III

APENAS el reloj ha lanzado la última campanada de la medianoche, un rechinamiento discordante y agudo atraviesa el aire. Se deja oír a intervalos, como originado por una rueda mal engrasada de un carro; pero es un chirrido tan penetrante y tan desagradable que no puede producirlo ni el vehículo más desvencijado. Produce angustia. Evoca como un presentimiento de todas las torturas y de todos los sufrimientos imaginables. Suerte es que este chirrido no sea perceptible para la mayor parte de las gentes que han trasnochado para esperar la llegada de Año Nuevo. David Holm, después de su terrible hemorragia, lucha y trata de recuperar el sentido. Le parece que algo le ha despertado; algo como el grito penetrante de un pájaro que pasase sobre su cabeza. Pero se siente presa de un aturdimiento al cual no puede substraerse. Bien pronto se da cuenta de que aquello no es un pájaro que chilla. Es la vieja carreta de la Muerte, cuya historia ha referido él a los vagabundos, la que se aproxima y que atraviesa gimiendo el jardín de la iglesia. Pero, aunque seminconsciente, descarta la idea del carro de la Muerte. El se imagina escucharlo a fuerza de haber estado pensando en él hace un instante.

Vuelve a caer en su amodorramiento y de nuevo el terco chirrido corta el aire. Ciertamente es el ruido de una carreta. No es ilusión, es la propia realidad. Entonces David Holm sacude su modorra. Comprueba al instante que está aún en el mismo sitio y que nadie ha acudido a socorrerlo. Todo está como antes, salvo el rechinamiento agudo y persistente. Parece provenir de muy lejos; pero no cabe duda de que es esto lo que le ha despertado.

Se pregunta después si habrá estado desvanecido largo tiempo. No lo cree él así. Las gentes pasan muy cerca, hablándose y deseándose buen año, de lo cual deduce que acaba de sonar la medianoche. El chirrido se produce aún, y como David Holm ha sentido siempre horror a los ruidos estridentes, quisiera levantarse y marcharse. Lo intenta. Ahora que está despierto, nadie diría que tuviese en el pulmón una llaga abierta. No padece ya el frío de la noche y ya no siente su cuerpo dolorido... "Me incorporaré primero sobre el codo, muy, despacio — piensa—; después me volveré y me tenderé de nuevo."

Cuando nuestro pensamiento dice: haré tal o cual cosa, estamos acostumbrados a ver que esta cosa se ejecuta enseguida. Pero esta vez se produce un fenómeno curioso. El cuerpo permanece inmóvil, y no obedece a los movimientos ordenados. ¿Podría ser que de tanto estar tendido en la plaza se hubiese helado? Más, en tal caso, estaría muerto...

Pero David Holm vive, puesto que oye y ve claramente. Además, el tiempo no es propicio a la helada: las gotas de agua que, se desprenden de los árboles caen sobre su cabeza.

Tan preocupado se halla por esta extraña parálisis que atenaza su cuerpo, que por un momento ha olvidado el tremendo chirrido, que vuelve a oírse de nuevo. Se aproxima. Se distingue el ruido del vehículo que desciende lentamente por la calle mayor. Seguramente se trata de alguna vieja carreta, pues no solamente se oye chirriar las ruedas y crujir las maderas, sino que se escucha también cómo el caballo resbala y choca a cada paso que da sobre el desigual pavimento. Ni el mismo carro de la Muerte, a quien su antiguo camarada tenía tanto miedo, podría hacer mayor ruido.

"¡Ea, mi buen David Holm! —se dijo—. Tú no has sido nunca débil ante la policía; pero si ahora quisiera intervenir para hacer cesar este estrépito, le quedarías muy reconocido."

David Holm se las da de tener ordinariamente buen humor, pero ese chirrido, junto a todo cuanto ha ocurrido esa noche, está a punto de desesperarle. Tiene un vago temor de ser hallado así, paralizado, como muerto; y, ¿quién sabe?, acaso sería recogido, amortajado, quizás, y enterrado. Oiría cuanto se hablase junto a su cadáver y esto sería —algo más desagradable que el chirrido.

Esto le hace pensar en sor Edit, no con remordimientos, sino con un vago despecho, como si en cierto modo hubiese ella triunfado sobre él.

De pronto se detiene y escucha atentamente un largo minuto. ¡Sí! El coche ha descendido por la calle mayor, hasta su final, pero no ha dado la vuelta hacia la plaza. El caballo no patea ya sobre los puntiagudos adoquines; ahora sigue una enarenada calle de árboles. Viene por el lado de la iglesia. Ha entrado en los jardincillos.

El mozo, feliz por el socorro que considera próximo, intenta incorporarse de nuevo. Mas el resultado es siempre el mismo. Sólo el pensamiento se mueve en él.

Como compensación, oye perfectamente que el ruido se aproxima. La caja cruje y alborota, los ejes rechinan. ¿Podrá llegar hasta él la destartalada carreta? Y, sin embargo, avanza con una lentitud extrema que exagera aún la impaciencia del desventurado... ¿Qué carricoche puede ser este que se aventura por el jardín de la iglesia, en plena noche? Preciso es que el cochero que lo guía esté borracho; demasiado borracho, quizás, para poder prestar algún socorro.

El coche debe de estar ya a pocos pasos de él. El terrible chirrido acobarda e impresiona a David Holm.

"Tengo mala suerte esta noche —se dice—. Esto será una nueva desgracia. Este debe de ser algún carromato muy pesado, o una apisonadora que va a aplastarme."

Un instante después David Holm distingue al fin el carruaje tan esperado, y aunque no se trata precisamente de un rulo apisonador, el terror le hace estremecerse.

Como tampoco puede mover los ojos, lo mismo que el resto del cuerpo, no ve exactamente qué está frente a él.

El quejumbroso vehículo que se presenta de lado, aparece poco a poco. Lo primero es la cabeza de un caballo viejísimo, de blanquecinas crines, ciego o tuerto, que vuelve hacia él su apagada pupila; después la delantera de un flaco rocín con los arneses amarrados por medio de pedazos de cuerdas; después toda la enflaquecida acémila; y, por fin, una derrengada carreta montada sobre mal sujetas ruedas y su pescante destripado. Sobre él está sentado el carretero. Su aspecto es el mismo que David Holm acaba de describir a sus camaradas. En sus manos mueve las dos riendas, que no son más que un rosario de nudos. Se ha bajado el capuchón hasta los ojos; está encorvado, arqueado, presa de una fatiga que no habrá descanso que la mitigue.

Cuando David Holm había perdido el conocimiento como consecuencia de la terrible hemorragia, experimentó la sensación de que su alma le abandonaba, como se apaga una llama, de un soplo. No había sido así, puesto que ahora la apreciaba, agitada, sacudida, aturdida. Todo lo que había precedido a la llegada del vehículo debía de haberle predispuesto a cualquier evento sobrenatural; pero no quería encadenar a él sus pensamientos. Y ahora que tenía ante sus ojos cosas propias de un cuento fantástico permanecía estupefacto.

"Esto me volverá loco —se dijo en medio de su desvarío—. Me veo perdido no sólo de cuerpo, sino de razón."

Al decir esto, entrevé el rostro del carretero y se cree salvado. Se detiene el caballo y el carretero se despereza como despertándose de un sueño. Levanta su capuchón con un gesto de cansancio infinito y pasea su mirada en torno, como buscando algo. David ha contemplado sus ojos y ha reconocido en él a un antiguo amigo.

"¡Es Jorge! —exclama mentalmente—. Está ridículamente ataviado; pero sin duda es él mismo. ¿Dónde demonios habrá estado tanto tiempo? Creo que no lo he visto lo menos en un año. Pero Jorge es un hombre libre que no tiene ni mujer ni hijos. Su aspecto es de venir de muy lejos, quizás del Polo Norte. Está pálido, helado...

Contempla detenidamente el rostro, en el que cree sorprender una expresión extraña. No obstante, no puede ser otro que su camarada Jorge, su compinche de borracheras. Reconoce su larga nariz, su cabeza puntiaguda. Un hombre cuya cabeza hubiese podido enorgullecer a un sargento, por no decir general, debería estar seguro de ser reconocido de cualquier modo que se vistiese.

"Me habían dicho, sin embargo —continúa David, reanudando su monólogo—, que Jorge había muerto en un hospital de Estocolmo, el año último, la víspera misma de Año Nuevo. Evidentemente esto era un error, pues está aquí ahora en carne y hueso. No hay más que verle erguirse. Es Jorge en persona, con su menudo cuerpecillo que tan mal se apareja con su cabeza de sargento. Y yo he visto perfectamente, cuando ha saltado del pescante y se ha entreabierto su capa, que lleva aún su viejo paletó desgarrado, que le llega a los talones, y abotonado, como siempre, hasta el cuello. ¡Pobre Jorge! Aún lleva su corbata roja, flotando bajo la barba, sin rastro alguno de chaleco ni de camisa. Exactamente como antes."

David Holm se siente reanimado.

"Si alguna vez recobro mis fuerzas —prosigue—, Jorge me pagará esta comedia. Le ha fallado la idea de meterme miedo con su disfraz. No se le ocurre a nadie más que a él la idea de procurarse una carreta semejante y un tal caballo para venir a buscarme así. Nunca hubiera yo discurrido cosa parecida. Este Jorge ha sido siempre mi maestro en todo."

Mientras tanto, el carretero se ha acercado al hombre tendido en tierra. Se detiene y lo contempla. Su faz es severa e impasible. Seguramente no conoce a este que yace ante sus ojos.

"Hay algo que yo no acabo de comprender en esta historia —continúa David Holm—. Primeramente, ¿cómo se ha enterado él de que mis dos compinches y yo habíamos acampado aquí sobre la hierba? Además, hasta parece venir a asustarme. ¿Por qué se ha puesto los atavíos del carretero de la Muerte, él, precisamente, que le tenía tanto miedo?”

El carretero se inclina sobre David, sin dar señales aún de haberlo reconocido

—No se pondrá muy contento este desventurado —dice— cuando sepa que va a relevarme en mis funciones.

Apoyándose en su guadaña, aproxima aún más su rostro al del hombre caído en tierra y, en el acto, lo reconoce. Entonces se inclina hacia él, rechaza con un gesto de impaciencia su capuchón y mira al viejo camarada al fondo de los ojos.

—¡Oh! —exclama con terror—. ¡Es David Holm! ¡Y yo había hecho un solo voto: que me fuera evitado este trance!... ¡David! ¡David! ¿Es posible que seas tú? —dice, arrojando al suelo la guadaña y arrodillándose junto al hombre...— Durante todo este año —prosigue con acento de dolor y de ternura he deseado tener ocasión de decirte una palabra—, una sola palabra, antes de que fuera demasiado tarde. Una vez he estado ya a punto de lograrlo; pero tú no te has prestado a ello; y no he podido llegar hasta ti. Había esperado tener más éxito dentro de una hora, cuando hubiera terminado mi servicio y fuera yo libre. ¡Mas hete aquí ya, David! Ya no es tiempo de ponerte sobre aviso...

David Holm escucha con profundo estupor.

"¿Qué significa esto? —se pregunta—, Jorge habla como si estuviese muerto. ¿Cuándo ha estado cerca de mí sin poder hablarme? Acaso, y esto es lo más cierto, está actuando de acuerdo con su disfraz."

Yo sé, David —insiste el carretero con voz temblorosa de emoción—, que es a mí a quien debes el hallarte como te hallas. Si tú no me hubieses encontrado en tu camino, habrías llevado una vida tranquila y honrada; hubieran gozado de bienestar tanto tú como tu mujer, pues ambos eran, buenos trabajadores. Puedes estar bien seguro, David, de que no ha transcurrido un solo día durante este año interminable en el que no me haya confesado con angustia que fui yo quien te hizo abandonar tu vida de trabajo y adquirir mis malas costumbres. ¡Ay! —suspiró pasando la mano sobre el rostro de su amigo— Tengo miedo de que te hayas descarriado aún más de lo que yo estaba. Si así no fuera, no vería en torno a tus ojos y a tu boca estos rasgos terribles tan profundamente grabados.

El buen humor de David comienza a trocarse en impaciencia.

"¡Basta de ridiculeces, Jorge! —piensa, sin proferir aún una palabra— Ve a buscar a alguien que te ayude a colocarme en tu carreta; y enseguida, al hospital."

—Sin duda has comprendido, David, cuál ha sido mi oficio este año —continúa el carretero—. No necesito decirte quién va a empuñar detrás de mí la hoz y las riendas. Pero no he podido evitar encontrarte esta noche, avisándote a tiempo, antes de comenzar a transcurrir estos espantosos doce meses que te esperan. Ten la seguridad de que habría hecho todo cuanto me fuera posible hacer para evitarte lo que yo he debido sufrir, si esto me hubiese sido permitido.

"Puede ser que Jorge se haya vuelto loco —se dijo David Holm—. De otra suerte comprendería que va en ello mi vida y que un retraso es mortal”.

Por el momento en que esta idea invade su cerebro, el carretero lo mira con melancolía infinita:

—Es inútil pensar en el hospital, David. Cuando yo me acerco a un enfermo, no es tiempo ya de llamar a otro médico.

"Creo yo que todos los hechiceros y todos los diablos se han echado a la calle esta noche para celebrar su aquelarre —piensa David Holm—. Cuando se presenta, por fin, un hombre que podría prestarme socorro, es éste un loco o un malvado que me deja morir."

—Quisiera recordarte algo que te ocurrió el verano pasado, David —continúa el carretero—. Era una tarde de domingo, y tú marchabas a buen paso, en larga caminata, a través de un extenso valle. Por todas partes había campos de trigo y hermosas granjas con jardincillos llenos de flores. Era una de esas tardes bochornosas de las que abundan en pleno estío; y creo que tú pensabas que eras la única persona que se movía en todo el contorno. Las mismas vacas permanecían inmóviles en los prados, sin atreverse a abandonar la sombra de los árboles. No se veía alma viviente. Las gentes se habían retirado a sus casas, sin duda alguna, a fin de evitar el calor. ¿No es todo esto verdad, David?

"Es posible —asintió David para sus adentros—. Yo me paseaba tantas veces, en medio del calor y del frío, que no puedo acordarme de todas mis caminatas."

—En el momento en que el silencio era más profundo, oíste, David, un chirrido a tu espalda, en la carretera. Volviste la cabeza, creyendo que era una carreta; pero no viste nada. Miraste varias veces, y confesaste que era la cosa más extraordinaria que jamás te había ocurrido. Oías ruedas que rechinaban, y lo oías claramente; pero ¿de dónde provenía aquel ruido? Era pleno día y el silencio era tan completo, que nada podía disimular el ruido. Tú no comprendías cómo era posible que escuchases un chirrido de ejes sin ver coche alguno. Pero es que tú no quisiste admitir que hubiese en aquello algo sobrenatural. Si hubieses reparado en ello, habría podido hacerme visible a ti, antes de que fuese demasiado tarde.

David Holm se acordó súbitamente de aquella tarde. Sí, había mirado con detención por encima de los cercados y por las zanjas, y había buscado por todas partes el origen de aquel ruido. De buen o mal grado, y a pesar de su turbación, penetró en una granja para no escucharlo más. Cuando salió de ella, el ruido había cesado.

—Fue la única vez que te vi este año —prosiguió el carretero—, y esta noche he hecho cuanto me ha sido posible para advertirte mi presencia; pero sólo he podido hacerte oír el ruido de mi carricoche. Al lado mío, andabas como un ciego.

"Verdad es lo que cuenta; por lo menos, es verdad que he oído el chirrido —pensó David Holm—, pero ¿qué puede probar esto? ¿Cómo pretende hacerme creer que estaba detrás de mí en la carretera?... Acaso yo mismo he contado esta historia a alguien, que, a su vez, la ha referido a Jorge."

El carretero, en este momento, se inclina hacia él y le dice con ese acento especial que se emplea cuando se quiere hacer entrar en razón a un niño enfermo:

—No te servirá de nada defenderte. No es tampoco posible exigir de ti que comprendas lo que te ha ocurrido esta noche; pero bien sabes que yo, que te hablo, no soy un ser viviente. Tú has sabido mi muerte y no quieres

30 creer en ella. Y aunque tú no la hubieras conocido, me has visto llegar en este coche, en el que no viaja ningún vivo —e indica con el dedo el miserable vehículo detenido en medio de la calle—. ¡No mires solamente el carro, David; mira también los árboles que están detrás de él!

David Holm obedeció, y por primera vez se vio obligado a reconocer que se hallaba en presencia de algo inexplicable. A través del carro, como a través de un velo, se divisaban los árboles.

—Me has oído, David, muchas veces en otros tiempos —dijo el carretero. No es posible que no observes que hoy te hablo con voz muy distinta a la de entonces.

David se ve obligado a reconocer que Jorge tiene razón. Su voz era hermosa, y aunque lo sea también la del carretero, tiene un timbre completamente distinto. Es, a la vez, tenue y clara y, por lo tanto, fácil de comprender.

El carretero extiende la mano, y David ve que una rama, por encima de su cabeza, atraviesa esta mano y cae a estrellarse en el suelo.

En la enarenada avenida hay una rama. El carretero pasa su guadaña por debajo de ella y la siega sin que la rama se mueva.

—No se trata de embromarte, David —dice el carretero—. Tú eres quien debe tratar de comprender. Tú me ves y me reconoces; pero el cuerpo que tú contemplas ahora, sólo es visible a los agonizantes y a los muertos. No creas, por lo tanto, que este cuerpo no existe. Como el tuyo y como el de los demás mortales, sirve de morada a un alma; pero carece ya de peso y, de solidez. Viene a ser como la imagen que mil veces has visto en un espejo, y que se hubiese salido de la luna; que pudiese hablar, ver, moverse.

El pensamiento de David Holm no se rebela contra la evidencia. Mira la realidad cara a cara, y no trata ya de resistirse. Es con el fantasma de un muerto con quien habla, y él mismo es un cadáver. Pero, a medida que lo reconoce, una violenta cólera se va apoderando de él.

"No quiero ser un muerto —se dice—; no quiero ser sólo una imagen; nada. Quiero poseer aún puños para defenderme y boca para hablar."

Crecía la rabia en él y se reconcentraba como una tempestad obscura y negra que espera sólo una ocasión para descargarse.

—Un ruego tengo que hacerte —prosigue el carretero. Antes éramos buenos amigos. Tú sabes que llega un momento para todos en que, gastado ya el cuerpo, el alma que lo habita está obligada a abandonarlo. El alma duda y tiembla de angustia antes de penetrar en un mundo para ella desconocido. Semejante a un niño que de pie en una playa no se atreve a confiarse a las olas. Para que ella se decida a franquear el último paso, es preciso que oiga la llamada de alguien que more ya en el más allá. Yo he sido para ti esta voz, David, durante todo este año; y ahora te toca serlo a ti durante el que viene. Lo que quisiera pedirte es que no te opongas a lo que te espera, sino que te sometas a ello de buen grado. De otro modo no lograrás otra cosa que atraer grandes sufrimientos sobre ambos.

El carretero inclina la cabeza para mirar los ojos de David Holm, pero se yergue enseguida, alarmado por su mirada de desafío y de cólera.

—De veras te digo, David —continuó con insistente acento—, que no es ésta una cosa a la cual puedas sustraerte. Yo no conozco aún, con exactitud, la vida de esta parte de la tumba, pues continúo aún en la frontera; pero yo sé que no hay en ella perdón. Es preciso ejecutar, aquello a lo que se ha sido condenado a ejecutar. De grado o por fuerza.

Otra vez busca los ojos de David y de nuevo halla en ellos solamente las sombras de la cólera.

—Convengo, amigo— añade—, que no hay cargo más espantoso que el de conducir este carro casa por casa. Doquier se presenta el carretero, lágrimas y gemidos le esperan; por todas partes halla males y destrucción, sangre, heridas, horrores. Y algo peor aún que esto es ver cómo el alma se debate arrepentida y angustiada ante la visión de lo que va a venir. El carretero se detiene en las fronteras del más allá. Entre los hombres no se ve otra cosa que injusticias y decepciones; un reparto desigual de trabajo inútil y de desorden. Sus miradas no penetran en el más allá lo suficiente para descubrir el sentido de la vida terrestre. A veces entrevé algo; pero lo más frecuente es que luche en las tinieblas y en la duda.

Y ten presente, David, que el año durante el cual el carretero está condenado a guiar el carro de la Muerte, no se mide en horas y en minutos terrestres para darle tiempo para recorrer todos los lugares que necesita visitar; este año singular se forma con centenares y miles de años. Y lo más terrible, lo más terrible aún de todo, es que el carretero encuentra también durante toda su carrera las consecuencias del mal que ha realizado en toda su vida. ¿Y cómo podrá evitarlo?

La voz del carretero se convirtió casi en un grito, sus manos se enlazaron desesperadamente. Pero de pronto sintió como una corriente de desafío, de frío menosprecio y de burla que provenía de su antiguo camarada, que le obligó a envolverse en su capa, tiritando.

—¡David! —imploró—, en tu propio interés y en el mío te suplico que no opongas resistencia. He venido a enseñarte mi oficio antes de dejarlo. En tus manos está poder retrasarme semanas, meses, sí, hasta la próxima noche de San Silvestre, pues yo no recuperaré mi libertad hasta que tú puedas substituirme, aprendiendo tu oficio, de buen grado.

Mientras hablaba se arrodilló el carretero al lado de David Holm, y la inmensa ternura piadosa de que sus palabras estaban impregnadas redobló su energía. Permaneció aún un momento en la misma postura, espiando el efecto de ellas. Pero en el antiguo compinche sólo se manifestó una feroz resolución de resistir hasta el límite extremo de sus fuerzas.

"Bueno —se dijo—, estoy muerto. Sea así. Contra esto ya no hay nada que hacer; pero jamás se me hará aceptar obligación alguna relacionada con el carro y con el caballo de la Muerte. Ya pueden buscarme otro castigo.

En el momento mismo de levantarse, el carretero gritó enfurecido:

—Acuérdate, David, de que hasta aquí ha sido tu viejo camarada Jorge quien te ha hablado; tu viejo amigo. Ahora tendrás que entenderte con otro. Ya sabes a quién se alude al hablar de aquel que no tiene piedad.

Un instante después se le vio, ya de pie, con —la guadaña en la mano y levantado el capuchón.

—¡Prisionero! —gritó con voz sonora—. ¡Sal de tu prisión!

De inmediato David Holm se levantó. No se sabe cómo fue aquello. Repentinamente se irguió. Vaciló. Todo rodaba en torno suyo, pero en un instante, recobró el equilibrio.

—¡Mira detrás de ti, David Holm! —ordenó la misma voz enérgica.

David obedeció, Tendido en tierra yace un hombre vigoroso, de alta estatura, vestido de sucios andrajos. Está salpicado de sangre y de barro, y rodeado de botellas vacías. Tiene el rostro rojo e hinchado, del que apenas se adivinan los rasgos primitivos. Un rayo de luz de los faroles refleja en él un destello de ira y de maldad en la estrecha abertura de los párpados.

Ante este cuerpo yacente, David, hombre como él de alta estatura, se mantiene en pie. Los mismos harapos sucios y repugnantes que viste el cadáver lo envuelven. Es su doble, seguramente. No su doble; porque él no es nada. No es más que una imagen del otro, en un espejo; imagen que se ha salido del cristal, que se mueve y que vive.

Se vuelve bruscamente. Allí está Jorge, y ya ve que Jorge mismo no es otra cosa que la imagen del cuerpo que había poseído antes.

—Ahora que perdiste el dominio de tu cuerpo al dar las doce de la noche la víspera de Año Nuevo exclamó Jorge, tú me relevarás de mis funciones. Durante el año que comienza, tú libertarás las almas de su terrenal envoltura.

Ante estas palabras David Holm se rehízo. Loco de cólera se lanzó sobre el carretero, tratando de asirle la guadaña para quebrarla, su capa para desgarrársela.

Entonces se siente apresado por las manos, mientras sus piernas le flaquean. Algo invisible se arrolla en torno a sus muñecas, ligándolas tan sólidamente como sus pies.

Después se siente suspendido, arrojado rudamente, como un cuerpo muerto, al fondo del carro y, sin embargo, continúa —donde estaba tendido.

En el instante mismo el carricoche comienza a bambolearse.