Capítulo 11

Pocos estudiantes de Michaelhouse tenían ganas de dormir. Cuando los últimos alborotadores se alejaron por la calle San Miguel, Bartholomew corrió a reforzar las puertas y ordenó a los estudiantes que recuperaran las piedras y palos arrojados desde el muro para reutilizarlos en caso de producirse otro ataque. Una vez estuvo satisfecho con las precauciones tomadas, los estudiantes se relajaron y formaron pequeños grupos para hablar en voz baja.

El cuerpo de Saul Potter yacía en el cónclave, pues Kenyngham había insistido en organizar un velatorio.

—Por lo menos no murió sin perdón sacramental —comentó maliciosamente Alcote—. El padre William le gritó la absolución desde una ventana de las dependencias del servicio antes de morir.

Kenyngham se santiguó. Tenía la mirada clavada en la flecha que todavía sobresalía del pecho.

—Os pedí que evitaseis la violencia —dijo, volviéndose hacia Bartholomew—. Ahora tenemos un hombre muerto.

—Y vos, padre Kenyngham, podríais estar en su lugar si Cynric no hubiese actuado a tiempo —repuso acaloradamente Agatha—. Le debéis la vida a Cynric, al padre William y a Matthew.

—¿Estáis seguros de que no podríamos haberlo arreglado sin derramamiento de sangre? —insistió Kenyngham—. Ahora somos responsables de un hombre muerto.

—Tonterías, padre —espetó William irritado—. Este hombre se buscó su propia muerte con sus provocaciones. Los alborotadores venían con muy malas intenciones y el plan defensivo de Matthew y la puntería de Cynric nos salvaron la vida y salvaron la supervivencia del colegio.

Aidan se mostró de acuerdo.

—El colegio estaría envuelto en llamas y nosotros muertos si los alborotadores hubiesen logrado entrar —ceceó mientras sus ojos azules saltaban de un colega a otro.

—Pero disparar a un hombre desarmado en nuestro huerto... —empezó Alcote, disfrutando de la disensión y deseoso de prolongarla hasta el momento de girarla en su favor.

—¡No estaba desarmado! —protestó William—. Tenía una espada y una daga que, en justicia, debería estar rajando ahora mismo tu esmirriado pescuezo. Después de todo, eres el único que posee cosas que valga la pena robar. Hubieras sido su primera víctima.

—Eso, eso, y de un buen peso nos habríamos librado —añadió Agatha, y miró despectivamente a Alcote.

Este tragó saliva, desconcertado por el ataque frontal de personalidades fuertes como las de William y Agatha.

—Pero...

—Ni peros ni nada —dijo William—. Y probablemente ese hombre fuera un hereje. Por lo menos lo último que oyó fueron las palabras sagradas que pronuncié. Puede que yo haya sido su salvación.

Miró fieramente a sus colegas, desafiándoles a contradecirle, y luego se alejó a grandes zancadas para organizar patrullas de estudiantes que vigilaran el colegio hasta que amaneciera. Alcote se recluyó en su habitación y, por los postigos abiertos, Bartholomew le vio abrir su arcón para comprobar que no le habían robado nada. Aidan se arrodilló junto al cuerpo de Saul Potter y Bartholomew se dispuso a seguir a Kenyngham hasta el patio, pero Agatha le detuvo.

—No dejes que el director y el despreciable Alcote te hagan sentir mal, Matthew, porque yo te digo que lo que hiciste estuvo bien —declaró con tono grandilocuente—. Tú, el padre William y Cynric salvasteis el colegio. Y ahora debo irme. La cocina no funciona sola, como bien sabrás.

Agatha se alejó balanceando con orgullo sus anchas caderas y obligando a los estudiantes a apartarse a su paso. Bartholomew sonrió. La mujer abrigaba la firme creencia de que era una elegida de Dios porque no había contraído la peste, y desde entonces la utilizaba para añadir credibilidad a toda clase de afirmaciones disparatadas. Bartholomew supuso que debía agradecer que Agatha defendiera su actuación. Ningún miembro de Michaelhouse deseaba estar a malas con la formidable lavandera, a menos que no le importara que sus ropas se dañaran durante el lavado y llevarse el peor trozo en las comidas.

Una vez en el patio, Kenyngham respiró hondo y contempló las estrellas.

—Esta noche se han cometido actos horribles, Matthew —dijo—. Por mucho que el padre William y Agatha justifiquen lo ocurrido, un miembro de Michaelhouse mató a un ciudadano. ¿Cómo crees que reaccionará la gente de Cambridge? Yo, y antes que yo el señor Babington, trabajamos duramente para fomentar las buenas relaciones entre el colegio y la ciudad, pero ahora todo se ha perdido.

—Tal vez todo se habría perdido si los alborotadores hubiesen conseguido entrar en el colegio —señaló Bartholomew—. La muerte de un hombre en tales circunstancias constituye un hecho horrible, pero es preferible que le haya tocado a Saul Potter en lugar de a uno de nuestros estudiantes o a uno de los alborotadores. Probablemente éstos eran tan víctimas de las provocaciones de Saul Potter como nosotros.

Kenyngham no parecía muy convencido.

—Este suceso tendrá repercusiones durante meses —suspiró—. ¿Cómo puedo permitir que sigas haciendo tu valioso trabajo en la ciudad? Podrían acabar con tu vida como represalia. De hecho, con la de cualquiera de nosotros.

—No lo creo —opinó Bartholomew, y estiró las piernas, doloridas a causa de la tensión y el cansancio—. La revuelta de esta noche no fue un hecho fortuito sino un acto cuidadosamente planeado, con Saul Potter como figura principal. Dudo que la gente de la ciudad lamente su muerte o tome represalias cuando conozcan su verdadero papel en todo esto.

Kenyngham miró dudoso al médico.

—Espero que tengas razón, Matthew. Entretanto, debo asegurarme de que ningún estudiante salga a la calle en busca de venganza. Y tú deberías ir a ver cómo se encuentra Cynric.

Bartholomew se dirigió a las dependencias del servicio, donde Cynric dormía como un bendito. El médico sonrió al ver que su ayudante seguía abrazado a su arco. Supuso que Cynric esperaba ser aclamado como un héroe por los estudiantes que presenciaron su actuación, pese a los temores de Kenyngham. Bartholomew pasó el resto de la noche escuchando la respiración tranquila del galés y meditando sobre los acontecimientos de las últimas dos semanas.

Al amanecer, Bartholomew salió de la habitación para evaluar los daños infligidos a las puertas. En compañía de Walter, pasó las manos por la madera astillada, admirado por la calidad de la obra que había resistido los impactos del poste. Caminó hasta los muelles y comprobó que la multitud había arrancado el poste de la primera de las frágiles viviendas de las gentes del río. Sabía que la anciana que la habitaba estaba fuera, y se alegró de que los alborotadores sólo se hubiesen ensañado con una casa.

Dunstan y Aethelbald ya estaban levantados y le recibieron con entusiastas descripciones de los sucesos ocurridos durante la noche. Bartholomew se alegró tanto de verlos sanos y salvos que ni siquiera notó que Dunstan se agachaba para llenar su taza en el río.

Llevó cerveza caliente y gachas a Cynric y luego empezó a pasearse por el patio a la espera de Michael. Cuando los estudiantes, encabezados por el padre Kenyngham, se dirigieron a misa para dar gracias por su liberación, Bartholomew solicitó al director que le dispensara de ir.

Una hora después, los estudiantes regresaron de la iglesia de San Miguel y se encaminaron al comedor para desayunar. Bartholomew les siguió, pero no tenía apetito y cada vez que la puerta se abría, levantaba la vista con la esperanza de ver a Michael. Tradicionalmente, las comidas en Michaelhouse se consumían en silencio o acompañadas de la lectura de tratados religiosos o filosóficos. Kenyngham, no obstante, solía mostrarse indulgente y permitía debates intelectuales siempre y cuando fueran en latín. Esa mañana, sin embargo, Bartholomew oyó inglés, francés e incluso flamenco, pero ni una palabra de latín, y el tema elegido tenía muy poco de académico. Kenyngham decidió hacer oídos sordos a pesar de que los franciscanos protestaron amargamente por semejante relajación de la disciplina.

Bartholomew removió con poco entusiasmo la harina de avena aguada y pasó su ración de cerveza amarga al padre Aidan, que la estaba contemplando con visible interés. Añoró de repente el pan blanco de la señora Tyler y se preguntó dónde estaría la mujer y si sus hijas se encontraban sanas y salvas.

La campana anunció el inicio de las clases y Bartholomew trató de concentrarse en la enseñanza. Bulbeck se ofreció a leer en voz alta el Líber urinarum de Isaac Iudaeus durante el resto deja mañana y Bartholomew, con una sonrisa de agradecimiento, escapó de sus obligaciones. El maestro escultor vino para informarle de su progreso con la tumba de Wilson y Bartholomew escuchó paciente pero distraídamente su letanía de quejas sobre la piedra: era demasiado dura, contenía cristales que dificultaban la cortadura, trabajar con negro era muy pesado y, sinceramente, sólo debería tallarse en pleno verano, cuando la luz era buena.

Bartholomew le preguntó si no sería mejor desechar el bloque de mármol y comprar un material más barato pero más manejable. El escultor le miró indignado y aseguró con arrogancia que no había piedra que se resistiera a un artesano de su calibre. Perplejo, Bartholomew lo vio alejarse por el patio y volvió a su tratado sobre fiebres. Hasta ahora había escrito cinco palabras y tachado cada una de ellas, incapaz de concentrarse sin conocer el paradero de su amigo.

Acababa de decidir ir en busca de Michael cuando el monje entró por el postigo comentando animadamente el daño sufrido por las puertas.

—¿Dónde estabas? —preguntó Bartholomew mientras le examinaba en busca de posibles lesiones—. ¿Estás herido? ¿Y la revuelta? ¿Por qué llegas tan tarde? ¡Estaba preocupado!

—¡Ajá! —exclamó Michael triunfalmente—. Ahora ya sabes cómo me siento cuando desapareces sin decir adónde vas. Pues bien, al igual que nuestro amigo Guy Heppel, no soy hombre de coraje temerario. Tras echar una ojeada a la situación, me refugié con mis bedeles en el primer edificio de la universidad que encontré. Si había estudiantes lo bastante imprudentes como para salir a la calle, habría hecho falta algo más que mi persona y mis hombres para convencerles de que se pusieran a salvo. Pasé la noche en Peterhouse, en una cama de plumas con una botella de excelente vino al lado para ayudarme a conciliar el sueño. El director fue de lo más hospitalario e insistió en que me quedara a desayunar.

Se frotó el abultado vientre y sonrió. Bartholomew soltó un gemido de agotamiento. Mientras él había pasado la noche preocupado por Michael, el benedictino estaba refugiado en una de las residencias más agradables de Cambridge.

—¿Tienes noticias de lo ocurrido? —preguntó mientras pensaba que los desayunos de Peterhouse debían de ser realmente suculentos si podían durar hasta tan tarde. Estaba seguro de que Michael no había comido harina de avena ni cerveza amarga.

—De regreso a Michaelhouse me encontré con el rector. Él y Heppel pasaron la noche en la iglesia de Santa María temblando de miedo —dijo Michael con una risita—. Por lo visto, el valor no es una cualidad que abunda entre nosotros, los hombres de la universidad. Hubo daños, pero poco importantes. Sólo dos edificios universitarios fueron objeto de serios ataques: Michaelhouse y Godwinsson, y sólo Godwinsson sufrió daños graves. Los estudiantes huyeron a la residencia Maud, de modo que no hubo muertos. Los ardientes escoceses de la residencia David salieron a la calle y la mayoría se consume ahora en las celdas de Tulyet, pues cometieron la imprudencia de plantar cara a los soldados. El señor Radbeche no estaba y el padre Andrew fue incapaz de retener a sus pupilos cuando estalló el jaleo, aunque dos de ellos, John de Stirling y Ruthven, todavía andan sueltos por ahí.

Interrumpió su relato para asegurar al padre William, que pasaba por allí camino de la tercia, que había salido ileso de los disturbios.

—Incendiaron algunas residencias pequeñas —continuó cuando William se hubo alejado—, pero los fuegos se extinguieron antes de causar graves daños. Los alborotadores entraron en cinco de ellas, mas todos conocemos la pobreza de esos lugares. Los saqueadores, que esperaban encontrar riquezas en abundancia, tuvieron suerte de salir con un par de platos de peltre. Si esas residencias guardan algo de valor, seguro que es un libro, y al pueblo no le sirven de nada los libros.

—¿Han terminado los disturbios?

—Oh, desde luego. Corrió el rumor de que Michaelhouse había matado a uno de los cabecillas y la revuelta se apagó como una vela mojada.

—He estado toda la noche dándole vueltas a la información que hemos reunido hasta ahora —dijo Bartholomew mientras lo empujaba hacia el huerto—. Algunas piezas empiezan a encajar, pero todavía hay muchas cosas que no entiendo.

—Pues yo no le he dado vuelta alguna —repuso alegremente Michael mientras se llevaba por delante un puñado de tortas de avena que descansaban en una bandeja de la cocina.

Agatha se volvió en ese momento, pero el monje le hizo un guiño impúdico y la mujer se echó a reír. Una vez fuera, Michael contempló los recipientes llenos de agua, arena y piedras y las mesas de caballete apiladas contra el muro para arrastrarlas hacia la puerta en caso de ataque.

—Si has estado pensando tanto como dices, esperemos que todas estas precauciones ya no sean necesarias —declaró. Luego su rostro se ensombreció—. Tenemos que poner fin a este asunto, Matt.

Caminaron hasta el tronco caído del huerto. Michael se sentó y procedió a comerse las tortas mientras Bartholomew se paseaba frente a él contándole sus deducciones.

—Debemos hacer dos cosas —dijo, mesándose el pelo—. En primer lugar, determinar el significado de los anillos. Y en segundo lugar, descubrir la identidad de Norbert.

—¿Qué quieres decir con descubrir la identidad de Norbert? —preguntó Michael con la boca llena de migas. Se sacudió el hábito.

—Norbert ha asumido otra identidad. El padre William me dijo que empezó a sospechar de la identidad del padre Andrew cuando asistió a una de sus misas. Hizo indagaciones, como sólo un ex miembro de la Inquisición sabe hacerlas, y descubrió que el único padre Andrew de Stirling de que hacen mención los registros franciscanos murió hace dos meses. William cree que Andrew es un impostor.

—¿Ese hombrecillo? —rió Michael—. ¡Ni en broma! Bueno, quizá no sea el padre Andrew de Stirling, pero me cuesta creer que sea tu Norbert.

—Sin embargo hay cuatro detalles que sugieren que Andrew no es lo que parece —prosiguió Bartholomew, ignorando la reacción de Michael. Cansado, se frotó la cara y trató de poner sus ideas en orden—. En primer lugar, dijo que era de Stirling. Sus estudiantes Robert y John también proceden de Stirling y aseguran ser hijos de un terrateniente. No quiero entrar ahora en detalles, pero el padre de esos muchachos no es ningún terrateniente. Los pueblos y ciudades de Escocia son pequeños y la gente se conoce. Me extraña que Andrew, si realmente procede de Stirling, no sepa que la familia de John y Robert no es lo que afirma ser.

—Tal vez lo sepa y prefiera guardar silencio por el bien de esos chicos. Eso encajaría con su carácter.

—Supongo que es posible —respondió Bartholomew, desconcertado por la facilidad con que el primero de sus argumentos había sido echado por tierra. Probó de nuevo—. En segundo lugar, cuando visité por última vez la residencia David, Andrew estaba escribiendo en su habitación. Tenía las manos y la cara cubiertas de tinta, como un niño que está aprendiendo a escribir. Un profesor no se ensuciaría de ese modo.

—Y porque no sabe controlar su pluma piensas que no es profesor. Me parece un razonamiento muy pobre, Matt —advirtió Michael.

Bartholomew no se dejó amilanar.

—En tercer lugar, todos los estudiantes de la residencia David tenían una coartada los días que murieron Kenzie y Werbergh, pero no interrogamos a los directores. Los estudiantes pasan la mayor parte del día bajo la estrecha vigilancia de Radbeche o Andrew, pero ¿dónde están éstos cuando no se dedican a hacer de niñeras? No se nos ocurrió preguntarles.

—Simplemente porque no teníamos razones para hacerlo —replicó Michael, encogiéndose de hombros.

—Y por último —Bartholomew respiró hondo—, era el hombre de la casa de Chesterton quien dijo que ayer iba a producirse una revuelta.

—¿Qué? —Michael brincó de su asiento—. ¡Todavía no has recuperado el juicio, amigo! Es la barbaridad más grande que has dicho hasta ahora, y créeme que has dicho algunas.

—Te dije que la voz me era familiar pero que había algo en ella que no acababa de identificar —se defendió Bartholomew.

—¿Y cómo es que lo has recordado de repente? —preguntó Michael sin tratar de ocultar su sarcasmo.

—No es cuestión de recordar —dijo Bartholomew, tratando de controlar la rabia por el modo en que Michael había rechazado su última revelación—, sino de reconocer. Andrew habla con acento escocés. Pues bien, cuando le oí hablar en Chesterton sobre la revuelta, lo hizo con acento inglés. Era su voz, de eso estoy seguro, pero no la reconocí de inmediato porque normalmente la disfraza.

—¡Venga ya, Matt! —Se sentó de nuevo y estiró sus enormes piernas—. El difunto señor Wilson estaría revolviéndose en su tumba si oyera tus disparates.

—¡Tiene sentido, Michael! —insistió Bartholomew—. Si reunimos las piezas, todo encaja. —Se sentó junto al monje y, exasperado, clavó un puño en el tronco—. Sabemos que la residencia David está implicada en este asunto de algún modo. Ivo, que inició la revuelta de ayer bloqueando la calle Mayor con su carro, trabaja allí. Kenzie fue asesinado y pertenecía a David. Y el Galeno con las cartas de Norbert era de David.

Michael meneó la cabeza.

—Acepto tu teoría de que Andrew no es lo que parece, pero no puedo aceptar que sea Norbert. Para empezar, es demasiado viejo.

—El pelo y la barba grises siempre envejecen. Probablemente sea un disfraz para ocultar su verdadera edad.

—Tal vez. —Michael asió otra torta de avena y se la llevó entera a la boca, por lo que sus siguientes palabras sonaron sordas—. Y ahora hablame de los anillos. ¿A qué conclusiones has llegado?

—No he deducido nada nuevo, pero deberíamos repasar lo que sabemos. Hay tres anillos. Dominica robó los dos anillos de los enamorados a Cecily. Se guardó uno y le dio el otro a Kenzie. Uno de sus amigos asegura que el anillo que Kenzie llevaba al principio era de gran valor. No obstante, el que Edred le robó, el tercero, era una imitación barata. En algún momento alguien, quizá el propio Kenzie, hizo el cambio. El anillo original de Kenzie apareció tres días después de su muerte en la reliquia de Valence Marie. Cecily recuperó el anillo de Dominica cuando la envió a Chesterton y me lo entregó.

Bartholomew extrajo el anillo de la manga de su tabardo y observó sus destellos verdemar a la luz de la mañana.

Michael se lo arrebató y lo giró entre los dedos.

—Tu conclusión, por tanto —dijo—, es que el anillo del director de la residencia Godwinsson fue a parar a la reliquia de Valence Marie a través de un estudiante de la residencia David. Y que el padre Andrew está metido en todo esto, y para afirmarlo te basas en las impresiones del padre William y en el hecho de que Andrew vive en la misma residencia que posee el Galeno. ¿No es así?

Bartholomew apoyó los codos sobre las rodillas y cerró los ojos. Ahora que había planteado sus argumentos a Michael, éstos sonaban poco convincentes, mientras que durante la noche le habían parecido infalibles.

—Dominica —dijo levantándose de un brinco—. ¿Dónde está? Si no está muerta, ¿dónde está?

—Era gobernada con mano de hierro por una gente sumamente desagradable —dijo Michael—. Tuvo la oportunidad de escapar y la aprovechó.

—No lo creo. Dominica está en Cambridge. De hecho, me apuesto lo que quieras a que la encontraríamos en la residencia David.

—¿En una residencia? ¡Estás loco, amigo! Adam Radbeche jamás quebrantaría el reglamento de la universidad.

—En ese caso, no tendrás inconveniente en acompañarme para comprobarlo —dijo Bartholomew.

Echó a andar y Michael le siguió a regañadientes.

—Pero ¿qué pruebas tienes? —resopló, esforzándose por mantener el paso de Bartholomew.

El médico sonrió maliciosamente.

—En realidad, ninguna. Es sólo un presentimiento, una corazonada si quieres.

Michael estuvo a punto de dar marcha atrás, pero vio la determinación en el rostro de su amigo y comprendió que no podría disuadirle. Sólo le quedaba intentar minimizar el daño que Bartholomew pudiera causar con sus insólitas acusaciones.

Los daños de la revuelta eran visibles, pero en su mayoría superficiales y muchos ya habían sido reparados. Las casas y las tiendas de los ciudadanos estaban intactas. Los alborotadores se habían concentrado en los edificios de la universidad. Bartholomew se mostró extrañado. Si él deseara asaltar la universidad, no elegiría Michaelhouse, uno de los edificios universitarios más grandes y sólidos, ni instituciones humildes como la residencia San Pablo. Iría a por los lugares que contuvieran objetos de valor y fueran de fácil acceso, como la residencia Maud. También cargaría contra la iglesia de Santa María, probablemente el edificio universitario más importante, y buscaría el arcón donde la universidad guardaba sus objetos de valor. Y sin embargo Michael había dicho que Santa María no había sido asaltada.

Frunció el entrecejo. Sólo se le ocurría que los cabecillas de la revuelta no quisieran infligir serios daños a la universidad. Pero entonces, ¿cuál era el verdadero móvil? Ahora el sheriff impondría el toque de queda sobre los ciudadanos con mayor dureza, la entrada en la ciudad quedaría sometida a un control aún más rígido y se reducirían las horas de comercio legal. Además, Tulyet tendría que colgar a algunos alborotadores como medida disuasoria y los ciudadanos tendrían que pagar un impuesto suplementario para cubrir los desperfectos. La gente de la ciudad sufriría más a consecuencia de la revuelta que la universidad.

La puerta de la residencia David estaba arrancada y algunas marcas en la pared indicaban que había sido forzada. Nadie acudió a la llamada de Michael, de modo que entraron sin ser invitados. Una vez en el pasillo, Bartholomew gritó el nombre de Radbeche, pero sólo recibió el eco de su propia voz. Golpeó con fuerza la puerta de la sala donde se impartían las clases y gritó de nuevo. No obtuvo respuesta, de modo que la abrió y entró.

La acogedora estancia, con sus postigos estampados y el cálido olor a estofado, estaba vacía. Se acercó lentamente al otro extremo de la mesa. Sobre ella yacía el señor Radbeche, con un corte en la garganta tan profundo que podía verse el hueso a través de la sangre.

—¿Está aquí Dominica? —sonó la voz de Michael a su espalda.

—No.

Michael apartó a su amigo de un codazo y soltó un gemido.

—¡Oh, Dios! —exclamó en un susurro—. ¿Qué le ha ocurrido?

—Se diría que alguien le ha rajado la garganta —respondió secamente Bartholomew—. Al parecer, con considerable vigor.

—Veo perfectamente lo que le han hecho, Matt —replicó el monje. Contempló al filósofo de cabellos rojizos—. ¡Pobre Radbeche! ¿Qué ha podido hacer para merecer una muerte así? La universidad ha perdido a un hombre de una inteligencia insólita.

Bartholomew procedió a examinar el cuerpo de Radbeche. El director de la residencia David había muerto hacía varias horas, puede que incluso antes de que la revuelta estallara, mientras Bartholomew hablaba con Lydgate y Michael en la iglesia. El médico se sentó sobre sus talones y miró en torno a la habitación. La puertecilla que daba a la cocina y la despensa aparecía entornada y se acercó a ella. El pomo estaba pegajoso y cuando Bartholomew retiró la mano, ésta apareció teñida de sangre. Asqueado, apretó los dientes y agarró de nuevo el pomo. Lo giró lentamente y abrió la puerta. Las sartenes yacían desparramadas por el suelo y alguien había esparcido los troncos chamuscados del fogón por toda la estancia. Bartholomew se acercó a la despensa y descorrió la cortina de cuero.

Alistair Ruthven estaba en el suelo, abrazado a John de Stirling. Al principio Bartholomew pensó que estaban muertos, pues tenían el rostro pálido y las ropas manchadas de sangre. Poco a poco, sin embargo, Ruthven giró su rostro descompuesto hacia Bartholomew y trató de ponerse en pie.

Bartholomew levantó ligeramente a John para dejar salir a Ruthven y lo devolvió con suavidad al suelo.

—¿Estás herido?

Ruthven negó con la cabeza.

—No estaba aquí cuando ocurrió. John ha muerto —añadió, contemplando a su amigo. De repente, miró horrorizado a su alrededor—. ¿Quién ha podido hacer una cosa así? —gimió—. El señor Radbeche y John están muertos y yo me libré porque hice ver que también estaba muerto.

Con mirada vidriosa, irrumpió a trompicones en el comedor.

—¡Deténlo! —gritó Bartholomew a Michael. Ruthven cayó de rodillas con un aullido espeluznante y se llevó los puños a la cabeza—. Sácalo de aquí antes de que sufra un ataque de histeria. Y avisa a los canónigos de Austin para que vengan a por John.

Rodeado por los brazos corpulentos de Michael, Ruthven salió a la calle tambaleándose. Bartholomew se inclinó sobre John, quien, pese a la opinión de Ruthven, no estaba muerto. Supuso que gran parte de la sangre pertenecía a Radbeche, pues al levantar la camisa del joven comprobó que la herida era superficial.

Le colocó una alfombrilla debajo de la cabeza y John parpadeó. Bartholomew buscó en su bolsa un trapo limpio y procedió a vendarle la herida.

—¿Voy a morir? —preguntó el muchacho—. ¿O ya estoy muerto?

—Ni una cosa ni otra —respondió el médico con una sonrisa tranquilizadora—. Es sólo un rasguño. Te pondrás bien en un par de días.

—¿Y toda esta sangre?

John tragó saliva y miró angustiado al médico.

—Cálmate —dijo éste con suavidad—. Creo que te desmayaste.

John sonrió tristemente, los ojos fijos en Bartholomew.

—La vista de la sangre me marea. Ya empecé a marearme al ver la del señor Radbeche, pero alguien me atacó en la oscuridad y cuando vi mi propia sangre me desmayé.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Bartholomew mientras le alzaba la cabeza para darle de beber—. ¿Viste quién te atacó?

John negó con la cabeza. De pronto, el miedo se reflejó en su rostro.

—Pero creo que fue el padre Andrew. Creo que mató al señor Radbeche.

—Empieza desde el principio —dijo Bartholomew, que no quería que John le confundiera aún más con sus especulaciones—. Cuéntame exactamente qué ocurrió.

—Salí al atardecer con el padre Andrew para comprar pan. No obstante, el señor Radbeche estaba de viaje y me extrañó que el padre Andrew dejara solos a mis compañeros. El caso es que se encontró con el padre William de Michaelhouse y empezaron a discutir, de modo que me dijo que fuera a comprar el pan yo solo.

Si Radbeche estaba de viaje, pensó Bartholomew, ¿qué hacía muerto en la cocina?

John bebió agua antes de proseguir.

—Era la primera vez en mucho tiempo que me dejaban suelto y decidí aprovechar la ocasión. Me reuní con algunos amigos y para cuando regresé a David ya había oscurecido. Frente a la residencia había una multitud de gente lanzando insultos y piedras a las ventanas y dos personas intentaban robar la puerta. Supuse que los demás estudiantes habían salido, pues de lo contrario no habrían permitido que la residencia fuese atacada sin intentar defenderla. Me oculté en las sombras del riachuelo y me quedé observando.

Hizo otra pausa.

—Al cabo de un rato apareció el padre Andrew y se dirigió a la multitud con gran aplomo, como si ya lo hubiera hecho otras veces. El cabecilla se llevó a los alborotadores como si fueran corderillos. Me disponía a seguir al padre Andrew al interior de la residencia cuando me detuve a reflexionar sobre lo ocurrido: el hombre había dado órdenes a los alborotadores y éstos le habían obedecido sin rechistar. Su voz era diferente, no sé...

—¿Ya no tenía acento escocés? —preguntó Bartholomew.

—¡Exacto! ¡Eso es! Era su voz, pero tenía acento inglés. Siempre pensé que su acento no era de Stirling.

—¿Y luego? —preguntó Bartholomew mientras lo ayudaba a sentarse.

John respiró con un escalofrío.

—Después de hablar a la multitud, el padre Andrew entró en David y salió a los pocos instantes. Luego entré yo y encontré al señor Radbeche... muerto con... Mientras lo miraba noté un dolor en el pecho, bajé la vista y vi...

El joven se estremeció y Bartholomew temió que fuera a desmayarse otra vez. Le apoyó contra la pared y le dio de beber.

Al cabo, John empezó a hablar de nuevo.

—Me desmayé y cuando desperté Alistair Ruthven estaba conmigo. Como no podía salir por los alborotadores, había pasado conmigo toda la noche. Intenté convencerle de que se fuera por si el padre Andrew volvía. Se había salvado ocultándose en el piso de arriba.

—Aun así, no viste al padre Andrew matar a Radbeche —señaló Bartholomew—, ni tampoco a la persona que te atacó.

—No, pero el padre Andrew entró en la residencia y salió poco después. ¡Tuvo que ser él!

Bartholomew sacudió la cabeza.

—Imposible. Dijiste que el padre Andrew venía de otro lugar cuando se dirigió a la multitud y tú tuviste la impresión de que la residencia estaba vacía. Radbeche ya debía de estar muerto cuando el padre Andrew entró.

—En ese caso, ¿por qué no pidió ayuda cuando encontró al señor Radbeche muerto? —preguntó John, mirando a Bartholomew con sus ojos oscuros y solemnes.

—No he dicho que el padre Andrew no estuviera implicado, sólo que probablemente no mató a Radbeche mientras tú observabas desde la calle —puntualizó Bartholomew.

Se recostó contra la pared y reflexionó. Andrew había tropezado con el padre William por la tarde. Probablemente éste le dijo que sabía que no era quien aparentaba ser y Andrew comprendió que tenía que terminar cuanto antes el asunto que se traía entre manos. Entretanto, los estudiantes escoceses, aprovechando la inesperada libertad, debieron de salir de la residencia en cuanto Andrew los dejó solos. Luego Radbeche regresó y encontró la residencia vacía. Así pues, o bien Andrew mató a Radbeche, se fue de la residencia y regresó de nuevo más tarde, u otra persona cometió el asesinato.

—Quizá fuera Norbert —pensó Bartholomew en voz alta.

—¿Norbert? —preguntó desconcertado John—. ¿Creéis que Norbert pudo matarle?

—¿Conoces a Norbert? —preguntó perplejo Bartholomew.

—Sí —respondió John—. Poco, porque el criado es nuevo, pero sé quién es y no puedo decir que me guste. Es un maleducado y huele que apesta.

—¿Qué aspecto tiene?

Bartholomew se preguntó si sería capaz de reconocer a Norbert a partir de su descripción, veinticinco años después de su último encuentro.

—Siempre está sucio —dijo John— y lleva un trozo de tela enrollado en la cabeza. Parece un sarraceno, sobre todo porque siempre tiene la cara negra de mugre. A pesar del calor, va vestido con un montón de harapos, como los mendigos en invierno. El padre Andrew lo trajo hace una semana para que trabajara en la cocina. Nos dijo que era mudo y que le dejáramos tranquilo.

—¿Qué edad tiene? —preguntó Bartholomew, cada vez más excitado.

—Dieciséis o diecisiete —fue la decepcionante respuesta—. Es difícil adivinarlo con toda esa suciedad. El señor Radbeche dijo que si quería quedarse tendría que lavarse, pero el padre Andrew le rogó que lo dejara tranquilo.

—Estoy seguro de ello —dijo Bartholomew mientras una nueva idea le rondaba la cabeza—. Dime, John, ¿conociste alguna vez a Dominica, la amante de James Kenzie?

—No. —El rostro de John se ensombreció—. Pero hablaba mucho de ella, de su cabello rubio y sus ojos color verdemar.

—¿Y cómo eran los ojos de Norbert? —preguntó Bartholomew.

—De color verdemar. Eran sorprendentes, lo único agradable en él. Pero no pensaréis... —John calló durante un instante y tiró de los bordes de su vendaje—. Creo que hay algo que deberíais saber.

—¿Qué? —preguntó Bartholomew, presintiendo que John iba a decirle algo que no sería de su agrado.

El estudiante le miró con cara de culpa.

—No me pareció importante en su momento. Además, el padre Andrew me ordenó que no lo contara.

—¿Que no contaras qué? —dijo Bartholomew, cada vez más inquieto.

—Hace dos semanas el padre Andrew me dijo que si le traía el anillo de Jamie, que, según él, pertenecía a una pareja de anillos de enamorados, rezaría sobre él para que la relación entre Jamie y Dominica terminara. Jamie me caía bien y yo también creía que sería mejor para él que no volviera a ver a Dominica.

—¿Y el padre Andrew dijo que si rezaba sobre el anillo la relación terminaría? —preguntó asombrado Bartholomew—. ¡Qué método tan extraño! Resulta casi tan bárbaro como consultar las estrellas.

John le miró sin comprender antes de continuar.

—Cogí el anillo un día que Jamie se lo quitó para limpiar un desagüe. El padre Andrew lo retuvo varios días y el pobre Jamie casi se volvió loco buscándolo. Cuando finalmente me lo devolvió, le dije a Jamie que lo había encontrado entre los tablones del suelo. Mentí porque el padre Andrew me había hecho prometer que no le contaría lo sucedido. Dijo que era por el bien de Jamie.

Bartholomew soltó un gemido.

—Ojalá nos lo hubieses contado hace una semana, John —dijo—. No tienes ni idea de lo mucho que nos habría ayudado.

El rostro de John se contrajo de remordimiento.

—¡Lo siento! No creí que fuera importante, y además había prometido al padre Andrew que no lo contaría. Pero ahora que el padre Andrew no parece ser quien aparenta ser, me siento con derecho a romper la promesa.

—La última vez que visité vuestra residencia, el padre Andrew aseguró que no sabía que Jamie tenía una amante y aún menos que la amante era Dominica.

—Entonces estaba mintiendo. Lo sabía todo sobre Dominica, aunque ignoro quién se lo contó. Desde luego no fui yo.

—¿Por qué no me dijiste en aquel momento que el padre Andrew estaba mintiendo?

—No le oí hablar de ello con vos. El lunes yo estaba limpiando el patio y sólo escuché la última parte de vuestra conversación, y la primera vez que vinisteis yo estaba arriba atendiendo a mi hermano enfermo. Creedme, le habría acusado de embustero si le hubiese oído decir que no sabía nada del romance de Jamie.

—¿Le contaste a alguien lo de ese curioso plan de rezar sobre el anillo?

—No. El padre Andrew me lo prohibió. Ni siquiera se lo conté a mi hermano Robert, aunque a él tampoco le habría parecido bien que robase el anillo de Jamie, aun cuando fuera por su bien.

Bartholomew ayudó a John a sentarse y el rostro del joven palideció al ver la camisa manchada de sangre. El médico había conocido a gente sensible, pero nunca a nadie tan delicado como el pobre John de Stirling. No era de extrañar que el muchacho se hubiese desmayado. Lo tumbó de nuevo mientras las preguntas se agolpaban en su mente. Lo que más le desconcertaba era la relación entre Norbert y Dominica. Le parecía demasiada coincidencia haber encontrado copias de las cartas que Norbert le escribiera años atrás y que Dominica estuviera en la residencia donde se habían ocultado dichas cartas con el seudónimo de Norbert. Se devanó los sesos en busca de respuestas, pero todas las soluciones fallaban por algún lado.

Pensó en Radbeche, quien se suponía que estaba de viaje pero había regresado sólo para morir. ¿Estaba implicado en los disturbios? Más importante aún, ¿dónde estaba el padre Andrew ahora que su residencia había sido abandonada y su director asesinado?

Los canónigos de Austin no tardaron en llegar para llevarse a John al hospital de San Juan. Michael, que esperaba a Bartholomew en la calle, le dijo que había enviado a Ruthven a informar al rector de que Radbeche había sido asesinado. Bartholomew se mostró preocupado.

—¿Crees que has hecho bien en dejar al muchacho solo? Estaba muy conmocionado por lo ocurrido.

—Lo dejé al cuidado de uno de los sargentos de Tulyet —explicó Michael—, el hombre cuyo hijo curaste de una herida de flecha el año pasado. Cuidará del muchacho, no te preocupes. Además, pensé que era mejor mantenerlo alejado de la residencia.

—¿Qué te contó? —preguntó Bartholomew, todavía dudando de la decisión de Michael.

—No mucho —respondió el monje—. Tan pronto como el padre Andrew salió con John a comprar pan, los estudiantes, sin niñera por primera vez en muchos días, aprovecharon la ocasión. Salieron de la residencia cuando el padre Andrew aún no había doblado la esquina, pero Ruthven se quedó estudiando.

—Parece que Ruthven y Davy Grahame son los más interesados en aprender —dijo Bartholomew—. Los demás, por lo visto, prefieren salir a robar ganado.

—Has estado leyendo demasiado sobre las bravatas de ese astrólogo inglés que se dedica a elaborar horóscopos nacionales —le reprendió Michael—. Ese comentario no es digno de ti, Matt. Como te decía, los estudiantes salieron en busca de diversión. Poco después estallaron los disturbios. Ruthven oyó que una multitud se agolpaba frente a la residencia y empezaba a lanzar objetos a las ventanas. Aterrorizado, subió y se ocultó bajo una pila de colchones. Ignora cuánto tiempo permaneció escondido. Cuando se hizo el silencio, salió y encontró a Radbeche muerto y a John herido de muerte. Estuvo con él hasta que pereció y no se atrevió a salir hasta que llegamos.

—Deberíamos decirle que John no ha muerto —dijo Bartholomew—. Simplemente se desmayó al ver su propia sangre. Le ocurre a mucha gente, aunque la aversión de John se sale de lo normal.

—¿Te contó John algo que no supiéramos ya?

Bartholomew le resumió la declaración de John mientras esperaban a Guy Heppel para que se hiciera cargo del cadáver de Radbeche. Heppel llegó, como siempre, pálido y asmático.

—¡Qué asunto tan espantoso! —resopló—. Asesinatos y violencia. Si el resto de Inglaterra es como Cambridge, no me extraña que Dios nos enviara la peste para castigarnos.

—¿Estáis bien? —preguntó Bartholomew, preocupado por la palidez del hombre.

—Me encuentro fatal —respondió Heppel, y se llevó una mano a la cabeza—. Necesito que me hagáis la consulta cuanto antes. No hubiera debido ir al banquete del Fundador sin ella, porque desde entonces no soy el mismo.

—¿Comisteis menudillos de pescado en Michaelhouse?

Heppel se agarró el estómago y le miró con cara de culpa.

—Siempre he sido aficionado a los hígados de pescado y no especificasteis por qué debía evitarlos. Dijisteis que Saturno estaba en ascensión y que debía seguir tomando la medicina, pero eso no parecía guardar relación con los hígados de pescado.

—Os dije que los evitarais porque sabía que estaban en mal estado.

—¿No fue por Saturno? ¿Ni porque Júpiter dominará a finales de semana?

—Júpiter no dominará esta semana —dijo Bartholomew para tranquilizarlo—, sino Marte.

—¡Marte! —balbució Heppel mientras se apoyaba contra la pared—. ¡Todavía peor! Cuando haya dejado el cadáver en la iglesia volveré a mi habitación y me meteré en la cama, no vaya a ser que contraiga una enfermedad grave.

—¿Lo ves? —dijo Bartholomew a Michael cuando echaron a andar hacia la calle Mayor, dejando a Heppel y a dos bedeles al cuidado del cadáver de Radbeche—. La astrología es una trampa. Heppel empezó a sentirse mucho peor cuando pensó que Marte iba a estar dominante, y la verdad es que no hay nada de cierto en ello. Me lo inventé pensando que le haría sentirse mejor.

—¡No deberías tomarte tan a la ligera las estrellas de Heppel! ¡Ni decir mentiras! ¿Qué te ocurre? ¿Has estado recibiendo clases de Gray?

—Heppel es un tipo extraño —dijo Bartholomew, y miró atrás para echar un vistazo al censor subalterno, que estaba supervisando el traslado del cuerpo de Radbeche con el pañuelo de hierbas apretado contra la boca—. A veces me pregunto si es lo que parece.

—¿Quién lo es en esta ciudad? Tenemos viejos que fingen ser frailes, cabecillas que se hacen pasar por marmitones, e hijas de directores que se disfrazan de chicos, por no mencionar de lo que son capaces algunas prostitutas para meterse en los colegios. —Michael lo miró de reojo—. Tú y yo somos las únicas personas de las que todavía me fío, aunque incluso tú has estado revelando aspectos desconocidos de tu personalidad estos últimos días, como esa obsesión por las rameras. Pareces un mahometano con harén.

Bartholomew suspiró.

—He decidido acabar con todo eso. Una, o probablemente dos mujeres de mi harén han intentado matarme, mientras que la tercera sólo puede hablar conmigo sin causar un escándalo disfrazada de anciana.

—No hay duda de que has mostrado una falta total de criterio con tus elecciones —declaró abiertamente Michael—. Pero no desesperes. Quizá pueda presentarte a una o dos damas...

—Por ahí viene de nuevo Heppel. ¿Qué habrá ocurrido ahora para que haya dejado a Radbeche?

—Probablemente ha descubierto que le has mentido y viene a acusarte de herejía.

El semblante pálido de Heppel brillaba bajo su habitual sudor.

—El señor Lydgate se está muriendo —resopló—. Un soldado acaba de decirme que está en la residencia Godwinsson y quiere que vayáis a verle antes de que sea demasiado tarde.

—¡Oh, Dios! —gimió Michael, dando la espalda a su subalterno para correr hacia Godwinsson—. Todo empieza a encajar, Matt. Alguien ha puesto su plan maestro en marcha.

—Pero todavía no sabemos en qué consiste ese plan maestro —señaló Bartholomew tratando de mantener el ritmo del monje—. Y, tal como ha ocurrido hasta ahora, cuanta más información tenemos más se complica el asunto. ¿Cómo ha dejado Lydgate que le ocurriera una cosa así después de hablar con nosotros? Estaba claro que corría peligro.

Michael enarcó las cejas.

—Sabes perfectamente que Lydgate posee una capacidad de razonamiento limitada. Apresúrate, Matt, no podemos perder tiempo si el hombre está agonizando.

Bartholomew miró atrás y vio a Heppel doblado, afanándose por respirar mientras se abanicaba la cara con una mano. Las dudas sobre él volvieron a rondarle la cabeza.

—Heppel tiene una naturaleza demasiado enfermiza para el cargo de censor subalterno —comentó—. Todavía no me explico por qué el rector se empeñó en nombrarle.

—Ya que lo preguntas, Matt, ayer, mientras estaba en Peterhouse, hice indagaciones sobre Guy Heppel. Es un espía del rey destinado en Cambridge para averiguar si alguien está tramando una subversión.

—¿De veras? —preguntó Bartholomew, sorprendido no de que Heppel tuviese otra misión, sino de que ésta fuera tan importante.

—Cuando todo el mundo se hubo acostado, aproveché la oportunidad para echar un vistazo a algunos documentos contenidos en el arcón de Peterhouse. El rector suele guardar allí algunos papeles delicados para mantenerlos fuera del alcance de ciertos miembros de su personal.

—¿Como tú?

—¡Desde luego que no! Yo soy uno de sus más leales asesores.

—Entonces, ¿por qué no te habló de Heppel?

—Supongo que imaginó que lo averiguaría tarde o temprano —respondió Michael con orgullo—. Quizá pensó que sería un reto intelectual para mí.

Bartholomew lo miró de soslayo y se preguntó si algún día llegaría a entender las rarezas del cuerpo administrativo de la universidad.

Michael prosiguió.

—Y allí estaba la información. Heppel es un agente del rey y su misión es averiguar por qué la ciudad está tan alterada este año.

—Creía que el rey tenía mejor juicio. ¿Mira que enviar a un espía tan enfermizo? Heppel no hace nada por ocultar su cobardía, una característica del todo impropia para un censor subalterno.

—No te corresponde a ti dudar del buen juicio del rey, Matthew —le amonestó Michael—. Y vuelvo a repetírtelo, vigila tus palabras o te acusarán de traición además de herejía. Ah, ya hemos llegado.

El bello edificio Godwinsson había quedado reducido a la fachada. Las vigas estaban carbonizadas y el fuego había reventado los cristales de las ventanas, que ahora cubrían la calle para riesgo de quienes caminaban descalzos. El sargento que les aguardaba los condujo a la galería.

Los tapices habían desaparecido. Los que no se habían quemado los habían arrancado los saqueadores. Los arcones estaban volcados, y todo aquello que no valía la pena robar yacía desparramado por el suelo. Hasta se habían llevado las alfombras de lana, y las pisadas de Bartholomew retumbaron en una sala donde en otros tiempos la rica decoración ahogaba los ruidos.

Lydgate estaba tumbado en el suelo, con un brazo sobre el estómago. De la comisura de sus labios brotaba un hilillo de sangre. Bartholomew recogió una alfombra medio chamuscada y se la colocó debajo de la cabeza. Luego le estiró los brazos y las piernas para que estuviera más cómodo. Michael procedió a recitar sus oraciones mientras recorría con la mirada la habitación, revelando con ello que estaba más interesado en encontrar pistas que delataran al asesino de Lydgate que en el reposo eterno del moribundo.

Lydgate empezó a hablar y Michael se inclinó hacia delante, esperando una confesión. Bartholomew, por respeto, los dejó a solas y fue a buscar una jarra de agua para humedecer los labios resecos del hombre.

Cuando regresó, Michael estaba arrodillado en el suelo.

—El señor Lydgate asegura que le han envenenado —dijo.

Bartholomew le miró asombrado.

—¿Cómo? ¿Y quién?

Michael señaló una copa que había en el suelo. Bartholomew la levantó y la examinó con cuidado. Era de vino, pero desprendía un olor amargo y en el fondo había arenilla. Era preciso analizarlo, pero supuso que se trataba de beleño. La copa estaba seca, lo que indicaba que Lydgate había bebido de ella hacía bastante tiempo. Por tanto, no era el mismo veneno que había matado a Edred, pues de lo contrario habría notado los efectos del mismo mucho antes de apurar la copa.

—Hay cosas que debo contar antes de morir —susurró Lydgate—. Por lo pronto, la identidad de mi asesino, por muy doloroso que me resulte.

—¿No podrías darle un antídoto? —preguntó Michael a Bartholomew, presintiendo que Lydgate tenía mucho que contar y temiendo que muriera antes de hacerlo.

Bartholomew negó con la cabeza.

—No puedo hacer nada. Es demasiado tarde y, que yo sepa, no existe ningún antídoto.

—Los venenos no son tu fuerte —dijo Michael con malicia.

Bartholomew se acordó de Edred e hizo una mueca de dolor.

—¿Sabéis quién os hizo esto? —preguntó a Lydgate, y se quitó el tabardo para cubrirle el cuerpo—. ¿Fue Norbert?

—Ojalá —jadeó Lydgate—. Daría cualquier cosa porque hubiese sido Norbert, pero no. Fue Dominica.

—¿Dominica? —exclamó Michael—. ¡Yo pensaba que era el único miembro decente de la familia y resulta que es una envenenadora!

Bartholomew reflexionó. No había duda de que Dominica estaba viva —la historia de John lo demostraba— y si la naturaleza dominante de su padre la había obligado a ocultarse en la residencia de su amante disfrazada de sirviente, era muy probable que guardara rencor a Lydgate. ¿Pero era ese rencor suficiente para matarle?

—Dominica —dijo suavemente Lydgate, y rechazó la pócima que Bartholomew había preparado para aliviarle el dolor—. No siento dolor, sólo frío y un hormigueo en las piernas. Debo hacer mi confesión ahora, antes de que el veneno se me lleve la voz. Podéis quedaros a escuchar, Bartholomew. Mi único problema es que no sé por dónde empezar.

—Probad por el principio —dijo Michael.

El monje presintió que la sesión iba a ser larga y miró inquieto por la ventana. Tenía muchas cosas que hacer y no podía pasarse el día escuchando los desvaríos de un moribundo, sobre todo cuando ya había nombrado a su asesino. Bartholomew también tenía pacientes que atender heridos durante los disturbios y deseaba estar con gente a quien poder ayudar, no con personas que ya tenían un pie en la tumba.

—¿Empiezo por el mismísimo principio? —preguntó Lydgate con voz ronca.

—Empezad por el momento en que se desataron los acontecimientos que condujeron a vuestra... —Michael se detuvo, pues no sabía qué palabra utilizar.

—Entonces debo retroceder veinticinco años —dijo Lydgate.

El monje dejó escapar un suspiro, reacio a escuchar otra zambullida tediosa en la historia local, pero obligado a hacerlo porque era la última confesión del hombre. Ajeno a la situación, Lydgate prosiguió.

—Ayer no fui totalmente sincero con vos. Yo no prendí fuego el granero del diezmo. Fue Simon d'Ambrey.

Bartholomew había creído que Lydgate ya no podría sorprenderle más, pero esta última declaración le dejó perplejo. Se preguntó si el hombre todavía estaba en posesión de sus facultades. Quizá el beleño le había trastocado.

—¡Pero si media ciudad presenció la muerte de Simon d'Ambrey el día antes de que ardiera el granero! —dijo—. Incluido yo.

—Entonces media ciudad, incluido vos, estaba en un error —dijo Lydgate con un deje burlón—. Yo también presencié lo que creí era la muerte de D'Ambrey, pero todos estábamos equivocados. No fue Simon d'Ambrey quien murió aquella noche a manos de los soldados del rey, sino su hermano, el causante de su ruina. D'Ambrey había dedicado su vida a luchar contra la injusticia, pero su hermano no era un hombre honrado y robó el dinero destinado a los pobres. Acusaron a D'Ambrey del robo y el pueblo enseguida dio crédito a esas acusaciones. Sin embargo, fue el hermano de Simon quien murió en la Zanja del Rey.

—Menuda noticia para Thorpe y su adorada reliquia —declaró Michael con una alegría inoportuna teniendo en cuenta que estaba escuchando la confesión de un moribundo—. Tiene la mano ladrona del hermano de D'Ambrey.

—En cuestión de horas el pueblo pasó de adorar a D'Ambrey a acusarlo de ladrón —continuó Lydgate—. Pero era un hombre inteligente. Condujo a los soldados hasta su casa y le dijo a su hermano, el origen de todos sus problemas, que los soldados venían a por él y que tenía que huir. Le prestó su capa para despistarles y le ayudó a escapar. Todo el mundo conocía la capa verde y dorada de D'Ambrey y los soldados la reconocieron al instante. Se lanzaron tras el hermano como una jauría de lobos. El resto ya lo sabéis. Llegó a la zanja, una flecha le alcanzó la garganta y se ahogó. Nunca encontraron su cuerpo.

Michael miró inquieto hacia la ventana.

—¿Y Simon? —quiso saber Bartholomew.

Se preguntaba cuánto había de verdad en la historia de Lydgate. El, al igual que muchos otros, había visto a Simon d'Ambrey en la Zanja del Rey envuelto en su vistosa capa. Recordaba claramente su pelo cobrizo contra la cara cuando se volvió para mirar a sus perseguidores. Reflexionó de nuevo. Recordaba el pelo cobrizo y la capa verde con la cruz en la espalda, pero en realidad no le vio la cara. Estaba lejos y la luz era tenue incluso para la vista aguda de un niño. Sólo con que Simon y su hermano guardaran un ligero parecido, habría sido posible confundirlos.

Lydgate tosió y Bartholomew le ayudó a beber agua. Luego, el director de Godwinsson asintió con la cabeza para indicar que podía continuar.

—Simon aprovechó la oportunidad para escapar. Esperaba que los soldados reconocieran a su hermano y salieran en su busca, pero no ocurrió así. Su plan había funcionado a las mil maravillas. En lugar de salir de inmediato hacia Dover en busca de sus criados y correr el riesgo de tropezar con los tres comisarios encargados de darles caza, D'Ambrey decidió ocultarse uno o dos días en Trumpington.

Hizo una pausa y Michael se aclaró la garganta.

—Una historia muy interesante, señor Lydgate, pero debemos pensar en vuestra absolución. Queda poco tiempo. ¿Os arrepentís de vuestros pecados?

Lydgate recuperó parte de su belicosidad y miró al monje.

—Conceded a un moribundo el derecho de terminar su historia a su ritmo, hermano —susurró severamente.

Tosió de nuevo y prosiguió con voz cada vez más débil. Bartholomew y Michael aguzaron el oído.

—En aquella época yo estaba prometido a Cecily. No la quería, y ella a mí tampoco, pero el contrato estaba sellado y debíamos cumplirlo. El día después de la supuesta muerte de D'Ambrey, vi a Cecily entrar en el granero y salir de él al cabo de un rato. Me escabullí en el granero con la esperanza de que tuviera allí a un amante y así romper el contrato que me unía a ella. Y allí estaba D'Ambrey, tumbado sobre la paja con cara de satisfacción. Enseguida comprendí lo que habían estado haciendo y, pese a alegrarme de que Cecily tuviera un amante, me irritó el regocijo de D'Ambrey. Me contó cómo había escapado y supe que no me dejaría abandonar el granero con vida. Empezamos a forcejear y en el proceso derribamos un farol y la paja se incendió. Luego D'Ambrey se golpeó la cabeza con un poste y perdió el conocimiento. Al no poder reanimarle, me asusté y huí.

Unas voces procedentes de la calle le distrajeron, pero enseguida se alejaron y la casa quedó de nuevo en silencio. Lydgate prosiguió con su historia. Tenía la cara empapada en sudor y Bartholomew se la secó con un pañuelo.

—Le conté lo ocurrido a mi padre. Me dijo que el matrimonio se celebraría de todos modos y que mantuviese en secreto los devaneos de Cecily si no quería que me tildaran de cornudo. Propuso que acusáramos del incendio a Norbert, pues al tratarse de un forastero nadie se opondría.

—Un acto muy noble —replicó Bartholomew, incapaz de reprimirse—. Así que acusasteis a Norbert para ocultar que teníais una esposa infiel y para que no la tacharan de ramera. —Se levantó bruscamente y empezó a pasearse—. ¡Norbert era un niño, Lydgate! ¡Estuvieron a punto de ahorcarle!

Lydgate se encogió de hombros.

—Vos le salvasteis.

—Qué historia tan horrible —dijo Michael sin compasión—. No me extraña que Norbert haya regresado para vengarse.

—No obstante —dijo Bartholomew—, en el granero no apareció ningún cuerpo.

El asunto, ahora que conocía toda la verdad, le dejaba un sabor amargo, y detestaba la idea de haber protegido la identidad de un asesino durante tantos años.

—El fuego alcanzó tal intensidad que hasta los clavos se derritieron. —Lydgate tragó saliva—. Hubiera sido imposible reconocer un cuerpo en medio de ese desastre.

—Así pues, sois el responsable de la muerte de Simon d'Ambrey —declaró Michael—. ¿Es ahí adonde queríais llegar? Imagino que ayer confesasteis haber incendiado el granero porque sabíais que era el crimen del que Matt os creía culpable.

Lydgate asintió, pero luego negó con la cabeza.

—Estaba confuso. Las notas de chantaje mencionaban el incendio del granero e insinuaban que D'Ambrey había muerto atrapado en él. Tenía intención de confesar ambas cosas, pero luego comprendí que no sabíais nada del asesinato. No vi por qué tenía que confesar semejante suceso si no era necesario, de modo que me dejé guiar por vos y sólo os hablé del fuego.

—¡Menudo embrollo! —exclamó Michael—. Si realmente no estabais seguro de si se os acusaba de asesinato o de incendio, significa que esas notas fueron escritas con suma astucia.

Bartholomew vio por el rabillo del ojo una sombra que se movía en el pasillo que conectaba la casa con la residencia. Decidido a no dejarse atrapar por segunda vez, corrió hacia ella. Cecily soltó un grito y Bartholomew la arrastró sin miramientos hasta la galería. La mujer miró a su postrado marido. De sus dedos colgaban joyas ennegrecidas.

Lydgate esbozó una sonrisa patética.

—¡Mi encantadora esposa! No es mi inminente muerte lo que te trae a casa sino tu tesoro.

—Decidí ver lo que podía salvar —repuso ella fríamente—. Por fortuna escondí mis pertenencias en lugar seguro.

¿Conque un «patrimonio exiguo», unas «joyas insignificantes»?, pensó Bartholomew mientras observaba las manos rebosantes de la mujer. Ahora entendía por qué se había mostrado tan preocupada en Chesterton cuando supo que le habían registrado la habitación.

—¿Lo tienes todo? —preguntó Lydgate con ironía—. ¿O te ayudo a buscar?

—Podrías decirme dónde guardas la cadena de plata —dijo Cecily antes de caer en la cuenta de que su marido bromeaba—. ¿Has visto el crucifijo de oro de mi padre? No lo encuentro por ningún lado.

—La última vez que lo vi colgaba del cuello del hermano Edred —dijo maliciosamente Lydgate—. Supongo que lo robó después de tu huida. Siempre le gustó esa cruz.

—¿Por qué no se la reclamaste? —exclamó Cecily.

—Esas cosas ya no tienen importancia para mí, Cecily. Dejé que Edred se la quedara con la esperanza de que le estrangulara mientras dormía.

Sus palabras sonaban cada vez más débiles y era evidente que tenía que hacer un esfuerzo doloroso para hablar.

—A vuestro marido le queda poco tiempo —declaró Bartholomew, y pensó que decía muy poco en favor de la institución sagrada del matrimonio el hecho de que los Lydgate se odiaran hasta el extremo de malgastar sus últimos momentos juntos en la Tierra discutiendo sobre joyas—. Supongo que querréis quedaros a solas con él.

—He estado a solas con él veinticinco miserables años. ¿Por qué iba a querer más? Tengo cosas que hacer y no puedo perder más tiempo. —Cecily se guardó las joyas en la pechera del vestido.

—En ese caso, no os viene de unos minutos —espetó Bartholomew, e hizo un gesto para que se arrodillara junto a su marido.

—¿Por qué iba a hacerlo? —repuso ella con repentino enojo—. Acabo de oírle confesar que mató al hombre que yo amaba. ¡Todos estos años viviendo con un asesino sin saberlo! Me alegro de que Dominica le haya envenenado.

—Pensaba que creíais que Dominica estaba muerta —dijo Bartholomew—. Me disteis el anillo para ayudarme a encontrar a su asesino.

—Estaba equivocada. La pobre Dominica se vio obligada a fingir su propia muerte para escapar del bruto de su padre. Descubrí que estaba viva cuando vino a verme ayer por la mañana. Mi marido descubrió que estaba viva cuando vinimos a verle ayer por la noche, y fue entonces cuando Dominica le dio un poco de vino para que se recuperara de la impresión.

—Y ese vino medicinal contenía beleño —dijo Bartholomew.

Cecily asintió.

—Se ha hecho justicia. Dominica ha matado al monstruo que asesinó al hombre que amó.

—¿Todavía amáis a Simon d'Ambrey, después de tantos años? —preguntó Michael.

Lydgate soltó un bufido ahogado que probablemente pretendía ser una mofa.

Descubierta en su mentira, Cecily sonrió.

—Quizá no, pero lloré mucho por él durante varias semanas. Y siempre supe que esta patética criatura no era el padre de mi Dominica.

—Eso significa que Dominica es hija de Simon d'Ambrey —dedujo rápidamente Bartholomew.

Lydgate soltó un gorgoteo angustioso. Aunque todavía podía oír, el veneno le había privado de la capacidad del habla.

—Imposible —objetó Michael—. Dominica es demasiado joven. Kenzie, su amante, apenas tenía dieciocho o veinte años.

—Dominica nació el mismo año que Lydgate se casó con Cecily, unos seis meses después de que muriera D'Ambrey —recordó Bartholomew—. El prematuro nacimiento dio lugar a toda clase de habladurías. Dominica tiene ahora veinticuatro años.

—Si fuera tan mayor ya estaría casada —dijo Michael.

—El señor Lydgate es un hombre acaudalado, de modo que a Dominica no le faltarán pretendientes, tenga la edad que tenga —señaló Bartholomew—. John de Stirling dijo que Norbert tenía dieciséis o diecisiete años. Supongo que una mujer cubierta de mugre para ocultar su rostro imberbe podría pasar por un muchacho.

—¿Cómo podía este patán imaginar que era el padre de mi Dominica? —preguntó Cecily con malicia—. Dominica es una muchacha inteligente. Nos engañó con lo de su muerte y ayudó a Ivo y Saul Potter a planear esta revuelta para que pudiéramos vengarnos del hombre que destrozó nuestras vidas.

—¿Que destrozó vuestras vidas? —preguntó Michael— Acabáis de reconocer que sólo llorasteis la muerte de D'Ambrey durante unas pocas semanas, y Dominica no puede decirse que haya tenido una vida miserable con esos amantes secretos.

—Fue una pena lo del señor Radbeche —prosiguió Cecily, ignorando el comentario—. Era un buen hombre.

—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Michael—. Vos no pudisteis matar al señor Radbeche. ¿O sí? ¿Qué podíais estar haciendo en la residencia David en medio de una revuelta?

—No fue Cecily —explicó Bartholomew con voz cansada—, sino Dominica. Probablemente el pobre Radbeche la descubrió sin el disfraz y ella le mató para garantizar su silencio.

—De eso también tiene la culpa mi marido —dijo Cecily, rezumando rencor por los ojos—. Si no hubiese obligado a Dominica a refugiarse en la residencia David para escapar de él, mi hija no se habría visto obligada a matar a Radbeche para asegurarse su silencio.

—Comprendo —dijo Michael—. John nos dijo que el pobre Radbeche había salido de viaje, pero supongo que oyó rumores de que iba a producirse una revuelta y, como un director responsable, regresó para proteger su residencia. Para entonces el padre Andrew ya había salido a comprar pan, los estudiantes habían escapado y en la residencia no quedaba nadie, salvo, para desgracia de Radbeche, Dominica.

—Y luego —prosiguió Bartholomew mientras le giraba la cabeza a Lydgate para que respirara mejor—, Dominica atacó a John de Stirling porque casi la descubrió matando a Radbeche.

Lydgate estaba llegando al límite de sus fuerzas. De los párpados del moribundo brotaron dos lágrimas que descendieron por las mejillas. Michael juntó las manos y procedió a pronunciar la última absolución. De la calle llegaron risas y el sonido de cristales rotos, pues los niños habían descubierto que lanzar los fragmentos contra las paredes resultaba divertido. La voz del sargento acalló las risas, pero su tono era amistoso y, naturalmente, pensaba que no hacían daño a nadie. Mientras Michael oraba y Bartholomew atendía a Lydgate, Cecily caminó sigilosamente hacia la escalera y huyó. Michael alzó la vista un instante, pero la dejó ir. Bartholomew, asqueado por la malevolencia y la amargura que caracterizaban a todos los miembros de la familia Lydgate, sintió un profundo alivio.

* * *

Una vez que Michael hubo terminado de rezar y Lydgate falleció, Bartholomew bajó con el monje a la planta baja. En lugar de girar a la derecha para salir a la calle, giraron a la izquierda, en dirección a la cocina, en un acuerdo tácito de detenerse un rato a reflexionar. La habitación estaba vacía. Bartholomew abrió un postigo e inspeccionó el patio. Contra el muro descansaban los restos del cobertizo bajo el que se quiso hacer creer que había muerto Werbergh. Y fueron Huw y Saul Potter —cabecillas de las revueltas y los hombres que asaltaron a Bartholomew en la calle mayor— quienes aseguraron que le habían visto entrar.

—¿Por qué dejaste escapar a Cecily? —preguntó Bartholomew—. Podría habernos dicho dónde está Dominica.

—Lo dudo —respondió Michael—. A mí me parece que Dominica juega un papel fundamental en este plan, pero que el de Cecily es insignificante. Creo que no sabe más de lo que nos ha contado, y tampoco me apetecía seguir hablando con una persona tan llena de odio y amargura. Esa clase de gente ve la verdad con ojos deformados. De todos modos, Cecily no posee la astucia de las hijas Tyler, de modo que probablemente regrese a su escondrijo de Chesterton convencida de que nunca imaginaremos dónde se oculta.

Miró alrededor en busca de un lugar donde sentarse, pero todos los taburetes y bancos habían desaparecido. Sólo quedaba una mesa cubierta de vasijas y jarras. Michael echó a un lado a Bartholomew y se sentó en el alféizar de la ventana. El médico abrió el otro postigo e imitó a su amigo mientras contemplaba el destartalo con tristeza.

—Hemos permitido que las sospechas de Lydgate nos confundieran, Matt —dijo finalmente Michael—. No es a Norbert a quien estamos buscando, sino al propio Simon d'Ambrey.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión?

—Creo que D'Ambrey no murió en el granero, como asegura Lydgate, sino que logró huir. Ha dejado pasar el tiempo y ahora ha vuelto a Cambridge para vengarse de la ciudad que no dudó en acusarle después de lo mucho que había luchado en favor de los pobres. Es él quien está detrás de todos los disturbios, quien provocó la muerte de Lydgate y la destrucción de la residencia Godwinsson, y quien puso el anillo de Cecily en la mano que la ciudad cree suya. Eso explica que el ataque a la universidad no tuviera consecuencias mayores, salvo por las residencias David y Godwinsson. El asalto parecía dirigido a la universidad, pero en el fondo será la ciudad quien realmente pague las consecuencias.

—Imposible —repuso Bartholomew—. Hay demasiados cuerpos D'Ambrey. Tenemos al hombre que murió en la Zanja del Rey con una flecha en la garganta, el cuerpo que ardió en el granero y el cadáver que trajeron de Dover con el resto de la familia D'Ambrey que vi expuesto en la plaza del mercado. Tres cuerpos para dos D'Ambrey: Simon y su hermano.

—Nadie vio el cuerpo que se supone ardió con el granero. Y por mucho que diga Lydgate, estoy seguro de que lo buscó entre los escombros. Yo, por lo menos, lo habría hecho. Y las sospechas y conclusiones infundadas de Lydgate no son las únicas que nos han despistado. Las tuyas también.

—¿Las mías?

—¡Sí, las tuyas! —dijo Michael, y apretó los labios—. Cuéntame de nuevo lo que viste el día que el granero se incendió.

Bartholomew suspiró.

—Vi a Lydgate entrar en el granero mientras Norbert y yo nadábamos en el río. Poco después, vi salir humo del granero y a Lydgate que huía corriendo. Le seguimos y vimos que se detenía a contemplar el granero antes de ir a dar la alarma.

—Eso no es lo que me contaste hace unos días —dijo Michael—. Dijiste que viste salir a alguien del granero, que le seguiste y que luego viste a Lydgate. ¿Y si la persona que viste salir del granero no era Lydgate? El hecho de que tropezaras con Lydgate poco después no significa que fuese el hombre que viste huir del granero. Por otro lado, llegaste a la misma conclusión sobre Dominica que confundió a Lydgate, Cecily y Edred. Viste lo que esperabas ver y no lo que realmente había.

Bartholomew lo miró perplejo.

—Pero Lydgate tenía las ropas chamuscadas y era evidente que había estado corriendo.

—Naturalmente —repuso Michael—, pues acababa de escapar de un fuego. ¿Qué esperabas? No obstante, Lydgate nos dijo que huyó casi tan pronto como el farol prendió fuego a la paja. Tú viste a un hombre salir del granero después de que el humo empezara a salir del edificio. Tuvieron que pasar por lo menos dos minutos antes de que el fuego ardiera lo suficiente para que el humo empezara a salir. Para entonces, Lydgate ya estaba lejos. El hombre que viste salir del granero era Simon d'Ambrey.

—En ese caso Lydgate le hubiera visto —dijo Bartholomew, desconcertado por el repentino giro de los acontecimientos.

—No necesariamente. No si estaba concentrado en su propia huida y conmocionado por lo que había hecho. Además, ambos sabemos que la vista de Lydgate nunca ha sido buena. Nos lo dijo en la iglesia.

—Y el padre Andrew podría tener la misma edad que ahora tendría Simon d'Ambrey —añadió Bartholomew, frotándose las sienes—. He ahí nuestro asesino.