sa... sa... sagrado! ¡Solo los sacer...!
Seguí subiendo hasta el penúltimo escalón, donde mis ojos estaban a la misma altura que los suyos.
—¡Calma, chico! Mira a estos guerreros. Si partes esa cosa contra mi cabeza, ¿con qué te defenderás?
Miró a izquierda y derecha, como si buscara un camino para huir; al no encontrarlo se decidió por lo más fácil y entró en el templo.
Amagué seguirlo, pero algo tironeó de mi capa. Miré hacia abajo. Cangrejo estaba un escalón más abajo y tiraba tímidamente del dobladillo de la tela.
—Yo tenía razón, ¿verdad? —le dije—. Tartamudo es tu amigo de la Casa de las Lágrimas.
—Déjame que hable con él —rogó el chico—. Me has traído aquí para esto, ¿verdad?
Observé un momento su rostro ansioso, luego miré hacia la entrada y me aparté.
No entró, porque el templo era un lugar prohibido para todos excepto para los sacerdotes de Coyotl Inahual. Se detuvo en el umbral y habló con voz dulce al chico que se refugiaba en el interior. No oí qué decía, pero al cabo de unos momentos Cangrejo se volvió hacia mí.
—Está aquí.
—Lo sé.
Tartamudo tardó un buen rato en sacar del templo el atavío de Quetzalcoatl. Estaba compuesto de numerosos trozos, todos envueltos en tela, y muchos de ellos eran pesados.
El chico los fue depositando a mis pies, como el rey de una ciudad vasalla presenta sus regalos a los recaudadores de tributos del emperador. Esperé a que terminara antes de arrodillarme y desenvolver con reverencia uno de los paquetes cuya forma había despertado mi curiosidad.
En cuanto aparté la tela, me encontré con el rostro del dios. El sol de primera hora de la tarde arrancó destellos de las escamas de turquesa que formaban su piel, cada una con su propio color: azul, verde, negro; todas aparentemente perfectas e irreemplazables.
—La máscara de la serpiente —susurré—. ¡Mirad esas plumas! Furioso hizo un excelente trabajo al reparar la obra maestra de su rival... el monumento de Flacucho. —Era todo lo que quedaba de él. Se me pasó por la mente que quizá era eso lo que siempre había deseado en realidad.
—¿Có... có... cómo lo has sabido? —preguntó Tartamudo.
—¿En qué otro lugar podía estar? —Me levanté y me volví para admirar el panorama que había visto la última vez que había estado allí: las de Amantlan y Pochtlan, el canal que las separaba y el puente que lo atravesaba.
León y Espabilado se unieron a nosotros en la cumbre de la pirámide.
—Anteanoche, cuando regresó, ¿lo estabas esperando, o fue un encuentro casual?
—Me... me... me dije que volvería —respondió Tartamudo—. No sabía cuándo. He vigilado el canal desde aquí arriba todas las noches, por si acaso. Entonces apareció, esta vez por el lado de Amantlan, pero de nuevo como antes, pavoneándose con el atavío del dios como si fuese una prenda cualquiera.
—¿Qué hiciste cuando apareció? ¿Bajaste al puente para decirle que se lo quitara? ¿Qué pasó después?
—¡No quería matarlo! —gimió el chico—. El... él tenía un cuchillo, una de esas hojas de cobre que usan los plumajeros; era él o yo. De todos modos, fue un accidente. No tendría que haber intentado pelear vestido con esa prenda. Perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza contra el borde del puente.
—Tú lo empujaste al agua después de quitarle la prenda —señalé.
—¡La había profanado! El dios estaba furioso con él. Yo también. Pero no tenía la intención de matarlo. Solo seguí golpeándolo hasta que cayó del puente. ¡En realidad no lo hice yo, fue el dios!
De nuevo recordé las palabras de Moctezuma. Vago se había divertido presentándose como un dios y asustando a la gente. Este joven había creído sinceramente que se convertiría en el dios y sería el instrumento de su voluntad; al final, resultó que el hermano del plumajero había muerto por un exceso de piedad.
Aquella, en cualquier caso, era su explicación. Al recordar las cosas que había hecho Vago, pensé que a mí me bastaba.
—¿Por qué fuiste a la casa de Atecocolecan? —pregunté.
—Que... que... quería ayudar a Cangrejo. Me había hablado de su prima, de su desaparición y de que su tío parecía creer que su marido y Mariposa tenían algo que ver. Sabía que él había ido a la casa a buscarla. Yo no había podido ir antes porque había estado esperando la aparición de ese hombre...
—Así que en cuanto se te presentó la oportunidad, decidiste que tú también podías jugar un rato a ser un dios.
—¡Eso fue distinto! —protestó el chico—. ¿Acaso no lo ves? Cangrejo...
—Es verdad —afirmó el sobrino de Furioso—. Yo le conté todo lo que había pasado con Caléndula.
—Oh, no importa —dije, cansado—. Recojamos todos los paquetes y llevémoslos al emperador.
—¿Por qué cortaste sus ligaduras? —preguntó Espabilado.
—Yo creí que encontraría a Caléndula. Pero lo encontré a él y me dije que si Mariposa y Vago lo tenían prisionero debía dejarle ir. Entonces fue cuando aquella mujer...
—Reviviste la historia de Topiltzin Quetzalcoatl y su hermana, ¿verdad? —musité—. Solo que esta vez fuiste capaz de resistir.
—¿Qué pasa allá abajo?
Mi hermano miraba hacia el puente, donde habíamos dejado a un par de hombres para que vigilaran a Escudo. Parecía haberse producido algo inusitado, y alguien gritaba. Resultaba difícil entender las palabras, pero sonaban como un aviso.
—Por lo que parece el policía ha despertado, eso es todo. Lo sabremos en un momento; ¡ahí viene uno de tus muchachos a decirnos qué ocurre!
Mientras mirábamos al guerrero que corría hacia nosotros, León preguntó:
—¿Y ahora qué? Veamos, si contamos al sacerdote que está abajo y no contamos a Escudo, tengo cinco prisioneros. ¿Qué propones que haga con ellos?
—Dejar que se marchen, por supuesto.
León casi se cayó de la cumbre de la pirámide.
—¿Dejar que se marchen? —gritó, escandalizado—. ¿Te has vuelto loco? Estamos hablando de dos muertos, ¿o son tres? Un secuestro, robo, blasfemias, y probablemente otro montón de delitos que ni siquiera tienen nombre, ¿y quieres que los deje marchar a todos?
Mi hermano no era estúpido, pero veía el mundo de una forma muy simple. Recordé que ejecutar a los criminales era una de sus funciones, y para él a todo crimen lo seguía un castigo, de la misma manera que la noche seguía al día.
—Piénsalo, León. ¿A quién más tendrías que arrestar: Bondadoso, Azucena, Espabilado, a mí? Todos estamos metidos en esto de una manera u otra.
—Sí, lo sé, pero...
—En cuanto al robo, la propiedad robada está aquí. El emperador la recuperará, y mientras nadie se vaya de la lengua, no pasará nada. Por supuesto, ha sido maltratada y necesitará algunos arreglos y un repaso. ¿Quién crees que lo hará, con Flacucho muerto?
León no dijo nada. Fue mi hijo quien ofreció el nombre:
—Furioso.
—Así es. ¿Quieres castigarlo? Vuelve a Atecocolecan y mira al plumajero y a su hija, y después pregúntate si hay alguna necesidad de ello.
León exhaló un suspiro.
—Muy bien, tienes razón. Pero ¿qué me dices de Tartamudo?
—A la postre ha sido él quien nos ha devuelto el atavío del dios, aunque no lo pretendiera, y en lo que se refiere a matar a Vago, sé sincero contigo mismo, León, ¿realmente te importa?
—Supongo que estás en lo cierto —admitió a regañadientes—. Tendré que presentarle un informe al emperador, pero a él solo le interesa el atavío. —Miró con expresión grave a los dos jóvenes y al sacerdote—. Recordad que nada de todo esto ha pasado, ¿está claro? ¡Os va en ello vuestra vida! Bueno, ¿qué quieres?
El guerrero que había subido la escalera de dos en dos tenía la cara congestionada tras el esfuerzo y apenas le quedaba aliento para dar su informe. Afortunadamente, fue muy breve.
—El policía, señor, dice que quería avisar a tu hermano de que su amo está en la casa del comerciante. ¡Lo acompañan un grupo de guerreros otomíes y han hecho prisioneros a Bondadoso y a Azucena!
Nos reunimos con Escudo en el puente. Se frotaba la cabeza mientras caminaba junto a mi hermano, mi hijo y yo.
—Escucha, lamento lo ocurrido —dije—. No lo sabía.
—Olvídalo —respondió con aspereza-Comparado con aquellas bestias, los hombres de tu hermano son amas de cría.
No tuve necesidad de preguntarle a qué animales se refería: la expresión de su rostro y la manera de escupir las palabras, como si fuera el veneno de una serpiente, eran más que suficientes.
—¿Estás seguro de que el viejo Plumas Negras está allí en persona? —preguntó mi hermano—. ¿Cuántos hombres lo acompañan?
—En este distrito no pasa nada sin que yo lo sepa —afirmó el policía—. Se presentaron alrededor del mediodía: el primer ministro, veinte otomíes y un sacerdote.
—¿Un sacerdote? —exclamé—. ¿Para qué necesita a un sacerdote?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Es muy joven, eso es todo lo que puedo decirte. Tenía el aspecto de haber estado en una vigilia. Todavía llevaba la caracola, como si no hubiese tenido tiempo de guardarla y no supiera qué hacer con ella.
—¡Cómo se puede ser tan idiota! —Me di una palmada en la frente. Ahora sabía por qué mi amo solo me había puesto a Manitas de escolta, y por qué el joven sacerdote que mi madre había contratado para dirigir las oraciones de mi familia se había marchado con tanta prisa.
—Olvídate del sacerdote —dijo mi hermano—. ¿Qué hay de los otomíes?
—Como te he dicho, son veinte, y no te engañes creyendo que puedo estar equivocado. ¡No es probable que me olvide del aspecto que tiene ese pelotón de maníacos, sobre todo del tuerto cabrón que los manda! La mayoría está en el interior de la casa. Los demás están apostados afuera y hay un par en la azotea. No se han molestado ni siquiera en esconderse.
León se detuvo.
—Hay que pensar cómo nos enfrentaremos a esto —manifestó.
Sus guerreros formaron detrás de mi hermano mientras él me miraba a mí y a Espabilado.
—Es muy sencillo saber qué busca el viejo —dije—. Me quiere a mí y a Espabilado. Seguramente esperaba capturarnos en Pochtlan. Ahora tiene a Bondadoso y a Azucena como rehenes, y espera que nosotros nos presentemos. —Miré a Escudo—. ¿Cómo crees que espera salirse con la suya? ¿Es posible que los comerciantes estén dispuestos a tolerarlo?
Los comerciantes de Tlatelolco tenían sus propias leyes, sus propios jueces y se encargaban de administrar sus asuntos. Rechazaban cualquier interferencia del exterior, y podían permitirse manifestar su rechazo, siempre y cuando siguieran siendo fieles súbditos del emperador y continuaran abasteciendo al palacio con exóticos productos extranjeros e información sobre todo lo que ocurría más allá de nuestras fronteras.
—No lo tolerarán —confirmó el policía—. Presentarán una queja al gobernador, él la transmitirá al emperador, y tu amo tendrá que dar explicaciones. Es, entre otras cosas, el juez supremo de Tenochtitlan, y todos sabemos qué les ocurre a los jueces corruptos.
La pena era morir estrangulado.
—Sí, ya imagino qué dirá —señaló mi hermano en tono áspero—. Un lamentable malentendido. Solo había ido a visitar a unos viejos amigos. Por supuesto me acompañaban mis guardias. No voy a ninguna parte sin ellos. Soy un gran señor, es lo más natural. Nadie creerá ni una sola palabra, desde luego, pero no tendrá ninguna importancia si las personas que deciden están bien pagadas. De todas maneras, para entonces ya será demasiado tarde. Por lo tanto, ¿qué hacemos?
—¿Te refieres a otra cosa aparte de asaltar la casa y liberar a Bondadoso y a Azucena? —Mi tono fue mucho más brusco de lo que pretendía. Los nervios habían añadido un tono agudo a mi voz. ¿Qué estaría haciendo el capitán? ¿Se habría contentado con sentarse a esperar en el patio de Azucena o habría encontrado alguna otra forma mucho más horrible de matar la espera? Rechiné los dientes llevado por la ira y la decepción.
—Un momento —dijo León, enfadado por la pregunta—. Si crees que temo a un puñado de matones con unos ridículos cortes de pelo...
—Tranquilo —añadí rápidamente—. Sé que eres valiente como el que más. Solo me refería a...
—Entraremos —prosiguió sin hacerme caso—, pero primero necesitamos saber dónde están. Enviaré a un par de mis hombres a explorar el terreno. —Miró a Escudo—. ¿Qué tal se ve la casa desde el templo de la parroquia? Podría enviar a alguien allí arriba para un reconocimiento.
—No, no lo harás —protesté.
—¡No te metas donde no te llaman! Esto es la guerra, Yaotl, no un juego en el que puedes ganar con un poco de suerte y labia. ¡Deja este asunto en mis manos!
—León, ¿quieres escucharme?
—¡Cállate!
—¡Por favor! ¡Papá, tío!
El temblor en la voz de Espabilado nos hizo callar a los dos. Lo miré y vi, por la forma en que abría los ojos y le temblaba el labio inferior, que le preocupaba el bienestar de Azucena tanto como a mí. Quizá más, porque ella lo había curado de sus heridas y durante unos días lo había tratado como a su propio hijo.
Tendí la mano y le sujeté el hombro con mucha fuerza; cada vez tenía más claro qué debía hacer, al igual que sabía con certeza que esta sería la última vez que nos veríamos.
—Lo siento, hijo. —Me volví hacia mi hermano—. Discúlpame, León. Nadie duda de tu valor, o del de tus hombres. Pero tienes que aceptarlo, te equivocas, esto no es una guerra. Estamos en el centro de México, no en alguna provincia fronteriza. Si asaltas la casa, ten por seguro que matarán a la mitad de tus hombres, y aunque logres rescatar a Azucena y a su padre con vida, lo más probable es que el viejo Plumas Negras consiga darle la vuelta a todo esto y presentarlo como si hubieses sido tú quien lo empezó. Tal como tú mismo has dicho, si los que deciden están bien pagados...
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —gritó mi hijo con desesperación.
Miré su rostro durante un buen rato, sin decir palabra. Quería hablar, pero los sonidos no salían, como si no pudiera pasar por el nudo que me oprimía la garganta. Sin embargo, él me comprendió. Lo supe al ver cómo las lágrimas empañaban sus ojos y sus labios se abrían para formar la palabra «No».
—Es... es la única forma —susurré finalmente. También mis ojos se habían llenado de lágrimas. Las contuve con furia para aprovechar hasta el último momento la visión de mi hijo.
—¿Se puede saber de qué hablas? —preguntó mi hermano, que nos miraba alternativamente—. ¿Qué pasa?
Me obligué a apartar la mirada de mi hijo y mirar a León, cuya expresión de extrañeza me hubiese parecido cómica en cualquier otra circunstancia.
—El señor Plumas Negras quería que le dijera dónde estaba Espabilado. —Hablé con voz pausada, articulando cada palabra; si no lo hacía así, hubiesen salido como un torrente y resultaría imposible distinguir las unas de las otras—. Pero sabe muy bien que nunca traicionaría a mi hijo, por mucho que lo intentara. Confiaba en capturar a uno de nosotros o a ambos en casa de Bondadoso, pero la jugada le ha salido mal. Así que ahora está dispuesto a descargar su ira en el primero de nosotros que caiga en sus manos. Si me entrego, dejará que se marchen Bondadoso y Azucena. Correría un enorme riesgo si no lo hiciera. Tú, Espabilado, tienes que escapar. ¡Ahora, antes de que envíen a los otomíes a por ti!
—¡No puedes ir! —gritó el chico—. ¡Iré yo!
—No. Escucha, en lo que concierne a la ley, tú ni siquiera existes. —Como se había criado entre los bárbaros y había venido a la ciudad sin que nadie lo supiera, Espabilado no pertenecía a ningún distrito ni tenía más familia que yo—. De todos modos, sería capaz de acusarte de complicidad en los delitos de Luz Resplandeciente. —Vi su mueca al recordarle a su amante muerto y las siniestras actividades en las que se había visto envuelto—. Soy un esclavo, no lo olvides. No puede hacerme gran cosa, excepto venderme. Ya le costará bastante ocultar sus actividades de hoy, para encima violar una vez más la ley con el maltrato de un esclavo. Si quieres saber la verdad, no es mucho el riesgo. —Veía muy clara la falta de lógica de mis palabras, y comprendí por la mirada de mi hijo que él también la veía, pero mi hermano y el policía me secundaron.
—Tiene razón —manifestó Escudo—. Los comerciantes se le echarán encima por lo que está haciendo ahora. Si yo estuviese en su lugar, tendría mucho cuidado durante un tiempo.
—Tú eres joven y tienes toda la vida por delante; no es el caso de tu padre —añadió León en tono áspero—. ¡Tienes mucho más que perder!
Sin embargo, al final lo que convenció a Espabilado no fueron las palabras sino la fuerza. De pronto dio un salto e intentó correr hacia la casa del comerciante, pero León ya estaba preparado. Lo sujetó antes de que pudiera dar unos pasos y no lo soltó; no hizo caso de los forcejeos, los gritos y el cuchillo que esgrimía inútilmente porque no tenía la intención de usarlo contra su tío.
—Si piensas irte —me dijo León—, te aconsejo que lo hagas inmediatamente.
Espabilado dejó de debatirse entre sus brazos. Lo miré una última vez antes de que las lágrimas me lo impidieran.
—Lo siento, hijo —murmuré con la voz ahogada—. Desearía que... ¡Adiós!
La distancia hasta la casa del comerciante era corta, pero se me hizo eterna.
Me detuve en dos ocasiones, en mitad de la calle, mientras las canoas navegaban por el canal, cargadas con personas que iban a ocuparse tranquilamente de sus cosas; finalmente, conseguí dominar el miedo que me paralizaba las piernas. En ambas ocasiones pensé en Azucena en manos del capitán otomí, con la temible espada de cuatro filos apoyada en su garganta.
«¿Por qué te preocupas tanto?», me pregunté mientras llegaba a la última esquina. «Lo peor que puede pasar es que te venda. El emperador recibirá el atavío del dios, se mostrará agradecido y...»
Ni yo mismo me lo creía.
Me venderían para que me sacrificaran a los dioses. ¿Qué pasaría después? ¿Ardería mi carne en el sacrificio del fuego o atravesarían mi cuerpo en el sacrificio de las flechas y mi sangre manaría de las múltiples heridas como la lluvia por la que rogarían los dioses mientras yo moría?
Mientras cruzaba la entrada del patio de la casa del comerciante, las sonrisas en los rostros de los guerreros que me esperaban contaban su propia historia.
La Sombra de los Dioses — Simon Levack
Joseiera