Capítulo VIII
Es una extraña empresa vivir un amor rechazándolo. Las cartas de Lewis me partían el corazón. «¿Pero es que voy a seguir queriéndola más y más cada día?», me escribía. Y otra vez: «Buena broma pesada me ha hecho. Ya no puedo traer a casa mujeres de una noche. Ya no tengo nada para ofrecerles a aquellas a las que hubiera podido darles un pedacito corazón». ¡Que ganas tenía cuando oía esas palabras de arrojarme en sus brazos! Puesto que me estaba vedado debí decirle: «Olvídame». Pero no quería decirlo; quería que me quisiera; quería el daño que le hacía; soportaba su tristeza en el remordimiento. Yo también sufría por mi cuenta; ¡qué lentamente pasaba el tiempo, qué rápido pasaba! Lewis estaba siempre igualmente lejos de mí; pero yo día a día me acercaba a la vejez; nuestro amor envejecía, un día moriría sin haber vivido. Era un pensamiento insoportable. Yo estaba contenta de dejar Saint-Martin, de volver al París de los enfermos, de los amigos, del ruido, de las ocupaciones que me impedían pensar en mí.
Yo no había vuelto a ver a Paula desde el mes de junio. Claudia se había embelesado con ella y la había invitado a pasar el verano en su castillo burguiñón: ante mi sorpresa Paula había aceptado. Cuando a mi regreso a París le telefoneé me desconcertó la cortesía alegre y distante de su voz:
—Por supuesto. Estaré encantada de verte. ¿Estarías libre mañana para ir a la inauguración de Marcadier?
—Preferiría verte más tranquilamente. ¿No tienes otro momento?
—Es que estoy muy ocupada. Espera. ¿Puedes pasar mañana después de almorzar?
—Me queda muy bien. De acuerdo.
Por primera vez desde hacía años Paula estaba vestida de calle cuando me abrió la puerta; llevaba un traje sastre de última moda, en «fil a fil» gris, y una blusa negra: se había hecho un peinado recogido y llevaba flequillo; se había depilado las cejas; su rostro tenía los rasgos más gruesos y la piel levemente paspada.
—¿Cómo estás? —dijo afectuosamente—. ¿Pasaste buenas vacaciones?
—Excelentes. ¿Y tú? ¿Te divertiste?
—Lo pasé estupendamente —dijo con un tono que me pareció cargado de dobles sentidos. Me escrutaba con una mirada a la vez incómoda y provocadora—. ¿No me encuentras cambiada?
—Estás espléndida —dije—. Y tienes un traje muy lindo.
—Me lo regaló Claudia: es de Balmain.
No había nada que decir contra ese corte refinado ni contra esos zapatos elegantes. Quizá lo que pasaba era que yo no estaba acostumbrada a su nuevo estilo: Paula me parecía más insólita que con sus vestimentas pasadas de moda que antes se inventaba. Se sentó, cruzó las piernas, encendió un cigarrillo.
—¿Sabes? —dijo con una risita—, soy una mujer nueva.
No supe qué contestarle y dije tontamente:
—¿Es la influencia de Claudia?
—Claudia fue sólo un pretexto. Aunque es alguien muy notable —dijo. Soñó un segundo—. La gente es más interesante de lo que yo creía. En cuanto uno deja de tenerlos a distancia, no piden otra cosa que ser amables —me examinó con aire crítico—. Deberías salir más.
—Quizá —dije cobardemente—. ¿Quién estaba allá?
—¡Oh!, todo el mundo —dijo con voz deslumbrada.
—¿Vas a ponerte a tener un salón tú también?
Rio:
—¿Crees que no sería capaz?
—Al contrario.
Alzó las cejas:
—¿Al contrario? —Hubo un breve silencio y dijo con voz seca—: En todo caso, por el momento se trata de otra cosa.
—¿De qué?
—Estoy escribiendo.
—¡Está bien! —dije cargando mi voz de entusiasmo.
—Yo no me veía nada como mujer de letras —dijo con una sonrisa—, pero allá todos dijeron que era un crimen dejar perder tantos dones.
—¿Y qué escribes? —dije.
—Se les puede dar el nombre que uno quiera: novelas o poemas. No son cosas fáciles de catalogar.
—¿Le mostraste tu trabajo a Enrique?
—Por supuesto que no. Le dije que escribía, pero no le mostré nada —se encogió de hombros—. Estoy segura de que se quedaría desconcertado. Nunca trató de inventar formas nuevas. Además, la experiencia que hago debo hacerla sola —me miró de frente y dijo con solemnidad—: He descubierto la soledad.
—¿Ya no estás enamorada de Enrique?
—Sí, pero lo quiero como persona libre —arrojó su cigarrillo en la chimenea vacía—. Su reacción fue curiosa.
—¿Se dio cuenta de que habías cambiado?
—Evidentemente: no es estúpido.
—En efecto.
Yo me sentía estúpida. Interrogué a Paula con la mirada.
—Para empezar, a su regreso ni lo llamé —dijo con voz satisfecha—. Esperé que él me llamara; cosa que no tardó en hacer —se recogió un instante—. Yo me había puesto mi lindo traje sastre, le abrí la puerta con un aire muy tranquilo, y en seguida cambió de cara; sentí que estaba impresionadísimo; apoyó su frente en la ventana dándome la espalda para ocultar su cara mientras yo le hablaba serenamente de nosotros, de mí. Y después me miró con un aire muy extraño. Y comprendí que acababa de resolver ponerme aprueba.
—¿Por qué ponerte aprueba?
—Por un instante estuvo a punto de proponerme reanudar la vida en común; y después se dominó. Quiere estar seguro de mí. Tiene derecho a dudar: no he sido fácil con él durante estos dos años.
—¿Entonces?
—Me explicó gravemente que está enamorado de Josette —se echó a reír con abandono—. ¿Te das cuenta?
Vacilé:
—Tiene un lío con ella, ¿no?
—Por supuesto. Pero no tenía necesidad de hacerme creer que la quería. Si la quisiera, seguramente no me lo hubiera dicho. Me puso en observación, ¿comprendes? Pero gané de antemano, puesto que me basto a mí misma.
—Comprendo —dije. Junté todo mi coraje en una gran sonrisa confiada.
—Lo más divertido —dijo ella alegremente— es que al mismo tiempo era de una coquetería inimaginable: no quiere que yo le pese, pero si dejara de quererlo, creo que sería capaz de matarme. ¿Ves?, me habló del Museo Grévin.
—¿A propósito de qué? —
—Así, a boca de jarro; Parece que hay un vago académico (Mauriac o Duhamel) que va a tener su estatua en el Museo Grévin; ¡te imaginas si a Enrique puede importarle! En verdad era una alusión a esa famosa tarde en que se enamoró de mí. Quiere que lo recuerde.
—Es complicado —dije.
—Pero no —dijo ella—. Es candoroso. Además, no hay que hacer sino una cosa muy sencilla. Dentro de cuatro días es el ensayo general, hablaré con Josette.
—¿Para decirle qué? —pregunté con inquietud.
—Oh, todo y nada. Quiero conquistarla —dijo Paula con una leve sonrisa. Se levantó—. ¿De veras no quieres ir a esa inauguración?
—No tengo tiempo.
Se plantó una boina negra en la cabeza, se puso guantes.
—Sinceramente: ¿cómo me encuentras?
Ya no era en mí, era en su rostro donde yo descifraba mis réplicas. Contesté con convicción:
—¡Estás perfecta!
—¿Nos veremos el jueves en el estreno? —dijo—. ¿Vendrás a la cena?
—Por supuesto.
Bajé con ella. Su andar también había cambiado. Siguió derecho, muy segura, pero era una seguridad de sonámbula.
Tres días antes del estreno asistí con Roberto a una representación de los Sobrevivientes. Nos quedamos ambos muy impresionados. A mí me gustan todos los libros de Enrique, me conmueven personalmente; pero reconozco que nunca había hecho nada tan bueno. Eran nuevos en él esa violencia verbal, ese lirismo a la vez burlesco y negro. Y además, esta vez ya no había ninguna distancia entre el lirismo y las ideas: bastaba estar atento a la anécdota y el sentido de la pieza se imponía a uno; como ese sentido se unía a una historia singular y convincente tenía la riqueza de la realidad. «¡Esto es verdadero teatro!», decía Roberto. Yo esperaba que todos los espectadores iban a reaccionar como nosotros. Pero ese drama, que era a la vez farsa y tragedia, tenía un gusto de carne cruda que corría el riesgo de espantarlos. Cuando se alzó el telón, la noche del estreno, me sentí muy inquieta. Josette carecía netamente de medios, pero se portó bien cuando la gente empezó a hacer barullo. Después del primer acto hubo una enormidad de aplausos. Y aún más al final; fue un verdadero triunfo. Decididamente, en la vida de un escritor que no tiene demasiada mala suerte hay serios momentos de alegría; debe de ser muy emocionante saber así, de golpe, que uno ha logrado su objetivo.
Al entrar al restaurante tuve un gran impulso de simpatía hacia Enrique; ¡es tan rara la verdadera sencillez! A su alrededor todo sonaba falso: las sonrisas, las voces, las palabras, y él estaba exactamente igual a sí mismo; parecía contento, un poco avergonzado, y a mí me hubiera gustado decirle un montón de cosas amables; pero no debía esperar: al cabo de cinco minutos ya se me había anudado la garganta. Hay que decir que no tuve suerte, caí sobre Lucía Belhomme en el momento en que le decía a Volange, señalándole a dos jóvenes actrices judías: «No eran crematorios los de los alemanes, eran incubadoras». Yo conocía la broma; pero nunca la había oído con mis propios oídos; sentí horror a la vez de Lucía Belhomme y de mí misma. Y me las tomé contra Enrique. En su cuarto decía cosas muy lindas sobre el olvido; pero era más bien olvidadizo él también. Vicente pretendía que la vieja Belhomme había sido rapada y que lo merecía. Y Volange, ¿qué hacía aquí? Ya no tuve ganas de felicitar a Enrique. Creo que sintió mi incomodidad. Me quedé un ratito a causa de Paula, pero me sentía tan molesta que bebí sin medida: no me sirvió de nada. Recordaba las palabras que Lambert le había dicho a Nadine. ¿Con qué derecho me empeño en recordar? —me pregunté—. He hecho menos que los demás, he sufrido menos que los demás; si ellos han olvidado, si hay que olvidar, a mí también sólo me queda olvidar. Pero me regañaba en vano: tenía ganas de insultar a alguien o de llorar. Reconciliarse, perdonar, qué palabras hipócritas. Uno olvida, eso es todo. Olvidar a los muertos ya no bastaba. Ahora olvidamos los asesinatos, olvidamos a los asesinos. De acuerdo, no tengo ningún derecho; pero si los ojos se me llenan de lágrimas es cuestión mía.
Paula habló largamente con Josette aquella noche; no supe lo que le dijo. Durante las semanas que siguieron me pareció que me evitaba; salía, escribía, estaba atareada e importante. Yo no me inquieté por ella: estaba demasiado ocupada por demasiadas cosas. Al volver a casa una noche encontré a Roberto blanco de ira; era la primera vez en mi vida que lo veía fuera de si, acababa de disgustarse con Enrique. Me contó la escena en algunas frases sueltas y me dijo con voz cortante:
—No trates de excusarlo. Es inexcusable.
No lo intenté en seguida, me había quedado sin voz. ¡Quince años de amistad borrados en una hora! Enrique no se sentaría nunca más en ese sillón, no oiríamos nunca más su voz alegre. ¡Qué solo iba a estar Roberto!, y Enrique: ¡qué vacío en su vida! No, eso no podía ser definitivo. Recobré la palabra:
—Es absurdo —dije—. Se excitaron los dos. En un caso semejante podías estar en desacuerdo políticamente con Enrique sin retirarle tu amistad. Estoy segura que es de buena fe. No es tan fácil ver claro. Debo decir que si tuviera que tomar decisiones bajo mi propia responsabilidad me sentiría muy desorientada.
—Pareces creer que eché a Enrique a puntapiés —dijo Roberto—. Nadie deseaba más que yo arreglar las cosas amistosamente. Pero él se fue golpeando la puerta.
—¿Estás seguro de no haberlo emplazado para que cediera o rompieran? —dije—. Cuando le pediste que L’Espoir fuera el diario del S. R. L. él estaba convencido que en caso de negarse perdería tu amistad. Esta vez, como no quería ceder, prefirió sin duda terminar en seguida.
—No has asistido a la escena —dijo Roberto—. Desde el principio demostró una flagrante mala voluntad. No digo que una conciliación fuera fácil; pero al menos se podía tratar de evitar un escándalo. En vez de eso recusó todos mis argumentos, se negó a discutir con el comité; hasta llegó a insinuar que yo estaba secretamente afiliado al partido comunista. Quieres que te lo diga: él buscó esta ruptura.
—¡Qué idea! —dije.
Enrique habla alimentado seguramente serios rencores contra Roberto, pero hacía tiempo de eso. ¿Por qué pelearse ahora?
Roberto miró a lo lejos con aire duro:
—Lo molesto, ¿comprendes?
—No, no comprendo —dije.
—Anda en malos pasos —dijo Roberto—. ¿Viste la clase de gente que frecuenta? Nosotros somos su conciencia: prefiere liberarse de ella.
—Eres injusto —dije—. Yo también estaba asqueada la otra noche; pero tú mismo me demostraste que hoy, hacer dar una pieza obliga necesariamente a ciertos compromisos; y con Enrique eso no tiene mayores consecuencias. Apenas frecuenta a esa gente. Se acuesta con Josette: pero puedes estar tranquilo, no es ella quien influye en él.
—En sí esa cena no era grave —dijo Roberto—, pero es un indicio. Enrique es un tipo que se prefiere, quiere poder preferirse tranquilamente sin tener que dar cuentas a nadie.
—¿Se prefiere? —dije—. Se pasa la vida haciendo cosas que lo cargan. Tú mismo has reconocido a menudo que era muy abnegado.
—Cuando tiene ganas, sí. Pero el hecho es que la política le carga. No está seriamente preocupado sino de sí mismo —Roberto me interrumpió con un gesto impaciente—. Eso es lo que más le reprocho; en este asunto sólo pensó en lo que la gente diría de él.
—No me digas que la existencia de los campos lo deja indiferente —dije.
—A mí tampoco me deja indiferente, el problema no es ése —dijo Roberto. Se encogió de hombros—. Enrique no quiere que lo acusen de dejarse intimidar por los comunistas; prefiere pasar efectivamente al campo de los anticomunistas. En esas condiciones le conviene estar mal conmigo. Podrá moldearse sin esfuerzo una hermosa figura de intelectual de gran corazón, que será aplaudida por toda la derecha.
—A Enrique no le interesa gustar a la derecha —dije.
—Quiere gustarse a sí mismo y eso lo arrastrará fácilmente a la derecha; porque en la izquierda las hermosas figuras no encuentran muchos aficionados. —Roberto alzó la mano hacia el teléfono—. Voy a convocar al comité para mañana por la mañana.
Durante toda la noche Roberto estuvo rumiando con aire malévolo la carta que quería someter al comité. Tuve el corazón enlutado por la mañana cuando al desplegar L’Espoir vi impresas las dos cartas en las que él y Enrique cambiaban desautorizaciones injuriosas. Nadine también estaba consternada; conservaba mucha amistad por Enrique y, por otra parte no soporta que ataquen públicamente a su padre.
—Es Lambert el que empujó a Enrique —me dijo con rabia.
Yo hubiera querido comprender lo que había pasado en la cabeza de Enrique. Las interpretaciones de Roberto eran demasiado malévolas. Lo que más le indignaba era que Enrique no le hubiera hablado con confianza; pero después de todo, me dije, le dio bastantes motivos para desconfiar. Me diría que después de tanto tiempo Enrique podía haber pasado la esponja. Es muy bonito, pero el pasado no se olvida a voluntad. Y sé por experiencia que uno es fácilmente injusto con la gente que uno no tiene costumbre de juzgar. Yo misma, so pretexto que en las pequeñas cosas Roberto ha envejecido un poco, suelo dudar de el: me doy cuenta hoy que si decidió callar el asunto de los campos es por razones sólidas, pero yo creí que era por debilidad. Entonces comprendo a Enrique; él también ha admirado a Roberto ciegamente; aunque conociera su imperialismo lo siguió siempre en todo, aun cuando eso lo obligaba a vivir a contrapelo. El asunto Trarieux debe de haberlo marcado justamente por eso; puesto que Roberto había podido decepcionarlo una vez, Enrique creyó que se había vuelto capaz de cualquier cosa.
En fin, era inútil epilogar sobre eso, ya no se podía volver atrás. El problema que ahora se planteaba era qué iba a ser del S. R. L. Dividido, desorganizado, privado de diario, estaba condenado a desintegrarse rápidamente. Por intermedio de Lenoir, Lafaurie sugirió su fusión con los grupos paracomunistas. Roberto contestó que quería esperar las elecciones antes de tomar ninguna decisión; pero yo sabía que no aceptaría. Es verdad que el descubrimiento de los campos no lo había dejado indiferente: no tenía el menor deseo de acercarse a los comunistas. Los miembros del S. R. L. eran libres de inscribirse en el P. C., pero el movimiento como tal dejaría sencillamente de existir.
Lenoir fue el primero en afiliarse. Se alegraba que el escándalo del S. R. L. le hubiera abierto los ojos. Muchos otros lo siguieron: es bárbara la cantidad de gente cuyos ojos se abrieron en noviembre después del éxito comunista. María Ángel vino a pedirle a Roberto una interviú para L’Enclume.
—¿Pero desde cuando es comunista? —dije.
—Desde que comprendí que había que tomar partido —me contestó, mirándome con un aire de superioridad hastiada.
Roberto le negó la interviú. Todas esas conversaciones a su alrededor lo excitaban. Y pese a su rencor contra Enrique, el artículo de Lachaume lo asqueó. Cuando Lenoir volvió a la carga lo escuchó con impaciencia.
—La mejor respuesta que los comunistas podían dar a esta campaña inmunda es el éxito de las elecciones —dijo Lenoir con voz entusiasta—. Perron y su barra no consiguieron desplazar una sola voz —miró a Roberto con aire cómplice—. Ahora el S. R. L. lo seguirá como un solo hombre si usted le propone la fusión que encarábamos el otro día.
—El S. R. L. ha muerto —dijo Roberto—, y yo no hago más política.
—Vamos —dijo Lenoir; sonrió—. Los miembros del S. R. L. están todavía vivos; bastará una palabra de usted para unirlos a todos.
—No tengo la intención de decirla —dijo Roberto—. Yo ya no estaba de acuerdo con los comunistas antes de la cuestión de los campos; no es ahora cuando voy a echarme en sus brazos.
—Los campos… pero vamos, usted se negó a participar en esa mistificación —dijo Lenoir.
—Me negué a hablar de los campos pero no a creer en su existencia —dijo Roberto—. A priori, siempre hay que creer en lo peor, ése es el verdadero realismo.
Lenoir frunció el ceño.
—Hay que saber encarar lo peor y superarlo —dijo—. Pero entonces reprócheles todo lo que quiera a los comunistas; eso no debe impedirle marchar con ellos.
—No —repitió Roberto—, la política y yo se acabó. Vuelvo a mi cueva.
Yo sabía muy bien que el S. R. L. no existía más y que Roberto no tenía ningún proyecto nuevo; sin embargo, sentí un choque oyéndolo declarar que Roberto volvía definitivamente a su cueva. En cuanto Lenoir se hubo ido pregunté:
—¿Terminaste de veras con la política?
Roberto sonrió: —Tengo la impresión de que ella terminó conmigo. ¿Qué puedo hacer?
—Estoy segura que si buscaras encontrarías —dije.
—No —dijo él—. Hay una cosa de la que empiezo a convencerme: hoy las minorías no tienen nada que hacer —se encogió de hombros—. No quiero ni trabajar con los comunistas ni contra ellos. ¿Entonces?
—Entonces conságrate a la literatura —dije alegremente.
—Sí —dijo Roberto sin entusiasmo.
—Siempre podrás escribir artículos en Vigilance.
—En alguna oportunidad los escribiré. Pero, decididamente, lo que uno escribe no tiene mucho peso. Es verdad lo que dijo Lenoir, los artículos de Enrique no influyeron en nada en las elecciones.
—Lenoir parece creer que Enrique está desolado —dije—, pero es injusto: por lo que tú mismo me has dicho no lo deseaba.
—No sé lo que deseaba —dijo Roberto con voz hostil—. No estoy seguro que él mismo lo haya sabido.
—En todo caso —dije con vivacidad—, reconocerás que L’Espoir no ha caído en el anticomunismo
—Hasta ahora no —dijo Roberto—. Hay que esperar la continuación.
Me irritaba pensar que Roberto y Enrique se habían disgustado a causa de una historia que terminaba diluyéndose. No era el caso de una reconciliación, pero visiblemente Roberto se sentía muy solo. No era un invierno feliz. Las cartas que yo recibía de Lewis eran alegres, pero no me reconfortaban. Nevaba en Chicago, la gente patinaba sobre el lago, Lewis pasaba días enteros sin salir de su cuarto, se contaba cuentos: se contaba que en el mes de mayo bajaríamos el Mississippi en barco, que dormiríamos juntos en una cabina, mecidos por el ruido del agua; parecía creerlo; sin duda desde Chicago el Mississippi no parecía tan lejos. Pero yo sabía que para mí ese día frío y gris que volvía a empezar a cada despertar renacería sin fin: «Nunca volveremos a estar juntos, ya no habrá primavera», pensaba.
Fue una de esas noches sin porvenir cuando oí en el teléfono la voz de Paula; hablaba en tono imperioso:
—Ana, ¿eres tú? Ven en seguida, necesito hablarte, es urgente.
—Lo lamento —dije—. Tengo gente a comer; pasaré mañana por la mañana.
—No comprendes; me pasa algo terrible y sólo tú puedes ayudarme.
—¿No puedes pasar un instante por aquí?
Hubo un silencio:
—¿Quiénes van a comer?
—Los Pelletier y los Cange.
—¿Enrique no está ahí?
—No.
—¿Estás segura?
—Evidentemente estoy segura.
—Entonces voy. Pero no les digas nada.
Media hora más tarde llamó y la hice entrar a mi cuarto; un pañuelo oscuro ocultaba su pelo; el polvo con que se había rociado no ocultaba su nariz hinchada. Su aliento tenía un pesado olor a menta y a vino. Paula había sido tan bonita que yo nunca había imaginado que pudiera dejar de serlo por completo: había algo en su rostro que resistiría a todo; y de pronto se veía; estaba hecho como los demás con una carne esponjosa: más de 80% de agua. Se arrancó el pañuelo y se dejó caer sobre el diván:
—Mira lo que acabo de recibir.
Era una carta de Enrique, algunas líneas escritas con letra clara sobre una hojita blanca: «Paula: No hacemos más que hacernos daño. Es mejor dejar por completo de vernos. Trata de no pensar más en mí. Deseo que un día podamos ser amigos. Enrique».
—¿Comprendes algo? —me dijo.
—No se atrevió a hablarte —dije—. Prefirió escribirte.
—¿Pero qué significa?
—Me parece claro.
—Tienes suerte.
Me miró con aire interrogador y terminé por murmurar:
—Es una carta de ruptura.
—¿De ruptura? ¿Has visto cartas de ruptura escritas así?
—No tiene nada de extraordinario.
Se encogió de hombros:
—Vamos. Y además, ¿qué hay para romper entre nosotros? Puesto que él acepta la idea de amistad yo no deseo otra cosa.
—¿Estás segura de no haberle dicho que lo querías?
—Lo quiero más allá de este mundo: ¿En qué molesta nuestra amistad? Y además, él exige ese amor —dijo con voz violenta que de pronto me recordó la voz de Nadine—. ¡Esta carta es de una hipocresía indignante! En fin, reléela: trata de no pensar más en mí. ¿Por qué no dice, simplemente, no pienses más en mí? Se traiciona, quiere que yo me torture intentándolo, pero no que lo logre. Y en el mismo momento, en vez de poner normalmente: querida Paula, escribe: Paula —su voz tembló al pronunciar su nombre.
—Temió que el querida te pareciera hipócrita.
—En absoluto. Bien sabes que en amor, en los momentos más fuertes, uno sólo dice el nombre desnudo. Él quiso hacerme oír su voz de alcoba, ¿comprendes?
—¿Pero por qué? —dije.
—Es lo que vengo a preguntarte —dijo mirándome con aire acusador; apartó los ojos—. Sólo nos hacemos mal. ¡Es el colmo! ¡Pretende que lo atormento!
—Supongo que sufre al hacerte sufrir.
—¿Y se imagina que esta carta me resultará agradable? ¡Vamos! ¡Vamos! No es tan estúpido.
Hubo un silencio y yo pregunté:
—¿Qué supones?
—No veo claro —dijo ella—. Nada claro. No suponía que pudiera ser tan sádico —se pasó laso manos por las mejillas con aire agotado—. Yo tenía la impresión de haber ganado casi; se había vuelto confiado, cordial; más de una vez sentí que estaba dispuesto a decirme que la prueba había terminado. Y después, el otro día, tuve que hacer una falsa maniobra.
—¿Qué pasó?
—Los periodistas anunciaron su casamiento con Josette. Naturalmente, no lo creí ni por un minuto. ¿Cómo podía casarse con Josette puesto que yo soy su mujer? Eso formaba parte de la prueba y lo comprendí en seguida. Vino a confesarme que era una mentira.
—¿Si?
—Puesto que te lo digo. ¿O tú también desconfías de mí?
—Te dije «si», no era una pregunta.
—Dijiste ¿sí? En fin, pasemos. Vino. Traté de explicarle que podía poner fin a esa comedia; que nada de lo que le ocurre en este mundo puede en adelante alcanzarme, y que lo quiero en un total renunciamiento. No sé si he sido inhábil o si él es loco. A cada palabra que yo decía él oía otra: era horrible…
Hubo un largo silencio y pregunté con prudencia:
—¿Pero qué piensas que quiere exactamente de ti?
—Me miró con aire sospechoso:
—En fin, ¿a qué juego juegas?
—No juego a ningún juego.
—Me haces preguntas estúpidas.
Después de un nuevo silencio agregó:
—Sabes perfectamente lo que quiere. Quiere que yo le dé todo sin pedirle nada; es muy simple. Lo que no sé es si ha escrito esa carta porque cree que todavía exijo su amor, o porque teme que le niegue el mío. En el primer caso es la comedia que continúa. En el segundo…
—¿En el segundo…?
—Es una venganza —dijo sombríamente. De nuevo su mirada se posó sobre mí, vacilante, desconfiada y sin embargo imperiosa—. Tienes que ayudarme.
—¿Cómo?
—Tienes que hablarle a Enrique y tienes que convencerlo.
—Pero: Paula, sabes muy bien que Roberto y yo acabamos de enemistarnos con Enrique.
—Ya sé —dijo ella vagamente—. Pero sigues viéndolo.
—Por supuesto que no.
Vaciló: —Admitámoslo. En todo caso puedes verlo: no te tirará por la escalera.
—Pensará que tú me mandas y lo que yo diga no tendrá ningún peso.
—¿Eres mi amiga?
—Evidentemente.
Me lanzó una mirada desamparada y de pronto su rostro se aflojó y se echó a llorar.
—Dudo de todo —dijo.
—Paula, soy tu amiga —contesté.
—Entonces háblale —dijo—. Dile que no puedo más, que ya basta: pude cometer errores. Pero hace demasiado tiempo que me tortura. Dile que no siga.
—Supongamos que yo dé ese paso —dije—. Cuando te repita lo que me ha dicho Enrique, ¿me creerás?
Se levantó, se secó los ojos, volvió a ponerse el pañuelo.
—Te creeré si me dices la verdad —dijo caminando hacia la puerta.
Yo sabía que era perfectamente inútil hablar con Enrique; en cuanto a Paula, toda conversación amistosa sería en adelante vana; hubiera habido que acostarla sobre el diván y empezar a interrogarla; felizmente, no nos es permitido tratar a alguien a quien conocemos íntimamente: yo hubiera tenido la impresión de cometer un abuso de confianza. Me sentí cobardemente aliviada cuando se negó a levantar el receptor y contestó a mis dos cartas con unas líneas lacónicas: «Perdóname. Necesito soledad. Te llamaré un día de éstos».
El invierno seguía arrastrándose. Nadine estaba muy inestable desde su ruptura con Lambert; aparte de Vicente, no veía a nadie más. Ya no hacía periodismo, se limitaba a ocuparse de Vigilance. Roberto leía enormemente, me llevaba a menudo al cine y se pasaba horas oyendo música: se había puesto a comprar discos frenéticamente. Cuando desarrolla así una nueva manía, quiere decir que su trabajo anda mal.
Una mañana, mientras tomábamos el desayuno, hojeando los diarios, caí sobre un artículo de Lenoir; era la primera vez que escribía en un diario comunista y se había puesto bravo; a todos sus examigos los ejecutaba dentro de las reglas; Roberto era el menos maltratado; en revancha, se desencadenaba contra Enrique.
—Mira esto —dije.
Roberto leyó y arrojó el diario:
—Hay que confesar que Enrique tiene mucho mérito en no hacerse anticomunista.
—Te había dicho yo que aguantaría.
—Debe de haber una lucha en el diario —dijo Roberto—. Se siente en los artículos de Samazelle que está loco de ganas de pasarse a la derecha; Trarieux también, evidentemente, y Lambert es más que dudoso.
—Oh, Enrique no está bien colocado —dije. Sonreí—. En el fondo está más o menos en la misma situación que tú: los dos están mal con todo el mundo.
—Debe de molestarle más que a mí —dijo Roberto.
Había casi benevolencia en su voz; tuve la impresión de que su rencor contra Enrique empezaba a disiparse.
—Nunca conseguiré comprender por qué se disgustó contigo de esa manera —dije—. Estoy segura de que hoy se muerde los puños.
—Lo he pensado a menudo —dijo Roberto—. Al principio yo le reprochaba haber pensado demasiado en sí mismo, en este asunto. Ahora me digo que no estaba tan equivocado. En el fondo teníamos que decidir lo que hoy en día puede y debe ser el papel de un intelectual. Callar era elegir una solución muy pesimista: a su edad es natural que se haya encabritado.
—La paradoja es que a Enrique le importaba mucho menos que a ti representar un papel en política —dije.
—Quizá haya comprendido que había otras cosas en juego —dijo Roberto.
—¿Qué cosas?
Roberto vaciló:
—¿Quieres el fondo de mi pensamiento?
—Evidentemente.
—Un intelectual ya no tiene ningún papel.
—¿Cómo es eso? Puede escribir, ¿no?
—Oh, uno puede divertirse enhebrando palabras como quien enhebra perlas, cuidándose de no decir nada. Pero aun así es peligroso.
—Vamos —dije—, en tu libro defiendes la literatura.
—Espero que lo que he dicho será verdad algún día —dijo Roberto—. Por el momento creo que lo mejor que podemos hacer es hacernos olvidar.
—¿No vas a dejar de escribir? —pregunté.
—Sí. Cuando haya terminado este ensayo no escribiré más.
—¿Pero por qué?
—¿Por qué escribo? —dijo Roberto—. Porque no sólo de pan vive el hombre y creo en la necesidad de lo superfluo. Escribo para salvar todo lo que la acción descuida: las verdades del momento, lo individual, lo inmediato. Yo creía hasta ahora que ese trabajo se integraba con el de la revolución. Pero no: lo molesta. A la hora actual toda literatura tendiente a dar a los hombres algo más que pan es explotada para demostrar que pueden privarse de pan.
—Siempre has evitado ese malentendido —dije.
—Pero las cosas han cambiado —dijo Roberto—. Comprendes que hoy la revolución está en manos de los comunistas y solamente de ellos; los valores que defendíamos ya no tienen lugar; quizá los recobraremos, hay que desearlo; pero si nos empeñamos en mantenerlos, en ese mismo momento servimos a la contrarrevolución.
—No, no quiero creer eso —dije—. El gusto de la verdad, el respeto de los individuos no es seguramente nocivo.
—Cuando me negué a hablar de los campos de trabajo es porque la verdad me pareció nociva —dijo Roberto.
—Es un caso particular.
—Un caso particular semejante a centenares de otros. No —dijo—. Se dice la verdad o no se dice. Si uno no está decidido a decirla siempre es mejor no meterse: lo mejor es callar.
Miré a Roberto:
—¿Sabes lo que creo? Sigues pensando que había que guardar silencio sobre los campos rusos, pero sin embargo te ha costado. Y con los sacrificios te pasa como a mí: no nos gustan, nos dan remordimientos. Para castigarte renuncias a escribir.
Roberto sonrió:
—Digamos más bien que sacrificando algunas cosas (a grandes rasgos lo que tú llamabas mis deberes de intelectual), tomé conciencia de su vanidad. ¿Recuerdas el réveillon del 44? —agregó—. Decíamos que tal vez llegara un momento en que la literatura perdería sus derechos. Y bien: hemos llegado, Lo que falta no son lectores. Pero los libros que yo podría ofrecerles serían o perjudiciales o insignificantes.
Vacilé:
—Hay algo oscuro en todo esto.
—¿Qué?
—Si los viejos valores te parecieran tan vanos, marcharías con los comunistas.
Roberto meneó la cabeza:
—Tienes razón; hay algo que no anda. Voy a decirte lo que es: soy demasiado viejo.
—¿Qué tiene que ver tu edad con todo esto?
—Me doy muy bien cuenta que muchas de las cosas que me han importado ya no corren; estoy obligado a desear un porvenir muy distinto del que había soñado; pero no puedo cambiarme: entonces, en ese porvenir no hay lugar para mí.
—En otras palabras: deseas el triunfo del comunismo, aun sabiendo que no podrías vivir en un mundo comunista.
—Es más o menos eso. Ya volveremos a hablar, —agregó—. Voy a escribir sobre esto: será la conclusión de mi libro.
—Y cuando el libro esté terminado, ¿qué harás? —dije.
—Haré como todo el mundo. Hay dos mil millones y medio de hombres que no escriben.
No quise inquietarme demasiado. Roberto tenía que digerir el fracaso del S. R. L., estaba en crisis, se recobraría. Pero confieso que no me gustaba esa idea: hacer lo de todo el mundo. Comer para vivir, vivir para comer, había sido la pesadilla de mi adolescencia. Si había que volver a eso era mejor abrir el gas en seguida. Pero supongo que también todo el mundo piensa esas cosas: abrir el gas en seguida; y uno no lo abre. Me sentí más bien deprimida los días siguientes y no tenía ganas de ver a nadie. Me quedé muy sorprendida cuando una mañana un mensajero me entregó un enorme ramo de rosas rojas, Prendida al papel transparente había una esquela de Paula: «¡Lux! El malentendido se ha disipado. Soy feliz y te envío rosas. Hasta esta tarde en casa».
Le dije a Roberto:
—No mejora.
—¿No hay ningún malentendido?
—Ninguno.
Me repitió lo que ya me había dicho varias veces.
—Deberías llevarla a ver a Mardrus.
—No será fácil decidirla.
Yo no era su médico; pero ya no era su amiga mientras subía la escalera con mentiras a flor de labio y una mirada profesional oculta en el fondo de mis ojos. La sonrisa que esbocé golpeando a su puerta me parecía una traición y me avergoncé aún más cuando Paula, al recibirme, hizo un gesto inhabitual: me abrazó. Llevaba uno de esos largos vestidos sin época, se había puesto una rosa roja en su cabello suelto, otra sobre, el corazón; el estudio estaba lleno de flores.
—¡Qué buena eres de haber venido! —dijo Paula—. Eres siempre tan buena. Verdaderamente no lo merezco: me he portado tan mal contigo. Estaba totalmente desorientada —dijo en tono de excusa.
—Soy yo quien debe agradecerte: me has enviado rosas suntuosas.
—¡Ah, es un gran día! —dijo Paula. Me sonrió con aire feliz—. Espero a Enrique de un momento a otro: todo vuelve a empezar.
¿Todo volvía a empezar? Yo tenía serias dudas; más bien suponía que Enrique se había decidido a esa visita de caridad. En todo caso no quería encontrarme con él. Di un paso hacia la puerta:
—Te dije que estábamos disgustados con Enrique. Se enfurecerá si me encuentra aquí. Volveré mañana.
—¡Por favor! —me dijo.
Había tal pánico en sus ojos que tiré mi cartera y mis guantes sobre el diván. Paciencia; me quedaba. Paula se dirigió hacia la cocina con grandes pasos sedosos y volvió trayendo sobre una bandeja dos copas y una botella de champaña:
—Vamos a brindar por el porvenir.
El tapón saltó y nuestras copas se entrechocaron.
—¿Qué ha pasado? —dije.
—Tengo que ser verdaderamente estúpida —dijo Paula alegremente—. Desde hace tanto tiempo, tengo todos los indicios en la mano. Y hasta esta noche no supe reconstruir el puzzle. No dormía, pero había cerrado los ojos, y de pronto vi, tan claramente como en una tarjeta postal, el gran estanque del castillo de Belzunce. Al amanecer le mandé unas líneas a Enrique.
La miré ron inquietud; sí, había hecho bien en quedarme; no había mejorado, había empeorado francamente.
—¿No comprendes? ¡Es tonto como un vodevil! —dijo Paula—. Enrique está celoso —rio con verdadera alegría—. Parece inconcebible, ¿verdad?
—Más bien.
—Y bien, es la verdad. Se divierte sádicamente en torturarme y ahora sé por qué —sujetó contra su sien la rosa roja—. Cuando me declaró bruscamente que no debíamos volver a acostarnos juntos, creí que era por delicadeza moral; me equivocaba completamente: en verdad se había imaginado que yo me había vuelto fría y eso lo hirió horriblemente en su amor propio; y no protesté con bastante convicción, cosa que lo hirió más. Después de eso empecé a salir, a vestirme y le fastidió. Me despedí de él alegremente, demasiado alegremente a su gusto. Y una vez en Borgoña acumulé errores monumentales. Te juro que no lo hice a propósito.
En ese momento golpearon suavemente a la puerta. Paula me miró con un rostro tal que me levanté para ir a abrir. Era una mujer que llevaba una canasta en la mano.
—Perdón, disculpas —dijo—. No encuentro a la portera. Es para capar a un gato.
—La clínica está en la planta baja —dije—. La puerta de la izquierda.
Volví a cerrar la puerta y mi risa se petrificó cuando encontré la mirada perdida de Paula.
—¿Qué significa eso? —dijo.
—Que la portera no estaba —dije alegremente—. Suele ocurrir.
—¿Pero por qué vinieron aquí?
—Es un azar: tenía que dirigirse a algún lado.
—¿Un azar? —dijo Paula.
Sonreí con aire despreocupado:
—Me hablabas de tus vacaciones. ¿Qué hiciste para herir a Enrique?
—¡Ah, sí! —ya no había ninguna animación en su voz—. Pues le mandé una tarjeta postal. Le hablaba de mis ocupaciones y escribí esta frase desdichada: «Doy largos paseos por estos parajes que según dicen se me parecen». Evidentemente, en seguida pensó que yo tenía un amante.
—No veo…
—Dicen —explicó con impaciencia—. El dicen era sospechoso. Cuando uno compara a una mujer con un paisaje es generalmente porque es su amante. Y luego le envié a Venecia otra tarjeta que representa el parque de Belzunce con el estanque en el medio.
—¿Y entonces?
—Tú misma me has enseñado que las fuentes, los estanques, los lagos, son símbolos psicoanalíticos. Enrique comprendió que lo le tiraba a la cara; ¡tengo un amante! Sin duda supo que Luis Volange estaba allí: ¿no notaste en la cena del estreno con qué mirada me fulminaba cuando yo hablaba con Volange? Es claro como dos y dos son cuatro. A partir de ahí todo se eslabona.
—¿Le dijiste eso en su esquela?
—Sí. Ahora sabe todo.
—¿Te contestó?
—¿Para qué? Va a venir, sabe muy bien que lo espero.
Guardé silencio. En el fondo de sí misma Paula sabía que no vendría; por eso me suplicó que me quedara, en algún momento tendría que confesarse que no había venido y entonces se derrumbaría. Mi única esperanza era que Enrique hubiera comprendido que estaba volviéndose loca y que pasara a verla por piedad. Entre, tanto, yo no encontraba nada que decir; miraba la puerta con una fijeza que me resultaba insoportable; el olor de las rosas me resultaba un olor mortuorio.
—¿Siempre escribes? —pregunté.
—Sí.
—Me habías prometido mostrarme algo —dije golpeada por una súbita inspiración—. Y nunca lo hiciste.
—¿Te interesa de veras?
—Por supuesto.
Se dirigió hacia su escritorio y sacó un fajo de papeles celestes cubiertos de una letra redonda; los puso sobre mis rodillas; siempre había hecho faltas de ortografía pero nunca tantas; recorrí una página; era algo que hacer, pero Paula seguía mirando la puerta.
—Te entiendo mal —le dije—. ¿Te molestaría leer en voz alta?
—Como quieras —dijo Paula.
Encendí un cigarrillo. Por lo menos mientras leía yo sabía qué sonidos se formaban en su garganta. No esperaba mucho, pero de todas maneras me sorprendió: era aterrador. En medio de una frase llamaron abajo. Paula se levantó: «¡Ves!», dijo en tono triunfal. Apretó el botón que abría la puerta.
Permaneció de pie con una expresión extasiada en el rostro.
—Telegrama.
—Gracias.
El hombre cerró la puerta y ella me tendió el papel celeste:
—Ábrelo. Léelo.
Se sabía sentado en el diván; sus pómulos y sus labios se habían vuelto violeta:
«Paula. Nunca hubo ningún malentendido. Seremos amigos cuando hayas aceptado que nuestro amor ha muerto. Entretanto no me escribas más. Hasta más adelante».
Cayó cuan larga era con tanta violencia que una rosa se deshojó. «No comprendo —gimió—. No comprendo más nada».
Sollozaba, el rostro oculto entre los almohadones, y yo le decía frases sin sentido solamente por oír el ruido de mi voz. «Curarás, hay que curar. El amor no es todo…». Sabiendo muy bien que en su lugar yo no quisiera curar nunca y enterrar mi amor con mis propias manos.
Volvía de Saint-Martin, donde había pasado el weekend, cuando recibí su nota: «La comida es mañana a las ocho». Descolgué el receptor. La voz de Paula me pareció helada:
—¿Ah, eres tú? ¿De qué se trata?
—Quería decirte solamente que estoy de acuerdo para mañana a la noche
—Naturalmente —dijo ella. Y colgó.
Yo me preparaba para una noche difícil y, sin embargo, cuando Paula me abrió la puerta: tuve un shock; nunca había visto su cara lavada; llevaba una falda vieja, una tricota vieja gris, el pelo tirado hacia atrás, en un rodete ingrato; sobre la mesa, a la que había agregado tablas y que se estiraba de una pared a otra del estudio, había dispuesto doce platos y otros tantos vasos.
—¿Vienes a ofrecerme tu pésame o tus felicitaciones?
—¿A propósito de qué?
—De mi ruptura con mi amante.
No contesté, y preguntó, señalando por encima de mi hombro el corredor desierto:
—¿Dónde están?
—¿Quiénes?
—Los otros.
—¿Qué otros?
—Ah, creía que eran más numerosos —dijo ella con voz incierta volviendo a cerrar la puerta. Echó una mirada a la mesa—. ¿Qué quieres comer?
—Cualquier cosa. Lo que tengas.
—No tengo nada —dijo—, salvo quizá fideos.
—De todas maneras no tengo hambre —dije rápidamente.
—Puedo ofrecerte fideos sin arruinar a nadie —dijo con voz insinuante.
—No, de veras; muy a menudo no como de noche.
Me senté, no conseguía arrancar mi mirada de esa mesa de banquete. Paula también se había sentado y me miraba en silencio. Ya había visto en sus ojos reproche, sospecha, impaciencia, pero hoy no era posible equivocarse: negro, frío, duro, era el odio. Me esforcé por hablar.
—¿A quiénes esperabas? —dije.
—¡Los esperaba a todos! —se encogió de hombros—. Sin duda me olvidé de mandar las invitaciones.
—Todos: ¿quiénes son todos? —pregunté.
—Sabes muy bien —dijo—. Tú, Enrique, Volange, Claudia, Lucía, Roberto, Nadine: toda la coalición.
—¿Una coalición?
—No te hagas la inocente —dijo con voz dura—. Todos se han coaligado. La pregunta que quería hacerles esta noche es ésta: ¿con qué fin obraron? Si es por mi bien, sé lo agradeceré, y partiré a África a cuidar leprosos. Si no, sólo me queda vengarme —me miró fijamente—. Debí vengarme primero de aquellos a quienes más quise. Por eso no puedo decidirme sin estar segura. —Había en su voz una pasión tan sombría que miré de reojo la cartera que había puesto sobre sus rodillas y cuyo cierre relámpago movía nerviosamente. De pronto todo se había vuelto posible. Ese estudio rojo, ¡qué hermoso decorado para un asesinato! Resolví contraatacar:
—Escucha, Paula, últimamente pareces seriamente cansada. Das una comida y te olvidas de invitar a la gente, te olvidas de preparar la comida. Ahora estás elaborando un delirio de persecución. Tienes que ir a ver en seguida un médico. Voy a pedirte hora con Mardrus.
Pareció un instante desconcertada.
—Tengo dolores de cabeza —dijo—, pero todo eso es secundario. Primero tengo que aclarar las cosas —reflexionó—. Sé que tengo un temperamento que interpreta, pero un hecho es un hecho.
—¿Dónde están los hechos?
—¿Por qué mandó su última carta del correo de la calle Singer? ¿Por qué había un mono que me hacía muecas en la casa de enfrente? ¿Por qué cuando dije que no soy capaz de presidir un salón me contestaste: al contrario? Me acusan de haber imitado a Enrique tratando de escribir, de haber imitado a Claudia su vestimenta, su vida mundana. Me reprochan haber aceptado dinero de Enrique y haberme burlado de los pobres. Se han coaligado para convencerme de mi abyección —de nuevo clavó sobre mí una mirada amenazadora—. ¿Era para salvarme o para destruirme?
—Lo que llamas hechos son azares que no significan nada —dije.
—¡Vamos, vamos, no son nubes que se encuentran! No niegues —agregó con impaciencia—: Contéstame francamente o nunca saldremos de éstas.
—Nadie ha pensado nunca en destruirte —dije—. Escucha, ¿por qué puedo desearte el mal? Somos amigas.
—Eso es lo que yo me decía antes —dijo Paula—. En cuanto volvía a verlos dejaba de creer en mis sospechas; era como un hechizo —se puso bruscamente de pie y su voz cambió—. Te recibo muy mal —dijo—. Debo de tener un poco de Oporto en algún lado.
Fue a buscar el Oporto, llenó dos vasos e hizo una sonrisa que era más bien una mueca:
—¿Cómo está Nadine?
—Así no más. Desde su ruptura con Lambert está más bien abatida.
—¿Con quién se acuesta?
—Creo que en este momento no tiene a nadie.
—¿Nadine? Confiesa que es raro —dijo Paula.
—No tanto.
—¿Sale a menudo con Enrique?
—Te he dicho que estábamos disgustados —contesté.
—Ah, me olvidaba de esa pelea —dijo Paula con una especie de risa. La risa se cortó—. No me engañan, ¿sabes?
—Vamos: has leído las cartas de Roberto y de Enrique en L’Espoir.
—Las he leído en el número del L’Espoir que tuve entre manos, sí.
La miré:
—¿Quieres decir que ese número fue fabricado a propósito?
—Evidentemente —dijo Paula. Se encogió de hombros—. Para Enrique es un juego de niños.
—Guardé silencio; no hubiera tenido ningún sentido discutir. Atacó de nuevo:
—¿Entonces, según tú, Nadine no ve más a Enrique?
—No.
—Nunca lo quiso, ¿verdad?
—Nunca.
—¿Por qué se fue con él a Portugal?
—Lo sabes muy bien: le divertía tener un lío con él, y sobre todo tenía ganas de viajar.
Tenía la impresión de soportar un interrogatorio policial; de un momento a otro se me echarían encima y me aporrearían.
—Y la dejaste ir así —dijo Paula.
—Desde la muerte de Diego, la he dejado siempre libre.
—Eres una mujer rara —dijo Paula—. Se habla demasiado de mí y no bastante de ti —llenó de nuevo mi copa—. Termina ese Oporto.
—Gracias.
Yo no veía adónde quería llegar, pero me sentía cada vez más incómoda. ¿Qué tenía exactamente contra mí?
—Hace tiempo que ya no te acuestas con Roberto, ¿no es cierto? —dijo.
—Mucho tiempo.
—¿Y nunca has tenido amantes?
—A veces… historias sin importancia.
—Historias sin importancia —repitió Paula lentamente—. ¿Y en este momento tienes una historia sin importancia?
No sé muy bien por qué me sentí obligada a contestar, como si esperara que la verdad tuviera el poder de desarmar su locura:
—Tuve algo muy importante en Estados Unidos —dije—. Con un escritor, se llama Lewis Brogan…
Estaba dispuesta a contarle todo, pero me detuvo.
—Oh. Estados Unidos es lejos —dijo—. Quiero decir en Francia.
—Quiero a ese americano —dije—. Volveré a verlo en el mes de mayo. No se trata de tener otro lío.
—¿Y qué dice Enrique? —preguntó Paula.
—¿Qué tiene que ver Enrique en todo esto?
Paula se levantó:
—¡Vamos! Terminemos con este juego —dijo—. Sabes muy bien que sé que te acuestas con Enrique. Lo que quiero es que me digas cuándo empezó eso.
—Vamos —dije—. Es Nadine la que se acostó con Enrique, no yo.
—La arrojaste en brazos de Enrique para retenerlo. Hace tiempo que comprendí eso —dijo Paula—. Eres muy viva, pero de todas maneras has cometido algunas faltas.
Paula había tomado su cartera, seguía jugando con el cierre relámpago y yo ya no podía apartar mi mirada de sus manos. Me levanté a mi vez.
—Si piensas eso es mejor que me vaya —dije.
—Adiviné la verdad esa noche de mayo del 45 en que pretendieron haberse perdido entre la muchedumbre —dijo Paula—, y me dije que deliraba: ¡qué idiota fui!
—Delirabas —dije—. Deliras.
Paula se apoyó en la puerta.
—Terminemos —dijo—. ¿Han preparado esta comedia para librarse de mí o por mi propio interés?
—Anda a ver un médico. —Dije—. Mardrus u otro, cualquiera. Pero tienes que ir a verlo y cuéntale todo: te dirá que estás en pleno delirio.
—¿Te niegas a ayudarme? —dijo Paula—. Oh, me lo suponía. Poco importa. Terminaré por ver claro sin tu ayuda.
—No puedo ayudarte. Te niegas a creerme.
Durante un momento que me pareció interminable hundió su mirada en la mía:
—¿Quieres irte? ¿Te esperan?
—Nadie me espera, pero no sirve de nada que me quede.
Se apartó de la puerta:
—Vete; puedes repetirles todo: no tengo nada que ocultar.
—Créeme, Paula —dije tendiéndole la mano—, estás enferma, debes cuidarte.
Me tendió la mano:
—Gracias por tu visita. Hasta pronto.
—Hasta pronto —dije.
Bajé la escalera lo más rápido que pude.
Al día siguiente, después del almuerzo, estábamos tomando el café cuando llamaron a la puerta. Era Claudia.
—Discúlpenme; es muy incorrecto llegar así de improviso —su voz era agitada e importante—. Vengo a verlos a propósito de Paula; tengo la impresión de que algo anda mal.
—¿Qué ha pasado?
—Tenía que almorzar en casa; a la una y media no había llegado; le hablé por teléfono y me contestó con una sonora carcajada; le dije que íbamos asentamos a la mesa y gritó: «¡Siéntense a la mesa! ¡Siéntense a la mesa!», riendo como una histérica.
Una alegre aprensión hacía brillar los ojos redondos de Claudia. Me puse de pie:
—Hay que ir a su casa.
—Es lo que pensaba, pero no me atrevía a ir sola —dijo Claudia.
—¡Vamos juntas! —dije.
El coche de Claudia nos dejó dos minutos después ante la casa de Paula. Hoy el cartel familiar: «Cuartos amueblados» me parecía cargado de un sentido siniestro. Llamé. La puerta no se abrió. Llamé de nuevo largamente; un paso resonó sobre la baldosa y Pauta apareció; tenía el cabello oculto bajo un chal violeta; se echó a reír: «¿No son más que dos?». Tenía la puerta entreabierta y nos examinaba con ojos malévolos.
—Ya no las necesito más. Gracias.
Cerró brutalmente la puerta y la oí gritar en voz muy alta alejándose: «¡Qué comedia!».
Nos quedamos plantadas en la acera.
—Creo que habría que prevenir a la familia —dijo Claudia; sus ojos, ya no brillaban—. En estos casos no se puede hacer otra cosa.
—Sí, tiene una hermana —vacilé—. De todos modos voy a tratar de hablarle.
Esta vez apreté el botón y la puerta se abrió automáticamente; la portera me detuvo al pasar; era una mujercita frágil y discreta que desde tiempo atrás hacía la limpieza del departamento de Paula: —¿Sube a casa de Mme. Mareuil?
—Sí. No parece andar bien.
—Justamente yo estaba mortificada —dijo la portera—. Hace por lo menos cinco días que no come nada y los inquilinos de abajo me dijeron que se pasa la noche caminando. Cuando hago la limpieza está siempre refunfuñando cosas en voz alta: ya me acostumbré a eso; pero estos últimos tiempos está muy rara.
—Voy a tratar de llevarla a descansar.
Subí la escalera y Claudia subió detrás. El último rellano estaba a oscuras; en la oscuridad algo brillaba: una gran hoja blanca clavada en la puerta con chinches. En letras impresas se leía sobre el papel: «El mono mundano». Golpeé vanamente.
—¡Qué horror! —dijo Claudia—. ¡Se habrá matado!
Miré por el ojo de la cerradura; Paula estaba arrodillada ante la chimenea; a su alrededor había fajos de papel e iba echándolos al fuego. Golpeé de nuevo con violencia.
—¡Abre o hago derribar la puerta!
Se levantó, abrió y se puso la mano detrás de la espalda.
—¿Qué quieren de mí?
De nuevo se arrodilló ante el fuego; las lágrimas corrían por sus mejillas y los mocos corrían de su nariz. Arrojaba sus manuscritos y cartas a las llamas. Puse la mano sobre su hombro y se sacudió con horror.
—Déjame.
—Paula, vas a venir conmigo a ver un médico, enseguida. Estás volviéndote loca.
—Vete. Sé que me odias y yo también te odio. Vete.
Se levantó y se puso a gritar:
—Váyanse.
Un instante más e iba a aullar. Me dirigí hacia la puerta y salí con Claudia.
Claudia telegrafió a la hermana de Paula, yo telefoneé a Mardrus para pedirle consejo y le envié unas líneas a Enrique. A la noche, durante la comida, un campanillazo nos sobresaltó. Nadine saltó a la puerta: era un muchacho que me tendió un pedazo de papel. «De parte de la señorita Mareuil. Soy el sobrino de la portera», dijo. Leí en voz alta: «No te odio. Te espero. Ven inmediatamente».
—¿No irás? —dijo Nadine.
—Por supuesto que sí.
—No conseguirás nada.
—Nunca se sabe.
—Pero es peligrosa —dijo Nadine—. Bueno —agregó—, si vas voy contigo.
—Iré yo —dijo Roberto—, Nadine tiene razón, es mejor ser dos. Protesté débilmente.
—A Paula le parecerá raro.
—Hay tantas cosas que le parecen raras.
En verdad, cuando me encontré ante esa casa demente, cuando subí de nuevo la escalera de alfombra raída, me alegré de tener a Roberto a mi lado. Ya el papel no estaba clavado en la puerta. Paula no nos tendió la mano, pero su rostro estaba sereno; hizo un gesto ceremonioso:
—¿Quieren hacer el favor de pasar?
Retuve una exclamación: todos los espejos estaban rotos y la alfombra cubierta de astillas de vidrio; un acre color a telas quemadas llenaba la habitación:
—Bueno —dijo Paula con voz solemne—, quería agradecerles —nos señaló dos asientos—. Quiero agradecerles a todos porque ahora he comprendido.
Su voz parecía sincera, pero la sonrisa que nos dirigía torcía sus labios como si ya no fuera capaz de hacerse obedecer por ellos.
—No tienes nada que agradecerme —dije—. No he hecho nada.
—No mientas —dijo—. Han obrado por mi bien, lo admito. Pero no hay que seguir mintiendo —me escrutó—: Era por mi bien, ¿verdad?
—Sí. —Dije.
—Sí, lo sé. He merecido esta prueba y ustedes tuvieron razón de infligírmela. Les agradezco que me hayan puesto frente a mí misma. Pero ahora tienen que darme un consejo: ¿tengo que tomar ácido prúsico o tratar de reivindicarme?
—Ácido prúsico, no —dijo Roberto.
—Bueno, ¿entonces cómo voy a vivir?
—Primeramente vas a tomar un calmante y a dormir —dije—. No puedes tenerte en pie.
—No quiero ocuparme más de mí —dijo con violencia—. Ya he pensado demasiado en mí. No me des malos consejos.
Se dejó caer sobre una silla; sólo quedaba esperar, de un momento a otro iba a derrumbarse y yo la metería en la cama con dos pastillas. Miré a mi alrededor. ¿Tenía verdaderamente ácido prúsico a mano? Recordé que en el 40 me había mostrado un frasquito oscuro explicándome que había conseguido veneno para cualquier eventualidad. Quizá el frasco estaba en su cartera. No me atreví a tocar esa cartera. Mi mirada volvió a Paula. Su mandíbula inferior pendía, todos sus rasgos se habían abatido; yo había visto muchas caras en ese estado; pero Paula no era una enferma, era Paula; me hacía daño verla así. Hizo un esfuerzo.
—Quiero trabajar —dijo——. Quiero pagarle a Enrique. Y no quiero que los atorrantes vuelvan a insultarme.
—Le conseguiremos trabajo —dijo Roberto.
—He pensado hacerme sirvienta —dijo—. Pero sería una competencia injusta. ¿Cuáles son los oficios en los que no se hace competencia a nadie?
—Ya encontraremos —dijo Roberto.
Paula se pasó la mano por la frente:
—¡Todo es tan difícil! Hace un rato empecé a quemar mis vestidos. Pero no tengo derecho. —Me miró—: Si se los vendo a los traperos, ¿crees que dejarán de aborrecerme?
—No te aborrecen —dije.
Bruscamente se levantó, caminó hacia la chimenea y recogió un montón de ropa: los vestidos de seda brillante, el traje sastre de fil a fil gris ya no eran más que trapos ajados.
—Voy a ir a distribuirlos enseguida —dijo—. Bajemos juntos.
—Es muy tarde —dijo Roberto.
—El café de los Atorrantes queda abierto hasta muy tarde.
Se echó un abrigo sobre los hombros: ¿cómo impedirle bajar? Cambié una mirada con Roberto: sin duda ella la sorprendió.
—Sí, es una comedia —dijo con voz cansada—. Ahora me imito a mí misma. —Se sacó el abrigo y lo arrojó sobre la silla—: Esto también es una comedia: me he visto arrojando el abrigo. —Hundió sus ojos en sus puños cerrados—: ¡No dejo de verme!
Llené un vaso de agua y diluí una pastilla.
—Bebe esto —dije—, y acuéstate.
La mirada de Paula vaciló; se abatió entre mis brazos:
—¡Estoy enferma, estoy tan enferma!
—Sí, pero vas a cuidarte y vas a curar —dije.
—Cuídenme, tienen que cuidarme.
Temblaba, las lágrimas rodaban por sus mejillas, estaba tan afiebrada y tan húmeda que me parecía que un rato más tarde se habría derretido entera, dejando en su lugar un charco pegajoso, negro como sus ojos.
—Mañana te llevo a una clínica —dije—; entre tanto, bebe.
Tomó el vaso:
—¿Me hará dormir?
—Sin duda.
Vació el vaso de un trago.
—Ahora sube a acostarte.
—Subo —dijo dócilmente.
Subí con ella, y mientras estaba en el cuarto de baño abrí la cartera de cierre relámpago: en el fondo había un frasquito oscuro que metí en mi bolsillo.
A la mañana siguiente Paula me siguió dócilmente a la clínica y Mardrus me prometió que curaría: era cuestión de algunas semanas o de algunos meses. Curaría; pero me pregunté con inquietud cuando me encontré en la calle: ¿de qué exactamente quieren curarla? ¿Quién será después Paula? Oh, después de todo era fácil de prever. Sería como yo, como millones de otras: una mujer que espera la muerte sin saber ya por qué vive.
Y he aquí que el mes de mayo terminó por llegar. Allá, en Chicago, iba a encontrarme en el pellejo de una mujer enamorada y amada. No me parecía posible. Sentada en el avión todavía no lo creía. Era un viejo aparato que venía de Atenas y volaba muy bajo; estaba lleno de tenderos griegos que iban a buscar fortuna a América; yo no sabía lo que iba a buscar; ni una imagen viva en mi corazón, ni un deseo en mi cuerpo; no era esta viajera enguantada la que Lewis esperaba: yo no era esperada por nadie. «Lo sabía: nunca volveré a verlo», pensé cuando el avión dio media vuelta sobre el océano. Un motor se había parado, volvimos a Shannon. Pasé dos días al borde de un fiord, en una falsa aldea de casas infantiles; a la noche tomaba whisky irlandés, de día paseaba por una pradera verde y gris lo más melancólica posible. Cuando aterrizamos en las Azores, una cubierta estalló y nos dejaron veinticuatro horas encerrados en un hall tapizado de cretona. Después de Gander el avión fue apresado por una tormenta y para escaparle el piloto enderezó hacia Nueva Escocia. Yo tenía la impresión que iba a pasar el resto de mi vida gravitando alrededor de la tierra, comiendo pollo frío. Volamos sobre un abismo de agua oscura barrida por el pincel de un faro; de nuevo el avión había aterrizado: otra explanada, otro hall. Sí, estaba condenada a errar sin fin de explanada en explanada con la cabeza llena de ruido y un maletín azul a mis pies.
De pronto lo vi: Lewis. Habíamos convenido que me esperaría en su casa; pero estaba ahí, entre la muchedumbre que acechaba a la puerta de la Aduana; llevaba cuello duro y anteojos de oro, qué raro; pero lo más raro era que yo lo había visto y que no sentía nada. Todo ese año de espera, esas nostalgias, esos remordimientos, ese largo viaje: y quizá iba a enterarme que ya no lo quería. ¿Y él? ¿Todavía me quería? Yo hubiera querido correr hacia él. Pero los aduaneros no terminaban; las tenderas griegas tenían sus valijas llenas de encajes y ellos examinaban uno por uno bromeando. Cuando por fin me liberaron, Lewis ya no estaba. Tomé un taxi y quise darle su dirección al chofer: no recordaba el número; mis orejas zumbaban y no paraba el bullicio en mi cabeza. Por fin encontré: 1211. El taxi arrancó, una avenida, otra, enseñas al neón. Nunca me había orientado en esa ciudad, pero de todas maneras me parecía que el trayecto no debería ser tan largo. Tal vez el chofer iba a llevarme a una callejuela cortada para asesinarme: en el estado de ánimo en que estaba me hubiera parecido más normal que volver a ver a Lewis. El chofer se volvió:
—El 1211 no existe.
—Existe; conozco bien la casa.
—Quizá hayan cambiado el número —dijo el chofer—. Van a rehacer la avenida en el otro sentido.
Se puso a andar lentamente a lo largo de la acera. Me parecía reconocer encrucijadas, baldíos, rieles: pero todos los rieles, todos los baldíos se parecen. Un estanque, un viaducto me parecieron familiares; era como si las cosas estuvieran ahí, pero hubieran cambiado de lugar. «¡Qué locura! —pensé—. Uno se va, dice: Volveré, porque es demasiado duro irse para siempre, pero es una mentira; no se vuelve. Un año pasa, pasan cosas, nada es igual. Hoy Lewis tenía cuello duro, yo lo vi sin que mi corazón latiera demasiado rápido y su casa se esfumó». Me sacudí. Lo mejor es telefonear, me dije, ¿cuál es el número? Lo había olvidado. De pronto vi un cartel rojo: Schiltz, y caras bobas que reían en un afiche. Grité:
—¡Pare! ¡Pare! Es aquí.
—Es el 1112 —dijo el chofer.
—1112; eso es.
Salté del taxi y en el recuadro luminoso de una ventana vi una silueta inclinada; acechaba, me acechaba, corría hacia mí, era él; no llevaba ni cuello duro ni anteojos, sino sobre la cabeza una gorra de baseball y sus brazos me estrujaban:
—¡Por fin! ¡Te he esperado tanto! ¡Qué largo fue!
—¡Sí, fue largo, muy largo!
Sé que no me llevó en brazos y no recuerdo haber empleado mis piernas de algodón para subir la escalera; sin embargo, estábamos abrazados en medio de la cocina amarilla: la estufa, el linóleum, la manta mexicana, todas las cosas estaban ahí, en su lugar. Balbucí:
—¿Qué haces con ese gorro?
—No sé. Estaba ahí —se arrancó el gorro y lo tiró sobre la mesa.
—Vi tu doble en el aeródromo: lleva anteojos y cuello duro, me asustó; creí que eras tú y no sentí nada.
—Yo también tuve miedo. Hace una hora pasaron dos hombres bajo la ventana, llevaban a una mujer muerta o desmayada, y creí que eras tú.
—Ahora eres tú, soy yo —dije.
—Lewis me apretó muy fuerte y luego aflojó su brazo:
—¿Estás cansada? ¿Tienes sed? ¿Tienes hambre?
—No.
Me pegué de nuevo contra él; mis labios estaban tan pesados, tan dormidos que ya no dejaban pasar las palabras; los apoyé sobre su boca; me acostó en la cama: «¡Ana! ¡Todas las noches te he esperado!». Cerré los ojos. De nuevo un cuerpo de hombre pesaba sobre mí, con el peso de toda su confianza y de todo su deseo; era Lewis, no había cambiado, ni yo, ni nuestro amor. Yo me había ido, pero había vuelto; había recobrado mi lugar y estaba liberada de mí misma.
Pasamos el día siguiente haciendo equipajes y haciendo el amor: un largo día que duró casi hasta la mañana siguiente. En el tren dormimos mejilla contra mejilla. Yo estaba apenas despierta cuando vi en el muelle de Ohio el barco a paletas de que Lewis me había hablado en sus cartas; yo había pensado tanto en él sin creerlo que aun ahora me costaba creer lo que veían mis ojos. Sin embargo era bien real, me embarqué. Inspeccioné con ternura nuestra cabina. En Chicago yo vivía con Lewis; aquí era nuestra cabina, era de nosotros dos: entonces es porque éramos verdaderamente una pareja. Sí. Ahora yo sabía: se puede volver, y volveré cada año; cada año nuestro amor tendrá que atravesar una noche más larga que la noche polar: pero un día la dicha se alzará para brillar durante tres o cuatro meses ininterrumpidos; desde el fondo de la noche esperaríamos ese día, lo esperaríamos juntos, la ausencia no volvería a separarnos: estábamos reunidos para siempre.
—Largamos amarras; mira pronto —dijo Lewis.
Subió la escalera corriendo y yo lo seguí; se inclinó sobre la borda, su cabeza giraba en todos los sentidos:
—Mira qué lindo: el cielo y la tierra que se mezclan en el agua.
Las luces de Cincinnati brillaban bajo un gran cielo cubierto de estrellas y nos deslizábamos sobre llamas. Nos sentamos y nos quedamos mucho tiempo mirando palidecer y desaparecer las luces de neón. Lewis me oprimía contra él.
—Pensar que nunca creí en todo esto —dijo.
—¿En todo qué?
—Amar y ser amado.
—¿En qué creías?
—En un cuarto fijo, en comidas a horario, en mujeres de una noche: la seguridad. Pensaba que no había que pedir más. Pensaba que todo el mundo está solo, siempre. ¡Y, tú estás aquí!
Sobre nuestras cabezas un altoparlante gritaba cifras: los pasajeros jugaban al bingo. Eran todos tan viejos que yo había perdido la mitad de mi edad. Yo tenía veinte años y vivía mi primer amor, y era mi primer viaje. Lewis besaba mi pelo, mis ojos, mi boca.
—Bajemos, ¿quieres?
—Sabes bien que nunca digo que no.
—Pero me gusta tanto oírte decir sí. ¡Lo dices tan bien!
—Sí —dije—. Sí.
Qué alegría no tener que decir más que sí. Con mi vida ya gastada, con mi piel que no era nueva, fabricaba felicidad para el hombre a quien quería: ¡y qué felicidad!
Tardamos seis días en bajar el Ohio y el Mississippi. En las escalas huíamos de los demás pasajeros, y caminábamos hasta quedar sin aliento a través de las ciudades cálidas y negras. El resto del tiempo conversábamos, leíamos, fumábamos sin hacer nada, acostados sobre el puente, al sol. Cada día era el mismo paisaje de agua y de césped, el mismo ruido de máquina y de agua: pero nos gustaba que una sola mañana resucitara de mañana en mañana, una sola noche de noche en noche.
Es eso la felicidad: todo nos gustaba. Nos alegró dejar el barco. Ambos conocíamos Nueva Orleáns, pero para Lewis y para mí no era la misma ciudad. Me mostró los barrios populosos donde quince años antes vendía jabones, los muelles donde se alimentaba de bananas robadas, las callejuelas de los prostíbulos que cruzaba con el corazón palpitante, el sexo ardiente, los bolsillos vacíos. A ratos me parecía que casi extrañaba esa época de miseria, de ira, y la violencia de sus deseos insatisfechos. Pero cuando lo paseé por el barrio francés, cuando anduvo de turista por sus bares y sus patios, se regocijaba como si estuviera jugándole una buena broma al destino. Nunca había tomado el avión; durante toda la travesía tuvo la nariz pegada al ojo de buey y reía a las nubes.
Yo también estaba encantada: ¡Qué cambio! Cuando las estrellas fijas se ponen a bailar en el cielo, y parece que la tierra tiene una piel nueva es casi como si uno mismo cambiara de piel. Para mí, el Yucatán no era sino un nombre sin verdad, escrito en letras chiquitas sobre un mapa; nada me unía, ni siquiera un deseo, una imagen, y ahora mis ojos lo descubrían. El avión se dirigió hacia tierra y vi desplegarse de un extremo al otro del cielo una pradera de terciopelo verde gris donde la sombra de las nubes cavaba lagos negros. Andábamos sobre una ruta con jorobas entre campos de azules entre los cuales explotaba de tanto en tanto el rojo vigoroso de los ceibos de cimas chatas. Seguimos una calle bordeada de casitas de adobe con techos de paja; había un sol enorme. Dejamos nuestras maletas en el hall del hotel, una especie de invernáculo lujurioso e hirviente donde dormían sobre un pie los flamencos rosados. Y volvimos a salir. Sobre la plaza blanca, a la sombra de los árboles pintados, hombres vestidos de blanco soñaban bajo sombreros de paja. Yo reconocía el cielo, el silencio de Toledo y de Ávila; recobrar a España de este lado del Océano me asombraba todavía más que decirme: «Estoy en Yucatán».
—Tomemos uno de estos fiacres —dijo Lewis.
Había en un rincón de la plaza una fila de coches negros, de respaldo duro. Lewis despertó a uno de los cocheros y nos sentamos en la banqueta angosta. Lewis se echó a reír:
—¿Y ahora adónde vamos? ¿Tú lo sabes?
—Dile al cochero que nos haga dar un paseo y que nos lleve al correo: espero cartas.
Lewis había aprendido en California del Sur algunas palabras de español; le echó un pequeño discurso al cochero y el caballo se puso en marcha al paso. Seguimos avenidas lujosas y descuidadas; la lluvia, la pobreza habían roído las villas construidas en un duro estilo castellano; las estatuas se pudrían detrás de las rejas enmohecidas de los jardines; las flores lujuriosas, rojas, violeta y azules agonizaban al pie de los árboles semidesnudos; alineados sobre la cresta de los muros, grandes pájaros negros acechaban. En todos lados se sentía la muerte. Me alegró encontrarme al borde del mercado indio: bajo los toldos batidos por el sol hervía una muchedumbre bien viva.
—Espérame cinco minutos —le dije a Lewis.
Se sentó en un peldaño de la escalera y entré al correo. Había una carta de Roberto; la abrí en seguida. Corregía las últimas pruebas de su libro, escribía un artículo para Vigilance, un artículo político. Bueno. Yo había tenido razón de no inquietarme demasiado: por más que desconfiara de la política y de la literatura no estaba cerca de renunciar a ellas. Decía que en París el tiempo estaba gris; guardé la carta en mi cartera y salí: ¡qué lejos estaba París!, ¡qué celeste estaba el cielo!
Tomé el brazo de Lewis:
—Todo anda bien.
Hendimos la muchedumbre a la sombra de las carpas. Vendían fruta, pescado, sandalias, telas de algodón; las mujeres llevaban largas enaguas bordadas; me gustaban sus, trenzas brillantes y sus rostros donde nada se movía; los indiecitos reían mucho mostrando sus dientes. Nos sentamos en una taberna con olor a mar y nos sirvieron sobre un tonel una cerveza negra y espumosa; no había sino hombres, todos jóvenes; conversaban y reían.
—Parecen felices estos indios —dije.
—Eso pensaba, esperándote —dijo Lewis—. Para nosotros todo cobra un aire de fiesta —escupió el carozo de una aceituna—. Cuando uno pasa como turista no comprende nada de nada.
Sonreí a Lewis:
—Compremos una casita. Dormiremos en hamacas, yo te haré tortillas y aprenderemos el lenguaje de los indios.
—Me gustaría mucho —dijo Lewis.
—¡Ah! —dije suspirando—. ¡Habría que tener varias vidas!
Lewis me miró.
—No te las arreglas tan mal —dijo con una sonrisita.
—¿Cómo es eso?
—Te las arreglas para tener dos vidas, me parece.
La sangre me subió a las mejillas. La voz de Lewis no era hostil, pero tampoco muy afectuosa. ¿Era a causa de esa carta de París? Bruscamente advertí que yo no era la única en pensar nuestra historia: él también la pensaba, a su manera. Yo me decía: he vuelto, volveré siempre. Pero quizá él se decía: volverá a irse siempre. ¿Qué contestarle? Me tomaba sin perros. Dije con angustia:
—Lewis, nunca seremos enemigos, ¿verdad?
—¿Enemigos? ¿Quién podría ser tu enemigo?
Parecía francamente sorprendido; por supuesto, esas palabras que habían acudido a mis labios eran estúpidas. Me sonreía, yo le sonreía. Pero de pronto tuve miedo: ¿acaso un día me castigarían por haber osado amar sin dar toda mi vida?
Comimos en el hotel entre dos flamencos rosados. La agencia turística de Mérida nos había delegado a un mexicanito que Lewis escuchaba con impaciencia. Yo no escuchaba. Seguía preguntándome: ¿qué pasa por su cabeza? Nunca hablábamos del porvenir. Lewis no me hacía preguntas: quizá yo hubiera podido hacérselas. Pero, después de todo, un año antes yo le había dicho todo lo que tenía que decirle. No había nada nuevo que agregar. Y además, las palabras son peligrosas; se corre el riesgo de embarullarlo todo. Había que vivir ese amor; más adelante, cuando ya tuviera un largo pasado detrás de sí, estaríamos a tiempo de hablar.
—¿La señora no quiere ir a Chichen Itza en autobús? —dijo el mexicanito. Me hizo una gran sonrisa—. El auto podría estar todo el día a disposición de ustedes para pasearlos por las ruinas y el chofer les servirá de guía.
—Odiamos los guías y nos gusta caminar —dijo Lewis.
—El hotel Maya hace una rebaja a los clientes de la agencia.
—Paramos en el Victoria —dije.
—Es imposible, el Victoria es una hostería indígena —dijo el indígena.
Ante nuestro silencio se inclinó con una sonrisa asqueada:
—¡Van a pasar un día muy cansador!
En verdad, el ómnibus que nos llevó al día siguiente al Chichen Itza era de lo más confortable y nos sentimos orgullosos de nuestra terquedad cuando pasamos entre el jardín del hotel Maya donde parloteaban voces americanas.
—¡Los oyes! —me dijo Lewis—. No vine a México para ver americanos.
Llevaba en la mano un maletín de viaje y avanzábamos a tientas por un camino fangoso; un agua pesada goteaba de los árboles que nos ocultaban el cielo; no se veía nada y yo estaba aturdida por un olor patético de estiércol, de hojas podridas, de flores moribundas; en las tinieblas saltaban gatos invisibles con ojos brillantes; señalé esas pupilas sin cuerpos:
—¿Qué es?
—Luciérnagas. Las hay también en Illinois. Si encierras cinco en el vidrio de una lámpara verás bastante claro para leer.
—Sería inútil —dije—, no veo nada. ¿Estás seguro de que existe un hotel?
—Completamente seguro.
Yo empezaba a dudar. Ni una casa, ni un ruido humano. Por fin oímos voces españolas; se distinguía vagamente una pared: no había luces. Lewis empujó una tranquera, pero no nos atrevíamos a avanzar: unos cerdos gruñían, las gallinas cacareaban y en algún lado había un coro de ranas. Murmuré:
—Es una boca de lobo.
Lewis gritó:
—¿Esto es un hotel?
Hubo un rumor, una vela titiló; y luego la luz se hizo; estábamos en el patio de una hostería, un hombre nos sonreía cortésmente. Dijo cosas en español:
—Se disculpa, hubo un corte de electricidad —me dijo Lewis—. Hay habitaciones.
El cuarto daba de un lado sobre el patio, del otro sobre la jungla, era desnudo pero las paredes eran blancas bajo mosquiteros blancos. En la comida nos sirvieron tortillas que se pegaban a los dientes, habas violáceas, un pollo huesudo cuya salsa me incendió la garganta. El comedor estaba decorado con cromos y porcelanas de feria. Sobre un almanaque, indios semidesnudos empenachados con plumas jugaban al basketball en medio de un estadio antiguo. Sentado en un banco en el patio, en medio de los cerdos y de las gallinas, un mexicano rasgueaba una guitarra.
—¡Qué lejos está Chicago! —dije—. Y París. ¡Qué lejos está todo!
—Sí, ahora empezamos verdaderamente a viajar —dijo Lewis con voz animada.
Oprimí su mano. En ese instante sabía muy bien lo que había en su cabeza: el sonido de la guitarra, el coro de las ranas, y yo. Yo oía los sapos, la guitarra y era toda suya. Para él y para mí, para nosotros, no existía nada más que nosotros.
Toda la noche el canto de los sapos entró a nuestro cuarto; por la mañana millares de pájaros cantaban. Cuando entramos al recinto donde se yergue la ciudad vieja estábamos solos. Lewis corrió hacia los templos y yo lo seguí con pasitos cortos. Yo estaba todavía más desconcertada que al llegar a Yucatán. Hasta ahora la antigüedad se había confundido para mí con el Mediterráneo; sobre la Acrópolis, en el Foro, yo había contemplado sin sorpresa mi propio pasado; pero nada unía a Chichen Itza con mi historia; ocho días antes yo ignoraba hasta el nombre de esa inmensa Meca geométrica con piedras cubiertas de sangre. Estaba ahí, enorme, muda, aplastada la tierra bajo el peso de sus arquitecturas medidas y de sus esculturas fanáticas. Templos, altares, el estadio pintado sobre el almanaque, un mercado de mil columnas, otros templos con ángulos exactos, con bajos relieves dementes. Busqué a Lewis con los ojos y lo vi en lo alto de la gran pirámide; agitaba la mano, parecía muy chiquito. La escalera era abrupta y la subí sin mirar a mis pies, los ojos fijos en Lewis.
—¿Dónde estamos? —dije.
—Eso me pregunto.
Más allá de los muros se veía, hasta donde alcanzaba la vista, la jungla verde, donde de tanto en tanto brillaban flores rojas. Ni un campo cultivado. Dije:
—¿Pero dónde cultivan el maíz?
—¿Qué te han enseñado en la escuela? —dijo Lewis en tono suficiente—. En el momento de la siembra queman un pedazo de jungla; después de la cosecha los árboles crecen en seguida, no se ven las cicatrices.
—¿Cómo sabes eso?
—Lo he sabido siempre.
Me eché a reír.
—¡Mientes! Lo has leído en un libro esta noche, sin duda mientras yo dormía. Si no, me lo hubieras dicho anoche en el ómnibus.
Se quedó todo tristón:
—Es raro, en las cositas chicas siempre me descubres. Sí, encontré un libro anoche en el hotel y quería deslumbrarte.
—Deslumbrarme. ¿Qué más aprendiste?
—El maíz crece solo. El campesino no tiene necesidad de trabajar más que algunas semanas por año. Por eso tuvieron tiempo de edificar tantos templos —agregó con una brusca violencia—. Te imaginas esas vidas, comer tortillas y trasladar piedras ¡bajo este sol! Comer y sudar, sudar y comer, día tras día. Sacrificios humanos no hubo tantos, eso no era lo peor. Pero piensa en esos millones de desdichados, cuyos guerreros y sacerdotes convirtieron en bestias de carga, ¿y por qué? ¡Por una estúpida vanidad!
Miraba con hostilidad esas pirámides que se elevaban hacia el sol y que hoy nos parecían abrumar la tierra; yo no compartía su ira, quizá porque no había tenido que sudar para comer y porque esa desgracia era demasiado antigua; pero tampoco podía, como lo hubiera hecho diez años antes, perderme sin pensar más en la contemplación de esa belleza muerta. Esa civilización que había sacrificado tantas vidas humanas a sus juegos de piedra no había dejado nada tras de sí; aún más que su crueldad me ofendía su esterilidad. Ya no quedaba más que un puñado de arqueólogos y de estetas que se interesaban en esos monumentos fotografiados maquinalmente por los turistas.
—¿Si bajáramos? —dije.
—¿Cómo?
Parecía que las cuatro paredes que sostenían la plataforma eran verticales; una de ellas estaba estriada de sombras y de luces sobre las cuales no se podía soñar en poner el pie. Lewis se echó a reír:
—¿Nunca te dije que tengo un vértigo terrible en cuanto estoy a dos metros del suelo? Subí sin darme cuenta, pero nunca podré bajar.
—No habrá más remedio.
Lewis retrocedió hasta el centro de la plataforma:
—¡Imposible!
Sonrió de nuevo:
—Hace diez años, en Los Angeles, me moría de hambre; encontré trabajo; se trataba de rebocar la parte alta de la chimenea de una fábrica; me subieron en una canasta: me quedé tres horas sin decidirme a salir. Terminaron por bajarme y me fui con los bolsillos vacíos. Sin embargo, hacía dos días que no comía nada. ¡Con eso te digo todo!
—Es raro que tengas vértigo —dije—. Has visto tantas cosas, de todos los colores: te hubiera creído más aguerrido —me adelanté hacia la escalera—. Hay toda una familia americana que se prepara a subir: ¡bajemos!
—¿No tienes miedo?
—Sí, tengo miedo.
—Entonces déjame pasar adelante —dijo Lewis.
Bajamos las escaleras dándonos la mano y caminando de costado; estábamos cubiertos de sudor cuando llegamos abajo; un guía explicaba a un grupo de turistas los misterios del alma maya. Murmuré:
—¡Qué cosa rara es viajar!
—Sí, es raro —dijo Lewis. Me arrastró—. Vamos a tomar una copa.
Era una tarde muy tórrida; dormitamos en unas hamacas ante la puerta de nuestro cuarto. Y luego, brutalmente, la curiosidad me hizo volver la cabeza hacia la selva.
—Tengo muchas ganas de ir a dar una vuelta por esos bosques —dije.
—¿Por qué no? —dijo Lewis.
Nos hundimos en el gran silencio húmedo de la jungla; ni un turista; hormigas rojas que llevaban sobre el hombro briznas de pasto, aceradas caminaban en caravana hacia invisibles ciudadelas; encontrábamos también asambleas de mariposas que volaban, rosadas, azules, verdes, amarillas, al ruido de nuestros pasos; un agua dormida en las lianas caía sobre nosotros en amplias gotas. De tanto en tanto se veía en el extremo de un sendero un misterioso túmulo, amortajado en su vaina pedregosa, un templo o un palacio arruinado; algunos habían sido semiexhumados, pero las hierbas los ahogaban.
—Se podría creer que nadie ha venido nunca aquí —dije.
—Sí —dijo Lewis sin entusiasmo.
—Mira en el extremo del sendero: es un gran templo.
—Sí —volvió a decir Lewis.
Era un templo muy grande. Unos lagartos dorados se calentaban entre las piedras; las esculturas estaban estropeadas, salvo un dragón con una horrible mueca. Se lo señalé a Lewis, cuyo rostro seguía muerto: —¿Viste?
—Veo —dijo Lewis.
Bruscamente dio un puntapié en la boca del dragón.
—¿Qué haces?
—Le doy un puntapié —dijo Lewis.
—¿Por qué?
—Me miraba de una manera que no me gustó —Lewis se sentó sobre una roca y le pregunté—: ¿No quieres dar la vuelta al templo?
—Hazlo sin mí.
Di la vuelta al templo; pero me faltaba espíritu; sólo vi piedras apiladas unas sobre otras y que no significaban nada. Cuando volví Lewis no se había movido y su rostro estaba tan vacío que parecía haberse ausentado de sí mismo.
—¿Viste bastante? —preguntó.
—¿Quieres volver?
—Si has visto bastante.
—Sí, demasiado —dije—. Vamos.
Caía la tarde. Se empezaban a distinguir las primeras luciérnagas. Me dije con inquietud que en realidad conocía mal a Lewis. Era tan espontáneo, tan sincero, que me parecía simple: ¿pero quién lo es? Cuando había dado ese puntapié no tenía un aire bueno. Y sus vértigos ¿qué significaban? Caminábamos en silencio. ¿En quién pensaba?
—¿En quién piensas? —dije.
—Pienso en la casa de Chicago. Dejé la lámpara encendida, la gente que pasa cree que hay alguien, y no hay nadie.
—¿Lamentas estar aquí? —dije.
Lewis tuvo una risita:
—¿Acaso lo estoy? Es raro: eres como un chico, todo te parece real; a mí todo esto me da la impresión de un sueño: un sueño soñado por algún otro.
—Sin embargo, eres tú —dije—. Y soy yo.
Lewis no contestó. Salimos de la jungla. Era completamente de noche; en el cielo las viejas constelaciones yacían en desorden entre montones de estrellas nuevas. Al ver las luces de la hostería Lewis sonrió:
—¡Por fin! ¡Me sentía perdido!
—¿Perdido?
—Son tan viejas todas estas ruinas. Demasiado viejas.
—A mí me gusta sentirme perdida —dije.
—A mí no. He estado perdido demasiado tiempo. Creí no encontrarme jamás. Ahora por nada del mundo, volvería a empezar.
Había un desafío en su voz y me sentí oscuramente amenazada.
—A veces hay que saber perderse —dije—. Si no se arriesga nada, no se tiene nada.
—Prefiero no tener nunca que correr ese riesgo —dijo Lewis en tono cortante.
Yo lo comprendía: le había costado tanto conquistar un poco de seguridad que por encima de todo quería salvaguardarla. Sin embargo, con qué imprudencia me había querido. ¿Iba a lamentarlo?
—¿Ese puntapié que diste es porque te sentías perdido? —pregunté.
—No. No me gustaba ese animal.
—Parecías verdaderamente malo.
—Lo soy —dijo Lewis.
—Conmigo no.
Sonrió:
—Contigo es difícil. Lo intenté una vez el año pasado, lloraste en seguida.
Entrábamos a nuestro cuarto y pregunté:
—¿Lewis, me tienes rencor?
—¿Por qué? —dijo él.
—No sé. Por todo, por nada. Por tener dos vidas.
—Si tuvieras una sola no estarías aquí —dijo Lewis.
—Lo miré con inquietud.
—¿Me guardas rencor?
—No —dijo Lewis—. No te tengo ningún rencor —me apretó contra él—. Te quiero.
Apartó el mosquitero y me tiró sobre la cama. Cuando estuvimos desnudos, piel contra piel, dijo con voz alegre:
—¡Éstos son nuestros viajes más maravillosos!
Su rostro se había iluminado; ya no se sentía perdido; estaba bien ahí, donde estaba, en mi cuerpo. Y yo ya no estaba inquieta. La paz, la alegría que encontrábamos el uno en brazos del otro era más fuerte que todo.
Viajar, recorrer el mundo para ver con nuestros propios ojos lo que ya no existe, lo que no nos atañe, es una actividad muy dudosa. En eso estábamos de acuerdo Lewis y yo; no impide que a los dos nos divirtiera enormemente. En Uxmal era domingo y los indios desembalaban sus canastos de picnic a la sombra de los templos; escalamos escaleras despeñadas, aferrándonos a cadenas detrás de mujeres con largas enaguas. Dos días después volamos sobre bosques borrachos de lluvia. El avión subió muy alto en el cielo y no bajó; el suelo subió a nuestro encuentro; y nos ofreció, acostados en la hierba, un lago azul y una ciudad chata cuadriculada con tanta regularidad como un cuaderno de colegial: Guatemala, la seca pobreza de sus calles bordeadas de casas bajas, su mercado exuberante, sus campesinas descalzas, vestidas con harapos principescos que llevaban sobre sus cabezas cestos de flores y de frutas. En el jardín del hotel de Antigua, avalanchas de flores rojas, violeta y azules, se derrumbaban a lo largo de los troncos de los árboles y ahogaban las paredes; la lluvia caía con furia, espesa y cálida, y un loro encadenado corría de arriba abajo riendo. Al borde del lago Atitlan dormíamos en un bungalow florecido con enormes mantas de claveles; un barco nos condujo a Santiago, donde mujeres aureoladas con una cinta roja mecían bebés envueltos de la cabeza a los hombros en capuchones cilíndricos. Desembarcamos un jueves en medio del mercado de Chichicastenango. La plaza estaba cubierta de carpas y de azafates; las mujeres, vestidas con blusas bordadas y faldas de colores, vendían semillas, harinas, panes, frutas secas, aves flacas, cántaros, carteras, cinturones, sandalias, y kilómetros de telas color de vitral y de cerámica, tan hermosas que el mismo Lewis las palpaba con júbilo.
—Compra esta tela roja —decía—, o la verde con todos esos pajaritos.
—Espera —dije—. Hay que verlo todo.
Las más maravillosas de todas esas maravillas eran los viejísimos huipiles que llevaban todas esas campesinas. Le mostré a Lewis una de esas blusas con bordados antiguos, donde el azul de Chartres se fundía tiernamente con rojos y oros apagados:
Eso es lo que quisiera comprar si se vendiera.
Lewis examinó a la vieja india de largas trenzas:
—Quizá lo venda.
—Nunca me atreveré a proponérselo. Y además, ¿en qué idioma?
Continuamos rondando. Las mujeres amasaban entre sus manos la pasta de las tortillas, ollas llenas de un guiso amarillo se cocinaban al fuego; las familias comían. La plaza estaba flanqueada de dos iglesias blancas, a las que se accedía por escaleras; en los peldaños unos hombres vestidos de toreros de opereta agitaban incensarios. Subimos hacia la gran iglesia a través de la espesa humareda que me recordaba mi infancia.
—¿Hay derecho a entrar? —pregunté.
—¿Qué pueden hacernos? —dijo Lewis.
Entramos y un pesado olor a hierbas aromáticas me saltó a la garganta. Ni sillas, ni bancos, nada donde sentarse. Las lajas del piso eran un cantero de cirios de llamas rojas; los indios farfullaban oraciones pasándose de mano en mano espigas de maíz. Sobre el altar yacía una momia cubierta de brocados y de flores; enfrente, abrumado de telas y de joyas, había un gran Cristo sangriento de faz torturada.
—Si al menos pudiéramos comprender lo que dicen —dijo Lewis.
Miraba a un anciano de pies rugosos que bendecía mujeres arrodilladas. Lo tiré del brazo:
—Salgamos, todo este incienso me da dolor de cabeza.
Cuando estuvimos afuera Lewis me dijo:
—¿No ves?; no creo que estos indios sean muy felices. Sus ropas son alegres: ellos no.
Compramos cinturones, sandalias, telas; la vieja del huipil maravilloso estaba aún ahí, pero no me atrevía a hablarle. En el café, almacén de la plaza, algunos indios bebían alrededor de una mesa; sus mujeres estaban sentadas a sus pies. Pedimos tequilas, que nos sirvieron con sal y limoncitos verdes. Dos jóvenes indios bailaban entre ellos trastabillando: parecían tan incapaces de divertirse que partían el corazón. Afuera los vendedores empezaban a guardar su mercancía; hacían con sus cacharros edificios complicados que instalaban sobre sus espaldas; la frente ceñida con una vincha de cuero que los ayudaba a sostener el pesado fardo, se iban al trotecito.
—Mira esto —dijo Lewis—. Se creen bestias de carga.
—Supongo que son demasiado pobres para tener asnos.
—Lo supongo. Pero parecen tan bien instalados en su miseria: eso es lo que tienen de desagradable. ¿Si nos fuéramos?
—Vamos.
Volvimos al hotel, pero me dejó ante la puerta:
—Me olvidé de comprar cigarrillos. Vuelvo en seguida.
Había un gran fuego encendido en nuestra chimenea; esa pequeña ciudad asoleada estaba encaramada más alto que la más alta colina de Francia y la noche solía ser fresca. Me acosté ante las llamas, que olían agradablemente a resina. Me gustaba ese cuarto con sus paredes rebocadas de rosa y todas sus alfombras. Pensé en Lewis: estaba contenta de quedarme sola cinco minutos porque eso me permitía pensar en él. Decididamente, lo pintoresco no andaba con Lewis. Que le muestren templos, paisajes, mercados, en seguida ve a través de ellos: veía hombres; y él tenía sus ideas sobre lo que debe ser un hombre: ante todo, alguien que no se resigna, alguien que tiene deseos y que lucha por satisfacerlos. Él se contentaba con poco, pero se había negado con violencia a verse, frustrado de todo. Había en sus novelas una extraña mezcla de ternura y de crueldad, porque aborrecía casi tanto como a los opresores a las víctimas demasiado complacientes. Reservaba su simpatía para la gente que intentaba al menos evasiones personales en la literatura, el arte, las drogas, en última instancia el crimen, en el mejor de los casos la felicidad. Y no admiraba verdaderamente sino a los grandes revolucionarios. Tenía una mentalidad tan poco política como yo; pero quería muy sentimentalmente a Stalin, Mao Tse-Tung, Tito. Los comunistas de Estados Unidos le parecían bobos y blandos, pero yo suponía que en Francia habría sido comunista: al menos lo hubiera intentado. Miré la puerta: ¿por qué no volvía? Iba a impacientarme, cuando por fin entró con un paquete bajo el brazo.
—¿Qué hiciste? —dije.
—Estaba a cargo de una misión especial.
—¿Para quién?
—Para mí mismo.
—¿Y la ejecutaste?
—Por supuesto.
Me tiró el paquete; arranqué el papel. Y el azul de Chartres me llenó los ojos: era el maravilloso huipil.
—Está más bien mugriento —dijo Lewis.
Yo seguía con el dedo, con delectación, el dibujo caprichoso y pensado de los bordados:
—Es magnífico. ¿Cómo lo conseguiste?
—Llevé conmigo al portero del hotel y él hizo las negociaciones. La vieja no quería saber nada de vender su harapo, pero cuando le propusieron cambiárselo por un huipil nuevo cedió. Hasta me tomó por un idiota. Pero después de eso tuve que ofrecerle una copa al portero y ya no me largaba: quiere ir a buscar fortuna a Nueva York.
Me colgué del cuello de Lewis:
—¿Por qué eres tan bueno conmigo?
—Te he dicho que no soy bueno. Soy muy egoísta. Lo que hay es que eres un pedacito de mí mismo —me abrazó; más fuerte—. Es tan dulce quererte.
Ah, nuestros cuerpos nos resultaban muy útiles en esos momentos en que la ternura nos ahogaba. Me pegué contra Lewis. ¿Cómo su carne podía ser a la vez tan familiar y tan impresionante? De pronto su tibieza me quemaba desde la piel hasta los huesos. Nos dejamos caer sobre la alfombra ante las llamas crujientes.
—¡Ana! ¿Sabes cuánto te quiero? ¿Lo sabes aunque no te lo diga a menudo?
—Lo sé. Tú también lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé.
Arrojamos nuestra ropa a las cuatro esquinas del cuarto.
——¿Por qué te deseo tanto? —dijo Lewis.
—Porque yo te deseo tanto.
Me poseyó sobre la alfombra; volvió a poseerme sobre la cama y durante mucho rato permanecí acostada bajo su brazo.
—¡Cómo me gusta estar contra tu cuerpo!
—¡Cómo me gusta tenerte contra mi cuerpo!
Al cabo de un rato Lewis se levantó sobre un codo:
—Tengo la garganta seca. ¿Tú no?
—Tomaría una copa con gusto.
Descolgó el teléfono y pidió dos whiskies. Yo me puse mi batón y él su vieja bata blanca.
—Deberías tirar ese horror —dije.
Se envolvió estrechamente en la tela esponja:
—¡Jamás! Esperaré que ella me deje.
No era nada avaro, pero odiaba tirar las cosas y sobre todo su ropa vieja. Nos trajeron los whiskies y nos sentamos junto al fuego. Afuera empezaba a llover, llovía todas las noches.
—¡Estoy bien! —dije.
—Yo también —dijo Lewis. Pasó su brazo alrededor de mis hombros—. ¡Ana, quédate conmigo! —dijo.
Se me cortó la respiración:
—¡Lewis! ¡Sabes cómo lo desearía! ¡Lo desearía tanto! Pero no puedo.
—¿Por qué?
—Te lo he explicado el año pasado.
Vacié mi vaso de un trago y todos los viejos miedos se abatieron sobre mí: el del club Delisa, el de Mérida, el de Chichen Itza, y otros más que yo había ahogado muy pronto. Eso es lo que yo presentía: un día me diría: quédate; yo tendría que contestar: no. ¿Qué ocurriría entonces? El año pasado, si hubiera perdido a Lewis, todavía habría podido consolarme; ahora, estar privada de él era como estar enterrada viva.
—Estás casada —dijo—. Pero puedes divorciarte. Podemos también vivir juntos sin estar casados —se inclinó sobre mí—. Eres mi mujer, mi única mujer.
Los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Te quiero —dije—. Sabes cuánto te quiero. Pero a mi edad una no puede tirar toda su vida por encima de la borda: es demasiado tarde. Nos hemos encontrado demasiado tarde.
—Para mí no —dijo.
—¿Lo crees? —dije—. Si te pidiera que fueras a vivir a París para siempre, ¿irías?
—No hablo francés —dijo Lewis rápidamente.
Yo sonreí:
—Se aprende. La vida no es más cara en París que en Chicago y una máquina de escribir es fácil de transportar. ¿Vendrías?
El rostro de Lewis se oscureció:
—No podría escribir en París.
—Supongo que no —dije. Me encogí de hombros—. ¿Ves?, en el extranjero no podrías escribir y tu vida carecería de sentido. Yo no escribo; pero hay cosas que cuentan para mí tanto como tus libros para ti.
Lewis guardó un minuto de silencio.
—¿Y sin embargo, me quieres? —dijo.
—Sí —dije—. Te querré hasta la muerte —tomé sus manos—: Lewis, puedo volver todos los años. Si estamos seguros de volver a vernos todos los años ya no habrá separación; sólo esperas. Uno puede esperarse en la dicha cuando se quiere con bastante fuerza.
—Si me quieres como té quiero, ¿por qué perder las tres cuartas partes de nuestra vida esperando? —dijo Lewis.
Vacilé.
—Porque el amor no es todo —dije—. Deberías comprenderme. Para ti tampoco es todo.
Mi voz temblaba y mi mirada suplicaba a Lewis: ¡que comprenda!, que me guarde ese amor que no era todo pero sin el cual yo ya no seria nada.
—No, el amor no es todo. —Dijo Lewis.
Me miraba con aire vacilante. Dije con pasión:
—No te quiero menos porque también me importen otras cosas. No debes guardarme rencor. No debes quererme menos por eso.
Lewis tocó mi pelo:
—Supongo que si el amor fuera todo para ti no te querría tanto: ya no serias tú.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Si me aceptaba entera, con mi pasado, mi vida, con todo la que me separaba de él, nuestra felicidad estaba salvada. Me arrojé en sus brazos:
—¡Lewis! ¡Habría sido tan atroz si no hubieras comprendido! Pero comprendes. ¡Qué felicidad!
—¿Por qué lloras? —dijo Lewis.
—Tuve miedo: si te perdía ya no hubiera podido vivir.
Aplastó una lágrima sobre mi mejilla:
—No llores. Tengo miedo cuando lloras.
—Ahora lloro porque soy feliz. —Dije—. Porque seremos felices. Cuando estemos juntos haremos provisiones de felicidad para todo el año. ¿No es verdad, Lewis?
—Sí, mi francesita —dijo tiernamente. Besó mi mejilla mojada—. Es raro, a veces me pareces una mujer muy juiciosa y a veces apenas una chica.
—Supongo que soy una mujer estúpida. —Dije—. Pero me es igual si me quieres.
—Te quiero, estúpida francesita —dijo Lewis.
Yo tenía el corazón alegre al día siguiente en el ómnibus que nos llevaba a Quetzaltenango; ya no le temía al porvenir, ni a Lewis, ni a las palabras, ya no le temía a nada; por primer vez me atrevía a hacer proyectos en voz alta: el año próximo Lewis alquilaría una casa sobre el lago Michigan y pasaríamos el verano; dos años después él vendría a París, yo le mostraría Francia e Italia… Yo tenía su mano apretada en la mía y él aprobaba sonriendo. Atravesábamos bosques tupidos; caía una lluvia tan caliente y tan olorosa que bajé el cristal para sentirla sobre mi cara. Los pastores nos miraban pasar, inmóviles bajo capas de paja: parecía que transportaban ranchos sobre sus espaldas.
—¿Es verdad que estamos a cuatro mil metros? —dijo Lewis.
—Así parece.
Sacudió la cabeza:
—No lo creo. Tendría vértigo.
De lejos siempre me habían parecido un prodigio imposible esas mesetas tan altas como ventisqueros y cubiertas de una vegetación lujuriosa; ahora las veía, se volvían tan naturales como una pradera francesa. A decir verdad, el alto Guatemala, con sus volcanes dormidos, sus lagos, su vegetación, sus campesinos supersticiosos, se parecía a Auvernia. Ya empezaba a cansarme y me alegré cuando dos días después bajamos hacia la costa: ¡Y qué costa! A la madrugada tiritábamos sobre la ruta zigzagueante bordeada por frescos campos de pastores. Y luego las plantas caducas desaparecieron bajo la ola de una sombría vegetación de hojas duras y barnizadas; al pie de los árboles salpicados de escarcha apareció una aldea andaluza florecida de ibis y de campánulas; en pocas vueltas de rueda atravesamos varios paralelos más; el cielo se había abrazado, cruzamos plantaciones de bananos sembradas de cabañas, alrededor de las cuales rondaban indias de pechos desnudos. La estación de Motzatenango era un terreno de feria; había mujeres sentadas sobre los rieles en medio de sus faldas, de sus atados, de sus gallinas. Una campana sonó a lo lejos; unos empleados se pusieron a gritar y un trencito apareció, precedido de un antiguo ruido de vapor y de chatarra.
Necesitamos diez horas para recorrer los ciento veinte kilómetros que nos separaban de Guatemala; en cinco horas, al día siguiente, por encima de las oscuras montañas y de una costa deslumbrante nos transportó a México.
—¡Por fin una verdadera ciudad! ¡Una ciudad donde ocurren cosas! —dijo Lewis en el taxi—. Me gustan las ciudades —agregó.
—A mí también.
Habíamos elegido con anticipación nuestro hotel y la correspondencia nos esperaba. Leí mis cartas en el dormitorio, sentada junto a Lewis: ahora podía pensar en mi vida de París sin tener la impresión de robarle algo; ahora yo compartía todo con él, aun lo que nos separaba. Roberto parecía de buen humor, decía que Nadine estaba triste pero tranquila y Paula casi curada: todo andaba bien. Le sonreí a Lewis:
—¿Quién te escribe?
—Mis editores.
—¿Qué dicen?
—Quieren detalles sobre mi vida. Para lanzar el libro: piensan lanzarlo espectacularmente.
Tenía una voz fastidiada. Lo interrogué con la mirada:
—Quiere decir que ganarás mucho dinero, ¿no?
—¡Así lo espero! —dijo Lewis. Metió la carta en el bolsillo—. Tengo que contestarles en seguida.
—¿Por qué en seguida? —pregunté—. Primero vamos a visitar México.
Lewis se echó a reír:
—Una cabeza tan pequeña. ¡Y ojos que nunca se cansan de mirar!
Reía, pero algo en su tono me desconcertó.
—Si te aburre seguir, quedémonos —dije.
Nos alojamos en la Alameda sobre la acera unas mujeres trenzaban enormes coronas mortuorias, y otras iban y venían; la palabra Alcázar brillaba alegremente en el frontón de un hall funerario; seguimos por una ancha avenida populosa y luego por callecitas turbias. A primera vista, México me gustaba. Pero Lewis estaba preocupado. No me extrañaba. Hay cosas que él resuelve en un impulso, pero a menudo le ocurre vacilar durante horas ante una maleta que hacer o una carta que escribir. Lo dejé meditar en silencio durante toda la comida. En cuanto llegamos a la habitación se instaló ante una hoja de papel en blanco: la boca entreabierta, los ojos vidriosos, parecía un pescado. Me dormí antes de que hubiera trazado una sola palabra.
—¿Escribiste tu carta? —le pregunté a la mañana siguiente.
—Sí.
—¿Por qué te fastidiaba tanto escribirla?
—No me fastidiaba —se echó a reír—. Ah, no me mires como si fuera uno de tus enfermos. Vamos a pasear.
Paseamos mucho aquella semana. Escalamos las grandes pirámides y navegamos en barcas floridas, erramos por la avenida Jalisco, en sus mercados miserables, sus dancings, sus music-halls, rondamos por la zona y tomamos tequilla en los bares de mala fama. Contábamos quedarnos todavía un poco en México, pasar un mes visitando el país y volver a Chicago por algunos días. Pero una tarde, cuando volvíamos a nuestro cuarto a dormir la siesta, Lewis me dijo bruscamente:
—Tengo que estar el jueves en Nueva York.
Lo miré con sorpresa:
—¿En Nueva York? ¿Por qué?
—Mis editores me lo piden.
—¿Recibiste otra carta?
—Sí; me invitan por quince días.
—Pero no estás obligado a aceptar —dije.
—Justamente: estoy obligado —dijo Lewis—. Quizá las cosas no ocurran así en Francia —agregó—, pero aquí un libro es un negocio y si uno quiere que rinda, hay que ocuparse de él. Tengo que ver gente, asistir a parties, contestar a reportajes. No es muy divertido, pero es así.
—¿No les advertiste que no estabas libre antes de julio? ¿No se puede demorar hasta julio?
—Julio es un mal momento; habría que esperar, hasta octubre: es demasiado tarde —Lewis agregó con impaciencia—: Hace cuatro años que vivo a costillas de mis editores. Si quieren recuperar su dinero no me corresponde a mí crearles dificultades. Y necesito dinero yo también si quiero seguir escribiendo lo que me gusta.
—Comprendo —dije.
—¡Pobre francesita! ¡Qué aspecto afligido tiene en cuanto uno ya no hace sus cuatro voluntades!
Me sonrojé. En verdad Lewis sólo pensaba en darme el gusto. Por una vez que se preocupaba de sus propios intereses yo no debí sentirme defraudada; me consideraba egoísta, por eso su voz era un poco agresiva.
—Es culpa tuya —dije—. Me has mimado demasiado —sonreí—. Oh, será lindo pasear juntos por Nueva York —dije—. Pero me produjo un choque la idea de cambiar todos nuestros proyectos y me lo anunciaste de golpe.
—¿Cómo había que anunciártelo?
—No te reprocho nada —dije alegremente. Interrogué a Lewis con la mirada—. ¿Ya te invitaban en la primera carta?
—Sí —dijo Lewis.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Sabía que te disgustaría.
Su aire afligido me enterneció; ahora comprendía por qué le había costado tanto redactar su respuesta; trataba de salvar nuestro viaje a México, y estaba tan seguro de lograrlo que le había parecido vano inquietarme. Pero había fracasado. Entonces ahora trataba de poner a mal tiempo buena cara y mis lamentos lo irritaban un poco: prefiere irritarse que entristecerse, lo comprendo.
—Hubieras podido decírmelo, no soy tan frágil —dije. Le sonreí con ternura—. ¿Ves que me mimas demasiado?
—Quizá —dijo Lewis.
De nuevo me sentí desconcertada.
—Vamos a cambiar todo esto —dije—. Cuando estemos en Nueva York, yo haré tus cuatro voluntades.
Lewis me miró riendo:
—¿Es verdad eso?
—Sí, es verdad. A cada cual su turno.
—Entonces, no esperemos estar en Nueva York, empecemos en seguida. Ven a hacer mis cuatro voluntades —dijo con un poco de desafío.
Era la primera vez que dándole mi boca pensé: «No». Pero no estaba acostumbrada a decir no, no supe hacerlo. Y ya era demasiado tarde para negarme sin protestas. Por supuesto, dos o tres veces me había ocurrido decir: «sí», sin tener verdaderamente ganas; pero siempre mi corazón consentía. Hoy era distinto. Había habido en la voz de Lewis una insolencia que me había helado; sus gestos, sus palabras, no me chocaban nunca porque eran tan espontáneas como su deseo, como su placer, como su amor; hoy participé con molestia en la gimnasia familiar, que me pareció barroca y frívola. Y advertí que Lewis no me decía: «Te quiero». ¿Cuándo lo había dicho por última vez?
No lo dijo en los días que siguieron. No hablaba sino de Nueva York. Había pasado un día en el 43, cuando se embarcaba para Europa, y hervía de ganas de volver a ir. Esperaba ver a antiguos amigos de Chicago; esperaba un montón de cosas. El porvenir y el pasado tienen mucho más precio que el presente a los ojos de Lewis; yo estaba junto a él, Nueva York lo obsesionaba. Yo no me afligía demasiado. Pero de todas maneras su alegría me entristecía. ¿Acaso no extrañaba nada nuestra soledad? Yo tenía demasiados recuerdos; y demasiado cercanos, para temer que ya estuviera cansado de mí; pero quizá estaba un poco demasiado habituado.
Nueva York estaba tórrida. Ya no había grandes lluvias nocturnas. Desde la mañana el cielo ardía. Lewis salió del hotel temprano. Me quedé dormitando, bajo el ronroneo del ventilador. Leí, tomé duchas, escribí algunas cartas. A las seis estaba vestida y esperaba a Lewis. Llegó a las siete y media muy animado.
—¡Encontré a Felton! —me dijo.
Me había hablado mucho de ese Felton, que tocaba el tambor de noche, que conducía un taxi de día y que se drogaba noche y día; su mujer recogía hombres por la calle y se drogaba con él. Se habían ido de Chicago por imperiosas razones de salud. Lewis no conocía exactamente su dirección. En cuanto terminó con sus agentes y sus editores se había dedicado a buscarla y después de mil peripecias había logrado dar con su teléfono.
—Nos espera —dijo Lewis—. Va a mostramos Nueva York.
Yo hubiera preferido pasar la velada sola con Lewis, pero dije con entusiasmo:
—Me divertirá mucho conocerlo.
—Y además nos llevará a un montón de lugares que nunca hubiéramos descubierto sin él. Lugares que tus amigos los psiquiatras seguramente no te han mostrado —agregó Lewis alegremente.
Afuera hacia un gran calor húmedo. Hacía todavía más calor en la buhardilla de Felton. Era un tipo alto de rostro pálido, que reía de placer sacudiendo las manos de Lewis. En realidad no nos mostró gran cosa de Nueva York; su mujer llegó con dos muchachos y latas de cerveza; vaciaron lata tras lata hablando de un montón de gente de las cuales yo ignoraba todo, que acababan de ser metidos en la cárcel, que iban a salir, que buscaban una combinación, que habían encontrado una. Hablaron también del tráfico de la droga y del precio que aquí costaban los policías. Lewis se divertía mucho. Fuimos a comer costillas de cerdo a un boliche de la tercera avenida. Siguieron hablando mucho rato. Yo me aburría enormemente y me sentía más bien deprimida.
Seguí estándolo en los días que siguieron. En un punto no me había equivocado: una vez en Nueva York, Lewis se desilusionó un poco. No le gustaba el género de vida que aquí le infligían: la vida mundana, la publicidad. Iba sin alegría a sus almuerzos, a sus parties a sus cocktails y volvía malhumorado. Yo no sabía qué hacer con mis huesos. Lewis me proponía blandamente que lo acompañara, pero este año no me divertían los encuentros sin porvenir. Ni siquiera me divertía volver a ver a los antiguos amigos. Paseaba por las calles sola y sin mucha convicción: hacía demasiado calor. El asfalto se derretía bajo mis pies, en seguida estaba transpirada y extrañaba a Lewis. Lo peor es que cuando nos encontrábamos no era mucho más alegre: a Lewis le aburría contar reuniones aburridas y yo no tenía nada que contar. Entonces íbamos al cine, a un match de box, a un partido de baseball, y a menudo Felton venía con nosotros.
—No le tienes mucha simpatía a Felton, ¿verdad? —me preguntó un día Lewis.
—Sobre todo no tengo nada que decirle, ni él a mí —dije.
Miré a Lewis con curiosidad. —¿Por qué tus mejores amigos son todos rateros, drogados o viven de las mujeres?
Lewis se encogió de hombros:
—Me parecen más divertidos que los demás.
—¿Pero nunca tuviste ganas de drogarte?
—¡Oh, no! —dijo precipitadamente—. Sabes muy bien: adoro todo lo que es peligroso, pero de lejos.
Bromeaba, pero decía la verdad. Lo que es peligroso, desmesurado, poco razonable, lo fascina; pero ha decidido vivir sin riesgo, con medida y con razón. Esa contradicción lo vuelve a menudo inquieto y vacilante. ¿No era ella la que aparecía en su actitud hacia mí?, me pregunté con angustia. Lewis me había querido en un impulso, con imprudencia. ¿Acaso se lo estaba reprochando? En todo caso ya no podía ocultármelo; desde hacía algún tiempo había cambiado.
Aquella noche parecía de muy buen humor cuando entró a la habitación; había pasado la tarde grabando un reportaje para la radio y yo estaba preparada a lo peor, pero me abrazó alegremente:
—¡Vístete rápido! —dijo—. Como con Jack Murray y vas a venir conmigo. Se muere de ganas de conocerte y yo quiero que lo conozcas.
No oculté mi decepción:
—¿Esta noche? Lewis, ¿no pasaremos nunca más una noche solos tú y yo?
—¡Lo dejaremos temprano! —dijo Lewis. Vació sobre la mesa los bolsillos de su chaqueta y sacó del armario su traje nuevo—. No me ocurre a menudo simpatizar con un escritor —dijo—. Si te digo que Murray te gustará, puedes creerlo.
—Te creo —dije.
Me senté ante el espejo para arreglarme la cara.
—Vamos a comer al aire libre, en Central Park —dijo Lewis—. Parece que el lugar es muy bonito y se come muy bien. ¿Qué te parece?
Sonreí: —Me parece que si verdaderamente tú y yo nos liberamos temprano será perfecto.
Lewis me miró con aire vacilante:
—Me gustaría mucho que Murray te cayera bien.
—¿Por qué?
—¡Ah! ¡Hemos hecho proyectos! —dijo Lewis con voz alegre—. Pero tiene que caerte bien; si no, no correrán.
Interrogué a Lewis con la mirada.
—Tiene una casa en un pueblito, cerca de Boston —dijo Lewis—. Nos invita por todo el tiempo que tengamos ganas. Sería mucho mejor que volver a Chicago: en Chicago ha de hacer todavía más calor que aquí.
De nuevo sentí un gran vacío en el hueco del estómago.
—¿Pero él vive o no en esa casa?
—Si, vive con su mujer y sus dos hijos. Pero no tengas miedo —agregó Lewis con un tono un poco burlón—, tendremos un cuarto propio.
—Pero, Lewis; ¡no tengo ganas de pasar este último mes con otra gente! —dije—. Prefiero tener demasiado calor en Chicago sola contigo.
—No veo por qué, so pretexto de quererse, hay que pasarse solos, juntos, noche y día —dijo Lewis con voz brusca.
Antes de que yo hubiera podido contestar había entrado al cuarto de baño y había cerrado la puerta.
«¿Qué significa esto? ¿Se aburre verdaderamente conmigo?», me pregunté con angustia. Me puse una blusa de encajes y una falda sedosa que había comprado en México, calcé sandalias doradas y me quedé plantada en medio del cuarto, totalmente desamparada. ¿Se aburre? ¿O qué? Toqué las llaves que había tirado sobre la mesa, la billetera, el paquete de Camel: ¡cómo podía conocer tan mal a Lewis queriéndolo tanto! Entre los papeles dispersos me llamó la atención una carta con membrete de sus editores. La desplegué: «Querido. Lewis Brogan. Puesto que prefiere venir en seguida a Nueva York no hay ningún inconveniente. Vamos a tomar todas las disposiciones necesarias. De acuerdo para el jueves a mediodía». Leí la continuación a través de una bruma, la continuación no tenía interés. Prefiere venir enseguida a Nueva York, prefiere, pre… La noche en que Paula había dado su banquete fantasma yo había sentido el suelo moverse bajo mis pies. Hoy era peor. Lewis no estaba loco: ¡la loca tenía que ser yo! Me dejé caer en un sillón. Su carta había sido escrita sólo ocho días después de la noche de Chichicastenango, esa noche en que él decía: «¡Te quiero, estúpida francesita!». Yo recordaba todo: las llamas, las alfombras, su vieja salida de baño, la lluvia contra los vidrios. Y él decía: «Te quiero». Era ocho días antes de nuestra llegada a México: entre tanto nada había ocurrido. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué había decidido abreviar nuestra soledad? ¿Por qué me había mentido? ¿Por qué?
—¡Oh, no pongas esa cara! —dijo Lewis cuando salió del cuarto de baño.
Creía que yo estaba enojada a causa de la invitación de Murray; no lo desengañé; imposible pronunciar una sola palabra. Durante el trayecto en taxi no abrimos la boca.
Hacía fresco en el restaurante de Central Park. Al menos el follaje, los manteles adamascados, los baldes llenos de hielo, los hombros desnudos de las mujeres daban una impresión de frescura. Tomé uno tras otro dos Martinis, y gracias a eso, cuando Murray llegó pude articular decentemente algunas frases. En la época en que me gustaban los encuentros sin porvenir, seguramente me habría alegrado conocerlo. Era todo redondo, cabeza, rostro y cuerpo, quizá por eso uno tenía ganas de aferrarse a él como a un salvavidas; ¡y qué agradable era su voz! Al oírlo me di cuenta lo seca que se había vuelto la voz de Lewis. Me habló de los libros de Roberto, de los de Enrique, parecía estar al corriente de todo, era fácil conversar con él. Pero los martillazos seguían en mi cabeza: «Prefiere venir a Nueva York, prefiere venir a Nueva York». Pero era una pesadilla que continuaba sin mí mientras yo comía un cocktail de langostinos y tomaba vino blanco. Murray me preguntó qué pensaban los franceses de las propuestas Marshall y se puso a discutir con Lewis sobre la actitud probable de la U. R. S. S.: pensaba que mandaría a Marshall a paseo y que tenía mucha razón. Parecía entender de política más que Lewis; en conjunto tenía la cabeza mejor organizada y una cultura más sólida. Lewis estaba encantado de encontrar sus propias opiniones en boca de un hombre que sabía defenderlas tan bien. Sí, en un montón de terrenos. Murray podía aportarle más que yo. Yo comprendía que Lewis tuviera ganas de hacerse amigo de él; en última instancia, hasta comprendía que tuviera ganas de pasar ese mes con él. Pero eso no explicaba la mentira de México; no explicaba lo esencial.
—¿Puedo dejarlos en algún lado? —preguntó Murray dirigiéndose hacia la playa de estacionamiento.
—No, tengo ganas de caminar —dije precipitadamente.
—Si le gusta caminar es absolutamente necesario que venga a Rockport —dijo Murray con una gran sonrisa—. Hay paseos magníficos en los alrededores. Estoy seguro de que el lugar le gustará. ¡Y me dará tanto placer tenerlos allí a los dos!
—¡Será estupendo! —dije con calor.
—Desde el lunes próximo pueden llegar cuando quieran —dijo Murray—. Ni siquiera es necesario que avisen.
Subió a su coche y nos fuimos a pie a través del parque.
—Creo que Murray tenía ganas de pasar la velada con nosotros —dijo Lewis con un leve reproche.
—Quizá —dije—. Pero yo no.
—Sin embargo, parecías entenderte muy bien con él —dijo Lewis.
—Lo encuentro muy simpático —dije—. Pero tengo cosas que decirte.
El rostro de Lewis se oscureció:
—¡No ha de ser tan importante!
—Sí —señalé una roca chata en medio del césped—. Sentémonos.
Las ardillas grises corrían por el pasto; a lo lejos los grandes edificios brillaban. Dije con voz neutra:
—Hace un rato, mientras te bañabas, dejaste tiradas unas cartas sobre la mesa —busqué la mirada de Lewis—. Tus editores no exigían que vinieras ahora a Nueva York. Fuiste tú quien lo propuso. ¿Por qué me dijiste lo contrario?
—¡Ah! ¡Lees mi correspondencia a mis espaldas! —dijo Lewis con voz irritada.
—¿Por qué no? Tú me mientes.
—Yo te miento y tú revisas mis papeles: estamos a mano —dijo Lewis con hostilidad.
De pronto todas mis fuerzas me abandonaron y lo miré con estupor; era él, era yo. ¿Cómo habíamos llegado a esto?
—Lewis, no lo comprendo. Me quieres, te quiero, ¿qué ocurre? —pregunté desorientada.
—Nada —dijo Lewis,
—No comprendo —repetí—, explícame. ¡Éramos tan dichosos en México! ¿Por qué decidiste venir a Nueva York? Sabías muy bien que aquí casi no podríamos vernos.
—Siempre indios, ruinas, ya estaba hasta la coronilla —dijo Lewis. Se encogió de hombros—. Tuve ganas de cambiar de aire, no veo qué hay de trágico en todo esto.
No era una respuesta, pero decidí aceptarla provisoriamente:
—¿Por qué no me dijiste que estabas harto de México? ¿Por qué toda esa farsa? —pregunté.
—No me habrías dejado venir, me habrías obligado a quedarme allí —dijo Lewis.
Me impresionó como si me hubiera abofeteado: ¡qué rencor en su voz!
—¿Piensas lo que dices?
—Sí —dijo Lewis.
—Pero en fin, Lewis, ¿cuándo te he impedido hacer tu gusto? Sí, siempre tratabas de hacerme el gusto a mí, pero eso parecía alegrarte a ti también. Nunca tuve la impresión de tiranizarte.
Reviví nuestro pasado en mi cabeza: todo había sido amor, comprensión y la dicha de darnos la dicha el uno al otro. Era atroz pensar que tras la gentileza de Lewis se ocultaban agravios.
—Eres tan terca que ni siquiera te das cuenta —dijo Lewis—. Arreglas las cosas a tu gusto y luego no aflojas, hay que hacer la que quieres.
—¿Pero cuándo ocurrió eso? Dame ejemplos —dije.
Lewis vaciló: —Tengo ganas de ir a pasar este mes a casa de Murray y te niegas.
Lo interrumpí:
—Eres de mala fe. ¿Cuándo ocurrió eso antes de México?
—Sé muy bien que si no hubiera hecho las cosas a la fuerza nos habríamos quedado en México —dijo Lewis—. Según tus planes debíamos pasar todavía un mes y me hubieras probado que había que hacerlo.
—En primer lugar, eran los planes de los dos —dije. Reflexioné—. Supongo que hubiera discutido; pero puesto que tenías tantas ganas de venir a Nueva York, yo hubiera: terminado por ceder.
—Es fácil decirlo —dijo Lewis. Me detuvo de un gesto—. En todo caso me hubiera costado mucho trabajo convencerte. Te dije una mentira para ganar tiempo: no es tan grave.
—A mí me parece grave —dije—. Creí que nunca mentías.
Lewis sonrió un poco molesto:
—En realidad sí, es la primera vez. Pero haces mal en impresionarte. Que uno mienta o no mienta, nunca se dice la verdad.
Lo miré con perplejidad. ¡Decididamente, pasaban cosas raras en su cabeza! No tenía el corazón liviano. ¿Pero qué le pasaba exactamente? Sacudí la cabeza.
—No lo creo —dije—. Uno puede hablarse. Puede conocerse. Basta un poco de buena voluntad.
—Sé que ésa es tu idea —dijo Lewis—, pero justamente es la peor mentira; pretender que uno dice la verdad.
Se levantó:
—En fin, sobre este punto ya te lo he dicho; no tengo nada que agregar. Tal vez podríamos irnos de aquí.
—Vámonos.
Atravesamos el parque en silencio. Esa explicación no me había explicado nada. Había una sola cosa clara: la hostilidad de Lewis. ¿Pero de dónde venía? Estaba demasiado hostil para decírmelo; de nada servía interrogarlo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Lewis.
—Adonde quieras.
—No tengo idea.
—Yo tampoco.
—Parecías tener planes para esta noche —dijo Lewis.
—Nada especial —dije—. Pensaba que iríamos a un barcito tranquilo y que conversaríamos.
—No se conversa así, por obligación —dijo malhumorado.
—Vamos a oír jazz al Café Society —dije.
—¿No has oído bastante jazz en tu vida?
La ira se me subió al rostro.
—Bueno, vamos a dormir —dije.
—No tengo sueño —dijo Lewis con aire inocente.
Se divertía haciéndome bromas, pero sin cordialidad. «Está estropeándome la noche a propósito», pensé con rencor. Dije secamente:
—Entonces vamos a Café Society, puesto que yo tengo ganas y tú no tienes ganas de nada.
Tomamos un taxi: recordé lo que Lewis me había dicho un año antes: que no se entendía con nadie por su culpa. ¡Entonces era verdad! Tenía buenas relaciones con Teddy, Felton, Murray porque los veía raramente. Pero no soportaba mucho tiempo una vida en común. Me había querido atolondradamente y ya el amor le parecía una carga. De nuevo la ira se me subió a la garganta; era más bien reconfortante. «Debió prever lo que le ocurre —pensé—. No debió dejar que me jugara cuerpo y alma en esta historia. No tiene derecho a conducirse como lo está haciendo. Si le peso que lo diga. Puedo volver a París, estoy dispuesta a irme».
La orquesta tocaba una música de Duke Ellington; pedimos whisky. Lewis me miró con inquietud:
—¿Estás triste?
—No —dije—. No estoy triste, estoy enojada.
—¿Enojada? Tienes una manera muy tranquila de estar enojada.
—No te fíes.
—¿En qué piensas?
—Pienso que si esta historia te pesa no tienes más que decirlo. Mañana mismo puedo tomar un avión para París.
Lewis sacudió la cabeza.
—Es grave lo que me propones.
—Por una vez que salimos solos parece que te resulta insoportable —dije—. Supongo que ésa es la clave de toda tu conducta: te aburres conmigo: —Es mejor que me vaya.
Lewis sacudió la cabeza:
—No me aburro contigo —dijo con voz seria.
Mi rabia me abandonó como había venido y de nuevo me sentí sin fuerzas.
—¿Entonces qué hay? —dije—. Hay algo: dilo.
Hubo un silencio y Lewis dijo:
—Pongamos que de tanto en tanto me irrites un poco.
—Me doy muy bien cuenta —dije—. Pero quisiera saber por qué.
—Me explicaste que el amor no es todo para ti —dijo Lewis con una brusca volubilidad—. Lo admito; pero entonces, ¿por qué exiges que lo sea todo para mí? Si tengo ganas de venir a Nueva York, de ver amigos, te enojas. Te gustaría contar tú sola, que ninguna otra cosa existiera, que te subordine toda mi vida, mientras tú no sacrificas nada de la tuya. ¡No es justo!
Guardé silencio. Había mucha mala fe en esos reproches y mucha incoherencia; pero ese no era el problema. Por primera vez en la noche entreveía un rayo de luz: no era nada tranquilizador.
—Te equivocas —murmuré—. No exijo nada.
—¡Oh, sí! Te vas y vienes cuando se te antoja. Pero mientras estás aquí tengo que asegurarte la dicha perfecta…
—Eres injusto —dije.
Mi voz se ahogó en mi garganta. De pronto resultaba claro como el agua. Lewis me guardaba rencor porque yo me había negado a quedarme para siempre con él. ¡Esa estadía en Nueva York, los proyectos hechos con Murray eran represalias!
—¡Me tienes rabiar! —dije—. ¿Por qué? Nada es culpa mía, bien lo sabes.
—No te tengo rabia. Pienso solamente que no hay que pedir más de lo que se da.
—¡Me tienes rabia! —repetí. Miré a Lewis con desesperación—: Sin embargo, cuando hablamos en Chichicastenango estábamos de acuerdo, me comprendías. ¿Qué pasó después?
—Nada —dijo Lewis.
—¿Entonces? Decías que no me habrías querido tanto si yo hubiera sido distinta. Decías que seríamos tan felices…
Lewis se encogió de hombros:
—Dije lo que querías que dijera.
De nuevo tuve la impresión de recibir una bofetada en pleno rostro. Balbucí: —¿Cómo es eso?
—Quería decirte muchas otras cosas, pero te echaste a llorar de alegría, eso me cerró la boca.
Sí, me acordaba. Las llamas crepitaban y yo tenía los ojos llenos de lágrimas; es verdad que me había apresurado a llorar de alegría sobre el hombro de Lewis; le había forzado la mano, es verdad.
—¡Tenía tanto miedo! —dije—. Tanto miedo de perder tu amor.
—Ya sé. Parecías aterrorizada. Eso también me cortó el habla —dijo Lewis. Agregó con rencor—: ¡Qué aliviada te sentiste cuando comprendiste que aguantaría lo que tú quisieras!
El resto no te importaba.
Me mordí el labio; esta vez no debía llorar a ningún precio. Y sin embargo, era atroz lo que me ocurría. Las llamas, las alfombras, la lluvia contra los vidrios, Lewis en su salida de baño blanca: todos esos recuerdos eran falsos. Me veía llorando sobre su hombro, estábamos unidos para siempre; pero sólo yo estaba unida. Él tenía razón: debí preocuparme de lo que ocurría en su cabeza, en vez de contentarme con palabras que le arrancaba. Había sido cobarde, egoísta y cobarde. Estaba bien castigada. Junté todo mi coraje; ahora ya no podía eludirlo:
—¿Qué habrías dicho si yo no hubiera llorado? —pregunté.
—Habría dicho que no se puede querer de la misma manera a alguien que es completamente nuestro y a alguien que no lo es.
Me encabrité y traté de defenderme:
—Me dijiste justo la contrario: dijiste que si fuera distinta no me querrías tanto.
—No es contradictorio —dijo Lewis. Se encogió de hombros—. O si no, es porque los sentimientos pueden contradecirse.
Inútil discutir; la lógica no tenía nada que ver en esto; sin duda los sentimientos de Lewis habían sido al principio confusos y para ganar tiempo me había dicho palabras tranquilizadoras; o quizá, después, empezó a tomarme rabia. Poco importaba. Hoy ya no me quería de la misma manera que antes: ¿cómo podría yo resignarme?
—¿Ya no me quieres como antes?
Lewis vaciló:
—Pienso que el amor es menos importante de lo que creía.
—Ya veo —dije—. Puesto que, de no irme, que esté aquí o que no esté no hace diferencia.
—Es algo así —dijo Lewis. Me miró de pronto y su voz cambió—. ¡Sin embargo, te he esperado tanto! —dijo con emoción—. Durante todo el año no pensé en ninguna otra cosa. ¡Cómo te he deseado!
—Sí —dije tristemente—. Y ahora…
Lewis pasó su brazo alrededor de mis hombros:
—Ahora todavía te deseo.
—¡Oh, de esa manera! —dije.
—No solamente de esa manera —la mano se crispó sobre mi brazo—. Me casaría contigo hoy mismo.
Bajé la cabeza. Recordé la exhalación arriba del lago. Él había expresado un deseo; ese deseo no había sido otorgado; yo, que me había prometido no decepcionarlo nunca, lo había decepcionado irremediablemente. Yo era la única culpable. Nunca más podría reprocharle nada.
No hablamos más. Escuchamos jazz y volvimos al hotel. No dormí. Me preguntaba con angustia si lograría salvar nuestro amor; todavía podía triunfar de la ausencia, de la espera, de todo, pero a condición de que ambos lo deseáramos. ¿Lewis lo desearía? «Por el momento vacila —me dije—; quiere evitarse las nostalgias, el sufrimiento, el vacío; pero a él, que le repugna tirar su vieja salida de baño, no le resultará tan fácil liberarse de nuestro pasado; es más generoso que orgulloso, seguía repitiéndome para alentarme; es más ávido que prudente, desea que le ocurran cosas». Pero yo también sabía qué valor le daba a su seguridad, a su independencia, y cómo se jactaba de vivir con mesura y razón. Puede parecer una locura amar a través del océano. Si, eso es lo que me parecía más temible en Lewis: esa locura por ser juicioso que se apodera de él de pronto. Eso es lo que yo debía combatir. Había que demostrarle a Lewis que en esta historia tenía más para ganar que para perder. Mientras tomábamos el desayuno ataqué:
—¡Lewis! He, pensado en nosotros toda la noche.
—Hubiera sido mejor que durmieras.
Su voz era cordial, tenía un aspecto sereno; sin duda lo había aliviado decirme lo que pensaba.
—Anoche me dijiste que te irritabas porque pido más de lo que doy —dije—. Sí, es un error; no lo haré más: Tomaré lo que quieras darme y no exigiré nunca nada.
Lewis quiso interrumpirme pero continué. Iríamos primeramente a casa de Murray, era un asunto resuelto. Y luego no quería que se creyera obligado a esa fidelidad que hasta ahora se había impuesto: en mi ausencia debía sentirse tan libre como si yo no existiera. Si alguna vez se sentía tentado de enamorarse de otra mujer, peor para mí, no protestaría. Puesto que nuestro amor no le había traído lo que él hubiera deseado, por lo menos no lo privaría de nada.
—Entonces no pienses más que te he tendido una trampa —dije—. ¡No arruines las cosas por el solo placer de arruinarlas!
Lewis me había escuchado con aire atento; sacudió la cabeza:
—¡No es tan sencillo! —dijo.
—Ya sé —dije—. Desde el momento en que uno quiere ya no es libre. Pero, sin embargo, no es lo mismo querer a alguien que se cree con derechos sobre uno o a alguien que no se cree con ningún derecho.
—¡Bah! Me daría lo mismo que una mujer se creyera con derechos sobre mí si yo no se los reconociera —dijo Lewis. Agregó—: No hablemos de todo esto. Cuando uno habla de las cosas no hace más que embarullarlas.
—Uno también las embarulla cuando se calla —dije. Me incliné hacia él—: Hay una cosa que quiero preguntarte: ¿lamentas haberme conocido?
—No —dijo—. Puedes estar tranquila. No lo lamentaré jamás.
Su acento me dio valor:
—Lewis, volveremos a vernos, ¿verdad?
Sonrió:
—No hay nada más seguro en el mundo.
La esperanza volvió a mi corazón. Yo sabía que mis palabras sólo lo habían convencido a medias; y en realidad era falaz hablarle de libertad mientras le pedía que no me expulsara de su corazón. «Pero bastará —me dije— que no se empecine en el rencor y le probaré que nuestro amor puede ser feliz». Sin duda yo ya había tocado en él un punto sensible, o acaso sus agravios se habían desvanecido en el momento en que los había formulado: me llevó a Coney Island a la tarde y estuvo tan alegre, tan tierno como en los mejores días. De pronto tenía mil cosas que contarme: sobre la vida literaria de Nueva York, sobre la gente, sobre los libros; hablaba, hablaba como si acabáramos de conocernos. Y si solamente hubiera dicho: «Te quiero», yo habría podido creer esa noche que todo era exactamente como antes.
—¿Verdaderamente no te molesta ir a casa de Murray? —me preguntó el lunes con una voz un poco vacilante.
—En absoluto: me divierte.
—Entonces salgamos esta noche.
Lo miré con sorpresa:
—Creía que todavía tenías muchas cosas que hacer aquí.
Lewis se echó a reír:
—No las haré.
A la mañana siguiente tomábamos el café con los Murray en un estudio de anchos ventanales; la casa estaba un poco apartada del pueblo, encaramada sobre unos peñascos; el azul del cielo y el ruido del mar entraban por las ventanas. Lewis hablaba hasta quedarse sin aliento mientras se llenaba de tostadas con manteca: se podía creer al ver su rostro dichoso, que por fin alcanzaba el más acariciado de sus sueños. Había que reconocer que todo era perfecto: el lugar, el tiempo, el desayuno, la sonrisa de nuestros anfitriones; yo sin embargo me sentía incómoda. A pesar de su gentileza, Ellen me intimidaba; su discreta elegancia, el encanto de su casa, sus dos chicos deslumbrantes de salud, demostraban que era una joven matrona triunfante: las mujeres que saben concertar con tanta perfección todos los detalles de su existencia siempre me asustan un poco. Y ahora yo iba a caer en la malla apretada de esa vida donde no había lugar para mí: tenía la impresión de estar aprisionada y de flotar a la deriva.
El chico tenía ocho años, se llamaba Dick; en seguida se hizo muy amigo de Lewis; nos llevó por un sendero escarpado hasta una playita al pie de las rocas. Lewis pasó la mañana jugando a la pelota con él en el agua y sobre la arena, yo nadé, leí; no me aburría, pero seguía preguntándome: «¿Qué diablos estoy haciendo aquí?». Por la tarde Murray nos llevó a dar un paseo en auto a lo largo de la costa; Ellen no nos acompañó. Cuando volvimos y nos quedamos solos un largo rato Lewis y yo en el estudio, ante los vasos de whisky, comprendí de pronto que muy a menudo nos ocurriría quedarnos solos juntos: Murray pensaba pasar sus días ante su máquina de escribir y Ellen visiblemente no disponía de un minuto libre. Tomé un trago de whisky y empecé a sentirme bien.
—¡Qué lindo es este país! —dije—. ¡Y qué simpático es Murray!
Estoy contenta.
—Sí, se está bien aquí —dijo Lewis.
La radio emitía una musiquita antigua y durante un rato la escuchamos en silencio. El hielo tintineaba en nuestros vasos, se oían las risas de los chicos, y un delicioso olor a pasteles se mezclaba con el olor del mar.
—¡Es así como habría que vivir! —dijo Lewis—. Una casa propia, una mujer a la que uno no quiera ni demasiado ni demasiado poco, chicos.
—¿Piensas que es eso lo que siente Murray por Ellen? ¿Ni demasiado ni demasiado poco? .—pregunté con curiosidad.
—Es evidente —dijo Lewis.
—Y ella, ¿cómo lo quiere?
Lewis sonrió:
—Demasiado y demasiado poco, supongo, como todas las mujeres.
«Está nuevamente en contra de mí», pensé con un poco de tristeza. Era sin duda a causa de ese sueño de dicha familiar que acababa de cruzársele por la cabeza. Pregunté:
—¿Crees que serías feliz así?
—Por lo menos nunca sería desgraciado.
—Eso no es seguro. Hay personas a las cuales no sentirse dichosas las vuelve desdichadas. Creo que eres uno de ellos.
Lewis sonrió.
—Quizá —dijo. Reflexionó—: Sin embargo, envidio a Murray por tener hijos. Uno se cansa de vivir siempre solo, para uno mismo. Termina por parecer muy vano. Me gustaría tener hijos.
—Y bueno, un día te casarás y tendrás hijos —dije.
Lewis me miró con aire vacilante.
—No será ni mañana ni pasado mañana —dijo—. Pero más adelante, dentro de algunos años, ¿por qué no?
Le sonreí.
—Sí —dije—. ¿Por qué no? Dentro de algunos años…
Es todo cuanto yo pedía: algunos años; para juramentos de eternidad yo vivía demasiado lejos, era demasiado vieja; sólo era necesario que nuestro amor viviera lo bastante para apagarse suavemente, dejándonos en el corazón recuerdos sin mancha y una amistad que no terminaría jamás.
La comida fue tan generosa y Murray tan cordial que terminé por aclimatarme. Yo estaba de buen humor cuando al café llegó gente. En ese principio de estación todavía había pocos veraneantes en Rockport, todos se conocían, estaban ávidos por ver caras nuevas; nos festejaron mucho. Lewis se retiró pronto de la conversación, ayudó a Ellen a hacer sandwiches y a batir cocktails. Yo puse la mejor buena voluntad posible en contestar a todas las preguntas con que me abrumaban. Murray inició una discusión sobre las relaciones del psicoanálisis y del marxismo; sobre ese tema yo sabía más que todos ellos, y como él me alentaba, hablé mucho. Cuando nos encontramos en nuestro cuarto, Lewis me miró con aire intrigado.
—Voy a terminar por creer que hay un cerebro en esa cabecita —me dijo.
—Estaba bien imitado, ¿verdad? —dije.
—No; tienes verdaderamente un cerebro —dijo Lewis. Seguía mirándome y había un leve reproche en sus ojos—: Es raro; nunca pienso en ti como en una mujer de cabeza. ¡Para mí eres tan otra cosa!
—¡Contigo me siento tan otra cosa! —dije yendo a sus brazos. ¡Con qué fuerza me oprimió! Ah, de pronto ya no se hacía ninguna pregunta. Estaba ahí, eso bastaba. Yo tenía las piernas entrelazadas con las suyas, su aliento, su olor, sus, manos violentas sobre mi cuerpo, y decía: «¡Ana!», con su voz de antes, y como antes, su sonrisa me daba su corazón con su carne.
Cuando nos despertamos el cielo y el mar brillaban. Tomamos prestadas las bicicletas de los Murray y nos fuimos al pueblo; paseamos sobre el puente, pasamos un largo rato mirando las barcas, los pescadores, las redes, los peces; yo respiraba el fresco olor de la marea, el sol me acariciaba, Lewis me llevaba del brazo, reía.
Dije en un impulso:
—¡Qué linda mañana!
—Pobre francesita —dijo Lewis con voz tierna—. ¡Qué poco necesita para sentirse en el paraíso!
—El cielo, el mar, el nombre que quiero: no es tan poco.
—Tienes razón —dijo Lewis—. Hay que contentarse con lo que se tiene.
El cielo estaba todavía más azul, el sol más caliente y oí en mi misma un gran carillón alegre: «¡Gané!», me dije. Había tenido razón de aceptar venir aquí. Lewis se sentía libre, comprendía que mi amor no lo privaba de nada. En la playa jugó de nuevo con Dick durante una parte de la tarde y admiré su paciencia. Hacía tiempo que no lo veía contento. Murray nos llevó a casa de unos amigos después de la comida y esta vez Lewis no trató de apartarse: se gastó con exuberancia. Decididamente, nunca terminaría de asombrarme; yo no creía que en sociedad pudiera ser brillante: lo era. Contó nuestro viaje con cortes tan hábiles y una inventiva tan feliz que su Guatemala era más verdadero que el verdadero; todo el mundo tenía ganas de ir. Cuando imitó a los indios trotando bajo sus fardos, las mujeres exclamaron:
—¡Usted sería un actor maravilloso!
—¡Qué bien cuenta!
Lewis calló de pronto.
—¡Qué paciencia tienen! —dijo sonriendo. Agregó—: ¡Yo detesto oír contar viajes!
—Oh, siga —dijo una rubia.
—No, he terminado mi número —dijo yendo hacia la mesa.
Vació un gran vaso de Manhattan mientras las hermosas muchachas de hombros dorados y mujeres menos lindas con ojos cargados de alma se ajetreaban a su alrededor. Me disgustó un poco comprobar que gustaba a las mujeres. Yo creía que me había seducido sutilmente por su ausencia de seducción: y descubría que era seductor. De todos modos, lo que él era para mí no lo era para nadie más. «Para mí sola es único», pensé con una especie de orgullo.
Yo también bebí, bailé, conversé con un guitarrista que acababa de ser expulsado de la radio por sus ideas avanzadas, y luego con músicos, pintores, intelectuales, literatos. Rockport en verano es un anexo de Greenwich Village, está lleno de artistas. De pronto noté que Lewis había desaparecido. Le pregunté a Murray:
—¿Dónde está Lewis?
—No sé —me dijo Murray con su voz plácida.
Sentí una angustia en el corazón: ¿había ido a dar una vuelta por el jardín con una de sus preciosas admiradoras?
En ese caso no le alegraría mucho verme aparecer: ¡paciencia! Eché una mirada en el hall, en la cocina, y salí de la casa. No se oía sino el canto paciente de los grillos. Di algunos pasos y vi la brasa de un cigarrillo; Lewis estaba sentado en una silla del jardín, solo.
—¿Qué haces ahí? —pregunté.
—Descanso.
Sonreí:
—Creí que esas hembras iban a comerte vivo.
—¿Sabes lo que habría que hacer? —dijo Lewis en tono vengativo—. Habría que embarcarlas a todas en un barco, echarlas a todas al mar y traer en lugar de ellas una carga de indiecitas. ¿Recuerdas a las indiecitas de Chichicastenango, juiciosamente sentadas en el suelo a los pies de sus maridos? Cómo eran de silenciosas y tenían rostros que no se movían.
—Recuerdo.
—Siguen teniendo sus caras bonitas, sus trenzas negras y nunca más volveremos a verlas —dijo Lewis. Suspiró—. ¡Qué lejos ha quedado todo eso!
Había en su voz la misma nostalgia que cuando en la jungla de Chichen-Itza me hablaba de la casa de Chicago. «Si me convierto en un recuerdo en su corazón pensará en mí con esa ternura», pensé. Pero no quería convertirme en un recuerdo.
—Quizá un día volvamos a ver a las indiecitas.
—Creo que no —dijo Lewis. Se puso de pie—. Vamos a pasear, la noche huele bien.
—Hay que volver a casa de esa gente, Lewis; van a notar nuestra ausencia.
—¿Y qué hay con eso? No tengo nada que decirles, ni ellos a mí.
—Pero son amigos de Murray; no sería amable desaparecer así.
Lewis suspiró:
—¡Cómo me gustaría una mujercita india que me siguiera sin protestar a todos lados donde yo quisiera!
Volvimos a la casa. Lewis ya no estaba nada alegre. Bebió mucho y no contestaba sino por gruñidos a las preguntas que le hacían. Se sentó a mi lado y escuchó la conversación con aire de crítica. Le dije a Murray que en Francia muchos escritores se preguntaban qué sentido tenía hoy escribir. Sobre eso, todo el mundo se puso a discutir con pasión. El rostro de Lewis se ponía cada vez más sombrío. Detesta las teorías, los sistemas, las generalizaciones. Sé muy bien por qué: para él, una idea no es una reunión de palabras, es algo vivo; las que acepta, se mueven en él, lo desarreglan todo, está obligado a efectuar un duro trabajo para poner orden en su cabeza: entonces eso lo asusta un poco; en ese terreno, también le gusta la seguridad, odia sentirse perdido; a menudo se cierra. Visiblemente se cerraba. En un momento dado explotó:
—¿Por qué se escribe? ¿Para quién se escribe? ¡Si uno empieza a preguntarse eso no escribe más! Uno escribe, eso es todo y la gente lo lee. Uno escribe para la gente que lo lee. Los que se hacen esas preguntas son los escritores que nadie lee.
Nos dejó fríos. Tanto más que allí había bastantes escritores que nadie leía ni leería jamás. Felizmente, Murray arregló las cosas. Lewis volvió a hundirse en su caparazón. Un cuarto de hora después nos despedimos.
Durante todo el día siguiente Lewis anduvo malhumorado; cuando Dick vino a la playa empuñando revólveres, lanzando gritos, lo miró con una mirada negra; sin nada de ganas le dio una lección de box y lo llevó a nadar. A la noche mientras yo conversaba con Ellen y Murray se absorbió en la lectura de los diarios. Yo sabía que Murray no se impresionaría por tan poco, pero me mortificó a causa de Ellen. «Anoche bebió demasiado, mañana estará de mejor talante», me dije esperanzada al dormirme.
Me equivocaba. A la mañana siguiente Lewis no me dirigió ni una sonrisa. Ellen se quedó conmovida porque le tomó la aspiradora de las manos y limpió la casa del sótano al granero; pero ese afán de trabajo casero era sospechoso. Lewis trataba de silenciar algo en él: ¿de que huía? Se mostró relativamente amable durante el almuerzo, pero en cuanto estuvo solo conmigo en la playa me dijo con voz violenta:
—Si ese mocoso del cuerno vuelve a molestarme le retuerzo el pescuezo.
—¡Es culpa tuya! —dije con irritación—. No tenías por qué ser tan afectuoso el primer día.
—El primer día siempre me dejo conquistar —dijo Lewis con una voz cargada de rencor.
—Sí; pero también los demás existen —dije apasionadamente—. Tienes que tener eso en cuenta.
Unos guijarros rodaron sobre nuestras cabezas, Dick corría por el sendero; llevaba un pantalón a cuadros blancos y negros, una camisa inmaculada y un cinturón de cowboy; corrió hacia Lewis:
—¿Por qué viniste aquí? Te esperaba allí arriba. Anoche dijiste que después de almorzar iríamos a pasear en bicicleta.
—No tengo ganas de ir a pasear —dijo Lewis.
Dick lo miró con aire de reproche:
—Ayer dijiste: mañana iremos. Mañana es hoy.
—Si es hoy no es mañana —dijo Lewis—. ¿Qué te enseñan en el colegio? Mañana es mañana.
Dick abrió la boca con aire desdichado; tomó a Lewis del brazo: —¡Vamos! ¡Ven!— dijo.
Lewis soltó su brazo con un ademán brusco: era más o menos la misma cara que tenía el día en que le había dado un puntapié al dragón de piedra. Puse la mano sobre el hombro de Dick:
—Escucha, yo voy a llevarte a pasear en bicicleta. Iremos al pueblo, miraremos los barcos y comeremos helados.
Dick me consideró sin entusiasmo:
—Me prometió que vendría —dijo señalando a Lewis.
—Está cansado.
Dick se volvió hacia Lewis:
—¿Te quedas aquí? ¿Vas a bañarte?
—No sé —dijo Lewis.
—Me quedo contigo. Vamos a boxear —dijo Dick—. Y luego nadaremos…
Alzaba de nuevo hacia Lewis un rostro confiado:
—¡No! —dijo Lewis.
Apoyé mi mano sobre el hombro de Dick:
—Vamos —dije—. Hay que dejarlo. Tiene cosas en que pensar. Yo tengo que ir a Rockport y me aburriría sola: acompáñame. Me contarás cuentos. ¡Yo te compraré revistas, te compraré todo lo que quieras! —dije con la energía de la desesperación.
Dick le volvió la espalda a Lewis y se puso a subir el sendero. Yo estaba furiosa contra Lewis: ¡Uno no se conduce así con un chico! Para colmo no me divertía nada ocuparme de Dick. Felizmente, por profesión sé hacer que un chico se sienta en confianza; no tardó en recobrar su alegría. Hicimos una carrera de bicicletas en la que me dejé ganar por muy poco; llené a Dick de helados, subimos a una lancha de pesca, en fin, hice tanto y tan bien que no quiso soltarme hasta la hora de la comida.
—¡Y bien, puedes agradecerme! —le dije a Lewis al entrar al cuarto—. Te libré del mocoso. Estuviste atroz con él.
—Es él quien puede agradecerte —dijo Lewis—. Un minuto más y le rompía los huesos.
Estaba acostado sobre su cama con su viejo pantalón de brin y su camiseta de mangas cortas, y fumaba mirando el cielorraso. Pensé con rencor que verdaderamente hubiera debido agradecerme. Me saqué mi vestido de playa y empecé a peinarme:
—Es hora de que te vistas —dije.
—Estoy vestido —dijo Lewis—. ¿No ves que tengo ropa sobre el cuerpo? ¿Parezco desnudo?
—No pensarás bajar así, ¿no?
—Claro que pienso. No veo por qué tengo que cambiar de traje so pretexto de que se puso el sol.
—Murray y Ellen lo hacen y tú estás en casa de ellos —dije—. Para colmo hay gente a comer.
—¡Otra vez! —dijo Lewis—. No he venido aquí para continuar la vida idiota de Nueva York.
—¡No has venido aquí para ser desagradable con todo el mundo! —dije—. Ya anoche Ellen empezaba a mirarte con un aire rarísimo —me detuve bruscamente—. ¡Oh, y después de todo me tiene sin cuidado, qué me importa lo que hagas!
Lewis terminó por vestirse rezongando. «Él me ha impuesto esta estadía, y ahora hace todo lo posible para hacerla insoportable», me dije con rabia. Yo ponía toda mi buena voluntad y él lo estropeaba todo. Decidí que esa noche no me ocuparía de él, era demasiado cansador espiar sin cesar sus humores.
Hice lo que me había prometido: conversé con todo el mundo e ignoré a Lewis. En conjunto encontraba a los amigos de Murray simpáticos: pasé una noche agradable; alrededor de medianoche casi todos los invitados se fueron, Ellen se retiró, Lewis también; me quedé con Murray, el guitarrista y otros dos tipos y seguimos hablando hasta las tres de la mañana. Cuando entré a nuestro cuarto, Lewis encendió la luz y se enderezó en la cama:
—¿Y entonces? ¿Has terminado de hacer ruido con tu boca? Nunca pensé que una mujer pudiera hacer tanto ruido ella sola, excepto quizá la señora de Roosevelt.
—Me gusta mucho conversar con Murray —dije empezando a desvestirme.
—¡Eso es lo que te reprocho!, dijo Lewis. Su voz subió—. Teorías, siempre teorías. ¡No es a golpe de teorías como se hacen los buenos libros! Hay personas que explican cómo se hacen los libros y hay otros que los hacen: nunca son las mismas.
—Murray no pretende ser un novelista; es un crítico; un excelente crítico, tú mismo lo reconoces.
—¡Es un gran charlatán!, y tú estás ahí, escuchándolo, con sonrisas inteligentes. ¡Dan ganas de romperte la cabeza contra la pared para volver a ponerte un poco de sentido común!
Me metí en la cama.
—Buenas noches —dije.
Él apagó sin contestar.
Yo conservaba los ojos abiertos. Ya ni siquiera estaba enojada; ¡no comprendía nada! Esas reuniones aburrían a Lewis, muy bien, pero en fin, durante el día entero nos dejaba totalmente en paz, y en verdad, Murray no tenía nada de pedante; hasta ahora Lewis también había encontrado placer en la conversación. ¿Por qué esa brusca hostilidad? Sin duda alguna Lewis lanzaba sus flechas contra mí cuando elegía estropear esa estadía; sus rencores continuaban vivos; pero entonces debería reservarme sus malos humores. Debía estar enojado contra él mismo para agarrárselas así contra el mundo entero; quizá se reprochaba esos momentos en que había parecido volver a darme toda su ternura: esa idea me resultó tan insoportable que quise llamarlo, hablarle. Pero mi voz se quebró contra mis dientes. Yo oía su soplo parejo, dormía, no tuve valor de despertarlo. Es conmovedor un hombre que duerme, es tan inocente: todo se vuelve posible; todo puede empezar, o renovarse por completo. Abriría los ojos, diría: «Te quiero, mi francesita». Y justamente no, no lo diría, esa inocencia era sólo un espejismo: mañana sería igual a hoy. «¿No habría ningún medio de salir de esto?», me pregunté con desesperación. Me sublevé. «¿Qué quiere?, ¿qué hará?, ¿qué piensa?». Yo estaba ahí torturándome con preguntas mientras él descansaba tranquilamente, lejos de sus pensamientos: ¡era demasiado injusto! Traté de crear el vacío en mí, pero no, no podía dormir. Me levanté sin hacer ruido. Dick me había impedido bañarme esa tarde y de pronto ansiaba la frescura del agua. Me puse mi malla de baño, mi vestido de playa, tomé la vieja bata de Lewis y bajé descalza a través de la casa dormida. ¡Qué vasta era la noche! Me puse mis alpargatas, corrí hasta la playa y me acosté en la arena. Hacía casi calor, cerré los ojos bajo las estrellas y el ronroneo del agua me durmió. Cuando desperté un gran astro rojo emergía del agua; era el cuarto día de la Creación: el sol acababa de nacer, el sufrimiento de los animales y de los hombres todavía no había sido inventado. Me mezclé al mar; acostada de espalda, flotaba, los ojos llenos de cielo, y no pensaba más en nada.
—Ana.
Miré a la costa: una tierra habitada, un hombre que llamaba; era Lewis en pantalón de pijama, el torso desnudo; recobré el peso de mi cuerpo y nadé hacia él:
—¡Aquí estoy!
Caminó a mi encuentro, el agua le llegaba a las rodillas cuando me tomó en sus brazos.
—¡Ana! —repetía—. ¡Ana!
—¡Vas a mojarte todo! Déjame secarme —dije arrastrándolo hacia la playa.
No aflojó su brazo:
—¡Ana! ¡Qué miedo tuve!
—¿Te asusté? ¡Me tocaba a mí!
—Abrí los ojos, la cama estaba vacía y tú no volvías. Bajé, no estabas en ninguna parte de la casa. Vine aquí y al principio no te vi…
—Sin embargo, ¿no habrás creído que me había ahogado? —dije.
—No sé lo que creía. Era como una pesadilla —dijo Lewis.
Recogí la salida de baño blanca:
—Friccióname y sécate.
Él obedeció y me puse el vestido; él se envolvió en la bata.
—¡Siéntate a mi lado! —dijo. Me senté y de nuevo me abrazó—. Estás aquí, no te he perdido.
Dije en un impulso:
—Nunca me perderás por mi culpa.
Durante un largo rato acarició mi pelo en silencio; bruscamente dijo:
—¡Ana! ¡Volvamos a Chicago!
Un sol se había alzado en mi corazón, más deslumbrante que el que subía en el cielo:
—¡Me gustaría mucho!
—Volvamos —dijo—. ¡Tengo tantas ganas de estar solo contigo! La noche misma de nuestra llegada comprendí qué tontería había cometido.
—¡Lewis! Me gustaría tanto estar de nuevo sola contigo —dije. Le sonreí—. ¿Es eso lo que te puso de tan mal humor? ¿Lamentabas haber venido aquí?
Lewis meneó la cabeza:
—Me sentía apresado en una trampa; no veía ningún medio de salir de ella: ¡era terrible!
—¿Y ahora ves alguno? —pregunté.
Lewis me miró con aire inspirado:
—Duermen: hagamos nuestras valijas y vámonos.
Sonreí:
—Trata más bien de explicarte con Murray —dije—. Comprenderá.
—Y si no comprende, paciencia —dijo Lewis.
Lo miré con inquietud:
—¡Lewis!, ¿estás seguro de que quieres volver? ¿No es un capricho? ¿No lo lamentarás?
Lewis hizo una sonrisita:
—Sé muy bien cuando obro por capricho —dijo Te juro sobre tu cabeza que no es uno.
De nuevo busqué sus ojos:
—¿Y cuando hayamos recobrado nuestra casa piensas que recobraremos el resto? ¿Será igual al año pasado? ¿O casi?
—Igual al año pasado —dijo Lewis con voz grave. Tomó mi cabeza entre sus manos y me miró largamente—: He tratado de quererte menos: no he podido.
—¡Ah, no vuelvas a intentarlo! —dije.
—No lo intentaré más.
No sé muy bien lo que Lewis le contó, pero Murray sonreía cuando nos acompañó al aeródromo la noche siguiente. Lewis no había mentido: en Chicago todo me fue devuelto. Cuando nos separamos en la esquina de la avenida me apretó entre sus brazos diciendo:
—Nunca te he querido tanto.