Primera parte

El otro mundo o Los estados e imperios de la Luna

La luna estaba llena, el cielo sereno y habían sonado las nueve de la noche cuando cuatro amigos míos y yo regresábamos de una casa cercana a París.

Los diferentes pensamientos que nos inspiraba aquella bola azafranada nos entretuvieron por el camino. Con los ojos fijos en aquel gran astro, tan pronto uno de nosotros la tomaba por un tragaluz por el que se entreveía la gloria de los bienaventurados como otro sostenía que se trataba de la mesa sobre la que Diana plancha los cuellos de Apolo como otro, por fin, aducía que bien podría tratarse del mismo Sol que, habiéndose despojado de sus rayos por la noche, miraba por un agujero lo que sucedía en el mundo cuando él no estaba.

—Y yo —dije—, que deseo mezclar mis entusiasmos con los vuestros, sin distraerme con las agudezas fantásticas con que acariciáis el tiempo para que pase más deprisa, creo que la Luna es un mundo como éste al que el nuestro sirve de luna.

Mis compañeros soltaron grandes carcajadas.

—Puede que así mismo —les dije— estén ahora riéndose en la Luna de algún otro que sostiene que este globo es un mundo.

En vano alegué que Pitágoras, Epicuro, Demócrito y, en nuestra época, Copérnico y Kepler[1] eran de este parecer; sólo conseguí que se troncharan de risa.

Este pensamiento, cuya audacia desafiaba mi ánimo templado por la contradicción, caló tan hondo en mí que durante el resto del camino me sentí henchido de mil definiciones de la Luna sin poder decidirme por una y, a fuerza de sostener esta creencia burlesca mediante razonamientos graves, casi llegué a darle crédito. Mas escucha, lector, el milagro o accidente de los que la Providencia o la fortuna se valieron para confirmármela:

Apenas hube llegado a casa, y cuando entraba en mi habitación con ánimo de descansar del paseo, reparé en que sobre la mesa había un libro abierto que yo no había puesto allí. Eran las obras de Cardano[2] y, aunque no sintiera deseo de leerlo, mi vista se sintió atraída por una historia que narra este filósofo. Escribe que, encontrándose una noche estudiando a la luz de una vela, vio que a través de las puertas cerradas de su habitación entraban dos ancianos muy altos, quienes en respuesta a sus muchas preguntas le contestaron que eran habitantes de la Luna; dicho lo cual, desaparecieron. Me quedé tan sorprendido, tanto porque el libro se hubiera desplazado por su cuenta como por el momento y pasaje en el que estaba abierto, que tomé esta concatenación de incidentes por una inspiración divina que me impulsaba a dar a conocer a los hombres que la Luna es un mundo. «¡Cómo!» me dije a mí mismo «después de haber estado hablando hoy mismo de un asunto, un libro que quizá sea el único en el mundo en que se trata tal materia vuela de la biblioteca a la mesa, muestra uso de razón al abrirse exactamente en el lugar de esta maravillosa aventura e insufla enseguida a mi fantasía las reflexiones y a mi voluntad los propósitos que me hago. Sin duda», continué, «los dos ancianos que se aparecieron a aquel grande hombre son los mismos que han sacado el libro y lo han abierto por esta página para ahorrarse la molestia de dirigirme el alegato que dirigieron a Cardano. Pero», añadí, «no podré salir de dudas si no subo hasta allí. Y ¿por qué no?» me respondí de inmediato. «Bien subió Prometeo[3] a los cielos a robar el fuego».

A estas ocurrencias producidas por las calenturas sucedió la esperanza de tener éxito en un viaje tan hermoso.

Para llevar a cabo la empresa me encerré en una casa de campo bastante apartada en donde, tras haber satisfecho mis sueños con los medios más adecuados para llevarlos a cabo, he aquí cómo subí al cielo.

Me había ceñido a la cintura gran cantidad de redomas llenas de rocío y el calor del sol, que tiraba de ellas, me hizo elevarme a tal altura que acabé encontrándome por encima de las más altas montañas. Pero como esta atracción me hacía ascender con demasiada rapidez de forma que, en lugar de aproximarme a la Luna como pretendía, ésta me parecía más alejada que a mi partida, rompí algunas de las redomas hasta que sentí que mi peso vencía la fuerza de atracción y que descendía a tierra. Mi impresión no era errónea puesto que volví a caer sobre ella algo después y, a contar desde la hora en que salí, debían de ser las doce de la noche. No obstante, hube de reconocer que el Sol estaba en el cenit y que era mediodía. Podéis imaginar cuál fue mi asombro; tanto que, no sabiendo a qué atribuir este milagro, tuve el atrevimiento de imaginar que, favorable a mi osadía, Dios había vuelto a detener el Sol en los cielos para que alumbrara tan generosa empresa[4]. Lo que aumentó mi estupefacción fue el no reconocer el país en que me encontraba, pues me parecía que, habiendo ascendido en línea recta, debería haber descendido en el mismo lugar desde el que había subido. Vestido como estaba me encaminé a una choza de la que salía humo y, cuando me encontraba apenas a un tiro de pistola, me vi rodeado de gran cantidad de salvajes. Parecieron sorprenderse mucho al encontrarme, ya que creo que debía de ser la primera persona que veían vestida de botellas. Y para contradecir más todas las interpretaciones que hubieran podido dar a este atavío, veían que al caminar apenas tocaba la tierra. No sabían que al primer impulso que daba a mi cuerpo, el ardor de los rayos del mediodía me levantaba con mi rocío. Y si hubiera tenido más redomas me hubiera elevado por los aires a su vista. Quise acercarme a ellos pero, como si el miedo los hubiera convertido en pájaros, en un instante los vi perderse en el bosque más cercano. No obstante, conseguí atrapar a uno cuyas piernas sin duda habían traicionado su corazón. Con gran esfuerzo, pues estaba sin aliento, le pregunté a qué distancia nos encontrábamos de París, desde cuándo las gentes en Francia andaban completamente desnudas y por qué huían de mí con tanto temor. Este hombre a quien me dirigía era un viejo aceitunado que empezó por arrojarse a mis pies y, levantando las manos por detrás de la cabeza, abrió la boca y cerró los ojos. Aunque estuvo bastante tiempo farfullando algo, no percibí que articulase sonido alguno, de modo que tomé su lenguaje por el balbuceo ronco de un mudo.

A poco de aquello vi que se acercaba una compañía de soldados a tambor batiente y que dos de ellos se destacaban de los demás para reconocerme. Cuando se acercaron lo suficiente para oírme les pregunté en dónde estaba.

—Estáis en Francia —me respondieron—, pero ¿quién diablos os ha puesto en ese estado y cómo es que no os conocemos? ¿Han llegado los barcos? ¿Vais a dar noticia al señor gobernador? ¿Y por qué habéis distribuido vuestro aguardiente entre tantas botellas?

A todo lo cual repuse que ningún diablo me había puesto en aquel estado, que no me conocían porque no podían conocer a todos los hombres, que no sabía que el Sena fuera navegable, que no tenía noticia alguna que dar al señor de Montbazon y que no iba cargado de aguardiente.

—Hola, hola —me dijeron, tomándome por el brazo—. Atrevido os mostráis. El señor gobernador sabrá quién sois.

Mientras así me hablaban me conducían hacia sus filas y por ellos supe que estaba en Francia, pero no en Europa, ya que me encontraba en la Nueva Francia[5].

Me presentaron al señor de Montmagnie[6], que era el virrey. Me preguntó por mi país, mi nombre y mi condición y luego de satisfacer su curiosidad contándole el agradable episodio de mi viaje, sea porque lo creyese o porque fingiera creerlo, tuvo la bondad de hacer que me diesen una habitación en su residencia. Mi dicha fue grande al encontrar un hombre capaz de tener opiniones elevadas y que no se asombró cuando le dije que era preciso que la Tierra hubiera girado durante mi ascenso puesto que, habiendo comenzado a elevarme a dos leguas de París, había caído en línea casi perpendicular en el Canadá.

Por la noche, al ir a acostarme, vi que entraba en mi habitación.

—No hubiera venido —me dijo— a interrumpir vuestro descanso si no hubiera creído que una persona que ha hecho novecientas leguas en media jornada ha podido hacerlas sin cansarse. Mas ¿no sabéis —añadió— la graciosa querella que acabo de tener a causa vuestra con nuestros padres jesuitas? Están absolutamente convencidos de que sois un brujo y la mayor gracia que podéis obtener de ellos es la de no ser sino un impostor. Y en verdad, ese movimiento que atribuís a la Tierra ¿no es una curiosa paradoja? Lo que me impide ser de vuestra opinión es que, aunque ayer estuvierais en París, podéis haber llegado hoy a este país sin que la Tierra se haya movido, puesto que ¿acaso el Sol que os ha hecho ascender gracias a vuestras botellas no puede haberos traído hasta aquí ya que, según Ptolomeo, Ticobrae y los filósofos modernos[7], sigue el curso que según vos sigue la Tierra? Y además, ¿qué pruebas convincentes tenéis para imaginaros que el Sol está inmóvil cuando lo vemos moverse y que la Tierra gire en torno a su eje cuando la sentimos firme bajo nuestras plantas?

—Señor —le repliqué—, estas son las razones que nos obligan a pensar de tal modo:

En primer lugar es de sentido común creer que el Sol está situado en el centro del universo, puesto que todos los cuerpos de la naturaleza precisan de ese fuego radical que habita en el corazón del reino para estar en situación de satisfacer con diligencia sus necesidades y que la causa generatriz está también situada igualmente en medio de los cuerpos sobre los que actúa, así como la sabia naturaleza ha situado las partes genitales en el hombre, las pepitas en el centro de las manzanas, los huesos en medio de sus frutos e igual que la cebolla conserva su precioso germen al abrigo de cien hojas que lo envuelven, de donde otros diez millones extraerán su esencia. Puesto que este cogollo es un pequeño universo en sí mismo cuya semilla más cálida que las otras partes es el Sol, que expande en torno suyo el calor conservador de su globo. Y ese germen en esa cebolla es el pequeño sol de ese reducido mundo que calienta y nutre la sal vegetativa[8] de esta masa. Supuesto lo anterior digo que, como la Tierra tiene necesidad de la luz, del calor y de la influencia de este gran fuego, gira en torno a él para recibir por igual en todas sus partes esa virtud que la conserva, ya que creer que esa gran masa luminosa gira en torno a un punto en el que no tiene nada que hacer es tan ridículo como si cuando vemos una alondra asada imagináramos que para guisarla, el horno hubiera girado en torno a ella. Por lo demás, si correspondiera al Sol realizar este trabajo, parecería como si la medicina tuviera necesidad del enfermo, como si el fuerte debiera plegarse ante el débil, el grande servir al pequeño y como si en vez de que un barco hiciera cabotaje a lo largo de las costas de una provincia, se forzara a la provincia a girar en torno al barco. Pues si os cuesta comprender cómo pueda moverse una masa tan pesada, decidme, os lo ruego, los astros y los cielos que suponéis tan sólidos ¿son más ligeros? Quienes estamos seguros de la redondez de la Tierra podemos deducir fácilmente su movimiento de su forma. Pero ¿por qué suponer, ya que no podéis saberlo, que el cielo es redondo y que ninguna de sus figuras puede moverse con excepción de ésta? No os reprocho vuestras excéntricas, concéntricas ni vuestros epiciclos[9], que no sabríais explicar más que muy confusamente y que no tienen lugar en mi sistema. Hablemos tan solo de las causas naturales de este movimiento: de vuestro lado estáis obligados a recurrir a inteligencias que mueven y gobiernan vuestros mundos. Pero yo, sin interrumpir el reposo del Ser Supremo que sin duda ha creado la naturaleza en toda su perfección, y sin negar su sabiduría al haberla acabado de modo tal que habiéndola completado por un lado no la haya hecho defectuosa por otro, yo, digo, encuentro en la Tierra las virtudes que la mueven. Digo que los rayos del Sol, con su influencia al incidir por encima en su circulación, la hacen girar como nosotros lo hacemos con un globo al golpearlo con la mano, o que los vapores que exhala continuamente su seno del lado por el que el Sol la mira, al rebotar en el frío de la región media[10], resbalan sobre ella y al no poder incidir en ella más que de refilón, la hacen dar vueltas. La explicación de los otros movimientos es menos complicada. Considerad, os lo ruego…

Al llegar aquí el señor de Montmagnie me interrumpió diciendo:

—Prefiero dispensaros de este tarea, puesto que he leído algunos libros de Gassendi[11] sobre la materia, a cambio de que escuchéis lo que me dijo un día uno de nuestros padres que sostenía vuestra opinión. «En efecto», decía aquél, «imagino que la Tierra gira no por las razones que aduce Copérnico[12] sino porque estando el fuego del Infierno encerrado en el centro de la Tierra, según nos enseñan las Sagradas Escrituras, los condenados que quieren huir del ardor de las llamas trepan para alejarse hacia la bóveda y hacen así girar la Tierra al igual que un perro hace girar la rueda en la que está encerrado».

Alabamos por unos instantes el celo del buen padre y, habiendo hecho su panegírico, el señor de Montmagnie me dijo que le asombraba mucho que el sistema de Ptolomeo[13] tuviera tan general acogida a pesar de ser tan poco verosímil.

—Señor —le contesté—, la mayor parte de los hombres, que sólo juzga por los sentidos, se deja convencer por lo que ve, e igual que aquel que navega a vista de tierra cree estar inmóvil y que es la costa la que se mueve, así los hombres, girando con la Tierra alrededor del cielo, creían que era el mismo cielo el que giraba en torno a ellos. Añadid a esto el orgullo insoportable de los seres humanos que los persuade de que la naturaleza no se ha hecho más que para ellos como si fuera verosímil que el Sol, una masa enorme cuatrocientas treinta y cuatro veces mayor que la Tierra[14], no irradiara calor más que para madurar sus nísperos y acogollar sus coles. En cuanto a mí, lejos de incurrir en la insolencia de estos brutos, creo que los planetas son mundos alrededor del Sol y que las estrellas fijas son otros soles que tienen planetas en torno suyo, es decir, mundos que no vemos desde aquí a causa de su pequeñez y porque su luz refleja no llega hasta nosotros. Pues, ¿cómo es posible creer de buena fe que estos globos tan espaciosos no sean sino grandes campos desiertos y que el nuestro haya sido construido para mandar sobre los demás sólo porque por él nos arrastramos media docena de grandes tunantes? Pues ¿qué? Por el hecho de que el Sol acompase nuestros días y nuestros años ¿hemos de creer que haya sido creado para que no nos rompamos la cabeza contra las paredes? No, no, si ese dios visible alumbra al hombre es por casualidad, como la antorcha del rey ilumina por casualidad al ganapán que pasa por la calle.

—Pero —me dijo— si, como aseguráis, las estrellas fijas son otros tantos soles, podría concluirse que el mundo sea infinito, ya que es verosímil que los pueblos de esos mundos que están en torno a una estrella fija que tomáis por otro sol descubran a su vez otras estrellas fijas por encima de ellos que no podríamos observar desde aquí y así seguiría eternamente.

—No tengáis duda alguna —repliqué yo— de que igual que Dios ha podido hacer el alma inmortal, ha podido hacer el mundo infinito, si es cierto que la eternidad no es otra cosa que una duración sin término y el infinito una extensión sin límites. Además, el mismo Dios sería finito si el mundo no fuera infinito, ya que no podría estar en donde no hubiera nada y no podría acrecentar la grandeza del mundo sin añadir algo a su propia extensión, comenzando por estar en donde no estaba antes. Es preciso creer que así como vemos Saturno y Júpiter, si estuviéramos en el uno o en el otro, descubriríamos muchos mundos que no vemos desde aquí y que el universo está construido de este modo hasta el infinito.

—A fe mía —me replicó—, por mucho que me lo digáis no podré comprender en absoluto esta infinitud.

—¡Ah! Decidme —le repliqué—, ¿acaso comprendéis mejor la nada que hay más allá? En absoluto. Cuando pensáis en esa nada os la imagináis cuando menos como viento, como aire y eso es algo; pero el infinito, si no podéis comprenderlo en general, al menos lo concebís por partes, pues no es difícil figurarse la Tierra, el fuego, el agua, el aire, los astros, los cielos. El infinito no es más que un tejido sin límites de todo esto. Si me preguntáis de qué modo se han hecho estos mundos dado que las Sagradas Escrituras sólo hablan de que Dios haya creado uno, respondo que no habla más que del nuestro, porque es el único que Dios quiso molestarse en hacer por su propia mano; pero todos los otros, los veamos o no, suspendidos entre el azul del universo, no son otra cosa que la espuma de los soles que se purgan. Porque ¿cómo podrían sobrevivir esas grandes hogueras si no dependieran de una materia que las alimenta? Así que igual que el fuego expulsa de sí la ceniza que lo ahoga, el oro se refina en el crisol separándose de la pirita que disminuye sus quilates, y así como nuestro corazón se libera de los humores indigestos que lo atacan expulsándolos, el Sol vomita todos los días y se purga del resto de la materia que alimenta su fuego. Pero una vez que haya consumido esta materia que lo mantiene, no debéis dudar de que se expandirá por todos los costados para buscar otro pábulo y que se adjuntará a todos los mundos que hubiera construido antaño, en especial a los que encuentre más próximos, y entonces ese gran fuego, entrelazando de nuevo todos los cuerpos, los volverá a expulsar de cualquier modo de todas partes como antes y, habiéndose purificado poco a poco, comenzará a servir de sol a esos pequeños mundos que engendrará, impulsándolos fuera de su esfera. Y esto es lo que sin duda ha llevado a los pitagóricos a predecir el abrasamiento universal[15]. No se trata de una fantasía ridícula: la Nueva Francia, en la que nos encontramos, nos proporciona un ejemplo convincente. Este vasto continente de América es la mitad de la Tierra que, a pesar de que nuestros antepasados habían surcado mil veces el océano, no se había descubierto. Por ello no existía, al igual que muchas islas, penínsulas y montañas que se han erigido en nuestro globo cuando, al asearse, el Sol se desprende de las máculas que quedan condensadas en grumos suficientemente pesados para que los atraiga el centro de nuestro mundo; puede que poco a poco en partículas menudas, pero también quizá de golpe como una sola masa. Esto no es tan disparatado que san Agustín no lo hubiera aplaudido si el descubrimiento de este continente se hubiera hecho en su tiempo, ya que este gran personaje, cuyo genio estaba iluminado por el Espíritu Santo, asegura que en su tiempo la Tierra era plana como un horno y que flotaba sobre el agua como la mitad de una naranja[16]. Pero si llego a tener el honor de veros alguna vez en Francia, os mostraré mediante una lente extraordinaria que tengo que ciertas oscuridades que parecen manchas vistas desde aquí son mundos en construcción.

Como al terminar mi alocución se me cerraran los ojos, el señor de Montmagnie se sintió obligado a desearme las buenas noches. Al día siguiente y en los posteriores tuvimos conversaciones de naturaleza similar pero, como algún tiempo después los asuntos propios de la provincia se mezclaran con nuestra filosofía, me volvió con más fuerza el deseo de subir a la Luna.

Desde que ésta se levantaba, yo me adentraba en los bosques soñando con la prosecución y el éxito de mi empresa. Por fin, un día en la víspera de San Juan en que se celebraba un consejo en el fuerte para decidir si se auxiliaba a los salvajes del país en contra de los iroqueses fui solo detrás de nuestra residencia, sobre la cima de una pequeña montaña y he aquí lo que puse en práctica.

Con una máquina que había construido me imaginaba que era capaz de elevarme tanto como quisiera. Me precipité, pues, en el aire desde la cresta de una roca pero, como no había tomado bien las medidas, me di una fuerte costalada en el valle. Regresé a mi habitación todo magullado pero sin desanimarme. Me unté todo el cuerpo con tuétano de buey, pues estaba dolorido de la cabeza a los pies, y tras haber fortificado mi corazón con una botella de esencia cordial, volví en busca de la máquina, pero no la encontré porque, habiéndola hallado por azar algunos soldados enviados a cortar leña al bosque para la hoguera de San Juan que se encendería por la noche, la habían llevado al fuerte. Después de cavilar mucho sobre su naturaleza, cuando se descubrió el invento del muelle, algunos dijeron que era preciso ceñirle una cantidad de cohetes voladores para que, al subir muy alto gracias a su rapidez y con el muelle agitando sus grandes alas, no hubiera nadie que no tomara la máquina por un dragón ígneo.

La busqué mucho tiempo y por fin la encontré en mitad de la plaza de Quebec en el momento en que iban a prenderle fuego. El dolor de encontrar la obra de mis manos en tan grande peligro me trastornó de tal modo que corrí a sujetar por el brazo al soldado que la encendía. Le arranqué la mecha y, lleno de furia, me abalancé sobre mi máquina para romper el artificio que la sujetaba. Pero llegué demasiado tarde, pues apenas hube puesto los pies en ella, me encontré ascendiendo en una nube. El espanto horrorizado que me invadió no alteró de tal modo las facultades de mi alma que no recuerde todo lo que me sucedió en aquel instante. Sabed que cada vez que la llama devoraba una fila de cohetes (pues los habían dispuesto de seis en seis por medio de un fulminante que liaba cada media docena), otra se ponía a arder y después otra, de forma que la pólvora, al quemarse, alejaba el peligro acrecentándolo. No obstante, al terminarse la pólvora se acabó el artificio y cuando ya sólo esperaba romperme la cabeza contra la cresta de alguna montaña, sentí que, sin moverme en absoluto, seguía ascendiendo, mientras que la máquina se separaba de mí y vi cómo caía a tierra. Esta aventura extraordinaria me llenó de un gozo tan poco común que, fascinado por verme libre de un peligro cierto, tuve la impudicia de ponerme a filosofar sobre ello. Mientras indagaba con la mirada y el pensamiento cuál pudiera ser la causa de este milagro, me di cuenta de que tenía el cuerpo abotargado y todavía grasiento por el tuétano con que me había untado a causa de las magulladuras de mi caída. Me di cuenta de que, como la Luna estaba en cuarto menguante, durante el cual acostumbra a absorber el tuétano de los animales, bebía el que yo me había untado con tanta mayor intensidad cuanto más próximo estaba a ella, dado que no había nubes que debilitasen su vigor.

Cuando hube recorrido lo que, según un cálculo que hice después, juzgaba bastante más de los tres cuartos del camino que separa la Tierra de la Luna, me vi de pronto caer cabeza abajo sin haberme volteado en modo alguno. Y tampoco me habría dado cuenta si no hubiera sentido que el peso del cuerpo me gravitaba sobre la cabeza. Tuve por comprobado que no estaba cayendo de nuevo sobre nuestro mundo puesto que, aunque me encontraba entre dos lunas y veía con claridad que me alejaba de una a medida que me acercaba a la otra, estaba muy seguro de que la mayor era nuestra Tierra, porque al cabo de un día o dos de viaje[17] en que las lejanas refracciones de los rayos solares confundían la diversidad de cuerpos y climas, ya no semejaba más que una gran placa de oro, al igual que la otra. Esto me hizo suponer que descendía hacia la Luna y me afirmé en esta opinión cuando recordé que no había comenzado a caer más que a partir de los tres cuartos del camino. Puesto que, me decía a mí mismo, dado que esta masa es menor que la nuestra, es lógico que su actividad tenga también menor alcance y que, en consecuencia, yo haya sentido más tardíamente la fuerza de su centro[18].

Después de una muy prolongada caída por lo que alcanzo a suponer, ya que la violencia de la precipitación debe de haberme impedido observarla mejor, todo lo que recuerdo es que me encontré bajo un árbol, entre tres o cuatro ramas bastante gruesas que se habían desgajado con mi caída y el rostro mojado a causa de una manzana contra la que di de frente.

Por fortuna ese lugar, como sabréis bien pronto, era el Paraíso terrenal y el árbol sobre el que había caído era precisamente el Árbol de la Vida. Por ello entenderéis que si no se hubiera producido una casualidad tan milagrosa, estaría mil veces muerto. Con frecuencia he reflexionado después acerca de esa opinión del vulgo según la cual cuando uno se precipita desde una gran altura, se asfixia en la caída antes de alcanzar al suelo, y he llegado a la conclusión de que el vulgo miente, o bien que el jugo enérgico de ese fruto, habiéndome entrado en la boca, haya llamado a mi alma, que no estaba aún lejos, a mi cadáver todavía tibio y preparado para las funciones de la vida. En efecto, tan pronto como me hallé en tierra, el dolor desapareció antes incluso de haberse implantado en la memoria, y el hambre, que me había atormentado mucho durante el viaje, no dejó en mí más que el ligero recuerdo de haberla saciado.

Apenas me hube levantado y observado las riberas del más caudaloso de los cuatro grandes ríos que desembocan en un lago, cuando percibí el aroma que el espíritu o el alma de los bienaventurados que se exhalan en este lugar y las piedrecitas no eran ásperas ni duras sino a la vista, puesto que tenían cuidado de ablandarse cuando se las pisaba.

Encontré en primer lugar una glorieta con cinco avenidas y unos robles tan desmesuradamente altos que parecían elevar al cielo una plataforma arbórea. Midiéndolos con la vista desde las raíces a la copa y luego desde ésta hasta los pies, dudaba de si era la tierra la que los sostenía o si no serían ellos los que llevaran a la tierra colgada de sus raíces, mientras que sus frentes orgullosamente erguidas parecían doblegarse a la fuerza bajo el peso de los globos celestes cuya carga sostienen con gran fatiga. Sus ramas extendidas hacia el cielo parecen que, al abrazarlo, estuvieran solicitando toda la pura benevolencia de la influencia de los astros y la estuvieran recibiendo antes de haber perdido nada de su inocencia en el lecho de los elementos. Allí hay flores por doquier que, sin haber tenido otros jardineros que la naturaleza, traspiran un hálito tan silvestre que despierta y satisface el olfato. El rojo encendido de una rosa en el agavanzo y el estallido de azul de una violeta bajo las zarzas no permiten decidirse por una de ellas, pues cada una es más bella que la otra. Allí la primavera sustituye todas las estaciones. Allí no germina planta venenosa alguna que pueda conservarse. Allí los arroyos relatan sus viajes a los guijarros. Allí mil voces emplumadas hacen que resuene el bosque con la armonía de sus trinos y la aleteante asamblea de estos gorjeos melodiosos es tan general que parece que cada hoja del bosque se haya convertido en la lengua y la forma de un ruiseñor. Eco se complace de tal modo en sus melodías que, al oír como las repite, se diría que quisiera aprenderlas. Próximos a este bosque hay dos prados cuyo verdegay ininterrumpido semeja una esmeralda que se perdiera de vista. La mezcla abigarrada de colores con que la primavera pinta cien florecillas mezcla los matices de unas con las otras y estas flores agitadas parecen correr detrás de ellas mismas para escapar a las caricias del viento. Se diría que esta pradera era un océano pero, al tratarse de un mar sin orillas, mis ojos, espantados de haber llegado tan lejos sin descubrir la ribera lanzaban hacia ella prestamente mi pensamiento y mi pensamiento, seguro de estar ante el fin del mundo quería convencerse de que unos lugares tan encantadores podrían haber forzado quizá al cielo a fundirse con la tierra. Por medio de un tapiz tan vasto y perfecto corre con borbotones argénteos el agua de una fuente rústica, que corona sus bordes con un césped esmaltado de margaritas, botones de oro, violetas, y esas flores, que se arraciman en torno suyo, parecerían apretarse por ver cuál se reflejará la primera. Todavía está en la cuna, ya que acaba de nacer, y su rostro joven y terso no muestra arruga alguna. Los grandes círculos que describe volviendo mil veces sobre sí misma muestran que sale de su país natal muy a su pesar y, como si sintiera vergüenza de verse acariciar cerca de su madre, rechaza murmurando mi mano ligera que quiere tocarla. Los animales que llegaban a apagar la sed, más razonables que los de nuestro mundo, mostraban su sorpresa al ver que el día estaba avanzado en el horizonte en tanto que veían el Sol en las antípodas y apenas si osaban inclinarse sobre el borde por el temor que tenían de caer en el firmamento[19].

Debo confesaros que a la vista de tanta belleza sentí el cosquilleo de esos dolores agradables que, según se dice, experimenta el embrión cuando se le insufla el alma. Se me cayó el pelo viejo para hacer lugar a otros cabellos más espesos y ondulantes; sentí que mi juventud reverdecía, que mi rostro tomaba un color vivo, que mi calor natural se mezclaba suavemente con mi humedad radical y que, en breves palabras, rejuvenecía unos catorce años.

Había caminado media legua a través de una floresta de jazmines y mirtos cuando descubrí algo que se movía echado en la sombra. Era un adolescente ante cuya majestuosa beldad sentí el impulso de adorarlo.

—¡No es ante mí —exclamó— sino ante Dios ante quien debéis prosternaros!

—Estáis ante una persona —le respondí— maravillada por tantos milagros que no sé por cual empezar a admirarlos. Viniendo de un mundo que vos tomaréis aquí sin duda por una luna, pensaba haber llegado a otro que los de mi país también llaman Luna, héteme aquí que me encuentro en el Paraíso a los pies de un dios que no quiere ser adorado y de un extranjero que habla mi lengua.

—Aparte de la cualidad de dios —me replicó—, lo que decís es verdad. Esta tierra es la luna que veis desde vuestro globo y este lugar en el que os encontráis es el Paraíso; pero el Paraíso terrestre en el que sólo han entrado seis personas: Adán y Eva, Enoch, yo, que soy el anciano Elías[20], san Juan Evangelista y vos. Sabéis cómo fueron expulsados los dos primeros, pero no cómo llegaron a vuestro mundo. Sabed, pues, que luego de haber probado ambos la manzana prohibida, Adán, que temía que, irritado por su vista, Dios le incrementara el castigo, consideró la Luna, vuestra tierra, como el único refugio en que podría estar al abrigo de los requerimientos de su Creador. Así pues, como la imaginación del hombre en aquel tiempo era muy poderosa al no haberse corrompido por el desenfreno ni por la crudeza de los alimentos ni por las alteraciones causadas por las enfermedades y estando ésta excitada por el violento deseo de alcanzar aquel asilo, el fuego de su entusiasmo aligeró de tal modo su masa corporal, que ascendió al modo en que se ha visto como cuando la imaginación de algunos filósofos se orienta intensamente hacia algo, éstos se elevan en el aire en arrebatos a los que llamáis éxtasis. Eva, a quien la fragilidad de su sexo hacía más débil y menos cálida, sin duda hubiera carecido del vigor necesario en su imaginación para vencer el peso de la materia mediante el empeño de su voluntad pero, como hacía muy poco que había surgido del cuerpo de su marido, la simpatía con que esta mitad estaba aún unida a la totalidad la impulsaba hacia él a medida que ascendía, al igual que la paja sigue al ámbar y el imán se vuelve hacia el Septentrión de donde ha sido arrancado, y Adán atraía la obra de su costado al igual que la mar atrae los ríos que salieron de ella. Una vez que hubieron llegado a vuestra tierra, se establecieron entre la Mesopotamia y la Arabia. Los hebreos lo conocían bajo el nombre de Adán y los idólatras bajo el de Prometeo, de quien sus poetas dijeron que había robado el fuego del cielo a causa de los descendientes que engendró, provistos de un alma tan perfecta como aquella de la que Dios lo había dotado. De este modo, el primer hombre dejó este mundo desierto para habitar el vuestro, pero el Omnisciente no consintió que una morada tan feliz estuviera deshabitada. Después de algunos siglos consintió que Enoch, disgustado por la compañía de los hombres cuya inocencia se corrompía, sintiera deseo de abandonarlos. Este santo personaje consideró que, si quería protegerse de las ambiciones de sus pares que ya habían comenzado a degollarse unos a otros a fin de repartirse el mundo, el único lugar seguro sería aquella tierra bienaventurada de la que tanto le había hablado antaño su abuelo Adán. Sin embargo, ¿cómo alcanzarla? Aún no se había inventado la escalera de Jacob[21]. La gracia del Altísimo vino en su ayuda, pues reparó en que el fuego del Cielo descendía sobre el holocausto de los justos y de aquellos que eran agradables a los ojos del Señor, según sus palabras: «El aroma de los sacrificios del justo ha llegado hasta mí». Un día en que esta llama divina se concentraba en consumir una víctima que ofrecía al Eterno, rellenó dos vasijas con los vapores que de ella se exhalaban, las cerró herméticamente y se las colocó debajo de las axilas. Como quiera que el humo tendía a elevarse hacia Dios, no pudiendo traspasar el metal salvo milagro, atrajo las vasijas hacia lo alto y de este modo hicieron que el hombre subiera con ellas. Cuando llegó a la Luna y puso sus ojos en este hermoso jardín, una alegría casi sobrenatural le hizo conocer que se trataba del Paraíso terrenal, habitado antaño por su abuelo. Se liberó con prontitud de las vasijas, que se había ceñido a sus hombros como si fueran alas, y lo hizo con tanta maña, que apenas llegado por el aire a unas cuatro toesas[22] de la superficie de la Luna, se deshizo de sus flotadores. No obstante, la altura a que se encontraba era bastante para causarle gran daño de no ser por la amplitud de vuelo de su indumentaria, inflada por el viento, así como por el ardor del fuego del amor que también lo sostenía. En cuanto a las vasijas, continuaron ascendiendo hasta que Dios las engastó en el cielo, y son lo que hoy llamáis el signo de Libra, que nos muestra todos los días que está llena de aromas del sacrificio de algún justo, merced a las influencias favorables que impregnaron el horóscopo de Luis el Justo, que estaba bajo el ascendiente de Libra.

Sin embargo, aún no estaba en este jardín al que sólo llegó algún tiempo después. Fue entonces cuando irrumpió el diluvio, cuando las aguas que engulleron vuestro mundo alcanzaron una altura tan prodigiosa que el Arca bogaba por los cielos al costado de la Luna. Los seres humanos divisaban este globo por la ventana, pero como el reflejo de esta gran masa opaca se debilitaba a causa de su proximidad que mitigaba su luz, creyeron que se trataba de un rincón de la tierra que no se había sumergido. Sólo una hija de Noé, de nombre Achab, sostuvo a grito pelado que sin duda era la Luna, quizá por ser la única que se había percatado de que, a medida que el navío ascendía, se acercaban a este astro. Fue inútil hacerle ver que la sonda sólo había encontrado quince codos[23] de agua; respondía que el hierro había tropezado con el dorso de una ballena que habían confundido con la tierra. En cuanto a ella, estaba muy segura de que lo que iban a encontrar era la misma Luna. Por último, como todo el mundo sigue el parecer de otro, las demás mujeres se dejaron convencer en seguida por esta opinión. Y hete aquí que, a pesar de la prohibición de los hombres, botaron el esquife en la mar. Achab era la más osada, de forma que quiso ser la primera en afrontar el peligro. Abordó alegremente el bote y todas las de su sexo la hubieran seguido de no haber sido porque una ola separó la barca del navío. Fue inútil que la llamaran a gritos, que la llamaran lunática cien veces, que sería la causa de que un día se reprochara a todas las mujeres tener un cuarto de la luna en la cabeza. Achab se reía de ellos. Hela aquí navegando fuera del mundo. Los animales siguieron su ejemplo, pues la mayor parte de los pájaros, sintiendo que sus alas tenían fuerza suficiente para levantar el vuelo, impacientes por la prisión con que hasta entonces se había restringido su libertad, salieron de allí. Los más valientes de los cuadrúpedos se pusieron a nadar. Habían salido ya más de mil antes de que los hijos de Noé cerraran los establos que mantenía abiertos en su escapada la masa de animales. La mayor parte de ellos llegó a este mundo. En cuanto al esquife, fue a dar a una muy grata ribera en la que desembarcó la generosa Achab y, alegre por haber reconocido que, en efecto, esta tierra era la Luna, no quiso en modo alguno reembarcar para reunirse con sus hermanos. Se instaló por una temporada en una gruta y, cuando paseaba un día cavilando si estaba disgustada por haber perdido la compañía de los suyos o si bien se sentía muy a gusto, divisó un hombre que recogía bellotas. La alegría del encuentro la impulsó a darle de abrazos; recibió otros a cambio, ya que hacía aún más tiempo que el anciano no había visto rostro humano. Era Enoch el Justo. Unieron sus vidas y, de no haber sido porque el natural impío de sus hijos y el orgullo de su mujer obligaron al esposo a retirarse al bosque, hubieran terminado de desgranar sus días con toda la dulzura con que Dios bendice el matrimonio de los justos. En medio de aquellas retiros salvajes y aquella espantosa soledad, el buen anciano ofrendaba a Dios todos los días con espíritu puro su corazón en holocausto, hasta que un día, habiendo caído una manzana del Árbol de la Ciencia en el río en cuyo borde, como sabéis, está plantado, y trasportada a merced de las ondas fuera del Paraíso, fue a dar a un lugar en el que el pobre Enoch se procuraba peces por la pesca para sustentarse. Quedó la hermosa manzana atrapada en la red y Enoch la comió. Conoció de inmediato en dónde estaba el Paraíso terrestre y por caminos secretos que no podréis concebir si no habéis comido la manzana del Árbol de la Ciencia, vino a habitar en él.

Ahora es preciso que os cuente el modo en que yo llegué aquí: imagino que no habréis olvidado que me llamo Elías, pues os lo dije antes. Sabed que vivía en vuestro mundo y que habitaba con Eliseo[24], un hebreo como yo, a orillas del Jordán, en donde llevaba una vida entre libros tan tranquila que no lamentaba el hecho de que transcurriera y fuera pasando. No obstante, cuanto más crecían las luces de mi espíritu, más crecía asimismo el conocimiento de aquellas de las que carecía. Siempre que nuestros sacerdotes me recordaban a Adán, la memoria de aquella filosofía perfecta que fue la suya me arrancaba suspiros. Ya desesperaba de poder alcanzarla cuando un día, después de haber hecho un sacrificio por la expiación de las debilidades de mi ser mortal, caí dormido y un ángel del Señor se me apareció en sueños. Apenas me desperté me puse a trabajar en los asuntos que me había ordenado. Tomé un imán de unos dos pies[25] cuadrados de extensión que puse en el horno. Una vez que se hubo purgado, precipitado y disuelto, extraje el principio atractivo de todo el amasijo calcinado y lo reduje a un trozo del grosor de una pelota mediana.

Tras estos preparativos hice construir un carro de fuego muy ligero y, al cabo de unos meses, habiendo terminado todos mis aparejos, entré en él. Quizá me preguntaréis a qué venía tanto aparato. Sabed que el ángel me había dicho en sueños que si quería adquirir la ciencia perfecta que deseaba, subiese al mundo de la Luna, en donde encontraría el Árbol de la Ciencia en el Paraíso de Adán ya que, una vez que hubiera probado su fruta, mi alma comprendería todas las verdades que puede comprender una criatura. Tal era el viaje para el que había construido mi carro. Por último entré en él y, una vez que hube cerrado bien y me hube recostado en el asiento, lancé muy alto al cielo la bola del imán. De este modo la máquina de hierro que había construido a propósito, más pesada en su mitad que en las extremidades, se elevó también en perfecto equilibrio, ya que la atracción se ejercía con mayor fuerza en el centro. Así pues, me acercaba a donde estaba el imán y una vez llegado a él, lo volvía a lanzar.

—Pero —le interrumpí— ¿cómo lanzabais la bola tan recta por encima de vuestro carro sin que jamás éste se ladease?

—No veo motivo de maravilla alguno en este asunto —me dijo— porque el imán, al ser lanzado al aire, atraía el hierro y, en consecuencia, era imposible que subiese jamás de lado. Os confieso que, cuando tenía la pelota en la mano, seguíamos ascendiendo puesto que el carro corría siempre hacia el imán que mantenía por encima de él. Pero el ímpetu que mostraba el hierro para tocar a la pelota era tan fuerte que me obligaba a doblar el cuerpo en cuatro pliegues, de forma que no me he atrevido a intentar esta experiencia nueva más que una vez. En verdad era un espectáculo asombroso de ver, puesto que el cuidado con el que había pulido el acero de esta casa volante reflejaba por todos los lados una luz del sol tan viva y aguda que yo mismo creía viajar en un carro de fuego. En fin, después de haber hecho muchos lanzamientos y de mucho volar tras la pelota, llegó un momento en que me sucedió como a vos, en que caía hacia este mundo. Y como en ese momento tenía la bola bien sujeta en mis manos, mi carro, cuyo asiento me empujaba para acercarse a su principio de atracción, no me dejaba en modo alguno. Sólo debía temer la posibilidad de romperme el cuello y, para protegerme, tiraba la pelota de vez en cuando para que mi máquina, al sentirse frenada naturalmente, se tomara un respiro y mitigase la fuerza de mi caída. Finalmente, cuando me vi a doscientas o trescientas toesas de tierra, lancé la bola por todas partes a los lados del carro, tanto de uno como de otro, hasta que volvía a verla. Luego conseguí lanzarla a lo alto y cuando la máquina la seguía, me dejé caer a punto de estrellarme contra el suelo, y cuando volví a lanzarla sólo a un pie por encima de mi cabeza, este ligero movimiento eliminó de hecho toda la velocidad que había adquirido al precipitarse de modo que mi caída no fue más violenta que si la hubiese hecho desde mi altura. No os hablaré del asombro que me embargó al ver las maravillas que hay aquí porque es en verdad igual al que acabáis de experimentar.

Sabed tan sólo que al día siguiente encontré el Árbol de la Vida, gracias al cual he dejado de envejecer. Ese árbol consumió enseguida la serpiente a la que redujo a humo.

Al escuchar estas palabras dije:

—Venerable y sagrado patriarca, me sería muy agradable saber qué queréis decir con esa serpiente que se consumió.

Él me respondió mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro:

—Olvidaba, hijo mío, revelaros un secreto del que no se os habrá instruido. Sabed pues que luego de que Eva y su marido hubieron comido la manzana prohibida, para castigar a la serpiente que los había tentado, Dios la relegó en un cuerpo de hombre. Desde entonces no ha nacido criatura humana que en castigo por el crimen de su primer padre no alimente una serpiente en su vientre, salida de aquella otra primera. Las llamáis tripas y las creéis necesarias para las funciones de la vida, pero sabed que no son otra cosa que serpientes plegadas sobre sí mismas en muchas dobleces. Cuando sentís que gritan vuestras entrañas es la serpiente que silba y que, siguiendo esa natural glotonería con la que antaño incitó al hombre a comer demasiado, también pide de comer. Puesto que Dios que, para castigaros quería haceros mortales, como los otros animales os hizo estar obsesionados por esta insaciable a fin de que, si le dais mucho de comer, os ahogáis, o si, cuando esta criatura hambrienta muerde vuestro estómago con sus dientes invisibles, le negáis su pitanza, grita, brama y vomita ese veneno que vuestros doctores llaman bilis y os abrasa de tal modo mediante ponzoña que instila en vuestras arterias que os consumiríais en un instante. En fin, para demostraros que vuestras tripas son serpientes que tenéis en el cuerpo, recordad que se encontraron algunas en las tumbas de Esculapio, de Escipión, Alejandro, Carlos Martel y Eduardo de Inglaterra que aún se alimentaban con los cadáveres de sus ocupantes.

—En efecto —le dije, interrumpiéndole—, he observado que como esta serpiente trata siempre de escaparse del cuerpo del hombre, suele verse su cabeza y cuello saliendo de nuestro bajo vientre. Asimismo, Dios no ha permitido que sólo fuera el hombre quien padeciera este tormento, sino que quiso que se irguiera contra la mujer para lanzarle su veneno y que el abultamiento durara nueve meses después de haberla picado. Y para mostraros que hablo según la palabra del Señor, Éste dijo a la serpiente para maldecirla que, aunque hiciera tropezar a la mujer irguiéndose contra ella, ella le haría bajar la cabeza.

Yo quería continuar con estos cuentos pero Elías me lo impidió:

—Pensad —dijo— que este lugar es santo. A continuación se calló por unos momentos como si quisiera recordar el lugar en el que estaba. Luego volvió a tomar la palabra:

No he probado el fruto de la vida más que de cien en cien años y su jugo tiene cierta relación con el gusto del vino. Yo creo que fue esta manzana que Adán comió la causa de que nuestros primeros padres viviesen tanto tiempo, porque parte de su energía penetró en su simiente hasta que se extinguió con las aguas del diluvio. El Árbol de la Ciencia se encuentra a la vista. Su fruto está cubierto por una corteza que produce ignorancia a quien lo haya gustado, pero que debajo del espesor de esta corteza conserva las virtudes espirituales de este docto manjar. En otra ocasión y tras haber expulsado a Adán de esta tierra bienaventurada, Dios le frotó las encías con esta corteza por miedo de que volviera a encontrar el camino. Desde entonces Adán estuvo más de quince años disparatando y olvidó de tal modo todas las cosas que ni él ni sus descendientes hasta Moisés volvieron a acordarse de la Creación. Pero los restos de la virtud de esta gruesa corteza acabaron de disiparse ante el calor y el genio de este gran profeta. Por fortuna cogí una de las manzanas a las que la madurez había despojado de la piel y apenas se había impregnado mi saliva cuando la filosofía universal me absorbió. Me pareció que una cantidad infinita de ojillos me tachonaban la cabeza y supe el medio de hablar al Señor. Cuando reflexioné con posterioridad acerca de este arrebato milagroso, me he dicho que con un simple cuerpo natural no hubiera podido vencer los poderes ocultos de la vigilancia del serafín al que Dios ha encargado la guardia de este paraíso. Pero como le gusta servirse de causas secundarias, creo que me inspiró este medio para entrar en él como quiso servirse de la costilla de Adán para hacerle una mujer, aunque hubiera podido formarla de barro como hizo con él.

Pasé mucho tiempo en este jardín paseándome solo. Pero finalmente, como fuera que el ángel guardián del lugar era mi principal anfitrión, tuve el deseo de saludarlo. En una hora de camino completé el viaje porque al cabo de ese tiempo llegué a un lugar en el que mil relámpagos, fundidos en uno solo, convertían el día en algo tan deslumbrante que sólo servía para hacer visible la oscuridad.

Apenas me hube repuesto de esta aventura cuando divisé ante mí un hermoso adolescente que me dijo: «Soy el arcángel que buscas. Acabo de leer en Dios que te ha inspirado los medios de venir aquí y que quería que esperases aquí su voluntad». Me contó muchas cosas y me comunicó, entre otras, que esta luz de la que yo parecía haberme asustado no era nada extraordinario. Que se encendía casi todas las tardes cuando él hacía la ronda, porque para evitar las sorpresas de los brujos, que entran por doquier sin dejarse ver, estaba obligado a dar mandobles con su espada flamígera en torno al Paraíso terrestre, y esa luz eran los relámpagos que producía su acero.

Los que veis desde vuestro mundo están producidos por mí. Si a veces los observáis desde muy lejos, se debe a que las nubes de una región apartada, al estar dispuestas a recibir esta impresión, reflejan hacia vosotros estas ligeras imágenes de fuego así como un vapor acumulado en otra parte resulta adecuado para formar un arcoíris. No os enseñaré más cosas puesto que la manzana de la ciencia no está lejos de aquí y tan pronto como hayáis comido de ella seréis docto como yo. Pero sobre todo guardaos de un error. La mayor parte de los frutos que penden de ese árbol están envueltos en una corteza que, si la probáis, os hará descender por debajo del hombre, mientras que la pulpa os hará subir tan alto como los ángeles.

Habiendo llegado Elías a este punto en sus instrucciones que le había dado el serafín se nos acercó un hombrecillo.

—He aquí este Enoch de quien os he hablado —me dijo en voz baja mi guía.

Al acabar éste de hablar, Enoch nos mostró un cesto lleno de no sé qué frutas semejantes a las granadas que acababa de descubrir aquel mismo día en un boscaje retirado. Me metí varias en los bolsillos por recomendación de Elías cuando el otro preguntó quién era yo.

—Es una aventura que requiere un relato sosegado —respondió mi guía—; cuando nos retiremos esta noche, él mismo nos contará los maravillosos detalles de su viaje.

Mientras terminábamos esta conversación llegamos a una especie de ermita hecha de ramas de palmera ingeniosamente entrelazadas con mirtos y naranjos. Allí divisé en un pequeño reducto unos montones de cierta filadiz tan blanca y suelta que pudiera pasar por el alma de la nieve. También vi algunas ruecas diseminadas aquí y allá. Pregunté a mi guía para qué servían.

—Para hilar —me respondió—. Cuando el buen Enoch quiere descansar de la meditación a veces hila esta estopa, a veces trenza el hilo, a veces teje la tela que sirve para hacer camisas a las once mil vírgenes. Es lo mismo que encontráis en vuestro mundo a veces, eso blanco que revolotea en el aire en otoño en la estación de la sementera y que los campesinos llaman «copos de la Virgen»[26], es la borra que Enoch quita al lino cuando lo carda.

Apenas nos detuvimos a despedirnos de Enoch, que empleaba la cabaña como celda, y lo que nos obligó a dejarlo tan pronto fue que acostumbraba a rezar cada seis horas y ya hacía otras tantas que había terminado la última oración.

De camino supliqué a Elías que terminara la historia de las asunciones que había comenzado y le dije que, según recordaba, se había quedado en la de san Juan Evangelista.

—Dado que carecéis de paciencia para esperar a que la manzana del saber os enseñe mejor que yo estas cosas —me dijo—, lo haré yo. Sabed, pues, que Dios…

En este momento no se cómo se mezcló el diablo, pues no pude evitar interrumpirlo para bromear:

—Ya me acuerdo —le dije—, Dios se dio cuenta un día de que el alma de este Evangelista estaba ya tan suelta que sólo la retenía a fuerza de apretar los dientes y, sin embargo, casi había expirado ya la hora en que estaba previsto que fuera ascendido aquí de modo que, no habiendo tiempo de prepararle una máquina, fue forzoso traerlo a toda prisa sin tener ocasión de hacerlo venir.

Durante mi parlamento, Elías me miraba con unos ojos capaces de matarme si yo me encontrara en estado de morir de otra cosa que de hambre.

—¡Es abominable! —dijo retrocediendo—. Tienes la impudicia de burlarte de las cosas santas. No quedarías impune de no ser porque el omnisciente quiere dejarte como ejemplo glorioso de su misericordia ante las naciones. Va, impío, fuera de aquí, va a predicar en este pequeño mundo y en el otro, al que estás predestinado a retornar, el odio inextinguible que Dios profesa a los ateos.

Apenas había acabado esta imprecación cuando me agarró y me empujó rudamente hacia la puerta. Cuando llegamos junto a un gran árbol cuyas ramas cargadas de fruto se combaban hacia tierra dijo:

—He aquí el Árbol de la Ciencia del que hubieras extraído luces inextinguibles de no ser por tu incredulidad.

No había acabado de hablar cuando, simulando languidecer de debilidad me dejé caer contra una rama de la que sustraje una manzana hábilmente. Todavía me quedaba un trecho antes de salir de este parque delicioso, sin embargo, el hambre me azuzaba con tanta violencia que me hizo olvidar que me encontraba en manos de un profeta iracundo. Saqué una de las manzanas de las que me había provisto y la mordí pero, en lugar de coger una de las que me había regalado Enoch, mi mano cogió la manzana que había sustraído en el Árbol de la Ciencia a la que, por desgracia, no había quitado la corteza.

No bien la había probado cuando en mi alma se hizo la más densa noche. Dejé de ver la manzana, dejé de ver a Elías cerca de mí, mis ojos no reconocieron en todo el hemisferio una sola traza del Paraíso terrenal y, sin embargo, no dejaba de recordar todo lo que me había sucedido.

Cada vez que he reflexionado después sobre este milagro me he imaginado que esta corteza no me había embrutecido por completo, dado que la había atravesado con los dientes a los que llegó algo del jugo que había debajo y cuya energía había disipado la malignidad de la piel.

Quedé sorprendido de verme solo en medio de un país del que no conocía nada. Ya podía pasear la mirada y escudriñar el campo que no aparecía criatura alguna para consolarme. Por último, decidí caminar hasta que la fortuna me deparara la compañía de alguna bestia o de la muerte.

Así lo hice porque al cabo de medio cuarto de legua encontré dos animales enormes de los que uno se detuvo ante mí y el otro huyó prestamente a su madriguera. Cuando menos así lo creí, puesto que al cabo de un tiempo lo vi volver acompañado de más de setecientos u ochocientos individuos de la misma especie que me rodearon. Cuando pude verlos más de cerca, vi que tenían la estatura, el cuerpo y el semblante como nosotros. Esta aventura me trajo a la memoria lo que había oído contar antaño a mi ama de cría acerca de las sirenas, los faunos y los sátiros. De vez en cuando estas criaturas lanzaban gritos tan furiosos, sin duda causados por el asombro que les producía mi visión, que pensaba que me había convertido en un monstruo.

Uno de estos hombres animales, cogiéndome por el pescuezo, igual que hacen los lobos cuando roban una oveja, me echó sobre su espalda y me llevó a su ciudad. Al comprender que se trataba de hombres, mi admiración fue grande, pues no encontré ni uno, que no caminara a cuatro patas.

Cuando este pueblo me vio pasar, al observarme tan pequeño (ya que la mayor parte de entre ellos tienen doce codos de estatura[27]), sosteniéndome sólo sobre dos pies, no podían creer que fuera un hombre, ya que estaban convencidos de que, entre otras cosas, si la naturaleza había dotado a los hombres, al igual que a los animales, de dos piernas y dos brazos, debían servirse de ellos como los animales. Efectivamente, reflexionando posteriormente sobre este asunto he pensado que esta posición del cuerpo no es muy extravagante, puesto que basta recordar que cuando nuestros niños aún no han sido instruidos más que por la naturaleza, caminan a cuatro pies y no se yerguen sobre dos más que gracias a los cuidados de sus amas de cría, que los adiestran en los cochecitos infantiles y los proveen de unas correas para impedir que se caigan y vuelvan a la posición de cuatro patas, que es la posición que nuestro cuerpo tiende a adoptar.

Por lo que posteriormente se me dio a entender, decían que tenía que ser necesariamente la hembra de la mascota de la reina. Así que, bien fuera por esta razón o por alguna otra, me condujeron directamente al Ayuntamiento, en donde por los murmullos y gestos de la gente y de los magistrados podía verse que deliberaban sobre quién fuera yo. Cuando hubieron conferenciado bastante tiempo, un ciudadano que se ocupaba de animales extraños suplicó a los magistrados municipales que me entregaran a él en tanto la reina no enviara a buscarme para convivir con mi macho. Nadie puso dificultad alguna. El titiritero me llevó a su domicilio y allí me enseñó a hacer de bufón, a darme costaladas, a hacer muecas y por la noche, después de cenar cobraba entrada por exhibirme.

Finalmente, ablandado el Cielo por mis dolores y enojado de ver cómo se profanaba el templo del Señor, quiso que un día en que estaba yo atado al cabo de una cuerda con la que el charlatán me hacía saltar para divertir a los mirones, uno de los que me contemplaban, tras haberme considerado muy atentamente, me preguntó en griego quién era. Me asombré mucho al escuchar que allí se hablaba como en nuestro mundo. Me interrogó un tiempo, le respondí y le conté en seguida aunque por encima toda mi aventura y el resultado de mi viaje. Me consoló y recuerdo que me dijo:

—¡Ah!, hijo mío, sufrís las consecuencias de las debilidades de vuestro mundo. Aquí como allí domina el vulgo, que no puede soportar la idea de que haya cosas a las que no está acostumbrado; pero sabed que se os trata como lo haríais vosotros y que si algún habitante de esta tierra hubiera subido a la vuestra con la osadía de llamarse hombre, vuestros doctores lo harían estrangular como un monstruo o un mono poseído por el diablo.

Me prometió de seguido que avisaría a la Corte de mi desgracia y añadió que en cuanto me hubo divisado, el corazón le había dicho que yo era un hombre, porque él había viajado en otro tiempo al mundo del que yo venía, que mi país era la Luna, que yo era galo y que él había habitado antaño en Grecia, que se le conocía como el demonio de Sócrates[28], que después de la muerte de este filósofo había gobernado e instruido en Tebas a Epaminondas[29]. Igualmente dijo que, habiéndose trasladado a Roma, el sentido de la justicia le hizo tomar el partido de Catón el Joven[30] y que, tras el fallecimiento de éste, se había pasado a Bruto[31]; que no habiendo estos personajes dejado tras de sí otra cosa que la imagen de su virtud, se había retirado con sus compañeros a los templos y los desiertos.

—Por último —añadió—, el pueblo de vuestra tierra se volvió tan estúpido y grosero que mis compañeros y yo perdimos todo el placer que hasta entonces habíamos obtenido de instruirlo. Y no es que no hayáis oído hablar de nosotros; nos llamaban oráculos, ninfas, genios, hadas, dioses lares, lemures[32], duendes, lamias[33], trasgos, náyades, íncubos, sombras, manes, espectros, fantasmas. Abandonamos vuestro mundo durante el reinado de Augusto, al poco tiempo de aparecerme a Druso, hijo de Livia[34], que hacía la guerra en Alemania, prohibiéndole que fuera más allá. No hace mucho que he vuelto allí por segunda vez. Hace cien años que tengo el encargo de viajar a la Tierra: he viajado mucho por Europa y he conversado con personas que quizá hayáis conocido. Un buen día me aparecí a Cardano[35] cuando estaba estudiando y le enseñé gran cantidad de cosas, y en recompensa me prometió que él daría testimonio a la posteridad de quién había aprendido los milagros que esperaba escribir. También vi a Agrippa[36], al abate Triteme[37], al doctor Fausto[38], a La Brosse[39], a César[40]y a una cábala de jóvenes a quienes el vulgo conoce con el nombre de Caballeros Rosacruces[41], a quienes he enseñado gran cantidad de artimañas y secretos naturales que sin duda harán que el pueblo los tenga por grandes magos. Conocí asimismo a Campanella[42]. Fui yo quien, cuando estaba en la Inquisición en Roma, le aconsejó que imitara con su rostro y cuerpo las muecas y las posturas ordinarias de aquellos cuyo fuero interno tenía interés en conocer a fin de suscitar en sí de una sola vez los pensamientos que la misma situación había provocado en sus adversarios, de forma que así trataría mejor sus almas cuando los conociera. A mis instancias comenzó un libro que titulamos De sensu rerum[43]. En Francia también he frecuentado a La Mothe Le Vayer[44] y a Gassendi. El segundo es un hombre que escribe tanto de filosofía como el primero la practica. También he conocido a gran cantidad de gentes que vuestro siglo considera divinas, pero no he encontrado en ellas más que mucha cháchara y mucho orgullo.

Finalmente, cuando cruzaba vuestro país camino de Inglaterra para estudiar las costumbres de sus habitantes, conocí a un hombre que es la vergüenza de su país, puesto que, en efecto, es una vergüenza para los grandes de vuestro país reconocer la virtud que reina en él sin adorarla. A fin de abreviar su panegírico, diré que es todo espíritu y todo corazón y que si conceder a alguien estas dos cualidades de las que sólo una bastaba en el pasado para hacer un héroe, no fuera decir Tristan L’Hermite[45], evitaría nombrarlo porque estoy seguro de que no me perdonará esta equivocación. Pero, dado que no espero regresar jamás a vuestro mundo, deseo rendir a la verdad este testimonio de mi conciencia. En verdad es preciso que os confiese que cuando vi una tan excelsa virtud y supe que no estaba reconocida, intenté hacerle aceptar tres redomas: la primera estaba llena de aceite de talco, la otra de una pólvora de proyección y la tercera de oro potable[46], es decir, de esa sal vegetativa mediante la que vuestros alquimistas prometen la eternidad. Pero las rechazó con un desdén más generoso que el de Diógenes con los cumplidos de Alejandro cuando fue a visitarlo a su tonel. Por último, no puedo añadir nada al elogio de este gran hombre si no es decir que es el único poeta, el único filósofo y el único hombre libre con el que contáis. Estas son las personalidades con las que he conversado. Todas las otras, al menos las que yo he conocido, están tan por debajo que he visto a algunos animales por encima de ellas.

Por lo demás, no soy originario de vuestro tierra y tampoco de ésta. He nacido en el Sol. Pero como algunas veces nuestro mundo tiene exceso de población debido a la larga duración de las vidas de sus habitantes y a que está casi exento de guerras y enfermedades, de vez en cuando nuestros magistrados envían colonias al mundo exterior. En cuanto a mí, se me ordenó ir al de la Tierra y se me declaró jefe de los colonos que allí se enviaban. Después vine a éste por las razones que os he comentado y lo que hace que me haya quedado aquí sin moverme es que los hombres son amantes de la verdad, que no hay pedantes, que los filósofos sólo se dejan convencer por la razón[47] y que ni la autoridad de un gran sabio ni la opinión de la mayoría se imponen sobre la opinión de un aventador de cereales, si el aventador de cereales razona consistentemente. En resumen, en este país sólo se considera insensatos a los sofistas y a los oradores.

Le pregunté cuánto tiempo vivían y me contestó que «tres o cuatro mil años», y continuó de esta guisa:

—Para hacerme visible como lo soy ahora, cuando siento que el cadáver al que animo está casi agotado o que los órganos no ejercen su función perfectamente, me introduzco en un cuerpo joven recientemente muerto. Aunque los habitantes del Sol no alcancen a ser tan numerosos como los de este mundo, el Sol suele expulsarlos con frecuencia debido a que el pueblo, al ser de un temperamento muy cálido, es inquieto, ambicioso y come mucho.

Que esto que os cuento no os parezca algo asombroso porque, aunque nuestro globo sea muy grande y el vuestro pequeño, aunque nosotros no muramos más que pasados cuatro mil años y vosotros después de medio siglo, sabed no obstante que no hay tantos guijarros como tierra, ni tantos insectos como plantas, ni tantos animales como insectos, ni tantos hombres como animales y, por tanto, no debe de haber tantos demonios como hombres debido a las dificultades que se encuentran a la hora de generar un compuesto tan perfecto.

Le pregunté si tenían cuerpos como los nuestros. Me respondió que sí, que tenían cuerpos pero no como nosotros ni como nada que pudiéramos considerar tal, ya que nosotros sólo llamamos cuerpo de ordinario a lo que puede tocarse. Por lo demás, no hay nada en la naturaleza que no sea material[48] y que, aunque ellos fueran siempre ellos mismos, cuando querían hacerse ver por nosotros, estaban obligados a tomar cuerpos proporcionados a lo que nuestros sentidos pueden conocer.

Le aseguré que lo que había hecho pensar a mucha gente que las historias que se contaban de ellos no eran otra cosa que efecto de las ensoñaciones de las fábulas venía del hecho de que no aparecieran más que de noche. Me replicó que, como estaban obligados a construir ellos mismos deprisa los cuerpos de que debían servirse, con frecuencia no tenían tiempo de limpiarlos más que para un solo sentido, a veces el oído, como las voces de los oráculos, a veces la vista, como los fuegos fatuos o los espectros, a veces el tacto, como los íncubos y las pesadillas, y que por medio del calor la luz destruye esta masa que no es otra cosa que aire condensado de un modo u otro así como vemos que disipa la niebla dilatándola.

Eran tan bellas las cosas que me explicaba que me entró la curiosidad de preguntarle por su nacimiento y su muerte, si en el país del Sol el individuo venía al mundo por medio de la generación y si moría por el desorden de su temperamento o la ruptura de sus órganos.

—Hay poquísima relación —dijo— entre vuestros sentidos y la explicación de estos misterios: os imagináis que lo que no llegáis a comprender es espiritual o no es en absoluto; la conclusión es falsa, pero es la prueba de que en el universo puede haber quizá un millón de cosas que requerirían que tuviéramos un millón de órganos diferentes para comprenderlas. Yo, por ejemplo, comprendo por mis sentidos la causa de la atracción del imán por el polo, la de las mareas marítimas y lo que sucede con los animales después de la muerte. Vosotros no alcanzaríais estos altos conceptos debido a que os faltan las proporciones de estos milagros al igual que un ciego de nacimiento no podrá imaginar qué sea la belleza de un paisaje, el colorido de un cuadro, los matices del arcoíris o bien se los imaginará ya como algo tangible, ya como un majar, ya como un sonido o como un olor. Asimismo, si pretendo explicaros lo que percibo por unos sentidos que os faltan, os lo representaréis como algo que se pueda oír, ver, tocar, oler o saborear y, sin embargo, no es nada de eso.

Había llegado a esta parte de su discurso cuando mi titiritero se dio cuenta de que el público comenzaba a aburrirse con nuestra jerigonza que no entendía y que tomaba por unos gruñidos inarticulados. Así pues, se puso a tirar de la cuerda con más intensidad para hacerme saltar hasta que los espectadores, borrachos de tanto reír, se retiraron a sus casas asegurando que yo tenía tanto espíritu como las bestias de su pueblo.

De este modo, las visitas que me hacía este demonio oficioso dulcificaban algo la aspereza de los malos tratos de mi amo. Puesto que no había lugar a conversar con otros porque, aparte de que me tomaban por un animal de los más característicos de la categoría de los brutos, no sabía su lengua ni ellos entendían la mía. Juzgad cuál podría ser el resultado.

Habéis de saber que en este país se usan dos lenguas: una sirve para los grandes del lugar y la otra es característica del pueblo.

La de los grandes no es otra cosa que una escala de tonos no articulados y más o menos semejante a nuestra música cuando no se han ajustado las palabras. Ciertamente se trata de una invención muy agradable a la par que útil porque, cuando están cansados de hablar o no quieren prostituir su garganta en este menester, toman a veces un laúd, a veces otro instrumento de los que se sirven tan bien como de la voz a para comunicarse sus pensamientos de forma que a veces se reúnen hasta quince o veinte que tratan un asunto de Teología o las dificultades de un proceso mediante un concierto de los más armoniosos que puedan acariciar el oído.

La segunda lengua que emplea el pueblo se ejecuta mediante los movimientos de los miembros, pero no como cabe figurarse, ya que ciertas partes del cuerpo equivalen a un discurso completo: el movimiento de un dedo, por ejemplo, o de una mano, de una oreja, de un labio, de un brazo, de una mejilla significan cada uno de ellos una oración o un periodo con todos sus elementos. Otros no sirven más que para designar palabras, como una arruga en la frente, los diversos estremecimientos de los músculos, los giros de las manos, los golpes con los pies en el suelo, las contorsiones de los brazos, de forma que cuando hablan al tiempo que andan desnudos como tienen por costumbre, sus miembros acostumbrados a gesticular sus conceptos se remueven de tal modo que no parecen hombres que hablen sino cuerpos que tiemblan.

El demonio venía a visitarme casi todos los días y sus maravillosas conversaciones me hacían pasar sin fatiga las durezas de mi cautiverio. Finalmente, una mañana vi que entraba en mi cuarto un hombre al que no conocía, quien tras contemplarme largo rato en silencio, me agarró por la axila con suavidad y con una de las patas con la que me sostenía para que no me lastimara, me echó sobre su espalda en donde me encontré sentado con tanta comodidad y a mi gusto que, a pesar de la aflicción que me producía verme tratado como un animal, no sentí deseo alguno de escaparme. Eso sin contar con que los hombres de este mundo que van a cuatro pies caminan a una velocidad muy distinta de la nuestra, puesto que los más pesados alcanzan a los ciervos a la carrera.

Me afligía enormemente el hecho de no tener noticias de mi educado demonio y a la noche de la primera etapa, una vez llegados a la posada, me paseaba por la cocina del albergue en espera de que se sirviera la cena cuando he aquí que mi portador, cuyo semblante era joven y bastante hermoso viene a reírme en la nariz y a echarme sus dos patas delanteras al cuello. Y al ver cómo lo contemplaba atentamente me dijo en francés:

—¿Qué, ya no reconocéis a vuestro amigo?

Podéis imaginaros cuáles fueron mis sentimientos. Ciertamente mi sorpresa fue tan grande que di en imaginarme que todo el globo de la Luna, todo lo que me había sucedido y todo cuanto veía no era sino encantamiento, mientras este hombre-bestia que me había servido de montura siguió hablándome de este modo:

—Me prometisteis que no olvidaríais jamás los buenos oficios que os prestara.

Yo le dije que no le había visto nunca antes.

—Soy el demonio de Sócrates que os ha entretenido durante el tiempo de vuestra prisión. Salí ayer, según os lo había prometido, para advertir al rey de vuestro infortunio y he hecho trescientas leguas en dieciocho horas[49], puesto que he llegado aquí a mediodía para esperaros pero…

—Pero —le interrumpí—, ¿cómo puede ser todo esto si ayer erais de una gran corpulencia y hoy sois muy menudo? ¿Si ayer teníais una voz débil y cascada y hoy la tenéis clara y vigorosa? ¿Si ayer, en fin, erais un anciano canoso y hoy no sois más que un joven? ¿Qué sucede? ¿Así como en mi país se va del nacimiento a la muerte los animales de éste van de la muerte al nacimiento y rejuvenecen a fuerza de envejecer?

—Tan pronto como hube hablado al príncipe —me dijo—, tras recibir la orden de conduciros hasta él, sentí que el cuerpo que informaba estaba tan débil por el cansancio que todos los órganos se negaban a realizar sus funciones. Pregunté por el camino del hospital y, en cuanto entré en él, en la primera sala encontré un joven que acababa de exhalar el espíritu. Me aproximé al cuerpo fingiendo haber observado un movimiento, aseguré a todos los asistentes que no estaba muerto, que su enfermedad ni siquiera era peligrosa y, con habilidad, sin que nadie lo percibiera, me introduje en él por medio de un suspiro. Mi cadáver viejo cayó de inmediato de espaldas y yo, convertido en este joven, me levanté. Todos clamaron milagro y yo, sin hablar con nadie, fui corriendo a casa de vuestro titiritero en la que os recogí.

Me hubiera contado más cosas si no hubieran venido a buscarnos para que fuéramos a almorzar. Mi guía me condujo a una sala magníficamente amueblada, pero no vi nada preparado para comer. Tan gran ausencia de manjares cuando yo perecía de hambre me obligó a preguntarle que en dónde estaba lo que se había cocinado. No pude escuchar lo que me respondía porque tres o cuatro jóvenes, hijos del anfitrión, se me acercaron en aquel momento y, con mucha educación, me despojaron hasta de la camisa. Esta nueva ceremonia me asombró tanto que no osé preguntar por la causa a mis hermosos fámulos. Y no se cómo respondí con dos palabras a la pregunta de mi guía, que quería saber por dónde empezaría:

—Una sopa.

De inmediato me llegó el aroma del más suculento guiso que haya sentido el olfato del malvado rico. Quise incorporarme para ir al encuentro de la fuente de tan agradable olor, pero mi guía me lo impidió:

—¿A dónde queréis ir? —me dijo—. Enseguida saldremos de paseo, pero ahora es el momento de comer. Terminad vuestra sopa y pediremos algo más.

—¡Eh! ¿En dónde diantres está esa sopa? —le grité colérico—. ¿Habéis apostado que hoy os reiréis de mí?

—Pensaba —me replicó— que habríais visto a vuestro amo o a algún otro almorzar en la ciudad de la que venís. Por este motivo no os puse en antecedentes de la forma de alimentarse en este país. Dado que aún lo ignoráis, sabed que aquí sólo se vive de aromas. El arte de la cocina consiste en encerrar en grandes recipientes concebidos a este propósito los vapores que exhalan las viandas y, habiéndolos recogido de distintos tipos y diferentes gustos, según el apetito de aquellos a quienes se agasaja, se destapa el recipiente en el que este aroma se acumula, después se abre otro, enseguida otro y así hasta que la concurrencia queda ahíta. A menos que hayáis vivido de esta forma, jamás creeréis que la nariz sin dientes y sin gaznate cumpla la función de la boca para alimentar al hombre. Pero os lo haré ver por experiencia.

Apenas lo había prometido cuando sentí que penetraban en la sala tantos agradables vapores y tan nutricios que en menos de una media hora me di por enteramente satisfecho. Cuando nos hubimos levantado me dijo:

—Esto no es algo que deba causaros gran admiración, ya que no podéis haber vivido tanto sin observar que en vuestro mundo lo cocineros y los pasteleros, que comen menos que las gentes de otra ocupación, están bastante más gruesos. ¿De dónde procede su obesidad si no es del aroma de las viandas de las que están siempre rodeados que penetra en sus cuerpos y los alimenta? Igualmente, las personas de este mundo gozan de una salud mucho menos insegura y más vigorosa debido a que la alimentación apenas produce excrementos, que suelen estar en el origen de casi todas las enfermedades. Seguramente os haya sorprendido el hecho de que antes de la comida os hayan desvestido, dado que esta costumbre, no existe en vuestro país, pero es la costumbre en éste, en donde sirve para que la piel del animal pueda absorber más cantidad de aroma.

—Señor —le respondí—, lo que decís tiene mucho sentido y yo mismo he podido convencerme de ello. Pero debo confesaros que, no pudiendo desembrutecerme tan rápidamente, me resultaría muy agradable sentir un trozo tangible entre los dientes.

Así me lo prometió pero en todo caso no antes del día siguiente, pues me dijo que ingerir alimento tan inmediatamente después de la comida me produciría una indigestión. Seguimos hablando un rato y luego subimos a nuestros aposentos a dormir.

En el rellano de la escalera se nos presentó un hombre que, habiéndonos observado atentamente, me llevó a un cuarto cuyo suelo estaba cubierto de flores de azahar hasta una altura de tres pies y a mi demonio a otro cubierto de claveles y jazmín. Viendo que yo parecía asombrado de tanta magnificencia, me dijo que era la costumbre en cuanto a las camas del país. Finalmente, nos acostamos cada uno en nuestra celda y, apenas me tumbé sobre mis flores, pude ver al resplandor de una treintena de luciérnagas (puesto que aquí no se utiliza otra candela) a los tres o cuatro mozos que me habían desvestido antes de la cena, uno de los cuales se puso a cosquillearme los pies, el otro las caderas, el otro los costados y el último los brazos con tanto mimo y delicadeza que en un instante sentí que me adormecía.

A la mañana siguiente vi que mi demonio entraba con el Sol, diciéndome:

—Cumpliré mi palabra. Hoy desayunaréis más copiosamente de lo que cenasteis ayer.

A estas palabras me levanté y él me condujo de la mano detrás del jardín del aposento en donde uno de los hijos del anfitrión nos esperaba empuñando un arma, parecida a nuestros fusiles. Preguntó a mi guía si yo querría media docena de alondras porque los monos (me tomaba por uno de ellos) se alimentan de estos pájaros. Apenas respondí que sí cuando el cazador descargó su fusil al aire y veinte o treinta alondras asadas cayeron a nuestros pies. He aquí, me imaginaba yo, por qué en nuestro mundo se dice como proverbio de un país que en él las alondras caen asadas del cielo[50]. Sin duda alguna quien lo dijo anduvo por aquí y volvió.

—Comed sin cuidado —me dijo mi demonio—. Los cazadores tienen la habilidad de mezclar con la composición que mata, despluma y asa la caza los ingredientes necesarios para sazonarla.

Recogí algunas alondras que me comí fiado en lo que decía y en verdad que nunca en mi vida he probado algo tan delicioso.

Después del desayuno nos preparamos para salir y con todas las cortesías de que se sirven allí cuando quieren mostrar afecto, el anfitrión recibió un papel de mi demonio. Le pregunté si era un pagaré por el importe de la cuenta y me respondió que no, que no le debíamos nada y que el papel eran versos.

—¿Cómo versos? —le contesté—. Los taberneros ¿se interesan por las rimas?

—Es —me dijo— la moneda del país y el gasto que acabamos de hacer asciende a una sextilla que acabo de darle. No temo quedarme corto porque, aunque estuviéramos aquí de francachela ocho días, no haríamos gasto por valor de un soneto y llevo cuatro en el bolsillo, con nueve epigramas, dos odas y una égloga.

«¡Ah, verdaderamente!», me dije a mí mismo, «he aquí la moneda de la que Sorel hace que se sirva Hortensius en Francion, ya me acuerdo[51]. Sin duda que lo ha sacado de aquí. Pero ¿de quién diablos pueda haberla tomado? Debe de haber sido de su madre de la que tengo oído que era una lunática.»

Pregunté a mi demonio después si estos versos monetizados seguían en circulación siempre que se los transcribiera. Me respondió que no y continuó de esta forma:

—Cuando ha compuesto algunos versos, el autor los lleva a la corte de las monedas, en donde residen los poetas oficiales del reino. Los verificadores oficiales ponen a prueba las piezas y, si son de buena aleación, se las tasa no según su peso, sino según su agudeza[52], de forma que cuando alguien muere de hambre es que es un asno, en tanto que las personas de espíritu comen siempre en abundancia.

Admiré extasiado la sensata política del país y prosiguió como sigue:

—También hay otros que enfocan el negocio de forma distinta. Cuando salís de su hospedaje os piden un recibo para el Otro Mundo por la proporción de los gastos que habéis hecho y, cuando se lo entregáis, escriben en un gran libro de registro que llaman las cuentas de Dios poco más o menos algo así: «Item el valor de tantos versos entregados tal día a Fulano de tal que Dios debe reembolsarme en cuanto recibo del primer fondo que le llegue». Cuando se sienten enfermos y en peligro de muerte hacen trocear estos registros y se los tragan porque creen que si no los digieren, Dios no podrá leerlos.

Esta conversación no impedía que siguiéramos caminando, mi portador a cuatro patas conmigo encima y yo a horcajadas sobre él. No me entretendré más en las aventuras que nos aguardaban en el camino hasta que por fin llegamos al lugar en el que el rey tiene fijada su residencia. Se me condujo directamente al palacio. Los grandes me recibieron con signos de admiración más moderados que los del pueblo cuando me pasearon por las calles. No obstante, su conclusión fue parecida, a saber, que yo era sin duda la hembra del animalito de la reina. Mi guía me lo traducía así y, sin embargo, él mismo no entendía este enigma y no sabía cuál fuera el animalito de la reina. No obstante, se nos ilustró de inmediato, ya que poco después el rey ordenó que lo trajeran. A la media hora vi entrar un hombrecillo hecho casi como yo, porque caminaba sobre dos pies, en medio de una tropa de monos que llevaban gorgueras y calzas. Apenas me vio, se dirigió a mí con un «Criado de Vuestra Merced». Le devolví la ceremonia más o menos en los mismos términos. Pero, por desgracia, en cuanto nos vieron hablar creyeron todos que su prejuicio era cierto, lo cual no prometía nada bueno, puesto que aquel de los asistentes que mejor opinión tenía sobre nosotros sostenía que nuestra conversación era un gruñido que la alegría de vernos juntos nos hacía proferir por un instinto natural. El hombrecillo me contó que era europeo, natural de Castilla la Vieja, que había encontrado el medio de valerse de unos pájaros para llegar al mundo de la Luna en el que nos encontrábamos, que habiendo caído en manos de la reina, ésta lo había tomado por un mono debido a que, por azar, en este país visten a los monos a la española, y que al verlo ataviado de este modo, a su llegada no había tenido duda de que se trataba de un miembro de la especie[53].

—Es preciso decir —contesté— que después de haber intentado todo tipo de indumentarias no habrán encontrado nada más ridículo y que por esto era por lo que los ataviaban de esta guisa, pues no conservaban estos animales más que por placer.

—Eso es desconocer —dijo— la dignidad de nuestra nación a favor de la cual el universo no produce hombres sino para proporcionarnos esclavos y por quien la naturaleza sólo sabe engendrar motivos de gozo.

A continuación me rogó que le explicara cómo me había atrevido a subir a la Luna con la máquina que le había dicho. Le contesté que porque él se había llevado los pájaros con los que esperaba subir. Sonrió con la broma y cerca de un cuarto de hora después el rey ordenó a los cuidadores de monos que nos llevaran con orden expresa de que nos acostáramos juntos, el español y yo, para hacer que la especie se multiplicara en su reino. La voluntad del príncipe se ejecutó al pie de la letra, lo que me resultó muy agradable por el placer que obtenía del hecho de tener a alguien con quien conversar durante la soledad de mi embrutecimiento. Un día mi macho (ya que se suponía que yo era la hembra) me contó que lo que verdaderamente le había obligado a recorrer toda la Tierra y abandonarla finalmente por la Luna fue que no había podido encontrar un solo país en el que la imaginación fuera libre.

—Ved —me dijo—, a menos que llevéis birrete, muceta o sotana, aunque digáis cosas muy bellas, si van contra los principios de los doctores de toga, sois un idiota, un loco o un ateo. En mi país han querido entregarme a la Inquisición porque he sostenido ante las mismas barbas de unos pedantes horrorizados que existe el vacío[54] en la naturaleza y que no conozco materia en el mundo que sea más pesada que otra.

Le pregunté en qué pruebas apoyaba una opinión tan poco frecuente.

—Para entenderlo —me dijo— es preciso suponer que no hay más que un elemento, puesto que aunque veamos por separado el agua, la tierra, el aire y el fuego, nunca se los encuentra tan perfectamente puros que no estén mezclados unos con otros. Por ejemplo, cuando observáis el fuego, no es fuego, no es más que aire muy extendido y el aire no es más que agua muy dilatada, el agua no es más que tierra que se funde y la misma tierra no es otra cosa que agua muy comprimida y así, al estudiar en mayor profundidad la materia, encontraréis que no es más que una que, como una excelente comediante, interpreta todo tipo de personajes bajo todo tipo de indumentarias. De otro modo sería necesario admitir la existencia de tantos elementos como cuerpos. Si me preguntáis por qué quema el fuego y refresca el agua siendo así que se trata de la misma materia, os respondo que esta materia actúa por simpatía, según la disposición en que se encuentra en el momento en que actúa. El fuego que no es más que la tierra aun más extendida de lo que es para constituir el aire intenta cambiar en ella por simpatía lo que en ella encuentra. Así el calor del carbón, que es el fuego más sutil y más apropiado para penetrar un cuerpo, se desliza entre los poros de nuestra masa, nos hace dilatarnos al comienzo al tratarse de una nueva materia que nos llena, nos hace exhalar sudor. Este sudor extendido por el fuego se convierte en humo y se hace aire. Este aire aún más fundido por el calor de la antiperístasis o de los astros que la rodean se llama fuego y la tierra abandonada por el frío y la humedad que ligan todas nuestras partes, cae a tierra. Por otra parte, el agua, aunque no difiere de la materia del fuego sino en que está más cerrada, no nos quema debido a que, estando cerrada, requiere por simpatía encerrar el cuerpo que encuentra y el frío que sentimos no es otra cosa que el efecto de nuestra carne que se repliega sobre ella misma por la vecindad de la tierra o del agua que la obliga a parecérsela. De aquí viene que los hidrópicos, henchidos de agua, cambien en agua todos los alimentos que toman. De aquí viene también que los biliosos cambien en bilis toda la sangre que se forma en su hígado. Supuesto, pues, que no haya más que un único elemento, es cierto que todos los cuerpos, cada uno según sus cantidades, inclinan por igual hacia el centro de la Tierra.

Pero me preguntáis por qué pues el oro, el hierro, los metales, la tierra, la madera descienden más deprisa hacia el centro que una esponja de no ser porque ésta está llena de aire que tiende hacia lo alto naturalmente. Esta no es la razón y he aquí mi forma de argumentarlo: aunque una roca caiga a mayor velocidad que una pluma, la una y la otra tienen la misma inclinación a este viaje. Pero una bala de cañón, por ejemplo, que encontrara la tierra horadada de un extremo a otro se precipitaría con mayor rapidez hacia el centro que una vejiga llena de viento. Y la razón es que esta masa de metal es mucha tierra apelmazada en un pequeño trozo y que ese viento es muy poca tierra extendida en mucho espacio. Puesto que todas las partes de la materia que se encuentran en ese hierro, al estar interpenetradas, aumentan su fuerza por la unión y debido a que están estrechadas, vienen a encontrar que se trata de un mucho que combate contra poco, visto que una parte de aire, aunque iguala el grosor de una bala, no es igual en cantidad y de este modo, admitiendo el hecho de que hay gentes más numerosas y experimentadas que ella, se deja penetrar para que quede el camino libre.

Sin probar esto por un encadenamiento de razones, ¿cómo, a fe vuestra, nos hieren una pica, una espada, un puñal si no es a causa de que siendo el acero una materia cuyas partes son más próximas e interpenetradas unas en otras que vuestra carne, cuyos poros y cuya suavidad muestran que contiene muy poca tierra extendida en una amplia superficie y que la punta del acero que nos pincha, al ser una cantidad casi innumerable de materia contra muy poca carne, la obliga a ceder al más fuerte, igual que un escuadrón bien dirigido penetra un frente entero de la batalla que está muy extendida? ¿Por qué un aro de acero al rojo es más caliente que un trozo de madera ardiendo si no es porque hay más fuego en menos espacio en el aro e igualmente extendido por todas las partes del metal que en el palo que, al ser muy esponjoso, también contiene mucho vacío y porque el vacío, no siendo más que una forma de privación del Ser, no puede adoptar la forma del fuego? Pero, me objetareis, habláis del vacío como si hubierais probado su existencia y en eso es en lo que estamos en desacuerdo. Bien, os lo probaré y, aunque esta dificultad fuera la hermana del nudo gordiano, tengo fuerza suficiente en los brazos para ser su Alejandro.

Que me conteste, pues así se lo ruego, este vulgar estúpido que no cree ser hombre sino porque un doctor se lo ha dicho. Suponiendo que no haya más que una sola materia como creo haber demostrado suficientemente, ¿cómo es posible que se expanda o se contraiga según le parezca? ¿Cómo es posible que un trozo de tierra, a fuerza de condensarse, se convierta en guijarro? ¿Acaso las partículas de ese guijarro se han puesto unas sobre otras de modo tal que allí en donde había un grano de arena, allí mismo, en ese mismo sitio, haya otro grano de arena? No, no puede ser de acuerdo con su mismo principio, ya que los cuerpos no se penetran unos a otros. Pero sí es preciso que esta materia se haya aproximado y, por así decirlo, se haya encogido, llenando el vacío de su lugar.

Decir que no es comprensible que haya nada en el mundo y que nosotros podamos estar en parte compuestos de nada, ¿por qué no? ¿Acaso el mundo entero no está rodeado de nada? Dado que estáis de acuerdo con esto, confesad igualmente que también es muy posible que haya dentro del mundo algo de la nada que hay en torno suyo.

Veo con claridad que me preguntaréis por qué el agua, comprimida por el hielo en una jarra, la hace reventar si no es para impedir que haga el vacío. Os respondo que eso sucede porque, a causa de que el aire de arriba, que tiende al centro, al igual que la tierra y el agua, encontrando en el camino recto del lugar una hostería vacante, quiere alojarse en ella. Si encuentra que los poros de esta vasija, es decir, los caminos que llevan a esta cámara de vacío son demasiado estrechos, largos o tortuosos, la revienta para satisfacer su impaciencia por llegar a su alojamiento.

Pero, para no entretenerme respondiendo a todas las objeciones me atrevo a decir que, si no hubiera vacío, no habría movimiento, o bien será necesario admitir que los cuerpos se penetran. Sería ridículo pensar que cuando una mosca empuja con las alas un volumen de aire, éste hace recular otro delante de él, este otro, otro más y, así, el movimiento del meñique de una pulga provoca un trastorno en el otro extremo del mundo[55]. Cuando ya no tienen recursos se aferran a la rarefacción; pero, a fe suya, ¿cómo es posible que, cuando un cuerpo se rarifica, una partícula de la masa pueda alejarse de otra sin dejar un vacío en el medio? ¿No habría sido necesario que estos dos cuerpos que acaban de separarse hubieran estado al mismo tiempo en el mismo lugar en el que estaba aquel y que, de este modo, se hubieran penetrado los tres? Supongo que me preguntaréis por qué es posible hacer subir el agua en contra de su inclinación por medio de un canuto, una jeringa o una bomba. Pero os responderé que se le hace violencia y que no es el miedo que tiene del vacío el que la obliga a apartarse de su camino sino que, habiéndose unido al aire por un lazo imperceptible, se eleva a lo alto cuando se eleva el aire que la rodea.

Esto no es arduo de comprender para quien conoce el círculo perfecto y el delicado encadenamiento de los elementos, puesto que, si consideráis atentamente el limo que se forma con la unión de la tierra y el agua, veréis que no es tierra y tampoco agua, sino un intermediario en el contrato entre estos dos adversarios. De igual modo, el agua y el aire se envían una niebla recíproca que se inclina a los humores de la una y el otro para conseguir la paz, y el aire se reconcilia con el fuego por medio de una exhalación mediadora que los une.

Imagino que quería seguir hablando cuando nos trajeron la pitanza y, como estábamos hambrientos, yo cerré los oídos y él la boca para abrir el estómago.

Recuerdo que en otra ocasión, cuando estábamos filosofando, puesto que ninguno de los dos éramos aficionados a conversar sobre asuntos frívolos o menores, me dijo:

—Mucho me irrita ver un espíritu del temple del vuestro infectado de los errores del vulgo. Es necesario que sepáis que, a pesar del pedantismo de Aristóteles que encuentra eco en todas las aulas de vuestra Francia, todo está en todo; es decir que en el agua, por ejemplo, hay fuego; en el fuego, agua; en el aire, tierra y en la tierra, aire. Si bien esta opinión deja perplejos a los escolásticos, es muy sencilla de probar, aunque no lo sea tanto convencer a aquéllos.

Les pregunto en primer lugar si el agua no engendra peces. Cuando me lo nieguen les diré que caven un hoyo y lo rellenen con jarabe de un aguamanil que podrán pasar a través de un cedazo para evitar las objeciones de los ciegos y, en el caso de que, al cabo de algún tiempo, no encuentren peces[56], me tragaré toda el agua que hayan vertido. Pero si hay peces, de lo que no tengo duda, será una prueba convincente de que hay sal y fuego. En consecuencia, encontrar agua en el fuego no es empresa difícil. Que escojan el fuego que quieran, incluso el más ajeno a la materia, como el de los cometas, siempre la habrá en él y en gran medida, porque si ese humor pegadizo que los engendra, reducido a azufre por el calor de la antiperístasis que los alumbra, no encontrase un obstáculo a su violencia en la frialdad húmeda que la tempera y la combate, se consumiría rápidamente como un relámpago. Por lo demás, no negarán que haya aire en la tierra a no ser que no hayan oído hablar jamás de los terribles estremecimientos que sacuden frecuentemente las montañas de Sicilia. Por otro lado, vemos que la tierra es porosa, incluidos los granos de arena que la componen. Sin embargo, nadie ha dicho aún que esos huecos estén rellenos de vacío. No habrá pues objeción a que el aire se refugie en ellos. Me queda por demostrar que hay tierra en el aire, pero apenas me parece que merezca la pena hacerlo, ya que vos mismo os convencéis cada vez que veis agitarse sobre vuestra cabeza esas legiones de átomos tan numerosas que ahogan la aritmética.

Pero pasemos de los cuerpos simples a los compuestos. Éstos me facilitarán muchas más ocasiones de demostrar que todas las cosas están en todas las cosas. No que cambien unas en otras como balbucean vuestros peripatéticos, ya que sostendré en sus mismas narices que los principios se mezclan, se separan y vuelven a mezclarse sin más de forma que aquello que nació como agua por obra del sabio creador será siempre agua. A diferencia de ellos, no postulo máximas que no puedo probar.

Tomad, os ruego, un leño o alguna otra materia combustible y prendedle fuego. Cuando el fuego la haya consumido, ellos dirán que lo que era madera se ha convertido en fuego. Pero yo sostengo que no, que no hay más fuego ahora que el leño está en llamas que antes de aplicarle la cerilla sino que el que estaba escondido en el leño, al que el frío y la humedad impedían que se extendiera y actuara, con el concurso del exterior, ha recuperado fuerzas contra la flema que lo ahogaba y se ha apoderado del campo de su enemigo; de este modo, sin obstáculo alguno, se muestra triunfante frente a su carcelero. ¿Acaso no veis cómo el agua huye por los dos extremos del leño, caliente y humeante aún por el combate que ha librado? Esta llama que veis en lo alto es el fuego más sutil, el más desprendido de la materia y el más presto, en consecuencia, a volver a su hogar. No obstante, se congrega en forma de pirámide hasta cierta altura con el fin de penetrar en la espesa humedad del aire que le opone resistencia. Pero como, al subir, acaba por desprenderse poco a poco de la violenta compañía de sus anfitriones, toma velocidad porque ya no encuentra nada que se oponga a su marcha. Y esta negligencia es frecuentemente la causa de una segunda prisión. Porque quien camina solo a veces se perderá en una nube si encuentra en ella otros fuegos en cantidad suficientemente grande para hacer frente al vapor con lo que se unen, rugen, truenan, fulminan rayos y la muerte de inocentes es con frecuencia el efecto de la cólera animada de las cosas muertas. Si, cuando se encuentra obstaculizado por las inoportunas asperezas de la zona media no tiene fuerza suficiente para defenderse, se abandona a la discreción de la nube que, obligada a caer a tierra a causa de su peso, lleva con ella su prisionero y este desgraciado, encerrado en una gota de agua, se encontrará quizá al pie de un roble cuyo fuego animal invitará al pobre extraviado a alojarse con él. Así lo encontramos ahora devuelto a la condición de la que se había separado unos días antes.

Pero veamos la fortuna de los otros elementos que componían este leño. El aire se retira a su refugio, aunque todavía mezclado con el vapor debido a que, el fuego, en su cólera, los ha expulsado a los dos revueltos. Helo aquí que sirve de globo a los vientos, permite la respiración de los animales, rellena el vacío que hace la naturaleza y hasta es posible que, habiéndose envuelto en una gota de agua, sea absorbido y digerido por las hojas inquietas de ese árbol en el que se ha retirado nuestro fuego. El agua que la llama había expulsado del tronco elevado por el calor hasta la cuna de los meteoros volverá a caer en forma de lluvia sobre nuestro roble y sobre otros. Y la tierra convertida en ceniza, curada de su esterilidad por el calor alimenticio del estiércol en la que haya caído, por la sal vegetativa de algunas plantas aledañas, por el agua fecunda de los ríos, quizá se encuentre cerca del roble que, a causa del calor de su germen, la atraerá y hará de ella una parte del todo.

De este modo he aquí que los cuatro elementos recuperan la condición de la que se habían separado unos días antes. De este modo, en un hombre se encuentra todo lo que hace falta para componer un árbol, así como en un árbol se encuentra todo lo que hace falta para componer un hombre. Por último, asimismo todas las cosas se encuentran en todas las cosas pero nos hace falta un Prometeo para hacer el extracto.

Tales eran los asuntos en los que entreteníamos el tiempo y en verdad aquel españolito era de espíritu vivo. Nuestra conversación sólo se producía por la noche, ya que desde las seis de la mañana hasta la tarde la gran masa de gente que venía a contemplarnos nos hubiera distraído. Algunos nos tiraban piedras; otros, nueces y otros, hierba. Sólo se hablaba de los animales del rey. Todos los días se nos servía de comer a su hora y el rey y la reina venían con frecuencia y se preocupaban por tentarme el vientre a ver si ya iba creciendo, porque ardían con el extraordinario deseo de tener una raza de estos animalitos. No sé si fue por haber estado más atento que mi macho a los gestos y entonaciones pero comenzaba a entender su lengua y hasta a chapurrearla. En poco tiempo se difundió por el reino la noticia de que se había encontrado a dos hombres salvajes más pequeños que los otros a causa de los pobres alimentos que la soledad nos había procurado y que, por un defecto de la simiente de sus padres, no tenían las patas delanteras suficientemente fuertes para apoyarse en ellas.

Esta creencia estaba a punto de echar raíces a fuerza de circular de no ser por los curas del país, que se opusieron a ella diciendo que era un impiedad espantosa creer que no solamente las bestias sino también unos monstruos fueran de su misma especie.

—Sería mucho más probable —añadían los menos apasionados— que nuestros animales domésticos compartieran con nosotros la humanidad y la inmortalidad, pues han nacido en nuestro país, que una bestia monstruosa que se dice nacida no se sabe dónde o en la Luna. Además, considerad las diferencias que hay entre nosotros y ellos. Nosotros caminamos sobre cuatro pies porque Dios no quiso confiar algo tan precioso a una base menos firme, pues tenía miedo de que le sucediera algo al hombre. Por este motivo se tomó el trabajo de asentarlo sobre cuatro pilares, para que no pudiera caerse, pero desdeñó ocuparse de la construcción de esos dos brutos. Antes bien, los abandonó al capricho de la naturaleza, la cual no los apoyó sobre cuatro patas, pues no temía la pérdida de tan poca cosa.

—Los mismos pájaros —decían—, no han sido tan maltratados porque, cuando menos, están dotados de plumas para compensar por la debilidad de sus pies y lanzarse al aire cuando las expulsamos de nuestra vera. En cambio, la naturaleza, al quitar dos pies a estos monstruos, los ha puesto en estado de no poder escapar a nuestra justicia.

Ved, además de ello, cómo tienen la cabeza vuelta hacia el cielo: es la escasez de todas las cosas a que los ha condenado Dios la que los ha puesto en esta situación, puesto que esta actitud suplicante prueba que buscan el cielo para quejarse a quien los ha creado y pedirle permiso para gozar de nuestras sobras. En cambio, nosotros tenemos la cabeza inclinada hacia abajo para contemplar los bienes de los que somos dueños y debido a que no hay nada en el cielo que podamos considerar con envidia en nuestra feliz condición.

Desde mi aposento escuchaba todos los días a los curas contar estos cuentos u otros similares. Por último, conquistaron de tal modo la conciencia de los pueblos a este respecto, que se decidió finalmente que yo no podría pasar de la condición de un loro desplumado. Y a los convencidos les hacían ver que, como sucedía con los pájaros, no tenía más que dos pies. De este modo se me enjauló por orden expresa del Consejo Supremo.

El pajarero de la reina venía todos los días a silbarme la lengua de los pájaros, como hacemos nosotros con los estorninos. Yo estaba contento en realidad de que no faltara nunca la pitanza en mi jaula. Además, con las tonterías con que los mirones me torturaban los oídos, aprendí a hablar como ellos.

Cuando fui bastante competente en la lengua para expresar la mayoría de mis concepciones, conté todo tipo de historias. Los visitantes ya sólo venían a escuchar la elegancia de mis dichos y el aprecio en que se tenía mi espíritu llegó a ser tan alto, que el clero se sintió obligado a publicar una advertencia por la que se prohibía creer que yo poseyese razón con un mandato expreso dirigido a todas las personas, fuese cual fuese su calidad y condición, obligándolas a creer que hiciera lo que hiciera de espiritual, era el instinto el que me impulsaba a hacerlo.

No obstante, la definición acerca de lo que era yo dividió a la ciudad en dos facciones. El partido que hablaba en mi favor crecía día a día. Por último, a despecho del anatema y la excomunión de los profetas que intentaban así amedrentar al pueblo, mis partidarios reclamaron una asamblea de Estados para resolver este problema religioso. Tardose mucho tiempo en elegir a quiénes emitirían su juicio, pero los árbitros pacificaron la animosidad a base de igualar la cantidad de interesados.

Me condujeron a la fuerza a la Sala de la Justicia en donde los Examinadores me trataron con toda severidad. Entre otras cosas me interrogaron sobre filosofía. Les expuse de buena fe lo que mi maestro me enseñara en su día. Pero no necesitaron mucho tiempo para refutarme con muchas razones en verdad muy convincentes. Cuando me vi vencido, alegué como último recurso los principios de Aristóteles, que no me sirvieron más que los sofismas, ya que me descubrieron su falsedad en dos palabras.

—Aristóteles —me dijeron— adaptaba los principios a su filosofía en lugar de adaptar su filosofía a los principios. Además, también debió probar que aquellos principios eran por lo menos más razonables que los de otras escuelas, cosa que no pudo hacer. Razón por la cual el buen hombre no se tomará a mal que le besemos las manos.

Finalmente, como vieron que no balbuceaba otra cosa sino que no eran más sabios que Aristóteles y que se me había prohibido debatir con quienes niegan los principios, concluyeron de común acuerdo que no era un hombre sino posiblemente algún tipo de avestruz visto que, como ésta, llevaba la cabeza erguida, de forma que se ordenó al pajarero que me condujera de nuevo a la jaula. Allí pasaba el tiempo con bastante tranquilidad ya que, dado que hablaba correctamente su lengua, toda la corte se divertía haciéndome cotorrear. Las hijas de la reina, entre otros, echaban todos los días algunas migajas en mi comedero y la más linda de todas llegó a sentir cierta amistad hacia mí. Cuando estando a solas le descubría los misterios de nuestra religión, sentía tal arrebato de alegría, especialmente cuando le hablaba de nuestras campanas y nuestras reliquias que, con los ojos llenos de lágrimas, declaraba que si alguna vez me encontraba en situación de regresar a nuestro mundo, me seguiría de buen grado.

Un día muy temprano por la mañana desperté sobresaltado y la vi tamborileando en los barrotes de mi jaula.

—Alegraos —me dijo—, ayer el Consejo decidió ir a la guerra contra el gran rey . Con el zafarrancho de los preparativos y mientras nuestro Monarca y sus súbditos marchan al combate, espero que encontremos una ocasión para escaparnos.

—¿Cómo la guerra? —la interrumpí de inmediato—. ¿Hay querellas entre los príncipes de este mundo como las hay en el nuestro? ¿Sí? Contadme, os ruego, su forma de combatir.

—Cuando los árbitros —siguió diciendo— elegidos según criterio de las dos partes han señalado el tiempo acordado para armarse, el de la partida, la cantidad de combatientes, el día y lugar de la batalla y todo eso con tanta equidad que no hay en ninguno de los dos ejércitos un hombre de más respecto al otro, se encuadra a los soldados lisiados en una sola compañía y cuando comienza el combate, los mariscales de campo procuran oponerlos a los tullidos del otro bando, los gigantes se enfrentan a los colosos, los espadachines a los hábiles, los valientes a los osados, los débiles a los flojos, los indispuestos a los enfermos, los robustos a los fuertes y si alguien intenta atacar a otro que no sea su enemigo designado, es condenado como cobarde, a no ser que pueda probar que lo hizo por error. Terminada la batalla se cuentan los heridos, los muertos, los prisioneros, ya que no hay desertores. Si resulta que las bajas son iguales en una parte y la otra, la victoria se decide a cara o cruz.

Pero aunque un rey haya derrotado en buena lid a su enemigo, aún no está nada decidido, porque hay otros ejércitos poco numerosos de sabios y hombres de espíritu, de debates de los que depende por entero la verdadera victoria o la servidumbre de los Estados. Un sabio se opone a otro sabio, un hombre de ingenio a otro hombre de ingenio, un juicioso a otro juicioso. Por lo demás, la victoria que obtiene un Estado de este modo se cuenta por tres victorias en combate directo. Cuando una nación se proclama victoriosa, se disuelve la asamblea y el pueblo vencedor elige como rey al del enemigo o al suyo propio.

No pude evitar reírme de esta forma escrupulosa de librar batallas y, como ejemplo de una política más acertada, puse las costumbres de nuestra Europa, donde el monarca no tiene escrúpulos en valerse de sus ventajas para vencer y he aquí lo que me dijo:

—Explicadme —me dijo— si vuestros príncipes sólo tienen en cuenta a la hora de armarse la idea de que la fuerza es derecho.

—En absoluto —le repliqué—, también tienen en cuenta la justicia de su causa.

—¿Por qué entonces —continuó— no escogen árbitros no sospechosos para ponerse de acuerdo? Y si resulta que están igualados en derechos, que se queden como están o que se jueguen a las cartas la ciudad o la provincia que se disputen. En cambio hacen que más de cuatro millones de hombres que valen más que ellos se abran la cabeza recíprocamente mientras ellos están en sus aposentos burlándose de la masacre de esos ilusos. Pero cometo un error al atacar así el valor de vuestros bravos súbditos. Hacen bien en morir por su patria. El asunto es importante, ya que se trata de ser el vasallo de un rey que lleva gorguera o el de otro que lleva golilla.

—¿Y vosotros? —respondí yo—, ¿por qué todos esos melindres en vuestra forma de combatir? ¿No es suficiente con que los ejércitos tengan parecida cantidad de hombres?

—Apenas si tenéis juicio —me contestó ella—. ¿Creeríais a fe vuestra que habiendo vencido a vuestro enemigo en el campo de batalla en lucha mano a mano, lo habríais vencido en buena lid estando vos cubierto con una cota de malla y él no? ¿Si él no tuviera más que un puñal y vos una espada? ¿Si él fuera manco y vos tuvierais los dos brazos? No obstante, a pesar de toda la igualdad que tanto recomendáis a vuestros combatientes, jamás luchan en igualdad de condiciones, puesto que uno será muy alto el otro muy pequeño, uno será hábil espadachín y el otro no habrá manejado jamás la espada, el uno será robusto y el otro débil. Y aun cuando se hayan equiparado estas desproporciones y ambos combatientes sean igualmente grandes, igualmente hábiles e igualmente fuertes el uno que el otro, seguirán sin ser parejos, puesto que uno de ellos quizá tenga más valor que el otro y más que, so pretexto de que un bruto no reparará en el peligro, será más bilioso, tendrá más sangre, el corazón más firme con todas las cualidades que constituyen el valor, como si todo esto no fuera un arma, igual que una espada, de la que su enemigo carece. Aquel se abalanza sobre el otro, lo asusta, arrebata la vida a este pobre hombre que prevé el peligro, cuyo calor se ahoga en la flema y cuyo corazón es demasiado grande para reunir el espíritu necesario a fin de disipar ese hielo que se llama cobardía. De tal modo alabáis a este hombre por haber matado a su enemigo con ventaja y al alabar su temeridad, lo alabáis por un pecado contra la naturaleza dado que la temeridad tiende a su destrucción.

Sabed que hace unos años se presentó una petición en el Consejo de Guerra para establecer un reglamento más presentable y concienzudo de los combates y el filósofo al que se pidió consejo habló así:

Os imagináis, señores, haber igualado las ventajas de dos enemigos al haberlos escogido igualmente fornidos, grandes, hábiles, los dos valerosos, pero esto no es suficiente, puesto que por fuerza será necesario que el vencedor supere al otro por maña, fuerza o fortuna. Si ha sido por maña, sin duda ha atacado a su adversario en un lugar en el que éste no lo esperaba o con mayor rapidez de lo que parecía verosímil o fingiendo atacarlo por un lado y haciéndolo por el otro. Pero todo esto es disimular, engañar, traicionar y ni el disimulo, ni el engaño ni la traición pueden ser objetos de estima para una persona verdaderamente generosa. Si ha triunfado por la fuerza, ¿consideraréis a su enemigo vencido cuando ha sido violentado? Sin duda que no, igual que no diríais de un hombre sepultado por una montaña que se le haya escapado la victoria, puesto que nunca tuvo posibilidad de alcanzarla. Tampoco aquél habrá sido vencido porque no se haya encontrado en ese momento en situación de resistir a la violencia de su adversario. Si ha vencido a su enemigo por azar, es a la fortuna y no a él a quien hay que coronar puesto que él no ha hecho nada. Por ultimo, tampoco cabe vituperar al vencido igual que no cabe hacerlo con el jugador de dados que ve cómo otro obtiene dieciocho puntos y vence así sus diecisiete.

Le contestaron que tenía razón pero que, dada la condición humana, era imposible resolver la cuestión y que más valía sufrir un pequeño inconveniente que ceder ante mil de mayor envergadura.

No siguió hablando conmigo en esta ocasión porque temía que la encontraran a solas en mi compañía, y tan temprano. Y no es que en este país la impudicia sea un delito. Al contrario, a excepción de los delincuentes convictos, todos los hombres tienen derechos sobre todas las mujeres, e igualmente una mujer puede llevar ante los tribunales a cualquier hombre que la haya rechazado. Pero, por lo que me dijo, no se atrevía a verse conmigo en público debido a que los curas en el último sacrificio habían predicado que eran sobre todo las mujeres las que decían que yo era un hombre a fin de ocultar bajo este pretexto el execrable deseo que las consumía de mezclarse con las bestias y de cometer conmigo sin vergüenza alguna pecados contra la naturaleza. Ésta fue la causa de que pasara bastante tiempo sin verla a ella ni a ninguna de su sexo.

Sin embargo, preciso era que alguien hubiera reavivado las querellas sobre la definición de mi ser puesto que, cuando ya pensaba que me moriría en la jaula, vinieron de nuevo a buscarme para darme audiencia. Así pues, me interrogaron en presencia de muchos cortesanos sobre algunas cuestiones de física y, según creo, mis respuestas no los satisficieron en modo alguno. El presidente expuso en tono coloquial y pormenorizadamente sus opiniones sobre la estructura del mundo. Me parecieron ingeniosas y si no hubiera abordado la cuestión del origen de éste, al que reputaba eterno[57], hubiera encontrado su filosofía más razonable que la nuestra. Pero una vez le hube escuchado un delirio tan contrario a lo que nos enseña la fe, le pregunté qué podría responder a la autoridad de Moisés y al hecho de que este gran patriarca hubiera dejado dicho expresamente que Dios había creado el mundo en seis días. El ignorante se limitó a reír, sin contestarme. En consecuencia, no pude abstenerme de decirle que, pues estaba en esa tesitura, yo comenzaba a creer que su mundo no era más que una luna.

—Pero —me dijeron ellos—, bien veis la tierra, los bosques, los ríos, los mares, ¿qué sería todo esto?

—No importa —aseguré yo—, Aristóteles asegura que no es más que la Luna y si hubierais dicho lo contrario en las clases en las que yo estudié, os hubieran abucheado.

Al escuchar esto rompieron todos a reír, huelga decir que a causa de su ignorancia, y me devolvieron a la jaula.

No obstante, llegó a conocimiento de los curas que yo había osado decir que la Luna era un mundo del que yo venía y que su mundo no era más que una luna. Creyeron que esto les daba un pretexto suficiente para hacerme condenar al agua (era la forma de exterminar a los ateos). Acudió toda la compañía a presentar su queja al rey, que les prometió justicia, y se dio orden de que se volviera a sentarme en el banquillo.

Heme pues desenjaulado por tercera vez. El gran pontífice tomó la palabra e hizo un alegato en mi contra. No me acuerdo de su discurso porque estaba demasiado asustado para entender los matices de su voz sin distorsiones y también porque se había servido para su alegato de un instrumento cuyo ruido me ensordecía. Era una trompeta que había escogido él mismo a fin de que la violencia de su tono marcial calentara los espíritus preparándolos para mi muerte y para impedir gracias a esta emoción que el razonamiento cumpliera su cometido, como sucede en nuestros ejércitos, en donde el estruendo de tambores y trompetas impide que el soldado reflexione sobre la importancia de su vida.

Cuando hubo acabado, me levanté para defender mi causa, pero no me fue necesario hablar debido a la aventura que paso a relataros. Iba a empezar a hablar cuando un hombre que se había abierto camino trabajosamente hasta nosotros a través de la muchedumbre vino a postrarse a los pies del rey y se arrastró un buen rato sobre la espalda. Esta forma de actuar no me sorprendió, porque ya sabía yo de hacía tiempo que era la posición que adoptaban cuando querían hablar en público. Guardé para otro momento mi discurso y he aquí el que escuchamos de él:

—¡Justos, escuchadme! No podéis condenar a este hombre, mono o loro por haber dicho que la Luna es un mundo del que él viene porque, si es hombre, aunque no venga de la Luna, como quiera que todo hombre es libre, ¿no será libre de imaginar lo que quiera? ¿Acaso podéis obligarlo a no tener más visión que la vuestra? Lo obligaréis a decir que cree que la Luna no es un mundo, pero no por ello lo creerá. Porque, para creer algo, es preciso que se presenten a su imaginación ciertas posibilidades más favorables al sí que al no de esa cosa. De forma que a menos que le proporcionéis esa verosimilitud o que ésta se le aparezca por sí misma a su espíritu, os dirá sin duda que cree, pero no por eso creerá. Ahora os probaré que tampoco debéis condenarlo si lo clasificáis como un animal. Suponed que sea un animal sin razón, ¿qué razón tenéis vosotros mismos para acusarlo de haber pecado en contra de ella? Ha dicho que la Luna es un mundo. Pero los brutos sólo actúan por instinto de naturaleza. En consecuencia, es la naturaleza la que lo ha dicho y no él. Creer que esta sabia naturaleza que ha hecho la Luna y este mundo no sepa lo que son y que vosotros, que no tenéis otro conocimiento que el que habéis recibido de ella, lo sabéis con mayor certidumbre, es ridículo. Pero incluso si las pasiones os hicieran renunciar a vuestros primeros principios y supusierais que la naturaleza no guía a los brutos, ruborizaos, cuando menos, de las inquietudes que os causan los caprichos de una bestia. En verdad, señores, si dierais con un hombre en edad madura que hiciera de policía de un hormiguero al punto de dar una bofetada a la hormiga que hubiera hecho caer a su compañera, o de encarcelar a otra que hubiera sustraído a su vecina un grano de trigo o incluso procesar en los tribunales a otra que hubiera abandonado sus huevos, ¿no lo tomaríais por un insensato por dedicarse a cosas muy por debajo de él y por pretender someter a la razón a animales que no la tienen? ¿Cómo, pues, venerables pontífices llamaréis al interés que os tomáis en los caprichos de este animalito? He dicho, Justos.

Una vez que hubo terminado, la sala retumbó con una intensa música de aplausos y, después de debatir sobre las distintas opiniones durante más de un cuarto de hora, he aquí la decisión del rey: que, de ahora en adelante, se me tendría por hombre y, como tal, puesto en libertad. Que mi castigo de ser ahogado se conmutaría por una retractación deshonrosa (ya que en este país no la hay honrosa) en la que me desdiría públicamente de haber enseñado que la Luna es un mundo, y ello a causa del escándalo que la novedad de esta opinión hubiera podido causar en el alma de los débiles de espíritu.

Pronunciado el fallo, me sacan del palacio, me visten ignominiosamente, es decir, en toda magnificencia, me suben a una tribuna en un carro soberbio, tirado por cuatro príncipes uncidos al yugo y he aquí lo que me obligaron a pronunciar en todas las esquinas de la ciudad:

—Pueblo: declaro que esta luna de aquí no es una luna sino un mundo y que el mundo de allí no es un mundo sino una luna. Tal es lo que los curas consideran que debéis creer.

Después de haber gritado lo mismo en las cinco grandes plazas de la ciudad, vi a mi abogado que me tendía la mano para ayudarme a bajar. Mucho me asombró reconocer en él al verlo de cerca a mi viejo demonio. Estuvimos una hora abrazándonos y me dijo:

—Venid a mi casa, ya que volver a la corte después de una retractación pública no sería bien visto. Por lo demás debo deciros que aún estaríais con los monos, al igual que el español, vuestro compañero, si no hubiera yo dado a conocer por doquiera el vigor y la fuerza de vuestro espíritu y no hubiera impetrado a favor vuestro a los grandes en contra de los profetas.

Terminaba yo de agradecerle sus atenciones cuando entrábamos en su casa en donde, hasta la hora de cenar, estuvo contándome de qué medios se había valido para obligar a los sacerdotes a permitir que el pueblo me escuchara a pesar de las engañosas artimañas con que habían embaucado la conciencia de éste. Estábamos sentados ante un fuego vivo, dado que la estación era fría, y se disponía a seguir contándome (creo) lo que había hecho desde que no le había visto, pero vinieron a decirnos que la cena estaba lista.

—He rogado —me dijo— a dos profesores de la academia de esta ciudad que vengan a cenar con nosotros. Les haré hablar de la filosofía que se enseña en este mundo. De igual modo conoceréis al hijo de mi anfitrión, que es el joven más inteligente que he conocido y que sería un segundo Sócrates si pusiera orden en su cabeza, no ahogara en el vicio los dones que le ha prodigado Dios y no quisiera afectar impiedad por ostentación. Yo mismo me alojo aquí para tener ocasión de instruirlo.

Se calló como si quisiera dejarme a mi vez libertad para discurrir. Finalmente, hizo señal de que me despojaran de los vergonzosos atavíos que todavía me cubrían.

Los dos profesores a los que esperábamos llegaron casi de inmediato. Los cuatro pasamos, pues, al comedor, en donde encontramos al joven del que se me había hablado, que ya estaba comiendo. Lo saludaron con gran ceremonia y lo trataban con un respeto tan profundo como el esclavo al amo. Pregunté la causa de este proceder a mi demonio, quien me respondió que se debía a su edad, ya que en ese mundo los viejos tributaban todo tipo de honras y deferencias a los jóvenes al igual que los padres obedecían a los hijos cuando éstos, según criterio del Senado de los filósofos, hubieran alcanzado el uso de razón.

—¿Os asombráis —continuó— de una costumbre tan contraria a la de vuestro país? Sin embargo, no es contraria a la recta razón, porque decidme en conciencia si un hombre joven y ardoroso en situación de imaginar, juzgar y ejecutar sus propósitos no será más capaz de gobernar una familia que un sexagenario enfermo. Un pobre lelo al que la nieve de sesenta inviernos ha congelado la imaginación se guía por el ejemplo de los sucesos felices siendo así que es la Fortuna la que los ha producido en contra de todas las reglas y toda la economía de la prudencia humana. En cuanto al juicio, muestra bastante poco, aunque el vulgo en vuestro mundo crea que es un atributo de la vejez. Para convencerlo de lo contrario es preciso que sepa que lo que se llama prudencia en un viejo no es más que una aprensión de pánico, un miedo obsesivo y feroz a tomar cualquier decisión. Así pues, hijo mío, si no se atrevió a correr un peligro en el que un hombre joven se hubiera perdido no es porque previera la catástrofe, sino porque no tenía ardor suficiente para encender esos nobles impulsos que nos hacen aventurarnos y la audacia en aquel joven es como la prenda del éxito de su empresa, porque ese ardor que hace la presteza y la facilidad de una ejecución era la que lo impulsaría a emprenderla.

En lo que se refiere a la acción práctica, constituiría un insulto a vuestra inteligencia si me esforzara en convenceros con pruebas. Sabéis que sólo la juventud es propensa a la acción y, si no estáis completamente convencido, decidme, os lo ruego, si cuando respetáis a un hombre valeroso acaso no es porque puede vengaros de vuestros enemigos o de vuestros opresores. ¿Por qué seguís respetándolos si no es por costumbre, cuando setenta inviernos les han helado la sangre y matado de frío todos aquellos nobles entusiasmos que encienden a los jóvenes en pro de la justicia? Cuando mostráis deferencia hacia el fuerte, ¿acaso no es para que os esté agradecido por una victoria que no podríais reñirle? ¿Por qué, pues, someterse a aquel a quien la pereza ha deshecho los músculos, debilitado las arterias, evaporado el ánimo y succionado el tuétano de los huesos?

Si adoráis a una mujer, ¿no es a causa de su belleza? ¿Por qué proseguir con vuestras genuflexiones luego que la vejez ha hecho de ella un fantasma que amenaza de muerte a los vivos? Finalmente, cuando honrabais a un hombre de talento se debía a que por la agudeza de su ingenio había entendido un asunto complejo y lo había aclarado, porque cautivaba con su verbo a la asamblea más selecta, porque entendía las ciencias a la primera y porque las almas bellas no realizaban los mayores esfuerzos sino por parecérsele y, sin embargo, continuáis rindiéndole homenaje cuando sus órganos gastados hacen que su cabeza esté imbécil y pesada y cuando, en compañía de otros, parezca por su silencio antes bien un dios lar que un hombre capaz de razón. De aquí se sigue, hijo mío, que más vale encomendar a los jóvenes el gobierno de las familias que a los viejos.

Cometeríais un error si creyerais que Hércules, Aquiles, Epaminondas, Alejandro y César, todos muertos antes de los cuarenta años[58], hubieran sido personas a quienes sólo se debían honores vulgares y que, en cambio, debéis tributar culto a un viejo chocho a quien el Sol ha madurado noventa veces la cosecha.

Pero, me diréis, todas las leyes de nuestro mundo prescriben celosamente ese respeto que se debe a los viejos. Es cierto, pero también lo es que los que han promulgado esas leyes han sido los viejos que temían que los jóvenes los desposeyeran justamente de la autoridad que habían usurpado y han hecho como los legisladores de las religiones falsas, un misterio de lo que no han podido probar. Sí, seguiréis diciendo, pero ese viejo es mi padre y el cielo me promete larga vida si lo honro. Os lo admito si vuestro padre, hijo mío, no os ordena nada contrario a los mandamientos del Altísimo. Pero si lo hace, pisad el vientre del padre que os engendró, patead el seno de la madre[59] que os concibió, puesto que no hay la menor posibilidad de que el respeto cobarde que unos padres viciosos han arrancado a vuestra debilidad sea talmente agradable al cielo que éste prolongue vuestros días.

¡Qué! ¿Acaso ese saludo sombrero en mano con que halagáis y alimentáis la soberbia de vuestro padre hace reventar el absceso que tenéis en el costado, repara vuestra humedad radical, os cura de una estocada que os ha atravesado el estómago, desmenuza la piedra en la vesícula? Si es así, los médicos están muy equivocados y en lugar de las pociones infernales con que amargan la vida de los hombres, que ordenen tres reverencias en ayunas para la viruela, cuatro «muchísimas gracias» después de comer y doce «buenas noches señor padre, buenas noches señora madre» antes de dormir. Me replicaréis que sin él vos no seríais; es cierto, pero también lo es que, sin vuestro abuelo, tampoco él hubiera sido, ni vuestro abuelo sin vuestro bisabuelo y sin vos vuestro padre no podría tener nietos. Cuando la naturaleza le hizo ver la luz fue a condición de devolver lo que ésta le había prestado. Así que cuando os engendró, no os dio nada sino que pagó una deuda. Además, me gustaría saber si vuestros padres pensaban en vos cuando os hicieron. En modo alguno, desgraciadamente. Y, a pesar de todo, creéis estarles obligado por un presente que os han fabricado sin pensar en vos.

¡Cómo! Porque vuestro padre era tan lascivo que no pudo resistir a los hermosos ojos de no sé qué criatura, porque cambalacheó para satisfacer su pasión y porque fuisteis el resultado de sus escarceos, ¿reverenciáis a ese lujurioso como a uno de los siete sabios de Grecia? ¡Pues, qué! Porque este otro avaro compró los bienes de su esposa a base de hacerle un hijo, este hijo ¿sólo puede hablarle de rodillas? Así vuestro padre hizo bien en ser lascivo y el otro en ser avaro, pues de otro modo vos no habríais existido. Pero me gustaría saber si hubiera disparado de haber estado seguro que fallaría el tiro. ¡Dios santo, qué cosas os hacen creer a la gente de vuestro mundo!

A vuestro arquitecto mortal sólo le debéis vuestro cuerpo, hijo mío; vuestra alma procede del cielo, que podría haberla engastado igualmente en otra funda. Y vuestro padre pudo haber sido vuestro hijo igual que vos sois el suyo. ¿Qué sabéis si no es posible que haya impedido que heredéis una corona? Suponed que vuestro espíritu hubiera partido del cielo con intención de dar vida al rey de los romanos en el vientre de la emperatriz. En el camino y por azar, se encuentra con vuestro embrión y, para abreviar el camino se aloja en él. No, no, Dios no os hubiera borrado de la lista de los hombres aunque vuestro padre hubiera muerto siendo niño. Pero ¿quién sabe si no seríais obra de algún valiente capitán que os hubiera hecho participar de su gloria y de sus bienes? De este modo no tenéis más obligación hacia vuestro padre por la vida que os ha dado de la que tenéis con el pirata que os ha encadenado por el hecho de que os alimente. Y tampoco aunque os hubiera engendrado rey. Un regalo pierde su valor cuando se hace sin que el que lo recibe tenga elección. Se dio muerte a César e igualmente a Casio; sin embargo, Casio[60] está obligado hacia el esclavo a quien se la pidió y no así en cambio César hacia sus asesinos, ya que estos se la impusieron. ¿Acaso os preguntó vuestro parecer vuestro padre cuando se acostó con vuestra madre? ¿Os preguntó si os gustaría ver este siglo o preferiríais esperar a otro? ¿Si os conformaríais con ser el hijo de un necio o si tendríais la ambición de proceder de un hombre de valía? ¡Por desgracia fuisteis el único cuyo parecer no se consultó en un asunto que os incumbía tan sólo a vos! Es posible que si hubierais estado encerrado en un lugar distinto de la matriz de la naturaleza y que hubierais podido pronunciaros sobre vuestro nacimiento, habríais dicho a la parca: «Mi querida señorita, tomad el huso[61] de otro; hace mucho tiempo que estoy en la nada y prefiero seguir sin ser durante otros cien años que ser hoy para arrepentirme mañana». No obstante, fue fuerza que pasarais por ello. Ya podíais berrear a fin de volver a la larga y negra morada de la que se os arrancaba. Fingían creer que pedíais de mamar.

Tales, hijo mío, son las razones del respeto que los padres tienen a sus hijos. Sé que me he puesto del lado de los hijos más de lo que pide la justicia y que he hablado en su favor un poco en contra de mi conciencia. Al querer corregir ese insolente orgullo con que los padres abusan de la debilidad de sus pequeños, me he visto obligado a hacer como los que quieren enderezar un árbol torcido: lo tuercen del otro lado para que quede igualmente recto entre las dos torsiones. De igual modo he restituido a los padres el tiránico respeto que habían usurpado y les he arrebatado mucho de lo que les pertenecía para que, en otra ocasión, se conformaran con lo que es suyo. Sé que con esta apología he indignado a todos los viejos, pero éstos deben recordar que fueron hijos antes de ser padres y que es imposible que no haya hablado muy en su favor, ya que no han aparecido debajo de una higuera. Por último, pase lo que pase, si mis enemigos libraran batalla contra mis amigos, saldría ganando, porque he servido a la mitad de los hombres y sólo he contrariado a la otra mitad.

Al llegar aquí se calló y el hijo de nuestro anfitrión tomó la palabra:

—Dado —le dijo— que, gracias a vos, estoy informado sobre el origen, la historia, las costumbres y la filosofía del mundo de este hombrecillo, permitidme que añada algo a lo que habéis dicho y pruebe que los hijos no están obligados a los padres por haberlos engendrado, ya que los padres estaban en conciencia obligados a engendrarlos.

La filosofía más estricta de su mundo sostiene que es más de desear la muerte que el hecho de no haber nacido ya que, para morir, es preciso haber vivido. Así pues, como al no dar el ser a ésta nada, la dejo en una situación peor que la muerte, soy más culpable si no la produzco que si la mato. Tú, hombrecillo, creerías haber cometido un parricidio imperdonable si hubieras degollado a tu hijo y, en verdad, sería algo terrible. No obstante, es mucho más execrable no dar el ser a quien puede recibirlo, ya que ese niño al que privas de la luz habrá tenido siempre la satisfacción de gozar de ella por un tiempo[62]. Además, sabemos que sólo le privas de ella unos pocos siglos. Pero impides maliciosamente que vean el día esas pobres cuarenta pequeñas nadas, de las que podrías hacer cuarenta buenos soldados de tu rey y dejas que se pudran en tus riñones, al albur de una apoplejía que te ahogará.

Que no se me objeten los bellos panegíricos de la virginidad, pues esa honra no es más que humo ya que, finalmente, todos los respetos con los que la idolatra el vulgo no son sino recomendaciones morales, incluso entre vosotros, mientras que la prohibición de matar, de no engendrar un hijo haciéndolo así más desgraciado que un muerto, es un mandamiento, razón por la que me asombra mucho, visto que en el mundo del que venís se prefiere la continencia a la propagación carnal, que Dios no os haya hecho nacer con el rocío del mes de mayo, como los hongos o como los cocodrilos del limo fértil de la tierra calentada por el Sol. Sin embargo, sólo por accidente hay eunucos entre vosotros y Dios no extirpa los órganos genitales a vuestros monjes, curas y obispos. Me diréis que se los ha dado la naturaleza; sí, pero Él es el amo de la naturaleza y, si hubiera reconocido que ese trozo de carne es perjudicial para su salvación, hubiera ordenado que lo cortaran, igual que el prepucio a los judíos en la Ley antigua. Pero se trata de fantasías ridículas. A fe vuestra, ¿hay algún punto de vuestro cuerpo más sagrado o más maldito que otro? ¿Por qué cometo un pecado cuando me acaricio la pieza del medio y no cuando me toco la oreja o el talón? ¿Es porque me hace gozar? Tampoco, pues, debo desahogarme en el bacín, porque al hacerlo se siente cierta voluptuosidad y los devotos no deben elevarse a la contemplación de Dios, ya que sienten un gran placer de la imaginación. En verdad, visto cuán contraria a la naturaleza es la religión en vuestro país y cuán celosa del contento de los hombres, me asombra que los curas no consideren un crimen el hecho de rascarse, debido al agradable dolorcillo que se siente. Asimismo, he observado que la naturaleza previsora ha hecho que todos los grandes personajes, valientes y de elevado espíritu hayan probado las delicias del amor, testigos: Sansón, David, Hércules, César, Aníbal, Carlomagno. ¿Lo hicieron para rebanarse luego el órgano del placer con una hoz? Esa misma naturaleza descendió incluso a la cuba de Diógenes, flaco, feo y piojoso para pervertirlo y hacerle componer suspiros a Lais[63] con el mismo aliento con que soplaba las zanahorias. No hay duda de que la naturaleza procedía así por el temor que la embargaba de que no hubiera suficiente gente honrada en el mundo. Se sigue de todo esto que vuestro padre estaba obligado en conciencia a haceros ver la luz del día y si piensa que le debéis mucho por haceros mientras disfrutaba, en el fondo no os ha dado más de lo que un toro común da diez veces a diario a las vacas para refocilarse.

—Estáis en un error —lo interrumpió entonces mi demonio— al interpretar la sabiduría de Dios. Es verdad que nos ha prohibido el exceso de ese placer pero ¿qué sabéis si acaso no lo ha querido así a fin de que las dificultades que encontremos el combatir esta pasión nos hagan merecer la gloria que nos prepara? ¿Qué sabéis si acaso no se trata de agudizar el apetito por la prohibición? ¿Qué sabéis si no preveía que, al abandonar la juventud a los ímpetus de la carne, el coito demasiado frecuente no degradaría su simiente y ocasionaría el fin del mundo para los descendientes del primer hombre? ¿Qué sabéis si no ha querido impedir que la fertilidad de la tierra no fuera suficiente para satisfacer las necesidades de tantos hambrientos? Y, por último, ¿qué sabéis si no ha querido hacerlo contra toda razón a fin de compensar a aquellos que, contra toda razón, han confiado en su palabra?

Creo que esta respuesta no debió de satisfacer al joven anfitrión, ya que movió la cabeza dos o tres veces, pero nuestro preceptor común se calló porque la comida estaba a punto de volatilizarse.

Nos reclinamos sobre mullidos colchones cubiertos por grandes tapices y nos llegaron los aromas como había sucedido la otra vez en la hospedería. Un sirviente joven se llevó al mayor de nuestros filósofos a una salita aparte.

—¡Volved —le gritó mi preceptor— en cuanto hayáis comido! Y el nos lo prometió.

Este capricho de comer aparte me despertó la curiosidad y pregunté por la causa.

—No le gusta —me dijeron— el olor de la carne, ni siquiera el de las verduras, si no han muerto por sí mismas debido a que las cree capaces de sufrir.

—No me parece sorprendente —contesté yo— que se abstenga de la carne y de todo aquello que tenga vida sensible, ya que en nuestro mundo los pitagóricos y algunos santos anacoretas han seguido ese régimen. Pero no atreverse, por ejemplo, a cortar una col por temor a herirla me parece completamente irrisorio.

—Pues yo —respondió el demonio— encuentro muy plausible su opinión. Porque, decidme, esa col de la que habláis ¿no es tan criatura de Dios como vos? ¿No tenéis los dos por padre y madre a Dios y la necesidad? ¿No ha tenido Dios ocupado su intelecto durante toda la eternidad con su nacimiento y con el vuestro? Hasta parece que se haya ocupado más concienzudamente del vegetal que del racional, ya que ha confiado la generación del hombre al capricho de su padre, que puede engendrarlo o no según le plazca, rigor con el que, sin embargo, no ha querido tratar a la col ya que, en lugar de dejar a la discreción del padre la generación del hijo, como si temiera más por la preservación de la raza de las coles que de los hombres, las obligó quisieran o no a darse el ser las unas a las otras y no al modo de los hombres que, todo lo más, sólo consiguen engendrar una veintena de hijos en su vida mientras que ellas producen cuatrocientas mil por cabeza. Decir por tanto que Dios ama más al hombre que a la col es contarnos un chiste para reírnos ya que, no siendo capaz de sentir pasiones, no puede odiar ni amar a nadie y, si pudiera amar, antes sentiría más ternura por esa col que tenéis y no puede ofenderlo que por ese hombre de cuyas posteriores ofensas tiene ya conocimiento. Añadid a ello que el hombre no puede nacer impoluto, ya que tiene parte del primer hombre que lo hizo culpable, en tanto que sabemos que la primera col no ofendió a su creador en el Paraíso terrenal. Se dirá que nosotros estamos hechos a imagen y semejanza del Ser Supremo y las coles no. Si esto fuera cierto, al ensuciar nuestra alma, que es por donde nos parecemos a él, borramos esta semejanza, ya que nada hay más opuesto a Dios que el pecado. Y si nuestra alma no es su retrato, tampoco nos parecemos más a él por las manos, los pies, la boca, la frente o las orejas que la col por sus hojas, sus flores, sus pencas, su troncho o su cogollo. ¿No creéis, en verdad, que si esta pobre planta pudiera hablar, cuando la cortan diría: «Hombre, querido hermano mío, qué te he hecho para merecer la muerte? Sólo crezco en tus huertos y nunca se me encuentra en lugar silvestre en donde viviría más segura. Me niego a ser resultado de otras manos que no sean las tuyas pero, apenas he salido de ellas cuando, para regresar a tu poder, emerjo de la tierra, me abro, te tiendo los brazos, te ofrezco mis hijos granados y en pago a mi gentileza, ¡haces que me corten la cabeza!». Tal es el discurso que pronunciaría esta col si pudiera expresarse. Y, ¿cómo? Porque no sabe quejarse, ¿quiere decir que podemos hacerle todo el daño que no es capaz de impedir? Si encuentro a un pobre desgraciado maniatado, ¿puedo matarlo sin delito a causa de que no es capaz de defenderse? Al contrario, su indefensión haría más grave mi crueldad. Porque aunque esta desgraciada criatura sea pobre y privada de nuestras ventajas, no por ello merece la muerte. ¡Cómo! De todos los bienes del ser sólo tiene el de vegetar ¿y se lo arrancamos? El pecado de asesinar a un hombre no es tan grande como el de cortar una col y quitarle la vida, ya que aquel resucitará algún día, mientras que ésta no tiene nada que esperar. Al matar una col, aniquiláis su alma pero, al matar a un hombre, sólo la cambiáis de domicilio. Y todavía digo más: como quiera que Dios, padre común de todas las cosas, ama por igual sus obras, ¿no es razonable que reparta su benevolencia por igual entre las plantas y nosotros? Es cierto que nacimos los primeros, pero en la familia de Dios no se conoce el derecho de primogenitura. Si las coles no han recibido su parte correspondiente en el dominio de la inmortalidad, como nosotros, sin duda se les compensó con cualquier otro que, por su grandeza, compense por su brevedad. Quizá sea una inteligencia universal, un conocimiento perfecto de todas las cosas en sus causas y quizá por ello el Sabio Motor no les ha otorgado órganos parecidos a los nuestros, cuyo único resultado es un simple y débil razonamiento frecuentemente engañoso, sino de otros más ingeniosamente hechos, más fuertes y numerosos que les sirven para sus conversaciones especulativas. Me preguntaréis, quizá, qué sea lo que nos han enseñado de estos grandes pensamientos. Pero decidme, ¿qué os han enseñado los ángeles más que ellas? Igual que no hay proporción, relación ni armonía entre las débiles facultades del hombre y las de estas divinas criaturas, estas coles intelectuales perderían el tiempo tratando de hacernos comprender la causa oculta de todos los acontecimientos maravillosos. Carecemos de los sentidos necesarios para entender tan altos conceptos.

Moisés, el más grande de los filósofos puesto que, como decís, bebía el conocimiento de la naturaleza en la fuente de la misma naturaleza, se refería a esta verdad cuando hablaba del Árbol de la Ciencia. Pretendía enseñarnos, valiéndose de este enigma, que las plantas poseen el monopolio de la filosofía perfecta. Recordad pues, vosotros, los más soberbios de todos los animales, que aunque la col a la que cortáis la cabeza no diga nada, no por ello deja de pensar. Pero el pobre vegetal carece de órganos adecuados para chillar, como nosotros, de órganos para agitarse o para llorar. Sí los tiene para quejarse de la faena que le hacéis y con los cuales atrae sobre vosotros la venganza del Cielo. Y si me preguntáis que cómo sé que las coles tienen estos bellos pensamientos, yo os pregunto cómo sabéis vos que no los tienen y que, por ejemplo, no hay una col que, a imitación vuestra, diga por la noche al cerrarse: «Queda de VE, señora Col Rizada, vuestra muy humilde servidora, la Col Repolluda».

Habiendo llegado a este punto en su discurso, el joven que había acompañado a nuestro filósofo lo trajo de vuelta.

—¡Cómo! ¿Ya habéis cenado? —exclamó mi demonio. Él respondió que sí, que casi todo en tanto que el fisiónomo le había permitido probar nuestra cena. El joven anfitrión no esperó a que le preguntase por la explicación de este misterio.

—Ya veo —dijo— que esta forma de vivir os asombra. Sabed sin embargo que, aunque en vuestro mundo se sea más negligente en asuntos de salud, el régimen de éste no es de despreciar. En todas las casas hay un fisiónomo, retribuido con cargo al erario público, que es más o menos lo que vos llamaríais en el vuestro un médico, con la excepción de que no se ocupa más que de los sanos y que no decide acerca de los distintos tratamientos que debemos seguir si no por la regla de la proporción, la forma y la simetría de nuestros miembros, por los rasgos faciales, el color de la carne, la suavidad del cutis, la agilidad del conjunto, el tono de voz, el color, la fuerza y la fortaleza del cabello. ¿No habéis reparado hace un instante en un hombre bastante bajo que os ha observado largo tiempo? Es el fisiónomo de esta casa: estad seguro de que ha diversificado la exhalación de vuestra cena de acuerdo con el reconocimiento que haya hecho de vuestra complexión. Observad que el colchón en el que os habéis echado está alejado de nuestras camas. Sin duda os ha juzgado de un temperamento muy distinto al nuestro, ya que ha temido que el olor que se evapora de esos pequeños grifos por encima de vuestra nariz no se expandiera hasta nosotros o que el nuestro no os alcanzara a vos. Esta noche lo veréis cómo escoge las flores de vuestro lecho con igual cuidado.

Durante esta intervención yo hacía señales a mi anfitrión para que intentase obligar a los filósofos a abordar algún capítulo de la ciencia que profesaban. Él a su vez, al considerarse amigo mío no desaprovecharía la ocasión de hacerlo. No os describiré los discursos ni los ruegos que sirvieron de embajada a este trato. De igual modo, la sutil diferencia entre lo ridículo y lo serio fue demasiado imperceptible para que se la pudiera imitar. En resumen, después de otros asuntos, el último de los doctores en llegar continuó de esta manera:

—Me queda probaros que hay infinitos mundos en este mundo infinito[64]. Representaos, pues, el universo como un enorme animal y las estrellas que son mundos como otros animales dentro de aquél y que sirven a su vez de mundos a otros pueblos como nosotros, los caballos y los elefantes, y nosotros, a nuestra vez, también somos los mundos de ciertas gentes todavía más pequeñas, como los chancros, los piojos, las lombrices o las cresas. Éstos también sirven como tierra a otros animales imperceptibles. Así de igual modo que nosotros parecemos un gran mundo a esta gente menuda, es posible que nuestra carne, nuestra sangre y nuestro espíritu no sean otra cosa que un tejido de animalitos que se entretienen, nos prestan movimiento con el suyo y dejándose conducir ciegamente por nuestra voluntad, que les sirve de cochero, en realidad nos conducen a nosotros y producen el conjunto de esa acción a la que llamamos vida. Pues, decidme, os lo ruego, ¿es desatinado creer que un piojo tome nuestro cuerpo por un mundo y que cuando alguno de ellos viaja de una de vuestras orejas a la otra sus compañeros digan de él que ha viajado al fin del mundo o que lo ha recorrido de un polo al otro? Sí, sin duda, esta gente minúscula toma vuestro pelo por los bosques de su país, los poros llenos de pituita por fuentes, las bubas y cresas por lagos y estanques, las apostemas por mares, las fluxiones por diluvios. Y cuando os peináis por delante y por detrás creen que esta agitación es la pleamar y bajamar del océano. ¿Acaso no prueba el prurito lo que digo? Ese ácaro que lo produce, ¿qué es sino uno de esos animalitos que se ha separado de la sociedad civil para establecerse como tirano en su país? Si me preguntáis cómo es que son más grandes que esos otros animales casi imperceptibles, yo os preguntaré cómo es que los elefantes son más grandes que nosotros y los irlandeses que los españoles. En cuanto a esa ampolla y esa costra cuya causa ignoráis, tienen que darse bien por la corrupción de las carroñas de sus enemigos que esos pequeños gigantes han masacrado, bien porque la peste producida por la necesidad de los alimentos de los que se han saciado los sediciosos han dejado pudrirse en el campo montones de cadáveres, bien finalmente porque ese tirano, luego de haber despejado su entorno de sus compañeros que taponaban con sus cuerpos los poros del nuestro, ha dado paso a la pituita que, al haberse extravasado fuera de la esfera de circulación de nuestra sangre, se ha corrompido. Quizá se me pregunte por qué un ácaro produce otros cien. Esto no es difícil de concebir porque igual que una revuelta despierta otra, estos pequeños pueblos, impulsados por el mal ejemplo de sus sediciosos compañeros, aspiran al mando cada uno en particular, encendiendo la guerra por doquier, la masacre y el hambre. Pero, me diréis, unas personas padecen menos prurito que otras y sin embargo las dos están igualmente plagadas por estos animales, ya que son ellos, según decís, los que hacen la vida. También es verdad, es de señalar, que los flemáticos sufren menos los escozores que los biliosos debido a que, al simpatizar el pueblo con el clima que habita, es más lento en un cuerpo frío que en otro calentado por la temperatura de su región, que se estremece, se remueve y no es capaz de quedarse quieto en un lugar. Así, el bilioso es mucho más delicado que el flemático, puesto que al estar animado en muchas más partes y no siendo el alma más que la acción de estas bestezuelas, es capaz de sentir en todos los lugares en que se mueven estos animales, mientras que el flemático no abriga el calor suficiente para permitir la acción más que en algunas partes. Y para probar esta acaridad universal sólo tenéis que considerar cómo acude la sangre a la herida cuando estáis herido. Vuestros doctores dicen que está guiada por una naturaleza previsora que quiere socorrer las partes debilitadas, pero ésas son bellas quimeras: así pues, además del alma y el espíritu todavía hay una tercera sustancia intelectual que tiene sus funciones y sus órganos aparte. Es mucho más digno de crédito que, al sentirse atacados, estos animalillos acudan a sus vecinos en petición de socorro y que, habiendo llegado éste de todas partes y no pudiendo el país sostener a tantas gentes, éstas mueran en las apreturas o de inanición. Esta mortalidad se produce cuando el apostema está maduro puesto que, como prueba de que entonces estos animales de vida se han extinguido, la carne podrida se hace insensible y si suele suceder que la sangría que se ordena para desviar la fluxión da buen resultado es porque, habiéndose perdido mucha por la abertura que estos animalitos trataban de taponar, se niegan a ayudar a sus aliados, puesto que no tienen sino muy mermadas fuerzas para defenderse cada uno en su lugar.

Con esto terminó y cuando el segundo filósofo se dio cuenta de que nuestras miradas convergían sobre él exhortándole a hablar, dijo:

—Hombres: viéndoos deseosos de enseñar a este animalillo, nuestro semejante, parte de la ciencia que profesamos, dictaré ahora un tratado que tendría mucho gusto en enseñarle debido a la luz que arroja sobre la comprensión de nuestra física: es la explicación del origen eterno del mundo, pero como tengo prisa por hacer trabajar a mis fuelles, puesto que mañana la ciudad parte inexcusablemente, me perdonaréis la brevedad con la promesa en todo caso de que cuando aquélla se detenga os daré satisfacción.

Al escuchar esto, el hijo del anfitrión llamó a su padre y, al llegar éste, todos le preguntaron la hora y el buen hombre respondió que eran las ocho. Montando en cólera su hijo dijo entonces:

—¡Ah! Venid aquí, pillastre. ¿No os había ordenado que nos avisarais a las siete? Sabéis que las casas se van mañana, que las murallas ya se han ido y la pereza os cierra hasta la boca.

—Señor —replicó el buen hombre—, acaba de conocerse, mientras estabais en la mesa, una prohibición expresa de salir antes de pasado mañana.

—No importa —replicó el hijo dándole un empujón—. Tenéis que obedecer ciegamente, no interpretar mis órdenes y acordaros solamente de lo que os he ordenado. Rápido, id por vuestra efigie.

Cuando el padre la hubo traído, el jovenzuelo la agarró por el brazo y estuvo un cuarto de hora largo azotándola.

—Y ahora, largo, golfo —continuó—. En castigo por vuestra desobediencia quiero que hoy seáis la irrisión de todo el mundo y para ello os ordeno que caminéis sobre dos pies todo el día.

El pobre viejo salió todo desconsolado y su hijo prosiguió:

—Señores, os ruego excuséis las bribonadas de este gandul; esperaba hacer algo bueno de él pero ha abusado de mi amistad. Creo que este granuja me buscará la muerte. En verdad ya son más de diez veces que he estado a punto de maldecirlo.

Aunque no llegué a morderme los labios, fue difícil para mí no reírme de este mundo invertido con lo que, para interrumpir aquella pedagogía burlesca que a la postre me hubiera hecho estallar en carcajadas, le supliqué que me dijera qué entendía por ese viaje de la ciudad del que acababa de hablar y si las casas y las murallas caminaban. Así me respondió:

—Nuestras ciudades, querido amigo, se dividen en móviles y sedentarias. Las móviles, por ejemplo, ésta en la que nos encontramos ahora, se construyen del modo siguiente: el arquitecto edifica cada palacio como éste que veis de una madera muy ligera y pone debajo cuatro ruedas. Dentro de uno de los muros coloca muchos fuelles grandes cuyos tubos pasan en línea horizontal a través del último paso de un aguilón al otro. De este modo, cuando se quiere llevar las ciudades a otra parte —puesto que se las cambia de aires en todas las estaciones—, cada cual despliega sobre un lateral de su casa gran cantidad de velas por delante de los fuelles. Luego, habiendo fijado un muelle para que funcionen, en menos de ocho días trasladan sus casas si quieren a más de cien leguas de distancia[65] gracias a las bocanadas continuas que vomitan estos monstruos de viento y que empujan las velas.

La arquitectura del segundo tipo de casas, que llamamos sedentarias, es como sigue: las casas son casi iguales a vuestras torres de no ser porque están horadadas en el centro por un tornillo fuerte y grueso que va desde el sótano al tejado para poder bajarlas o subirlas a discreción. Bajo la casa la tierra está excavada hasta una profundidad equivalente a la altura del edificio y todo está construido de modo tal que tan pronto como las heladas comienzan a bajar del cielo, hacen descender las casas girándolas hasta el fondo de la fosa y por medio de unas pieles con las que cubren el edificio y la excavación en su entorno, se mantienen al abrigo de la intemperie. Y tan pronto como el dulce hálito de la primavera suaviza el clima, vuelven a salir a la luz del día mediante ese gran tornillo del que he hablado.

Pienso que, llegado a este punto, hubiese querido recobrar aliento cuando tomé la palabra para decir:

—A fe mía, señor, jamás hubiera creído que un albañil tan experto pudiera ser filósofo de no teneros a vos como prueba. Por ello mismo y ya que no vamos a salir hoy, tenéis tiempo y ocasión de explicarnos ese origen eterno del mundo que celebrabais hace un momento. En recompensa os prometo que, en cuanto haya vuelto a la Luna, de donde mi preceptor (y señalaba a mi demonio) os certificará que he venido, difundiré vuestra gloria contando las cosas hermosas que nos hayáis relatado. Veo que os reís de mi promesa porque no creéis que la Luna sea un mundo y aun menos que yo sea habitante de ella. Pero puedo aseguraros asimismo que las gentes de aquel mundo que toman éste por una luna se burlarán de mí cuando les diga que su luna es un mundo, que los campos en ella son de tierra y que vos sois personas.

Se limitó a responderme con una sonrisa y comenzó su discurso de esta forma:

—Como sea que, cuando queremos remontarnos al origen de este gran todo, estamos obligados a incurrir en tres o cuatro absurdos, será muy razonable tomar el camino en el que menos tropecemos. El primer obstáculo con que topamos es la eternidad del mundo. Dado que el espíritu humano no es lo bastante fuerte para concebirla y dado que no puede imaginar que este gran universo tan hermoso, tan ordenado, pueda haberse hecho a sí mismo, ha recurrido a la creación. Pero a semejanza de aquel que se sumergió en un río para que la lluvia no lo mojara, se salva de los brazos de un enano encomendándose a la misericordia de un gigante. Con todo, tampoco se salvan, puesto que esa eternidad que niegan al mundo, por no poder comprenderla, se la atribuyen a Dios, como si les fuera más fácil imaginarla en el uno que en el otro. Este absurdo, pues, este gigante del que he hablado es la creación, porque decidme en verdad ¿comprende alguien cómo cabe hacer algo de la nada? Por desgracia, entre la nada y un átomo sólo hay tan infinitas desproporciones que el cerebro más agudo no es capaz de comprenderlas. Para escapar a este laberinto inexplicable tendréis que admitir una materia eterna junto a Dios y en tal caso, no será necesario admitir un Dios, puesto que el mundo ha podido ser sin él. Pero, me diréis, si os concedo que la materia sea eterna, ¿cómo se ha organizado por sí mismo este caos? ¡Ah! Os lo explicaré.

Después de haber separado mentalmente cada corpúsculo visible en una infinidad de corpúsculos invisibles es necesario, animalillo mío, imaginarse que el universo infinito no está compuesto de otra cosa que de esos átomos infinitos muy sólidos, muy incorruptibles y muy simples entre los cuales unos son cubos, otros paralelogramos, otros ángulos, otros redondos, otros puntiagudos, otros piramidales, otros hexágonos, otros óvalos y que todos se comportan de forma distinta cada uno según su forma. Si dudáis de que sea así, poned una bola de marfil muy redondeada sobre una superficie muy lisa; al menor impulso que le deis, estará moviéndose medio cuarto de hora sin detenerse. Añado que si fuera tan perfectamente redonda como algunos de los átomos de que hablo, no se detendría jamás. Por tanto, si el artificio es capaz de poner un cuerpo en movimiento perpetuo, ¿por qué no hemos de creer que pueda hacerlo la naturaleza? Lo mismo sucede con las otras formas: una, como el cubo, requiere reposo perpetuo; otras, un movimiento de costado; otras, movimiento a medias, como una oscilación. Y la forma redonda, cuyo ser es moverse, al unirse a la pirámide puede formar lo que llamamos el fuego, no solamente porque éste se agita sin cesar, sino que horada y penetra fácilmente y, además, el fuego tiene efectos diferentes según los grados y la cantidad de los ángulos allí donde se junta con la forma redonda; así, el fuego de la pimienta es distinto del fuego del azúcar, el fuego del azúcar distinto del fuego de la canela, el de la canela distinto del fuego del clavo y éste distinto del fuego de leña. De este modo, el fuego que es el constructor y destructor de las partes y de todo el universo ha empujado y recogido en un roble la cantidad de formas necesarias para producir ese roble. Pero, me diréis, ¿cómo es posible que el azar haya reunido en un sitio todas las cosas necesarias para producir ese roble? Respondo que no es una maravilla el hecho de que la naturaleza así dispuesta haya formado un roble, sino que la maravilla hubiera sido mayor si, una vez dispuesta la materia, el roble no se hubiera formado. Algunas formas menos y hubiera sido un olmo, un álamo, un sauce, un saúco, brezo o musgo. Un poco más de otras formas y hubiera sido una planta sensible, una ostra con su concha, un gusano, una mosca, una rana, un gorrión, un mono, un hombre. Cuando al tirar tres dados sobre la mesa sale un trío de doses o una escalera de tres, cuatro, cinco o bien dos, seis y uno, diréis: «¡Oh milagro! En cada dado ha salido un único punto pudiendo haber salido tantos otros. ¡Milagro! En tres dados han salido tres puntos consecutivos. ¡Oh milagro! Han salido dos seises y la parte posterior del otro seis». Estoy seguro de que, al ser un hombre inteligente, no os asombraréis de este modo ya que, al no haber en los dados más que cierta cantidad de números, es imposible que no salga alguno. Os asombráis de cómo sea posible que esta materia mezcla de cualquier forma al azar puede haber constituido un hombre, puesto que eran necesarias tantas cosas para la constitución de su ser. Pero no sabéis que cien millones de veces, esta materia que se orientaba a la constitución de un hombre se detuvo para formar a veces una piedra, a veces plomo, coral, una flor, un cometa debido a que había falta o exceso de ciertas formas para hacer o no hacer un hombre. Igualmente, nada tiene de maravilloso que de una cantidad infinita de materia que cambia y se mueve de modo incesante ésta haya tenido la oportunidad de hacer la piel de los animales, los vegetales, los minerales que vemos; igual que tampoco es maravilla que de cien suertes de dados salga un trío. Igualmente es imposible que no salga algo de ese movimiento y ese algo despertará siempre la admiración del atolondrado que no sabrá qué poco ha faltado para que no se hubiera hecho. Cuando el gran río de hace que trabaje un molino o mueve los resortes de un reloj y el arroyuelo se limita a fluir y desbordarse, a veces no diréis que este río tiene espíritu, ya que sabéis que ha encontrado las cosas dispuestas para hacer estas bellas obras maestras. Porque si no hubiera encontrado un molino en su curso, no hubiera molido el grano, si no hubiera encontrado un reloj, no hubiera marcado las horas y si el arroyuelo del que he hablado hubiera encontrado los mismos elementos, habría hecho los mismos milagros. Lo mismo sucede con ese fuego que se enciende por sí mismo puesto que, habiendo encontrado los órganos precisos a la agitación necesaria para razonar, razona, cuando encontró los propios para sentir, sintió, cuando los propios para vegetar, vegetó. Y si esto no es así, arrancad los ojos a ese hombre al que el fuego y el alma permiten ver y dejará de ver de igual modo que nuestro gran río dejará de marcar las horas si se destruye el reloj.

Por último, estos átomos primeros e indivisibles hacen un círculo sobre el que ruedan sin dificultad las más embarazosas cuestiones de la física. No hay nada en el funcionamiento de los sentidos que nadie ha conseguido comprender bien hasta ahora que no pueda explicarlo yo con los corpúsculos. Comencemos con la vista que, por ser el sentido más incomprensible, merece los honores del estreno.

Ésta se produce, imagino, cuando las túnicas del ojo, cuyas aberturas son similares a las de vidrio, proyectan ese polvo ígneo que llamamos rayos visuales, los cuales, al tropezar con cualquier materia opaca, retornan al origen con lo que, al encontrar en su camino la imagen del objeto que los rechaza y no siendo tal imagen más que una cantidad infinita de corpúsculos que se exhalan continuamente en superficies iguales del objeto mirado, la empuja hasta nuestro ojo.

No dejaréis de objetarme que el vidrio es un cuerpo opaco y muy prieto que, sin embargo, en lugar de rechazar estos corpúsculos, se deja penetrar por ellos. Pero os respondo que los poros del vidrio están hechos de igual forma que esos átomos de fuego que los atraviesan y que igual que una criba de trigo no es adecuada para cribar la avena ni una de avena para cribar el trigo; así también, igual que una cajita de pino es tan tenue que deja pasar los sonidos pero no es penetrable a la vista, una pieza de cristal, al ser transparente, se deja penetrar por la vista pero no por el oído.

No pude evitar interrumpirlo:

—Pero ¿cómo, señor —le dije—, partiendo de esos principios, podéis explicar el modo en que nos reflejamos en un espejo?

—Muy sencillo —me contestó—. Figuraos que esos fuegos de nuestros ojos, habiendo atravesado el espejo y encontrado detrás un cuerpo no diáfano que los rechaza, vuelven a pasar por donde habían venido y encontrando esos corpúsculos que salieron de nosotros, caminando en superficies iguales, extendidos sobre el espejo, los llevan a nuestros ojos y nuestra imaginación, más cálida que las otras facultades del alma, atrae la más sutil, de la que hace un retrato reducido.

El modo de trabajar del oído no es el más difícil de entender. Para abreviar consideremos tan solo el aspecto de la armonía tomando por ejemplo un laúd tocado por las manos de un maestro del arte. Me preguntaréis cómo es posible que escuche desde tan lejos algo que no veo. ¿Salen esponjas de mis oídos que absorben esa música y me la trasmiten? ¿O ese laudista engendra en mi cabeza otro laudista pequeño con un pequeño laúd y con orden de interpretar los mismos aires? No, ese milagro proviene de que, al vibrar la cuerda, golpea los corpúsculos de que está compuesto el aire y los expulsa a mi cerebro en donde penetran suavemente con esas partículas corporales minúsculas. A medida que la cuerda se tensa, el sonido es más agudo, ya que empuja los átomos con mayor fuerza. Y el órgano en el que penetran proporciona materia suficiente a la fantasía para hacerse su composición. Si hay pocos, sucede que como nuestra memoria no ha acabado aún la imagen, estamos obligados a repetir el mismo sonido con el fin de que llegue a recoger materiales suficientes de los que se le proporcionan, por ejemplo, si se trata de una zarabanda, para acabar el retrato de dicha zarabanda. Pero esta operación no es casi nada. Lo maravilloso es que su efecto nos mueva tanto a la alegría como a la rabia, tanto a la piedad como a la ensoñación o al dolor. Eso sucede, supongo, cuando el movimiento que se imprime a estos corpúsculos tropieza en nuestro interior con otros corpúsculos que se mueven en el mismo sentido o a los que su misma forma inclina al mismo movimiento. Entonces los recién llegados impulsan a los anfitriones a moverse como ellos. De este modo, cuando un ritmo fuerte encuentra el fuego de nuestra sangre inclinado al mismo movimiento, incita a este fuego a exteriorizarse y es lo que llamamos un valor ardoroso. Si el sonido es más suave y carece de fuerza para levantar más que una pequeña llama más agitada debido a que la materia es más volátil, paseándola a lo largo de los nervios, de las membranas y de las aperturas de nuestra carne, despierta ese cosquilleo al que llamamos alegría. Lo mismo sucede con el hervidero de otras pasiones según que estos corpúsculos se lancen sobre nosotros con mayor o menor violencia, según el movimiento que reciben al encontrarse otros movimientos y según lo que se encuentren en movimiento en nosotros. Esto en cuanto al oído.

La demostración del tacto no es más difícil. Toda materia palpable emite corpúsculos a perpetuidad a medida que la tocamos y se evaporan de inmediato porque se desprenden del objeto que manejamos como el agua de una esponja cuando la estrujamos. Los corpúsculos duros informan al órgano de su solidez; los mullidos de su blandura; los rugosos de su aspereza; los ardientes de su calor; los helados de su frío. Si esto no fuera así, no somos tan delicados para discernir por el tacto con unas manos gastadas por el trabajo y a causa del grosor de nuestros callos que, al no ser porosos ni animados, sólo con dificultad transmiten esos efluvios de la materia. Algunos desearán saber en dónde está la sede del órgano del tacto. Entiendo que está extendido por todas las superficies del cuerpo, dado que éste está hecho por el entrecruzamiento de los nervios del que nuestra piel no es más que un tejido imperceptible y continuo. En todo caso imagino que cuando tanteamos con un miembro próximo a la cabeza, sabemos con mayor rapidez lo que es. Esto puede experimentarse cuando tocamos algo con las manos y con los ojos cerrados, puesto que adivinamos rápidamente de qué se trata. Por el contrario, si la tocamos con el pie, trabajaremos mucho para reconocerla. Esto proviene del hecho de que nuestra piel está enteramente acribillada de agujeritos y los nervios (cuya materia no está más prieta) pierden en el camino muchos de estos átomos por las pequeñas aberturas de su contextura antes de llegar al cerebro, en donde termina su viaje.

Réstame por probar que los sentidos del olfato y el gusto también funcionan por intermedio de estos mismos corpúsculos.

Decidme, pues, cuando degusto un fruto ¿no es a causa de la humedad de la boca que lo funde? Confesadme por tanto que habiendo otras sales en una pera y distribuyéndolas la solución en corpúsculos de forma distinta a la que componen el sabor de una ciruela, atravesarán nuestro paladar de forma distinta, igual que el desgarrón producido por el hierro de una pica que me atraviesa no es en absoluto igual al impacto de la bala de una pistola, igual que la bala de la pistola me infiere un dolor distinto a la punta de acero de una flecha[66].

No tengo nada que decir del olfato, ya que vuestros mismos filósofos confiesan que se da gracias a una emisión continua de corpúsculos que se desprenden de su masa y, al expandirse, nos llegan a la nariz.

Apoyado en este principio voy a explicaros la creación, la armonía y la influencia de las esferas celestes así como la inmutable variedad de los meteoros.

Iba a continuar pero en ese momento entró el anfitrión viejo y nuestro filósofo hizo ademán de retirarse. Traía cristales llenos de luciérnagas, pero como quiera que estos diminutos insectos lucientes pierden casi todo su resplandor cuando no están recién capturados, los que él llevaba apenas daban luz, pues tenían ya diez días. Mi demonio no esperó a que los presentes protestaran, sino que subió a sus habitaciones y regresó de inmediato con dos bolas de fuego tan brillantes que todos se asombraron de cómo fuera posible que no se quemara los dedos.

Estos haces de luz incombustibles nos serán más útiles que vuestros amasijos de gusanos. Son rayos de sol que he purgado de su calor ya que, de no ser así, las características corrosivas de su fuego hubieran dañado vuestra vista al deslumbraros. He extraído la luz y la he encerrado en estas esferas transparentes. Esto no debe asombraros porque, como nací en el Sol, para mí no es más difícil condensar sus rayos, que son el polvo del mundo solar, que para vosotros amasar el polvo o los átomos, que son la tierra pulverizada de éste.

Una vez que este hijo del Sol hubo acabado su panegírico y como se hacía tarde, el anfitrión joven envió a su padre a acompañar a los dos filósofos con una docena de esferas de gusanos sujetas a sus cuatro pies. En cuanto a nosotros, esto es, el anfitrión joven, mi preceptor y yo, nos acostamos por orden del fisiónomo. Éste me adjudicó esta vez una habitación de violetas y lirios, hizo que me cosquillearan como era habitual para dormirme y, al día siguiente, vi entrar a mi demonio que me dijo que venía de Palacio, adondele había llamado una de las damas de la reina, que se había interesado por mí e insistido en que se ratificaba en su deseo de cumplir su palabra, esto es, que si quería llevarla conmigo al otro mundo, me seguiría de buena gana.

—Esto me ha confortado mucho —continuó— porque me he dado cuenta de que el motivo principal de su viaje no es otro que hacerse cristiana. Así le he prometido ayudarla en su propósito con todas mis fuerzas e inventar a este efecto una máquina capaz de contener tres o cuatro personas y en la que podréis viajar juntos: desde hoy voy a dedicarme seriamente a esta empresa. Por ello y a fin de que os divirtáis durante mi ausencia, tened un libro que os dejo y que traje en su día de mi país natal. Se titula Los estados e imperios del Sol. También os doy este otro que estimo mucho más, es La gran obra de los filósofos[67] que ha compuesto uno de los espíritus más esclarecidos del Sol. En él prueba que todas las cosas son verdaderas y declara el modo de unir físicamente las verdades de cada contradicción como, por ejemplo, que lo blanco es negro, que se puede ser y no ser al mismo tiempo, que puede haber una montaña sin valle, que la nada es algo y que todas las cosas que son no son. Pero reparad en que prueba todas esas paradojas inauditas sin ninguna razón capciosa ni sofística. Cuando os canséis de leer, podéis pasear o bien conversar con nuestro joven anfitrión, vuestro compañero. Tiene un espíritu adornado de muchas virtudes. Lo que me disgusta de él es que es un impío. Pero si llega a escandalizaros o a conseguir que vuestra fe vacile merced a sus razonamientos, no os demoréis en venir a decírmelo. Yo resolveré las dificultades. Cualquier otro os ordenaría que interrumpierais la conversación cuando comience a filosofar sobre estos asuntos pero, como es extremadamente vanidoso, estoy seguro de que tomaría esta huida por una derrota y se imaginaría que vuestra creencia es contraria a la razón si os negáis a escuchar las suyas. Pensad en vivir en libertad.

Al decir esto se separó de mí, porque es la forma que hay en este país de despedirse, igual que el «buenos días» o el «soy, señor, vuestro servidor» se expresan con este cumplido: «Ámame, sabio, ya que yo te amo».

Apenas se hubo marchado me puse a considerar atentamente mis libros. Las cajitas, esto es, las cubiertas, me parecieron admirables por su riqueza. Una estaba tallada de un único diamante incomparablemente más brillante que los nuestros. La segunda parecía una perla enorme hendida en dos. Mi demonio los había traducido en la lengua de este mundo. Pero como todavía no he hablado de su forma de imprimir, explicaré las formas de estos dos volúmenes.

Al abrir la cajita encuentro dentro algo metálico muy parecido a nuestros relojes con una cantidad infinita de pequeños resortes y de máquinas imperceptibles. Es un libro en verdad, pero un libro milagroso que no tiene páginas ni caracteres. En fin es un libro para cuya lectura no se necesitan los ojos; basta con las orejas. Cuando alguien quiere leer, da cuerda a esta máquina con una serie de llaves de todo tipo y luego pone la aguja sobre el capítulo que desea escuchar y, al mismo tiempo, salen de esta nuez, como si fuera la boca de un hombre o un instrumento de música, todos los sonidos distintos y diferentes que entre los grandes lunares sirven como expresión del lenguaje.

Una vez que hube reflexionado sobre este invento milagroso para hacer libros no me asombré de que los jóvenes de este país tuvieran mayores conocimientos a los dieciséis y diecisiete años que las barbas canas del nuestro puesto que, al aprender a leer al tiempo que a hablar, nunca carecen de lectura. Ya sea en su habitación o de paseo, en la ciudad, de viaje, a pie, a caballo pueden tener una treintena de estos libros en el bolsillo o colgados en el arzón de la silla, a los que solamente deben dar cuerda a un resorte para escuchar un capítulo o más si tienen ánimos para oír todo el libro. De este modo, puede uno vivir rodeado eternamente de todos los grandes hombres, muertos y vivos, que conversan con nosotros de viva voz.

Este regalo me tuvo entretenido más de una hora. Finalmente, tras colgármelos de las orejas como si fueran pendientes, salí a la ciudad de paseo. Apenas hube recorrido la calle que hay frente a nuestra casa cuando tropecé en el otro extremo con un grupo bastante nutrido de personas tristes.

Cuatro de ellas llevaban sobre los hombros una especie de ataúd forrado de negro. Pregunté a otro espectador qué quería decir esta procesión parecida a las pompas fúnebres de mi país. Me respondió que este malvado designado por el pueblo con una palmada en la rodilla derecha, condenado por envidia e ingratitud, había muerto ayer y que el Parlamento lo había condenado hacia veinte años a morir de muerte natural en su cama y a ser enterrado después de su muerte.

Me eché a reír con esta respuesta y él me preguntó por qué lo hacía.

—Me asombráis —le contesté yo— al decir que lo que en nuestro mundo es una señal de bendición, esto es, una vida larga, una muerte apacible, un entierro pomposo, sirvan aquí como castigo ejemplar.

—¡Cómo! —me contestó el hombre—. ¡Tomáis la sepultura como una señal de bendición! Vaya, a fe vuestra ¿podéis concebir algo más espantoso que un cadáver que camina sobre los gusanos de los que rebosa, a merced de los sapos que le comen las mejillas, en fin, la peste revestida con el cuerpo de un hombre? ¡Santo Dios! La sola idea de tener, aunque sea muerto, la cara envuelta en una mortaja y una pica de tierra sobre la boca no me deja respirar. Este miserable a quien veis aquí transportar, además de la infamia de que lo tiren a una fosa, ha sido condenado a ir acompañado en su viaje por ciento cincuenta amigos suyos a los que, como castigo por haber amado a un envidioso y un ingrato, se les ha ordenado que comparezcan en el funeral con el semblante triste, y si no hubiera sido porque los jueces se han apiadado imputando en parte sus delitos a su falta de inteligencia, les hubieran ordenado que lloraran. Al margen de los delincuentes aquí incineramos a todo el mundo, la cual es una costumbre muy decente y razonable, pues creemos que el fuego separa lo puro de la impuro y merced a su calor atrae por simpatía ese calor natural que compone el alma y le da la fuerza necesaria para elevarse ascendiendo hacia algún astro, la tierra de ciertos pueblos menos materialistas que nosotros, más intelectuales, ya que su temperamento debe corresponderse y participar en la pureza del globo que habitan, y dicha llama radical, habiendo mejorado por la sutileza de los elementos de ese mundo, viene a constituir un ciudadano de ese país ígneo.

No obstante, tampoco es nuestra mejor manera de inhumar. Cuando uno de nuestros filósofos alcanza una edad en la que siente que se le ablanda el espíritu y el hielo de los años entorpece los movimientos de su alma, reúne a sus amigos para un banquete suntuoso. Luego, una vez que ha expuesto los motivos que le han hecho decidir que se despide de la naturaleza y la escasa esperanza que tiene de añadir algo a sus acciones más hermosas, bien se le otorga gracia, es decir, se le ordena la muerte, o se le impone la severa condena de vivir. Cuando por mayoría de votos se ha puesto su aliento en sus manos, señala a sus seres queridos el lugar y la hora; éstos se purgan y se abstienen de comer durante veinticuatro horas. Luego, una vez llegados a la casa del sabio, tras haber sacrificado al Sol, entran en la habitación en la que esta alma generosa los espera reclinado sobre un lujoso lecho. Cada uno de los visitantes se le echa en los brazos. Y cuando llega a aquel a quien más ama, luego de haberlo besado tiernamente, lo apoya sobre el estómago y, juntando su boca a la boca del otro, con la mano derecha, que tiene libre, se hunde un puñal en el corazón. El amante no separa los labios de los de su amante hasta que no lo siente expirar. Entonces extrae el acero de su seno y cierra la llaga con su boca, tragando su sangre y chupando hasta que no puede beber más. De inmediato le sucede otro y se lleva al primero al lecho. Cuando el segundo está ahíto, se le lleva a acostar para hacer sitio a un tercero. Finalmente, cuando todo el grupo está lleno, se trae una joven de dieciséis o diecisiete años para cada uno de ellos y durante los tres o cuatro días que pasan degustando las delicias del amor, no se les alimenta más que con la carne del muerto, que se les hace comer cruda a fin de que, si ha de nacer algo de sus coyundas, se aseguren de que es su amigo que revive.

No di ocasión a este hombre de seguir discurriendo de esta guisa sino que lo dejé plantado para seguir mi paseo.

Aunque éste fue corto, el tiempo que empleé en las particularidades de estos espectáculos y en visitar algunos lugares de la ciudad fue la causa de que llegara con dos horas de retraso a la cena. Me preguntaron por qué llegaba tan tarde.

—No es culpa mía —contesté al cocinero que estaba quejoso—; he preguntado varias veces la hora en la calle pero sólo me respondían abriendo la boca, cerrando los dientes y ladeando el rostro.

—¡Cómo! —exclamaron los presentes—. ¿No sabéis que de esa forma os decían la hora?

—A fe mía —contesté—, hubieran todos expuesto sus narizotas al sol antes de que yo me enterara.

—Es una comodidad —me dijeron ellos— que les sirve para prescindir del reloj. Cuando quieren decirle a alguien la hora, abren los labios, hacen un cuadrante justo con los dientes y la sombra de la nariz, que viene a caer sobre ello, viene a dar la hora que el demandante quiere saber. Y ahora, para que sepáis por qué todo el mundo en este país tiene la nariz grande, sabed que en cuanto una mujer da a luz, la comadrona lleva al niño ante el prior del Seminario y cuando pasa un año justo, se reúnen los expertos y si resulta que su nariz es más corta de una medida que tiene el síndico, se le declara chato y se le entrega a los sacerdotes, que lo castran. Es posible que me preguntéis la causa de esta barbaridad y cómo sea posible que nosotros, para quienes la virginidad es un delito, fabriquemos castos a la fuerza. Sabed que lo hacemos así después de haber observado hace ya treinta siglos que una nariz grande es como un letrero a la puerta que dice: en esta casa habita un hombre espiritual, prudente, cortés, afable, generoso y liberal, y que una nariz pequeña es símbolo de los vicios opuestos. Por este motivo hacemos eunucos de los ñatos, porque la República prefiere no tener hijos a tenerlos semejantes a ellos.

Mi interlocutor seguía hablando cuando vi que entraba un hombre completamente desnudo. Me senté de inmediato y me cubrí en su honor, ya que estas son las marcas del mayor respeto que pueda testimoniarse a alguien en este país.

—El Reino —dijo— desea que, antes de marcharos a vuestro país, aviséis a los magistrados debido a que un matemático acaba de prometer al Consejo que si cuando estéis de regreso en vuestro mundo queréis construir cierta máquina que él os enseñará, correspondiente con otra que él tendrá dispuesta en este mundo, él la atraerá y la juntará con nuestro globo.

Apenas hubo salido el hombre cuando dirigiéndome al joven anfitrión le dije:

—¡Ah! Os ruego me digáis qué quiere decir ese bronce que representa unas partes pudendas y pende de la cintura de ese hombre. Ya había visto gran cantidad de ellas cuando estaba en la jaula, pero como casi siempre estaba rodeado de las damas de la reina, me daba apuro violar el respeto que se debe a su sexo y condición si hubiese planteado en su presencia un asunto tan grosero.

Él me respondió:

—Aquí las mujeres, al igual que los hombres, no son tan ingratas que se ruboricen a la vista de aquel que las ha forjado. Y las vírgenes no se avergüenzan de amar en nosotros la memoria de su madre naturaleza, la única cosa que lleva su nombre. Sabed pues que la banda con la que se honra a ese hombre y de la que cuelga la forma de un miembro viril como si fuera una medalla es el símbolo de la hidalguía y la señal que distingue al noble del patán.

Confieso que esa paradoja me pareció tan extravagante que no pude dejar de reír.

—Esta costumbre me parece extraordinaria —dije a mi joven anfitrión— porque en nuestro mundo la señal de la nobleza es llevar espada.

Pero él, sin inmutarse, exclamó:

—¡Oh, hombrecillo! ¡Qué locos están los grandes de vuestro mundo al presumir de un instrumento que caracteriza al verdugo, que sólo se ha forjado para destruirnos, en fin, que es el enemigo jurado de todo lo que vive y al esconder, por el contrario, un miembro sin el cual estaríamos a nivel de lo que no es, el Prometeo de cada animal y el reparador infatigable de las debilidades de la naturaleza! ¡Desgraciado el lugar en el que las marcas de la generación son ignominiosas y las de la aniquilación honorables! No obstante, vos llamáis a este miembro las partes pudendas como si hubiera algo más glorioso que dar la vida y algo más infame que quitarla.

Durante este discurso no cesamos de cenar y, en cuanto nos levantamos de nuestras camas, salimos al jardín a tomar el aire. Las ocurrencias y la belleza del lugar nos entretuvieron algún tiempo, pero como el deseo más noble que me animaba por entonces era convertir a nuestra religión un alma tan superior al nivel del vulgo, le exhorté mil veces a no permitir que la materia ensuciara aquel hermoso genio de que el cielo lo había provisto, que liberara del vínculo animal aquel espíritu capaz de la visión de Dios. En fin, que pensara seriamente en unir algún día su inmoralidad al placer antes que al dolor.

—¡Cómo! —me respondió estallando en carcajadas—. ¿Estimáis vuestra alma inmortal y la de los animales no? ¡En verdad, amigo mío, vuestro orgullo es muy insolente! ¿Y cómo demostráis, os lo ruego, esta inmortalidad en perjuicio de la de las bestias? ¿Será a causa de que nosotros estamos dotados de razón y ellas no? En primer lugar, lo niego y os probaré cuando os plazca que las bestias razonan como nosotros. Pero aunque fuera verdad que la razón nos ha sido dada en atributo y que es un privilegio reservado únicamente a nuestra especie, ¿es obligado creer que Dios haya enriquecido al hombre con la inmortalidad porque ya le ha atribuido la razón? ¿Así que tengo que dar a este pobre hoy una pistola porque ayer le di un escudo?[68]. Vos mismo veis la falsedad de esta consecuencia de modo que, al contrario, si soy justo, en lugar de dar una pistola a éste, debo dar un escudo a otro que aún no ha recibido nada de mí. De esto es necesario concluir, querido amigo, que Dios, mil veces más justo que nosotros, no habrá otorgado todo a unos para no dejar nada a los otros. Si se alega el ejemplo de los primogénitos de vuestro mundo que se llevan casi todos los bienes de la casa en la partición de las herencias, se trata de una debilidad de los padres que, queriendo perpetuar su nombre, han temido que se perdiera o desapareciera en la pobreza. Pero Dios, que no es capaz de error, tuvo buen cuidado de cometer uno tan grande y, además, no habiendo en la eternidad de Dios ni antes ni después, los segundogénitos no son más jóvenes que los primogénitos.

No le oculté que este razonamiento me desconcertó[69].

—Permitiréis —le dije— que interrumpa aquí este asunto, pues no me siento con fuerzas suficientes para responderos. Voy a preguntar la solución de esta dificultad a nuestro preceptor común.

Sin esperar a que me respondiera, subí de inmediato a la habitación de aquel hábil demonio y, haciendo a un lado todo preámbulo, le expuse lo que se me acababa de objetar en lo tocante a la inmortalidad de nuestras almas y esto es lo que me respondió:

—Hijo mío, ese joven atolondrado trataba a toda costa de convenceros de que no es verosímil que el alma del hombre sea inmortal porque, en tal caso, Dios sería injusto, Él, que se dice padre común de todos los seres, por haber beneficiado a una especie abandonando todas las demás a la nada o al infortunio, en verdad razones que tienen cierta fuerza. ¿Y si yo le preguntara cómo sabe que lo que es justo para nosotros también lo es para Dios? ¿Cómo sabe que Dios se mide por nuestro rasero? ¿Cómo que nuestras leyes y costumbres, que se han instituido para poner remedio a nuestros desórdenes, sirven asimismo para cuantificar las partes de la omnipotencia de Dios? Dejo de lado todas estas cosas con todo lo que han respondido tan divinamente sobre esta materia los padres de vuestra Iglesia y os descubriré un misterio que aún no se ha revelado.

Sabéis, hijo mío, que de la tierra se hace el árbol; del árbol, el cerdo; y del cerdo, el hombre, con lo que no cabe sino creer que, como todos los seres en la naturaleza tienden a lo más perfecto, aspiran a ser hombres, cuya esencia es el logro de la más hermosa combinación y el que mejor se haya imaginado en el mundo, puesto que es el único que sirve de puente entre la vida brutal y la angélica. Hay que ser pedante para negar que estas metamorfosis suceden; ¿acaso no vemos que un manzano absorbe y digiere la hierba que lo rodea como por una boca y con el calor de su germen? ¿No vemos que un cerdo devora el fruto y lo convierte en parte de sí mismo? ¿O que un hombre, al comer el cerdo recalienta su carne muerta, la une a sí y hace revivir al animal bajo la forma de una especie más noble? De este modo, ese gran pontífice que veis con la mitra sobre la cabeza hace sesenta años no era más que una mata de hierbas en mi jardín. Dios, que es el padre común de todas sus criaturas, las ama a todas por igual. ¿Acaso no es creíble que por esa metempsicosis, más razonada que la pitagórica, todo lo que siente, lo que vegeta, por último, que toda la materia habrá pasado por el hombre y ese gran día del juicio llegará en el que todos los profetas hacen coincidir los secretos de su filosofía?

Volví a bajar muy contento al jardín y comenzaba a recitar a mi contertulio lo que nuestro maestro nos había enseñado, cuando llegó el fisiónomo para llevarnos a la refacción y al dormitorio. Me callo las particularidades, dado que me alimentaron y me acostaron como el día anterior.

Al día siguiente, desde el momento en que desperté fui a hacer levantar a mi antagonista.

—Es tan milagroso —le dije al llegar— encontrar una inteligencia poderosa como la vuestra arrebujada en el sueño como ver un fuego sin animación.

Este cumplido malévolo le arrancó una sonrisa.

—Pero —exclamó con una cólera entreverada de amor— ¿no dejaréis caer jamás tanto de vuestra boca como de vuestro corazón esos términos fabulosos de «milagros»? Sabed que esos nombres difaman el de filósofo. Dado que el sabio no ve nada en el mundo que no pueda concebir o que no juzgue que pueda ser concebido, debe abominar de todas esas expresiones de milagros, prodigios, acontecimientos contra la naturaleza que han inventado los estúpidos para excusar las debilidades de su entendimiento.

Creí entonces estar obligado en conciencia a tomar la palabra para desengañarle:

—Aunque no creáis en los milagros —le contesté—, no por eso deja de haberlos y muchos. Yo los he visto con mis ojos. He conocido a más de veinte enfermos curados milagrosamente.

—Vos decís —me interrumpió— que esas gentes se han curado por milagro, pero no sabéis que la fuerza de la imaginación es capaz de combatir todas las enfermedades a causa de cierto bálsamo natural extendido por todo el cuerpo que contiene todas las cualidades contrarias a aquellas de los distintos males que nos atacan, y nuestra imaginación, avisada por el dolor, va a escoger a su lugar el remedio específico que combate el veneno y nos cura. De aquí es de donde viene que el médico más hábil de nuestro mundo aconseje al paciente que elija antes un médico ignorante al que él cree hábil que uno hábil del que piense que es ignorante, ya que supone que nuestra imaginación está trabajando a favor de nuestra salud. A poco que se la ayude con algunos remedios, es capaz de curarnos. En cambio, los más poderosos son también los más débiles cuando no es la imaginación la que los aplica. ¿Os asombráis de que los primeros hombres de vuestro mundo vivieran tantos siglos sin tener conocimientos de medicina? Su naturaleza era robusta y el bálsamo natural no estaba disperso por las drogas con las que os consumen vuestros médicos. Para entrar en la convalecencia lo único que tenían que hacer era desear intensamente e imaginarse estar curados. De inmediato toda su fantasía limpia, vigorosa y tensa se sumergía en ese óleo vital, aplicaba lo activo a lo pasivo y, en un abrir y cerrar de ojos, helos aquí sanos como antes. Hoy día no dejan de producirse curaciones asombrosas, pero el pueblo las atribuye a milagros. En cuanto a mí, no creo en absoluto y mi razón para ello es que es más fácil que todos ésos que hablan se equivoquen a que algo así pueda suceder. Pues les pregunto: ese paciente febril que acaba de curarse ha deseado intensamente, como es verosímil, durante su enfermedad verse de nuevo con salud. Ha hecho votos. Por el hecho de estar enfermo era absolutamente necesario que el paciente muriera al agravarse su mal o que se curara. Si muere, se dirá que Dios ha querido recompensarlo por sus sufrimientos. También puede hacerse una interpretación equívoca al decir que, habiendo escuchado las oraciones del paciente, Dios lo ha curado de todos sus males. Si vive pero continúa con su enfermedad, se dice que no tenía fe suficiente. Pero si se cura, se trata evidentemente de un milagro. ¿Acaso no es más verosímil que sea su fantasía, excitada por sus ardientes deseos de salud, la que haya producido este cambio? Admito que muchas personas que han hecho votos se han salvado, pero ¿cuántos más no vemos que perecen miserablemente a pesar de sus votos?

—Pero cuando menos —le contesté yo— si es cierto lo que decís de ese bálsamo, se trata de una marca de la racionalidad propia del alma porque, sin valerse de los instrumentos de nuestra razón ni apoyarse en la ayuda de nuestra voluntad, sabe por sí misma, como si estuviera fuera de nosotros, aplicar lo activo a lo pasivo. Por tanto, si es racional cuando está fuera de nosotros, es necesario que sea espiritual. Y si admitís que es espiritual, hay que concluir que es inmortal, ya que la muerte no alcanza a los animales sino por el cambio de formas del que sólo es capaz la materia.

Incorporándose sobre el lecho y haciéndome sentar de modo parecido, el joven discurrió poco más o menos como sigue:

—En cuanto al alma de los animales, que es corporal, no me asombra nada que muera, puesto que posiblemente no sea otra cosa que una armonía de los cuatro accidentes[70], un impulso de la sangre, una proporción de los órganos bien concertados. Pero me asombra mucho que la nuestra, que se dice incorpórea, intelectual e inmortal esté obligada a abandonarnos por las mismas causas que hacen perecer la de un buey. ¿Acaso ha hecho un pacto con nuestro cuerpo de forma que, cuando una espada le atraviesa el corazón, una bala de plomo el cerebro o un disparo de mosquete el cuerpo, abandona de inmediato su alojamiento agujereado? Según esto incumpliría con frecuencia el contrato, puesto que algunos mueren a consecuencia de una herida de la que otros se curan. Sería preciso que cada alma hubiera hecho un acuerdo especial con su cuerpo. En verdad y a pesar de todo el espíritu que tiene, según se nos dice, el alma se pone furiosa al salir de su albergue cuando ve que en ese momento se le va a asignar un lugar en el Infierno. Y si esta alma fuera espiritual y por eso mismo racional, como se dice, capaz de inteligencia cuando está separada de nuestra masa corpórea como cuando está revestida de ella, ¿por qué los ciegos de nacimiento no pueden siquiera imaginarse qué sea el hecho de ver a pesar de todas las ventajas de esa alma intelectual? ¿Por qué los sordos no oyen nada? ¿Es porque la muerte aún no los ha despojado de todos los sentidos? ¡Cómo! ¿Acaso no podré valerme de la mano derecha porque ya tengo una izquierda? Para probar que el alma no podría actuar sin los sentidos y aunque sea espiritual, alegan el ejemplo de un pintor que no podría pintar un cuadro si no tuviera pinceles. Sí, pero eso no quiere decir que, aunque tuviera los pinceles, el pintor podría pintar si, en cambio, le faltaran los colores, los lápices, las telas o la paleta. Al contrario, cuantos más obstáculos se opongan a su trabajo, más difícil le será pintar. Y sin embargo pretenden que esta alma que no puede actuar si no imperfectamente en vida cuando ha perdido uno de sus utensilios pueda en cambio trabajar a la perfección cuando los haya perdido todos después de nuestra muerte. Si vienen a contarnos que no necesita sus instrumentos para realizar sus funciones, yo les contaré que es preciso azotar a los ciegos del hospicio que fingen no ver nada.

—Pero —le dije— si nuestra alma muriese, como veo que queréis concluir, la resurrección que esperamos no sería más que una quimera, ya que sería preciso que Dios volviese a crearlas y eso no sería ya una resurrección.

Me interrumpió denegando con la cabeza con una exclamación:

—¡Ah, a fe vuestra! ¿Quién os ha contado ese cuento? ¡Cómo! ¿Resucitar vos? ¿Yo? ¿Mi criada?

—No es un cuento de hadas —le contesté—; es una verdad indudable que os probaré.

—Y yo —me dijo— os probaré lo contrario. Para empezar supongamos que os coméis a un mahometano. En consecuencia, lo convertís en sustancia vuestra. ¿No es cierto que, una vez digerido, ese mahometano se convierte parte en carne vuestra, parte en sangre y parte en esperma? A continuación os acostáis con vuestra esposa y de vuestro semen que viene íntegro del cadáver del mahometano, moldeáis un precioso cristianito. Pregunto: ¿tendrá su cuerpo el mahometano? Si la tierra se lo devuelve, el cristianito no tendrá el suyo ya que todo él no es más que una parte del mahometano. Si me decís que el cristianito tendrá su cuerpo, Dios sustraerá pues al mahometano aquello que el cristianito haya recibido del cuerpo de éste. De este modo, es preciso que uno o el otro carezca de cuerpo. Quizá me respondáis que Dios recreará la materia que necesite el que se haya quedado sin ella. Sí, pero surge otra dificultad en el camino y es que si el condenado mahometano resucita y Dios le proporciona un cuerpo nuevo en sustitución del que le ha robado el cristiano, como quiera que el cuerpo solo ni el alma sola no hacen al hombre sino el uno y la otra unidos en un solo sujeto y como el cuerpo y el alma son partes inseparables del hombre, si Dios prestase a este mahometano un cuerpo distinto del suyo, ya no sería el mismo individuo. De este modo, Dios condena a otra persona distinta de la que ha merecido el Infierno. Así pues, para castigar ese cuerpo depravado, ese cuerpo que ha abusado criminalmente de todos sus sentidos, Dios arroja al fuego a otro que es virgen, que es puro y que jamás ha prestado sus órganos para la comisión del menor delito. Y lo que aún es más ridículo es que ese cuerpo habrá merecido el Infierno y el Paraíso al mismo tiempo ya que, en tanto que mahometano, tiene que condenarse y en tanto que cristiano, ha de salvarse. De forma que si Dios lo admite en el Paraíso, será injusto al cambiar por la gloria la condenación que tiene merecida por mahometano y si lo arroja al Infierno, también es injusto por sustituir con la muerte eterna la beatitud que ha merecido como cristiano. Así que si quiere ser equitativo, es necesario que condene y salve eternamente a ese hombre.

Tomé entonces la palabra para responderle:

—No tengo nada que oponer a vuestros argumentos sofistas contra la resurrección, por cuanto es Dios quien lo ha dicho y Dios no puede mentir.

—No vayáis tan deprisa —me contestó—. Ya estáis en el «lo ha dicho Dios». Antes hay que probar que Dios exista, pues yo os lo niego en redondo.

—No me entretendré —le dije— en recitaros las demostraciones evidentes de que se han servido los filósofos para demostrar su existencia: sería preciso volver a contar todo lo que han escrito los hombres más razonables. Os pregunto solamente qué riesgos corréis al creer. Estoy seguro de que no podríais mencionarme ninguno. ¿Por qué no os convencéis cuando es claro que de la creencia sólo se obtienen beneficios? Porque si Dios existe, aparte de que se probará que estabais equivocado, habréis desobedecido el precepto que ordena creer. Y si Dios no existe, no estaréis mejor que nosotros[71].

—Desde luego —me respondió— estaré mejor que vos porque si no hay Dios estaremos a la par, vos y yo. Pero, por el contrario, si hay Dios, no podré haber ofendido una cosa que no creía que existiera, ya que para pecar es necesario saber o querer. ¿Acaso no veis que un hombre, aunque no sea muy prudente, no se ofendería porque un patán lo hubiera injuriado si el patán hubiera pensado que no estaba haciéndolo, si lo hubiera tomado por otro o si hablara al dictado del vino? Con mayor motivo Dios, que es inconmovible, ¿se encolerizará contra nosotros por no haberlo conocido cuando es Él mismo quien nos ha negado los medios de conocerlo? A fe vuestra, mi animalillo, si la creencia en Dios nos resultara tan necesaria, si nos fuera en ella la eternidad ¿no nos habría el mismo Dios insuflado a todos luces tan claras como el sol, que no se oculta a nadie? Porque suponer que haya querido jugar al escondite con los hombres haciendo como los niños: «Cucú, ¿en dónde estoy?», ocultarse ahora y ahora descubrirse, disfrazarse frente a unos y manifestarse a otros, es suponer un Dios estúpido o malicioso, dado que si lo he conocido gracias a mi intelecto, el mérito es suyo y no mío, por cuanto podría haberme dado un alma u órganos débiles que no me hubieran dejado conocerlo. Y si, por el contrario, me hubiera dotado de una inteligencia incapaz de comprenderlo, no hubiera sido culpa mía sino suya porque podría haberme dotado de una tan viva que lo hubiera comprendido.

Estas opiniones diabólicas y ridículas me hicieron estremecer. Comencé entonces a contemplar a este hombre con algo más de atención y me quedé pasmado al observar en su semblante un no sé qué de espantoso que hasta entonces no había advertido: sus ojos eran pequeños y estaban hundidos, la tez tostada, la boca grande, poblada la barba, las uñas negras. «¡Oh, Dios mío!» me dije de inmediato, «este miserable es un réprobo en esta vida y hasta es posible que sea el Anticristo, del que tanto se habla en nuestro mundo».

No quise, sin embargo, revelarle mi pensamiento a causa de la estima en que tenía su inteligencia y en verdad el ánimo favorable con que la naturaleza había mirado su cuna me había hecho concebir cierta amistad por él. No obstante, no conseguí contenerme tanto que no rompiese en imprecaciones que le anunciaban un fin desgraciado.

Pero él, ignorando mi cólera exclamó:

—Si, por la muerte…

No sé qué pensaba decir, pues en esto alguien llamó a la puerta de nuestra habitación y vi entrar a un hombre alto, negro, velludo. Se aproximó a nosotros y agarrando al blasfemo por la cintura, se lo llevó por la chimenea.

La piedad que sentí por la suerte de este desdichado me obligó a abrazarme a él para arrancarlo de las garras del etíope, pero éste era tan fornido que nos levantó a los dos de forma que un momento después estábamos por las nubes. Ya no era el amor al prójimo el que me impulsaba a sujetarme fuertemente sino el miedo a caer. Luego de haber estado atravesando el cielo no sé cuántos días sin saber en dónde nos encontrábamos, reconocí que nos acercábamos a nuestro mundo. Ya distinguía Asia de Europa y Europa del África, ya mi mirada no alcanzaba más allá de Italia a causa de nuestro descenso cuando mi corazón me dijo que este diablo sin duda llevaba a mi anfitrión al Infierno en cuerpo y alma y que por eso pasaba por nuestra tierra, ya que el Infierno está en el centro. No obstante, tanto esta reflexión como todo lo que nos había sucedido desde que el diablo era nuestro vehículo se me borraron ante el espanto que me produjo la vista de una montaña toda fuego que casi estaba tocando. La visión de este espectáculo ardiente me hizo exclamar: «¡Jesús, María!» Apenas había acabado de pronunciar la última letra cuando me encontré tumbado entre brezos en lo alto de una pequeña colina y dos o tres pastores a mi alrededor que rezaban letanías y me hablaban en italiano.

—¡Oh! —exclamé—. ¡Alabado sea Dios! Por fin he encontrado cristianos en el mundo de la Luna. ¡Eh! Decidme, amigos, ¿en qué provincia de vuestro mundo me encuentro?

—En Italia —me respondieron.

—¡Cómo! —interrumpí yo—. ¿También hay una Italia en el mundo de la Luna?

Había reflexionado tan poco sobre el accidente que no había advertido que me hablaban en italiano y yo les respondía en la misma lengua.

Cuando finalmente me desengañé y nada me impidió reconocer que estaba de vuelta en este mundo, me dejé llevar a donde aquellos campesinos quisieran. Pero no había llegado aún a las puertas de **** cuando todos los perros de la ciudad se precipitaron sobre mí, y si el miedo no me hubiera hecho refugiarme en una casa donde conseguí parapetarme de ellos, me hubieran devorado indefectiblemente.

Un cuarto de hora más tarde, mientras reposaba en este refugio, he aquí que se escucha un aquelarre de todos los perros del reino, creo. Allí se veía desde el dogo al perrito de lanas, aullando con furia más espantosa que si estuvieran celebrando el aniversario de su primer Adán.

Esta aventura causó no poca admiración en todos los que la vieron. Pero tan pronto desperté de mis ensoñaciones sobre este asunto comprendí de inmediato que aquellos animales se encarnizaban conmigo a causa del mundo del que venía, «porque», me decía a mi mismo, «como están acostumbrados a aullar a la Luna a causa del sufrimiento que ésta les inflige de tan lejos, sin duda han querido echarse sobre mí porque huelo a luna, un aroma que los enfurece».

Para librarme de aquel mal olor me tendí desnudo al sol sobre una terraza. Así estuve cuatro o cinco horas al cabo de las cuales bajé y, al no olfatear el olor que me había convertido en enemigo suyo, los perros se volvieron cada uno a su casa.

Pregunté en el puerto cuándo salía un barco para Francia y una vez embarcado, no pude hacer otra cosa que reflexionar sobre las maravillas de mi viaje. Admiré mil veces la Divina Providencia que había relegado a aquellos hombres, naturalmente impíos, a un lugar desde el que no pudieran corromper a sus bienamados y los había castigado por su orgullo abandonándolos a su presunción. Asimismo, comprendo por qué no ha querido hasta ahora enviar a predicar allí el Evangelio, porque sabía que no lo respetarían y esta resistencia sólo serviría para hacerlos merecedores de un castigo aún más severo en el Otro Mundo.