LA CIUDAD FORTUNA
Una vez había un joven, llamado Ruperto, mozo el más listo y avisado de su aldea, y aun de cuantas se encontraban en veinte leguas a la redonda.
Cierta noche se hallaba en un grupo de chicuelos de su edad que, congregados alrededor de la lumbre, escuchaban con embeleso la relación que de sus aventuras hacía un soldado veterano lleno de cicatrices, que le valieron los modestos galones de sargento de Inválidos.
El narrador se encontraba en el punto más interesante de su relato.
«La gran ciudad de Fortuna —decía— está situada en la cima de una altísima montaña, tan escarpada, que son pocos los que llegan a subirla.
»Allí el oro circula en tal abundancia, que los habitantes no saben qué hacerse del precioso metal.
»De él están fabricadas las casas, de maciza plata los muros de las fortalezas, y los cañones que la defienden son enormes diamantes taladrados.
»Las calles están empedradas con monedas de a cinco duros, siempre nuevecitas, porque en cuanto empiezan a perder el brillo las substituyen con otras acabadas de acuñar.
»Es cosa de ver en qué consiste la limpieza. Lo que mancha es purísimo polvo de oro, que recogen los carros de la basura para tirarlo en grandes espuertas a las alcantarillas.
»Los guijarros en que se suele tropezar son brillantes como avellanas, despreciados a causa de la abundancia extraordinaria con que el suelo liberalmente los prodiga. En una palabra: el que viva allí puede considerar como mendigos a los más poderosos de la Tierra.
»Lo malo es que el camino que allá conduce es áspero y difícil, y sucumben los más sin haber podido llegar a la ciudad del oro».
Ruperto no echó en saco roto las palabras del soldado; así es que apenas logró ocasión de quedarse a solas con él le preguntó:
—¿Sabe usted por dónde se va a esa ciudad encantadora?
—¡Y tanto como que lo sé, hijo mío! Pero no te aconsejo que intentes el viaje.
—¿Por qué?
—El camino es largo y penoso. Yo me volví a la primera jornada, asustado de las dificultades que es preciso vencer. Pero en fin, si estás resuelto a marchar, debo advertirte lo siguiente: Para llegar a Fortuna hay dos caminos, uno muy largo, lleno de piedras y de escabrosidades. Si vas por él, las agudas puntas de los guijarros destrozarán tus pies, y la fatiga te abrumará; te saldrán al encuentro mil dificultades terribles; tendrás que luchar con crueles enemigos, y si por fin logras vencerlo todo, llegarás a Fortuna ya viejo y extenuado, cuando las riquezas no te sirvan para nada. El otro camino es llano y corto; pero…
—¡Basta! ¡No diga usted más! Indíquelo ahora mismo, que del resto yo me encargo.
—Bueno; te lo indicaré, y quiera Dios que no te pese no haber querido escucharme hasta el final.
Y el rapazuelo, sin despedirse siquiera de sus padres ni de su hermano, echó a andar por donde el viejo soldado le indicara.
Anda que te anda, iba más contento que unas castañuelas pensando en las riquezas que le aguardaban, y que creía tener ya al alcance de la mano.
Al cabo de dos días llegó a la orilla de un caudaloso río. En él había una barca, y en la barca un negro de colosal estatura.
Nuestro mozo se acercó al barquero y le preguntó:
—Buen hombre, ¿se va por aquí a Fortuna?
—Sí, mocito; pero es preciso atravesar el río.
—Bueno; pues páseme usted.
—¿Sabes cuánto cuesta?
—No.
—Cincuenta duros.
—Pero, hombre, ¿tengo yo cara de tenerlos, ni aun de haberlos visto juntos en mi vida? Sea usted complaciente, y páseme de balde.
—Este río, amiguito, no se pasa nunca gratis. Es el primer paso hacia Fortuna, y hay que pagarlo de algún modo. Si no tienes dinero, es igual; déjame que te corte un pedacito de corazón. Quizás te duela un poco al principio; pero luego quedará como si lo tuvieras entero.
Ruperto dejó que el negro le abriese el pecho y le sacara un pedacito de corazón. Cuando pasó a la otra orilla dio un suspiro de satisfacción. El primer paso estaba dado, y ya veía la hermosa ciudad de Fortuna, cuyas resplandecientes murallas despedían hermosísimos reflejos.
Pero notó que tenía mucho menos afán en llegar a la ciudad del oro, y una sensación extraña de vacío en el pecho.
Con todo, siguió su marcha; pero aún no habría dado cien pasos, cuando una nueva dificultad vino a estorbarle el camino. Éste se estrechaba entre dos montañas inaccesibles, y la entrada del desfiladero estaba custodiada por otro guardián tan negro como el de la barca.
—¿Adónde vas, muchacho? —preguntó a nuestro mozo.
—A la ciudad de Fortuna.
—En efecto, éste es el camino; pero hay que abonar el pasaje. Es un pedacito de corazón.
Sin vacilar abrió su pecho Ruperto, y dejó en manos del terrible portero un manojito de fibras de aquel órgano de la vida.
Y siguió andando, andando, hacia la ciudad, que a sus ojos se mostraba cada vez más próxima y más hermosa. Pero cada vez sentía menos afán por llegar. Aún no habían terminado las dificultades. El camino se cortaba de pronto formando un terrible barranco; sólo pensar en atravesarlo hubiera sido un delirio. Ruperto creyó fallidas sus esperanzas, y se sentó desalentado en una piedra.
En aquel momento un buitre de gran tamaño bajó desde la cima de una montaña, y acercándosele le dijo:
—¿Quieres pasar? Pues dame un pedazo de tu corazón.
—¡Tómalo y pásame! —dijo Ruperto desesperado.
El buitre hundió su pico en el pecho de Ruperto y sacó un buen trozo de corazón. En seguida cogió a nuestro mozo con sus garras y lo llevó al otro lado del abismo.
¡Entonces sí que estaba a las puertas de Fortuna! Ya podía contar hasta el número de torres que por encima de los altos muros se levantaban, y dio por hecha su felicidad, si es que ésta consiste en el dinero.
En la puerta le detuvieron. Allí el corazón era género de contrabando, y por eso le sacaron lo que le quedaba del suyo, y le pusieron uno de acero muy bonito, pero duro como el diamante. Sólo se libró de la requisa una pequeña fibra que pasó inadvertida detrás del corazón de metal.
—¡Al fin estoy dentro! —dijo Ruperto; pero, con gran extrañeza suya, la ciudad del oro no le produjo sorpresa ni alegría—. ¿Para qué quiero las riquezas —exclamaba—, si he perdido mi corazón y con él mis ilusiones?
Y paseaba por la ciudad mirando con soberano desprecio aquellas riquezas que estaban al alcance de su mano, y que tanto halagaron antes su ambición.
Aquel brillo deslumbrante llegó a molestarle.
—Por lo visto —pensó—, aquí no hay más que oro. ¡Maldito metal, que me has costado mi corazón! ¡Dios mío! ¿Quién me devolverá mi corazoncito?
Buscó amigos; pero no logró hallarlos, porque aquella gente tenía el corazón de acero, y Ruperto sentía que aquella fibrilla que le quedaba del suyo le hacía sufrir atrozmente.
Sin amigos ni afectos en aquella ciudad del oro, Ruperto se acordó de sus padres y de su hermano, y lloró amargamente su destino.
Entonces resolvió volver a la blanca casita de su aldea y vivir en ella como a Dios fuere servido. Al salir de la ciudad sintió una extraña alegría. Pero aquel maldecido corazón de acero le hacía sufrir horriblemente; sólo la fibrilla que le quedaba del suyo palpitaba de gozo dentro del pecho. Siguió el primer camino que encontró, y entonces no halló dificultades. Parecía que le habían nacido alas en los pies. Iba cuesta abajo, y así se marcha muy aprisa.
Cuando llegó a su aldea estaba tan pobre como antes, y, además, aquel corazón frío y duro no le dejaba respirar. Latía con la igualdad de un cronómetro. ¡Tic! ¡tac! ¡tic! ¡tac!
Su hermano fue el primero que le salió al encuentro, lleno de alegría. Le abrazó, le besó, y le acompañó hasta su casa entre los mayores transportes de júbilo.
Pero el corazón de acero no dejaba a Ruperto regocijarse. Las lágrimas no acudían a sus ojos, y sentía en el pecho como una mano que le oprimiese.
Su anciano padre le estrechó en sus brazos, y tampoco logró conmover aquel duro corazón. Ruperto sentía una angustia extraordinaria.
Pero llegó su madre, que corrió desalada hacia su hijo, le abrazó llorando, y sus lágrimas cayeron sobre el pecho de Ruperto. Entonces, ¡oh poder del amor de madre!, aquel corazón de acero apresuró sus latidos, y, no pudiendo resistir más, saltó como salta el roto muelle de un reloj.
La fibrilla era ya un corazón nuevo, y Ruperto un hombre feliz.
Y cuando le hablaban de las riquezas decía:
—Dios las dará si conviene; pero nada de buscarlas por atajos a costa del corazón y de las ilusiones.