Epílogo a «La cuestión del análisis profano»[*]

El motivo inmediato que me indujo a redactar el pequeño libro que dio pie a las precedentes discusiones fue una acusación de curanderismo ante los tribunales de Viena contra nuestro colega no médico el doctor Theodor Reik. Como todos sabrán, se desistió de la querella una vez completada la instrucción del juicio y oídas varias peritaciones. No creo que ello fuese el resultado de mi libro, pues era evidente que se trataba de un caso demasiado endeble para la acusación, y quien la planteó como parte civil agraviada demostró ser un testigo muy poco fidedigno, de modo que el sobreseimiento del doctor Reik probablemente no siente jurisprudencia en los tribunales de Viena acerca de la cuestión del análisis profano. Cuando en mi escrito tendencioso creé la figura del interlocutor «imparcial» pensaba en uno de nuestros funcionarios, un hombre de espíritu benévolo y de extraordinaria integridad mental, con quien yo mismo había conservado sobre el caso Reik y a quien entregué, a su pedido, una peritación confidencial sobre el mismo. Tenía bien presente que no había logrado convencerlo de mi punto de vista, y fue por eso que también mi interlocutor imparcial quedó en desacuerdo conmigo al concluir nuestro diálogo.

Tampoco esperé en momento alguno que lograría establecer entre los analistas mismos una actitud unánime frente al problema del análisis profano. Quien compare las opiniones expresadas en este simposio por la Asociación Húngara con las sustentadas por el grupo de Nueva York, quizá llegue a la conclusión de que mi obra ha sido totalmente ineficaz y que cada uno persiste en su opinión original. Mas tampoco creo esto. Por el contrario, pienso que muchos de mis colegas han morigerado su posición extrema y que en su mayoría han aceptado mi concepción de que el problema del análisis profano no debe ser resuelto de acuerdo con las normas tradicionales, sino que, correspondiendo a una situación nueva, demanda también un nuevo enjuiciamiento.

Además, el giro que he dado a toda la discusión parece haber despertado aplauso. En efecto, destaqué la tesis de que no importaría si el analista posee o no un diploma médico, sino que lo fundamental es si ha adquirido la capacitación especial que requiere para el ejercicio del análisis. De aquí arrancó la discusión, tan fervientemente llevada por mis colegas, acerca de cuál sería la formación más conveniente para el analista. Mi propia opinión era entonces —y sigue siendo ahora— que en modo alguno es la prescrita por la Universidad para los futuros médicos. Lo que se conoce como formación médica me parece un acceso arduo y tortuoso a la profesión analítica, pues si bien ofrece el analista muchos elementos indispensables, lo carga también con muchas otras cosas que de nada podrán servirle y lo expone además a que su interés y su entera manera de pensar se aparten de la comprensión de los fenómenos psíquicos. Aún está por crearse el plan de enseñanza para el analista; sin duda habrá de comprender temas de las ciencias del espíritu, de Psicología, Historia de la cultura y Sociología, así como de Anatomía, Biología y Genética. Hay tanto que aprender en estos terrenos, que es justificable omitir de dicho programa cuanto no guarde una relación directa con la práctica del análisis y sólo contribuya indirectamente, como cualquier otro tipo de estudio, el adiestramiento del intelecto y de la capacidad de observación sensorial. Es fácil y cómodo aducir contra este proyecto la objeción de que no existen escuelas psicoanalíticas de tal especie, salvo en el terreno de los esquemas ideales. Por cierto que se trata de un ideal, pero de un ideal que puede y debe ser realizado. Con todas sus insuficiencias juveniles, nuestros institutos de enseñanza representan ya el germen de semejante realización.

No habrá escapado a la atención de mis lectores el hecho que en lo precedente he aceptado como obvio algo que en nuestras discusiones aún ha sido violentamente disputado. En efecto, he dado por sentado que el psicoanálisis no es una rama especializada de la Medicina, y por mi parte no concibo que sea posible dejar de reconocerlo. El psicoanálisis es una parte de la Psicología, ni siquiera de la Psicología médica en el viejo sentido del término, ni de la Psicología de procesos mórbidos, sino simplemente de la Psicología a secas. No representa, por cierto, la totalidad de la psicología, sino su infraestructura, quizá aun todo su fundamento. La posibilidad de su aplicación con fines médicos no debe inducirnos en error, pues también la electricidad y la radiología han hallado aplicaciones en Medicina, no obstante lo cual la ciencia a la que ambas pertenecen sigue siendo la Física. Ni siquiera los argumentos históricos pueden modificar algo en esta filiación. Toda la teoría de la electricidad tuvo su origen en la observación de un preparado neuromuscular, pero a nadie se le ocurriría hoy considerarla por ello como una parte de la Fisiología. En cuanto al psicoanálisis, se aduce que habría sido descubierto por un médico en el curso de sus esfuerzos por socorrer a sus pacientes; pero esto es a todas luces indiferente para abrir juicio al respecto. Por otra parte, tal argumento histórico es un arma de doble filo: siguiendo el curso de su evolución podríamos recordar la frialdad, aun la enconada animosidad con la cual la profesión médica trató desde su comienzo al análisis; de ello se desprendería que tampoco hoy tiene derecho alguno a asumir prerrogativas sobre el mismo. Aunque por mi parte no admito tal implicación, tengo todavía fuertes dudas acerca de si la actual solicitud con que los médicos cortejan al psicoanálisis se basa, desde el punto de vista de la teoría de la libido, en la primera o en la segunda de las subfases de Abraham; es decir, si se trata de una toma de posesión con el propósito de la destrucción o de la preservación del objeto.

Quisiera detenerme un instante más en el argumento histórico. Dado que concierne a mi persona, puedo ofrecer a quien por ello se interese algunos atisbos de los motivos que me guiaron. Después de cuarenta y un años de actividad médica, mi autoconocimiento me dice que nunca fui un verdadero médico. Ingresé en la profesión porque se me obligó a apartarme de mi propósito original, y el triunfo de mi vida reside precisamente en que después de un largo rodeo he vuelto a encontrar mi primitiva orientación. De mi infancia no tengo ningún recuerdo de haber sentido la necesidad de socorrer a la Humanidad doliente; mi innata disposición sádica no era muy grande, de modo que no tuvo necesidad de desarrollar este derivado suyo. Tampoco me dediqué nunca a «jugar al doctor»: mi curiosidad infantil siguió sin duda otros caminos. En mi juventud se apoderó de mí la omnipotente necesidad de comprender algo acerca de los enigmas del mundo en que vivimos y de contribuir quizá con algo a su solución. El ingreso en la Facultad de Medicina parecía ser el camino más prometedor para lograrlo; luego intenté, sin éxito, con la Zoología y la Química, hasta que finalmente, bajo la influencia de Von Brücke —la más grande autoridad que haya influido nunca sobre mí—, quedé fijado a la fisiología, aunque en aquellos días ésta se hallaba excesivamente restringida a la histología. Por entonces ya había aprobado todos mis exámenes de la carrera médica sin llegar a interesarme ninguna actividad de esta índole, hasta que mi respetado maestro me advirtió que en vista de mi estrecha situación material debía renunciar a emprender una carrera teórica. Así llegué de la histología del sistema nervioso a la neuropatología, y luego, incitado por nuevas influencias, al estudio de las neurosis. Creo, sin embargo, que mi falta de una genuina inclinación médica no causó gran perjuicio a mis pacientes, pues no redunda precisamente en ventaja de éstos si el interés terapéutico del médico tiene un excesivo énfasis emocional. Para el paciente lo mejor es que el médico cumpla su tarea con ecuanimidad y con la mayor precisión posible.

Cuanto acabo de exponer no contribuye, evidentemente, gran cosa a dilucidar el problema del análisis profano. Todo esto sólo estaba destinado a presentar mis credenciales personales en tanto que yo mismo propugno el valor autónomo del psicoanálisis y su independencia de la aplicación a la Medicina. Aquí podría deducirse que el decidir si el psicoanálisis como ciencia es una subdivisión de la Medicina o de la Psicología sería una mera cuestión académica carente de todo interés práctico. El punto en cuestión sería otro: precisamente la aplicación del análisis al tratamiento de los enfermos; en la medida en que aspire a ser tal cosa, deberá resignarse a ser aceptado como una rama especializada de la Medicina, tal como lo es, por ejemplo, la radiología, sometiéndose asimismo a las reglas vigentes para todos los métodos terapéuticos. Reconozco que es así, y lo admito; sólo quiero estar seguro de que la terapia no llegue a destruir la ciencia. Por desgracia, todas las analogías son de corte alcance y no tardan en llegar a un punto en el cual divergen los dos términos comparados. El caso del análisis es distinto al de la radiología; el físico no necesita de la persona enferma para estudiar las leyes de los rayos X. El psicoanálisis, empero, no dispone de otro material, sino de los procesos psíquicos del ser humano: únicamente puede ser estudiado en el ser humano. Por circunstancias fácilmente comprensibles, la persona neurótica ofrece un material más instructivo y accesible que los seres normales, y si se pretendiera privar de este material a quien se esfuerce por aprender y aplicar el análisis, se le restaría, con mucho, la mitad de sus posibilidades de estudio. Naturalmente, lejos de mí querer exigir que el interés del individuo neurótico se sacrifique al de la instrucción y al de la investigación científica. El objetivo de mi pequeño libro sobre el problema del análisis profano es precisamente mostrar cómo es posible conciliar fácilmente ambos intereses ajustándose a determinadas precauciones y que el interés médico bien entendido no será el último en resultar beneficiado por tal solución.

Yo mismo he aducido todas las precauciones necesarias, y bien puedo afirmar que la discusión nada nuevo agregó al respecto; quisiera señalar, empero, que en su curso el énfasis se desplazó a menudo en una forma que no responde a la realidad de los hechos. Cuanto se dijo sobre las dificultades del diagnóstico diferencial y sobre la incertidumbre de valorar en muchos casos la sintomatología somática, es decir, sobre situaciones en las cuales son imprescindibles los conocimientos y la intervención de un médico, es exacto, pero incomparablemente mayor aún es el número de los casos que nunca plantean dudas de esta índole y en los cuales nada tiene que hacer el médico. Estos casos quizá no sean interesantes desde el punto de vista científico, pero desempeñan en la vida práctica una parte de importancia suficiente para justificar la actividad de los analistas profanos, perfectamente competentes para tratarlos. Hace algún tiempo analicé a un colega dominado por una particular antipatía contra la idea de que alguien se permitiese desempeñar una actividad médica no siendo a su vez médico. En el curso de su tratamiento tuve la oportunidad de preguntarle: «Estamos trabajando con usted ahora desde hace más de tres meses. ¿En qué momento de nuestro análisis tuvo usted ocasión de recurrir a mis conocimientos médicos?» Hubo de admitir que tal ocasión no se había presentado en momento alguno.

Tampoco concedo mayor importancia al argumento de que el analista profano, estando expuesto a tener que consultar a un médico, no conquistará el necesario respeto de su paciente, quien no le concederá mayor autoridad que la de un enfermero, un masajista u otro auxiliar de análoga categoría. Una vez más la analogía es imperfecta, sin tener en cuenta siquiera la circunstancia de los pacientes suelen reconocer la autoridad de acuerdo con su transferencia afectiva, y que la posesión de un diploma médico no les causa, ni mucho menos, la impresión que los médicos suponen. Un analista profano profesional no hallará dificultad en conquistar la consideración debida a una guía espiritual secular. Con estas palabras —«guía espiritual secular»— bien podría designarse, por otra parte, la función que el analista, sea médico o profano, debe cumplir en sus relaciones con el público. Nuestros amigos entre el clero protestante recientemente también entre el católico— con frecuencia consiguen librar a sus feligreses de las inhibiciones que los aquejan en la vida cotidiana, restaurando su fe luego de haberles ofrecido una breve información analítica sobre la índole de sus conflictos. Nuestros adversarios, los psicólogos individuales adlerianos, se esfuerzan por alcanzar un resultado similar en personas que se han tornado inestables e ineficientes, despertando su interés por la comunidad social pero sólo después de haber iluminado un único sector de su vida anímica, al mostrarles qué parte desempeñan en su enfermedad los impulsos egoístas y desconfiados. Ambos procedimientos, que derivan su poderío de su fundamentación en el psicoanálisis, tienen cabida en la psicoterapia. Nosotros, los analistas, nos planteamos el objetivo de llevar a cabo el análisis más complejo y profundo que sea posible en nuestros pacientes; no queremos aliviarlos incorporándolos a las comunidades católica, protestante o social, sino que procuramos más bien enriquecerlos a partir de sus propias fuentes íntimas, poniendo a disposición de su yo aquellas energías que debido a la represión se hallan inaccesiblemente fijadas en su inconsciente, así como aquellas que el yo se ve obligado a derrochar en la estéril tarea de mantener dichas represiones. Lo que así hacemos es una guía espiritual en el mejor sentido del término. ¿Acaso nos habremos puesto con ello una meta demasiado ambiciosa? ¿Por ventura merece la mayoría de nuestros pacientes los esfuerzos que tal tarea demanda de nosotros? ¿No sería más económico apuntalar sus debilidades desde el exterior en vez de reformarlas desde el interior? No podría decidirlo; pero hay otra cosa que puedo afirmar decididamente. En el psicoanálisis reinó desde el principio una unión indisoluble entre curar e investigar; el conocimiento trajo consigo el éxito terapéutico; fue imposible tratar a un paciente sin aprender al mismo tiempo algo nuevo; ninguna nueva información pudo adquirirse sin experimentar simultáneamente sus resultados benéficos. Nuestro procedimiento analítico es el único en el cual permanece asegurada esta preciosa conjunción. Unicamente si practicamos nuestra guía espiritual analítica lograremos profundizar nuestra incipiente concepción de la mente humana. Esta perspectiva de un beneficio científico ha sido siempre el rasgo más noble y halagüeño de la labor analítica. ¿Será lícito sacrificarla en aras de consideraciones prácticas cualesquiera?

Algunas observaciones emitidas en el curso de esta discusión me inducen a sospechar que, a pesar de todo, mi estudio sobre el análisis profano ha sido mal interpretado en un punto particular. En efecto, se ha asumido contra mí la defensa de los médicos, como si yo los hubiese declarado, en términos generales, incompetentes para practicar el análisis y como si hubiese emitido a nuestros institutos de enseñanza la consigna de rechazar todo ingreso del campo médico. Nada más lejos de mi intención. Dicha apariencia posiblemente obedeciera a que en el curso de mis formulaciones polémicas me vi obligado a declarar que los analistas médicos no capacitados en el análisis son aún más peligrosos que los profanos. Mi verdadera opinión sobre el tema podría aclararla parafraseando una observación cínica sobre la mujer que en cierta oportunidad apareció en la revista Simplicissimus. Un hombre se quejaba a otro de las debilidades y del complicado carácter del bello sexo, replicándole el último: «Con todo, la mujer es lo mejor que tenemos en esa especie.» Admito que mientras no existan las escuelas que anhelamos para la formación de los analistas, las personas capacitadas que cuenten con instrucción médica constituyen el mejor material para formar futuros analistas. Sin embargo, tenemos el derecho de exigir que no confundan su preformación médica con la formación analítica, que superen la unilateralidad favorecida por la enseñanza que han recibido en las escuelas de Medicina y que resistan a la tentación de coquetear con la endocrinología y con el sistema nervioso autónomo, cuando se trata de aprehender hechos psicológicos por medio de un sistema de conceptos psicológicos. También comparto la opinión de que todos los problemas relacionados con la conexión entre los fenómenos psíquicos y sus fundamentos orgánicos, anatómicos y químicos, sólo pueden ser abordados por personas versadas en ambos terrenos; es decir, por analistas médicos. Mas no ha de olvidarse que esto no constituye la totalidad del psicoanálisis y que en sus demás aspectos nunca podremos prescindir de la cooperación de aquellas personas que cuentan con una formación preliminar en las ciencias del espíritu. Por razones prácticas hemos adoptado la norma —que incidentalmente también rige en nuestras publicaciones periódicas— de separar el análisis médico de las aplicaciones del psicoanálisis. Esta distinción, no obstante, no es correcta, pues en realidad la línea de división corre entre el psicoanálisis científico y sus aplicaciones, tanto a la Medicina como a terrenos no médicos.

En el curso de estas discusiones el rechazo más rotundo del análisis profano fue expresado por nuestros colegas norteamericanos, de modo que no considero superfluo replicarles en pocas palabras. Difícilmente podría acusárseme de abusar del análisis con fines polémicos, si expreso la opinión de que su resistencia se debe totalmente a factores prácticos. Ellos ven en su país cuántos desatinos y abusos cometen los analistas profanos con el análisis y a qué punto perjudican en consecuencia a sus pacientes, tanto como al buen nombre del psicoanálisis. Es comprensible, pues, que en su indignación quieran apartarse en lo posible de esos elementos inescrupulosos y perjudiciales, excluyendo a los profanos de toda participación en el análisis. Pero esos hechos ya bastan de por sí para reducir la importancia de la posición norteamericana. En efecto, la cuestión del análisis profano no puede ser decidida exclusivamente de acuerdo con consideraciones prácticas, y las condiciones locales reinantes en Estados Unidos no pueden ser las únicas que determinen nuestro juicio.

La resolución adoptada por nuestros colegas norteamericanos contra los analistas profanos, basada esencialmente en razones prácticas, me parece muy poco práctica, pues no logrará modificar uno de los factores que dominan la situación. Tiene, por así decirlo, el valor de un intento de represión. Si no es posible impedir que los analistas profanos continúen sus actividades y si el público no apoya la campaña contra los mismos, ¿no sería más conveniente reconocer el hecho de su existencia ofreciéndoles la oportunidad de adquirir una capacitación? ¿No sería posible de esta manera influir sobre ellos y, al ofrecerles la posibilidad de ser aprobados por la profesión médica y de ser invitados a colaborar, despertar en ellos el interés por elevar su nivel ético e intelectual?