EL HADA DE LA ENCINA

En una cabaña situada en medio de un bosque vivía un pobre labrador en compañía de su mujer y de tres hijos, que, citados por orden de edad, se llamaban Conrado, Augusto y Teobaldo. Conrado era pendenciero y holgazán, pero tenía la buena condición de ser obediente: Augusto era muy distraído, algo poeta y forjador de ilusiones fantásticas: Teobaldo era trabajador, humilde y cariñoso con sus padres, a los cuales acompañaba siempre en la ingrata labor de cortar leña, formar haces y llevarlos a vender a la ciudad.

Un cierto día, el padre se sintió enfermo; y para cumplir un compromiso que tenía de entregar al mayordomo del Palacio seis cargas de leña, llamó a sus tres hijos y les dijo:

—Mañana tengo compromiso de entregar al mayordomo de Palacio seis haces de leña; estoy enfermo y no puedo salir a cortarla; coged vuestras hachas y en el centro del bosque encontraréis una gruesa encina; derribadla, hacedla rajas, y de ellas formad seis haces que llevaréis al mayordomo, quien os dará por ellos 4 cequíes (8 duros).

Conrado y Augusto cogieron sus hachas refunfuñando; Teobaldo tomó también la suya, y después de abrazar a su padre se fueron los tres al bosque; pero Conrado y Augusto, aunque separados, se quedaron a la entradita para no andar mucho; y Teobaldo, sin vacilar, se fue derecho a la encina señalada por su padre.

Conrado eligió un árbol endeble para no trabajar mucho, y a él dirigió los golpes de su hacha; pero al desgajarse una rama del arbolillo, salió de éste un gigante que dijo a Conrado:

—¿Por qué me maltratas? ¿Qué daño te hecho?

—A fe mía —contestó Conrado— que no pensé que siendo tú tan grande habitaras en ese árbol tan mezquino, del cual intento sacar dos haces de leña para llevarlos a vender al mayordomo de Palacio.

—Pues bien —dijo el gigante—; yo te ahorraré el trabajo; pero no hagas daño a ese árbol: toma esta espada y te prometo que todo cuanto con ella tocares se hará pedazos.

Conrado cogió la espada y al retirarse a su casa derribó tres o cuatro árboles que fácilmente convirtió en astillas, con las que hizo seis grandes haces; luego esperó a sus hermanos para que le ayudaran a llevar la leña a la ciudad.

Augusto, por su parte, en lugar de trabajar y cortar ramas, se sentó debajo de un árbol, y allí, resguardado de los rayos del sol, dedicóse a improvisar una oda. Al marcharse cogió el hacha y la clavó en un chopo, que profirió un quejido lastimero.

—¿Qué te he hecho —dijo el quejumbroso árbol— para que me trates así?

—Verdaderamente —contestó Augusto— nada me has hecho; pero mi padre me ha mandado cortar leña de la encina del centro del bosque, y como tu madera es más floja te he preferido.

—Pues bien —repuso el chopo—; no me toques más y toma en pago esta pluma —y al decir esto cayó al suelo una pluma de águila—. Con esa pluma podrás hacerte rico y poderoso y escribir cuantos versos quieras, que serán la admiración de los que los leyeren: sólo te encargo que no los emplees en la adulación, sino en elogiar la virtud.

Teobaldo, obediente y sumiso, cumplió el mandato de su padre; llegó a la encina y empezó a dar hachazos; al tercero se abrió el árbol y salió de él un hada cubierta con vestido de plata guarnecido de hojas de encina. Teobaldo quedó admirado, y más cuando el hada le dijo:

—Sé que obediente y cumpliendo el mandato de tu padre has venido a hacer leña al bosque; pero tú no sabías que yo habitaba en esta encina y que este bosque está encantado. Para remediar las necesidades de tu familia toma esta bolsa de oro y esta ramita; y siempre que tengas necesidad de alguna cosa, vente al bosque, toca con ella la encina y yo saldré para satisfacer tus deseos.

Muy contento el joven Teobaldo, marchó a su cabaña, refirió al padre lo que le había sucedido y le entregó la bolsa para remediar sus necesidades. Al poco tiempo entraron sus hermanos y también refirieron lo que les había sucedido; cogieron las cargas de leña los tres y fueron al Palacio.

El mayordomo recibió la leña y sacó dinero para pagarles; pero Conrado le dijo:

—Yo no quiero dinero; quiero que me presentes al Rey y hacerme soldado.

El segundo, o sea Augusto, manifestó que su deseo era quedarse en Palacio y poder leer al Rey una oda que en su elogio había compuesto.

—¿Y tú? —dijo al pequeño Teobaldo.

—Yo quiero el precio de la leña y llevárselo a mis padres, de los que no me quiero separar; pero ya que sois tan bueno os pediría que me colocarais en un sitio donde, sin ser visto, pudiera ver a la Princesa, hija del Rey, a la que el pueblo llama por su belleza Rayo de Luz.

El mayordomo cumplió su palabra. Conrado entró a servir como soldado en la Guardia del Rey.

Augusto leyó su oda y obtuvo en premio una plaza en los Archivos de Palacio; y él pequeño logró ver a la Princesa Rayo de Luz, y quedó perdidamente enamorado de ella; pero salió de Palacio y se fue a casa de sus padres.

Desde aquel día, Teobaldo no hizo más que pensar en la Princesa y en los medios que podría poner en práctica para obtenerla por esposa.

Paseándose por el bosque pensaba que nunca el Rey consentiría en casar a su hija con el hijo de un leñador; y acordándose de la ramita que le había dado el hada se dirigió a la encina del centro para consultar a la misteriosa ninfa: dio los convenidos tres golpes en el tronco del árbol.

El hada se presentó.

—¿Qué quieres? —preguntó al joven.

—He visto a Rayo de Luz, la hija del Rey, y estoy enamorado de ella —respondió Teobaldo—; pero el Rey no me la dará por esposa si se la pido.

—Vete a Palacio —le ordenó el hada— preséntate al Rey y le pides la mano de su hija. El Rey te pondrá tres condiciones con objeto de que no las puedas cumplir, pero con la ramita que te he dado, vienes, tocas otra vez en la encina y yo te daré los medios de conseguir tu deseo.

Y le despidió dándole otra bolsa llena de oro para que se pudiera vestir como correspondía.

Teobaldo, equipado lujosamente mediante el oro del hada, se presentó al Rey, al que hizo la petición que le preocupaba.

—No tengo inconveniente en darte a mi hija por esposa siempre que me traigas la azucena que florece en los jardines del castillo de bronce, la esmeralda que lleva en su joyel la dueña de aquel palacio, y el anillo que tiene puesto en el dedo del corazón la estatua que hay en el salón de recepciones del mismo castillo.

—Prometo a vuestra majestad hacer lo posible por conseguir la mano de la Princesa —dijo Teobaldo.

Al día siguiente el joven leñador llegó al bosque y con la ramita golpeó tres veces la encina: salió el hada y dijo a Teobaldo:

—El Rey te ha pedido tres cosas que son difíciles de conseguir, pero que tú lograrás si haces puntualmente lo que voy a encargarte. Llama con la ramita a la puerta del castillo; se abrirá; entras; oirás voces lastimeras; no haces caso; te llamarán; no atiendas; llegarás al jardín en el qué verás frutas orladas de brillantes y rubíes, rosas cubiertas de perlas, y en uno de los ángulos la azucena consabida; la cortas, pero ten cuidado de no coger ni fruta ni flor alguna, más que aquella azucena: te saldrá a recibir la dueña del castillo y con mil halagos te obsequiará y querrá que te sientes a la mesa con ella; arráncala el joyel y dirigiéndote después a la estatua le quitas el anillo; te encaminas a la puerta, la tocas con él, ésta se abrirá: a la salida encontrarás un caballo que ligero te pondrá a las puertas del Palacio del Rey; y aunque sientas que te persiguen no vuelvas la cabeza, pues de faltar a alguno de estos requisitos quedarás convertido en estatua de piedra como otras muchas que verás alrededor del castillo.

Teobaldo hizo fielmente lo que el hada le había encargado: llamó con su ramita; se abrió el castillo: oyó voces que le llamaban, pero no hizo caso de ellas; fue al jardín; despreció las frutas y las flores de piedras preciosas; cogió la azucena; vio a una hermosa dama que le salió a su encuentro, le invitó a comer, pero Teobaldo no quiso aceptar ningún obsequio, y arrancando el joyel de esmeralda, entró en el salón; cogió el anillo; tocó con él la puerta; se abrió ésta; encontró un caballo; montó en él; lo puso a galope, y aunque sintió grandes voces que le llamaban y tropel de gentes que le perseguían, no volvió la cabeza y pudo llegar al Palacio del Rey, el cual, en vista de que había salido triunfante de las pruebas exigidas, lo llevó al cuarto de su hija Rayo de Luz, y poniendo a los pies de la Princesa la azucena, el joyel y el anillo, aquélla lo recibió por esposo.

Los padres de Teobaldo fueron llevados a Palacio y vivieron largos años felices en compañía de su hijo y de Rayo de Luz.

Conrado sirvió fielmente al Rey y con su espada hizo en su favor mil hazañas que le valieron el grado y los honores de general.

Augusto escribió la Crónica de su época, y compuso muchas odas en elogio de su hermano, del Rey y de la Princesa.

El hijo obediente es siempre recompensado, atrayendo del Cielo bienes para sí y para su familia.