DICIEMBRE. RACHEL SE HA CONVERTIDO en sierva del invierno. Anochece pronto y se queda en casa, envuelta en una manta junto a la chimenea, con todas las luces encendidas. Cuida del bebé. Unas nubes amarillas, colosales, cubren Annerdale; traen chaparrones de agua-nieve y fuertes nevadas en los páramos. Rachel no sale. Desde hace un par de meses es el mundo el que se acerca a ella: le llevan a domicilio la comida y todo lo necesario, recibe visitas de la matrona y la trabajadora social, de los hombres de su vida, de sus compañeros de trabajo. Cuida del bebé. Tarda una hora en darle el pecho, entre que se queda dormido, se despierta y sigue. Lee mientras él mama. La casa se lamenta con el viento, los bosques rumorean y crujen. Si no fuera por la doble ventana, el wifi y la cobertura móvil, pensaría que vive en otro siglo. En un mundo en que también hay lobos, aunque no sean medievales: a veces los oye aullar en el recinto, o se lo imagina.
A las tres y media de la tarde el sol casi se ha puesto, se hunde en el pálido sumidero del horizonte. De noche, un viento negro que aúlla, casi diabólico. Y la lluvia empieza a instalarse. Le preocupa la nieve como nunca, le preocupa quedarse aislada. No está acostumbrada a tantas horas de oscuridad: el primer invierno de su vuelta a Inglaterra es impresionante, brutal, no entiende cómo ha podido olvidarlo. La luz del día cobra un valor incalculable, pero no puede disfrutar de ella. Deja las luces del piso de abajo encendidas toda la noche. El bebé duerme en un moisés, al lado de su cama, al alcance de la mano. A las cuatro de la madrugada le da el pecho, envuelta en la oscuridad. Tiene la sensación de estar en el fin del mundo. Siente como si le clavaran agujas en los pechos y una presión muy fuerte cuando sube la leche. Haber elegido convertirse en la esclava de este ser diminuto significa olvidarse de todo lo demás.
Se llama Charles Caine, como alguien de la familia, aunque nadie lo sabe. Dar un título a otro ser humano significa reconocer la historia, o negarla: decir, nos equivocamos, pero seguimos adelante, mejorando, ojalá. Tiene el pelo denso y oscuro. Las piernas largas. Una de las orejas doblada hacia dentro, como una caracola marina, señal de suerte en algunas culturas, de mal augurio en otras. Su compañía es insuperable; o sea, le exige todo, y ella se lo da. Le da el pecho. Le cambia el pañal. Vuelve a darle el pecho. Al pequeño le gusta la luz del fuego, vuelve la cabeza hacia las llamas. Está empezando a distinguir colores, a sonreír, aunque sus gestos no son tan felices cuando intenta asimilar la información visceral del mundo. Sueña, hace muecas. Le ofrece primero un pecho, caliente, luego el otro. Después de mamar parece más puro que nunca: tranquilo, los labios arqueados, la respiración acompasada, los puños apretados mientras duerme. Una de cada tres horas es de atención activa, según le han dicho: se han quedado cortos. Rachel ha enterrado el cordón umbilical a los pies del membrillo.
Ahora puede llevarlo más tiempo en brazos sin que le duelan el abdomen y la espalda. Se pega a su costado como una lombriz, como un órgano externo. Le pica la cicatriz. Un corte majestuoso, todavía enrojecido, aunque increíblemente pequeño, teniendo en cuenta lo que ha salido de allí; una parte está abultada, donde la sutura se torció o la cerraron deprisa, tal vez obra de un principiante: no tiene importancia. De vez en cuando nota fuertes descargas eléctricas, como si el tejido volviera a cerrarse o los nervios resucitaran. Los recuerdos de los primeros días son borrosos. La dificultad para andar por los pasillos del hospital, renqueante y doblada, del brazo de una enfermera, para acercarse a la cuna a cambiar el pañal. Le daba pánico sentarse en el váter. Tuvo entuertos la primera vez que intentó darle el pecho. Pequeñas victorias corporales que nunca había imaginado que pudieran ser tan importantes. Ha guardado en el cajón de la cocina el delgado cordón subcutáneo de color azulado: un trofeo quirúrgico que le extrajo Jan y del que no ha querido desprenderse. Nota la carne fláccida por debajo de la herida, aunque va mejorando día a día.
Le da el pecho sentada junto al fuego y lee los informes que le envían Huib y Sylvia. Ra y Merle ya conocen bien su territorio y están siguiendo el rastro de las manadas. Han hecho su cubil, buena señal de que se aparearán cuando llegue febrero, casi en el centro exacto del recinto. Toma notas: los cachorros deberían nacer a finales de abril, puede que a principios de mayo, teniendo en cuenta la latitud, después de sesenta días de gestación. Los esqueletos de ciervo que dejan abandonados en el recinto pesan menos de un tercio de su peso original: los despiezan y los roen a conciencia. Lee, pero le cuesta concentrarse. Charlie la tiene hipnotizada. Acapara toda su atención, como un regalo recién desenvuelto. Todo lo demás se esfuma: no existen otras historias. La única historia es su hijo. Le besa la coronilla peluda y suave. Quiere que se duerma, para poder dormir ella también. Quiere que se despierte, que demuestre que está vivo y activo, para ver cómo la busca con la mirada y reconoce su rostro.
Tú disfruta, le dice Huib cuando llama por teléfono. Nuestros chicos están muy bien.
No lo ha dudado en ningún momento. Annerdale es una utopía para Merle y Ra: biomasa en abundancia, sin otras manadas rivales ni otras especies depredadoras. Aunque la temperatura es baja, y cae semana tras semana, sigue siendo suave en comparación con la crudeza del invierno en Rumanía. Echa un vistazo a la web del proyecto, lee los mensajes, ha habido un aluvión de reacciones positivas, parece que la balanza se ha inclinado. La mayoría de las críticas se han evaporado: los lobos son un éxito por el mero hecho de no haber sido una catástrofe, como los Juegos Olímpicos o una obra de arte público. Solo los más fieles siguen protestando. Los informes de seguridad de Michael también son buenos. No ha vuelto a haber problemas en el perímetro de la alambrada, y hace demasiado frío para manifestarse en la entrada de la finca. Thomas le traslada la felicitación personal del primer ministro. Rachel no se lo toma al pie de la letra. Desde el referéndum en Escocia, Sebastian Mellor está desesperado por tener buena prensa, por hacer políticas progresistas —sobre todo en las regiones donde crece la agitación por recuperar competencias transferidas—, y el proyecto sirve a sus fines políticos.
Lawrence vine a verla casi todos los fines de semana, un par de veces con Emily. Parece que han llegado a algún acuerdo. Traen regalos, ropa, comida. Su hermano está locamente enamorado del bebé. Misteriosamente, le ha dado por llamarlo Bup: como si fuera una mascota.
Hola, Bup. ¿Cómo estás, Bup? Ven aquí, Bup.
Lo coge y lo saca del saquito, lo deja colgando y pataleando, lo observa atentamente y luego lo acerca a su pecho. Emily se ocupa de las cosas prácticas: cocina, se ofrece a limpiar, cuida del bebé mientras Rachel se da un baño. La triste verdad es que tiene un instinto innato, y no puede tener hijos. Charlie se duerme en su hombro, feliz, apoyado en la chaqueta de cachemira; le mancha de babas y vómitos los fulares de seda. Rachel le ofrece una gasa, pero no parece que a Emily le preocupe. Si le resulta doloroso tener en brazos algo que tanto anhela, no lo manifiesta. Rachel la admira por esto, incluso empieza a sentir simpatía por ella. Ha pasado la prueba con su hijo, y ahora esta es la prueba principal. Tiene el detalle de llevarle a Rachel un sacaleches, para que pueda congelar y conservar la leche materna.
Rachel observa a su hermano y a su cuñada. Parecen estables, aunque demasiado educados el uno con el otro, a veces se comunican en silencio, mirándose a los ojos. No discuten delante de Rachel, no revelan nada. Da la impresión de que las cosas entre ellos van bien, pero Rachel es consciente de que nadie puede conocer desde fuera en qué estado se encuentra de verdad su relación. De momento siguen juntos, y Rachel se alegra.
Alexander también va a verla con frecuencia. Entra sin llamar a la puerta, con enormes paquetes de carne envuelta en plástico que le regalan los ganaderos para agradecerle una operación complicada o una eutanasia piadosa. El congelador está lleno de bolsitas de leche materna de color amarillento y carne primitiva, patas de cordero, un curioso alijo mamífero.
Necesitas 500 calorías diarias adicionales, dice Alexander.
No paro de comer. Me siento como una cerda.
De vez en cuando pone a asar una pieza de cerdo o unas costillas de ternera, se distrae, se olvida de sacarlo del horno y se come la carne más que hecha, casi disecada. Una tarde, a última hora, Alexander no viene solo. Rachel oye las pisadas de unas botas en el pasillo y una voz femenina. Está dando el pecho al bebé, sin sujetador, con la camiseta subida.
Aquí, en la cocina, dice.
Alexander asoma la cabeza por la puerta.
Traigo compañía.
Muy bien, dice. Me temo que no puedo moverme.
No puede: el bebé está en mitad de la toma, lento como de costumbre. Coge un paño de cocina y se cubre recatadamente el costado izquierdo. Alexander entra con su hija, Chloe. Se parece mucho a él: aunque no ha llegado a la pubertad, es grande y alta, con la frente y la boca de su padre. Lleva un anorak sencillo, de color púrpura, con la cremallera abierta, un jersey adornado con perros tejidos a ganchillo y botas de agua. Es la hija de un veterinario, de los pies a la cabeza.
Hola, Rachel.
Hola, Chloe. Encantada de conocerte. Pasa.
La chica da un paso adelante.
¡Espera! Las botas fuera, señorita, le indica su padre. Espero que no te moleste que hayamos venido.
Rachel niega con la cabeza. Chloe se quita las botas y las deja con cuidado en la puerta. Entra y mira al bebé, lo poco que se le ve por debajo del paño de cocina. Está soltando el pezón y empieza a quedarse dormido. Rachel lo cambia de postura, se baja la camiseta y lanza el paño a la encimera.
Este es Charlie.
¿Puedo cogerlo?, pregunta Chloe.
Pero ¡bueno!, dice Alexander. «Hola, Rachel. ¿Puedo cogerlo?». ¿No te parece un poco precipitado?
Chloe se encoge de hombros. Rachel sonríe.
Claro que sí, dice. ¿Quieres sentarte aquí, y te lo paso?
Chloe se acerca a una silla, al lado de Rachel, apoya el trasero y se mueve deprisa, adelante, atrás, a un lado y a otro, para colocarse bien.
Quítate el anorak, le dice su padre.
Se quita el anorak y lo cuelga en el respaldo de la silla. Los brazos desgarbados hacen juego con las piernas, pero no les falta encanto y tampoco parecen descoordinados. Debe de ser una buena deportista, piensa Rachel, quizá la mejor lanzadora del equipo de netball. Chloe apoya los pies en el travesaño de la mesa para levantar las caderas, sin duda la mejor posición para coger a los corderos huérfanos. Parece muy confiada, tiene la confianza propia de una niña de diez años. Levanta los brazos, y Rachel le pasa al bebé.
A lo mejor eructa un poco.
Charlie se mueve al separarse de su madre, pero no llega a despertarse. Chloe lo sostiene sin sujetarle la cabeza del todo, sin la firmeza suficiente. Luego junta los brazos para apoyarlo en el pecho. Bastante bien, piensa Rachel. Chloe mira a su padre, sonriendo, le faltan los incisivos. Tengo un bebé en brazos, parece decir. Esta es la hija de su novio. Ojalá todas las presentaciones fueran tan sencillas, piensa Rachel.
¿Has comido?, pregunta Alexander. Habíamos pensado llevarte al pub. Le he prometido a Chloe unas patatas fritas.
Y salchichas de Cumbria, añade Chloe.
Por supuesto.
Rachel está a punto de decir que no; salir con el bebé es complicado, pero de pronto cambia de opinión. La casa y la oscuridad del invierno empiezan a pesarle. Le conviene intentarlo, acostumbrarse a moverse con Charlie.
Las patatas fritas suenan de maravilla, dice.
Guardan en una bolsa las cosas del bebé, lo instalan en la silla transportadora y lo sujetan en el coche con el cinturón de seguridad, todo un ritual muy complicado para un desplazamiento de cinco minutos. Rachel se sienta detrás con Charlie y apoya una mano encima de la manta. Chloe va delante con su padre, con las piernas cruzadas en el asiento. No para de charlar con naturalidad en todo el camino: le habla a Rachel del colegio, dice que es una de las mayores del pueblo; no son más que veintinueve alumnos. Se amenaza con cerrar la escuela, y el distrito está en campaña permanente para que siga abierta. Ella misma ha escrito al parlamentario local.
Hay demasiada gente mayor y pocas parejas jóvenes con hijos, explica Chloe, volviendo la cabeza. Se me dan bien las mates y la biblioteca.
Es un cerebrito, dice Alexander.
Eso parece, contesta Rachel.
Papá y yo tenemos mucho de que hablar, porque nos vemos solo dos veces en semana.
Alexander extiende una mano y le acaricia la cabeza.
¡Eh!
Chloe se quita la goma del pelo, se recoge los mechones en una coleta y vuelve a ponerse la goma.
A lo mejor soy un cerebrito, pero todavía me sigo rompiendo los dientes. Y ¡no eran dientes de leche! Tengo que esperar a que el dentista me ponga unos nuevos.
Bueno, ya no falta mucho, dice su padre. Mientras tanto, nada de galopar con Sorrel por los páramos como una posesa.
No estaba galopando, apenas iba al trote. Sorrel es mi caballo, explica Chloe. No fue culpa suya que me cayera.
Espero que no, dice Rachel.
Escucha la conversación entre padre e hija. Es interesante ver a Alexander haciendo de padre, mostrando de pronto una faceta desconocida. Parece experto, idóneo. No se deja vencer fácilmente, aunque tampoco es desconfiado, a la vista de que permite que su hija salga a montar sola.
El Horse and Farrier está festoneado de luces cuando llegan, como un alegre galeón, muy acogedor en la penumbra. Hay bastante gente. Encuentran una mesa tranquila en el comedor, al fondo, al lado de la chimenea, y Rachel lleva el transportador del bebé hasta una silla. Charlie se despierta y llora. Lo coge y lo abraza hasta que se tranquiliza, aunque sigue despierto. Chloe empieza a balancear una bufanda de colores delante de él, y el niño se concentra para observarla. Les sirven la cena.
¿Quieres que lo coja para que puedas comer?, se ofrece Alexander.
No hace falta, gracias.
Coge el tenedor y empieza. Se está volviendo muy hábil para manejar los cubiertos con una sola mano. Comen una barbaridad: los filetes de pescado desbordan los platos, una fuente de salchichas, patatas fritas, cortadas en trozos enormes, y guarnición de verduras. Chloe vacía varias docenas de bolsitas de kétchup y las deja esparcidas por encima de la mesa, salpicada de rojo como un campo de batalla. Es agradable salir de casa. La cena tiene un aire de celebración, de fiesta. Chloe prueba unos sorbitos de la cerveza de Alexander, lo mismo que Rachel. Alexander la mira desde el otro lado de la mesa, claramente complacido con el rumbo de la reunión. No han vuelto a acostarse propiamente desde el parto, lo han intentado varias veces y han tenido que desistir. Pero él sigue yendo a verla, haciendo gala de paciencia conyugal. Rachel no sabe por qué. La respuesta no es difícil si analiza la situación como es debido.
Papá dice que a lo mejor puedo pedirte que me dejes ver a los lobos, por favor, dice Chloe, con la boca llena.
Es el «por favor» lo que seduce a Rachel.
Sí. Sin duda. La próxima vez que vaya al recinto, te llevaré. Podemos utilizar los transmisores de radio para localizarlos, o, si te gustan los desafíos, seguirles el rastro, a la antigua usanza.
La expresión de Chloe se ilumina.
Tengo unos prismáticos, dice. Puedo llevarlos.
Genial.
Genial.
Vuelve a masticar con la boca desdentada. Hace calor en el comedor. Chloe se quita el jersey. Empiezan a insinuarse los pechos por debajo de la camiseta, aunque aún no lleva sujetador. Le brillan los brazos cubiertos de pecas. Tiene el pelo liso, del color de la arena: no le vendría mal un lavado. Parece muy a gusto consigo misma. Ojalá que le dure, piensa Rachel. Cuando crezca, cuando llegue a la adolescencia, puede que se burlen de ella por su tamaño, por su estatura y su estructura generosa. Serán años difíciles, de inseguridad, tal vez hasta que cumpla los veinte y empiecen a acercársele hombres atraídos por las mujeres esculturales: entonces volverá a sentirse segura. O puede que pase esos años sin problemas, que su inteligencia y sus cimientos sirvan para sostenerla. De momento despierta simpatías, o ese parece: tiene valores éticos, se preocupa por la gente desvalida —defiende a las chicas a las que incordian en el colegio, sobre todo a Lucy y a Illona, porque no son muy populares— y es tan fuerte como los chicos lanzando la pelota. Maneras de medir el éxito a su edad.
Después de tomar un budín enorme, caliente, con sirope de tofe y helado, vuelven a casa de Rachel. Chloe pone su álbum favorito en el equipo de música y empieza a cantar. Alexander se suma, y los dos bailotean en los asientos: todavía no ha llegado la época de humillar a los padres. En la puerta de Seldom Seen, Chloe le da a Rachel su número de móvil: su amistad ya es oficial.
También puedes enviarme un WhatsApp, dice. Por cierto, mis prismáticos son unos Swarovski. Superduros. Papá me los regaló por mi cumpleaños.
Estupendo, dice Rachel. Perfecto. Hasta pronto.
Alexander baja del coche, la acompaña hasta la puerta y le da un beso rápido. Todavía es temprano: las 8:30 h. Hay que cambiarle el pañal a Charlie. Lo baña en el fregadero. Tiene la tripa dura por debajo de la piel suave, tersa, como una piedra envuelta en piel de gamuza. Patalea en el agua templada, con aire de terror y felicidad al mismo tiempo. Le está cambiando el color de los ojos, de pizarra a castaño. Al final puede que acaben siendo tan oscuros como los de Kyle, o de color avellana, si el verde pugna por prevalecer. Le da el pecho, lo acuesta y se tumba en la cama, atenta a la respiración del niño. Algunas noches respira como un perro pastor fatigado y no le deja dormir. Otras veces, Rachel consigue cuatro horas de sueño profundo, hasta que Charlie se despierta para comer. Ha dejado de soñar con Binny. Sigue sin entender el significado de esa extraña temporada de apariciones, tan falsas en su manera de enseñarle compasión, como una especie de locura nocturna y dorada. Su hijo es ahora una realidad, y tiene que aprender a arreglárselas sola: tal vez fuera este el significado de sus sueños.
***
FIEL A SU PALABRA, organiza una visita para Chloe en el recinto, con Huib. Alexander lleva a la niña con comida en la mochila, botas de montaña y los famosos prismáticos colgados al cuello. Parece una ayudante de zoólogo, de los pies a la cabeza.
Buena suerte, dice su padre. Nos vemos esta tarde.
Rachel deja a Charlie al cuidado de Sylvia, aunque esto no forma parte de las obligaciones de su trabajo. Le ha dado el pecho, le ha cambiado el pañal, y deja preparado un biberón de leche materna, aunque hasta ahora no ha tenido mucho éxito con el biberón. Es la primera vez que se separa de él. Procura no angustiarse. Otro obstáculo que superar, piensa.
El día es oscuro, con nubes grises y rápidas que ocultan las montañas, pero de momento no llueve. Las sombras gigantescas e hinchadas se desplazan sobre los páramos y los valles. Hay en el aire un olor a tierra suelta y negra, a minerales, parecido a la cordita. Se avecina mal tiempo; como máximo tienen un par de horas para la excursión. De todos modos, no se atreve a separarse de Charlie demasiado tiempo. Ya empieza a notar el pecho izquierdo lleno de leche y dolorido. Parece que la maternidad va acompañada de pequeñas molestias, día sí, día no. Cogen los receptores en la oficina y sintonizan la señal. No quiere decepcionar a Chloe, aunque la decepción forma parte del aprendizaje: la primera lección del avistamiento. Tampoco puede permitirse muchas horas de caminata. Chloe va callada en el asiento trasero del Land Rover, que conduce Huib. Su emoción es evidente, aunque la disimula. Su padre debe de haberle aleccionado para que haga lo que le digan en todo momento, que no se porte como una niña alocada. Es un privilegio muy especial. Chloe casi no puede respirar.
Qué bien que hayas venido, dice Huib.
Ya le ha dado a Chloe uno de los receptores, sintonizado con el transmisor de Ra, y le ha explicado cómo funciona: el procedimiento más elemental. Chloe no parece intimidada. Pertenece a la generación que comprende la tecnología intuitivamente. Se inclina hacia el asiento de Huib.
Gracias por invitarme. Papá dice que buscar a los lobos es su pasatiempo favorito.
Y tú ¿también quieres ser veterinaria, como tu padre?
Chloe niega con la cabeza.
No, todavía no estoy segura. Creo que quiero estudiar genética.
¿De verdad?
Rachel sonríe. Se alegra mucho de que Huib las acompañe. Su habilidad para entablar conversación con cualquiera será una ventaja si ella se bloqueara con la niña. Le produce cierta inquietud pensar que tiene que establecer algún vínculo con Chloe, a pesar de lo bien que le cae.
El otro día vi en la tele un programa sobre los cultivos, dice Chloe. Está muy bien que haya gente y animales, pero todo el mundo tiene que comer, y pronto no habrá alimentos suficientes.
Eso es verdad, dice Huib. Necesitamos variedades de cultivos más resistentes a las plagas. El mes pasado leí un artículo en New Scientist que hablaba de eso.
En el programa de la tele decían que se ha gastado mucho dinero en mejorar las cosechas de tabaco. Pero eso no es un producto necesario.
Pero es un gran negocio, ¿verdad? Los fumadores se gastan una fortuna.
Sí, dice Chloe, con pena, y vuelve a reclinarse en el asiento. Ojalá dejaran de fumar.
¿Quieres una pastilla de menta, Chloe?, le ofrece Huib, sacando una cajita de la guantera. Le pasa la cajita por encima del hombro.
Gracias. Yo llevo caramelos de ruibarbos y natillas en la mochila. Podemos tomarlos luego.
Genial, dice Huib. Pero espera un momento. ¿Se dice ruibarbos y natillas o ruibarbo y natillas?
Chloe chupetea la pastilla y se queda pensativa unos momentos.
¿Ruibarbo y natillas?
Rachel se ríe.
Sois un par de pedantes.
¿Qué significa pedante?, pregunta Chloe.
Recorren alrededor de medio kilómetro campo a través, junto a la alambrada, y aparcan en la puerta oeste del recinto. Rachel baja del coche e introduce el código de la cerradura. Las puertas se abren. Pasan, y las puertas se cierran a sus espaldas, la cerradura vuelve a activarse. Desde que dejaron en libertad a los lobos, han reducido al mínimo el tráfico en la finca; solo unos cuantos empleados conocen el código. Rachel pregunta a Chloe en qué dirección cree que tienen que ir. La niña comprueba la señal y se dirigen al sur, por una antigua carretera. La luz baila en la hierba y los helechos como un estroboscopio, en los matorrales oscuros. En algún rincón de los páramos rojizos y humedecidos por la llovizna, Gregor ha instalado su base de operaciones en la cabaña de un pastor para filmar a los lobos. Hay varias guaridas escondidas alrededor de la finca, camufladas con ramas de brezo y helechos. Rachel le ha enviado esa mañana un mensaje de texto para anunciarle que iban a entrar en el recinto.
Van en el coche hasta uno de los puntos de encuentro al que los lobos regresan con frecuencia, aparcan y se dirigen al punto que indican las coordenadas. Siguen la dirección del viento. A pesar de que no van deprisa, Rachel nota que no está en forma, tiene el pecho cargado y dolorido, le arde: tal vez una infección incipiente. Chloe no habla, se ha puesto en modo silencio. Va al lado de Rachel, con las manos alrededor de las lentes de los prismáticos, preparada. La señal de los transmisores es intensa, pero Rachel se siente en la obligación de lanzar otro aviso sutil, para que no se haga demasiadas ilusiones.
Si hoy no conseguimos verlos, lo intentaremos otro día. Podrían estar en el bosque, y en ese caso no saldrían de su escondite.
La niña asiente con la cabeza.
Vale.
Siguen adelante. Hay un silencio, hasta que Chloe pregunta:
Pero ellos sí nos verán, ¿verdad?
Sí, dice Rachel.
Chloe sonríe y parece contenta. Su lógica es la siguiente: que un lobo pueda verla es casi tan bueno como ver un lobo. Rachel se relaja. Está claro que es una niña muy sensata, pero nunca se sabe si la desilusión puede terminar en llanto o mal humor. El aire frío ha enrojecido las mejillas de Chloe, y le brilla la nariz. Se la frota con la manga del anorak, sin dejar de andar entre Huib y Rachel.
Rachel mira el móvil para ver si tiene algún mensaje. No hay noticias de Sylvia. Quiere ser una madre tranquila y confiada, capaz de ir y venir sin obsesionarse por el control. En la práctica, no es tan fácil. Cruzan los páramos rojizos, desiguales, entre losas de granito y turba. Chloe vuelve a ponerse en un estado de máxima alerta, no habla, inspecciona el terreno. Rachel se acerca a ella y le habla en voz baja.
Lo que nos gustaría en este momento es que tuvieran una camada. Que se hagan carantoñas y que duerman muy juntos, esas cosas.
Chloe la mira y asiente. Sí, dice, con los labios.
Andan alrededor de una hora, haciendo eses, en dirección a las cabañas de los pastores. La señal es fuerte, los lobos están cerca, pero siguen sin dejarse ver.
Igual sería mejor que nos paráramos, a ver si aparecen, propone Huib. Vamos ahí. No podemos subir mucho más, Chloe. No les gusta que la gente esté más arriba que ellos.
¿Porque eso nos da ventaja para observar?, pregunta Chloe.
Exacto. Y para tender una emboscada.
En un collado, a la orilla de un arroyo impetuoso, se sientan a comer unos bocadillos. Huib y Chloe intercambian la mitad, jamón por humus, como amigos de la infancia. La niña tiene una paciencia impresionante para su edad. No juguetea con el teléfono móvil y tampoco parece aburrida. De vez en cuando levanta los prismáticos, inspecciona el terreno y vuelve a apoyarlos en el pecho. Esperan: cuarenta y cinco minutos, una hora. El viento es helador, presagia más nieve. Chloe tiene manchas de humedad en las mangas del anorak, de frotarse la nariz. Sorbe a menudo, como si tuviera la nariz atascada. La luz empieza a apagarse. Rachel está a punto de proponer que se retiren: el dolor del pecho es muy intenso, y no parece que vayan a tener suerte. Entonces recibe un mensaje de George. Lobo pasando por Caston Bield. Debe de estar muy cerca de ellos, escondido como un francotirador entre la vegetación de los páramos. Miran por los prismáticos. Chloe tira de la manga de Rachel. Señala.
¿Eso es un lobo? Creo que sí.
En el horizonte, agazapado entre dos árboles, Ra los está observando.
Bingo, dice Huib. Tienes buena vista.
Chloe apoya los codos en las rodillas levantadas, para sujetar bien los prismáticos. Merle aparece detrás de Ra, con el pelaje ondulado por el viento. La pareja evalúa a los intrusos y echa a andar por la ladera, en diagonal, atajando en dirección al río, sorteando árboles y rocas. Se desplazan generalmente a plena vista y desaparecen un momento detrás de unos peñascos. Se ve el vaho de la respiración de Merle entre la maleza parda. El pelo claro de Ra brilla como un halógeno en la penumbra del invierno. Se pierden de vista en una arboleda, a la orilla del río. Los observadores esperan un rato, pero los lobos no vuelven a aparecer. Rachel espera que Chloe esté satisfecha: menos de un minuto de recompensa para medio día de excursión. Pero mira a la niña y ve que está entusiasmada, encantada. Es la primera niña de Inglaterra que ha visto lobos salvajes: seguro que en eso le da prestigio en el colegio. Huib levanta una mano y chocan los cinco.
Vamos a tomar esos caramelos de ruibarbo y natillas, dice.
Chloe busca en la mochila y saca un montón de caramelos amarillos y rojos, de los antiguos. Rachel no los ha visto desde hace muchos años, cuando Binny los vendía en la oficina de correos, guardados en tarros de plástico cubiertos de polvo. El recuerdo le produce ansiedad por ver a Charlie. Vuelven al Land Rover. Huib y Chloe hablan animadamente durante el camino hasta la oficina: es evidente que es una niña inteligentísima, se relaciona muy bien con adultos a los que apenas conoce de nada. Rachel intenta olvidar la sensación de ardor en las mamas, la camiseta húmeda y el malestar que va en aumento. Mastitis. Cuando llegan a la mansión, el bebé está llorando, con un llanto agudo, de angustia. Sylvia lo tiene en brazos y lo está acunando, dando vueltas por la oficina.
No ha querido el biberón, dice. Lo siento mucho.
Rachel se sienta y le da el pecho. Charlie se agarra y tira con avidez: siente un dolor brutal en el pezón hinchado, como si tuviera los conductos llenos de cristales rotos. Aprieta los párpados y cambia de postura: no puede hacer nada más que dejar que Charlie saque la leche. Chloe le cuenta tranquilamente a Sylvia que han visto a los lobos. En general nos evitaban, dice, pero cuando llega Alexander, se abalanza sobre él como un salmón en una presa, se abraza a su padre, desprendiéndose por completo de su actitud adulta.
¡Los he visto, papá! ¡Los he visto!
***
LAWRENCE Y EMILY LLEGAN el día de Nochebuena cargados con bolsas de supermercado de lujo y montones de regalos para Charlie. Se nota que sigue habiendo cierta tensión entre ellos —es posible que nunca llegue a desaparecer del todo—, pero están juntos, es Navidad, y Rachel tiene la sensación de que se ha producido un pequeño milagro, simplemente por el hecho de estar juntos. Emily enciende el horno y espolvorea harina en la encimera. Parece que quiere estar activa, no para de hacer cosas: friega, lava, hace un adorno para la repisa de la chimenea con flores de clavo, de color naranja. Rachel no siente lástima de ella. Ha elegido seguir siendo la mujer de Lawrence, ha elegido quedarse con él, y hay en su decisión algo honorable. Rachel no estaba segura de invitarlos, pero al final pensó que deberían pasar el día juntos, por Charlie.
Mientras Emily baña a Charlie, Rachel y Lawrence van a coger acebo, con una bolsa de cáñamo, como en los viejos tiempos. Hace frío, lo suficiente para que nieve y la tierra, que asoma entre las raíces de los árboles, empiece a cubrirse de escarcha blanca. Las voces de los pájaros entre los árboles parecen de cristal. Los grajos negros, en las ramas más altas, casi parecen pajarillos recién nacidos. Cerca del lago, los acebos están muy productivos, rebosantes de bayas. Las ramas más bajas parecen recién cortadas; alguien ha pasado por ahí antes que ellos. Pero hay más que suficiente. Rachel corta las ramitas más accesibles mientras Lawrence trepa por el tronco como un chaval. Se oye el rumor de las ramas que caen y se atascan a medio camino. Lawrence las desprende con la punta del pie.
Cuidado, que van.
Puede que este sea el momento más íntimo, y tal vez el único, que van a pasar juntos. Rachel le pregunta qué tal van las cosas con Emily.
Mejor, dice Lawrence. Poco a poco. Dice que confía en mí.
Y ¿hace bien en confiar?
A Rachel se le escapan las palabras sin querer, sin posibilidad de hacer una pregunta más sutil. Pero es que su vida ahora es así, tiene que transmitir mensajes elementales y necesarios. Aullidos. Excrementos. Vómitos. Hay que exponer los problemas con franqueza para poder solucionarlos.
No he vuelto a ver a Sara, si es eso lo que preguntas. No he vuelto a verla desde que se fue de la oficina. Me envió una tarjeta, y nada más.
¿Qué te decía?
Feliz Navidad.
Lawrence lanza en picado otro manojo de acebo. Rachel lo recoge y lo guarda en la bolsa. El follaje es lustroso, antiguo, se le clavan los pinchos en las muñecas a través de los guantes.
¿Ha habido algo más?, pregunta.
Lawrence la mira desde la rama, con la cara perfilada contra el cielo, pálida e inescrutable como el envés del ala de un halcón.
¿Qué quieres decir?
Tenía la sensación de que había algo más. Algo aparte de eso.
No hay nada más. Estoy cumpliendo mi condena día tras día. Estoy viendo a un psicólogo. Emily me lo pidió y lo estoy haciendo.
Eso está bien. No pretendía agobiarte. Baja, creo que ya tenemos de sobra.
La bolsa apenas pesa cuando vuelven bosque a través. Rachel nota que Lawrence está nervioso, habla muy deprisa, de cosas sin importancia: evita la conversación. Acelera el paso en la penumbra, preocupado y con ganas de llegar a casa, como si el aire y la oscuridad fueran desagradables y peligrosos. Puede que Rachel haya tocado alguna fibra sensible, que le haya recordado sus delitos, cuando lo único que él quiere es olvidar y seguir adelante. Cuando llegan a casa, Lawrence se mete en el baño y tarda veinte minutos en salir, recuperado, tranquilo y dispuesto a estar alegre. Toman las tartaletas de carne picada que ha preparado Emily y después adornan los alféizares de las ventanas con acebo. Luego decoran el árbol de Navidad. Todo huele a savia verde y a especias. Sentada en la butaca, con Charlie en brazos, Emily parece una madona. La madona suplente o anhelante.
Charlie acapara toda la atención, los cautiva a todos: es el centro de la reunión. Lo observan, tumbado en la alfombra. Ya sostiene la cabeza. Tendido de bruces, es capaz de levantarla y mirar alrededor, mientras hace ruiditos de frustración y triunfo. Su expresión todavía parece poco consciente, aunque ya sonríe, y cuando sonríe, el mundo se ilumina, subyuga a quien lo mira. Una mezcla de vulnerabilidad y seducción emocional; un ser perfectamente evolucionado para suscitar en los adultos el instinto de protección. Tiene una piel maravillosa, un poco seca solo por detrás de las orejas.
La mañana de Navidad están invitados a tomar una copa en Pennington Hall, en la tradicional recepción para los empleados de la finca.
No tenemos que ir, dice Rachel.
Lo cierto es que preferiría no ir. No se ha levantado con ganas de relacionarse con los Pennington y el resto del personal.
¿Eso no era el 26 de diciembre?, pregunta Lawrence. Lo de dar limosnas a los pobres y todo eso.
A mí me gustaría ir, dice Emily. No lo conozco. Tengo curiosidad por ver la casa y a tu duque protector, Rachel.
Vale, dice Lawrence. Vayamos.
Rachel se ha fijado en que su hermano parece estar de acuerdo con todo lo que dice o propone su mujer. Debe de ser parte del arrepentimiento. Es comprensible que se muestre avergonzado y dispuesto a corregirse, pero también resulta un poco alarmante. Cuando uno se doblega demasiado puede terminar por romperse. Dos contra uno: Rachel no puede rechazar la invitación.
Bueno, en ese caso, podemos quedarnos alrededor de una hora.
La mañana es luminosa y clara, y deciden ir dando un paseo. Cogen los abrigos, visten al bebé con su buzo ártico y le ponen la capucha. Lawrence se coloca la mochila portabebés. Charlie ya empieza a disfrutar cuando lo llevan mirando hacia fuera; parece contento mientras esté en contacto con un cuerpo caliente y oiga la voz de su madre. Sus experiencias sensoriales deben de ser muy intensas, piensa Rachel: tantas cosas que ver y asimilar. Lleva las piernas colgando y saca la lengua en el aire gélido, como si probara una sustancia nueva. Atraviesan el bosque, siguen el curso del arroyo y continúan por la suave pendiente que lleva a la parte de atrás de la mansión. Los senderos están helados, y la hierba, crujiente. Un invierno prístino: la finca tiene un aspecto inmaculado, intacto. En las arboledas recién plantadas, los abedules tienen un tono malva. Una rodaja de luna fina está perfilada en el cielo, y un poco más lejos, sobre el horizonte, asoma el sol pálido, casi derrotado. Da la sensación de que estuvieran en otro planeta, con constelaciones contiguas. A Rachel no le extrañaría ver otro par de lunas adornando los cielos. Tres adultos y un bebé a través de un territorio sagrado y desconocido: se han adentrado en la mitología, o en un recuerdo religioso. Han sobrevivido a una catástrofe y han encontrado el paraíso.
En la mansión del duque, Emily y Lawrence se apartan del grupo, charlan con cortesía, intentan no dejarse maravillar por los interiores, por las molduras doradas, los muebles que en una subasta alcanzarían el precio de un coche, incluso más. Charlie da a Rachel la excusa perfecta para no esforzarse en socializar: la gente se arremolina para arrullar y admirar al bebé. Los Pennington son acogedores, parecen encantados de que Rachel haya ido con su familia. Sylvia les sirve una copa de ponche de Navidad de un caldero de plata. Ha vuelto a transformarse en anfitriona: ha dejado los vaqueros, las botas y los gorros de lana. Lleva un vestido de color malva, con una estola de piel blanca, y el pelo recogido. Ninguna de sus dos encarnaciones terrenales le parece a Rachel del todo auténtica. Sylvia y su padre han ido a misa esa mañana, oficiada por el obispo.
Michael y su mujer, Lena, están entre los invitados, con su hijo Barnaby, una copia de su padre a los treinta y tantos. Hay algunos amigos de la familia además de los empleados, incluida Honor. Huib se ha ido a Sudáfrica a pasar las vacaciones. Michael le da la mano a Lawrence, saluda a Rachel con bastante educación y le estruja suavemente un pie a Charlie, como haría un abuelo. Lleva una chaqueta de cuadros y una corbata de color borgoña, con un escudo, tal vez una reliquia de sus tiempos de estudiante o el emblema de algún club conservador de la región. Su mujer es menuda, esbelta, aunque tampoco la compañera diminuta que Rachel se imaginaba. Lo cierto es que es muy atractiva, tiene unos pómulos espléndidos, sin duda en las fotos de boda parecería una modelo. A juzgar por su figura, nadie diría que ha tenido hijos. Parece confiada, se coloca ligeramente delante de Michael y es ella quien lleva la conversación, dirigiéndose a Thomas en un tono presuntuoso, como si hubiera sido su niñera. Lena y Michael llevan décadas trabajando en la finca, la sienten como propia en cierto modo.
Thomas se muestra expansivo, como de costumbre. Saluda a Rachel y la elogia como si fuera su representante, ensalza su maravilloso talento ante los invitados que no la conocen, y le hace pasar vergüenza delante de Lawrence y Emily. En mitad de la recepción, insiste en que canten un villancico.
Cantemos una estrofa de Dios os guarde en alegría, caballeros.
Empieza a cantar. Sylvia lo acompaña al instante. Uno tras otro, los invitados se van sumando. Rachel también canta, incómoda; no está acostumbrada a tanta alegría, a tantas manifestaciones externas; además, no se sabe la letra, y se concentra en su hijo, que parece inquieto por el ruido y, tal vez o tal vez no, a punto de llorar. Todos aplauden a continuación. La risa de Thomas tiene el timbre de un hedonista moral, el timbre del jefe. Una suave exclamación de Sylvia anuncia la llegada de Leo Pennington. El joven que entra en el salón no va precisamente desaliñado, pero tampoco parece en nada el heredero de una de las familias más ricas de Inglaterra. Tiene pinta de estar familiarizado con los yates y las motos, los locales portuarios nocturnos más salvajes de Francia, Albania e Israel. Una cazadora de cuero cara, vieja. Le cuelga la ropa, lleva el pelo sucio y revuelto y tiene aspecto de fumador. Un juerguista con dinero. Sylvia dirige una mirada rápida a su padre, se acerca a su hermano y lo abraza. Thomas, que ha estado deleitando a un grupo de invitados, en el que figura Emily, cambia de expresión. Luego, en voz alta, para que todos lo oigan, saluda a su hijo.
¡Leo! ¡Genial! ¡Lo has conseguido!
Como si todos lo esperaran.
Papá, ven y saluda a Leo, dice Sylvia.
¡Sí! ¡Sí! Disculpen, por favor. Tengo que ver a mi hijo.
No lo esperaban, Rachel está segura. Está claro que siguen pedaleando para no perder el control de la situación. Leo le da la mano a su padre, pero no sonríe. Aunque se da un aire a Sylvia, no tiene la finura de su hermana, tampoco su simetría. Sus facciones son menos pronunciadas: el mentón pequeño y los ojos del color de la arena, sin pestañas. Sylvia lo ha cogido del brazo, pero Leo no parece cómodo, como si la casa y todo lo que hay en ella le pusiera los nervios de punta, como si no soportara su antigua vida. Michael y Lena también se acercan a saludarlo. Lena le da un beso, lo coge del brazo, y Rachel oye que le riñe con cariño. Tienes que venir a casa más a menudo. Todos te echamos de menos.
La ronda de villancicos empieza de nuevo, vuelven a llenarse las copas y la alegría es patente. Thomas se ocupa de todo el mundo. En un momento dado, coge a Charlie de los brazos de Lawrence, y Rachel hace un gesto de dolor. No cree que vaya a dejarlo caer, pero no le inspira confianza: Charlie no parece cómodo en brazos de Thomas, que sigue hablando con sus invitados. De pronto pone cara de susto y empieza a encogerse. Rachel se tranquiliza cuando Lawrence lo recupera y le enseña los cuadros de las paredes. Un tío de la familia, de pelo canoso, con falda escocesa, le está contando a Rachel una historia aburridísima —en Escocia se prevé implantar la norma de circular por la derecha en carretera, una idea absurda, un gasto colosal, dice, y un ardid para complacer a Europa—, pero ella está observando a Leo. El joven se sirve una copa de ponche, se la bebe deprisa y vuelve a llenar la copa. Apenas se mueve, se queda al lado de la mesa y habla lo mínimo con quien se le acerca. Parece que echara chispas: tiene un aire de malestar, de mal humor, de no encajar con el decorado. Sylvia se acerca a él a menudo, y aparentemente da la impresión de que lo adora, pero la conversación entre los hermanos se complica y Leo empieza a alterarse. Siempre el mismo circo de mierda, le oye decir Rachel, levantando la voz. Algunos invitados vuelven la cabeza sin dejar de charlar. Thomas está en el otro extremo del salón. Leo se balancea ligeramente, parpadea despacio y mira a su hermana con desdén. Está empezando a emborracharse, o el alcohol se está mezclando en su organismo con algo que había tomado antes. Una puta farsa, una parodia monumental. Sylvia le pone una mano en el brazo y le dice algo en voz baja. Porque todo es falso y somos todos unos mentirosos. Michael, que está cerca, oye el altercado y se acerca. Alguien se pone delante de Rachel y le tapa la vista unos momentos. Cuando la persona se aparta, ve a Sylvia, Michael y Lena alrededor de Leo, acorralándolo. La voz del joven cobra un tonto insistente. Me da asco. Thomas los observa entre el mar de invitados. Es la primera vez que Rachel lo ve perder la compostura: parece nervioso, como si contemplara un incendio que cobra altura y fuerza, sin saber qué hacer. No se acerca, no intenta intervenir. Es Michael quien maneja la situación, Michael quien se inclina y habla con Leo en tono de advertencia, como se habla a un perro que ha tirado algo de una mesa, aunque no ha llegado a romperlo. Rachel oye una frase que se repite: tu madre, tu madre. El señor que está con Rachel dice algo de una conferencia sobre la fauna en Aberdeen, y ella lo mira y procura concentrarse. De reojo, ve que Michael, Lena y Leo se dirigen a la puerta y salen. Sylvia no tarda en volver a la palestra, con una sonrisa radiante, como si nada hubiera ocurrido, como si no se estuviera gestando una tragedia.
Alrededor de la una, la reunión se diluye. Charlie tiene hambre. Rachel, Lawrence y Emily empiezan la ronda de despedidas. Cuando se marchan, Sylvia les da una caja con regalos que resultan ser artículos carísimos: champán, una estilográfica de plata, un lector electrónico y exquisitos bombones de encargo: nada de limosnas, ha dicho Lawrence. Vuelven por los terrenos de la finca. El sol ya está bajo, tiene menos fuerza, no deslumbra los ojos. La neblina se está concentrando sobre el río y los páramos están teñidos de un azul intenso.
Nada como un pequeño drama familiar en Navidad, dice Emily. Me alegra saber que conservan las tradiciones, como todo el mundo.
Te has dado cuenta, dice Rachel.
Ah, yo me lo he perdido, dice Lawrence. ¿Qué ha pasado?
Hay algún mal rollo entre Thomas y su hijo, explica Rachel.
Sin embargo, la hija parece agradable, dice Emily. ¿Trabaja contigo?
Sí. Al principio tenía mis dudas, pero me está demostrando que estaba equivocada.
Me ha parecido muy entusiasta. Y es guapísima, ¿verdad? Se sale de lo normal.
Y entonces le dice a Lawrence:
Seguro que en eso sí te has fijado.
No lo dice en tono celoso, tampoco agresivo, pero hay un mar de fondo en su comentario. Las mujeres guapas siempre están en el radar de las demás mujeres, pero puede que Emily se haya vuelto más sensible a su presencia, que capte su encanto como la radiación. Siguen un rato en silencio mientras cruzan el puente de piedra y entran en el bosque. El aire es más fresco entre los árboles y los troncos están cubiertos de escarcha. Rachel ajusta la capucha de piel de Charlie, que está profundamente dormido, ajeno a todo. A Lawrence le puede la curiosidad.
¿Cuánto creéis que cuesta mantener una casa como esa? ¿Cómo lo hace? Muchas de estas fincas se están transfiriendo al Patrimonio Nacional, para que se haga cargo de los gastos.
No lo sé, dice Rachel. Tiene muchos negocios. Es el mayor donante de su partido.
Joder, qué manera de desperdiciar el dinero, dice Emily.
Seguro que lo hace para conseguir exenciones fiscales, dice Lawrence. Siempre es así. Y es probable que tenga sus empresas registradas fuera del país.
El eco político de Binny en su hermano. Rachel empieza a sentirse ligeramente incómoda, como si formara parte de la maquinaria de segregación que siempre favorece a la elite. Su papel en el proyecto no está completamente libre de estas cosas. En comparación con el sistema de propiedad de la tierra en la reserva de Idaho, la distribución de parcelas sometida a gestión municipal, Annerdale es un mundo esencialmente feudal, un reino tan anticuado que parece imposible que haya sobrevivido a varios siglos de reformas. Una finca que sigue siendo propiedad de un duque inglés. Lawrence tiene razón: es raro. Al otro lado de la frontera se están recuperando grandes extensiones de tierras que hasta ahora estaban en manos de extranjeros, subiendo los impuestos a las destilerías y las piscifactorías de salmones. Duda que aquí se implanten medidas tan radicales.
Hace una tarde espléndida. Charlie sigue dormido y no comerán hasta que caiga la noche. Rachel propone acercarse a un yacimiento neolítico que está cerca, solo tienen que desviarse un poco. El sol se alinea con la piedra central en el solsticio de invierno, dice.
Llegamos solo con unos días de retraso.
¿No deberíamos volver?, dice Lawrence. Ya hemos estado un buen rato fuera. Yo preferiría volver.
Es extraño que su hermano no quiera estar al aire libre, fuera de casa. Pero Emily dice que le gustaría ver el círculo de piedras, y Lawrence accede. Andan algo más de medio kilómetro, hasta un promontorio abierto. Las montañas parecen un estadio que los envuelve, con sus cimas reconocibles: un alfabeto geológico. Alrededor de la base de las piedras, la hierba está crecida y desigual. Hay unos sesenta monolitos, inclinados en todas las direcciones, algunos completamente caídos y hundidos en la tierra. Un pilar de arenisca aislado se levanta a veinte metros de altura, exiliado del círculo, como una exótica y gigantesca geoda arrastrada hasta el oeste por un territorio sin nombre, igual que la piedra roja de la mansión muchos milenios después. Rodean el monolito. Emily observa las espirales talladas, símbolos indescifrables. En la parte de arriba hay esculpida una estría profunda. Emily y Rachel especulan sobre el mecanismo que emplearían para traer la piedra y levantarla: rodillos de madera, andamios y vigas, excavaciones. Lawrence está callado y un poco nervioso, su paciencia parece forzada. Se reúnen con él entre dos de las piedras del círculo: el sol está muy cerca de la estría del pilar, aunque un poco descentrado. Miles de años de afán astronómico. Si el engranaje de los planetas ha sido exacto alguna vez, ahora se ha desplazado.
Me recuerda a Skara Brae, dice Emily.
Lawrence mira a su mujer y luego a Rachel.
En las Orcadas, dice. Fuimos a verlo.
Estaba cayendo una granizada tremenda, dice Emily. Como pelotas de golf.
Lawrence posa una mano en la espalda de su mujer. Podría ser un momento tierno, pero no hay ternura en su gesto. La mano se detiene un momento y cae. Rachel se da cuenta de que Emily no está castigando a Lawrence. Emily sigue adelante, con buen ánimo, intenta ser positiva, intenta recuperar y reparar el vínculo. El marido sigue una rutina automática, sabe que tiene que arrodillarse delante de su mujer y pedirle perdón por el daño que le ha hecho, pero parece que algo se ha apagado dentro de Lawrence. Rachel da media vuelta y echa a andar cuesta abajo en dirección a Seldom Seen. Es doloroso ver la retirada de su antigua vida, como si tuviera delante un espejo que le revela su incapacidad.
Poco después, en casa, Lawrence parece más contento y relajado. La cena de Navidad es un éxito, se dan los regalos y encienden las luces del árbol. Lawrence le ha regalado a Charlie un león de peluche. Lo arrastra por la alfombra, al acecho, rugiendo, y a Charlie le encanta. Bautizan al león con el nombre de Rugido. De momento, parece que todo está bien.
***
UNAS SEMANAS MÁS TARDE, en la oficina, Rachel ve una primera muestra del material que ha grabado Gregor, con Charlie en las rodillas. La cámara encuadra a los lobos por separado, a los lobos juntos, sus momentos más íntimos. Trabajan en equipo para abatir a un ciervo joven, le bloquean el paso por los flancos y lo acorralan en un estrecho barranco de granito. El ciervo intenta retroceder, da vueltas mientras los lobos se le lanzan al cuello, y cae. Lo desgarran, le arrancan la carne roja y se lamen a continuación el uno al otro. El aguanieve que cae sobre los páramos impregna el pelaje de los lobos, dibuja líneas en el lomo. La sangre, la nieve, la inmunidad de los animales: todo está en su elemento. Rachel se lo ha perdido.
Hay varias tomas de Ra saliendo del cubil que han excavado entre las raíces de un roble, en un montículo no demasiado lejos del arroyo, donde los vieron con Chloe. Gregor ha conseguido acercarse lo suficiente sin llegar a molestarlos. El tronco del roble es increíble, recio, se despliega a lo ancho y evita cualquier peligro de hundimiento del cubil. La tierra está removida alrededor del tronco. Hay dos entradas. Los agujeros son grandes, inconfundibles. Agua, una ubicación estratégica, un bastión. Las manadas pasan cerca de la guarida. Ve unos planos espléndidos de Ra despejando el terreno, salpicando la tierra con las patas traseras mientras cava el cubil.
Mira, le dice a Charlie. Mira qué listo es el señor Lobo. ¿Qué está haciendo? ¿Está limpiando su casita?
Charlie se mueve hacia delante y apoya la cabeza en el pecho de su madre. Patalea. Quiere bajar al suelo, moverse, pero sus músculos todavía no coordinan bien. Rachel lo sostiene de pie, con las puntas de los pies en sus muslos, y le hace saltar arriba y abajo. Charlie se fija en la pantalla, y Rachel piensa que en cierto modo están viendo un cuento infantil: el lobo y su novia.
¿Qué está haciendo el señor Lobo?, pregunta.
¿Qué está haciendo de verdad? Teorías biológicas de la conducta: en su mayor parte suposiciones, o extrapolaciones. Los niveles de prolactina en su compañera están aumentando, y puede que eso motive al macho. De momento no hay datos suficientes para confirmarlo, y los implantes no son completamente fiables, no pueden medir el nivel de proteínas y hormonas. Ra olfatea el aire y sigue trabajando. La cámara se centra en él. Araña la tierra. Tiene el pelo teñido de beis alrededor del cuello y las orejas. Manchas grises y negras en la cara. Los ojos, gélidos, parecen incoloros, luego, con la inclinación de la luz, brillan como una llama de pizarra. Se aleja trotando.
Más tarde, bajo el aguanieve, Merle está al lado de Ra, con el hocico apoyado en el lomo de su compañero: un hermoso momento ritual que revela la existencia de un vínculo afectivo y resulta aún más íntimo porque la película no se ha editado todavía, no tiene narración. A pesar de lo inocentes que son, Rachel confía en ellos. Han construido un cubil. Merle animará a Ra, y él buscará la manera de montarla. Ese será el momento que marque el éxito del proyecto. No que el país los acepte como si ascendieran a un trono. El objetivo de Thomas nunca ha estado en duda. Rachel quiere que los lobos sean normales y corrientes. Que vivan aquí como en cualquier parte, que recreen la personalidad propia de su especie.
Charlie ayuda o intenta ayudar a los saltos que le da su madre, y canturrea de felicidad.
Mira al señor Lobo, dice Rachel. ¿Qué está haciendo?
Las mismas frases repetidas cien veces al día. ¿Dónde está Charlie? Di mamá. A veces se siente como un autómata. Pero el niño aprende muy deprisa.
Gregor entra en la oficina con una bolsa de lana vieja y una funda para el ordenador portátil.
Hola, Rachel. Y aquí está el precioso príncipe Charlie, dice, acariciando la cabeza del bebé. Qué guapo eres.
Charlie echa la cabeza hacia atrás. Rachel para la película.
Es increíble. Gracias.
No hay de qué. Es un poco tosca, pero creí que te gustaría. He venido solo un momento a saludar. ¡Qué grande se está haciendo este niño!
¿Te vas esta noche?
El jueves. Voy a pasar por Dundee a ver a mis amores.
Aunque lleva semanas acampado en la cabaña del pastor, ha engordado. Se ha arreglado la barba, densa y rizada, y se ha cortado el pelo blanco. No parece que haya sufrido privaciones. El trabajo en Annerdale ha sido fácil en comparación con Nepal. Un hornillo para calentar la comida y el agua, y un bar cerca. Va a pasar dos meses con los leopardos, y volverá en primavera, cuando Merle esté en la fase final de su gestación, si es que llega a concebir, y los cachorros en su primera etapa de desarrollo.
Gracias de nuevo, dice Rachel. Buen viaje. Y toda la suerte del mundo.
Gregor asiente con la cabeza, le hace cosquillas a Charlie en la tripa, y el niño vuelve a gritar.
Te traeré un parásito de regalo. Termina de ver eso, ahora viene una parte muy buena.
Se cuelga la bolsa del hombro y se dirige a la puerta. Rachel pulsa el play y sigue viendo la película.
***
DESPUÉS DE LA VISITA de Lawrence y Emily, Rachel toma la decisión de no estropear las cosas con Alexander. Ha sido deprimente ver la impotencia y la atrofia de su hermano y su cuñada. No quiere convertirse en un vestigio con una cepa marchita en vez de corazón. Procurará ser franca y generosa. Nada más tomar esta decisión, se ve envuelta en una sucesión de malentendidos, como si se boicoteara a sí misma. Alexander le envía flores sin venir a cuento. No se hicieron regalos de Navidad —ninguno de los dos siente la necesidad— y Rachel desconfía al instante. La nota de Alexander dice: Querida Rachel, con ganas de verte luego. Un beso, A. Han quedado para cenar, y es posible que él se quede a pasar la noche. Pero ¿por qué le envía flores? ¿No es una manera de elevar la apuesta romántica, una declaración? ¿Quiere algo más de ella? Se pasa el día rumiando, con intermitentes ataques de pánico por lo que puedan significar las flores. Son preciosas, flores de invierno, rojas y blancas, exuberantes, caras. Las deja en el envoltorio de celofán y no las pone en un jarrón hasta una hora antes de que él llegue.
Alexander prepara un guiso que huele de maravilla cuando empieza a borbotear. Rachel acuesta a Charlie y abren una botella de vino para cenar. Está callada, jugueteando con la comida, sin probar el vino, castigándose continuamente por no disfrutar de un momento tan agradable. A mitad de la cena, Alexander deja los cubiertos.
Bueno. ¿Qué pasa? ¿Demasiada sal? ¿Poca sal?
No. Está riquísimo.
¿Por qué estás de mal humor?
No estoy de mal humor.
¿He hecho algo que te haya molestado?
No.
Rachel.
No, de verdad.
Intenta sonreír. Lo cierto es que lleva toda la noche tensa. Con miedo a oír palabras que no quiere oír, a que él se saque del bolsillo de la chaqueta un estuche con un anillo, por ejemplo: fantasías descabelladas a partir de muy pocas pruebas. Alexander parece el mismo de siempre: habla tranquilamente, le cuenta cosas divertidas. No está nervioso ni parece buscar un momento oportuno.
Perdona, dice Rachel. Tengo un día raro.
¿Y eso?
No lo sé. Hemos recibido otro correo electrónico de nuestro amigo el chiflado.
¿De «Cerca»?
Sí.
Y ¿qué dice?
Cosas sin sentido, como siempre. Pero sigue insistiendo, y sé por experiencia que eso significa algo. En Navidades se me pasó por la cabeza que es Leo.
¿Leo Pennington?
Alexander parece escéptico.
Ya lo sé, dice Rachel. Se me ocurrió que podía ser una forma de fastidiar a su familia. Es una tontería.
Por lo que yo sé, es un buen chico, solo un poco como la oveja negra. No creo que esté en contra del proyecto.
Rachel asiente. No dice nada de las flores, aparte de darle las gracias. Alexander contesta que es un placer. La conversación es discreta. Rachel llega a la conclusión de que las flores son un simple gesto, sin ninguna intención oculta. Simplemente le ha apetecido enviarlas: a lo mejor tenía cupones de regalo, o estaban de oferta. Un toque romántico en mitad del curso práctico de las cosas.
Después, en el dormitorio, Alexander la observa mientras se desnuda. Rachel no intenta provocarlo. Se mira de reojo en el espejo: la tripa, caída, con estrías sedosas a los lados donde la piel se ha tensado más. La línea alba ya no es tan nítida como antes, pero abarca un par de centímetros de ancho y todavía sobresale ligeramente. La cicatriz está justo encima del nacimiento del vello púbico y el tejido se ha abultado en algunas zonas. No es ofensiva. Tiene los pechos grandes, blancos y surcados de venas, los pezones duros como cartílagos: en cuestión de un mes terminará la lactancia; mientras, tienen que lidiar con la leche que se escapa en mitad del acto sexual. Le ha crecido el pelo hasta los hombros por primera vez en diez años. Tiene que cortárselo.
Ven, dice él.
Rachel se vuelve a la cama. Alexander la está esperando, desnudo y sonriente, con una erección parcial. La mira con ternura, ciego a cualquier imperfección del cuerpo alterado por su función, si no ciego, al menos indiferente. En general disfruta con lo que ve, y con las perspectivas. Seguro que ha visto cosas mucho peores, piensa Rachel, cuando su mujer estaba enferma. No se oyen ruidos en la cuna, en la habitación de al lado. Rachel se acerca a la cama y se sienta. Él le pone una mano en el muslo y espera a que ella le dé permiso. Rachel siente su cuerpo mucho menos frágil que en intentos anteriores, los músculos no tienen la fuerza de antes, pero funcionan y desean. Alexander ya se ha empalmado. Tiene una leve línea oscura en el pene, una vena como un garabato. Busca en la espalda de Rachel la antigua cicatriz, en la que ella rara vez se fija, aunque ahora tiene un aspecto mucho peor, y posa la otra mano en la parte baja de su abdomen.
Por delante y por detrás, dice. Dos cicatrices a juego. Me gusta.
El erotismo de las heridas. Rachel le da un beso. Está segura de que se portará como un amante pasivo, considerado, como ha venido haciendo desde el parto; se acostará de espaldas y la acercará suavemente, como un suplicante sexual. Hay hombres que hacen que el mundo parezca poblado de hombres buenos, que son intuitivos, o les han enseñado a serlo. Rachel se sienta a horcajadas encima de él, orgullosa, y le coge las manos para llevarlas de sus caderas a sus pechos, que tienen un tamaño y un peso sumamente placentero, casi como un arma. Se siente poderosa al verlo tan excitado. Se desliza hacia sus muslos, envuelve el pene con la boca y mueve la lengua con confianza, para disipar el ambiente de cautela. En parte es una prueba, claro está, para ver cuánto es capaz de resistir él. Alexander le sujeta la cabeza. Maldice. Joder. Levanta a Rachel, la tumba de costado, de espaldas a él, y le mete la mano entre las piernas. Después la acerca, le levanta una pierna, se agarra a ella y la penetra. La embiste con fuerza, golpeándole las nalgas, y no aguanta mucho.
¿CUÁNTO DURA LA ÉPOCA de apareamiento?, pregunta Alexander.
Muy poco.
Entonces no son como los perros, que están dispuestos todo el año.
Le muerde la clavícula en broma. Están acostados, cara a cara, húmedos, contentos, Rachel nota un leve pinchazo en la zona de la cicatriz.
Un período de fertilidad más breve significa que los machos tienen menos incentivos para abandonar a una hembra preñada e irse en busca de otra.
Ah, qué listos.
Él sabe bastantes cosas de los lobos, no necesita los conocimientos de Rachel, pero le gusta que ella le enseñe. Desliza un dedo por la cicatriz que han dejado las dentelladas. Está empezando a levantarse el viento, que juega con los árboles como si fueran instrumentos. En las alturas hay un ruido de tectónica aérea, como si grandes masas de cielo se separaran y colisionaran. El cristal de la ventana muestra una oscuridad absoluta, rasgada de vez en cuando por una descarga blanca. Una auténtica noche invernal. Rachel se olvida de la estupidez de las flores. El ambiente es cariñoso, insinuante, hace pensar que habrá más momentos como este. De pronto, sin venir a cuento, dice:
He estado pensando en hablar con el padre de Charlie.
Hay un breve silencio.
Sí. ¿De qué?
Alexander se incorpora por encima de ella para beber un sorbo de agua de un vaso que está al lado de la cama: agua que lleva tiempo ahí. Hay varios vasos olvidados.
De Charlie, dice Rachel.
Sí. Entonces, ¿no lo sabe?
No.
Ahora que por fin lo ha dicho, no está segura de qué espera que diga Alexander, ni siquiera sabe por qué ha sacado el tema. Algo inconsciente que ha desenterrado la conversación sobre los machos y sus abandonos, tal vez. Desde la primera noche que pasaron juntos, él no ha vuelto a hacer preguntas. Puede que no le preocupe. Puede que no quiera conocer los detalles, o que haya construido en su imaginación el fantasma de un rival.
Vive en Estados Unidos.
Lo suponía.
No quería mezclarlo en esto.
Y ¿ahora sí quieres?
Aunque el tono de su pregunta es neutro, las cosas no pueden ser tan sencillas, porque es mucho lo que depende de la respuesta. Rachel niega con la cabeza, se sienta en la cama y se inclina hacia delante, apartándose del calor que irradia el cuerpo de él.
No lo sé. En realidad no. Es que no sé si es justo que ni siquiera sepa que tiene un hijo.
¿Estás segura de que no lo sabe? A estas alturas…
No lo sabe. Habría dicho algo.
Entonces, ¿seguís en contacto?
A veces.
Alexander posa su mano grande en el hombro de Rachel y la acerca suavemente. Ella se apoya de espaldas en su pecho y se deja abrazar. Él sigue un rato en silencio.
¿Es un gilipollas? ¿Por eso no querías decírselo?
Cualquiera de las dos respuestas es absurda. Haberse liado con un indeseable o haber apartado a un buen hombre de la vida de su hijo.
No, no es un gilipollas. La verdad es que es un tío estupendo. Trabajábamos juntos en Chief Joseph. Es un amigo.
Ah.
Lo que quiero decir es que esa no fue la razón. La razón fui yo. No se me dan nada bien estas cosas.
Alexander acerca la boca a un lado de su cabeza y le habla a su pelo.
Se te dan muy bien.
Se refiere al sexo, o está siendo demasiado amable al ver lo difícil que es para ella. No tienen la costumbre de llamarse para dar señales de vida, o simplemente para decir hola, como hacen los enamorados cuando entran en la espiral más veloz. Es él quien se acerca siempre. Rachel no se engaña, como ha hecho durante años, no piensa que a los hombres les atraiga su indiferencia, su frialdad, que les resulte más cómodo, que se sientan menos comprometidos. Lo cierto es que ellos no tardan en darse cuenta de que su actitud obedece a algo distinto: un temor, un defecto, una carencia. Por fin, con Alexander, ahora que tiene a su hijo, o simplemente porque las coordenadas de su vida han cambiado, parece que este juego ha terminado. Se siente descubierta. Silencio. Nota cómo crece la tensión. Siguen de buen humor, pero algo se está perdiendo, se está estropeando. Intenta explicarse.
En realidad no había nada entre nosotros. No había una relación, ni posibilidad de que la hubiera.
Sí había algo, dice Alexander.
No.
Pero ¿por qué iba él a creerla? Hay un bebé: una prueba irrefutable.
No pasa nada, dice él. Todo el mundo tiene un pasado. Prefiero que el padre de Charlie sea alguien que te gustaba, un hombre decente.
Lo prefieres, dice Rachel.
Un leve arrebato de rabia. No ha sido una pregunta, tampoco una corroboración de las palabras de él. Está a punto de decirle algo más —que no puede tener preferencias, que no está en situación de elegir, ni siquiera teóricamente, qué clase de hombre le gustaría que hubiera sido el padre de su hijo—, pero se calla. Alexander suspira.
Mira, creo que si quieres decírselo, entonces tienes que decírselo.
Aún no lo he decidido.
Muy bien, dice Alexander.
El brazo con que envuelve los hombros de Rachel se ha vuelto rígido, incómodo, no debería estar ahí, pero parece encallado. Charlie empieza a llorar, con un llanto tentativo y débil que pronto cobra fuerza. Rachel se levanta.
¿Quieres que vaya yo?, dice Alexander.
No, si no eres capaz de expresar lo que sientes.
Ha contestado como una arpía: se da cuenta. Con qué facilidad tiene estos arranques y, una vez que se deja llevar, aunque últimamente está mejorando, intenta paliar el daño. Lo mira. Él no dice nada. Su expresión se ha endurecido, se ha vuelto como la pizarra. Rachel va a la habitación de Charlie, cierra la puerta, se inclina sobre la cuna y coge al niño. Está nerviosa, Charlie lo nota y forcejea en sus brazos. Parecía muy poco probable que pudiera llegar a discutir con Alexander. No, no es eso: nunca ha sido capaz de superar la primera discusión con un hombre; una discusión significa la ruptura. Ha sido feliz estos últimos meses, y pensar en la posibilidad de enfadarse, de decir cosas desagradables, equivalía a imaginar el final.
Tranquiliza a Charlie. Se sienta e intenta darle el pecho, pero el niño grita cada vez más. Tal vez sea por el olor: por los residuos del sexo. O tal vez Charles Caine esté ampliando su misterioso repertorio de quejas. Está caliente, se resiste cuando lo acerca al pecho, escupe la leche. Esto es lo que pasa, piensa Rachel, cuando se impone el embargo. Se dicen cosas, absurdas intimidades que hacen más mal que bien. Puede que Alexander se marche, piensa. Se irá, sin duda. Ya se estará vistiendo, cogiendo el teléfono, el reloj y la cartera. En cualquier momento oirá el portazo de la puerta principal. Casi está segura de que ya lo ha oído.
Charlie tarda mucho en tranquilizarse. Le pone el termómetro, le cambia el pañal, le acaricia el pelo y le ajusta las mantas. Cuando por fin ha terminado y vuelve a su dormitorio, la fantasía del abandono es definitiva y se siente fatal. Pero Alexander está dormido. La lámpara sigue encendida. Sus gafas están en la mesilla de noche. Tiene las piernas abiertas. Rachel se acuesta. Él se mueve, se da la vuelta y la abraza en un gesto automático, inconsciente, de cariño. Ella está tensa, apenas se atreve a tocarlo, a pesar de que quiere. Lo siento, dice. La verdad es que esto no se me da bien.
Por la mañana, Alexander le lleva una taza de té a la cama, como siempre. Ella está callada, quieta, como si estuviera dormida, preocupada todavía, incapaz de reparar el desastre. Lo oye entrar en el baño a ducharse. Lo oye toser, sonarse la nariz debajo del chorro de agua, cantar un par de versos de una canción: una de las favoritas de Chloe, tal vez. Charlie sigue dormido, agotado por el ataque de angustia de la noche anterior. Rachel se analiza. Estás programada para fracasar, piensa, para hacer que los hombres se te acerquen y luego estropearlo todo. Conoce la dinámica: le ha funcionado bien, lo mismo que a su madre. Pero no puede seguir culpando a Binny por las costumbres de toda una vida ahora que es consciente de lo que está haciendo.
Alexander sale del baño, chorreando, secándose el pelo con una toalla. Tira la toalla al suelo y empieza a vestirse. Su cuerpo ya es familiar para Rachel: el pecho grande, con su oscura caverna en el centro, las piernas largas y las nalgas pequeñas. No está enamorada de él. Es decir, no siente por la persona que está en su dormitorio ese amor que describen los demás, con sus altibajos emocionales. Pero esas palabras no son exactas, son poesía, una reacción química sin demostrar: Alexander ha sabido sobrevivir a las tendencias de Rachel; ha liberado algo dentro de ella, siquiera las ganas de pasar otro día más con él, la sensación de que estar con él es mejor que cualquier otra cosa. Se sienta en la cama, coge la taza de té y bebe un sorbo.
¿Vienes luego?, pregunta. ¿Después del trabajo?
Alexander se está atando los cordones de los zapatos, se para, y la mira con gesto socarrón.
***
EL TIEMPO EMPEORA. NIEVA sin parar varios días seguidos, una nevada como no se ha visto en la zona desde hace décadas. Parece que el mal tiempo va a continuar eternamente; en realidad son solo tres semanas de caos. Cae una última nevada a finales de enero: pegajosa, densa, una sustancia perfectamente diseñada para cubrir los campos y las montañas, para amontonarse junto a los muros, bloquear las carreteras y apuntalar los edificios. Del tejado de la casita cuelgan precarias cornisas que caen sin previo aviso. El jardín parece un mundo ártico, perdido. Los tractores que atraviesan la finca dejan a su paso profundos agujeros; los coches siguen sin poder circular. El helicóptero de Pennington está en tierra, se han cancelado los vuelos en todo el país. Sigue nevando. Thomas no puede asistir a la segunda votación sobre la unión monetaria. La comida empieza a escasear en los supermercados. Por fin, las nubes se dispersan y el cielo se queda completamente despejado, tanto que el aire se vuelve peligroso como el oxígeno en combustión. Las temperaturas se desploman. De noche se alcanzan trece grados bajo cero. En las Highlands llegan a diecinueve bajo cero. La gasolina se congela en los depósitos. Se disparan los índices de mortalidad entre las personas mayores; se habla de una pandemia de gripe, de una nueva cepa que es mortal.
Hace tanto frío en Annerdale que ni siquiera hay niebla. Los ríos se hielan y el lago empieza a solidificarse: incluso se congelan las costas del mar de Irlanda. Revientan las tuberías de los edificios anexos, y todos los empleados, también Huib, tienen que trasladarse a la residencia principal, donde los acogen como a refugiados de guerra. Pero son invitados, y les hacen sentirse como tales. Desayunan todas las mañanas en la gigantesca cocina, huevos hechos en sartenes de cobre. Abadejo escalfado. Pan recién horneado. Hierbas picadas. Las despensas de Pennington Hall están bien abastecidas. Huib envía un mensaje a Rachel: estamos de vacaciones, ven a vernos. Pero los neumáticos se hunden en la nieve, se han formado placas de hielo y hay demasiada nieve para ir andando. No puede salir del bosque, ni siquiera para vacunar a Charlie.
Saca a su hijo de casa para que vea el mundo. Se envuelven los dos con anoraks y bufandas. Cumbria es un manto blanco hasta donde alcanza la vista. Las montañas están cubiertas de nieve, deslumbrantes, y parecen más grandes, ampliadas. De noche, las estrellas tienen un brillo extraordinario, como diamantes rotos. Charlie no guardará ningún recuerdo de todo esto: Rachel lo sabe. Sin embargo, se pregunta si tal vez la experiencia calará en lo más profundo, si formará alguna sensibilidad. ¿Buscará siempre su hijo los lugares más fríos, la belleza de las cumbres heladas y azules varadas en mitad de una blancura inmaculada?
Pone la calefacción a tope: no es ella quien paga la factura y no quiere que revienten las tuberías. Una piedra indica la fecha de construcción de Seldom Seen: 1847. Han reformado la casa, el aislamiento es bueno, pero el aire gélido sigue colándose por las ventanas y por debajo de las puertas, a través de las paredes. Rachel duerme en la cama con Charlie, a pesar de que le han aconsejado que no lo haga, pero no quiere dejarlo solo en la cuna. Intenta sacar el coche, pero los bajos rozan contra la nieve y chirrían; las ruedas de atrás no agarran. Al final, el coche derrapa y las ruedas giran en falso. El motor protesta. Deja el coche en el camino, saca a Charlie de la silla y vuelve a casa. Esa noche nieva otra vez: no tanto como antes, pero sí lo suficiente para cubrir la traicionera capa de hielo. Michael llega en un quad, envuelto en varias capas de lana, gore-tex y botas de campo. La perra va en el asiento, detrás de él, con la lengua fuera, echando vaho al respirar. Llama a la puerta, no protesta porque el coche esté bloqueando el camino, y pregunta a Rachel si necesita algo. No se puede abandonar en semejantes condiciones a una mujer que está sola con un bebé, sean quienes sean.
Creo que no, dice. Tenía provisiones.
¿Algo para el pequeño?
No. Pero gracias. Qué tiempo tan increíble.
Pues se espera que dure otra semana, dice Michael.
Una conversación trivial sobre el tema favorito de los ingleses: el tiempo. Parece que hubieran acordado un alto el fuego momentáneo. Michael vuelve a subir al quad y Rachel lo ve alejarse con la perra montada en el sillín, sujetándose con las patas cuando el vehículo se inclina y se tambalea al pasar por encima de los baches polares; en un punto del camino, la perra salta a la nieve recién caída y vuelve a montarse entre las piernas de su amo. Rachel no necesita nada por el momento. Tiene la despensa llena. Leche materna, pañales y medicinas suficientes. Aún queda carne en el congelador, paquetes sin etiquetar, de color rojo y púrpura y aspecto misterioso, cubiertos de escarcha, bolsas de bayas del verano y judías verdes. Si corría peligro de olvidar las necesidades prácticas de la infancia en el entorno rural de Cumbria, su estancia en el noroeste del Pacífico ha servido para recordárselo, muy en serio. Tiene leña para la chimenea. Tiene tarros y latas de conserva de carne de ciervo. Aguantarán.
Deja la radio encendida a todas horas para enterarse de las noticias, como un salvavidas. En todo el país se han cerrado los aeropuertos y los colegios, y la actividad de los hospitales se mantiene con un mínimo de personal; las pérdidas económicas son una hemorragia. Todos los días se debate por qué Inglaterra no es capaz de afrontar estas condiciones meteorológicas extremas mientras que en Berlín, Kiev y Japón los vuelos despegan a su hora, la fuerza de trabajo sigue productiva. El gobierno ha tenido que pedir sal del extranjero, que llegará por barco en mayo. No muy lejos de la frontera. En el programa matinal, el nuevo ministro de transportes dice que Escocia está bien abastecida y resiste bien el temporal. Las máquinas quitanieves están trabajando; están echando arena en las carreteras. El aeropuerto de Glasgow está abierto y los vuelos a Heathrow se desvían allí.
Charlie balbucea cuando oye la radio. Quiere que su madre le haga caso. Rachel está aprendiendo a ser parlanchina, a decir tonterías. Al niño le gusta oír su voz, entiende algo, aunque no sean las palabras. Le lee libros para adultos cuando empieza a volverse loca de tanto repetir la misma prosa infantil: un thriller sangriento; deja de leer cuando el asesino múltiple empieza a desmembrar a una de sus víctimas. Charlie tiene unos ojos enormes, increíbles. Intenta hablar haciendo ruiditos prolongados, como un ronroneo o un arrullo. Le lee el capítulo de su libro y aprovecha para hacer algunos cambios sobre la marcha. Incluso canta, con voz plana y desafinada, pero ¿no le debe a su hijo esa desinhibición, esas rimas infantiles, tan bobas? Uno, dos, tres y cuatro, Manolito tiene un gato… Charlie protesta cuando su madre deja de cantar. Está desesperada por tener una conversación sensata. Llama a Lawrence, pero no contesta. Llama a Alexander y contesta Chloe.
Carrick 205. Hola, soy Chloe Graham.
Como si contestara al teléfono en la década de 1950. Según la moda vintage.
Hola, Chloe. Soy Rachel.
Hola, Rachel.
¿No estás en el colegio?
No hay clase.
Charlan un rato amigablemente y después se pone Alexander.
¿Necesitas que te rescatemos?
No, estoy bien. ¿Cómo estáis por ahí?
Una catástrofe detrás de otra. Un idiota se ha estrellado contra el puente y se ha caído al río; han tenido que reanimarlo con un desfibrilador. En el bar se han quedado sin cerveza. Puede estallar una guerra civil en cualquier momento. ¿Cómo está Charlie?
Está bien. Me está volviendo loca. Quiere que le hable sin parar. Le daría lo mismo si le leyera la guía telefónica.
Oye risas al otro lado de la línea.
Sí, me acuerdo de esa etapa.
Mierda. Se ha despertado. Tengo que dejarte.
Muy bien. Llama si necesitas que te rescatemos. O si te apetece decir guarrerías.
LA NIEVE EMPIEZA A DERRETIRSE y la capa de hielo asoma como un cristal roto, como un tesoro de armamento escondido por los sajones, instrumentos para sembrar el caos. El país empieza a funcionar despacio, a levantarse. Luego, vuelve a nevar. Enormes témpanos blancos como en un imaginario paisaje decimonónico. Todo se paraliza.
Entre tanto, ajenos a los males de la gente, los lobos acechan al ciervo rojo que atraviesa los páramos; pisan con delicadeza, tanteando a cada paso. Evalúan las perspectivas de la caza, calculan el gasto de energía, la resistencia, la falta de tracción. Los rebaños siguen las mejores rutas, las zonas en que la nieve es menos densa, donde no pierdan pie si tienen que escapar. Su comportamiento ha cambiado muy deprisa desde el otoño. Se aprecia en ellos un nerviosismo nuevo; el pasado ha conseguido alcanzarlos. Observan desde una posición estratégica, preparados para echar a correr ladera abajo y cruzar el fondo del valle, atravesar los ventisqueros, cazadores duales de las montañas y las llanuras. Pero hay en su manera de observar una nota de obstinación. Abajo, los ciervos pasan en fila india, moviendo las orejas, con los ojos negros y brillantes. Se desplazan a salvo. Hay un animal muerto cerca de la entrada de su guarida, de momento no necesitan salir de caza. En varias ocasiones, a lo largo del mes, se han unido en un vínculo, trasero con trasero: es la etapa de acoplamiento frío.
Cuando el tiempo por fin mejora, la gente tiene la sensación de haber superado una convulsión extrema: un aborto o un ataque. La temperatura sube más de diez grados de golpe, lo que en sí mismo es alarmante. Los primeros torrentes del deshielo cubren la traicionera capa de nieve. La tierra asoma desnuda y mansa, y el agua corre por los caminos y se derrama en las alcantarillas y en las rejillas que impiden el paso del ganado. En todas partes hay lagunas relucientes como el metal fundido. Rachel vuelve a salir con Charlie, envuelto en una manta como una túnica sagrada. Da una vuelta despacio, con el niño pegado a su pecho, como una estatuilla ritual, para enseñarle el mundo sacrificado desde todos los ángulos posibles. Su hijo es el premio a todo el sufrimiento. Un dios pequeño y extraño, desvalido y exigente, que se ha adueñado de su vida. Le besa dulcemente en el cuello, y él se retuerce y grita. Cuánto ha cambiado Rachel gracias a él. Esa noche, cuando está en la cama, leyendo, se vuelve a mirar por la ventana. El cráneo de la luna resplandece por dentro, como una vela de sebo con la superficie agrietada y cubierta de cicatrices. Una reliquia simbólica que recuerda a quienes están en la tierra que no todo sobrevive. Hace más de un año que murió su madre. Se levanta y va al dormitorio de Charlie, lo observa unos minutos mientras duerme, cosa que no había vuelto a hacer desde que era un recién nacido. Una mañana, poco después del deshielo, un sapo enorme aparece en el umbral de la puerta, como un regalo salpicado de barro, como un mensajero. Está llegando la primavera.
Va a la oficina casi a diario, incluso los fines de semana, para recuperar parte de sus funciones. Lleva a Charlie con ella y lo deja en el suelo, en una manta que tiene espejitos y un soporte del que cuelgan juguetes. El niño intenta alcanzar los juguetes y patalea. Rachel trabaja a saltos, aunque consigue ser eficaz. Vuelve al recinto con Huib, pero los lobos están más recluidos últimamente; es una buena señal, y deciden no molestarlos por el momento. Estudia las pautas de las señales de los transmisores. Pasan más tiempo en los alrededores de la guarida, se acercan más a menudo a los animales muertos y dejan los huesos pelados. Tiempo de espera. Los movimientos de Merle, sobre todo, se han vuelto más conservadores. Cuando Gregor regrese de Nepal, dejará una cámara discretamente escondida a la entrada del cubil, y entonces lo sabrán con seguridad.
TRABAJAR NO ES FÁCIL. Charlie exige tiempo, exige amor y energía. Ocuparse de él es fascinante y profundamente aburrido a la vez. Hay lentas horas de tortura a media noche, cuando se pone a berrear como un loco, se acalora y suda, se le cubren de sal las crestas que separan los ojos de las orejas y tensa el cuerpo como un tambor. El cansancio empieza a agotar a Rachel. Echa de menos la época en que todavía le daba el pecho y se reconfortaban mutuamente. Quiere que se calle. Calla, piensa, y luego lo dice en voz alta, casi gritando, gritando de verdad. Al instante se atormenta de remordimientos. Charlie llora mucho, vomita. La caca se vuelve verde. Llama al ambulatorio, a Jan, a Alexander. Lleva al niño a Frances Dunning. No está enfermo. Es una etapa del crecimiento; o un experimento con la angustia. Aparta el biberón a manotazos, le tira las cosas de las manos, hecho una furia, inconsolable, sacando la lengua. ¡Qué, dice Rachel, qué pasa! Un niño malévolo ha sustituido a su hijo, como el sapo embarrado y grotesco del umbral de la puerta. Ve en Charlie una expresión de odio y desprecio, ¿o se lo está imaginando? La está castigando, no cabe duda, por todas las cosas malas que ha hecho, por todos sus pecados. Intenta tranquilizarse: estos pensamientos son completamente irracionales, fruto del cansancio. Lo coge en brazos y da vueltas por la habitación, lo arrulla y dice: ¡Chisss…! Cuando el niño por fin se agota, Rachel se desmorona en la cama. Por la mañana se despierta tan contento y tranquilo, sonriendo y canturreando como si no hubiera pasado nada. Y por la noche se repiten los berridos, el mismo demonio vuelve a apoderarse de él.
Después se pone enfermo. Cada semana coge un virus diferente, un resfriado o un trastorno digestivo, algún germen surgido de la nada, de las esporas que llegan a su cuna. Una infección de ojos que supura y forma una costra amarilla alrededor de los párpados. Diarrea, con mal color y tóxica: se la contagia a Rachel y la deja destrozada, con la tripa revuelta. Luego una tos que parece letal, perruna, se ahoga. Se han vacunado los dos de la tos ferina, pero Rachel tiene pánico. Vuelve al médico y sigue acumulando medicinas, antibióticos, que a Charlie le producirán llagas. Frances Dunning se los da con mucho arte y Rachel se siente como una inútil. La doctora Dunning es sabia.
Intenta no preocuparte; son cosas normales. Tiene que producir anticuerpos. La infancia es un período de enfermedad, pero eso nadie te lo dice.
Frances Dunning la mira.
¿Cómo estás, Rachel? ¿Tienes ayuda suficiente?
Dice que sí. Pero está agotada, embotada, y se le nota. Cuando vuelve a casa, llama a Sylvia y le pide que se quede con Charlie. Se acuesta y duerme un par de horas sumida en un sueño fatal, inmóvil. Cuando se despierta, la habitación está bien enfocada. Hay en la casa un silencio delicioso. Encuentra una nota de Sylvia encima de la mesa de la cocina: ha salido a dar un paseo con Charlie. Se sienta y se toma un café sin pensar en nada, ni siquiera en los lobos.
El niño mejora. El pus desaparece, la tos se suaviza. Rachel empieza a relajarse. Vuelve a la oficina y reconstruye el pequeño rincón donde ha instalado la guardería de Charlie, se pone al día con la correspondencia y el papeleo. Incluso avanza un poco en el capítulo de su libro. Los árboles se llenan de brotes verdes, la luz se expande y los días son más largos. Parece que todo va de maravilla hasta que la mujer de Michael coge la gripe, la variante peligrosa que está asolando el país, para la que no existe vacuna. Cuando pasa por la oficina para dar la noticia, él tampoco tiene buen aspecto; está pálido y sudoroso, y parece que le cuesta respirar. Les echa el aliento encima como un presagio funesto. Michael está al lado de Charlie, y a Rachel le dan ganas de sacarlo de allí a empujones. Una semana más tarde, Lena está hospitalizada y Michael de baja médica. Rachel observa a su hijo, llena de temor. Le toma la temperatura a diario, lo examina a todas horas. Lo atiende con devoción. La situación es insoportable. No tiene ningún control emocional y al mismo tiempo no para de controlar a otro ser vivo sobre el que apenas tiene control. De haberlo sabido, de haber tenido la más mínima sospecha de que iba a volverse tan débil, la decisión que tomó junto a la tumba de Binny habría sido distinta. Pero no. No. Cuando se trata de los niños, no hay posibilidad de mirar atrás, no hay condicionales. Charlie está aquí, está aquí, está aquí. Abre los brazos y los tiende, para que su madre lo coja. Mammma. Casi ha aprendido a decirlo, o algo muy parecido, y eso confirma la nueva identidad de Rachel. Lo coge en brazos. El niño se agarra a su costado. Ha hecho lo que tenía que hacer. Es incuestionable.
***
EN ABRIL, LAWRENCE Y EMILY se separan. Su hermano llama por teléfono para darle la noticia: es una llamada terrible, completamente inesperada, incómoda y paralizante. Rachel se sienta a la mesa. La casa de Seldom Seen está envuelta en el cambiante atardecer primaveral: el sol se estrella contra las ventanas y luego, en cuestión de segundos, la lluvia golpea suavemente el cristal.
He pensado que tenías que saberlo, dice Lawrence, con voz apagada. Para que sigas en contacto con ella si quieres… ella quiere.
Lawrence, lo siento mucho.
Sí. Gracias. Pero tenía que pasar. Emily no podía más. Y yo tampoco.
La voz de Lawrence suena hueca. Está más allá de la vergüenza, del arrepentimiento y la disculpa, profundamente hundido en lo inevitable, en una zona muerta emocional.
De momento puedes llamarme al móvil. Ya no estoy en casa.
¿Dónde estás?
Con un amigo.
Lawrence no da más detalles, ninguna dirección. Rachel piensa si el amigo en cuestión será la mujer con quien tuvo aquella aventura, si han vuelto a estar juntos. Pero no es momento de hacer reproches.
¿Estás bien, Lawrence?
Sí, bien. Más o menos.
Rachel no reconoce a su hermano en esta voz. Oye al fondo el ruido del tráfico, muchos coches que pasan deprisa, por una autopista o una carretera principal. Es desolador imaginarse a Lawrence desarraigado de su entorno, llamando desde un lugar de paso. Oye un sollozo al otro lado de la línea. Lawrence no dice nada más, no parece que tenga ganas de hablar otra vez de lo mismo.
¿Seguro que estás bien?
Sí. Solo quería decírtelo. Bueno, tengo que irme.
Lawrence, espera un momento.
No puede colgar así. Parece todo muy precipitado. Está segura de que su hermano está a punto de embarcarse en un viaje desastroso, si es que no lo ha hecho ya.
¿Por qué no vienes?, propone. Ven a pasar una temporada conmigo y con Charlie. ¿Lawrence?
Silencio. El ruido del tráfico. Una sirena.
¿Lawrence?
No puedo, dice. Ya tengo demasiados problemas en el trabajo. No puedo desaparecer.
Pídete una baja personal. Estas cosas pasan. Seguro que pueden arreglárselas sin ti, dadas las circunstancias.
No, no puedo, dice. De todos modos tengo cosas que hacer aquí.
¿Qué cosas?
¡Joder! Cosas. ¿Por qué me agobias?
No te agobio.
Sí, me agobias. Siempre haces lo mismo.
¿Qué?
Sí, Rachel.
Es la primera vez que ha perdido los nervios y le ha hablado con brusquedad desde que se reconciliaron. Rachel está asustada por la intensidad con que Lawrence expresa sus sentimientos de repente, por cómo rompe el pacto que habían hecho. Tiene que dejarle un poco de espacio, piensa, acaba de perder a su mujer, lo ha dicho sin mala intención. Pero parece que todo le diera igual, por cómo ha dicho el nombre de Rachel, sin ningún cariño, como si tuviera que soportarla.
¿Has bebido?, pregunta.
No, Rachel. Pero ¿y qué si hubiera bebido? ¿Qué problema hay con eso?
La lluvia golpea en los cristales como esquirlas de hueso.
Nada. Es solo que pareces raro. No quiero que…
Tengo que irme. Voy a colgar.
Rachel lo ha oído hablar así otras veces, hace mucho tiempo. Con desprecio. Con desesperación mecánica. Voy a romperle la cabeza a John con este palo. Para que mamá pueda venir a bañarse en el río con nosotros. Un niño perdido que siempre tomaba las decisiones que no debía, hasta que aprendió a decidir. Lawrence nunca permitiría que su matrimonio se destruyera; seguiría luchando. Tampoco se alejaría de su hermana. Rachel hace todo lo posible para que no cuelgue.
Espera, por favor, dice. A Charlie le encantaría verte: echa de menos a su tío. Ven a verlo un rato.
Es una burda maniobra utilizar al niño como acicate, pero a Rachel le da igual. Es vital que a su hermano no lo arrastre la corriente.
¿Lawrence?
No. Ya te he dicho que no puedo.
Vale. Entonces iremos nosotros.
No, dice él.
Me gustaría ir.
No.
La frustración de Rachel va en aumento. Piensa que tiene que dejarlo en paz, que la ha derrotado en su orgullo, que su autoridad y su influencia no están surtiendo efecto. Lawrence es un adulto, sabe cuidarse. Pero en su fuero interno, Rachel no se lo cree. Su instinto se ha ramificado desde que es madre. Lo quiera o no, su hermano necesita ayuda, y una parte de él seguramente lo sabe, quizá por eso ha llamado. Lawrence intenta colgar de nuevo. Llega tarde a alguna parte, ha quedado con alguien. Rachel intenta impedirlo una vez más: ¿vendrás a quedarte con nosotros? Eres el tío favorito de Charlie… Casi se lo está suplicando, pero da lo mismo. El tono de Lawrence se suaviza muy levemente.
Ya sé que intentas ser amable, Rachel, pero te pido que no lo hagas. No me lo merezco. No te gustaría tenerme allí. Estoy hecho una pena. Sería malo para Charlie.
Rachel pasa por alto este comentario. Empieza a hablar sin interrumpirse, con fluidez: ha aprendido a expresarse gracias a Charlie, que ha roto el lacre. Lawrence no quiere compasión ni perdón, eso es evidente, y Rachel plantea la situación en términos egoístas, apela al sentido de la responsabilidad de su hermano: su punto débil. Te necesito. Ven a ayudarme. Estoy agotada. Tú sabes tratar a Charlie muy bien y yo no me siento capaz. Dos veces más, Lawrence intenta desentenderse. Su desesperación por alejarse de ella es muy dolorosa. Rachel se desmorona encima de la mesa, se siente vulnerable físicamente. Parece que tuviera una herida de un tiempo a esta parte; todas las personas a las que quiere pueden hacerle daño. Sigue hablando, pidiéndole que venga, por ella, casi como si pronunciara un conjuro. Lawrence la interrumpe con la voz quebrada.
Rachel, por favor, no. No estoy en condiciones de estar con un bebé. No quiero joder eso también. Por favor, no me lo pidas.
Rachel no lo entiende. No lo entenderá hasta más adelante.
¿Qué? No digas eso, Lawrence. Eres un tío estupendo. Charlie te adora. Y yo…
Lawrence está llorando sin hacer ruido, y a Rachel le escuecen los ojos. Oye que alguien pasa al lado de Lawrence y dice algo, pero no llega a entenderlo: le pregunta si se encuentra bien, o le insulta.
Lawrence, dice, con la mayor firmeza posible. Te espero mañana.
LAWRENCE LLEGA AL DÍA SIGUIENTE por la noche, en taxi, con una bolsa de viaje pequeña. Emily debe de haberse quedado con el Audi, piensa Rachel, y también con la casa. Si esperaba tranquilizarse al verlo, la sensación se esfuma de inmediato. Está destrozado, flaco, parece que tuviera diez años más. Tiene la cara gris y una expresión furtiva, una costra negra cerca del labio superior. Sigue a Rachel hasta la cocina y deja la bolsa en el suelo.
Perdona que haya llegado tan tarde. Los trenes estaban jodidos.
No pasa nada.
Charlie ya está durmiendo. Lawrence niega con la cabeza cuando Rachel se ofrece a despertarlo. Le da a su hermano una cerveza y empieza a preparar la cena. Se propone indagar con sutileza, preguntar si hay alguna posibilidad de arreglar las cosas con Emily. Pero Lawrence no está en condiciones. Da la impresión de que ha sufrido un daño irreversible y atroz. Está cortando cebolla a su lado, apático. Se termina la cerveza y abre otra. Desprende un olor raro, no es que esté sucio, que no se haya duchado; es un leve olor a enfermedad, metálico: mal aliento o algo en la sangre.
¿Están bien así?, pregunta.
Muy bien. ¿Puedes picar los ajos?
Le pasa una cabeza de ajos. Procura no mirarlo. Tiene la piel de los brazos apagada y con manchas enrojecidas y secas. Lo que no se dice pesa como una losa, y Rachel empieza a tener la sensación de perder pie: la depresión de su hermano es mucho más grave de lo que se imaginaba. Lawrence separa un par de dientes de ajo y deja el cuchillo en la encimera. Se sienta y se bebe la cerveza mientras ella termina de preparar la comida. Cuando empiezan a cenar, la conversación no arranca. Él se esfuerza muy poco y ella no quiere forzarlo. Come mecánicamente, sin levantar la vista del plato, sin disfrutar de la comida. Está muy pálido. Se bebe otras dos cervezas: demasiadas en muy poco tiempo. Rachel por fin decide buscar su mirada, no para enfrentarse a él, pero sí con decisión. Puedes contármelo. Lawrence aparta los ojos. Se levanta y recoge los platos.
No te preocupes. Déjalos en la encimera. Luego pondré el lavavajillas.
Lawrence deja los platos. Los cubiertos se deslizan y caen en la encimera. Rachel lo ve hacer un gesto de dolor.
¿Te apetece un café?
Está cansada pero dispuesta a no acostarse, si así puede ayudarlo o al menos hacerle compañía.
No, estoy bien.
Pasan a la sala de estar y se sientan al lado de la chimenea. Su hermano parece incómodo en la butaca, doblado hacia un lado, con la mirada fija en las llamas, como si pudiera, como si supiera consumir el brillo del fuego. La noche se agota, sin televisión, sin conversación, sin avances. Lawrence no tarda en disculparse y se va a la cama. Rachel también se acuesta.
De madrugada oye que Lawrence se ha levantado y da vueltas por la habitación, entra en el cuarto de baño. Baja las escaleras. La puerta principal se abre y se cierra. Rachel espera oír un motor: tal vez ha pedido un taxi para marcharse a escondidas, pero no se oye nada. Va un momento a ver a Charlie, baja y abre la puerta. Un muro de noche negra: no ve a su hermano. La lluvia ha refrescado el ambiente. El rumor de los árboles es invisible. Incluso ahí, tan tierra adentro, nota trazas de aromas marinos: salobres, iónicos. Escudriña el camino y espera a que los ojos se acostumbren a la oscuridad. Los árboles empiezan a perfilarse en las tinieblas. No hay rastro de Lawrence. Seguramente estará nervioso —tiene razones para estarlo— y necesite un poco de aire. Cierra la puerta sin echar la llave y vuelve a la cama. Está adormilada cuando oye crujir las escaleras.
Charlie empieza la mañana haciendo ruido suficiente para despertar a su invitado, pero Lawrence no sale de su habitación, y, cuando el niño ya ha desayunado, Rachel abre la puerta de su dormitorio, apenas una rendija. Está dormido, con la camisa puesta y las mantas enrolladas en la cintura. El castigo del insomnio: las mañanas derrotadas cuando el reposo llega por fin. Llama a Huib para decirle que hoy trabajará desde casa.
Si hay algo urgente, avísame.
Claro, dice Huib. Hoy vuelve Gregor.
Mierda. Se me había olvidado por completo.
No pasa nada. Yo iré a recogerlo.
Gracias. ¿Algo más?
No, dice. Aunque deberías saber que… Lena no está bien. Han vuelto a ingresarla para hacerle pruebas.
Lo siento.
Se lo diré.
Cuelgan. Da vueltas por la casa, atenta a cualquier ruido en el piso de arriba. Charlie nota que su madre está nerviosa, y reacciona berreando y gritando, tirando los juguetes al suelo. Tiene un llanto fuerte y penetrante. Rachel sigue esperando que Lawrence aparezca y se anime al ver a su sobrino. Está segura de que el niño tendrá el efecto de un tónico, si no de un remedio. Responde correos electrónicos y vuelve a hablar un momento con Huib para asegurarse de que Gregor ha llegado bien. Come. A primera hora de la tarde oye que Lawrence se levanta, entra en el baño y tarda un buen rato en salir. Rachel está al pie de las escaleras, escuchando como una espía. Lo oye toser. Tirar de la cadena. Abrir la puerta. Espera que baje, pero Lawrence vuelve a su habitación.
Acuesta a Charlie para que duerma un poco y piensa en subirle a Lawrence una taza de té, pero no quiere molestarlo: está claro que necesita recuperar las fuerzas. Sin pensarlo, decide llamar a Emily, para saber de ella. Su cuñada está cortante, no antipática, pero no se alegra de oír a Rachel, como había dicho Lawrence.
Llevo días sin hablar con él, dice. Oye, tengo que salir enseguida, voy a una reunión. La verdad es que no quiero hablar de esto.
Es que estoy preocupada, dice Rachel. No parece él. Parece deprimido. Quiero decir, deprimido de verdad.
No. No está deprimido.
¿No?
No.
Entonces, ¿qué pasa? ¿Qué está pasando?
Hay un silencio. Emily suspira.
Oye, es estupendo que esté contigo. Me alegro, y puede que eso le venga bien. Pero yo no quiero saber nada. Ya no me interesa. Tendrás que hablar tú con él. No es mi papel.
¿Qué quieres decir?
Rachel, por favor. Estoy muy cansada de todo esto. Han sido muchos años. Ya no puedo más.
Rachel no comprende este absoluto desinterés repentino. Hace apenas unos meses, Emily estaba con Lawrence, intentando reconstruir su relación con lealtad. Seguro que sigue queriéndolo. La frialdad, esa manera de bloquear los sentimientos, debe de ser un mecanismo de defensa.
¿Ha vuelto a liarse con alguien?, pregunta. Si es así, es gilipollas.
Otro suspiro, más hondo. La exasperación de Emily va en aumento.
No. ¿Sabes cuál es el problema? Que te admira. No quiere que pienses mal de él. Pero yo no soy quién para contártelo. Tengo que irme. Espero que todo vaya bien.
La línea se corta. Rachel se queda un momento pensando, y le vienen a la cabeza distintos escenarios. Otros hombres. Niñas. Prostitutas. Nada tiene sentido. ¿Qué puede ser tan inconfesable para que su hermano se lo oculte? Pasa a ver a Charlie. Está dormido en su postura de victoria, con los brazos por encima de la cabeza, los puños a los lados. Cruza el pasillo y entra en el baño. Nota un olor a trastorno digestivo; Lawrence ha dejado la taza del váter manchada de restos, sin tirar de la cadena. Abre la puerta de la habitación de invitados. Las cortinas están cerradas, pero la ventana está abierta y hace mucho frío. Nota el mismo olor ácido, ferroso, como a metal oxidado y a suciedad, un olor agrícola que le trae a la memoria las decrépitas granjas del pueblo de su infancia. Lawrence está en la misma posición que antes, pero su respiración es más rápida, más superficial. Entra en la habitación. Tiene la camisa empapada de sudor y está tiritando.
¿Lawrence? ¿Estás despierto?
Su hermano se mueve un centímetro hacia ella, pero enseguida da media vuelta y se pone de cara a la pared.
No entres.
¿Estás enfermo?
Lawrence hace un ruido gutural que puede ser un sí o una convulsión.
¿Tienes la gripe?
Estoy bien. Déjame.
¿Necesitas algo? ¿Quieres agua? Tengo analgésicos.
No.
Puedo traerte un poco de sopa.
¡No!
Su rechazo es contundente. Rachel es consciente de que está haciendo el papel de enfermera; le parece una estupidez a la vista de lo falsa que es la situación, una farsa incomprensible. No puede seguir así.
Creo que tenemos que hablar.
Lawrence se encoge y lleva las rodillas al pecho. La ropa de la cama se desliza y la camisa se levanta. Está desnudo de cintura para abajo, con los músculos de las piernas en tensión, tiene un surco oscuro entre las nalgas. Echa una mano hacia atrás y busca a tientas las mantas, pero no las encuentra. Tiene un hueso muy pronunciado en la base de la columna.
¿Lawrence? ¿Has oído lo que he dicho? ¿Podemos hablar?
Silencio. Rachel empieza a perder la paciencia. Mejor dicho, las ganas de saber la verdad, de enfrentarse con su hermano, crecen, tenga o no tenga la gripe. Él no dice nada. Se está frotando los pies, uno contra el otro, un gesto infantil de malestar o de angustia. Rachel se acerca a la venta y abre las cortinas. Lawrence se cubre la cara con un brazo para protegerse de la luz. Rachel se queda a los pies de la cama y mira a su hermano.
Acabo de llamar a Emily. Hemos hablado de ti.
Lawrence gime suavemente, casi empieza a lloriquear. Rachel se agacha y recoge las mantas, está a punto de taparlo cuando él da media vuelta bruscamente y esconde la cabeza entre las manos. Vuelve a gemir, como si intentara aguantar las gamas de vomitar. Entre las piernas, en el centro de un nido de pelo oscuro, los genitales cuelgan mustios y pequeños, encogidos. Tiene un sarpullido alrededor y un bulto enrojecido en la ingle izquierda, una especie de absceso. Cerca, en el suelo, ve una venda manchada de amarillo y rosa.
¡Joder! ¡Lawrence! ¿Qué has hecho?
Él no intenta protegerse. Se rasca la cabeza.
Lo siento, dice. Lo siento. Lo siento.
Se rompe y empieza a llorar, sacudiendo los hombros cada vez con más fuerza. Rachel ve una zona en carne viva entre las piernas. El olor a podrido es muy fuerte. Está horrorizada, no da crédito. Una infección. Espasmos. Tiene el síndrome de abstinencia. No está enfermo, pero está sufriendo muchísimo. Su angustia crece, se vuelve insoportable. Tiene convulsiones mientras llora, y arcadas, escupe un chorro de saliva brillante. Rachel no puede hablar, intenta decir algo, pero se detiene. Lawrence sacude la cabeza y se sujeta con fuerza.
Lo siento. Lo siento.
Vale. Vale, Lawrence.
¿Qué más puede decir? Él la mira. Tiene las pupilas enormes, hundidas en el iris azul claro, unos ojos raros, improcedentemente bonitos. Rachel se sienta en la cama y posa una mano en la pierna de su hermano, que está caliente y pegajosa. El olor es horrible. La herida está brillante y es obvio que necesita atención médica, aunque parece que ha estado cuidándose él solo. ¿Desde cuándo?, se pregunta. ¿Desde cuándo está viviendo así? ¿Desde cuándo lo sabe Emily? Parece un secreto imposible de guardar. Se acuerda del día de Navidad, cuando jugaba con el león en la alfombra. Impaciente por volver a casa. Sus desapariciones en el cuarto de baño. Lawrence tiembla, llora y pide perdón, babea y moja la sábana. Vuelve a acostarse mirando la pared. Rachel le pone una mano en la espalda temblorosa y él hace un gesto de dolor. Coge la sábana y las mantas y lo arropa, como hace con Charlie.
Todo tiene solución, dice.
Se queda con él, intenta pensar qué hacer. ¿Pedir una ambulancia? ¿Dejarle que pase por lo que tenga que pasar? No está preparada para esto, aunque lo ha visto otras veces, al menos desde los márgenes. Se acuerda del hermano de Kyle: la situación que describía era atroz, sin seguro médico; las desintoxicaciones forzosas, las puertas cerradas. Una especie de ternura brutal. Piensa en los adictos de la reserva, chavales de familias que llevaban cinco generaciones viviendo en la miseria y hombres en paro que buscaban alivio en los bares de carretera, desesperados por conseguir dinero, juzgados en los consejos tribales, donde los castigos eran con frecuencia más severos que los de la justicia americana. Conoce bien el poder de destrucción que tiene el consumo, su maldad, sus exigencias. Es completamente posible mentir a tu mujer. No contárselo a tu hermana. Funcionar con aparente normalidad y estar escondido al mismo tiempo. ¿Cómo has podido ser tan idiota?, piensa. ¿Cómo has permitido que te pase esto? Pero Lawrence está ahí. Incluso en contra de su voluntad, y en este estado tan deteriorado, ha venido con ella; seguramente sabía que tenía que confesarse. Y ¿eso no es buena señal?
Todo tiene solución, repite, más firme, más segura, aunque también ahora en parte está representando un papel.
Lawrence sigue llorando, sacudido por los temblores. Se agarra el estómago cuando nota los retortijones, se levanta, aparta a Rachel y va al baño a grandes zancadas. Cierra la puerta. Se oye cómo los intestinos se vacían violentamente. Y poco después el ruido de la cisterna. Vuelve con aspecto cerúleo y débil. Se acuesta en la cama, y Rachel vuelve a arroparlo.
Al otro lado del pasillo, Charlie se despierta y empieza a llorar. Rachel se levanta, va hasta la puerta y se para. Da media vuelta, se acerca a la cama, se sienta y abraza a su hermano lo mejor que puede. Lawrence sigue temblando y Charlie grita cada vez más.
ESA TARDE LLEGA ALEXANDER, con la bolsa de lona que usa para su trabajo. Ha cancelado todas las citas. Abraza a Rachel y la retiene unos momentos. Ella tiene ganas de echarse a llorar en sus brazos.
Perdona que te haya hecho venir. No sabía qué hacer.
No te preocupes. ¿Cómo está?
No sé. ¿Puedes verlo un momento? Creo que quizá debería estar en un hospital, pero no quiere ir.
Bien.
Suben a la habitación de Lawrence, y Rachel cierra la puerta cuando entra Alexander. Se queda un momento en el pasillo y oye la voz de Alexander, cordial, tranquilo, que saluda a su hermano y se acerca a él. Baja a la cocina para dejarles intimidad. Juega con Charlie, construye una torre de bloques de madera. Charlie la tira, y Rachel vuelve a construirla. Aunque ya se sostiene sentado, a veces pierde el equilibrio. Intenta prestarle toda su atención —se siente culpable porque le ha dejado llorar mucho rato—, pero está muy distraída. Al cabo de veinte minutos oye que la puerta de arriba se abre, y Alexander baja las escaleras.
Se está vistiendo, dice. ¿Puedes llevarlo a Urgencias?
¿Tiene la pierna muy mal?
No es grave. Le he limpiado la herida, pero no drena bien. Yo no me preocuparía. Le he explicado los riesgos si no recibe tratamiento. No es idiota: lo sabe.
¿Te ha contado algo?
Un poco. Ha usado agujas limpias. Cree que la dosis estaba adulterada: mala suerte.
¿Mala suerte?
Por lo visto fue a buscarla a un sitio distinto.
Rachel mueve la cabeza.
¿Cuándo empezó todo esto?
No lo sé. Pero parece que hace bastante.
Me siento fatal. No tenía ni idea.
Alexander le pone una mano en el hombro.
Vamos. Estas cosas no se cuentan a la familia. Debe de haber tenido que esforzarse mucho para guardar el secreto. Conozco a gente que lo ha ocultado durante décadas.
¿De verdad?
De verdad.
Rachel asiente, aunque no encuentra demasiado consuelo en los intentos de Alexander por tranquilizarla, y tampoco en esas historias. Que alguien pueda levantar un muro para alejarse de sus seres queridos y entregarse en secreto a su infierno es una tragedia. Coge a Charlie de la manta de juegos.
¿Quieres que te acompañe al hospital?, dice Alexander. Puedo cerrar la clínica esta noche.
No, no. Ya te he quitado demasiado tiempo.
Y ¿Charlie?
Lo llevaré conmigo. No hay problema.
Lawrence baja las escaleras con cuidado, lleva la cremallera de los vaqueros sin cerrar y por debajo asoma un bulto de gasa blanca. Le cuelga la camiseta. Ahora que Rachel lo sabe, le parece más que evidente. Su aspecto; las señales a lo largo del último año. Charlie lo reconoce y hace un ruidito. Lawrence mira a su sobrino con los ojos llorosos y arrasados e intenta sonreír, pero está claro que tiene que esforzarse. Rachel coge una manta del respaldo del sofá y se la echa por encima de los hombros. Va hasta el coche descalzo, se niega a ponerse las botas, y Alexander y Rachel lo ayudan a sentarse en el asiento del pasajero. Rachel va a la cocina a por un par de bolsas de plástico y se las da a su hermano. Alexander espera al lado del coche mientras Rachel vuelve a por la bolsa de Charlie y asegura al niño en la silla del coche. Promete a Alexander que lo llamará más tarde.
Ve directamente a Lancaster si puedes, le dice él tranquilamente desde el otro lado del coche, por encima del techo. De todos modos os trasladarán a Kendal. Puede que necesite ingresar en la UCI.
Gracias, dice Rachel moviendo los labios.
Durante el camino, Lawrence vomita en una de las bolsas. Se disculpa y abre la ventanilla. Va con los ojos cerrados la mayor parte del trayecto, dejando que el aire frío le azote la cara. Charlie protesta hasta que su madre le da un chupete, y entonces se tranquiliza y se queda dormido.
La espera en urgencias es relativamente breve: enseguida valoran el estado de Lawrence y lo atienden. Rachel espera con Charlie en un rincón donde hay juguetes. Mandan a Lawrence a cirugía plástica. Rachel se traslada a otra zona del hospital y a otra sala de espera. Le lee un cuento a Charlie. El niño empieza a aburrirse, tiene hambre y está muy inquieto. Una hora más tarde, un médico residente le dice que van a ingresar a su hermano esa misma noche. Lo operarán al día siguiente por la mañana. No hay urgencia; la pierna no corre peligro. Rachel quiere entrar a verlo, pero no le dejan pasar con el niño. Envía un recado a Lawrence a través del residente. Volverá a primera hora de la mañana. Lo llamará más tarde.
Dígale que le mando un abrazo, dice.
Cuando sale del hospital, tiene la sensación de que está traicionando a su hermano, de que lo está abandonando, pero no puede hacer nada.
CUANDO RECIBE EL ALTA, Lawrence vuelve a Seldom Seen. Le han drenado el absceso y le han dicho que está fuera de peligro. Le dan un informe para que siga el tratamiento con un especialista en el centro de Workington, donde le ofrecerán orientación, pero Lawrence ha decidido que no quiere hacer terapia sustitutiva. No quiere la muleta de la metadona, dice, sabe que no funciona. En el camino de vuelta a Annerdale, parece asustado y tierno, como si hubiera atravesado una pared de fuego. Deciden que se quedará con Rachel unas semanas, puede que algo más. En Leeds hay demasiados factores desencadenantes, demasiada historia. El aislamiento y la recuperación en el campo son el subtexto implícito: la casa de Rachel será un sanatorio. Lawrence no para de disculparse, y ella de decirle que no pasa nada. No le fuerza a dar detalles de su adicción, pero en los días siguientes él empieza a contárselo. Lleva quince años dejándolo y volviendo, cosa que parece increíble. Ha pasado largas temporadas limpio, dice: mientras estaba en la Facultad de Derecho, cuando conoció a Emily, durante el tratamiento de fertilidad. A pesar de la infección y de la cicatriz, está relativamente sano: su vida de clase media le ha protegido de los peores efectos de la adicción. Apenas duerme de noche. Rachel oye sus pesadillas, seguidas de las horas de insomnio que pasa dando vueltas por la casa.
A lo largo de las próximas semanas, habrá momentos de mal humor, de depresión, y tendrá que practicar una férrea coreografía del bienestar hasta que consiga superar el hábito, pero esa misma mañana, cuando vuelven del hospital, Lawrence le hace una promesa a Rachel.
No lo quiero más en mi vida, Rachel. No volveré a hacerlo, te lo juro. Sé que estarás preocupada mientras esté cerca de Charlie.
Todo irá bien, dice ella, por enésima vez.
Confía en él, o quiere confiar. No tiene más remedio que hacer eso, para que todo salga bien, y, aunque no sabe si su hermano ha podido consumir en el pasado cuando estaba cerca de Charlie, nunca le ha parecido un peligro para su hijo; y nunca lo ha sido. Después de que Lawrence se tome una tostada, Rachel entra en su cuarto con Charlie bañado y vestido con ropa limpia, con un aspecto inmaculado. Lawrence coge la mano del niño.
Hola, Bup, dice. Eres una visión maravillosa para unos ojos heridos.
Rachel le ofrece al niño para que lo coja en brazos.
Oye, no me vendría mal darme un baño, dice Rachel.
¿En serio?
No tardaré mucho. Ya sabes dónde está todo.
Los deja a solas. Es duro, pero Lawrence ha cogido al niño cientos de veces. Mientras está en la bañera, piensa en todas las ocasiones en que falló a su hermano cuando era pequeño. Sabía que le estaba fallando, pero no podía ofrecerle ninguna solución. Él solamente quería su cariño, su compañía, que le asegurara que todo iría bien. No le ha dado lo suficiente. Media hora más tarde los encuentra en la sala de estar. Charlie está sentado como un rey en miniatura, en el centro de la alfombra, lanzando al león por los aires, y Lawrence lo recoge con mucha paciencia. Podemos conseguirlo, piensa Rachel, los tres juntos.
Lawrence tramita su baja laboral. Emily, para sorpresa de Rachel, accede a enviar algunas cosas de Lawrence, a pesar de que él ha pasado las últimas semanas en casa de Sara y ha dejado allí buena parte de sus cosas.
¿Has roto con Sara?, le pregunta Rachel.
Están en el jardín, sentados en el banco de madera húmeda, cubierto con bolsas de plástico, rodeados de sol y de árboles chorreantes. Las nubes de lluvia se han dispersado; quedan en el cielo estelas de condensación de las masas de aire que se dirigen al Atlántico. Charlie está dormido en su silla transportadora, a los pies del banco. Lawrence niega con la cabeza.
No. Me fui sin decir nada esa noche, cuando te llamé. Pero ella sabía en qué estado estaba, era evidente.
¿Quieres que hable con ella?
A Rachel le agrada la idea de intervenir. De enfrentarse con la mujer a la que se imagina como una especie de experta en destrozar hogares. Pero ¿quién es ella para juzgarla? Precisamente ella.
Gracias, dice él. Ya lo haré yo. No creo que se sorprenda. En realidad nunca creyó que fuera a quedarme con ella. No paraba de preguntarme si aún seguía queriendo a mi mujer.
Y ¿la sigues queriendo?
No lo sé. Sí. No lo sé.
Se levanta y entra en casa despacio, como un hombre condenado. Rachel le oye hablar por teléfono, después un largo silencio. Vuelve pasados unos minutos. Tiene los ojos brillantes, pero ha dejado de llorar.
Me ha dicho que soy un cabrón.
Bueno, dice Rachel. En ciertas culturas, eso es un cumplido.
Su hermano esboza un mínimo atisbo de sonrisa, la primera en varios días. Mira a Charlie, que tiene la cabeza vuelta a un lado, la mejilla rechoncha apretada contra el hombro.
Tengo la sensación de que he venido a fastidiarlo todo. Tu vida estaba estupendamente. No me necesitas aquí.
Eso no es verdad, dice ella. ¿Quién va a salvarme de los Pennington?
Rachel busca la mano de Lawrence, que está cerrada con fuerza, encima de las rodillas, como la mano de un niño angustiado.
***
HAN NACIDO, CIEGOS Y SORDOS, en la cálida y húmeda alcoba de tierra tapizada con el pelo de su madre. Al cabo de un par de semanas, la cámara de Gregor, con sensor de movimiento, capta su primera excursión al mundo. Rachel ha pasado por la oficina todas las mañanas, con la esperanza de tener buenas noticias, y ha dejado a Charlie con Lawrence. Gregor le envía un mensaje en cuanto consigue las primeras imágenes en vivo. Rachel y Huib analizan la escena. Ra está de pie, en un montículo, cerca del cubil; delgado y paciente, con la cabeza agachada y la piel clara de las patas reluciente alrededor del pene, que parece una lanzadera. Bosteza, se inclina y estira primero las patas delanteras y luego las traseras. Está cabeza abajo: en postura de yoga. Se incorpora, sacude las orejas y continúa vigilando la entrada del cubil.
Está claro que espera algo, dice Rachel. Y fíjate qué delgado está. Ha trabajado mucho.
Sí. Yo para eso tengo que ir al gimnasio.
Rachel mira a Huib, que no tiene nada de grasa acumulada en el cuerpo, lleva una dieta monacal y hace muchos kilómetros en bici por los puertos de montaña de la Región de los Lagos en su tiempo libre.
Ya lo sé. Te has abandonado, amigo mío.
Vamos, salid. Vamos, salid. Hace un día precioso.
Miran la pantalla fijamente. Es el momento que todos esperaban: la batalla para cambiar la legislación, los gastos, la designación oficial como parque nacional. De repente los ven, saliendo del cubil, con el hocico chato, torpes. Tienen los ojos opacos, del color de la pizarra; inquietantemente indefinidos. Apenas empiezan a ver.
Vale, ¿cuántos tenemos?, murmura Rachel.
Los cuentan: una, dos, tres cabezas grisáceas, una pausa, y una cuarta cabeza. El último es más pequeño, más inseguro, los demás lo empujan. La ladera está muy empinada en la puerta del cubil, todo un reto. El primero resbala y está a punto de caer, pero consigue frenarse con las patas delanteras. Los demás lo imitan: el chiquitajo pierde el control, da una voltereta y se cae de culo, rodando por la tierra. Merle está cerca, acostada en la hierba, jadeando, tranquila. Su compañero está de guardia: no necesita intervenir.
¿Dónde está Sylvia?, pregunta Huib. Seguro que quiere ver esto.
Se ha pedido la mañana libre. Está estudiando, creo.
Huib detiene el vídeo, descarga la imagen y se la envía a Sylvia por teléfono.
¿Se lo puedes enviar también a Alexander? Y a Stephan, en Rumanía.
Claro. Y ¿a Thomas? No vendrá hasta dentro de unas semanas, ¿no?
No sin resentimiento, Rachel está a punto de decir: no, no te molestes. Thomas Pennington no ha mostrado el más mínimo interés por el proyecto desde hace meses. No ha asistido a ninguna reunión del equipo desde las Navidades. Pero es su mecenas, el hombre al que se lo deben todo, y el dueño. Rachel asiente.
Como quieras.
Es un día importante al fin y al cabo, un hito: seguramente querrá saberlo.
Rachel observa atentamente a los cachorros, toma notas sobre su aspecto, tamaño y sexo, especulando. Todos son de color gris sucio, con el hocico negro, como si se hubieran revolcado en un montón de hollín, y tienen mechones oscuros a lo largo del lomo. Cuando se han alejado de la guarida, el padre se acerca. Lo rodean, le lamen el morro y se mueven frenéticamente, tiemblan, estiran el cuello. La alegría del reconocimiento. Dos de ellos tienen las clásicas estrellas blancas en el pecho. Le vienen varios nombres a la cabeza, pero se resiste. No se aventuran demasiado; siguen a su padre y luego vuelven con su madre y se acurrucan a su lado, peleándose por la leche. El cuarto —Rachel ya está muy interesada por su difícil situación— hace grandes esfuerzos para hacerse un hueco, lo aplastan, vuelve a intentarlo y por fin lo consigue. Merle parpadea despacio, con aire sensual, mientras los cachorros maman. Al cabo de un rato los animan a entrar en el cubil. Ra agarra al chiquitajo del cogote y lo lleva colgando de la mandíbula. Lo deja a salvo con los demás en la cámara subterránea.
Rachel mira a Huib, que está radiante de alegría.
Ya tenemos nuestra manada, dice.
Sí. Vamos a buscar a Sylvia, propone él. Creo que es ella quien debería hablar con la prensa. ¿Cómo quieres manejarlo? ¿Crees que habrá algún problema?
Difundiremos las imágenes. Eso funcionará bien. En realidad, creo que es justo lo que el proyecto necesita. A todo el mundo le encantan los cachorros.
SYLVIA NO ESTÁ EN LA ZONA principal del Hall. Honor les dice que la busquen en el lago: ha salido a dar un paseo hasta la cabaña de las barcas, un sitio que le gusta mucho, y puede que haya ido a la isla. Se alegrará de verlos. Los acompaña hasta la puerta de atrás, por donde solo pasa la familia. Bajan por una larga escalera que lleva al lago, dejando a sus espaldas la majestuosa mansión, con sus ventanas resplandecientes. Thomas ha ordenado plantar recientemente los lirios que crecían allí en la época victoriana, y a ambos lados de la escalera ya empiezan a florecer las hojas moradas, como lanzas, entre pequeños riachuelos y surcos de agua. La pradera que llega hasta el lago está más verde y cuidada que nunca: una joya espléndida en el terreno áspero y pedregoso de la región. Rachel no ha estado muchas veces en esta zona de la finca. Una vez más cae en la cuenta del lujo que la rodea. ¿Cómo se enfrenta uno al mundo real después de haber vivido en un sitio como este?, piensa. ¿Cómo será criarse allí? Estupendo o desastroso; en cualquier caso, no es capaz de imaginarlo. Siguen por un sendero de piedra hasta un camino hecho de troncos redondos que bordea la orilla. La plataforma de reiki parece olvidada y fuera de lugar, como una espaldera o una torre de vigilancia. ¿Seguirá utilizándola Thomas, o ha sido capricho pasajero?
¿Cómo está tu hermano?, pregunta Huib.
No todo el mundo conoce exactamente los detalles de la enfermedad de Lawrence, pero a Huib sí le ha contado algo.
Está mejor. Un poco alterado todavía.
He pensado proponerle que venga de excursión conmigo. Si crees que está en condiciones. Voy a subir al Catbells este fin de semana.
Eso sería genial. Le gustará.
A su hermano le sentará bien un poco de compañía masculina. Y Huib será una buena compañía. Desde que le dieron el alta, Lawrence no ha visto a nadie más que a Charlie y a ella. Llegan a la cabaña de las barcas. Otro edificio precioso, de piedra irregular, con una habitación encima del muelle y una terraza sobre el agua brillante. El tejado es inclinado y alto, de estilo casi suizo. La puerta está abierta. Llaman, pero nadie responde. En una mesa del piso de arriba está el iPhone de Sylvia, su ordenador portátil y un mamotreto de derecho. Si la cabaña no estuviera en un sitio tan recóndito, tan protegido, sería una extravagancia dejar cosas tan caras con tanta tranquilidad. Al lado de la terraza hay un sofá-cama con la colcha revuelta. Hay flores frescas en un jarrón, tazas sucias al lado del fregadero. Parece que la casa está habitada, puede que Sylvia se haya instalado allí. En un rincón hay una estufa de leña, un botellero con vino y un frigorífico.
¿Habéis salido con las barcas alguna vez?, pregunta Rachel.
Un par de veces, dice Huib. Es muy agradable salir a remar con un bocadillo. ¿Vamos a ver si está en la isla?
Rachel nunca ha estado en la isla, a pesar de que los empleados tienen permiso para visitar este capricho; tampoco ha disfrutado de otros lujos de la finca: de los caballos, de la sauna. Lanzan al agua una de las barcas de madera barnizada, amarradas debajo de la terraza. Se nota que han impermeabilizado los remos recientemente con sebo. Huib rema con destreza. La tierra se aleja y la barca se desliza a buen ritmo por la superficie del agua rizada. Desde el centro del lago, Pennington Hall parece un barco que flota entre olas de hierba, un improbable galeón de piedra rosada. Hay un silencio inmenso en el lago; solo se oyen las salpicaduras de los remos. Rachel observa los movimientos de Huib. Parece contento, en su salsa. Últimamente pasa cada vez menos tiempo con el resto del grupo, se ha distanciado. Seguramente sigue yendo al bar, pero ¿con quién? A lo mejor se ha echado una novia entre los empleados de la finca, o una chica del pueblo. No parece que le afecte el aislamiento. Cumbria no es un lugar perdido, comparado con otros sitios en los que ha trabajado Huib, pero todavía conserva su aire recóndito, su sensación de lejanía y soledad, su psicología romántica.
¿Alguna vez echas de menos tu casa?, le pregunta.
¿Te refieres a Sudáfrica? Hace años que no lo veo como mi casa. Puede que eche de menos la idea, pero no el sitio en sí. ¿Tú echas de menos Idaho?
Rachel niega con la cabeza.
No. Bueno, a lo mejor algunas cosas. Las porquerías: la salsa de la carne. Ya sabes. Y la sinceridad. La gente de allí dice lo que piensa.
A mí me encanta esto, dice Huib. Es fácil. Es fácil respirar.
Hay quienes se dejan seducir por el hechizo de la Región de los Lagos, piensa Rachel, y quienes creen que no ejerce ningún hechizo. Huib vuelve la cabeza y mira hacia la isla, da unas paladas con el remo derecho para enderezar el rumbo y dirige la barca a una pequeña playa de guijarros, donde un embarcadero se adentra en el agua. Ven un bote atado a los pilares, casi inmóvil en la orilla de la bahía. El capricho está escondido entre los árboles. A medida que se acercan, los trinos de los pájaros cobran fuerza, todo un coro de aves. Amarran y echan a andar por una senda del bosque. Los árboles son antiguos, de hoja caduca, posiblemente originales. Hay una paz asombrosa en la isla: es una biosfera botánica plagada de insectos, casi demasiado maravillosa para invadirla. No es raro que Huib haya ido allí de pícnic. Cuando pasan entre los brezales, el canto de los pájaros se detiene un momento y se reanuda después.
En un claro del bosque, apoyada en un contrafuerte de la roca, se levanta la falsa torre gótica: una ruina histriónica de curvas entrecruzadas, con ventanas en forma de arco, grietas simuladas y una pared a medio construir en un costado. Cuando entran por la puerta, una bandada de pájaros grandes levanta el vuelo con mucho escándalo. Rachel mira el cielo. No hay tejado, únicamente fachada. Es una broma arquitectónica construida en una época de extravagancia aristocrática. Tal vez en otro tiempo viviera allí un eremita con barba, contratado para conservar una gruta y ofrecer enigmáticas visiones délficas a los visitantes que se acercan a la orilla.
Siguen rodeando la isla y se encuentran con Sylvia por sorpresa. Está sentada en una pequeña parcela vallada, cerca de un monumento: un esbelto ángel moderno, fundido en metal ondulado. Tiene la mirada perdida en el bosque, como si esperase una aparición. Se levanta y se sacude los vaqueros.
Hola. Me parecía que había alguien por aquí. He oído la espantada de las grajillas en la torre. He venido a ver a mi madre. Hoy es el aniversario de su muerte.
Vuelve la vista a la estatua: el monumento en memoria de Carolyn Pennington. El ángel está empezando a oxidarse y tiene el color de los helechos en otoño. Empieza a formarse musgo en las ondulaciones de las alas. Es una pieza de muy buen gusto, integrada en el entorno, sin duda obra de un artista respetado. Sylvia ha dejado un ramo de flores frescas a los pies del ángel. Hay una botellita de alcohol pequeña —vodka, quizá— y dos copas encima de la hierba.
Perdona que te hayamos molestado, dice Rachel. No lo sabía.
Se siente incómoda por haber interrumpido el ritual que se estaba celebrando ahí, fuera cual fuera. Pero Sylvia sonríe y vuelve la mirada a los bosques, como si viera algo que ellos no ven.
No, no me molestáis. No pasa nada.
DE LA NOCHE A LA MAÑANA, el proyecto de Annerdale se convierte en una gran noticia: las televisiones locales y nacionales se hacen eco del acontecimiento. Entrevistan a Rachel en Radio 4 y en programas de difusión internacional. Reciben una avalancha de cartas de gente que les desea lo mejor y supera a los detractores. Son los primeros lobos nacidos en libertad desde hace siglos, y el país es consciente de la importancia del acontecimiento. Los lobeznos se convierten casi en mascotas, aunque nadie sabe exactamente de qué: de una Inglaterra que atraviesa momentos difíciles, de una Inglaterra que ya no cuenta con los importantes recursos naturales de Escocia. El proyecto tiene tirón y cobra una dimensión inesperada. No paran de llegar solicitudes de entrevistas. Thomas contrata a una compañía de publicidad y ofrece otra fiesta, un evento promocional para la prensa y los defensores del plan. Es otra de esas ocasiones que Rachel prefiere saltarse, pero está obligada a asistir.
La recepción es, como siempre, de alto copete: dignatarios, comida chic y bebidas, más en consonancia con la ceremonia de entrega de un premio o una fiesta. La residencia es un hervidero de periodistas. Vaughan Andrews hace su aparición dispuesto a capitalizar las buenas noticias para su distrito. Sí, es una iniciativa respaldada por el partido conservador, le oye decir Rachel. El propio Sebastian Mellor se ha involucrado en el proyecto y lo ha visitado in situ en numerosas ocasiones. Thomas circula entre los invitados con mucha pompa y Rachel procura no guardarle rencor por el poco interés que ha manifestado últimamente. Que presuma y se deje halagar todo lo que quiera. En su discurso, el duque colma de elogios a Rachel, presentándola como la mujer nacida en Cumbria que ha reintroducido los lobos en la región: las tonterías de siempre. Ella aprieta los dientes y sonríe. Inmediatamente después del discurso, un enjambre de periodistas se abalanza sobre Rachel micrófono en mano. ¿Está orgullosa?, le preguntan. ¿Se siente como la protectora de los lobeznos? La tratan como si fuera una madre loba, como si esperaran de ella una crónica emocional. ¿Siempre tratan a las mujeres con tanto sexismo y tanto simplismo en este país?, se pregunta. Mira el mar de camisas arrugadas y chaquetas de tweed de grandes almacenes, indumentaria hipster. Entre los periodistas hay desde urbanitas idiotas pero encantadores hasta tipos ingeniosos, escurridizos y pedantes. Por lo visto, nadie se ha tomado la molestia de documentarse un poco sobre el tema y tampoco ha leído la nota de prensa. Hay una brecha entre la capital y las zonas rurales. ¿Cómo explicar el proyecto a gente que no conoce la vida del campo, a los londinenses sorprendidos por la relativa cercanía del distrito de los Lagos con el Gran Londres, gracias a los trenes de alta velocidad, sorprendidos, según parece, de que pueda existir algo ajeno a su propia experiencia? No entienden para qué sirven los transmisores: Rachel explica cuál es su función. Habla del tamaño del recinto y el índice de biomasa. No, esto no es Escocia, dice, Escocia está a setenta kilómetros al norte. Entonces, un periodista que al menos se ha informado sobre la trayectoria profesional de Rachel, o simplemente ha estado atento a las conversaciones de la sala, la pilla desprevenida.
Usted ha dado a luz este año, ¿no es así, Rachel? ¿Cree que la ocasión ha sido un doble golpe de suerte?
Rachel lo mira fijamente, sintiendo una leve llamarada de pánico. Y se blinda. Hace caso omiso de la pregunta e instruye a la multitud sobre el desarrollo de los lobeznos.
Después del destete empezarán a comer carne regurgitada, y más adelante aprenderán a cazar. Es durante esta fase cuando les enseñarán todas las habilidades necesarias para la supervivencia. Esta etapa se conoce como la escuela de caza.
El periodista indiscreto le acerca al micrófono a la cara de una manera desconcertante; está a punto de repetir la pregunta, mucho más interesado en su vida personal que en el comportamiento de los animales. Rachel mira su acreditación, se fija en su nombre y en el de su medio de comunicación: una revista del corazón. ¿Qué pinta ahí? Sigue con su discurso, habla de los índices de depredación y del aparato digestivo de los lobos, casi los espanta, soltándoles un tostón científico, hasta que el periodista parpadea, baja los ojos y no los levanta de su grabadora. Ha negado que tiene un hijo: no sabe si le perdonarán semejante delito. Por fin, el periodista indiscreto se aleja hacia Sylvia, y Rachel se alegra de que la hija del duque sea tan fotogénica. La situación resulta en general un poco desagradable: todo se centra en el interés periodístico, en los detalles que encienden o despiertan cierta curiosidad. ¿No basta con lo que se ha conseguido? ¿No basta con esos animales tan hermosos? Aguanta quince minutos más antes de disculparse y sale a llamar a Lawrence desde otra habitación, para saber cómo está Charlie.
La recepción empieza a decaer. Se apuran los últimos restos de champán, demasiado bueno y demasiado caro para desperdiciarlo. Un convoy de taxis viene para llevar a los invitados de vuelta a Kendal, donde han reservado un hotel o cogerán el último tren hacia el sur. Thomas ha desaparecido, pero Sylvia está repartiendo bolsas con regalos a los que se marchan: un folleto del proyecto, insignias y otros recuerdos de la finca. La reunión cobra un aire fin de siècle, no solo por su brevedad. Deja en el ambiente una sensación de anticlímax o las secuelas de una catástrofe. Rachel empieza a deprimirse.
Cuando vuelve a casa, en el coche, la invade una sensación de abatimiento, de fatiga. Aparca unos minutos en la cuneta, cerca de la puerta principal del recinto. La lluvia cae entre la luz de los faros con una elegancia extraordinaria. A pesar de los buitres que acechaban la velada, habrá un punto de inflexión positivo en la opinión pública. Hay mucho que celebrar, además del nacimiento de la camada. Y, sin embargo… Tiene la sensación de que el proyecto en lugar de expandirse se repliega hacia su conclusión, de que ha llegado a un punto muerto.
Contempla la lluvia. La estructura de acero de la valla brilla a la luz de los faros. La finca está envuelta en la oscuridad: sus valles y sus montañas, sus bosques. Incluso las deslumbrantes luces de la mansión se ocultan detrás de los árboles. La naturaleza se ha impuesto, según lo esperado. El experimento ha dado resultado. No está exento de límites, no hay espacio para una manada dentro del recinto y solo cuentan con una pareja de cría. Los lobeznos crecerán y construirán una sociedad, pero seguirán sexualmente inactivos, a menos que alguno de ellos mate a uno de los padres o uno de los padres muera. El entorno será más saludable y tendrá mayor diversidad, pero al otro lado del recinto persistirán los páramos yermos, las zanjas abiertas por esas máquinas atronadoras que acaban con la población de ciervos, las ovejas y la vegetación. Ya sabía esto cuando aceptó el trabajo, y lo aceptó de todos modos. A pesar de todo, el proyecto es algo bueno, real bajo su falsedad, importante en su pequeñez e insólito para la mentalidad de este país.
Por primera vez en su vida, el trabajo no es su principal preocupación; el trabajo no es el centro de su existencia, como lo ha sido durante más de una década. No puede refugiarse en eso. Lleva muchos años sintiéndose segura y libre de cargas, centrada en la protección de otra especie. Ahora ha ascendido a otro plano. Se siente responsable de la recompensa y el fracaso de un ser humano. Hay más cosas en la vida, le dijo Binny el último día que la vio con vida, como si tramara acabar con la suya. Y Rachel pensó entonces: pero tú nunca has visto a un lobo perfilado contra el cielo, nunca has visto a un lobo persiguiendo a un alce, observando en la confusión de las patas traseras de su presa el momento perfecto para atacar. No existe mayor belleza.
Quiere volver a casa. Quiere coger en brazos a Charlie, sentir el calor de su piel o verlo dormido en su cuna. Quiere decirle a su hermano que está orgullosa de él: de sus días, de sus semanas de abstinencia, de su determinación. Puede perdonar a los periodistas su inexperiencia y sus preguntas, porque también ella tiene las miras puestas en otra cosa, en ese otro ser, en su propia especie. Arranca el coche, sale de la cuneta y vuelve a casa por el camino que atraviesa el bosque.