6

Al día siguiente, que era martes, estaba previsto que se celebrase la Exposición Monográfica de Arte Perecedero. Así que a lo largo de toda la mañana, Maser Messe estuvo encerrado y trabajando como un poseso, preso de un éxtasis creativo, hasta que a la una en punto, a la hora justa para almorzar, salió tambaleándose y cubierto de pasta, tintas y carne de salchichas. El resto de los delegados e invitados asistieron a una conferencia sobre el tema La angustia: formación y mantenimiento, dictada por la existencialista sueca Greetë Grümbl (encantador pelo rubio y preciosos ojos oscuros… completamente desaprovechados, desgraciadamente). Flora, tras echar un vistazo a la audiencia al pasar junto a la ventana de la Cocina Grande, vio a todos los delegados ocupadísimos garabateando notas; a todos excepto al señor Claud Hubris, que estaba bastante absorto firmando un cheque para pagar un brazalete de diamantes.

Flora tenía pensado dedicar un rato a releer las cartas que le habían llegado aquella misma mañana procedentes de su casa, y que el apretado ritmo de trabajo le había impedido saborear como se merecían. Y como el tiempo seguía siendo muy agradable, decidió sentarse a leer las cartas tranquilamente en uno de los muchos jardincitos que ahora adornaban la granja.

Cuando pasaba frente al Granero Grande oyó un murmullo, como si alguien estuviera llorando.

«¡Vaya por Dios…!», pensó Flora. Y ya se estaba alejando prudentemente en dirección opuesta cuando la voz de la conciencia le susurró claramente al oído. Se dio la vuelta suspirando y se dirigió hacia el lugar de donde provenían aquellos sollozos.

La turbia luz y el olor a antiquísima paja sucia que antaño habrían impresionado al curioso observador, y que eran tan características del Granero Grande, habían desaparecido junto con las telarañas y la mugre de las paredes; ahora estaba todo reluciente, cubierto de un llamativo encalado blanco, que durante la noche iluminaban unas velas de pega en candelabros de hierro forjado, de esos que tienen hasta pegotes de cera falsa. En todo caso, Flora se alegró al darse cuenta de que algunas parejas de golondrinas seguían haciendo sus nidos en el techo. En eso, al menos, el lugar no había cambiado un ápice.

Era la primera vez que entraba en el Granero Grande, y por esa razón aún no había reparado en los cubículos de madera que la Fundación había construido a lo largo del muro oeste a fin de albergar a las mujeres de los Starkadder. Los cubículos estaban pintados de color rosa, azul y malva, alternativamente, y cada uno tenía una aldaba con forma de un duende de Cornualles.

El resto de las paredes y del suelo del Granero Grande estaba repleto de cuadros (al menos, se trataba de cosas informes enmarcadas), así como de diversos objetos de tamaño descomunal hechos de piedra, madera y alambres. Sobre una mesa vacía había un cartel que anunciaba la puesta a la venta inmediata de las obras de Messe: «¡Exposición de Arte Perecedero! ¡Aquí! ¡Hoy mismo! Acudan esta misma noche, ¡por Dios! ¡Aprovechen la oportunidad!».

Flora aguzó el oído y volvió a escuchar los sollozos. Provenían de los cubículos destinados a las mujeres. Así que se acercó al que era de color malva y llamó a la puerta.

Se produjo el habitual silencio acongojado tan propio de las mujeres Starkadder. Luego se oyó una lastimera voz femenina:

—¡Pobrecitos! ¡Pobrecitos! ¡Angelitos míos! ¡Déjenos llorar nuestras amarguras en paz!

Flora decidió abrir la puerta.

Tumbada boca abajo sobre un jergón, con la falda subida por encima de la cabeza, yacía una figura que Flora inmediatamente reconoció, gracias a la peculiar estructura de su combinación, como Letty Starkadder. De hecho, había sido ella misma quien había sacado, dieciséis años antes, el patrón de aquella prenda de la revista Jardín des Modes, para que Letty lo adaptara a su propia y peculiar figura.

—¡Letty! —dijo Flora, amablemente pero con firmeza—. ¿Qué te pasa? ¿Te ha hecho algo Caraway…?

Pues Letty, conocida en la familia Starkadder como «la chica que hicieron a medida para Caraway», llevaba prometida en matrimonio a este individuo desde hacía veintidós años.

—Qué va, señorita Poste. Caraway me come muy bien y me escribe todos los primeros de agosto[25] —respondió Letty con voz ahogada. Aún tenía la cabeza escondida bajo la falda.

—¿Qué ocurre entonces? No me intentéis ocultar que estabais todas llorando; os he oído.

Más lamentos y congojas se elevaron entonces desde los otros cubículos.

—Siéntate, Letty. ¡Y por Dios, ponte bien la falda! —añadió Flora con aire más severo—. No querrás que alguno de los caballeros que nos visitan te vea de esa guisa.

Letty berreó con tanta fuerza al escuchar la palabra «caballeros» que las aprensiones de Flora se agravaron considerablemente, pero al final la muchacha se incorporó y se ajustó la falda. No había dejado de sollozar y los mocos le caían por las comisuras de los labios como torrenteras.

—Muy bien. A ver: ¿a qué se debe todo esto, si se puede saber? —preguntó Flora, adentrándose en la diminuta celda. Aquello estaba atestado de recortes de libros y zarcillos floridos. De una de las paredes colgaba una enorme fotografía a todo color de Caraway vestido de voortrekker.[26]

—¡Todas esas cosas que han puesto ahí fuera! —exclamó Letty con gesto de terror, señalando hacia la puerta abierta—. Dos hombres trajeron todo eso mientras estábamos almorzando: un hombre gordo con pantalones de terciopelo, y un hombre de Londres, con la cara más gris que un muerto.

«El señor Mybug y Hacke», pensó Flora.

—Son los… son… ¿es que acaso os dan miedo los cuadros y las estatuas? Ya, está bien. Os comprendo perfectamente. Pero solo son trozos de tela emborronados con pintura, y madera, y cables. Creedme, no os van a hacer nada… a menos que se os caigan encima, claro —dijo.

—Ya lo sabemos, señorita Poste. ¡Pero es que no es eso, señorita Poste! Es por los pobrecitos angelitos míos que han tenido que fabricar esos cuadros por quienes nosotras lloramos. ¡Imagínese, señorita Poste! ¡Verse obligados a hacer cosas tan espantosas como esas por necesidad! ¡Pobres criaturas, pobres criaturitas mías! —Y se volvió a cubrir la cabeza con la falda.

—Y por eso se nos han quitado las ganas de tomar el té de después de cenar —observó una voz sombría desde la puerta. Era Jane Starkadder—; porque no tenemos ni ánimo siquiera para tomar un refrigerio, mire usted, por la lástima que nos dan estos pobres hombres. Y además, la leche se nos ha cortado.

Y una tras otra fueron surgiendo, recortadas contra la puerta, las caras pálidas y tímidas de las otras mujeres Starkadder. Todas estaban congestionadas por los sollozos. A medida que salían de sus celdas, iban desfilando por detrás del rostro alargado y macilento de Jane, y se detenían a mirar lúgubremente a Flora. A la hija de Robert Poste le embargó de pronto la sensación de estar rodeada por un rebaño de ovejas.

—Bueno: dejad de llorar de una vez. ¡Todas! —ordenó enérgicamente—. Os diré qué vamos a hacer.

Pero ellas continuaron observándola con los ojos muy abiertos y muy tristes, hasta que Phoebe de repente estalló en nuevos y vigorosos sollozos, que vinieron acompañados de un nuevo río de mocos:

—¡Todas esas cosas deben de haberles llevado muchas semanas de trabajo! ¡Los pobrecitos habrán tenido que estar mirándolas todo el rato! ¡Ay, pobrecitos! ¡Se me parte el alma solo de pensarlo!

—Bueno, quitaos esa idea de la cabeza. Y ahora, ¿tenéis paños y manteles grandes? —preguntó Flora.

Todas asintieron al unísono.

—Tenemos de todo eso que usted dice, y muy buenos manteles y paños que son.

—Casi no los ponemos, no sea que se nos caiga la comida del plato encima, señorita Poste.

—Qué va, no es por eso. Es que casi que no comemos nada desde que los muchachos se marcharon a Sudafricania.

—Muy bien: id y coged los manteles más grandes que tengáis y colgadlos sobre las… bueno… sobre… sobre esas cosas que hay ahí fuera. Así no las veréis, ¿de acuerdo?

Se escuchó entonces un murmullo de alivio.

—Anda, claro, ¡pues es verdad…!

—¡Qué buena idea ha ideado, señorita Poste!

—Bueno. Entonces, después de que os hayáis tomado una buena taza de té (yo tengo una jarrita con leche, que Prue puede ir a buscar a mi habitación), podéis bajar a la iglesia y rezar una oración por esos pobres caballeros que hacen esas… bueno. … en fin… esas cosas que hay ahí fuera. Será un paseo muy tranquilizador y os sentará requetebién —concluyó Flora.

Los rostros de las mujeres Starkadder se iluminaron y todas asintieron casi con vehemencia, al tiempo que empezaban a estirar sus blusones y sus cordones y a pellizcarse las mejillas y a atusarse el pelo.

—¡Sí! ¡Eso es lo que mismamente hay que hacer por esas pobres criaturas! —murmuró Susan—. ¡Para ellos habrá tenido que ser un infierno hacer esas cosas tan monstruosas!

Flora pensó que sería perder el tiempo y un verdadero aburrimiento para ella intentar explicarle a Susan que, lejos de ser considerados como esclavos sometidos a las torturas del infierno, Hacke, Messe y Peccavi eran venerados por sus contemporáneos como los Nuevos Maestros y Grandes Artistas de la Época; que se les tenía por espíritus privilegiados que, a diferencia de los Antiguos Maestros, conseguían grandes sumas de dinero vendiendo sus obras a una multitud que ansiaba comprarlas a toda velocidad.

Flora rechazó con una sonrisa el trozo de pastel grisáceo que Hetty le ofrecía en un plato y abandonó el Granero Grande; una vez fuera, se sentó en un pedrusco con una extraña forma que había a los pies de la Mujer con viento (aunque tal vez fuera Mujer con niño: Flora tenía dificultades para saber cuál era cuál exactamente) y se consagró a sus cartas. Pensó también que debía permanecer cerca y a mano, por si las mujeres Starkadder volvían a precisar su ayuda. Nadie las había ayudado jamás, por lo que había podido averiguar, y a Flora le pareció que disponían de muy poco tiempo antes de que se inaugurara la muestra y comenzara el verdadero alboroto.

Tras haber terminado con las cartas familiares, y habiéndose convencido a plena satisfacción de que todo iba perfectamente bien por la rectoría en su ausencia, contempló la animada escena que estaba teniendo lugar en ese mismo momento en el Granero Grande. Parecía que, más que una exposición de arte moderno, se estuviera celebrando el día de la colada en la lavandería de Blancanieves. Flora había olvidado por completo que la Exposición de Arte Perecedero tenía previsto abrir a las dos y media; se dedicó, pues, a contemplar con atención las maniobras de Prue y Jane, afanadas en colocar un mantel inusualmente extenso por encima de la Mujer con niño (¿o era Mujer con viento…?). Pensó que su tarea no resultaría precisamente fácil, puesto que tenían que mantener apartadas sus modestas miradas de la obra. En esas estaba cuando a su espalda escuchó una voz furiosa:

—¿Se puede saber qué está pasando ahí dentro?

Flora se dio la vuelta. Y allí estaban Hacke, el señor Mybug, Peccavi con un inmaculado traje gris, Riska en combinación y con dos huesos en el pelo («esta tarde tendremos una pequeña muestra del Portugal primitivo», pensó Flora), y Messe cargado con un barcal de estatuillas hechas con masa de harina y carne de salchichas, y pintadas en tonos verde guisante y rojo oscuro.

—¡Por Dios bendito, Flora! ¡No se siente usted ahí! ¡Levante usted sus posaderas de mi Objeto Hallado! —exclamó el señor Mybug, señalando teatralmente el pedrusco con aquella forma extraña en el que se había sentado Flora—. No tuve tiempo de crear nada nuevo para este evento…

—¿Qué significarr todo esto? —vociferó Hacke, precipitándose hacia la Mujer con viento (o hacia la otra, lo mismo daba) y retirando a tirones el mantel que la cubría—. ¡Han osado ocultarr mi obrra! ¡Y las obrras de Peccavi también! ¡Sabotajjje! ¡Sabotajjje!

—¡De ningún modo sabotaje! —replicó Flora—. Los objetos delicados deben protegerse del polvo y de la luz excesiva. —Y deseando evitar que el escándalo fuera a más, se levantó (con cierto alivio) del Objeto Hallado, que el señor Mybug inmediatamente movió dos pulgadas a fin de volverlo a colocar en su emplazamiento original, revisándolo por todos lados con el fin de comprobar que Flora no hubiera dañado parte alguna de sus bastos contornos.

La explicación de Flora solo fue aceptada parcialmente.

—En Inglaterra no ze toman ningún interéz por los artiztaz —espetó Messe—. Claro, como los inglezez no tienen artiztaz o artezanos propioz, tienen celoz y rezquemor hacia los Maeztros europeoz.

En el silencio que siguió, se oyeron dos tosecillas. Eran los dos profesores de Genética, los señores Reproducción y Cría, los primeros visitantes de la exposición. Tan pronto irrumpieron en la estancia, Messe se apresuró a colocar la primera bandeja de estatuillas hechas de miga y carne de salchichas en una de las estanterías (y decimos la primera porque Flora observó con consternación que dos especialistas revolucionarios estaban trayendo dos bandejas más). Hacke, mientras tanto, se llevó a los dos profesores para que pudieran admirar La excrementación, de Peccavi. Conforme iba avanzando, arramblaba con todos los manteles. Riska y Peccavi, entre tanto, se habían tirado al suelo y se habían consagrado a algún tipo de juego de origen portugués con los huesos que Riska llevaba en el pelo. A cada momento gritaban «¡Hooola!»[27] y se daban patadas mutuamente en las espinillas.

—Ha entrado en una nueva fase —le susurró el señor Mybug a Flora, señalando con la cabeza en dirección a Peccavi—. Está más joven, más alegre, menos distante en el trato.

—¿Ah, sí? No me diga…

—Es por ella. Ella es la exclusiva responsable de esa renovada alegría.

—¡Hoola! —gritó Riska, pateándole la espinilla a Peccavi. El crujido que se oyó atravesó el Granero Grande de una punta a otra.

—Ha comenzado una nueva serie de cuadros —añadió el señor Mybug—. Formas luminosas, alegres, irresistibles que giran y juegan. ¡Oh! ¡Soberbio!

—A primera vista parece encantador… —dijo Flora, sabiendo perfectamente que poco importaba lo encantador que pudiera parecer a primera vista, porque con toda seguridad terminaría siendo simplemente espantoso.

—¡Es un regocijo ancestral!

—¿Así se siente mejor? Bueno, pues me alegro.

Cualquiera que hubiera asistido a la última exposición de Peccavi, pensó Flora, no podría evitar alegrarse un poco por él.

—¿Cuándo expondrán sus nuevos trabajos? —añadió la hija de Robert Poste—. Estaré pendiente para ir a ver la exposición…

—Oh, desde luego no va a exponer de ningún modo en Inglaterra. No lo veremos. (Bueno, yo sí. Yo soy un privilegiado: se me ha permitido echar un vistazo, porque Tom Jones y yo estamos escribiendo algo sobre su obra en Nadir). Pero, por favor, mi querida Flora, no crea ni por un momento que nosotros, los ingleses, tendremos siquiera la oportunidad de admirar esas obras magníficas. ¿Acaso hemos hecho algo para merecerlo?

«Eso. ¿Acaso hemos hecho algo para merecerlo?», se preguntó Flora. «Y además, en todo caso no tendríamos dinero suficiente para comprar sus obras».

—Entonces, ¿dónde piensa exponer? —preguntó.

—En Nueva York, claro está. Y no es solo porque América sea en estos momentos el país más rico del mundo. Es porque Nueva York es en estos momentos lo que París fue en su día: el centro mundial del arte. A Peccavi no le importan esas cosas, ya sabe. El dinero le trae sin cuidado. Déle usted una piscina y un estuche de pinturas de colores, y Piccolo Peccavi será feliz como un mozalbete.

Peccavi y Riska parecían aburridos de su juego, así que se enzarzaron en otro juego igual de absurdo, consistente en tirarse alternativamente el uno al otro de la nariz y de las orejas.

—Oh, estos juegos ancestrales. He visto a gitanos portugueses hacer eso mismo… —comentó el señor Mybug, observándolos con velada complacencia.

Flora también tuvo razones para sentirse complacida, pues por el rabillo del ojo pudo distinguir a las mujeres Starkadder, vestidas de paseo y portando sus misales, dirigiéndose todas en procesión hacia la puerta de atrás, al otro lado del Granero Grande.

Un rato después, Flora se excusó ante el señor Mybug y lo dejó degustando los placeres de la exposición, que a esas alturas estaba ya muy animada.

Aquella noche, tras supervisar el atiborramiento cafeteril posterior a la cena (la expresión es un poco estridente, pero el señor Jones y el profesor Farine nunca quedaban contentos con menos de seis tazas de café por barba, y la mayoría de los delegados se metía entre pecho y espalda por lo menos tres), Flora se enfundó en su viejo gabán verde viridiano y se encaminó por las lomas hacia Haute-Couture Hall. Le sorprendió comprobar que Elfine había permitido a todos sus hijos e hijas que permanecieran despiertos para recibirla. La noche se fue en recuerdos y risas, en revelaciones mutuas y en el relato de las novedades familiares y la planificación de los encuentros futuros. Así, se pasaron dos horas en un periquete, y solo después de las once de la noche, tras haberle dado las buenas noches a Hereward, que la había acompañado con un montón de perros hasta el teso de Teazeaunt Beacon, Flora comenzó a descender de nuevo hacia Cold Comfort Farm.

Era una noche clara, iluminada por la luz de la luna, pero Flora acababa de entrar en las densas sombras de los arbustos de saúcos floridos que crecían junto a los escalones que se emplean en esta parte del campo para saltar las cercas de piedra, cuando una figura con un pañuelo anudado alrededor de la cabeza se adelantó unos pasos en la perfumada oscuridad y la hija de Robert Poste pudo distinguir claramente una tímida voz femenina.

—¿Es usted la señora Fairford? ¿Puedo hablar siquiera un momento con usted?

Flora se sobresaltó, como es natural, pues sus pensamientos hasta aquel momento habían estado ocupados en Judith Starkadder, quien, según le había informado Elfine, había ingresado en una peculiar hermandad femenina, espiritualmente guiada por un tal père Hyacinthe, en una ciudad de la Riviera que estaba muy de moda. En cualquier caso, Flora respondió en un tono muy amable, aunque con el corazón encogido.

—Desde luego… ¿Nancy?

Gracias a Dios, Nancy no estaba completamente imbuida de la técnica Starkadder de prolongar inútilmente cualquier sufrimiento, antes atajarlo, y fue al grano casi inmediatamente.

—¡Ay, señora Fairford…! —suspiró, retorciéndose las manos—. ¡Es Reuben, ese marido mío! Mire que se le está rompiendo el alma misma de ver la granja en ese estado tan emperejilado, pero por mucho que le insisto, no quiere escribir a los muchachos para que vuelvan a casa de nuevo…

—Y si vinieran, ¿de qué serviría, Nancy? Probablemente solo conseguirían empeorar las cosas.

—¡Que no! Que entre todos podrían volver a trabajar la granja, señora Fairford. Mire si no el caballero mismo que vino de Londres: dijo que si Reuben pudiera encontrar siete buenos hombres de verdad, las tierras podrían recuperarse otra vez. (Ay, era un caballero de buenas palabras. Hasta le dio a la pequeña Nan un montón de papelorios para que pudiera hacer ropita de cama para las muñecas. ¡Pero Reuben no podía soportar tenerlo cerca siquiera!).

—Supongo que será ese maldito juramento el que está impidiendo que Reuben escriba a los muchachos —dijo Flora pensativamente.

—Pues sí, será el juramento, señora Fairford.

—Y tú no sabrás por casualidad ante quién lo hizo.

—Pues no; ¡y no me pregunte eso, señora Fairford, por lo que más quiera! —contestó Nancy temerosa, con un gesto muy del estilo Starkadder.

—¿Por qué razón no puedo preguntártelo, Nancy? Estoy tan deseosa como tú de ver la granja funcionando otra vez como antes. Es una auténtica lástima.

Se habían detenido cerca del jardín que lindaba con el chamizo de Reuben. La luz de la luna iluminaba la granja en la hondonada. Todo estaba en paz, excepto por una ligera conmoción que tenía lugar en la parte de atrás de la cabaña. El Sabio había descubierto a su discípulo colocando unas briznas de hojas de té delante de un pequeño ídolo que había llevado escondido entre los pliegues de sus vestiduras. El ídolo tenía seis brazos y una cabeza de elefante, y el Sabio estaba reconviniéndolo amablemente. El discípulo lloraba muy bajito y se golpeaba el pecho, mientras el ayudante, muy molesto, les miraba sacudiendo la cabeza, chupando la pipa y avivando el fuego, todo tan calladamente como podía, por temor a despertar a los habitantes de la casa.

—¿Que por qué no me lo puede preguntar? Porque no sé a quién le hizo el juramento: ¡por eso le digo yo a usted que no me lo pregunte, señora Fairford! —dijo Nancy al fin.

—¿Y por qué diablos no me dices simplemente «No lo sé», Nancy? De verdad te lo digo, hija mía, no empieces a comportarte como el resto de los Starkadder, ya sabes a qué me refiero. Sobre todo ahora que tienes que sacar adelante a todos esos críos. No sé que sería de ellos si empezaras a actuar al estilo de esos locos que tienes por familiares políticos.

—Pero… señora Fairford: yo soy una Starkadder… Por vía matrimonial, al menos. El mismo Reuben no deja de repetírmelo. Y a propósito, la familia Dolours nunca valió mucho —concluyó Nancy con un gesto de resignación.

—¡Bobadas! Recuerdo bien a tu padre, Mark Dolour, y era… bueno… en fin… Era un hombre de lo más agradable, y de lo más honrado; a lo mejor no era muy alegre, eso te lo concedo, pero ¿quién puede mantener la alegría tras tantos años trabajando para los Starkadder? De todos modos, ahora tu padre no viene al caso. ¿Tienes algún indicio de a quién demonios pudo hacerle Reuben su juramento?

—Pues no, señora Fairford. Mi Reuben es una tumba cuando quiere.

—¿Y nunca se lo has preguntado abiertamente?

—¡Jamás de los jamases, señora Fairford! Ni abiertamente ni cerradamente. Hasta miedo me da hablar de eso.

—Pues tienes que hacerlo, Nancy, si quieres que los Starkadder vuelvan a casa y la granja vuelva a funcionar como antaño. Mañana, a la hora de cenar, le preguntas a Reuben a quién se lo juró, y luego, por la noche, vienes y me lo dices. ¿Lo harás?

—Bueno, veré a ver si puedo, señora Fairford —contestó Nancy, con renovada animación—. Le agradezco mucho que se tome usted tantas molestias por mí y por los míos.

Flora, sorprendida ante los elegantes modales de Nancy y la afabilidad de sus palabras, contestó amablemente que la prosperidad de Cold Comfort Farm y el bienestar de los Starkadder siempre le había importado mucho. Y así se desearon las buenas noches.

Cuando llegó a la granja, Flora subió a su alcoba en la buhardilla. Se sentía satisfecha con los acontecimientos de aquel día, pues en su mente estaba tomando forma un plan bastante aceptable para solucionar los problemas que se le habían planteado. Se quedó dormida casi de inmediato. Sin embargo, en más de una habitación de la granja espíritus desvelados se debatían en innecesaria angustia o bien se enderezaban aterrorizados ante un libro demasiado largo y aburrido.