Los mismos y BURLEIGH, en conversación con DAVISON

BURLEIGH.– Que se extienda al instante la orden de ejecución, y que se le ponga el sello. Cuando se haga, se llevará a la firma de la Reina. ¡Andad! No hay tiempo que perder.

DAVISON.– Se hará. (Vase.)

AUBESPINE. (Saliendo al encuentro de Burleigh.)-Milord, mi leal corazón comparte la justa alegría de esta isla. ¡Loado sea Dios, que ha apartado el puñal asesino de la cabeza de S.M.!

BURLEIGH.– Alabado sea, por haber confundido la maldad de nuestros enemigos.

AUBESPINE.– Castigue Dios al autor de tan criminal atentado.

BURLEIGH- Al autor, y a su indigno instigador.

AUBESPINE. (A Kent.)- ¿Agrada a V.E., lord mariscal, acompañarme a ver a S.M., para deponer humildemente a sus pies el testimonio de felicitación de mi señor y Rey?

BURLEIGH- No os empeñéis, Conde d’Aubespine…

AUBESPINE. (Con oficiosidad.)- Sé lord Burleigh, cuál es mi deber.

BURLEIGH.– Vuestro deber es abandonar esta isla cuanto antes.

AUBESPINE. (Retrocediendo admirado.)- ¿Cómo? ¿Qué decía?

BURLEIGH.– Vuestra misión sagrada os protege hoy; mañana no.

AUBESPINE.– ¿Y cuál es mi delito?

BURLEIGH.– Si lo declaro, no puede perdonarse.

AUBESPINE- Espero, milord, que el derecho de gentes…

BURLEIGH.– Ampara… no la alta traición.

LEICESTER Y KENT.– ¡Ah! ¿Qué es esto?

AUBESPINE.– Milord, pensad que…

BURLEIGH.– Un pasaporte, escrito por vuestra mano, se ha encontrado en el bolsillo del criminal.

KENT.– ¿Es posible?

AUBESPINE.– Firmo muchos pasaportes, pero no puedo leer en el corazón del hombre,

BURLEIGH.– El asesino confesó en vuestra casa.

AUBESPINE.– Mi casa está abierta…

BURLEIGH.– Para todos los enemigos de Inglaterra.

AUBESPINE.– ¡Pido que se haga una información!

BURLEIGH.– ¡Temedlo!

AUBESPINE.– En mí es ultrajado mi Soberano, y romperá la alianza celebrada.

BURLEIGH.– La Reina la ha roto ya, e Inglaterra no se unirá con Francia. Milord Kent, os encargáis de custodiar al Conde hasta la mar. El pueblo, en rebelión, ha asaltado su domicilio, en donde se encontró un arsenal completo de armas; amenaza hacerlo pedazos si se presenta. Ocultadlo, pues, hasta que se calme su ira. Respondéis de su vida.

AUBESPINE.– Me voy, y abandono este país en donde se escarnece el derecho de gentes, y se burlan de los tratados… mi Rey tomará sangrienta venganza…

BURLEIGH.– ¡Que venga a buscarla! (Vanse Kent y Aubespine.)

ESCENA III

LEICESTER Y BURLEIGH.

LEICESTER.– Así desatáis otra vez los lazos, que anudasteis con tanto empeño por vuestra voluntad exclusiva. Poco, milord, os agradecerá Inglaterra el trabajo inútil que empleasteis.

BURLEIGH.– Mi objeto era loable. Dios ha dispuesto otra cosa. Dichoso aquel que no ha cometido yerro más grave.

LEICESTER.– Se conoce el aire misterioso de Cecil, cuando persigue un crimen contra el Estado… Ahora,, milord, es el momento propicio para vos. Se ha cometido un crimen monstruoso y el velo del secreto envuelve todavía a sus autores. Se iniciará un proceso para averiguarlo. Se examinarán palabras y gestos, y hasta los pensamientos se pasarán por la justicia. Sois en tales casos el hombre importante, el atlas del Estado, y toda Inglaterra descansa en vuestros hombros.

BURLEIGH.– Conozco, milord, que sois mi maestro. La victoria lograda por vuestra elocuencia es superior a todas las mías.

LEICESTER.– ¿Qué queréis decir?

BURLEIGH.– ¿No habéis sido, pues, quién ignorándolo yo, os habéis dado traza de atraer a la Reina a Fotheringhay?

LEICESTER.– ¿Ignorándolo vos? ¿Cuándo os he ocultado nada por miedo?

BURLEIGH.– ¿No habéis llevado a la Reina a Fotheringhay? Pero no. Vos no la llevasteis… Fue la Reina tan complaciente que os llevó.

LEICESTER.– ¿Qué os proponéis al decir eso, milord?

BURLEIGH.– ¡Brillante papel habéis hecho representar a la Reina! ¡Glorioso triunfo te habéis preparado! ¡Y por fiarse de vos!… ¡Bondadosa Princesa! ¡Cuán descaradamente se han mofado de ti! ¡Cómo te han sacrificado sin misericordia!… ¿Es esta la magnanimidad y la dulzura, que invocasteis de repente en el Consejo? ¡He aquí por qué la Estuardo era una enemiga tan débil y despreciable, que no merecía la pena de mancharse con su sangre! ¡Plan hábil! ¡Donosa traza.! ¡Lástima sólo que tan afilada punta se embotase!

LEICESTER.– ¡Necio! ¡ Seguidme inmediatamente! Me daréis satisfacción de vuestras palabras ante el trono de la Reina.

BURLEIGH.– Allí me encontraréis… y cuidad, milord, que no os falte allí vuestra elocuencia. (Va-se.)

ESCENA IV

LEICESTER solo, y luego MORTIMER.

LEICESTER.– Me han conocido; adivinaron Mis propósitos… ¿Cómo ese desdichado ha seguido mis pasos? ¡Ay de mí, si tiene algunas pruebas! Si llega a saber la Reina que María y yo nos entendemos… ¡Dios mío! ¡Cuán culpable no he de parecerle! ¡Cuán falaz, cuán solapado no se juzgará mi consejo de llevarla a Fotheringhay! ¡Creerá que me he burlado horriblemente de ella, y que le he hecho traición por su odiada enemiga! ¡Oh!, ¡Nunca, nunca lo perdonará! ¡Todo le parecerá premeditado, hasta el amargo giro de esta entrevista, y el triunfo, y la risa burlona de su rival! ¡ Sí; hasta la mano misma del asesino, sangrienta y terrible, que un destino inesperado y cruel ha mezclado en todo esto, se estimará como obra mía! No veo medio alguno de salvación. ¡Ah! ¿Quién viene?

MORTIMER. (Que llega muy conmovido, y mira asustado alrededor.)-¡Conde Leicester! ¿Sois vos? ¿Estamos sin testigos?

LEICESTER.– ¡Fuera de aquí, desventurado! ¿Qué buscáis?

MORTIMER.– Siguen nuestro rastro y el vuestro también. ¡Vivid alerta!

LEICESTER.– ¡Fuera, fuera!

MORTIMER.– Se sabe que en la casa del Conde d’Aubespine se ha celebrado un conciliábulo…

LEICESTER.– ¿Y qué me importa?

MORTIMER.– Y han preso al asesino…

LEICESTER.– Es cuenta vuestra. ¡Qué temeridad! ¿Por qué razón habéis de mezclarme en vuestros crímenes sangrientos? Defended vosotros solos vuestras acciones censurables.

MORTIMER.– Pero escuchadme siquiera.

LEICESTER. (Con profunda ira.)- ¡ Idos al infierno! ¿Por qué habéis de seguir todos mis pasos como un espíritu infernal? ¡Lejos de aquí! Yo no os conozco, ni tengo que ver nada con asesinos.

MORTIMER.– No queréis escucharme. Vengo a

advertiros que también os han descubierto. LEICESTER.– ¡Ah! MORTIMER.– El Gran Tesorero estuvo en

Fotheringhay sin perder un instante, después de ese suceso malhadado; registraron escrupulosamente la habitación de la Reina, y, encontraron en ella…

LEICESTER.– ¿Cómo? MORTIMER.– El principio de una carta, dirigi-

da a vos. LEICESTER.– ¡Desventurada! MORTIMER.– En la cual os exhorta a que

cumpláis vuestra palabra; os promete de nuevo su

mano; os recuerda el envío de su retrato… LEICESTER.– ¡Muerte y condenación! MORTIMER.– Lord Burleigh la tiene en su po

der.

LEICESTER.– ¡ Soy hombre perdido! (Paséase precipitadamente, lleno de angustia, mientras le habla Mortimer.)

MORTIMER.– ¡Aprovechad la ocasión! ¡Prevenidla! ¡Salvaos y jurad que no sois culpable, inventad excusas, ahuyentad la más deplorable desgracia! Nada puedo hacer yo. Mis compañeros se han dispersado, y nuestra conjuración se ha disuelto. Yo me dirijo apresuradamente a Escocia para reunir allí nuevos amigos. Os toca ahora ensayar lo que puede vuestra influencia y vuestra osadía.

LEICESTER. (Que se detiene como si le ocurriera una idea repentina.)-¡Así lo haré! (Vase hacia la puerta, la abre y grita.) ¡Hola, guardias! (Al oficial, que entra con hombres, armados.) ¡Prended a este enemigo del Estado, y custodiadlo bien! ¡ Sé ha descubierto la conspiración más infame! ¡Yo mismo voy a anunciarlo a la Reina! (Vase.)

MORTIMER. (Que se queda al pronto, estupefacto, reanimándose después, y mirando a Leicester con el mayor desprecio) ¡Ah infame!… ¡Y, sin embargo, lo merezco! ¿Quién me obligó a fiarme de un miserable? Huéllame ahora, porque mi ruina es su puente de salvación… ¡ Sálvate, pues! ¡Mis labios no te descubrirán, porque no quiero arrastrarte en mi caída. Ni para morir necesito tu ayuda. La vida es el único bien del malvado. (Al oficial de guardia, que se acerca para prenderlo.) ¡Qué te propones, vil esclavo, vendido a la tiranía? ¡Me burlo de ti, y soy libre! (Sacando un puñal.)

EL OFICIAL.– Está armado… ¡quitadle su puñal! (Lo rodean, y él se defiende.)

MORTIMER.– ¡Y libre en mi último instante, abriré mi corazón y daré suelta a mi lengua! ¡Muerte y maldición sobre vosotros, traidores a vuestro Dios y a vuestra verdadera Reina! Desleales os separáis de la María de la tierra y de la del cielo, y os vendéis a una Reina bastarda…

EL OFICIAL.– ¿Oís sus blasfemias? ¡Ea! ¡Prendedlo ya!

MORTIMER.-¡Oh amada mía! No he podido librarte pero te probaré mi valor varonil. ¡Divina María, ruega por mí, y llámame a tu lado en el cielo! (Se hiere con su puñal y cae en los brazos de los guardias.)

ESCENA V

Aposento de la Reina.

ISABEL, con una carta en la mano,

y BURLEIGH.

ISABEL.– ¡Llevarme allí! ¡Burlarse así de mí! ¡Proporcionar a mi costa ese triunfo a mi rival! ¡Oh! ¡ Jamás, oh Burleigh, se ha engañado tan infame-mente a mujer alguna!

BURLEIGH.– Aun no he llegado a comprender cómo lo ha conseguido, qué artificios, qué poder mágico ha empleado para sorprender tan completamente la discreción de mi Reina.

ISABEL.– ¡Oh! ¡Yo muero de vergüenza! ¡Cuánta mofa habrá hecho de mi debilidad! ¡Creí humillarla, y fui yo misma el blanco de su escarnio!

BURLEIGH.– Ahora estimaréis el valor de mis consejos.

ISABEL.– ¡Oh! Cruel ha sido mi castigo por no haberlos seguido. Y ¿por qué no darle crédito? ¿Cómo ver en tan tiernos juramentos de amor un lazo pérfido? ¿De quién fiarme, si él me vende? ¡Cuando yo lo he elevado sobre todos los grandes, el preferido por mí, y permitiéndole que en mi corte fuera el primero, casi un rey!

BURLEIGH.– ¡Y, al mismo tiempo, os hacía traición por esa falsa Reina de Escocia!

ISABEL.– ¡Oh! ¡Me lo pagará con su sangre!… Decidme, ¿la sentencia se ha extendido ya?

BURLEIGH.– Está preparada como ordenasteis.

ISABEL.– ¡Ha de morir! ¡Él la verá sucumbir, y la seguirá después! Lo he arrancado de mi corazón. Desvaneciese mi amor, y queda sólo la venganza. ¡Que desde su altura sea más profunda y vergonzosa su caída! ¡Que sea el símbolo de mi rigor, como lo ha sido de mi debilidad! ¡Que lo lleven a la Torre; elegiré los pares que han de juzgarlo! ¡Que se le apliquen las leyes más severas!

BURLEIGH.– Se dará traza de veros y justificarse.

ISABEL.– ¿Cómo se ha de justificar? ¿No lo condena esta carta? ¡Oh! Su delito es tan claro como la luz.

BURLEIGH.– Pero sois buena y compasiva. Su aspecto, el influjo de su presencia…

ISABEL.– No quiero verlo. No; ¡nunca más! ¿Habéis dado la orden de que se vuelva si viene?

BURLEIGH.– Así se ha ordenado.

UN PAJE. (Que entra.)- ¡Milord Leicester!

ISABEL.– ¡ Indigno! No quiero verlo. Decidle que no quiero verlo.

EL PAJE.– No me atrevo a decírselo, y además no me creería.

ISABEL.– ¿A tal punto le he engrandecido, que mi mismo servidor lo teme más que a mí?

BURLEIGH. (Al Paje.)- La Reina prohíbe que la vea. (El Paje se va vacilando.)

ISABEL. (Después de un momento de silencio.)- Pero si fuese eso posible… Si pudiera justificarse… Decidme, ¿no podría ser todo ello un lazo, tendido por María, para separarme de mi más fiel servidor? ¡Oh! Ella es una redomada maestra en intrigas. ¿Si habrá escrito sólo la carta para infundir en mi corazón ponzoñosa sospecha, y, porque lo aborrece, precipitarlo en la desdicha…?

BURLEIGH.– Pero reflexionad,

señora…

ESCENA VI

Los mismos, y LEICESTER

LEICESTER. (Que abre con ímpetu la puerta, y entra con imperio.)- Quiero yo saber quién es el desvergonzado que me cierra el aposento de mi Reina.

ISABEL.– ¡Hola! ¡Atrevido!

LEICESTER.– ¡Rechazarme a mí! Si está visible para un Burleigh, también lo está para mí.

BURLEIGH.– Sois bien osado para entrar aquí sin permiso.

LEICESTER.– Y vos muy temerario, milord, para hablar ahora aquí. ¡El permiso! ¡No faltaba más! Nadie hay en esta corte con facultades bastantes para conceder o negar la entrada a lord Leicester. (Acercándose humildemente a Isabel.) Que oiga yo de los mismos labios de mi Reina…

ISABEL. (Sin mirarlo.)- ¡Retiraos de mi vista, miserable!

LEICESTER.– Al oír estas palabras ásperas, no las atribuyo a mi bondadosa Isabel, sino al lord mi enemigo… Yo apelo de ellas a mi Isabel… ya que lo escucháis, igualadme a él.

ISABEL.– ¡Hablad, infame! ¡Agravad vuestro delito! ¡Negadlo!

LEICESTER.– Que se vaya primero este importuno… Alejaos, milord… Para lo que he de hablar a la Reina, no necesito testigos. ¡Andad!

ISABEL. (A Burleigh.)-¡Quedaos! ¡Yo lo mando!

LEICESTER.– ¿Qué necesidad hay de un tercero en discordia entre vos y yo? Me dirijo a mi adorada Reina… Ejerzo los derechos que me corresponden… ¡Y son derechos sagrados! E insisto en ellos, para que milord se vaya.

ISABEL.– ¡Os conviene, a fe mía, usar ese lenguaje orgulloso!

LEICESTER.– Sí, por Dios, porque soy el hombre afortunado a quien habéis concedido el privilegio insigne de vuestro favor, distinción que me enaltece sobre él y sobre todos. Vuestro corazón me ha dado ese alto rango, y lo que el amor me ha prestado, sabré ¡por el cielo! conservarlo a costa de mi vida… Bástanme sólo algunos instantes para que me entendáis.

ISABEL.– Esperáis en vano engañarme con vuestras palabras astutas.

LEICESTER.– Os engañaría quizás ese retórico; pero yo hablaré a vuestro corazón, y cuanto me aventuré a hacer, confiado en vuestro favor, es solo suficiente para justificarme… El tribunal único, que ha de juzgarme, es vuestra inclinación.

ISABEL.– ¡Desvergonzado! Justamente eso es lo que os condena primero… ¡Mostradle la carta, milord!

BURLEIGH.– ¡Hela aquí!

LEICESTER. (Que la lee sin inmutarse.)- Es de puño y letra de la Estuardo.

ISABEL.– ¡Leedla y llenaos de confusión!

LEICESTER. (Tranquilo, después de leerla.)- Las apariencias me condenan; pero ¿puedo acaso confiar en que no se me juzgue por ellas?

ISABEL.– ¿Podéis negar que habéis tenido relaciones secretas con la Estuardo, que habéis recibido su retrato, y que le habéis dado esperanzas de libertarla?

LEICESTER.– Me sería fácil, si me creyera culpable, rechazar el testimonio de mi enemiga. Pero mi conciencia no me acusa, y confieso que ha escrito la verdad.

ISABEL.– ¿Y entonces, desdichado…?

BURLEIGH.– ¡Él mismo se condena!

ISABEL.– ¡Lejos de mí! ¡A la Torre… traidor!

LEICESTER.– No lo soy. He faltado, ocultándoos esto, pero mi propósito, era loable, puesto que sólo tendía a averiguar cuáles eran las intenciones de vuestra enemiga; y a perderla de este modo.

ISABEL.– ¡Triste derrota!

BURLEIGH.– ¡Cómo, milord! ¿Creéis…

LEICESTER.– Mi juego ha sido, arriesgado, constándome que solo el Conde de Leicester podría acometerlo en esta corte. Todo el mundo sabe que odio a la Estuardo. El rango que tengo, la confianza que la Reina me dispensa, han de desvanecer cualquiera duda sobre la rectitud de mi conducta. Bien podía el hombre distinguido entre todos por vuestro favor, distinguirse también por su osadía, y cumplir su deber.

BURLEIGH.– Pero ¿a qué callar, si vuestro designio era bueno?

LEICESTER.– Tenéis por costumbre, oh mi-lord, hablar antes de obrar, y sois la campana que anuncia nuestras propias acciones. Tal es vuestro hábito. El mío, al contrarío, es obrar primero y hablar después.

BURLEIGH.– Y habláis ahora, porque la necesidad os obliga.

LEICESTER. (Mirándolo con desprecio y orgullo, de pies a cabeza.) -Y os alabáis de haber llevado a término una empresa maravillosa, de haber salvado a vuestra Reina, de haber desenmascarado la traición… Creéis saberlo todo, que nada escapa a vuestra vista perspicaz… ¡pobre fanfarrón! A pesar de vuestra vigilancia, hoy mismo estaría libre María Estuardo, si yo no lo impidiera.

BURLEIGH.– ¿Hubieseis acaso…?

LEICESTER.– ¡Yo, milord! La Reina se había fiado de Mortimer; le reveló su secreto, y tan lejos fue, que le confió una sangrienta comisión contra María, por haberla rechazado su tío con horror… Decid ¿no es verdad? (La Reina y Burleigh se miran asombrados)

BURLEIGH.– Y ¿cómo llegasteis a saber…

LEICESTER.– Pero ¿no es así? Ahora bien, milord: ¿en dónde estaban vuestros ojos de Argos, cuando no veíais, que ese Mortimer os engañaba? ¿que era un papista fanático, instrumento de los Guisas, criatura de María Estuardo, entusiasta, osado y valiente, que había venido para libertarla, asesinar a la Reina…?

ISABEL. (Con la mayor sorpresa.)-¿Ese Mortimer?…

LEICESTER.– Era el intermediario entre María y yo, y lo conocí con este motivo, Hoy debía salir ella de su prisión a viva fuerza; según me ha dicho él mismo. Hice que lo prendieran, y desesperado, al considerar que encallaba en su empresa y que sería descubierto, se suicidó.

ISABEL.– ¡Oh! Me han engañado de un modo inaudito… Ese Mortimer…

BURLEIGH.– Y eso ¿ha sucedido ahora? ¿poco después de separarnos?

LEICESTER.– Mucho he lamentado, por lo que me interesa, que haya muerto así. Su testimonio, en vida me exculparía por completo, y me libraría de toda sospecha. Por esta razón quería ponerlo en manos de la justicia. Un proceso, muy severo en sus trámites, hubiese demostrado mi inocencia ante todo el mundo.

BURLEIGH.– ¿Decís que se suicidó? ¿Se mató con sus propias armas, o lo matasteis vos?

LEICESTER. – ¡ Indigna sospecha! Que lo pregunten a los guardias, a quienes lo entregué. (Va a la puerta, y llama, y entra el Oficial.) Contad a S.M. lo que ha pasado con Mortimer.

EL OFICIAL.– Yo estaba de guardia en la antesala, cuando milord abrió las puertas de repente, y me mandó prender a un caballero, por delito de alta traición. Vímoslo después enfurecerse, sacar un puñal, y maldiciendo a la Reina horriblemente, y sin que pudiéramos evitarlo, atravesarse el pecho, y caer en tierra muerto…

LEICESTER.– ¡Está bien! Podéis retiraros, caballero. Es lo que deseaba saber la Reina. (Vase el Oficial.)

ISABEL.– ¡Oh! ¡qué horroroso abismo!

LEICESTER.– ¿Quién ha sido, pues, vuestro salvador? ¿Milord, Burleigh? ¿Conocía siquiera el peligro que os amenazaba? ¿Lo ha apartado de vuestra cabeza?… ¡Vuestro fiel Leicester ha sido vuestro ángel de la guarda!

BURLEIGH.– Conde: ese Mortimer ha muerto muy oportunamente para vos.

ISABEL.– No sé qué decir. Os creo, y no os creo. Os considero como culpable y como inocente. ¡Oh mujer odiosa que me traes tantos sinsabores!

LEICESTER.– ¡Es preciso que muera! Ahora pido yo mismo su muerte. Os aconsejé que suspendieseis la ejecución de la sentencia, hasta que se levantase en su ayuda un nuevo defensor. Ya llegó el momento… e insisto en que su suplicio se ejecute sin tardanza.

BURLEIGH.– ¿Y vos lo aconsejáis? ¿Vos?

LEICESTER.– Por mucho que me repugne apelar a esos extremos, entiendo y juzgo que el bien de la Reina exige ese sacrificio cruento. Propongo, por tanto, que la orden para la ejecución se expida inmediatamente.

BURLEIGH. (A la Reina.)- Ya que milord se expresa tan leal y formalmente, opino que él se encargue del cumplimiento de la sentencia.

LEICESTER.– ¿Yo?

BURLEIGH.– ¡Vos! No hay mejor medio de disipar las sospechas, que pesan sobre vuestra conducta, que vos mismo decapitéis a la que se os acusa de amar.

ISABEL. (Mirando fijamente a Leicester)- El consejo de milord me agrada. ¡Que sea así, y no hablemos más

LEICESTER.– La alteza de mi rango debiera eximirme de tan triste comisión… a todas luces más a propósito para un Burleigh que para mí. El que tan cerca se halla de la Reina, nunca debiera ser causante de desdichas. Sin embargo, para probar mi celo y contentar a mi Soberana, renuncio a las prerrogativas que corresponden a mi posición, y acepto ese odioso encargo.

ISABEL.– Lord Burleigh lo desempeñará también con vos. (A Burleigh.) Cuidad de que la orden se cumpla inmediatamente. (Vase Burleigh; óyese fuera tumulto)

ESCENA VII

Los mismos, y el CONDE DE KENT

ISABEL.– ¿Qué sucede, milord de Kent? ¿Qué sedición estalla en la ciudad?… ¿Qué es?

KENT.– Es el pueblo, oh Reina, qué rodea al palacio. Pide a voces veros.

ISABEL.– Y ¿qué desea mi pueblo?

Kent.– Ha circulado en Londres el rumor horrible de que vuestra vida está en peligro, y que os amenazan asesinos, enviados por el Papa; que los católicos se han conjurado para sacar por fuerza a la Estuardo de la cárcel, y, proclamarla reina. El populacho lo cree, y está furioso. Sólo la decapitación de la Estuardo, que ha de ejecutarse hoy, podrá calmarlo.

ISABEL.– ¿Qué decís? ¿Intentarán obligarme a ello?

KENT.– Están resueltos a no retirarse hasta que hayáis firmado la sentencia.

ESCENA VIII

Los mismos, y BURLEIGH y DAVISON, con un escrito.

ISABEL.– ¿Qué traéis, Davison?

DAVISON. (Acercándose con gravedad.)- Habéis ordenado, oh Reina…

ISABEL.– ¿Qué es esto? (Al tomar el escrito, tiembla y retrocede.) ¡oh, Dios mío!

BURLEIGH.– Obedeced a la voz del pueblo, que es la voz de Dios.

ISABEL. (Vacilante, y en lucha consigo misma.)-¡Oh, lores míos! ¿Quién será capaz de decirme, si la voz, que oigo, es la de todo mi pueblo, la voz del mundo? ¡Ah! ¡Cuánto temo, si obedezco a la voz de la muchedumbre, oír otra voz más espantosa, muy diversa… sí; que los mismos que ahora me obligan a la fuerza a ejecutar una acción, sean, después de consumada, los más severos en censurarla!

ESCENA IX

Los mismos, y el CONDE DE SHREWSBURY.

SHREWSBURY. (Que se presenta muy agitado.)-¡Intentad precipitaros, oh Reina! ¡Resistid, resistid con firmeza! (Al ver a Davison con el escrito.) ¿Pero se ha hecho ya? ¿Es cierto? Observo un malhadado papel en esas manos. No conviene presentarlo ahora a la vista de nuestra Soberana.

ISABEL.– ¡Me hacen violencia, oh noble Shrewsbury

SHREWSBURY.– ¿Cómo ha de ser eso posible? Sois nuestra Reina, y esta es ocasión de demostrar vuestro poder. Imponed silencio a esas voces bárbaras, que osan forzar vuestra regia voluntad, y sobreponerse a vuestro juicio. El miedo, la ciega insensatez mueven al pueblo, y Vuestra Majestad misma esta fuera de sí, vivamente irritada, porque sois mortal al cabo, y no podéis juzgar ahora con libertad.

BURLEIGH.– La sentencia se ha pronunciado largo tiempo hace. No se trata ya de decretar ninguna sentencia, sino de ejecutarla.

KENT. (Que se ha alejado al entrar Shrewsbury, y que vuelve.)- El motín crece, y no se podrá contener.

ISABEL. (A Shrewsbury.)-¿Veis cómo me obligan?

SHREWSBURY.– Sólo pido un plazo. Esa plumada decide de vuestra paz y de vuestra vida. Después de reflexionarlo tantos años, ¿ha de arrastraros un momento de ceguedad? ¡ Sólo un corto plazo! Reanimaos, y aguardad otra hora más tranquila.

BURLEIGH. (Conmovido.)-Esperad, dilatadlo, diferidlo, hasta que arda todo el reino, basta que vuestra enemiga prospere y realice su proyectado asesinato. Por tres veces os ha salvado la mano del Altísimo. Hoy mismo ha estado cerca de vos; pero esperar otro milagro más, es tentar al Hacedor.

SHREWSBURY.– El Dios, que os ha salvado cuatro veces maravillosamente, el que hoy infundió vigor bastante en el brazo de un débil anciano para vencer a un furioso… ¡merece confianza! No quiero invocar en voz alta los fueros de la justicia, porque no es ésta la ocasión, y las circunstancias extraordinarias, que os rodean, no os permiten escucharla. Pero oíd sólo esto. Tembláis ahora ante esa María con vida. No hay que temerla viva. La temible será la muerta, la decapitada. Se alzará de su sepulcro, nueva Diosa de la discordia, y como espíritu de venganza recorrerá vuestros dominios, y apartará de su Reina el corazón del pueblo. El inglés odia ahora a esa mujer, a quien teme, y la vengará cuando ya no exista. No será ya para él la enemiga de su religión, sino sólo la hija de sus soberanos, la víctima del odio y de los celos, y entonces la llorará, en vez de condenarla. Pronto observaréis el cambio. Recorred a Londres, después que se ejecute ese sangriento suplicio; mostraos al pueblo, que antes se deshacía en vítores al veros, y contemplaréis otra Inglaterra, otro pueblo distinto, que no os mirará ya rodeada de esa suprema justicia que gana todos los corazones. El miedo, el horrible compañero de la tiranía, os precederá, y dejará desiertas las calles. Habréis llegado a lo último, al extremo más inaudito. ¿Qué cabeza se creerá segura, si cae esa sagrada?

ISABEL.– ¡Ay de mí, Shrewsbury! Hoy me habéis salvado la vida, librándome del puñal del asesino… ¿Por qué lo hicisteis? Así habría terminado mi carrera; y no culpable, y al abrigo de toda duda, descansaría tranquila en mi tumba. ¡Harta estoy ya, en verdad, de la vida y del reino! Si una de las dos Reinas ha de perecer, para que la otra exista… y confieso que no es posible otra cosa… ¿por qué no he de ser yo la que ceda el puesto? Mi pueblo puede elegir, porque yo le devuelvo sus poderes. Dios es testigo de que no he vivido para mí, sino sólo para hacer la dicha de mis súbditos. Si aguarda días más felices de esa seductora Estuardo, de esa Reina joven, bajo contenta del trono, y regreso a mi antiguo retiro de Woodstock, en donde pasé mi juventud sin pretensiones, y en donde, lejos del bullicio de las grandezas mundales, encontraba en mí misma cuanto deseaba… No sirvo para Reina. El Monarca ha de tener un corazón duro, y el mío no lo es. Largo tiempo he gobernado esta Isla con fortuna, porque sólo dispensaba el bien. Por primera vez he de cumplir un deber rigoroso y conozco mi impotencia…

BURLEIGH.– Cuando yo, ¡por vida de Dios! me veo obligado a oír de los labios de mi Reina palabras tan impropias de su supremo rango, haría traición a mi conciencia, y también a mi patria, si callara… Decís que amáis a vuestro pueblo más que a vos misma. ¡Probadlo, pues! No busquéis vuestra tranquilidad personal, abandonando el reino a terribles borrascas… ¡Pensad en la Iglesia! ¿Volverán con esa Estuardo las añejas supersticiones? ¿Reinarán de nuevo los frailes, y vendrá el legado de Roma para cerrar nuestros templos y destronar nuestros Reyes?… Os hago responsable de la paz de todos vuestros súbditos… Según sea vuestra conducta, se salvarán o se perderán. No es ésta ocasión de hacer alarde de compasión mujeril, porque el bienestar de vuestro pueblo es vuestro más sagrado deber. Si Shrewsbury os ha librado de la muerte, yo quiero libertar a Inglaterra… ¡Esto vale más!

ISABEL.– Dejadme entregada a mí misma. Los hombres no aconsejan ni consuelan en estos momentos críticos. Los someto al Juez Supremo. Haré lo que me inspire. ¡Alejaos, milores! (A Davison.) Vos, caballero, quedas a mi alcance. (Vanse los lores: solo Shrewsbury permanece algunos instantes ante la Reina, mirándola con intención, y después se retira lentamente, presa del más acerbo dolor.)

ESCENA X

ISABEL, sola.

ISABEL.– ¡Oh esclavitud popular! ¡Vergonzosa servidumbre!… ¡Cuán harta estoy de adular a ese ídolo, que desprecio en mi interior! ¿Cuándo me veré libre en este trono? He de respetar la opinión, conquistar las alabanzas de la multitud, y ser justa con ese populacho, a quien sólo agradan los juglares. ¡Oh! No es Rey el que ha de complacer a todos. Sólo lo es quien no necesita que los hombres aprueben su conducta.¿Por qué he practicado la justicia, y odiado la arbitrariedad, durante mi vida? ¿Por qué me he atado las manos, para cometer esta mi primera e inevitable violencia? El ejemplo que di me condena. Si yo fuera tiránica, como la española María, mi antecesora en el solio, podría ahora sin censuras derramar sangre de reyes. Pero ¿he sido justa por mi propia y libre elección? La todopoderosa necesidad, que obliga también a la voluntad de los Soberanos, me ha impuesto esa virtud.

Cercada de enemigos, sólo el favor popular me ha sostenido sobre el trono disputado. Todas las potencias del continente se esforzaban en derribarme. El Papa, irreconciliable, me excomulga; Francia, fingiendo amor fraternal, me hace traición; y España prepara contra mí guerra abierta marítima, de rabia y de exterminio. Así yo, débil mujer, lucho contra el mundo. Eminentes virtudes han de suplir mi falta de derechos, y borrar la mancha de mi nacimiento, anatematizado por mí mismo padre. Pero todo en vano… El odio de mis adversarios lo descubre, y frente a mí se presenta siempre ese espectro de la Estuardo, sin Cesar amenazándome. ¡No! Ese temor ha de cesar al fin. Su cabeza ha de caer. Quiero vivir en paz… Ella es el tormento de mi vida; un espíritu vengador, suscitado contra mí por el destino. En donde espero una alegría, en donde fundo una esperanza, encuentro a mi paso esa serpiente del infierno. Róbame mi amante, me arrebata mi prometido. María Estuardo es el nombre de todas las desdichas que me rodean. En cuanto sea borrada del catálogo de los vivos, seré libre, como el aire en las alturas. (Cállase un momento.) ¡Con qué sarcasmo me miró de soslayo, como si su mirada hubiera de aniquilarme como el rayo! ¡ Imbécil! ¡Yo empleo mejores armas porque su herida es mortal, y dejarás de existir! (Acercándose a la mesa con rapidez, y cogiendo una pluma.) ¿Soy Una bastarda para ti?… ¡Desventurada! Lo soy sólo. mientras vivas y respires. Las dudas sobre la legitimidad de mi nacimiento desaparecerán en cuanto tú desaparezcas. Cuando el inglés no pueda hacer otra elección, habré, nacido en tálamo legítimo. (Firma de una plumada repentina y segura; deja caer la pluma, y retrocede horrorizada. Después de una breve pausa, llama.)

ESCENA XI

ISABEL y DAVISON.

ISABEL.– ¿En dónde están los otros lores?

DAVISON.– Han ido a aplacar al pueblo sublevado. El tumulto cesó en el instante en que se presentó el Conde de Shrewsbury. «¡Ese es! ¡Ese es!» clamaron cien voces, «el que salvó a la Reina, el hombre más respetable de Inglaterra.» Entonces habló el noble Talbot, y reconvino al pueblo con dulzura, por su conducta violenta, expresándose con tal energía, que todos se calmaron y dejaron tranquilos la plaza.

ISABEL.– ¡ Inconstante muchedumbre, que se trueca como el viento! ¡Ay de aquel que se apoye en esa caña!… ¡Está bien, Davison! ¡Podéis retiraros!

(Al volverse aquel hacia la puerta.) Y este papel… tomadlo… en vuestras manos lo pongo.

DAVISON. (Mirando el papel, y estremeciéndose.)-¡Oh Reina! ¡Vuestro nombre! ¿Lo habéis resuelto?

ISABEL.– Debía firmar, y he firmado. Una hoja de papel, sin embargo, nada decide, y un nombre no mata.

DAVISON.– Vuestro nombre, oh Reina, al pie de este escrito, lo decide todo; mata, es un rayo del cielo, de alas rápidas… Este papel ordena a los comisarios y al sherif, que se encaminen inmediatamente a Fotheringhay a buscar a la Reina de Escocia, para anunciarle la muerte, y que mañana, al rayar el día, la decapiten. No se fija plazo alguno, y sólo vivirá mientras no salga esta orden de mis manos.

ISABEL.– ¡ Sí, caballero! Dios confía a vuestras débiles manos un asunto grave e importante. ¡Rogadle que os ilumine con su sabiduría! Me voy, y os abandono a vuestro deber. (Hace ademán de irse.)

DAVISON. (Deteniéndola.)-¡No, Reina mía! No me dejéis hasta no declararme vuestra voluntad. ¿De qué sabiduría necesito, si cumplo vuestra orden a la letra?… ¿Ponéis este papel en mis manos, para que yo ejecute con rapidez lo que ordena?

ISABEL.– Obraréis según os dicte vuestra prudencia.

DAVISON. (Interrumpiéndola con prontitud, y asustado.)-¡No según mi prudencia! Líbreme de ello Dios. Toda mi prudencia es obedecer. Vuestro servidor nada tiene que decidir aquí. El error más insignificante causaría en esto un regicidio, una desdicha, tan grande como irreparable. Permitidme que, en este gravísimo asunto, sea yo tan sólo ciego instrumento de vuestra voluntad. Explicadme con claridad vuestro propósito. ¿Qué se ha de hacer con esta orden sanguinaria?

ISABEL.– Su nombre lo dice.

DAVISON.– ¿Ha de cumplirse, pues, al punto?

ISABEL. (Vacilando.)- No digo eso, y tiemblo sólo en pensarlo.

DAVISON.– ¿Queréis, por tanto, que la guarde algún tiempo?

ISABEL. (Con viveza.)- A vuestro riesgo. ¡ Sois responsable de las consecuencias!

DAVISON.– ¿Yo? ¡ Santo Dios!… Decid, Reina, ¿qué deseáis?

ISABEL. (Impaciente.)-Deseo no pensar más en este mal. hadado asunto, y tranquilizarme de una vez, y para siempre.

DAVISON.– Sólo os costará pronunciar una palabra. ¡Oh! Hablad; decid lo que se ha de hacer con esta orden!

ISABEL.– ¡Ya lo he dicho! No me atormentéis más.

DAVISON.– ¿Que lo habéis dicho? A mí nada me habéis dicho… ¡Oh! ¡Ruego a mi Soberana que lo recuerde bien!

ISABEL. (Dando con el pie en el suelo.)-¡Esto es insufrible!

DAVISON.– Tened compasión de mí. Desempeño este cargo hace pocos meses. No conozco el lenguaje de la corte y de los Reyes… Mi educación ha sido muy sencilla. ¡Tened, pues, paciencia con vuestro criado! No seáis avara de órdenes, que han de instruirme y poner en claro mi obligación. (Acércase con ademán suplicante, y ella le vuelve las espaldas; Davison se queda como desesperado, y después habla con energía.) ¡Tomad de nuevo este papel! ¡Tomadlo! Pa-réceme que tengo un hierro ardiendo en las manos. No me elijáis para serviros en asunto tan horrible.

ISABEL.– ¡Cumplid vuestro deber! (Vase.)

ESCENA XII

DAVISON, y después BURLEIGH

DAVISON.– ¡ Se va! Déjame indeciso, desesperado, con esta orden atroz… ¿Qué hago? ¿La guardo? ¿La entrego? (A Burleigh, que entra.) ¡Oh, bien, bien! ¡A tiempo llegáis, mi lord! Sois quien me ha dado este cargo. ¡Eximidme de él! Lo acepté sin comprender su alcance: Dejadme volver a la oscuridad en que me hallasteis, porque no es este mi puesto…

BURLEIGH.– ¿Qué tenéis, señor? ¡Reponeos! ¿En dónde está la sentencia? La Reina os mandó llamar.

DAVISON.– Me ha dejado en la mayor cólera. ¡Oh! ¡Aconsejadme! ¡Ayudadme! ¡Sacadme de esta duda, de esta infernal angustia! Aquí está la sentencia… está firmada.

BURLEIGH. (Con viveza.) - ¿Lo está? ¡Oh! ¡Dádmela, dádmela!

DAVISON.– No me atrevo.

BURLEIGH.– ¿Cómo?

DAVISON.– No me ha dicho con claridad su deseo.

BURLEIGH- ¿No con claridad? Pero la ha firmado. ¡Dádmela!

DAVISON.– ¿He de cumplirla… o no?… ¡Dios mío! ¿Sé yo acaso lo que he de hacer?

BURLEIGH. (Instándole vivamente.)- Al instante, al momento habéis de ejecutarla. ¡Dádmela! ¡ Sois hombre perdido si lo dilatáis!

DAVISON.– ¡ Soy hombre perdido, si me apresuro!

BURLEIGH.– Sois un loco; sois un insensato. ¡Dádmela! (Arrebátale la orden, y vase con ella.)

DAVISON. (Corriendo detrás de él.)- ¿Qué hacéis? Quedaos aquí. ¡Me precipitáis en mi ruina!

ACTO V

El mismo aposento que en el acto

primero.

ESCENA PRIMERA

ANA KENNEDY, vestida de rigoroso

duelo, con los ojos llorosos, y presa

del más acerbo, aunque callado dolor,

está ocupada en sellar papeles y cartas.

Con frecuencia la interrumpen los

sollozos en su ocupación, y se pone a

orar. PAULET y DRURY, vestidos

también de negro, entran, síguenlos

muchos criados, que traen vasos de oro y

plata, espejos, cuadros, y otros objetos

de valor, llenando con ellos el fondo

del teatro. PAULET entrega a la

nodriza una cajita de joyas con un

papel, diciéndole, por señas, que es la

lista de los objetos recibidos por él.

A la vista de estas riquezas, se

renueva el dolor de ANA; queda sumida en la aflicción más profunda, mientras los demás se retiran. MELVIL entra.

ANA. (Gritando al verlo.)- ¡Melvil! ¿Sois vos? ¿Os veo de nuevo?

MELVIL.– Sí, fiel Ana, nos vemos otra vez.

ANA.– Tras larga, muy larga y penosa separación.

MELVIL.– Y en momentos bien tristes y dolorosos…

ANA.– ¡Dios mío! Venís…

MELVIL.-A despedirme, por última vez, a despedirme, para siempre, de mi Reina.

ANA.– Ahora, al fin, ahora, el día de su muerte, se le permite la tan solicitada visita de los suyos… ¡Oh, querido caballero! no os pregunto cuál ha sido vuestra vida, ni me propongo contaros los sufrimientos que hemos experimentado desde que os separaron de nosotras. ¡Ay de mí! Pronto llegará ocasión de hacerlo. ¡Oh, Melvil, Melvil! ¿Habíamos de vivir, para ver este día?

MELVIL.– No nos enternezcamos mutuamente. Yo lloraré, mientras exista; jamás animará mi rostro una sonrisa ni dejaré jamás estas negras vestiduras.

Siempre lloraré pero hoy he de mostrar firmeza… Prometedme también conteneros… Y cuando todos los demás se abandonen sin consuelo a la desesperación, nosotros la precederemos, con noble y varonil continente, y la serviremos de apoyo en el camino.

ANA.– ¡Melvil! Os equivocáis, si creéis que la Reina necesita de nuestro auxilio para encaminarse con entereza al suplicio. Ella misma nos dará ejemplo de digna firmeza. Nada temáis. María Estuardo morirá como Reina y como heroína.

MELVIL.– ¿Mostró serenidad al anunciarle la muerte? Dicen que estaba desprevenida.

ANA.– No es cierto. Otros temores acongojaban a mi señora. No temblaba María por la muerte, sino por su libertador… Nos habían prometido salvarnos. Mortimer nos dijo que esta misma noche nos pondría en libertad; y, entre el miedo y la esperanza, llena de dudas sobre si confiaría su honor y su real persona a ese joven atrevido, aguardaba la Reina el día… Entonces se promovió gran tumulto en el castillo, y nos asustó el golpe repetido de muchos martillazos. Creíamos oír a nuestros libertado-res; la esperanza nos sonreía, y el amor involuntario

o irresistible de la vida se hacía sentir en nosotras…

Ábrese la puerta… Sir Paulet entra, y nos anuncia… que… ¡ los carpinteros levantaban el cadalso a nuestros pies! (Vuélvese, dominada por el dolor.)

MELVIL.– ¡ Justo Dios! ¡Oh! Decidme; ¿cómo, soportó María esta mudanza horrible?

ANA. (Después de una pausa y de reponerse algo.)-No se renuncia a la vida paso a paso. De una vez, repentinamente, en un momento, ha de pasarse de lo temporal a lo eterno, y, en ese instante, Dios concedió el don a mi Señora de rechazar con energía todo lo terreno, y lanzarse con fe vivísima hacia el cielo. Ningún signo de pálido temor, ni una palabra suplicante ha deshonrado a mi Reina… Sólo cuando después supo la vergonzosa traición de lord Leicester, y la deplorable muerte del digno joven, que se había sacrificado por ella, así como el profundo dolor del anciano caballero, al considerar que, por su causa, había de renunciar a su última esperanza; sólo entonces corrieron sus lágrimas. No deploraba su propia desventura, sino la ajena.

MELVIL.– ¿En dónde está? ¿Podéis presentarme a ella?

ANA.– Pasó orando el resto de la noche; se despidió por cartas de sus amigos más queridos, y escribió su testamento por sí misma. Descansa hace

poco, y duerme su último sueño. MELVIL.– ¿Quién está en su compañía? ANA.– Su médico Burgoyn y sus damas.

ESCENA II

Los mismos, y MARGARITA KURL.

ANA.– ¿Qué se os ofrece, mistress? ¿Ha despertado la señora?

MARGARITA. (Enjugándose las lágrimas.)- Está ya vestida… Os llama.

ANA.– ¡ Voy allá! (A Melvil, que quiere acompañarla.) No me sigáis, hasta que la prepare para recibiros. (Vase.)

MARGARITA.– ¡Melvil! ¡El antiguo mayordomo de su casa!

MELVIL.– El mismo soy.

MARGARITA.– Ya hoy no lo necesita… ¡Melvil! ¿Venís de Londres? ¿Podéis darme noticias de mi esposo?

MELVIL.– Dicen que se le pondrá en libertad, en cuanto…

MARGARITA.– ¿La Reina no exista? ¡ Indigno y bajo traidor! Es el asesino de esta querida señora. Por su testimonio, según se asegura, la han condenado.

MELVIL.– ¡Así es!

MARGARITA.– ¡Que su alma sea maldita, hasta en los infiernos! Su testimonio es falso…

MELVIL.– ¡Reflexionad en lo que decís, milady Kurl!

MARGARITA.– Lo juraré en los estrados del tribunal; quiero repetirlo en su presencia, y que el mundo entero lo sepa. ¡Ella muere inocente!

MELVIL.– ¡Oh! ¡Permítalo así Dios!

ESCENA III

Los mismos, y BURGOYN, y después

ANA.

BURGOYN. (Al ver a Melvil.)- ¡Oh, Melvil!

MELVIL. (Abrazándolo.)- ¡Burgoyn!

BURGOYN. (A Margarita.)- ¡Preparad una copa de vino para nuestra Señora! ¡Apresuraos! (Vase Margarita.)

MELVIL.– ¿Cómo? ¿No se siente buena la Reina?

BURGOYN.– Está animosa; su heroico valor la engaña, y cree que no necesita de ningún alimento; pero le aguarda todavía una lucha terrible, y sus enemigos no han de vanagloriarse de que el miedo a la muerte haga palidecer sus mejillas, si la naturaleza cede a la debilidad.

MELVIL. (A la nodriza, que entra.)- ¿Quiere verme?

ANA.– Estará aquí en seguida… Parece que os admiráis, y me preguntáis con los ojos ¿qué significa esta ostentación en la morada de la muerte?… ¡Oh, señor! Sufrimos miserias en vida, y ahora, con la muerte, viene la abundancia.

ESCENA IV

Los mismos.– Otras dos camaristas de

MARÍA, vestidas también de negro, que

prorrumpen en sollozos, al ver a

MELVIL.

MELVIL.– ¡Qué aspecto! ¡Qué horribles preparativos! ¡Gertrudis, Rosamunda!

LA SEGUNDA CAMARISTA.– ¡Nos ha dejado! ¡Quiero por última vez hablar a Dios! (Vienen otras dos mujeres, vestidas de negro como las precedentes, que expresan su pena con gestos mudos.)

ESCENA V

Los mismos, y MARGARITA KURL.–

Trae una copa dorada con vino, y la

pone en la mesa, apoyándose en un

sillón, pálida y temblorosa.

MELVIL.– ¿Qué tenéis, mistress? ¿Qué os

asusta así? MARGARITA.– ¡Oh Dios! BURGOYN.– ¿Qué tenéis? MARGARITA.– ¿Qué me han obligado a ver? MELVIL.– ¡Reanimaos! Decidnos, ¿qué es? MARGARITA.– Cuando yo, con esta copa de

vino, subía la escalera grande que lleva a la sala baja, se abrió la puerta… miré… y vi… ¡Oh Dios! MELVIL.– ¿Qué visteis? Cobrad ánimo.

MARGARITA.– Todas las murallas estaban cubiertas de negro, y un gran cadalso, con paños del mismo color, se levantaba desde la tierra: en medio se destacaba un tajo negro, un cojín, y, a su lado, un hacha afilada y brillante… La sala estaba llena de hombres, que se apretaban alrededor de estos instrumentos de muerte, y cuyos ojos, ávidos de sangre, esperaban el sacrificio.

LAS CAMARISTAS.– ¡Oh Dios! ¡Apiadaos de nuestra señora!

MELVIL.– ¡Disimulad, que viene!

ESCENA VI

Los mismos, y MARÍA, vestida de

blanco y con lujo, trayendo al cuello un

Agnus Dei, pendiente de una cadena,

formada de bolas pequeñas; lleva a la

cintura un rosario, un Crucifijo en la

mano, una diadema en la frente y un

gran velo negro echado hacia atrás. Al

presentarse, todos los asistentes se

forman a uno y otro lado, expresando el

más acerbo dolor. Melvil, por un

movimiento involuntario, se ha puesto de

rodillas.

MARÍA. (Mirando con dignidad a su derredor.)- ¿Por qué os quejáis? ¿Por qué lloráis? Deberíais alegraros conmigo, porque, al cabo, está próximo el término de mis sufrimientos; caen mis lazos, ábrese mi cárcel, y mi alma, satisfecha, volará en breve, perpetuamente libre. Cuando yo, bajo el poder de mi orgullosa enemiga, era el blanco de indignidades, impropias de una Reina libre y grande… entonces era, ocasión de compadecerme… Bienhechora y salvadora, mi amiga de corazón, vive para mí la muerte. Sus negras alas cubren mi vergüenza… Ese supremo trance ennoblece y realza al mortal más abyecto. ¡ Siento la corona en mi cabeza, y noble orgullo que llena mi alma! (Dando algunos pasos.) ¿Cómo? ¿Melvil aquí?… ¡No así, noble caballero! ¡Levantaos! Venís para ser testigo del triunfo, no del suplicio de vuestra Reina. Espérame una dicha que nunca aguardé, que mi reputación no queda en las manos, de mi enemiga, que me resta un amigo de las mismas creencias… Decid, ilustre joven, ¿qué ha sido de vuestra vida en ese país enemigo e ingrato, desde que os arrancaron de mi lado? Al pensar en vuestra suerte, no leve inquietud ha afligido a mi corazón.

MELVIL.– Ninguna otra pena he sentido que la de vuestra desgracia, y mi impotencia en remediarla.

MARÍA.– ¿Qué ha sido de Didier, mi viejo servidor? Acaso este súbdito leal duerme ha largo tiempo el sueño eterno, porque era hombre de muchos años.

MELVIL.– Dios no le ha concedido esa gracia. Vive para conocer la muerte de su joven Soberana.

MARÍA.– ¡Ah! ¡Que no sea yo bastante afortunada para abrazar, antes de morir, a ninguno de los unidos a mí por los vínculos de la sangre! He de sucumbir entre extraños, y sólo veré correr vuestras lágrimas… Melvil, confío a vuestro fiel corazón mis últimos votos por los míos… Bendigo al Rey cristianísimo, mi suegro, y a toda la familia real de Francia… Bendigo a mi tío el Cardenal, y a Enrique de Guisa, mi noble primo. Bendigo también al Papa, Santo Vicario de Jesucristo, que a su vez me bendice, y al Rey Católico, que se ha ofrecido generosamente a ser mi libertador y vengador… Todos figuran en mi testamento y recibirán muestras de mi afecto, y no las despreciarán, teniendo presente mi pobreza. (Volviéndose hacia sus servidores.) Os recomiendo a mi real hermano de Francia, que cuidará de vosotros, y os dará una nueva patria. Y si mi último ruego tiene algún valor para vosotros, no os quedéis en Inglaterra, para que el orgulloso inglés no se regocije en vuestra desdicha, ni vea en el polvo a quien me ha servido. Prometedme, por esta imagen de Cristo, que, en cuanto yo muera, abandonaréis este país desventurado.

MELVIL. (Tocando el Crucifijo.)- Os lo juro en nombre de todos.

MARÍA.– Cuanto yo, pobre y desventurada, poseo, y de cuanto puedo disponer libremente, lo he distribuido entre vosotros, y espero que respetéis mi última voluntad. Vuestro es también cuanto lleve yo al suplicio… Permitidme, además, que, en mi camino hacia el cielo, me engalano con los esplendores de la tierra. (A sus doncellas.) A ti, mi Alix, a Gertrudis y Rosamunda destino yo mis perlas y vestidos, porque sois jóvenes, y os agradan las joyas y los adornos. Tú, Margarita, tienes los más legítimos derechos a mi generosidad, porque, al dejarte, eres la más desdichada de todas. Mi testamento probará que no quiero vengarme en ti de la culpa de tu esposo… A ti, oh mi fiel Ana, no te seduce ni el valor del oro ni el lujo, de las perlas, y mi memoria será tu alhaja más preciada. ¡Toma este pañuelo! Lo he bordado yo misma para ti, en mis horas de angustia, bañándolo mis lágrimas. Con él me vendarás los ojos, si es posible… quiero recibir de mi Ana este postrer servicio.

ANA.– ¡Oh, Melvil! ¡No puedo sufrir esto!

MARÍA.– ¡Venid todos! ¡Venid, y oíd mi último adiós! (Preséntales su mano, y la besan uno tras otro, cayendo a sus pies y llorando amargamente.) ¡Adiós, Margarita!… ¡Alix, adiós!… gracias, Burgoyn, por vuestros fieles servicios… Tus labios abrasan, Gertrudis… Mucho, me odian, pero mucho también me aman. Que un hombre generoso haga feliz a mi Gertrudis, porque su ardiente corazón se inclina al amor… ¡Berta! Tú has elegido la parte mejor, porque serás casta esposa del cielo. ¡Oh! ¡Apresúrate a pronunciar tus votos! Engañosos son los bienes de la tierra. ¡Apréndelo de tu Reina! ¡Nada más! ¡Adiós, adiós para siempre! (Vuélvese con rapidez y todos se alejan, menos Melvil)

ESCENA VII

MARÍA Y MELVIL.

MARÍA.– He arreglado todo lo mundano, y espero abandonar este mundo sin deber nada a los hombres… Sólo una cosa, Melvil, molesta a mi alma angustiada, antes de elevarse libre y contenta.

MELVIL.– ¡Decídmela! Aliviad vuestro pecho, y confiad vuestras penas a vuestro fiel amigo.

MARÍA.– Estoy ya al borde de la eternidad. Pronto compareceré ante el Juez Supremo, y aun no me he reconciliado con lo más santo. Me han negado el auxilio de un sacerdote de mi religión. No quiero recibir de manos de un falso ministro el alimento sagrado del Santo Sacramento. Quiero morir fiel a mi creencia, porque es la única que da la bienaventuranza.

MELVIL.– ¡Tranquilizaos! Valen en el cielo los deseos sinceros y piadosos tanto como su cumplimiento. El poder de los tiranos sólo alcanza al cuerpo, y el fervor del alma se eleva libre hasta Dios. La letra muere, y sólo vive la fe.

MARÍA.– ¡Ay, Melvil! El corazón no se basta a sí mismo, y la fe necesita de alguna prenda terrestre, para apropiarse los favores del cielo. Por esto se hizo Dios hombre, y encerró en su envoltura corporal los misteriosos e invisibles dones del cielo… La santa, la sublime Iglesia nos ofrece la escala que lleva al trono de Dios. Llámase universal o católica, porque la fe de todos confirma la de cada uno. Cuando miles de personas oran y adoran, su ardor es una llama, y el espíritu, desplegando sus alas, se levanta a las alturas del Empíreo… ¡Ay de mí! Dichosos aquellos a quienes ha tocado en suerte orar juntos en el templo del Señor. El altar está adornado, arden los cirios, suena la campana, difúndese el incienso; el Obispo, revestido de su ropa a sin tacha, toma el cáliz, lo bendice, proclama el santo misterio de la Transustanciación, y el pueblo creyente, que lo presencia, se prosterna ante el Dios vivo… ¡Ah! Yo sola me veo excluida de esa santa ceremonia, y la bendición divina no llega hasta mi cárcel.

MELVIL.– ¡Penetra hasta vos! ¡Está cerca! Confiad en el Todopoderoso… La vara seca brota hojas en la mano del creyente. El que hizo saltar la fuente del peñasco, puede preparar el altar en vuestra prisión, y mudar al punto para vos en celestial bebida el contenido terrestre de esta copa. (Toma la copa, que está sobre la mesa.)

MARÍA.– ¿Os comprendo, Melvil? Sí; os comprendo. Aquí no hay sacerdote, ni iglesia, ni santo… Pero el Redentor dijo: «En donde dos personas se reúnan en mi nombre yo estaré con ellas.» ¿Qué hace del sacerdote el ministro del Señor? Un corazón puro, una conducta irreprochable… Sois, por tanto, para mí, aunque no consagrado, un sacerdote, un ministro del Señor, que me trae la tranquilidad… Voy a haceros mi última confesión, para que me absolváis.

MELVIL.– Ya que es tan ferviente vuestro deseo, sabed, oh Reina, que, por consolaros, puede hacer Dios un milagro. ¿Decís que no hay aquí sacerdote, ni iglesia, ni hostia?… Os engañáis. Hay aquí un sacerdote, y también el cuerpo de Dios. (Descúbrese la cabeza, al pronunciar estas palabras, y al mismo, tiempo enseña una hostia en un vaso de oro.) Yo soy un sacerdote; para oír vuestra última confesión, para tranquilizar vuestro ánimo en el camino de la muerte, he recibido las sagradas órdenes, y traigo esta hostia consagrada, para vos, por nuestro Padre Santo.

MARÍA.– ¡Oh! Entonces, en los mismos umbrales de la muerte, me aguarda goce celestial. Como en doradas nubes desciende un inmortal; como un tiempo libró un ángel al apóstol de las cadenas de su calabozo, sin detenerlo los cerrojos, ni la espada del carcelero, discurriendo libremente por las puertas cerradas, y apareciendo en la prisión, rodeado de aureola esplendorosa, así me sorprende ahora él enviado de Dios, cuando me abandonan los libertadores de la tierra… ¡Y vos, un día mi servidor, lo sois ahora del Altísimo, y también su santo ministro! Como vuestras rodillas se doblaban antes en nuestra presencia, así ahora las mías se prosternan ante vos. (Arrodillase.)

MELVIL. (Haciendo sobre ella la señal de la cruz.)-¡En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! Reina María, has examinado tu corazón; juras y prometes confesar la verdad, ante el Dios de la verdad?

MARÍA.– Abierto está mi corazón ante Dios y ante vos.

MELVIL.– Decid, ¿de qué pecados os acusa la conciencia desde la última vez que os reconciliasteis con Dios?

MARÍA.– Llena estaba mi alma de odio envidioso, y en mi pecho bullían pensamientos de venganza. Yo, pecadora, esperaba que, Dios me perdonase, y no podía perdonar a mi rival.

MELVIL.– ¿Os arrepentís de vuestro pecado, y os halláis firmemente decidida a dejar absuelta este mundo?

MARÍA.– Tan verdad es, como espero que Dios me perdone.

MELVIL.– ¿De qué otro pecado os acusáis?

MARÍA.– ¡Ay de mí! No sólo por el odio, por el amor mundano he ofendido aún más al Misericordioso. Mi vano corazón se inclinaba al hombre que me ha vendido y engañado.

MELVIL.– ¿Os arrepentís de vuestra falta, y, dejando ese ídolo terrestre, vuestra alma se ha dirigido sólo a Dios?

MARÍA.– He sostenido terrible lucha, pero el lazo terrestre ha quedado roto.

MELVIL.– ¿Os acusa de algo más vuestra conciencia?

MARÍA.– ¡Ay de mí! Un antiguo crimen, confesado ha largo tiempo, acude a mi memoria con horrores siempre nuevos en mi última hora, y se revuelve sombrío ante mis ojos en las mismas puertas de la gloria. Dejé matar al Rey, mi esposo, y di a su asesino mi mano y mi corazón. Lo he expiado rigurosamente, practicando las penitencias de la Iglesia, pero no se acalla el gusano roedor de mi remordimiento.

MELVIL.– ¿No os acusáis de ningún otro pecado, no confesado, ni expiado?

MARÍA.– Ya sabéis cuanto abruma a mi conciencia.

MELVIL.– ¡Pensad en el Dios Omnipotente, tan cerca de vos! ¡Pensad en el castigo, impuesto por la Santa Iglesia a los que hacen una confesión defectuosa! Es un pecado mortal, dirigido contra el Espíritu Santo.

MARÍA.– Así Dios me conceda su eterna gracia en mi último combate, como nada os he ocultado a sabiendas.

MELVIL.– ¿Cómo? ¿Ocultáis a vuestro Dios el crimen que los hombres castigan en vos? ¿Nada me decís de vuestra participación sangrienta en el delito de alta traición do Babington y Parry? Por este hecho sufriréis la muerte terrestre. ¿Queréis sufrir también la eterna?

MARÍA.– Estoy pronta a entrar en la vida perdurable. Aun antes que dé la vuelta el minutero, estaré ante el trono de mi Juez. Os repito, por tanto, que mi confesión ha terminado.

MELVIL.– Pensadlo bien. A veces nos engañamos. Habéis, acaso, con astuta doblez, esquivado pronunciar la palabra que os haga culpable, aunque vuestra voluntad lo fuese. Pero tened entendido que la astucia nada puede contra la mirada de fuego que penetra en vuestro interior.

MARÍA.– He rogado a todos los Príncipes que desaten los lazos indignos que me sujetaban; pero ni con mi pensamiento, ni con mis obras, he atentado nunca contra la vida de mi enemiga.

MELVIL.– Así, ¿es falso el testimonio de vuestros secretarios?

MARÍA.– Es lo dicho. ¡Que Dios juzgue a esos testigos!

MELVIL.– ¿Subís, pues, al cadalso, convencida de vuestra inocencia?

MARÍA.– Que Dios se digne, sufriendo yo esta muerte inmerecida, perdonarme mis faltas sangrientas anteriores…

MELVIL. (Bendiciéndola.)-¡Morid, y expiadlas! ¡Caed, víctima resignada, ante el altar! La sangre puede rescatar la sangre; habéis incurrido en fragilidades mujeriles, y a los espíritus bienaventurados, en la gloria, no acompañan las flaquezas de los mortales. Pero os anuncio, en virtud del poder que me ha sido concedido de atar y desatar, la remisión de todos vuestros pecados. ¡Que sea lo que, habéis, creído! (Preséntale la hostia.) Tomad el Cuerpo del Señor, Consagrado para vos. (Coge el cáliz, que está en la mesa, lo consagra en silencio, y se lo ofrece. Ella vacila en tomarlo, y lo rechaza con la mano.) ¡Tomad la sangre que se ha derramado por vos; tomadla! El Papa os ha concedido este favor. En la muerte podéis disfrutar del privilegio más singular de los Reyes. (Ella toma el cáliz.) Y como vos ahora, en misterioso vínculo, estáis unida a Dios corporalmente, así también lo estaréis en la gloria, en donde no hay lágrimas ni pecados, y allí, ángel de esplendente belleza, os uniréis a la Divinidad para siempre. (Deja el cáliz. Óyese ruido, y él se cubre la cabeza, y se acerca a la puerta. María, absorta en su devoción, no se mueve.) Todavía (Volviéndose) Os queda por sostener tremenda lucha. ¿Os sentís con fuerzas suficientes, para sobreponeros a todo movimiento de cólera y de odio?

MARÍA.– No temo ninguna recaída. He sacrificado a Dios mi amor y mi odio.

MELVIL.– Preparaos ahora a recibir a los lores Leicester y Burleigh. ¡Aquí están ya!

ESCENA VIII

Los mismos. BURLEIGH, LEICESTER y PAULET. Leicester permanece en el fondo, sin atreverse a levantar los ojos. Burleigh, que lo nota, se interpone entre él y la Reina.

BURLEIGH.– Vengo, lady Estuardo, a recibir

vuestras últimas órdenes. MARÍA. ¡Gracias, milord! BURLEIGH.– La Reina ha ordenado que no os

rehúsen ninguna petición justa.

MARÍA.– En mi testamento están consignados mis últimos deseos. Lo he puesto en poder de sir Paulet, y pido que se cumpla puntualmente.

PAULET.– ¡Así se hará!

MARÍA.– Suplico que, sin molestarlos, se permita a mis servidores retirarse a Francia, o a Escocia, a su elección.

BURLEIGH.– ¡ Se os complacerá en todo!

MARÍA.– Y puesto que mi cadáver no ha de descansar en tierra consagrada, que se consienta que este fiel servidor mío lleve mi corazón a mis deudos de Francia… ¡Ay de mí! Siempre estuvo allí.

BURLEIGH.– Descuidad. ¿Tenéis aún…?

MARÍA.– Llevad a la Reina de Inglaterra mi saludo fraternal… Decidla que la perdono mi muerte de todo corazón, y que me arrepiento de mi arrebato de ayer… Que Dios la conserve, y le conceda un reinado feliz.

BURLEIGH.– ¡Hablad! ¿No tenéis ya mejores propósitos? ¿Rechazáis todavía la asistencia del Deán?

MARÍA.– Estoy reconciliada con mi Dios… ¡Sir Paulet! Mucho mal os he hecho sin querer, y os he privado del báculo de vuestra vejez. ¡Oh! Dejadme esperar que no os acordaréis de mí para maldecirme…

PAULET. (Dándole la mano.)- ¡Andad, con Dios! ¡ Id en paz!

ESCENA IX

Los mismos, ANA y las demás mujeres de

la REINA, entran dando señales de

horror; síguelas el Sherif con una vara

blanca en la mano; detrás de él se ven,

por las puertas, que quedan abiertas,

hombres armados.

MARÍA.– ¿Qué tienes, Ana?… ¡ Sí; llegó el momento! Aquí viene el Sherif para llevarnos a la muerte. ¡Es preciso separarnos! ¡Adiós, adiós! (Sus mujeres la detienen, profundamente conmovidas; a Melvil.) Vos, amigo estimado y mi fiel Ana, me acompañaréis en mis últimos instantes. No me neguéis esta satisfacción, milord.

BURLEIGH.– No tengo facultades para eso.

MARÍA.– ¿Cómo? ¿Me rehusaréis un favor tan insignificante? Tened consideración a mi sexo.

¿Quién podría prestarme este postrer servicio? Imposible que haya mandado mi hermana que en mí se vea ofendido mi sexo, tocándome las groseras manos de hombres.

BURLEIGH.– No es conveniente que mujer alguna suba con vos las gradas del cadalso… Sus gritos y gemidos…

MARIA.– ¡No gemirá! Respondo de la entereza de mi Ana. ¡ Sed bondadoso, milord! No me separéis, al morir, de mi fiel nodriza, de la que siempre estuvo a mi lado. Trájome a la vida en sus brazos, y justo es que me lleve con dulzura a la muerte.

PAULET. (A Burleigh.)- ¡Concededlo!

BURLEIGH.– ¡ Sea, así!

MARÍA.– Ahora nada es ya el mundo para mí… (Toma el crucifijo y lo besa.) ¡ Salvador y Redentor mío! Como abriste tus brazos en la cruz, ábrelos ahora para recibirme. (Vuélvese para irse, y sus ojos encuentran al Conde da Leicester que, al hablar ella, la ha mirado in-voluntariamente… Al verlo, tiembla María, vacilan sus piernas, y está a punto de caer; el Conde, la sostiene y la recibe en sus brazos. Ella lo contempla largo rato en silencio; él baja los ojos, y al fin dice ella): Cumplisteis vuestra palabra, Conde Leicester… Me prometisteis vuestro brazo, para sacarme de esta cárcel, y ahora me lo

dais. (Él se queda anonadado; ella prosigue con dulzura.) Sí, Leicester; y no sólo la libertad había yo de debe-ros. Debíais hacer más preciosa mi libertad; y, con vuestra mano, y además, con vuestro amor, habría regocijado mi nueva vida. Ahora, cuando estoy a punto de separarme del mundo, y de ser un espíritu bienaventurado, a quien ninguna inclinación mundanal debe seducir; ahora, Leicester, puedo confesaros sin debilidad ni rubor una flaqueza mía, ya vencida… Adiós; y, si os es posible, vivid feliz. Osasteis pretender la mano de dos Reinas; despreciasteis un corazón amante y tierno, y te hicisteis traición por ganar uno orgulloso. Arrodillaos a los pies de Isabel, y que vuestro premio no sea un castigo para vos. ¡Adiós! Ningún interés terrenal y me llama ya. (Vase precedida del Sherif, con Melvil y la nodriza a su lado. Burleigh y Paulet la siguen, los demás la contemplan sollozando, hasta que desaparece, y después se alejan por otras puertas.)

ESCENA X

LEICESTER, que se queda solo.

LEICESTER.– ¿Y vivo? ¿Y consiento, en vivir? ¿No me aplasta este techo bajo su peso? ¿No se abre ningún abismo, para tragarse al mortal más miserable? ¡Qué pérdida la mía! ¡Qué perla he rehusado! ¡De qué dicha celestial me ha privado mi falta!… ¡Desapareces, espíritu de luz y de belleza, y me dejas la desesperación del condenado!… ¿Qué ha sido de mi propósito, al venir aquí, de ahogar la voz de mi corazón? ¿De ver caer impasible su cabeza? ¿Despierta su aspecto mi vergüenza, que creía perdida? ¿Ha de enlazarme, al perecer, con los lazos del amor?… ¡Réprobo! Ya no te es lícito abandonarte a tierna piedad mujeril. La dicha del amor huyó de tu camino. Que una coraza de hierro revista tu pecho.

Que sea tu frente un peñasco. Si no quieres perder el precio de tu oprobio, has de sostenerlo y merecerlo con osadía. ¡Enmudece, compasión! Que sean mis ojos una piedra. La veré decapitar, asistiré a su suplicio. (Dirígese con aire resuelto a la puerta por donde María ha desaparecido, pero se detiene a la mitad del camino.) ¡En vano, en vano! Un horror infernal se apodera de mí. No; no puedo presenciar tan terrible espectáculo; no puedo verla morir… ¡ Silencio! ¿Qué es esto? Están allá abajo… A mis pies se prepara la tremenda ejecución. Oigo voces… ¡Fuera, lejos, lejos! Lejos de esta mansión de muerte y de horrores.

(Al querer huir por otra puerta, la encuentra cerrada, y retrocede.) ¿Cómo? ¿Me encadena a este suelo alguna divinidad? ¿He de oír lo que me asusta ver? La voz del deán… la exhorta… ella le interrumpe… ¡Escuchemos! ora en alta voz… con firme acento… Reina el silencio… silencio solemne… Sólo se percibe el sollozo y llanto de las mujeres… La descubren…, ¡ Silencio! Retiran su asiento… se arrodilla en un cojín… pone su cabeza… (Después de pronunciar las últimas palabras con creciente angustia, se para, y se le ve de repente, presa de emoción incontrastable, caer inmóvil: al mismo tiempo llega hasta él sordo murmullo de voces, que resuena largo rato.)

ESCENA XI

El segundo aposento del acto cuarto.

ISABEL.

ISABEL. (Que sale por una puerta lateral, mostrando en su paso y en sus ademanes violenta inquietud.)- Nadie hay todavía aquí… Ninguna noticia…¿Nunca llegará la noche? ¿Se ha parado el sol en su curso por el cielo? No puedo sufrir más estas torturas… ¿Se consumió ya la obra, o no?… Ambas suposiciones me espantan, y no me atrevo, a preguntarlo. Ni se presenta Leicester, ni, Burleigh, a quienes, nombré para la ejecución de la sentencia. Si se han ausentado de Londres… entonces ya se ha cumplido; la flecha ha partido; vuela, llega al blanco, hiere; y, aunque se trata de mi reino, no puede detenerla… ¿Quién está ahí?

ESCENA XII

ISABEL y UN PAJE.

ISABEL.– Vuelves solo… ¿En donde están los lores?

EL PAJE.– Lord Leicester y el gran Tesorero…

ISABEL. (Con la mayor impaciencia.)- ¿En dónde están?

EL PAJE.– No están en Londres.

ISABEL.– ¿Que no?… Pues ¿en dónde?

EL PAJE.– Nadie ha sabido decírmelo. Antes de romper el día, ambos lores, en secreto y precipitadamente, han abandonado la ciudad.

ISABEL. (Hablando con animación.)- ¡ Soy la Reina de Inglaterra! (Paseándose muy inquieta.) ¡Vé y llama… no; quédate!… ¿Ha muerto? Ahora, al fin, vivo tranquila… ¿Por qué tiemblo? ¿Por qué siento tan mortal angustia? La tumba encierra ya mis temores. ¿Quién podrá decir que yo lo he hecho? ¡No me faltarán lágrimas para llorar a la que ha sucumbido! (Al Paje.) ¿Todavía estás ahí?… Que mi secretario Davison venga aquí al instante. Que se vaya a llamar al Conde de Shrewsbury… ¡vedlo allí! (Vase el Paje.)

ESCENA XIII

ISABEL, Y EL CONDE

SHREWSBURY.

ISABEL.– ¡Bien venido, noble lord! ¿Qué traéis? No será algún motivo insignificante el que os guía aquí tan tarde.

SHREWSBURY.– Mi solícito corazón, ganoso de vuestra gloria, me arrastró hoy a la Torre, en donde Kurl y Nau, los secretarios de María, están presos. Deseaba cerciorarme de la verdad de sus declaraciones. Confuso y embarazado, rehusaba el alcalde de la Torre mi pretensión de examinar a los presos, permitiéndome sólo la entrada, después de amenazarlo… Pero ¿cuál fue ¡Dios mío! el espectáculo que se ofreció a mi vista? Con los cabellos en desorden, y los ojos de un loco, como si las furias lo atormentaran, yacía en su lecho el escocés Kurl… Apenas me conoció el desdichado, se arrojó a mis pies… gritando, abrazando mis rodillas, retorciéndose desesperado como un gusano… y me ruega, y me conjura que le diga cuál ha sido la suerte de su Reina, porque el rumor de su condenación a muerte había penetrado hasta en los calabozos de la Torre. Cuando, con arreglo a la verdad, se lo confirmé, añadiendo que moría a causa de su declaración, se levantó frenético, y cayó de un salto sobre su compañero de cárcel, y lo alzó del suelo con el vigor gigantesco del delirio, empeñado en ahogarlo. Con trabajo pudimos arrancarlo de sus manos furiosas. Entonces descargó su ira contra sí mismo, se desgarró el pecho con rabia, y se maldijo, y a su compañero, con imprecaciones infernales. Su declaración es falsa; las malhadadas cartas a Babington lo son también, a pesar de sus juramentos en contrario, habiendo escrito otras palabras distintas de las que a Reina le dictaba, y por instigación del pérfido Nau. En seguida corrió a la ventana, la arrancó con fuerza sobrehumana, y gritó, reuniendo mucha gente, que, él era el secretario de María, que la había acusado falsamente, que era un réprobo y un testigo falso.

ISABEL.– Decís vos mismo que había perdido su razón. Las palabras de un insensato, de un loco, nada prueban.

SHREWSBURY.– ¡Pero su locura prueba más! Dejaos, pues, convencer, oh Reina; no os precipitéis, y ordenad que se practiquen nuevas diligencias.

ISABEL.– Lo haré… porque lo deseáis, oh Conde, no por creer que mis pares hayan procedido con ligereza en este asunto. Que para vuestra tranquilidad, se recomiencen los procedimientos… tiempo es aún, por fortuna… No debe haber sobre nuestro honor de Reina ni la más leve duda.

ESCENA XIV

Los mismos, y DAVISON.

ISABEL.– La sentencia, oh Davison, que os entregué… ¿en dónde está?

DAVISON. (Muy admirado.)- ¿La sentencia?

ISABEL.– Que os di ayer, para que la guardaseis…

DAVISON.– ¿Para que la guardase?

ISABEL.– El pueblo, amotinado, me obligó a firmarla. Me vi en la precisión de complacerlo, y lo hice a la fuerza; y, por ganar tiempo, puse ese escrito en vuestras manos. Sabéis lo que os he dicho… ¡Ea! ¡Dádmela!

SHREWSBURY.– ¡Dádsela, apreciable caballero! Han variado las cosas, y se practicarán nuevas diligencias.

DAVISON.– ¿Nuevas diligencias?… ¡Misericordia divina! ISABEL.– No lo penséis tanto. ¿En dónde está el escrito? DAVISON. (Desesperado.)-¡ Soy hombre perdido! ¡Mi muerte es segura! ISABEL. (Interrumpiéndolo con viveza.)- No espero señor… DAVISON.– ¡No hay salvación para mí! Yo no

lo tengo. ISABEL.– ¡Cómo! ¿Qué decís? SHREWSBURY.– ¡Dios del cielo! DAVISON.– Está en poder de Burleigh… desde

ayer. ISABEL.– ¡Desdichado! ¿Así habéis cumplido

mis órdenes? ¿No os dije que la guardaseis? DAVISON.– ¡No ordenasteis tal cosa, señora! ISABEL.– ¿Me desmentirás acaso, miserable?

¿Cuándo te encargué que la entregaras a Burleigh? DAVISON.– Con palabras claras y terminantes… no… pero…

ISABEL.– ¡ Infame! ¿Osas acaso interpretar mis palabras? ¿Mezclar en ellas tu instinto sanguinario?… ¡Ay de ti, si resulta alguna desgracia de ese hecho, exclusivamente tuyo, porque me lo pagarás con la vida! Ya veis, Conde Shrewsbury, cómo se abusa de mi nombre.

SHREWSBURY.– Ya veo… ¡Oh! ¡Dios mío!

ISABEL.– ¿Qué decís?

SHREWSBURY.– Si ese escudero, bajo su responsabilidad, ha osado cometer esa acción, y obrar sin vuestro conocimiento, merece ser llevado ante el tribunal de los Pares, por el delito de haber entregado vuestro nombre a la, execración de todos los siglos.

ESCENA ÚLTIMA

Los mismos; BURLEIGH, y al fin

KENT.

BURLEIGH. (Doblando una rodilla ante la Reina.)-¡Viva largos años mi Soberana, y ojalá que todos los enemigos de ésta isla perezcan como esa Estuardo! (Shrewsbury se cubre el rostro, y Davison se tuerce las manos desesperado.)

ISABEL.– ¡Decid, milord! ¿Recibisteis de mis manos la orden de la ejecución del suplicio?

BURLEIGH.– ¡No, señora! La recibí de Davison.

ISABEL.– ¿Os la entregó Davison en mi nombre?

BURLEIGH.– ¡No! No lo hizo…

ISABEL.– ¿Y la cumplisteis inmediatamente, sin consultarme? La sentencia era justa, y el mundo no podrá censurarnos; pero no os convenía sobrepone-ros a la bondad de nuestro corazón… Por tanto, desde ahora estáis desterrado de nuestra presencia. (A Davison) Os aguarda una justicia severa, por haber abusado criminalmente de vuestro cargo y de un depósito sagrado, que se os había confiado… ¡Mi noble Talbot! Sólo vos aparecéis justo entre mis consejeros. Seréis en adelante mi guía y mi amigo…

SHREWSBURY.– No desterréis así a vuestros fieles servidores; no los llevéis a la cárcel, porque por vos obraron, y por vos se callan ahora… Permitidme, gran Reina, que devuelva a vuestras manos el sello, que, por espacio de doce años, me habéis confiado.

ISABEL. (Sorprendida.)-¡No, Shrewsbury! No me abandonaréis ahora, ahora que…

SHREWSBURY.– Perdonad; soy demasiado viejo, y esta mano derecha carece de la flexibilidad necesaria para sellar vuestros últimos actos.

ISABEL.– ¿Quiere dejarme el hombre que me salvó la vida?

SHREWSBURY.– Poco he hecho… No, he podido salvar la parte más noble de vos misma. ¡Vivid; reinad dichosa! Vuestra rival ha muerto. Desde ahora en adelante, nada tenéis ya que temer, nada que respetar. (Vase.)

ISABEL. (Al Conde de Kent que entra.)- ¡Que venga el Conde de Leicester!

KENT.– Ruega a la Reina que lo excuse, porque acaba de embarcarse para Francia. (Ella se contiene, y se muestra tranquila. Cae el telón.)

FIN DE MARÍA ESTUARDO.

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28/05/2009

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