CAPÍTULO 3

A las nueve de la mañana siguiente, Royce ya estaba sentado en la cabecera de la mesa en el salón de desayunos y, solo, terminó su ayuno. Había dormido mejor de lo que esperaba (profundamente, y sin desvelos), y sus sueños no habían sido sobre su pasado, sino fantasías que nunca se harían realidad.

Todos incluían a su ama de llaves.

Y si en ellos no estaba totalmente desnuda, podríamos decir que tampoco estaba totalmente vestida.

Se había despertado para descubrir a Trevor cruzando su dormitorio para llevar agua caliente al baño. La torre había sido construida en una época en la que mantener el mínimo de puertas había sido una inteligente defensa; en ese momento, colocar una puerta a la que pudieran llamar entre el pasillo y su vestidor y el baño era una necesidad urgente. Se hizo la nota mental de decírselo a su ama de llaves.

Se preguntó si ella preguntaría por qué.

Mientras esperaba acostado a que el inevitable efecto de su último sueño se desvaneciera, ensayó varias respuestas posibles.

Caminó hasta el salón del desayuno con una entusiasta sensación de anticipación, pero se sintió decepcionado cuando descubrió que, a pesar de la hora que era, ella no estaba allí.

Quizá era una de esas mujeres que desayunan té y tostadas en su habitación.

Puso freno a su inadecuada curiosidad sobre los hábitos de su ama de llaves, se sentó, y permitió que Retford le sirviera, suprimiendo con decisión cualquier pregunta sobre su paradero.

Estaba dando buena cuenta de un plato de jamón y salchichas cuando el objeto de su obsesión apareció... Vestido con un traje de montar de terciopelo dorado sobre una blusa de seda negra con un lazo negro anudado sobre uno de sus codos, y un gorro de monta negro sobre su cabello dorado.

Algunos mechones de cabello habían escapado de su moño, creando un delicado nimbo bajo el gorro. Sus mejillas brillaban con alegre vitalidad.

Lo vio y sonrió, se detuvo y se quitó rápidamente los guantes. Llevaba una fusta bajo uno de sus brazos.

—Dos endemoniados caballos negros han llegado a los establos con Henry. Es increíble, pero lo he reconocido al instante. Todo el personal del establo está allí, intentando echar una mano para conseguir tranquilizar a tus bestias —Arqueó una ceja. —¿Cuántos caballos más estamos esperando?

Royce masticó lentamente, y después tragó. Recordaba que ella disfrutaba montando; había una tensa flexibilidad en su postura mientras se mantenía de pie justo en el umbral, como si su cuerpo estuviera aún vibrando por el golpear de los cascos de los caballos, como si la energía que había agitado la monta aún corriera por sus venas.

Verla lo estimuló hasta un grado que lo incomodaba.

¿Qué le había preguntado? La miró a los ojos.

—Ninguno.

—¿Ninguno? —Lo miró fijamente. —¿Qué conducías en Londres? ¿Un caballo de alquiler?

Su tono tiñó estas últimas palabras como si fuera algo totalmente impensable.

—Las únicas actividades que uno puede llevar a cabo a caballo en la capital no pueden, en mi opinión, calificarse como monta.

Minerva arrugó la nariz.

—Eso es verdad —Lo estudió un momento.

Royce dirigió su atención de nuevo a su plato. Ella estaba debatiéndose entre decirle algo o no; el duque ya había aprendido lo que significaba aquella mirada concreta de evaluación.

—Así que no tienes caballo propio. Bueno, excepto el viejo Conquistador.

El levantó la mirada.

—¿Aún está vivo? —Conquistador había sido su caballo en el momento de su destierro, un poderoso semental gris de solo dos años de edad.

Minerva asintió.

—Nadie más pudo montarlo, así que se destinó a la yeguada. Ahora está más gris que nunca, pero aún pulula por aquí con sus yeguas —De nuevo dudó, y después se decidió. —Tenemos a uno de los hijos de Conquistador, otro semental. Sable tiene tres años ahora pero, aunque ha sido domado, se niega a ser montado... Bueno, hasta ahora —Lo miró a los ojos. —Quizá te gustaría intentarlo.

Con una brillante sonrisa (ella sabía que acababa de presentarle un desafío al que no sería capaz de resistirse), se dio la vuelta y abandonó la sala.

Dejándolo a él pensando (una vez más) en otra monta que no le importaría intentar.

—Entonces, Falwell, ¿no hay nada que requiera nuestra atención urgente en la propiedad? —Royce dirigió la pregunta a su administrador, quien, después de arrugar la frente, pensativo, finalmente, asintió.

—Yo diría, su Excelencia, que aunque existen los usuales detalles menores que atender aquí y allí, no hay nada extraordinario que me venga a la mente como algo que sea necesario hacer en los próximos meses.

Falwell tenía unos sesenta años, y era un individuo bastante anodino, que hablaba pausadamente, y balanceaba la cabeza constantemente... haciendo que Royce se preguntara si había desarrollado aquel hábito en respuesta a la violenta agresividad de su padre.

Hacía que pareciera que siempre estaba de acuerdo, incluso si no lo estaba.

Tanto el administrador como el agente habían respondido a su llamada, y estaban sentados ante el escritorio de su estudio, mientras él llevaba a cabo lo que rápidamente se había convertido en un interrogatorio hostil. No es que ellos fueran hostiles, pero ese sentimiento se había acrecentado en él progresivamente.

Suprimiendo un incipiente fruncir de ceño, intentó provocar un mejor entendimiento entre ellos.

—En unos meses llegará el invierno, y entonces no podremos llevar a cabo ninguna tarea de carácter estructural hasta marzo, o más posiblemente hasta abril —Encontraba difícil creer que entre todas las construcciones y estructuras de sus propiedades, nada necesitara ser reparado. Miró a su agente. —¿Y qué hay de nuestras inversiones, Kelso?

El agente era de una cosecha similar a la de Falwell, pero era un hombre mucho más severo, más seco y más canoso. Sin embargo, era igualmente adusto.

—Nada urgente que necesite la intervención del castillo, su Excelencia.

Habían usado la frase "intervención del castillo" varias veces, y aparentemente significaba "ayuda de las arcas ducales". Pero estaban hablando de graneros, cercos y casitas en sus tierras que pertenecían a la propiedad, y que se proporcionaban a los granjeros arrendatarios a cambio de su trabajo y de una importante porción de las cosechas. Royce se permitió fruncir el ceño.

—¿Qué hay de las situaciones que no necesitan "intervención del castillo"? ¿Se necesita alguna reparación o trabajo de algún tipo con urgencia en ellas? —Su tono se había hecho más preciso, y su dicción más cortada.

Ambos intercambiaron miradas... casi como si la pregunta los confundiera. Royce estaba obteniendo una muy mala sensación de aquello. Su padre había estado chapado a la antigua en el sentido general, era el típico señor de antaño; tenía la creciente sospecha de que estaba a punto de entrar en un camino de zarzas en el que le iba a ser difícil vivir.

Al menos, sin sentir sus pinchazos constantemente.

—Bueno —dijo finalmente Kelso, —está el asunto de las casitas de Usway Burn, pero tu padre dejó claro que arreglarlas era obligación de los arrendatarios. Si no lo hubieran hecho para la siguiente primavera, tenía la intención de demoler las casas y labrar la zona para plantar más maíz, siendo el precio del maíz el que es.

—En realidad —Falwell tomó la palabra, —tu difunto padre habría, y de hecho debería haberlo hecho, reclamado la tierra para plantar maíz este verano... Se lo aconsejamos tanto Kelso como yo. Pero me temo —Falwell agitó la cabeza, remilgadamente condescendiente—que la señorita Chesterton intervino. Sus ideas realmente no son recomendables (si la propiedad se ocupara de esos asuntos tendríamos que estar siempre arreglando cositas), pero creo que tu difunto padre se sentía... obligado, dada la posición de la señorita Chesterton, a dar al menos la impresión de que consideraba sus puntos de vista.

Kelso resopló.

—Le tenía cariño. Fue la única vez en todos los años en los que le he servido en la que no hizo lo que era mejor para la propiedad.

—Tu difunto padre tenía un sólido entendimiento de todo lo referente a las propiedades, y a las obligaciones de los inquilinos en ese aspecto —Falwell sonrió ligeramente. —Estoy seguro de que no desearás desviarte de ese exitoso y tradicional camino.

Royce los miró a ambos... y estuvo totalmente seguro de que necesitaba más información, y (¡maldición!) de que tenía que consultar a su ama de llaves para conseguirla.

—Puedo aseguraros que cualquier decisión que tome estará guiada por lo que es mejor para el ducado. Y en cuanto a esas casitas —Miró a los dos hombres alternativamente, —¿debo asumir que esa es la única situación pendiente de este tipo?

—Hasta donde yo sé, su Excelencia —Kelso se detuvo, y después añadió: —Si hay otras cuestiones que exijan atención, aún no han llegado a mi conocimiento.

Royce luchó por no entornar los ojos; Kelso sabía, o al menos sospechaba, que se necesitaban otras reparaciones o rectificaciones, pero la gente del ducado no iba a acudir a él para eso. Se apartó del escritorio.

—No tomaré ninguna decisión hasta que tenga tiempo para familiarizarme con los detalles.

Se levantó; ambos hombres se incorporaron rápidamente.

—Os llamaré la próxima vez que desee veros.

Había suficiente frialdad en su tono de voz para que ambos murmuraran su consentimiento, hicieran una reverencia y, sin protestar, se dirigieran a la puerta, incluso a pesar de que Falwell le había informado antes de que su padre se había reunido con ellos el primer lunes de cada mes. Para Royce, eso era demasiado poco frecuente. Su padre quizá no había necesitado reuniones más frecuentes, pero él necesitaba información para trabajar, y odiaba hacerlo sin ella.

Se quedó mirando la puerta después de que el sonido de sus pasos hubo desaparecido. Había tenido la esperanza de que le proporcionaran un baluarte entre su ama de llaves y él en todos los aspectos relacionados con el ducado, aunque después de hablar con ellos durante una hora, no estaba preparado para aceptar sus puntos de vista como la historia completa de cualquier tema. Ciertamente, no en el caso de las casitas de Usway Burn.

Se preguntó cuál sería la opinión de Minerva... y por qué su padre, que nunca había sentido afecto por nadie en su vida, y ni mucho menos había cambiado su comportamiento para contentar a nadie, finalmente estuvo de acuerdo con ella, a pesar de su propia opinión.

Tendría que preguntárselo a Minerva.

Al ver que su plan para mantenerla a distancia se convertía en polvo, no pudo contener un gruñido. Rodeó el escritorio y se dirigió a la puerta. La abrió y salió, sorprendiendo a Jeffers, que inmediatamente volvió a la realidad.

—Si alguien pregunta, he salido a montar a caballo.

—Sí, su Excelencia.

Antes de solicitar el consejo de su ama de llaves sobre las casitas, tendría que probar su consejo sobre el caballo.

Minerva tenía razón.

Sin duda alguna. Cabalgando a través del agradable paisaje, dejando que el semental gris guiara el paso, notando el aire azotando su rostro, sintió un regocijo que echaba de menos sentir en sus venas, sintió a su alrededor las montañas y los campos de su hogar quedando atrás a una velocidad de vértigo... y bendijo la intuición de Minerva.

Su padre había sido un excelente jinete, pero nunca había tenido la paciencia para montar a un caballo terco. El, por otra parte, disfrutaba del desafío que suponía hacerse con un caballo, persuadirlo de que guiarlo era su mejor interés... para que ambos pudieran volar con el viento.

Sable era ahora suyo. Podría llevarlo con él siempre que quisiera, y a donde quisiera, sólo por tener la oportunidad de correr así. Sin restricciones, sin limitaciones, volando sobre las cercas, saltando rocas y riachuelos, a toda velocidad entre las colinas, en su camino hacia los campos de pasto.

Al dejar el estudio, había acudido directamente al establo y había preguntado a Milbourne por el semental. Al escuchar que pretendía montar a la recalcitrante bestia, Milbourne y Henry lo habían acompañado hasta la cerca tras los campos que circundaban al castillo. Lo habían observado mientras trabajaba con el semental, pacientemente, aunque exigente; la pareja había sonreído con placer cuando Sable finalmente trotó alrededor de la cerca con Royce sobre él, y entonces Royce había llevado al caballo hasta la puerta, y había salido con una ovación.

Como le había contado a Minerva, en Londres no tenía caballo. Cuando visitaba a sus amigos de la región, cabalgaba sobre los caballos que ellos le proporcionaban, aunque ninguno había sido del tipo de Sable... un enorme caballo de caza de buen peso, fuerte, sólido, pero aun así de pies ligeros. Con sus muslos aferrados al amplio lomo del semental, cabalgó principalmente con sus manos y rodillas, sin tensar las riendas excepto que fuera necesario.

A pesar de su falta de experiencia, Sable había obedecido inmediatamente todas las indicaciones de Royce, casi seguramente porque Royce era lo bastante fuerte para imprimirlas en él con toda claridad. Pero para ello era necesario concentrar la fuerza, y tener una conciencia del caballo y de sus inclinaciones que pocos jinetes poseían; para cuando los campos de pasto aparecieron ante su vista, Royce ya no se sorprendía por el hecho de que ni siquiera Milbourne hubiera sido capaz de cabalgar al semental.

Cogió las riendas, dejó que Sable sintiera el freno, y aminoró la velocidad poco a poco hasta que estuvieron al trote.

Quería ver a Conquistador; no sabía por qué. No era un hombre sentimental, aunque los recuerdos que habían salido a la luz al montar al hijo de su viejo caballo lo habían llevado hasta allí. Sobre los estribos, examinó el amplio campo, y entonces escuchó un distante aunque suave relincho; Sable respondió con un resoplido y apresuró el paso.

Un grupo de caballos emergió de una loma, trotando, y después galoparon hacia la cerca.

Conquistador iba a la cabeza. Era casi del mismo tamaño que su hijo, aunque la edad lo había hecho más pesado, y el gris de su pelaje se había hecho más intenso. Agitó las orejas hacia detrás y hacia delante cuando vio a Royce.

El duque detuvo a Sable junto a la cerca, se inclinó hacia delante, y extendió su mano, con una manzana seca en su palma.

—Toma, chico.

Conquistador relinchó y se adelantó, cogió la manzana de la mano de Royce, la masticó y después se inclinó sobre la verja (ignorando a su hijo) para acercar la cabeza a Royce.

El duque sonrió, y dio unos golpecitos a la enorme cabeza.

—Me recuerdas, ¿verdad?

Conquistador agitó la cabeza, con sus crines bailando, y entonces notó el interés de Sable en las yeguas que lo habían seguido hasta la cerca.

Con un ensordecedor resoplido, Conquistador se adelantó, apartando a las yeguas, y arriándolas hacia atrás.

Después de que hubieran puesto a Sable en su lugar (era el segundo en la línea sucesoria del harén de Conquistador), Royce se sentó y observó cómo la pequeña manada se alejaba.

Se sentó de nuevo en la silla, acarició el esbelto cuello de Sable, y después miró a su alrededor. Estaba en la cima de la Colina del Castillo, al norte de la mansión; si miraba el valle debajo podía ver la enorme silueta de su hogar bañada en la brillante luz del sol. Era casi mediodía.

Se giró y recorrió el valle en dirección norte, observando el oscuro camino de Clennell Street mientras este se abría paso entre las colinas. La tentación le susurró.

No tenía ninguna cita para aquella tarde.

La agitación que lo había hecho presa desde antes incluso de haber sabido de la muerte de su padre, y que estaba provocada, sospechaba, por tener que terminar el reinado de Dalziel sin tener una vida alternativa organizada y esperándole, y que después se había visto acrecentada por verse empujado, sin preparación, hacia el arnés ducal, aún le irritaba y se agitaba en su interior, y se incrementaba en momentos extraños para distraerlo y tentarlo.

Para minar inesperadamente la confianza natural de los Varisey, y dejarlo en la incertidumbre.

No era un sentimiento que alguna vez le hubiera gustado y, a sus treinta y siete años, le irritaba. Poderosamente.

Miró a Sable, y después agitó las riendas.

—Tenemos tiempo suficiente para escapar.

Fijó su camino hacia la frontera, y Escocia.

Había dicho que él se ocuparía de O'Loughlin.

Royce encontró la granja con facilidad: las montañas no habían cambiado, pero lo que sí había cambiado era la granja en sí. Cuando la vio por última vez, había sido poco más que un minifundio con una casita con un pequeño granero adosado. Ahora era más extensa y había sido rediseñada, larga y baja, con una fachada de piedra cortada, gruesas vigas y una buena pizarra en el tejado. La casa (que ahora definitivamente era una granja) parecía cálida, tranquila, y próspera, y estaba acunada contra una pendiente protectora, con un nuevo granero de buen tamaño a cada lado.

Un muro bajo de piedra rodeaba el patio; cuando Royce entró con el cansado Sable, un perro comenzó a ladrar.

Sable se agitó y rampó.

El perro estaba encadenado en el interior de la puerta abierta del granero.

Royce tiró de las riendas, se detuvo y esperó sentado pacientemente a que se calmara; cuando Sable notó su falta de reacción y se tranquilizó, el duque desmontó.

Justo cuando la puerta de la granja se abría y una montaña de hombre salía a zancadas.

Royce se encontró con los ojos azules de su hermanastro; aparte de la altura y de la amplitud de sus hombros, el único parecido físico yacía en el conjunto de ojos, nariz y barbilla. Los rizos castaños de Hamish estaban empezando a encanecer, pero por lo demás parecía tener la misma ruda salud que siempre. Royce sonrió y dio un paso adelante, extendiendo su mano.

—Hamish.

Su mano fue tragada, y después él mismo fue arrastrado al interior de uno de los abrazos de oso de su hermanastro.

—¡Ro! —Hamish lo liberó con un golpe en la espalda que no había esperado... y que hizo que se tambaleara. Lo cogió de los hombros y examinó su rostro. —Sea cual sea la razón por la que estás aquí, estoy contento de tenerte de vuelta.

—Y yo estoy contento de estar de vuelta —Hamish lo dejó escapar y Royce miró las colinas y el paisaje desde sus cumbres hasta Windy Gyle. —Sabía que lo había echado de menos... pero no me había dado cuenta de cuánto.

—Ouch, bueno, ahora estás de vuelta, aunque haya hecho falta que el viejo bastardo se muriera para que lo hicieras.

"El viejo bastardo" era el modo en el que Hamish se refería a su padre, no como un insulto, sino como un apelativo afectivo.

Los labios de Royce se curvaron.

—Sí, bueno, ha fallecido, esa es una de las razones por las que estoy aquí. Hay cosas...

—De las que tenemos que hablar... pero antes tienes que entrar y saludar a Molly y a los niños —Hamish miró el establo, y después señaló una pequeña cara que había aparecido en la puerta. —Oye... ¡Dickon! Ven y ocúpate del caballo —Hamish miró a Sable, que se agitaba nerviosamente al final de la rienda.

Royce sonrió.

—Creo que será mejor que ayude a Dickon.

Hamish caminó a su lado mientras Royce guiaba a Sable hasta el establo.

—¿No es este el semental que no dejaba que el viejo bastardo lo montara?

—Eso he oído. Yo no tenía caballo, así que ahora es mío.

—Sí, bueno, tú siempre has tenido buena mano con los más cabezotas.

Royce sonrió al chico que lo esperaba en la puerta del establo; los ojos azules de Hamish lo miraron en respuesta desde su rostro.

—A este no lo conocía.

—No —Hamish se detuvo junto al chaval, y le alborotó el cabello. —Este llegó mientras tú estabas fuera —Miró al chico, que contemplaba a Royce con los ojos muy abiertos. —Este de aquí es el nuevo duque... lo llamarás Wolverstone.

Los ojos del chico se dirigieron a su padre.

—¿No "el viejo bastardo"?

Royce se rió.

—No... pero si no hay otro en tu familia, puedes llamarme Tío Ro.

Mientras Royce y Dickon acomodaban a Sable en un establo vacío, Hamish se inclinó sobre el muro y puso a Royce al día sobre los O'Loughlin. Cuando Royce estuvo por última vez en Wolverstone, Hamish, que era dos años mayor que él, le había hablado de sus dos hijos a través de las cartas ocasionales que habían intercambiado; ahora era el orgulloso padre de cuatro, y Dickon, de diez años, era el tercero.

Dejaron el establo y cruzaron el patio para entrar en la casa; tanto Hamish como Royce tuvieron que agacharse bajo el dintel.

—¡Hola, Moll! —Hamish guió el camino hasta un amplio salón. —Ven a ver quién ha venido.

Una rotunda mujer de poca estatura (más voluminosa de lo que la recordaba), salió de la cocina secándose las manos en el delantal. Tenía unos brillantes ojos azules colocados en una dulce cara redonda bajo una mata de pelo rojo cobrizo.

—De verdad, Hamish, ese no es modo de llamarme. Cualquiera pensaría que eres un pagano... —Sus ojos se encendieron al descubrir a Royce, y se detuvo. Entonces gritó (haciendo que ambos hombres se estremecieran), y se lanzó hacia Royce.

Él la acogió en sus brazos, riéndose mientras ella lo abrazaba con fuerza.

—¡Royce, Royce! —Intentó agitarlo, lo que era imposible para ella, y después miró su rostro, complacida. —Me alegro tanto de verte de nuevo.

La sonrisa del duque se ensanchó.

—Yo también me alegro mucho, Moll —Progresivamente, estaba dándose cuenta de qué cierto era aquello, de qué profundo era el sentimiento de vuelta a casa que había alcanzado. Se sentía conmovido. —Estás tan atractiva como siempre. Y has ampliado la familia desde la última vez que estuve aquí.

—Oh, sí —Molly miró traviesamente a Hamish. —Hemos estado ocupados, podríamos decir —Su rostro se suavizó y miró a Royce. —Te quedarás a comer, ¿no?

Lo hizo. Almorzaron una espesa sopa, estofado de añojo y pan, además de queso y cerveza. Se sentó en la larga mesa en la cálida cocina, aromatizada con suculentos olores y llena de un constante parloteo, maravillado ante los niños de Hamish.

Heather, la mayor, una pechugona chica de diecisiete años, había sido una niña pequeñita la última vez que la había visto, mientras Robert, de dieciséis, que apuntaba a ser tan grande como Hamish, había sido un bebé de cuyo nacimiento Molly aún no se había recuperado totalmente. Dickon era el siguiente, y después venía Georgia, que con siete años se parecía mucho a Molly, y parecía igualmente determinada.

Mientras tomaban asiento, los cuatro lo habían mirado con los ojos abiertos de par en par, como si lo examinaran con sus fiables y cándidas miradas (una combinación de la sagacidad de Hamish y de la honestidad de Molly), y después Molly había colocado la sopa sobre la mesa y su atención había cambiado; a partir de entonces lo habían tratado alegremente como un familiar más, el "tío Ro".

Escuchando sus charlas, a Robert informando a Hamish sobre las ovejas en algún campo, y a Heather contándole a Molly que una gallina estaba clueca, Royce no pudo evitar darse cuenta de lo cómodo que se sentía con ellos. Por el contrario, le sería difícil nombrar a los hijos de sus hermanas legítimas.

Cuando su padre lo desterró de los dominios de Wolverstone y prohibió cualquier comunicación con él, sus hermanas habían seguido los deseos de su padre. A pesar de que las tres se habían casado ya, y de que eran señoras de sus propios dominios, no habían hecho ningún movimiento por ponerse en contacto con él, ni siquiera por carta. Si lo hubieran hecho, Royce hubiera, al menos, respondido, porque siempre había sabido que aquel día habría de llegar... El día en el que fuera el cabeza de familia y estuviera a cargo de las arcas del ducado, del cual sus hermanas aún dependían y, a través de ellas, sus hijos también.

Como todos los demás, sus hermanas habían asumido que la situación no iba a durar demasiado. Ciertamente, no dieciséis años.

Había mantenido una lista de sus sobrinos y sobrinas seleccionada de las notas de nacimiento de la Gazette, pero con las prisas la había dejado en Londres; esperaba que Handley se acordara de llevarla.

—Pero, ¿cuándo llegaste al castillo? —Molly fijó su brillante mirada en él.

—Ayer por la mañana.

—Sí, bueno, estoy segura de que la señorita Chesterton lo tendrá todo preparado.

Notó la aprobación de Molly.

—¿La conoces?

—Viene aquí para discutir sus cosas con Hamish de vez en cuando. Siempre toma el té con nosotros... es toda una dama, en todos los sentidos. Me imagino que se estará ocupando de todo tan eficientemente como siempre —Molly lo miró con fijeza. —¿Has decidido cuándo será el funeral?

—El viernes de la semana que viene —Miró a Hamish. —Dado el inevitable interés de la clase alta, era imposible hacerlo antes —Se detuvo, y después preguntó: —¿Vendrás?

—Moll y yo acudiremos a la iglesia —Hamish intercambió una mirada con Molly, que asintió, y después miró a Royce y sonrió. —Pero tendrás que arreglártelas solo en el velatorio.

Royce suspiró.

—Esperaba que presentarles a un gigante escocés pudiera distraerlos. Ahora tendré que pensar en otra cosa.

—No... Creo que tú mismo, el hijo pródigo que ha vuelto, serás distracción suficiente.

—Eso espero —dijo Royce.

Hamish se rió y dejó el tema a un lado; Royce encaminó la conversación a las condiciones de la agricultura local y a la siguiente cosecha. Hamish tenía su orgullo, algo que Royce respetaba; su hermanastro nunca había puesto un pie en el interior del castillo.

Como esperaba, sobre el tema de la agricultura consiguió una información más pertinente de Hamish que de sus propios administradores y agentes; las granjas de la zona apenas sobrevivían, no estaban prosperando precisamente.

A Hamish le iba bastante mejor. Tenía su propia propiedad; su madre había sido la única hija del propietario de un feudo franco. Se había casado tarde, y Hamish había sido su único hijo. Este había heredado la granja, y con el estipendio que su padre había fijado para él, había tenido el capital para expandir y mejorar su ganado; ahora era un ovejero bien establecido.

Al final de la comida, Royce dio las gracias a Molly, le dio un beso en la mejilla y, siguiendo a Hamish, cogió una manzana del cuenco que había en el vestíbulo y continuaron con su charla fuera.

Se sentaron en el muro de piedra, con los pies colgando, y miraron las montañas.

—Tu estipendio seguirá vigente hasta tu muerte, pero eso ya lo sabes —Royce dio un bocado a su manzana; crujió sonoramente.

—Sí. ¿Cómo murió?

—Minerva Chesterton estaba con él —Royce le contó lo que ella le había contado a él.

—¿Has conseguido contactar con todos los demás?

—Minerva ha escrito a las chicas... todas están en una u otra de las propiedades. Eso son once de los quince —Su padre había tenido quince hijos ilegítimos de criadas, taberneras y muchachas de las granjas y las aldeas; por alguna razón siempre elegía a sus amantes de las clases inferiores locales. —Los otros tres hombres están en la marina... les escribiré. Aunque su muerte materialmente no cambia nada.

—No, pero aun así tienen que saberlo —Hamish lo miró un momento, y después preguntó: —Y tú, ¿vas a ser como él?

Tiró el corazón de su manzana, y Royce lo miró con los ojos entornados.

—¿En qué sentido?

Imperturbable, Hamish sonrió.

—Exactamente en el mismo sentido en el que crees que lo he dicho. ¿Vas a tener a una hija en cada granja de la región?

Royce resopló.

—Definitivamente no es mi estilo.

—Sí, bueno —Hamish se tiró del lóbulo de una oreja. —Nunca ha sido el mío, tampoco —Durante un momento pensaron en la promiscuidad sexual de su padre, y después Hamish continuó: —Era casi como si se viera como uno de esos antiguos señores, con el derecho de pernada y todo eso. En el interior de sus dominios veía, quería y cogía... aunque no es que, por lo que he oído, ninguna de las muchachas se resistiera demasiado. Mi madre, ciertamente, no lo hizo. Me contó que nunca se había arrepentido... del tiempo que paso con él.

Royce sonrió.

—Estaba hablando de ti, tonto. Si no hubiera pasado ese tiempo con él, no te habría tenido a ti.

—Quizá. Pero, incluso en sus últimos años, solía tener una mirada nostálgica en los ojos siempre que hablaba de él.

Pasó otro minuto, y entonces Royce dijo:

—Al menos se ocupó de todos.

Hamish asintió.

Se quedaron sentados un rato, disfrutando de las siempre cambiantes vistas, del juego de luces sobre las montañas y valles, de los distintos tonos del sol mientras se acercaba al oeste, y después Hamish se volvió y miró a Royce.

—Entonces, ¿estarás sobre todo en el castillo, o Londres y las damas inglesas te atraerán al sur?

—No. Respecto a eso seguiré sus pasos. Viviré en el castillo excepto cuando mi deber con el ducado, la familia o los Lores me llame al sur —Frunció el ceño. —Hablando de vivir aquí, ¿qué has oído del agente del castillo, Kelso, o del administrador, Falwell?

Hamish se encogió de hombros.

—Han sido los ojos y los oídos de tu padre durante décadas. Ambos son... bueno, ya no son paisanos. Viven en Harbottle, no en el ducado, lo que provoca algunas dificultades. Ambos nacieron aquí, pero se mudaron a la ciudad hace años, y por alguna razón tu padre no puso ninguna objeción... Sospecho que pensó que aún conocerían la tierra. No es algo que se olvide tan fácilmente, después de todo.

—No, pero las cosas, las condiciones, cambian. Las actitudes cambian también.

—Oh, bueno, sería imposible que esos dos cambiaran rápidamente. Están muy asentados en sus caminos... que es por lo que siempre he pensado que encajaban tan bien con el viejo bastardo. El también estaba muy asentado en su camino.

—Así es —Después de un momento de reflexión sobre la resistencia ante los cambios de su padre, y lo lejos que había llegado en esa obcecación suya, Royce admitió: —Debería hacer que los reemplazaran a ambos, pero no quiero hacerlo hasta que haya tenido la oportunidad de salir y evaluar las cosas por mí mismo.

—Si necesitas información sobre las propiedades, tu ama de llaves puede ayudarte. Todo el mundo acude a Minerva cuando hay algún problema. La mayoría se han cansado de acudir a Falwell o Kelso, o no se fían, de hecho. Si tienen una queja, o no pasa nada u ocurre algo peor.

Royce miró directamente a Hamish.

—Eso no suena bien.

Era una pregunta, una que Hamish entendió.

—Sí, bueno, me escribiste contándome que tu trabajo había terminado, y yo sabía que vendrías a casa... no pensaba que hubiera necesidad de escribirte y decirte que las cosas no iban totalmente bien. Sabía que lo verías cuando volvieras, y Minerva Chesterton lo estaba haciendo bastante bien guardando el fuerte —Encogió sus enormes hombros; los dos hombres miraron al sur, sobre las cumbres, en dirección a Wolverstone. —A lo mejor no está bien que yo diga esto, pero quizá sea bueno que haya fallecido. Ahora tú tienes las riendas, y ya es hora de una revolución en el ducado.

Royce hubiera sonreído ante aquella expresión, pero lo que estaban discutiendo era demasiado serio. Miró en la dirección en la que sus responsabilidades, que se hacían mayores a cada hora, yacían, y después bajó del muro.

—Debo irme.

Hamish caminó a su lado mientras iba al establo y ensillaba a Sable, y después lo montó y sacó al enorme caballo al patio.

Se detuvo y extendió la mano.

Hamish la cogió entre las suyas.

—Te veremos el viernes en la iglesia. Si te ves obligado a tomar una decisión sobre alguna cuestión del ducado, puedes confiar en la opinión de Minerva Chesterton. La gente confía en ella, y respeta su criterio... cualquier cosa que aconseje será aceptada por tus arrendatarios y trabajadores.

Royce asintió; interiormente, hizo una mueca.

—Es lo que había pensado.

Es lo que había temido.

Se despidió, y después agitó las riendas y dirigió a Sable hacia Clennell Street y Wolverstone.

Hacia su hogar.

Se había apartado de la paz de las colinas... sólo para descubrir, cuando cabalgó hasta los establos del castillo, que sus hermanas (las tres, así como sus esposos) habían llegado.

Decidido, caminó hacia la casa; sus hermanas podían esperar... necesitaba ver a Minerva.

La confirmación de Hamish de que ella era, efectivamente, la defensora actual del bienestar del ducado le dejaba poca opción. Iba a tener que confiar en ella, iba a tener que pasar horas aprendiendo de ella todo lo que pudiera sobre sus propiedades, que cabalgar con ella para que pudiera mostrarle lo que estaba pasando... En resumen, tendría que pasar más tiempo con Minerva del que deseaba.

Del que era prudente pasar.

Entró en la casa por la puerta lateral y escuchó un revuelo más adelante, llenando el cavernoso vestíbulo delantero, y se armó de valor. Sintió que su mal carácter aumentaba otro punto.

Sus hermanas mayores, Margaret, condesa de Orkney, y Aurelia, condesa de Morpeth, habían acordado, implícita, si no explícitamente, con su padre su antigua ocupación; ellas habían apoyado su destierro. Pero él nunca se había llevado bien con ninguna de ellas; como mucho las toleraba, y ellas lo ignoraban.

Royce era, siempre había sido, mucho más íntimo de su hermana menor, Susannah, vizcondesa de Darby. Ella no había estado de acuerdo ni en desacuerdo con su destierro; nadie le había preguntado, y nadie la hubiera escuchado, así que ella, prudentemente, había mantenido la boca cerrada. A él no le había sorprendido. Lo que le sorprendió, e incluso le dolió un poco, fue que ella nunca intentó ponerse en contacto con él durante los pasados dieciséis años.

Por otra parte, Susannah era bastante inconstante; Royce lo había sabido incluso cuando ambos eran mucho más jóvenes.

Cerca del vestíbulo, cambió su paso, dejando que los tacones de sus botas golpearan el suelo. En el momento en el que pisó el suelo de mármol del vestíbulo, sus pasos resonaron, silenciando efectivamente el clamor.

La seda crujió cuando sus hermanas se giraron para mirarlo. Parecían aves de presa sobre sus ramas, con los velos echados hacia atrás sobre su oscuro cabello.

Se detuvo, examinándolas con una curiosidad impersonal. Habían envejecido; Margaret tenía cuarenta y dos años, y era una alta y exigente déspota de cabello oscuro, con arrugas que comenzaban a marcarse sobre sus mejillas y frente. Aurelia, de cuarenta y uno, era más bajita, más clara de piel, y tenía el cabello castaño y unos labios que parecían haberse hecho incluso más severos y desaprobatorios con los años. Susannah... había sacado un mejor provecho a la edad; tenía treinta y tres, era cuatro años más joven que Royce, pero su oscuro cabello estaba recogido en un peinado de tirabuzones, y su vestido, aunque era negro, era elegante. Desde lejos, podría pasar por una hija adulta de alguna de sus dos hermanas mayores.

Imaginándose lo bien que ese pensamiento los sentaría a ellas, miró de nuevo a las otras dos, y se dio cuenta de que estaban lidiando con el peligroso asunto de cómo dirigirse a él ahora que era el duque, y que ya no era simplemente su hermano menor.

Margaret tomó aliento profundamente, sus pechos se elevaron increíblemente, y dio un paso adelante.

—¡Aquí estás, Royce! —Su tono de reprimenda dejaba claro que debería haber estado esperando su llegada. Levantó una mano mientras se acercaba... intentando agarrar su brazo y agitarlo, como había sido su costumbre cuando intentaba que él hiciera algo. —Yo...

Se detuvo... porque lo había mirado a los ojos. Con el aliento estrangulándose en su garganta, se paró en seco, con la mano en el aire, ligeramente sorprendida.

Aurelia hizo una reverencia (una superficial, no lo suficientemente profunda) y se adelantó con mayor cautela.

—Un asunto terrible. Debe haber sido una gran conmoción.

No "¿Cómo estás?". No "¿Cómo has estado estos últimos dieciséis años?".

—Por supuesto, ha sido una conmoción —Susannah se acercó, mirándolo a los ojos. —Y me atrevo a decir que ha sido incluso más difícil para ti, considerando todo lo que ha ocurrido —Acercándose más a él, sonrió, lo abrazó y besó su mejilla. —Bienvenido a casa.

Eso, al menos, había sido sincero. Respondió con un asentimiento.

—Gracias.

Con el rabillo del ojo, vio que las otras dos intercambiaban una mirada irritada. Examinó el mar de lacayos que estaban dispersos entre los montones de cajas y baúles, preparados para subirlos a la planta de arriba, y vio a Retford mirar en su dirección, pero él estaba buscando a Minerva.

La encontró en el centro del tumulto, hablando con sus cimacios. Ella lo miró a los ojos; los hombres se giraron, lo vieron mirando en su dirección, y se acercaron para saludarlo.

Con una sonrisa agradable, Peter, conde de Orkney, le ofreció la mano.

—Royce. Me alegro de verte de nuevo.

Dio un paso adelante y agarró la mano de Peter, respondiendo con la misma suavidad, y después se alejó aún más de sus hermanas para intercambiar un apretón de manos con David, el marido de Aurelia, y por último para intercambiar una agradable bienvenida con Hubert, el vizconde de Darby... preguntándose, mientras lo hacía, por qué Susannah se había casado con aquel petimetre ligeramente torpe, e inefablemente bueno. Solo podía haber sido por su fortuna. Por eso, y por su disponibilidad para permitir a Susannah hacer cualquier cosa que le placiera.

Su maniobra le había llevado junto a Minerva. La miró a los ojos.

—¿Están organizadas las habitaciones de todos?

—Sí —El ama de llaves miró a Retford, que asintió. —Todo está a punto.

—Excelente —Miró a sus cuñados. —Si me perdonáis, mi ama de llaves y yo tenemos asuntos del ducado que atender.

Asintió, y ellos inclinaron sus cabezas en respuesta, y después se alejaron.

Pero, antes de poder girarse y subir las escaleras, Margaret se acercó a él.

—¡Pero si acabamos de llegar!

Royce la miró.

—Efectivamente. Sin duda, necesitaréis descansar y refrescaros. Os veré en la cena.

Con esto, se giró y subió las escaleras, ignorando el grito ahogado de indignación de Margaret. Un instante después, escuchó las zapatillas de Minerva subiendo tras él, y aminoró el paso; una mirada a su rostro fue suficiente para saber que ella desaprobaba su brusquedad.

Sabiamente, no dijo nada.

Pero, al alcanzar la galería, Minerva detuvo a un lacayo que se dirigía escaleras abajo.

—Dile a Retford que ofrezca té a las damas, y a los caballeros también, si lo desean, en el salón. O, si los caballeros lo prefieren, hay licores en la biblioteca.

—Sí, señorita —Con una inclinación, el lacayo se apresuró escaleras abajo.

Minerva se giró hacia Royce con los ojos entornados y los labios apretados.

—Tus hermanas van a ponértelo lo suficientemente difícil... No necesitas pincharlas más.

—¿Yo? ¿Yo las he pinchado a ellas?

—Sé que son irritantes, pero siempre lo son. Antes solías ser mucho mejor ignorándolas.

Royce llegó a la puerta del estudio y la abrió.

—Eso fue antes de que yo fuera Wolverstone.

Minerva frunció el ceño mientras lo seguía al interior del estudio, dejando que Jeffers, que los había seguido escaleras arriba, cerrara la puerta.

—Supongo que eso es cierto. Margaret, sin duda, intentará manejarte.

Royce se dejó caer en la butaca tras el escritorio, y le dedicó una sonrisa que era todo dientes.

—Puede intentarlo si quiere. No tendrá éxito.

Minerva se sentó en su silla habitual.

—Sospecho que ella ya se lo imagina.

—La esperanza es lo último que se pierde —La miró con unos ojos que, a pesar de su distractora y rica oscuridad, eran sorprendentemente agudos. —Háblame de las casitas de Usway Burn.

—Ah... Has tenido una reunión con Falwell y Kelso. ¿Te han dicho que las casas deberían ser demolidas?

Cuando asintió, ella tomó aliento, y después dudó.

Royce apretó los labios.

—Minerva, no necesito que seas educada, ni diplomática, y menos aún modesta. Necesito que me cuentes la verdad, tus conclusiones, incluidas tus sospechas... y sobre todo tus pensamientos sobre cómo se siente y piensa la gente del ducado —Royce dudó un momento, y después continuó: —Ya me he dado cuenta de que no puedo confiar en Falwell o Kelso. Tengo planeado retirarlos (jubilarlos y gracias) tan pronto como haya encontrado reemplazos adecuados.

Ella exhaló.

—Eso son... buenas noticias. Incluso tu padre se había dado cuenta de que sus consejos no estaban dándole los resultados que quería.

—¿Asumo que por eso no hizo lo que le sugirieron con esas casas? —Cuando ella asintió, le pidió: —Cuéntamelo... desde el principio.

—No estoy segura de cuándo comenzaron los problemas... hace más de tres años, como mínimo. No comencé a trabajar con tu padre hasta la muerte de tu madre, así que mi conocimiento empieza entonces —Tomó aliento. —Sospecho que Kelso, respaldado por Falwell, había decidido, hace más de tres años, que el viejo Macgregor y sus hijos (ellos mantienen la granja de Usway Burn, y viven en las casitas) daban más problemas de lo que valían, y que dejar que las casas se vinieran abajo y después labrar la tierra, incrementando así los acres, y después dejando que otros inquilinos la trabajaran, era una opción preferible a reparar las casas.

—Tú no estabas de acuerdo —No era una pregunta; entrelazó los dedos sobre su escritorio, sin apartar sus oscuros ojos de los de ella.

Minerva asintió.

—Los Macgregor han trabajado esa tierra desde antes de la Conquista... Desahuciarlos provocaría un montón de agitación en el ducado... Porque, si puede pasarles a ellos, ¿quién está a salvo? Eso no es algo que necesitemos en esta época tan incierta. Además, la cuestión no es tan sencilla como Falwell cree. Bajo el acuerdo de alquiler, la reparación del daño por desgaste provocado por el uso cae sobre el inquilino, pero el trabajo estructural y las reparaciones necesarias para compensar los efectos del tiempo y el clima... Eso sin duda es la responsabilidad del ducado.

»Sin embargo, en un aspecto Falwell y Kelso tienen razón... El estado no puede reparar el primer tipo de daño, el de desgaste provocado por el uso. Si hiciéramos eso nos veríamos desbordados por peticiones de cada inquilino con la misma consideración... Pero las casas de Usway Burn están en tal estado actualmente, que no es posible reparar la estructura sin reparar simultáneamente los elementos desgastados por el uso.

—Entonces, ¿qué sugieres?

—Los Macgregor y Kelso no se llevan bien, nunca lo han hecho, debido a la situación actual. Pero los Macgregor, si se aproximan correctamente, no son ni irrazonables ni intratables. La situación, tal como está ahora, es que las casas necesitan reparación urgentemente, y que los Macgregor quieren seguir trabajando esa tierra. Yo sugeriría un compromiso... algún sistema según el cual tanto el ducado como los Macgregor contribuyan al resultado, y a los subsiguientes beneficios.

Royce la examinó en silencio. Ella esperó, sin sentirse mínimamente incómoda por su escrutinio. Se sentía más distraída por el encanto que no había disminuido ni siquiera cuando, como antes con sus hermanas, se veía en dificultades. Siempre había encontrado fascinante el peligro que subyacía en él... la sensación de tratar con un ser que no era totalmente seguro. Que no estaba domesticado, que no era tan civilizado como parecía.

Su ser real vigilaba bajo su elegante exterior... Estaba en sus ojos, en el conjunto de sus labios, en la disfrazada fortaleza de sus manos de largos dedos.

—Corrígeme si me equivoco —Su voz era un grave e hipnótico ronroneo, —pero cualquier esfuerzo de colaboración sería ir más allá de los lazos de lo que recuerdo que los acuerdos de alquiler solían ser en Wolverstone.

Minerva inhaló profundamente para eliminar la constricción que aprisionaba sus pulmones.

—Los acuerdos tienen que ser renegociados y redibujados. Francamente, necesitan una revisión que refleje mejor las realidades de esta época.

—¿Mi padre estaba de acuerdo?

Minerva deseó poder mentir.

—No. Él era muy suyo, como ya sabes. Además, era enemigo de los cambios —Después de un momento, añadió: —Por eso es por lo que aplazó la toma de cualquier decisión sobre las casas. Sabía que desahuciar a los Macgregor y derribar las casas era una equivocación, pero no podía traicionarse a sí mismo resolviendo la cuestión alterando la tradición.

Royce levantó una ceja.

—La tradición en cuestión implica la viabilidad financiera del ducado.

—Que solo podría fortalecerse consiguiendo que se hicieran acuerdos más equitativos, unos que animen a los inquilinos a invertir en sus terrenos, a hacer mejoras ellos mismos, en lugar de dejarlo todo al terrateniente... que en propiedades tan grandes como Wolverstone generalmente significa que nada se hace, y que la tierra y los edificios se deterioran lentamente, como en este caso.

Otro silencio siguió, y después Royce bajó la mirada. Sin pensar, dio unos golpecitos sobre el vade.

—Ésta no es una decisión que podamos tomar a la ligera.

Minerva dudó un momento, y después dijo:

—No, pero debemos tomarla pronto.

Sin levantar la cabeza, el duque la miró.

—Tú evitaste que mi padre tomara una decisión al respecto, ¿no es cierto?

Manteniendo su oscura mirada, dudó qué decir... pero él conocía la verdad; su tono lo decía.

—Me aseguré de que recordara los resultados predecibles de estar de acuerdo con Falwell y Kelso.

Royce levantó ambas cejas, y Minerva se preguntó si había estado tan seguro como su tono había sugerido, o si ella le había revelado algo que él no sabía.

El duque miró su mano, que ahora tenía extendida sobre el vade de escritorio.

—Necesito ver esas casas...

Una llamada a la puerta lo interrumpió. Royce frunció el ceño y levantó la mirada.

—Adelante.

Retford entró.

—Su Excelencia, el señor Collier, de Collier, Collier & Whitticombe, ha llegado. Está esperándole en el vestíbulo. Desea que le informe de que está totalmente a su servicio.

Royce hizo una mueca interiormente. Miró a su ama de llaves, que estaba revelando profundidades inesperadas de fortaleza y determinación. Había sido capaz, no de manipular, sino de influenciar a su padre... lo que hacía que se sintiera incómodo. No es que no creyera que ella hubiera actuado por otra razón que no fuera la más pura de las motivaciones; sus argumentos estaban movidos por su visión de lo que era mejor para Wolverstone y su gente. Pero el hecho de que ella se hubiera impuesto contra la violenta, y a menudo acosadora, voluntad de su padre (sin importar cuánto hubiera envejecido, esto no habría cambiado) combinada con su propia obsesión por ella, que no solo continuaba, sino que crecía... Todo esto agravaba su necesidad de confiar en ella, de mantenerla cerca, y de interactuar con ella diariamente.

Sus hermanas, en comparación, eran una irritación menor.

Minerva era... un grave problema.

Sobre todo porque todo lo que decía, todo lo que exhortaba, todo lo que era, le apetecía... No al frío, tranquilo y calculador duque, sino a la otra parte de él, la parte que cabalgaba jóvenes sementales recién domados sobre las colinas y los valles a velocidad demencial.

El lado que no era frío, ni tranquilo.

No sabía qué hacer con ella, cómo sobrellevarla con seguridad.

Miró el reloj sobre el buró junto a la pared, y después a Retford.

—Dile a Collier que suba.

Retford hizo una reverencia y se retiró.

Royce miró a Minerva.

—Es casi la hora de vestirse para la cena. Veré a Collier, y dispondré que lea la voluntad después de cenar. ¿Podrías hacer que Jeffers le prepare una habitación y que le sirva la cena?

—Sí, por supuesto —Minerva se levantó, y lo miró mientras él también se incorporaba. —Te veré en la cena.

Se giró y caminó hasta la puerta; Royce la miró mientras la abría, y cuando salió, el duque exhaló y se hundió de nuevo en su butaca.

Tomaron la cena en una atmósfera sobria aunque civilizada. Margaret y Aurelia habían decidido ser cautas; ambas evitaron los temas que podrían irritarlo y, en general, contuvieron sus lenguas.

Susannah les pidió que guardaran silencio cuando comenzaron a relatar una serie de los últimos cotilleos, censurados en deferencia a la muerte de su padre. Sin embargo, añadió un bienvenido toque de animación al que sus cuñados respondieron con un agradable buen humor.

Cenaron en el comedor familiar. Aunque era mucho más pequeño que el comedor principal, a la mesa aún podían sentarse catorce; ya que eran solo ocho repartidos a lo largo del tablero, aún quedaba mucho espacio entre cada uno, lo que ayudó a Royce a contener su mal carácter.

La comida, la primera que compartía con sus hermanas después de dieciséis años, fue mejor de lo que había esperado. Cuando se retiraron las bandejas, anunció que la lectura de la voluntad tendría lugar en la biblioteca.

Margaret frunció el ceño.

—El salón sería más conveniente.

Royce levantó las cejas y dejó su servilleta junto a su plato.

—Si lo deseáis podéis acudir al salón. Yo, sin embargo, voy a la biblioteca.

Margaret apretó los labios, pero se incorporó y lo siguió.

Collier, un pulcro individuo de unos cincuenta años con anteojos, estaba esperándoles un poco nervioso, pero cuando se acomodaron en los sofás y sillas, se aclaró la garganta y comenzó a leer. Su dicción era lo suficientemente clara y precisa para que todo el mundo lo oyera mientras leía cláusula tras cláusula.

No hubo sorpresas. El ducado por completo, su propiedad privada y todas las inversiones eran para Royce; aparte de algunos legados y anualidades menores, algunas nuevas y otras ya otorgadas, todo era suyo para que hiciera lo que deseara.

Margaret y Aurelia se mantuvieron en silencio. Sus generosas anualidades estaban confirmadas, aunque no habían sido incrementadas; Minerva dudaba que hubieran esperado algo más.

Cuando Collier terminó y preguntó si había alguna pregunta, no recibió ninguna; entonces el ama de llaves se levantó de la silla de respaldo recto que había ocupado y preguntó a Margaret si quería acudir al salón para tomar el té.

Margaret se lo pensó, y después negó con la cabeza.

—No, gracias, querida. Creo que me retiraré... —Miró a Aurelia. —¿Sería posible que Aurelia y yo tomáramos el té en mi habitación?

Aurelia asintió.

—Con el viaje y este triste asunto, estoy realmente cansada.

—Sí, por supuesto. Haré que os suban una bandeja—Minerva se dirigió ahora a Susannah.

Esta sonrió suavemente.

—Creo que yo también me retiraré, pero no quiero té —Hizo una pausa mientras sus hermanas mayores se levantaban y se dirigían a la puerta del brazo, y después se dirigió de nuevo a Minerva. —¿Cuándo llegará el resto de la familia?

—Esperamos a tus tíos y tías mañana, y el resto sin duda llegarán a continuación.

—Bien. Si voy a estar atrapada aquí con Margaret y Aurelia, voy a necesitar compañía —Susannah miró a su alrededor, y después suspiró. —Estoy muerta. Te veré mañana.

Minerva habló con Hubert, que pidió que mandaran una tisana a su habitación, y después se retiró. Peter y David se sirvieron whisky del tántalo[3], mientras Royce hablaba con Collier junto a su escritorio. Minerva los dejó con sus asuntos y se marchó para pedir la bandeja de té y la tisana.

Cuando lo hubo hecho, se dirigió de vuelta a la biblioteca.

Peter y David se encontraron con ella en el pasillo; intercambiaron las buenas noches y continuaron sus respectivos caminos.

Ante la puerta de la biblioteca, Minerva vaciló. No había visto marcharse a Collier. Dudaba que Royce precisara ayuda, aunque necesitaba asegurarse de si el duque requería algo más de ella aquella noche. Giró el pomo, abrió la puerta y entró silenciosamente.

El brillo de las lámparas del escritorio y de las que estaban junto a los sofás no llegaba hasta la puerta. Se detuvo en las sombras. Royce estaba aún hablando con Collier, ambos en el espacio entre el enorme escritorio y la ventana junto a este, mirando el nocturno exterior mientras conversaban.

Se acercó, silenciosamente, intentando no interrumpir.

Y escuchó a Royce preguntar a Collier su opinión sobre los acuerdos de alquiler de las casas.

—Los fundamentos del país, su Excelencia. Todas las grandes propiedades dependen de este sistema... Que ha sido probado durante generaciones, y es, hablando totalmente, sólido y fiable.

—Tengo una situación —dijo Royce—en la que se me ha sugerido que algunas modificaciones de la fórmula tradicional de arrendamiento serían beneficiosas para todos los implicados.

—No se deje tentar, su Excelencia. Se habla mucho hoy en día sobre alterar los modos tradicionales, pero ese es un camino peligroso y potencialmente destructivo.

—¿De modo que tu consejo es que deje las cosas como están, y que me adhiera a la antigua fórmula estándar?

Minerva se introdujo en las sombras a la espalda de Royce. Quería escuchar aquello, preferiblemente sin llamar la atención sobre su presencia.

—Efectivamente, su Excelencia. Si puedo ser claro —Collier hinchó el pecho, —no podría hacer nada mejor que seguir el camino de su difunto padre en tales asuntos. Era riguroso con la corrección legal, y preservó e hizo crecer el ducado significativamente durante su ocupación. Era astuto e inteligente, y nunca intentó cambiar lo que funcionaba bien. Mi consejo es que, siempre que surja alguna cuestión, su mejor opción será preguntarse qué habría hecho su padre, y hacer precisamente eso. Tómelo como modelo, y todo irá bien... es lo que él habría deseado.

Royce, con las manos entrelazadas a su espalda, inclinó la cabeza.

—Gracias por tu consejo, Collier. Creo que ya se te ha preparado una habitación... Si encuentras alguna dificultad para localizarla, pregunta a alguno de los lacayos.

—Así lo haré, su Excelencia —Collier hizo una reverencia. —Espero que tenga una buena noche.

Royce asintió. Esperó hasta que Collier hubo cerrado la puerta a su espalda antes de decir:

—¿Lo has oído?

Sabía que ella estaba allí, en las sombras. Lo había sabido desde el mismo momento en el que Minerva había entrado en la habitación.

—Sí, lo he oído.

—¿Y? —No hizo ningún movimiento ni se apartó de la ventana y de la vista de la oscura noche en el exterior.

Minerva se acercó al escritorio, exhaló un profundo suspiro y después afirmó:

—Está equivocado.

—¿Eh?

—Tu padre no deseaba que fueras como él.

Royce se quedó inmóvil, pero no se giró. Después de un momento, preguntó, tranquilamente aunque con gravedad:

—¿A qué te refieres?

—En sus últimos momentos, cuando yo estaba aquí, en la biblioteca, con él, me dio un mensaje para ti. He estado esperando el momento adecuado para contártelo, para que pudieras comprender lo que quería decir.

—Dímelo ahora —Era una áspera demanda.

—Dijo: "Dile a Royce que no cometa los mismos errores que yo he cometido".

Siguió un largo silencio, y después el duque preguntó en un tono de voz bajo y tranquilamente mortífero.

—¿Y qué es, en tu opinión, lo que debo entender de eso?

Ella tragó saliva.

—Hablaba en términos generales. Sabía que se estaba muriendo, y eso fue lo único que sintió que tenía que decirme.

—¿Y crees que él deseaba que lo usara como consejo en el asunto de las casas?

—No puedo saberlo... Eres tú quien tiene que decidirlo e interpretarlo. Yo solo puedo decirte lo que él dijo aquel día.

Minerva esperó. Royce tenía los dedos tensos y las manos entrelazadas con fuerza. Incluso desde donde estaba, el ama de llaves podía sentir la peligrosa energía de su carácter, los torbellinos arremolinándose y azotando en una tempestad que estaba reuniéndose a su alrededor.

Sintió una demencial necesidad de acercarse más a él, de extender una mano y posarla en su brazo, en los músculos que estarían tan tensos, y que serían más hierro que acero bajo su palma. De, si podía, intentar tranquilizarlo, drenar parte de esa inquieta energía, de traerle alguna liberación, alguna paz, algún desenlace a su inquietud.

—Déjame —Su voz era átona, casi irritante.

Incluso a pesar de que no podía verla, Minerva inclinó la cabeza, y después se giró y caminó, con tranquilidad y firmeza, hasta la puerta.

Tenía la mano sobre el pomo cuando Royce preguntó:

—¿Eso es todo lo que dijo?

Ella lo miró. No se había movido de su lugar junto a la ventana.

—Eso fue todo lo que me dijo que te dijera. "Dile a Royce que no cometa los mismos errores que yo he cometido". Esas, exactamente esas, fueron sus últimas palabras.

Como el duque no dijo nada más, Minerva abrió la puerta, salió y la cerró a su espalda.