16

Ya descalza, se acercó al taburete donde Ross estaba sentado. Se arrodilló frente a él, posó las manos sobre sus muslos, justo encima de las rodillas, y le miró a la cara. Las lágrimas consiguieron que sus ojos brillaran como vino añejo a la tenue luz de la lámpara.

—No era nadie, Ross. Nadie. Ni siquiera se merece un pensamiento.

Ladeó la cabeza mientras hablaba. Su cabello se derramó como una cascada sobre un hombro.

—Le odiaba. Era cruel. Hacer daño a los demás, hacerme daño, le proporcionaba placer. Dejarle no significó abandonarle, sino escapar de él. Para salvar mi vida, para salvar irá alma. Créeme, Ross.

Lloraba, pero sólo por los ojos. Las lágrimas resbalaban sobre sus mejillas como un arroyo plateado, pero su voz no se quebró. Era una pura súplica.

—Fue el único, Ross, te lo juro. El único hombre que me poseyó. Me resistía cada vez. Nunca estuve con él por voluntad propia. No quería tener un hijo suyo. Me alegro de que muriera. —Cerró las manos sobre sus muslos—. Ojalá no le hubiera conocido nunca. Ojalá me hubiera mantenido pura y virgen para ti.

—Lydia...

Ella movió la cabeza y no le dejó terminar. Ya que había llegado tan lejos, quería explicarle lo que sentía. Tal vez no volviera a reunir fuerzas para ello.

—Pensaste que yo era basura cuando los Langston me acogieron. Era cierto, yo había vivido como basura, pero en el fondo sabía que yo no era mala. Quería vivir entre gente decente. Cuando te casaste conmigo, tomé la decisión de olvidar mi pasado. Me habían regalado una vida nueva, y estaba decidida a dejar la vieja atrás.

»Las veces que hemos estado juntos no tienen nada que ver con lo que pasó antes. Me has enseñado que lo que ocurre entre un hombre y una mujer no tiene por qué ser vergonzoso, doloroso y horrible.

Las manos de Ross rodearon su rostro. Secó las lágrimas con los pulgares. Deslizó su mano desde la coronilla a la nuca, fascinado por el tacto del cabello contra su palma.

—La mejor época de mi vida ha sido la que he pasado contigo y Lee. No puedo cambiar el pasado, aunque me gustaría olvidarlo, pero, por favor, no lo utilices contra mí. Quiero ser una buena madre para Lee. Quiero ser una buena esposa para ti. Soy ignorante y torpe y tengo mucho que aprender. Enséñame, Ross. Intento con todas mis fuerzas olvidar mis orígenes. ¿No puedes olvidarlos tú también, por favor?

¿Quién era él, Sonny Clark, para juzgar a los demás? ¿Acaso él no se había considerado una víctima de su herencia, no había tratado de perdonarse por sus pasadas transgresiones? Si él era capaz de absolverse de toda culpa, esgrimiendo su sórdida educación como motivo, ¿cómo podía condenar a Lydia? Sin la menor duda, ella también había sido una víctima. ¿Tanto le importaba a él lo que ella había sido, quién había engendrado a su hijo?

Ahora que tenía la cabeza de Lydia apoyada sobre su rodilla, con el pelo desparramado sobre su muslo como una madeja de seda enmarañada, no podía negarse a amarla basándose en unos principios confusos. Lo que ella había hecho antes de conocerla, se le antojaba insustancial.

Ross alzó su cabeza con ternura. Separó las rodillas y la atrajo hacia sí. Cerró los dedos alrededor de su cuello y los enlazó en su nuca.

—Eres hermosa, Lydia —dijo en voz baja.

Ella sacudió la cabeza, todo cuanto le permitieron los fuertes dedos que rodeaban su garganta.

—No.

—Sí lo eres.

Él se recreó en los ojos hundidos que bañaban su rostro de un resplandor esmeralda.

—Hasta que te conocí, no.

Ross la atrajo hacia sí y se inclinó para besar sus labios. Los rozó con el bigote. Alejó las manos de su garganta y resbalaron hacia sus pechos. Recorrió su rostro con los labios, que depositaron besos fugaces sobre sus mejillas húmedas, los párpados, la nariz, las sienes, para luego volver a su boca. Deslizó las manos hacia el hueco de su espalda.

Ross aplicó una presión lenta pero constante, hasta amoldarla a su cuerpo.

—He soñado con esto toda la semana —.Confesó contra sus labios—. Te he deseado con todas mis fuerzas. —Suspiró—. Desde el primer momento te deseé, y me odié por ello.

Le costó muchísimo admitirlo. Lydia ni siquiera podía imaginar el esfuerzo —que Ross tuvo que hacer para confesarle aquella debilidad. Nadie que hubiera visto al joven pistolero de sangre fogosa abalanzarse sobre un hombre a la menor provocación, real o imaginaria, reconocería al individuo que ahora acariciaba con reverencia la mejilla de su amante.

—Pensaba que me odiabas —susurró la joven, y movió la cabeza de un lado a otro, embelesada por el tacto de los labios de él contra los suyos. La boca de Ross. Una idea embriagadora, que aceleró su respiración y agitó su estómago.

—Lo intenté. No pude. Estoy harto de castigarnos a los dos.

Entonces la faceta agresiva de su naturaleza se reafirmó. Ross se apoderó de su boca posesivamente, en tanto la inmovilizaba contra el pecho. Sus labios accedieron cuando la lengua de Ross los apretó y acarició la suave y húmeda piel. Lydia gimió y rodeó su cuello con los brazos.

Se entregaron a los deseos que les habían atormentado durante los últimos días. Homenajearon mutuamente sus bocas, dejaron que sus lenguas se enzarzaran en un festivo combate.

Por fin, Lydia se separó y apoyó la mejilla sobre su Pecho para recobrar el aliento.

—No sabía que la gente podía hacer esto con sus bocas —susurró en voz baja.

Ross levantó su barbilla y le dedicó una sonrisa traviesa.

—Poca gente lo hace.

El corazón de Lydia golpeaba contra sus costillas.

—¿Por qué?

Ross se encogió de hombros.

—No saben lo que se pierden, tal vez.

—Me alegro de que tú lo hagas. De no dejarlo perder, quiero decir.

Ross lanzó una vibrante y estruendosa carcajada.

—¿A ti te gusta? —Ella asintió con vehemencia—. Entonces repitámoslo de nuevo —murmuró. La atrajo hacia sí para fundirse en otro beso apasionado.

Sin que sus bocas se desunieran, Ross separó un poco el cuerpo para poder deslizar su mano hacia los botones del corpiño de cuello alto. La respuesta de Lydia renovó su confianza. De joven, había sido demasiado impaciente para emplear la delicadeza. Durante su carrera de forajido, el tiempo no le había permitido demorarse, al hacer el amor con una mujer, aunque tampoco lo había creído necesario, porque las putas consideraban excitante su lujuria desatada. La gazmoñería de Victoria le había convertido en un hombre nervioso y torpe. Tenía miedo de ofenderla con cada uno de sus movimientos. Pero Lydia...

Cuando todos los botones estuvieron desabrochados, Ross bajó la boca hasta su cuello y lo mordisqueó son suavidad, mientras le quitaba el vestido.

—Siempre hueles bien.

El aliento de Ross acarició su piel y convocó aquella ingravidez en su estómago.

Ya con los brazos libres de las mangas del vestido, ella alzó las manos hacia la cabeza de Ross, hundió los dedos en la masa negra de su cabello y la apretó contra sí, mientras él seguía mordisqueándola.

Ross la miró. Habían bajado la luz de la lámpara para eliminar sombras reveladoras en la lona, pero brillaba lo suficiente para arrojar un resplandor dorado sobre la piel de su mujer. El borde de encaje de su camisa dejaba al descubierto la curva superior de sus senos. La textura del valle que los separaba intrigaba a Ross, pues la imaginaba aterciopelada bajo los dedos de un hombre, bajo la lengua de un hombre.

Recorrió con el dedo el borde de la camisa de un lado a otro, poco a poco, luego en sentido inverso, mientras seguía su movimiento con los ojos. Cuando los alzó hacia su mirada tierna, sonrió complacido. Se desabrochó y quitó la camisa. A continuación, se quitó el cinturón, y después empezó a desabrocharse los pantalones. Ella continuaba como en trance y sólo miraba sus ojos. Los de ella estaban abiertos de par en par, y mostraban un tono ámbar oscuro.

—Te doy miedo, Lydia?

Ella negó con la cabeza.

—No. Antes sí, pero ya no.

—Bueno, tú también me dabas miedo a mí—dijo él, lanzando una leve carcajada.

—¿Yo?

Era incomprensible que Ross pudiera tener miedo de algo.

—¿No te dabas cuenta de lo mucho que me costaba pasar la noche contigo sin tocarte, sobre todo cuando dabas de mamar a Lee?

—¿Aún deseas tocarme?

Ross cerró los ojos, como si sintiera dolor.

—Muchísimo.

Lydia le cogió la mano, la posó sobre su pecho y apretó.

—¿Así?

—Dios, sí.

Ross gimió. Su otra mano se reunió con la primera. Masajeó con cariño sus suaves pechos, los alzó, los comprimió, para dejar luego que se acomodaran bajo sus palmas. Lydia suspiró su nombre cuando los dedos de Ross describieron círculos alrededor de su pezones. Exploró e imploró con dulzura, hasta que se pusieron erectos.

—Me abriste la camisa aquella primera noche —susurró ella, aturdida.

Ross la miró con ojos incrédulos.

—Estaba borracho —contestó con voz ronca.

—Oh. —Lydia inclinó la cabeza, avergonzada. A juzgar por su expresión, adivinaba que acababa de decirle algo terrible

— Lo siento. No sé nada de estas cosas. Pensé que te gustaría...

—Ya lo creo, pero...

Caray, si su esposa era una de las pocas en todo el continente que no rehuía las caricias de su marido, sería tonto que se lo dijera.

Maldijo los diminutos botones mientras sus dedos luchaban con ellos. Después de unos instantes frustrantes, ella le apartó las manos con delicadeza. Soltó los botones uno a uno, con movimientos lentos e inconscientemente seductores.

Al principio, sólo apareció una franja de piel, después, las curvas internas de sus senos, Y. por fin, el surco que dividía su estómago. Lydia se inclinó hacia delante, de forma que casi tocó con la cabeza la barbilla de Ross, mientras se quitaba la camisa. El cabello resbaló sobre su cara, y cuando se irguió, la cubrió de una forma fascinadora.

Se produjo un rugido en los oídos de Ross que no escuchaba desde que se había acostado por primera vez con una mujer, muchos años antes. Apenas era más que un muchacho, pero recordaba la sequedad de su boca, el sudor que mojaba sus palmas y perlaba su labio superior, el tamborileo de su corazón. Como ahora.

Apartó su cabello y contempló sus pechos. Eran voluminosos coronados de coral, hermosísimos, altos, redondos, maternales, eróticos. Los pechos de una madonna... y de una amante. Recordó la primera noche que la vio, contempló aquellos senos henchidos de leche y la boca ávida de su hijo, que chupaba los pezones. Una nueva oleada de sangre inundó su miembro. La potente erección le produjo dolor.

Cuando posó las manos sobre ella, experimentó mil sensaciones que recorrieron su brazo hasta el corazón. Como hechizado, acarició la carne suave, y comprobó con placer que se adaptaba a la forma de sus manos y al movimiento de sus dedos. Su piel oscura contrastaba con la blancura cremosa de Lydia.

Sopló con suavidad sobre el pezón, que se irguió tentador, la areola oscura que lo rodeaba se arrugó de una forma adorable. Ross susurró una maldición, rodeó el seno con su mano y bajó la cabeza.

Al principio Lydia sintió la caricia sedosa y áspera al mismo tiempo del bigote, y después el beso húmedo. Apoyó las manos sobre las mejillas de Ross y echó la cabeza hacia atrás. La lengua de Ross se deslizó sobre el lecho de carne rosácea, una y otra vez, lo bañó con el rocío de su boca. Después lo encerró en la prisión ardiente y húmeda de sus labios y chupó con suavidad.

Lydia emitió una exclamación ahogada de sorpresa y placer, y se apretó más contra él. Un grito entrecortado surgió de sus labios. Los brazos de Ross se cerraron sobre los riñones de Lydia, que se arqueó hacia atrás. Ross la devoró con dulzura, saboreó cada centímetro de la carne que, durante semanas, había soñado paladear. Bañó sus pezones con la lengua, los secó con el bigote. Los sujetó entre los dientes de su boca caliente y febril, y tiró de ellos rítmicamente.

Era un ritmo camal, ambos respondían al unísono. Ross comprendió que la poseería de nuevo con brutalidad, si no aplacaba su deseo. La alzó y meció su cabeza bajo la barbilla. Los senos mojados de Lydia se aplastaron contra su pecho desnudo.

—Lydia, Lydia —repitió sin cesar, en tanto la mecía contra él hasta que los dos se calmaron. Esta vez no quena ser brúsco y rápido, sino lento y paciente.

Lydia se apartó y acarició sus mejillas hirsutas.

—Esto rasca —dijo, y arrugó la nariz de una forma cómica.

—Lo siento. Tendré que afeitarme.

—¡No! exclamó la joven. Su entusiasmo arrancó una carcajada a Ross, pero se contuvo cuando oyó su siguiente observación—. Tienes muchas cicatrices.

Tocó la cicatriz que aparecía sobre su tetilla izquierda. Después las yemas de sus dedos deambularon sobre su pecho y hombros, en busca de más cicatrices y señales.

—Eso temo.

—¿La guerra?

Ross apartó su mano y besó sus dedos.

—Algunas, sí.

Lo dijo en un tono que indicaba su determinación de no hablar más al respecto. Estaba entregado al estudio de cómo oscilaban sus senos al menor movimiento, o de cómo algunos mechones de pelo que caían sobre sus hombros flirteaban con sus pezones. Lydia no aparentaba la menor timidez ante aquella detallada inspección, antes bien manifestaba una curiosidad casi infantil por Ross.

—Vamos a la cama —dijo éste con voz ronca.

Ross ya había tomado la decisión de que no iba a dormir en pantalones cortos, y de ninguna manera iba a sacar una de aquellas ridículas camisas de dormir que Victoria insistía en que se pusiera. Iba a dormir tal y como había nacido, y si a Lydia no le gustaba... Bien, tendría que acostumbrarse. Se quitó las botas, los calcetines y los pantalones, y los tiró al otro lado del carro.

Lydia gateó a toda prisa hacia la cama y permaneció inmóvil cuando Ross apagó la llama de la lámpara. Se hizo la oscuridad en el carro. Sus oídos ya se habían acostumbrado a seguir los movimientos de Ross y sabía que estaría desnudo cuando se acostaría a su lado.

Estaba aterrorizada y excitada al mismo tiempo por la idea. Clancey le había mostrado obscenamente sus partes íntimas desabrochándose la bragueta de los pantalones, pero nunca había visto a un hombre adulto desnudo por completo. Por supuesto, Ross era hermoso de cintura para arriba. No podía imaginar que el resto de su cuerpo fuera repulsivo. De todos modos, se quedó rígida y asustada cuando él se tendió a su lado.

Ross no encontró la menor resistencia cuando la atrajo hacia él. Sus brazos la aprisionaron, al tiempo que capturaba su boca en la oscuridad. Gracias a la experiencia contenida en aquel beso, los temores de Lydia se disiparon.

Tocó las piernas de Ross con sus pies desnudos, y no fue tan horrible. Tenía los senos apoyados contra el muro peludo de su pecho, y el contacto era electrizante. Ross desnudo no dejaba de ser Ross. Sabía que no debía temer nada de él.

Lydia le rodeó con sus brazos y acarició los músculos de su espalda. Dejó que sus manos descendieran más abajo de la cintura y tocó lo que había admirado aquella mañana en el río. Deslizó las palmas sobre las curvas firmes de sus nalgas.

—Dios todopoderoso —gruñó Ross, y la tendió sobre las sábanas. Agradeció la luz de luna que le ayudó a desatar el cinturón de las enaguas y los pantalones interiores de Lydia. Agarró todo con una mano y le bajó de un solo movimiento el vestido y las prendas interiores, que formaron un montón de calicó e hilo al pie de la cama.

Entonces sus ojos admiraron los pies pequeños, los delicados tobillos, la forma de las pantorrillas, las esbeltas columnas de sus piernas. Se le cortó la respiración al ver el nido de rizos color tostado. El triángulo en sombras delimitaba su femineidad, al igual que la suave redondez de sus caderas, la loma de su estómago, la perfección de sus pechos. Su belleza le cautivó y la contempló, la absorbió, durante un largo momento.

Desde la pubertad, Lydia nunca había estado completamente desnuda delante de nadie, ni siquiera ante su recatada madre. Se sintió alarmada por la atención que le prestaba Ross. ¿No era como las demás mujeres? ¿Era fea como un pecado y lo ignoraba? ¿Tenía alguna deformidad?

—¿Ross? —preguntó temblorosa, y cubrió su femineidad con una mano protectora.

Ross salió del trance y se tendió a su lado. Apretó su cuerpo hirsuto contra la sedosidad de Lydia, con el fin de experimentar el erotismo del contraste.

—Dios mío —suspiró, mientras apoyaba la mano sobre sus senos. Durante varios minutos se limitó sólo a abrazarla, sin creer que le hubiera sido concedido aquel regalo. Se le antojó inconcebible que alguna vez la hubiera considerado basta y vulgar. Ella era única y hermosa..., y era suya.

Se incorporó y se inclinó para poder besar su boca. Apenas introdujo la lengua en la dulce cavidad de su boca, sino que la paseó con suavidad sobre sus labios. Lydia apoyó la mano sobre su cabeza con idéntica delicadeza.

Ross tomó uno de sus senos con una mano y se lo llevó a la boca. Describió círculos de besos a su alrededor, cada vez más cerca de la cumbre. Acarició el pezón con un movimiento circular de sus labios, hasta endurecerlo como una piedra. Después lo lamió con la lengua.

Lydia se estremeció y se alzó del jergón, para luego dejarse caer de nuevo. En su interior, entre las piernas, experimentó aquella agitación que ya le era familiar, el deseo de algo indefinido y desconocido. La culminación, si su heraldo era aquel goce casi insoportable, no podía ser menos espléndida.

Ross posó la mano sobre su cintura, la apretó un poco y continuó descendiendo por la curva de su cadera hasta el muslo. Su piel era como raso caliente. Acariciarla era como ser acariciado. Sus dedos recorrieron el muslo, se detuvieron una fracción de segundo e invadieron la frondosa maraña de vello tostado.

No oyó ninguna objeción; tan sólo un leve gemido surgió de los labios de Lydia. Ross, vacilante, apartó los muslos de la joven y acomodó su mano entre ellos.Carne dócil, cálida y húmeda, rodeó sus dedos.

—Lydia —masculló entre dientes su nombre, a medida que se familiarizaba con su misterio.

—¡Ross! —gritó ella.

Él retiró la mano al instante y la apoyó sobre su rodilla.

—Lo siento. Pararé. Sólo quería tocarte.

—¿Has de hacerlo? —preguntó ella, como temerosa.

—No —la tranquilizó—. No he de hacerlo. Nunca volveré a tocarte así si tú no...

—¡No! —exclamó la joven, un poco histérica—. Quiero decir ¿si has de parar?

La maldición ahogada selló los labios de Lydia, un momento antes de que él la besara. Su mano obró con más audacia, pero no con menos delicadeza. Dos dedos encontraron la confortable sima y se fundieron en su abrazo líquido. El pulgar masajeó la diminuta caperuza mágica.

Vio que el rostro de Lydia adoptaba aquella expresión sublime que había advertido cuando daba de mamar a Lee. Había envidiado aquella expresión y deseado ser él su causante. Vio que sus pezones se tensaban, su estómago se convulsionaba, su respiración se aceleraba, y casi estalló del deseo que le exigía liberación.

La cubrió, sustituyó los dedos por su sexo, apretó hasta que su cuerpo engulló el de ella. Permaneció unos instantes completamente inmóvil, respirando en su cuello,alojado en sus entrañas. Después levantó la cabeza y la miró a los ojos.

—Nunca había sentido esto, Ross. ¿Es así como ha de ser? —susurró, y recorrió su bigote con la yema de un dedo.

Ross cerró los ojos y sacudió la cabeza. Se esforzó en no moverse aún, en no apresurarse.

—No. Tan estupendo, no.

Entonces perdió el control y empezó a mover las caderas. Practicó todas las técnicas que le habían enseñado, tanto en burdeles como alrededor de los fuegos de campamento. Retrocedió hasta salir casi de su interior, para luego zambullirse hasta el fondo. Acarició los muros de su cuerpo, con rapidez, con lentitud, a ritmos que robaban el sentido a Lydia.

Rozó sus pezones con el pecho, le acarició el estómago con el suyo, masajeó sus muslos con manos poderosas. Estaba perdido en su femineidad, en su dulzura, y no deseaba que le encontraran jamás.

El rostro de Lydia expresaba un placer supremo, lo cual sirvió para intensificar el suyo. Cuando llegó la conmoción, Ross notó la estremecida reacción de Lydia. Se abrazaron enfebrecidamente, cuando un dios anónimo y benevolente les arrojó a los cielos para luego devolverles con suavidad a la tierra.

Los dedos de Lydia recorrieron perezosos su espalda cubierta de sudor, mientras yacían entrelazados en un exhausto abrazo. Ross se recuperó por fin, se despegó de ella, se acostó de espaldas y tomó aire vanas veces.

Al ver que permanecía inmóvil durante largo rato, Lydia apoyó la mano sobre su estómago y le preguntó con cierto temor:

—Te encuentras bien, Ross?

Él reunió suficientes fuerzas para lanzar una risita.

—Lydia, ¿cómo puedes ser tan inocente y experta al mismo tiempo?

Se puso de costado y la miró con ternura. Mechones de pelo rizado se pegaban a sus mejillas, húmedas de sudor. Su piel exhibía el brillo rosáceo de la satisfacción sexual. Tenía los ojos límpidos y adormecidos cuando le sonrió con timidez. «Dios, qué hermosa es», pensó Ross. La abrazó, pese al calor de la noche.

—Vamos a dormir.

Lydia se acurrucó contra él, acunada por la sensación de protección que le proporcionaba su corpachón. Ross cubrió su seno con la mano, en tanto ella posaba la suya sobre el hueco de su cintura. Cuando se durmieron, ambos sonreían.

Ross despertó con una letargia poco común. No. recordaba una noche en que hubiera dormido mejor. Antes de abrir los ojos, se cubrió la cara con el pelo de Lydia y aspiró su perfume. La joven aún dormía. Se levantó con cuidado, tratando de no despertarla. Quería examinar lo que la oscuridad de la noche había ocultado.

Dejó era tan que sus ojos vagaran a voluntad sobre las dulces formas de su mujer. Su piel apetitosa para la vista como para el tacto. Aún conservaba su sabor en la lengua. Una leve capa de pecas adornaba sus mejillas. Sonrió al pensar que la dotaban de un increíble aspecto infantil. Sin embargo, sus ojos adornados de espesas pestañas, extendidas ahora como abanicos sobre sus mejillas, eran los de una mujer. Polifacéticos, brillantes de lágrimas en un momento dado, nublados por la pasión al siguiente. Hablaban por sí solos, prometían maravillas, y la excitación hormigueó en su miembro dormido cuando recordó la forma sensual con que le habían mirado.

Tenía los labios entreabiertos. En aquel momento él sólo deseaba introducir su lengua entre ellos, penetrarlos. Poseía la boca más dulce. Y sabía besar.

¿Qué más sabía?

Una arruga apareció en su entrecejo y el bigote se agitó de irritación. ¿Por qué demonios seguía pensando en ello? Parecía tan inocente, y sin embargo...

Anoche había vivido el sueño sexual de un hombre convertido en realidad. Lydia no había fingido. Ross había oído que algunas mujeres experimentaban la misma pequeña muerte que los hombres. Las prostitutas la fingían, porque creían que así lo esperaban sus clientes. Dudaba que Victoria hubiera oído hablar de algo parecido, y si así fuera, se habría quedado horrorizada.

Victoria. Sus recuerdos aún le incomodaban más que otra cosa. La echaba de menos. Todavía la amaba. Pero ¿cómo podía seguir amándola y disfrutar del cuerpo de Lydia con tal abandono? ¿Era posible amar a una mujer y estar obsesionado con otra? Odiaba las comparaciones que su mente le obligaba a establecer.

Mientras el cuerpo de Victoria había sido frío alabastro, el de Lydia era marfil vaciado en oro líquido. En ocasiones, Victoria era recatada hasta el punto de exasperarle. Ella nunca le había dejado que la viera completamente desnuda. Ahora Lydia estaba tendida desnuda a su lado. Bellamente desnuda. Ella había traspasado los límites de la impudicia. Había dado con generosidad, permitiéndole un acceso ilimitado, todo cuanto había querido hacer. Victoria se habría desmayado si se hubiera movido en su interior como lo había hecho con Lydia. Se habría quedado quieta, le habría aceptado, pero después habría saltado de la cama para ir a lavarse, como si el producto de Ross hubiera sido algo degradante.

Lydia se había aferrado a él, le había ordeñado con su cuerpo, se había movido con él, emitido aquellos sonidos musicales que parecían recorrer su cuerpo como ronroneos y acariciaban su miembro. Cuando todo terminó, se había cubierto el estómago con las manos y abrazado, como si atesorara la esencia de Ross que había pasado a integrarse en su cuerpo.

Pensar en aquello le produjo una erección. Se maldijo a sí mismo y la maldijo a ella también. Porque así como él adoraba su naturaleza sensual, ella lo hechizaba. ¿Cómo había llegado a adquirir Lydia aquellas aptitudes, ese talento para amar que le había transportado a un reino sexual que incluso él, con toda su experiencia, desconocía?

Contempló sus senos. Incluso en reposo, los pezones se veían un poco inflamados. Su estómago subía y bajaba al compás de su respiración, y Ross quiso poner su boca sobre él, hundir la lengua en su ombligo. Deseó recorrer de nuevo con los dedos aquel sedoso triángulo de vello.

—¿Quién eres, Lydia...?

Ni siquiera sabía su apellido.

Claro que ella tampoco sabía el suyo.

Admiró su hermosura a la luz del amanecer y supo que era capaz de perdonar su pasado, como ella le había pedido. Con tal de que no le hubiera mentido acerca de que ella también iba a olvidarlo... Si alguna vez descubría que le había mentido al respecto, nunca la perdonaría.

No se atrevió a tocarla, pues de lo contrario le habría sido imposible marcharse. Se puso los pantalones y salió.

Minutos después Lydia despertó y buscó a Ross. No estaba a su lado pero le oyó moverse fuera. Se levantó, echó un vistazo a Lee, que continuaba durmiendo, y empezó a lavarse en la jofaina que descansaba sobre. la cómoda. Restregó su sexo con un paño húmedo. Sus mejillas se encendieron cuando recordó cómo la había tocado Ross, cómo había reaccionado ella.

¿Pensaría mal de ella?

¿Qué le había pasado? Durante un terrible momento pensó que iba a morir, si bien, al mismo tiempo, nunca se había sentido más viva. El placer se había derramado sobre ella como una cascada. Tan intenso fue el placer que no creyó que su cuerpo fuera capaz de contenerlo. Se había aferrado a él con avidez, para que durara más. Había cerrado los miembros alrededor de Ross, con el ansia de retener en sus entrañas todo cuanto fuera posible de su virilidad.

Se cubrió la cara con las dos manos, respiró hondo y rogó no haber hecho algo impropio de una mujer casada.

Se apartó el pelo de la cara, pero dejó que resbalara sobre su espalda. ¿No le había dicho Ross que era bonito, que ella era hermosa? Después de vestirse, salió del carro. No vio a Ross, y se alegró. Aún no estaba preparada para encontrarse cara a cara con él, pues se sentía turbada por lo que había sucedido durante la noche.

Él apareció por detrás de ella mientras Lydia vertía café en una taza.

—Buenos días—dijo él en voz baja.

Ella se volvió poco a poco y alzó los ojos con cautela. Se quedó sin aliento al verle a la nueva luz del sol. Era el hombre más apuesto que había visto en su vida. Su cabello brillaba, pues se lo había lavado después de afeitarse. El alegre destello de sus ojos y la tierna curva de su sonrisa le estaban diciendo que todo iba bien. Su comportamiento de anoche no le había irritado. Se quedó convencida de que había hecho lo que se suponía que las esposas tenían que hacer cuando estaban con sus maridos. Se había comportado como Ross esperaba. Experimentó un alivio inmenso.

—Buenos días.

Tuvo ganas de reír.

—¿Para mí? —Ross indicó con un cabeceo la taza de café.

Ella se la extendió sin decir palabra y sonrió; su rostro rivalizaba en brillo con el sol. Ross cogió la taza, pero al mismo tiempo rodeó su nuca con la mano libre y la levantó hacia su boca.

Aún la estaba besando cuando Mamá Langston llegó al carro unos minutos después, con el cubo de leche para Lee. Les miró un momento, radiante como una madre orgullosa, y carraspeó ruidosamente.

—Otra pista falsa —dijo Howard Majors, mientras se quitaba el sombrero y lo colgaba en el perchero de la habitación de su hotel de Baltimore.

—Da la impresión de que se ha llevado una decepción al comprobar que la chica de la funeraria no era mi hija, Majors. Lamento haberle hecho perder su tiempo.

—Joder —masculló para sí Majors, disgustado, y se sirvió una copa generosa, algo que hacía muy pocas veces a media mañana.

Vance Gentry empezaba a crisparle los nervios. Casi comenzaba a simpatizar con la joven pareja que había huido de él. Tal vez Sonny Clark no había raptado a su esposa, ni la había obligado a robar las joyas, Tal vez ella ardía en deseos de marcharse de casa para librarse de aquel tirano insoportable.

Durante la semana que habían tardado en llegar a Baltimore, Gentry se había mostrado desagradable y agresivo, pero Majors había tolerado su comportamiento y lo había comprendido. Al fin y al cabo, Gentry estaba convencido de que la muchacha asesinada en la habitación de un hotel cercano al muelle debía de ser su hija. Majors lo había dudado desde el primer momento, aunque las descripciones físicas se ajustaban a las de Clark y Victoria Gentry.

Aquel asesinato no era propio de Clark. Él era veloz como el rayo con la pistola, y violento cuando le acorralaban, sin temor a nada, pero nunca había sido un asesino despiadado, en especial hasta el punto de apuñalar a una mujer mucho después de que estuviera muerta. No concordaba con la forma de actuar de Clark, que siempre se conducía con movimientos rápidos y eficaces.

Majors había soportado el comportamiento beligerante de Gentry por deferencia. Ahora ya se había cansado.

—No ha sido una pérdida de tiempo, señor Gentry —contestó, con más diplomacia de la que el hombre merecía.

—No, sólo una pérdida de mi dinero.

—Al menos ahora sabemos que su hija tal vez siga con vida.

—Entonces ¿dónde cojones está?

—No lo sé.

—No lo sabe. —Gentry estaba tan furioso que su pelo blanco pareció a punto de saltar de su cabeza cuando se volvió hacia el detective joder, ¿para qué cree que le estoy pagando? Le pago para que localice a mi hija y al forajido de su marido.

Majors contó poco a poco hasta diez y se recordó a sí mismo que después de aquel caso le aguardaba la jubilación.

—Puede despedirme cuando quiera, señor Gentry. Yo seguiré buscando a Sonny Clark, pues ahora sé que está vivo. Se le busca por cinco acusaciones de asesinato, que nosotros sepamos, y asaltos a bancos en varios estados. La lista de sus delitos es tan larga como mi brazo. Por otra parte, aunque no haya colaborado con ellos desde hace unos años, podría salvar la vida a cambio . de ayudarnos a capturar a los hermanos James. Bien, ¿quiere que trabaje para usted, o prefiere continuar solo?

Gentry se balanceó sobre sus tacones, estaba furioso pero trató de apaciguarse. Su ira no se dirigía tanto hacia el agente de Pinkerton como hacia la situación en que se hallaba. Lamentaba no poseer el control absoluto, pero sabía que el detective contaba con una red de informadores y comunicaciones que él no podía emular, aunque tuviera el dinero.

—No veo que sea necesario que nos separemos ahora.

—Muy bien. En ese caso, le pediré con toda educación que no vuelva a insultarnie con comentarios despreciativos. Por supuesto, me alegré de saber que aquel cadáver no era el de su. hija.

Se sirvió otro vaso y pasó la botella a Gentry, una silenciosa indicación de que, si quería un trago, se lo sirviera él mismo.

Gentry aceptó la reprimenda.

—Y ahora ¿qué? —preguntó, después de servirse un vaso.

—Supongo que volveremos a la oficina de Knoxville. Partiremos desde cero otra vez. Extenderemos las antenas y veremos qué sucede.

Gentry engulló su whisky de un sollo trago. No le quemó más el estómago que su rabia. Cuando pusiera las manos encima de Ross Coleman, o comoquiera que se llamara, enviaría a la mierda a la Agencia Pinkerton, a los gobiernos de varios estados y a cualquiera que quisiera capturarlo vivo.

Mataría a aquel bastardo.

Los días transcurrían con lentitud para Ross y Lydia porque ambos esperaban con ansia que llegara la noche. Ross siempre estaba ocupado con sus caballos o con los de otros, cazando, o en otras tareas que le impedían conducir su tiro. Y así era mejor. Los días que se sentaba al lado de ella durante las largas. horas de la jornada eran horribles. Cada roce de su brazo, cada caricia fugaz, cada mirada, cada beso robado, le hacían anhelar el anochecer.

Las noches les pertenecían. Iban de visita a otros carros de la caravana, pero en cuanto la decencia lo permitía volvían al carromato y dejaban que su intimidad les abrazara como ellos se fundían en un abrazo. Cada noche su intimidad aumentaba un poco más. Se avergonzaban menos de demostrar sus sentimientos, eran más generosos con sus cuerpos.

Lydia creía que no podía ser más feliz. No adjudicaba etiquetas a lo que sentía por Ross. Sólo sabía que sin él siempre faltaría algo en su vida, un complemento indispensable de su propio ser. No se comunicaban sus sentimientos mediante palabras, pero Lydia no sabía lo bastante como para echar de menos aquella intimidad en particular. Sabía todo cuanto necesitaba saber por la forma en que él la miraba y la tocaba.

Una tarde, como de costumbre, Lydia se hallaba inmersa en una nube de satisfacción mientras se lavaba, preparándose para la vuelta de Ross a la hora de cenar. Había puesto a hervir judías en el fuego y había pasta de maíz lista para freír. Moses había cogido zarzamoras y le había dado unas cuentas para que las compartiera con Ross como postre.

Cuando oyó el golpe en el exterior del carro, terminó de abotonarse el vestido, pasó por última vez la mano sobre su cabello y apartó las lonas.

Retrocedió horrorizada y contempló el malvado y feo rostro de su hermanastro, Clancey Russell.