Capítulo 11

A medida que Hammond se alejaba de la mansión de los Pettijohn, rogaba a Dios que nunca tuviera que interrogar a Davee en el banquillo de testigos. Por dos buenos motivos.

En primer lugar, él y Davee eran amigos. Le caía bien. No era precisamente la virtud en persona, pero la respetaba porque su mostraba tal y como era. Cuando ella le aseguró que no era una hipócrita, no había sido un farol.

Conocía a docenas de mujeres que cotilleaban con rencor acerca de Davee, y no eran más virtuosas que ella. La diferencia radicaba en que ellas pecaban en secreto. Davee pecaba a la vista de todos. La gente la consideraba vanidosa y egoísta. Y lo era, pero ero ella quien alimentaba esa reputación. Daba motivos de forma deliberada a quienes la criticaban para que pudieran juzgar su comportamiento. Nadie se daba cuenta de que la persona que censuraban no era la verdadera Davee.

Davee mantenía oculto lo mejor de su personalidad. Hammond había llegado a la conclusión de que esa farsa era su propio mecanismo de defensa para que no pudieran herirla más de lo que la habían herido durante su infancia. Rechazaba a las personas antes de que éstas pudieran tener la oportunidad de rechazarla a ella. Maxine Burton había sido muy mala madre. Davee y sus hermanas se habían visto privadas de las atenciones y del cariño de Maxine. Nunca hizo nada para ganarse su amor. Sin embargo, Davee visitaba a su madre regularmente una vez por semana en la elegante clínica en la que estaba ingresada.

Davee no sólo financiaba y supervisaba los cuidados de su madre, sino que también se involucraba en ello, ya que se ocupaba de las necesidades de Maxine durante sus visitas. Con toda probabilidad, él era el único que lo sabía, porque Sarah Birch se lo había explicado.

La segunda razón por la que no quería interrogar a Davee en la sala de vistas era porque sabía mentir de forma seductora. Oírla causaba tal placer que uno acababa por ignorar si lo que decía era verdad o mentira.

A los miembros del jurado les gustaban los testigos como ella. Si la llamaran a declarar, llegaría al juzgado vestida de punta en blanco. Su mera aparición haría que los miembros del jurado se incorporaran y se fijaran en ella. Aunque pudieran quedarse medio dormidos con las declaraciones de otros testigos, escucharían con atención e incluso anticiparían cualquier palabra almibarada que saliera de los labios de Davee.

Si declarara que, aunque no había matado a Lute, tampoco lamentaba su muerte, que Lute había sido un marido infiel y que la había engañado tantas veces que era imposible llevar la cuenta, que era un ser malvado y cruel que merecía la muerte, tanto los hombres como las mujeres del jurado habrían estado de acuerdo con ella. Conseguiría convencerles de que la personalidad y las fechorías de ese hijo de puta justificaban su muerte.

No, no deseaba interrogar a Davee acerca del asesinato de su marido. Pero si no le quedaba más remedio, lo haría.

La asignación de ese caso era lo mejor que le había sucedido en su carrera profesional. Esperaba que el equipo de Smilow le proporcionara material suficiente para poder trabajar, que el acusado no solicitara un pacto y que llegara a celebrarse un juicio con jurado. Pensaba tomarse el caso en serio. Sin lugar a dudas, se trataba de un reto profesional y requeriría toda su atención. Sin embargo, también sería un excelente campo de pruebas. Tenía la intención de presentarse a las elecciones de noviembre para optar a la fiscalía. Deseaba ganar. No porque fuera más atractivo que los demás, procediera de buena familia o tuviera un mayor respaldo económico para su campaña que el resto de los candidatos. Quería ser digno del puesto.

Un caso tan estimulante como el asesinato de Lute Pettijohn se presentaba en muy pocas ocasiones. Y por eso lo necesitaba. Por eso ocultó a Mason Monroe que se había reunido con Pettijohn. No estaba dispuesto a permitir que nada le impidiera llevar el caso a juicio. Era la plataforma perfecta para obtener la publicidad que necesitaba antes de noviembre.

También era la plataforma perfecta para mortificar a su padre. Ésa era la razón más poderosa. Años atrás, Hammond decidió dejar su trabajo de abogado defensor para trabajar en la fiscalía. Preston Cross se opuso rotundamente a esa decisión, le enumeró las diferencias en cuanto a potencial económico y le dijo que estaba loco por optar a un salario de funcionario del Estado. No hacía mucho que Hammond había averiguado que el salario de fiscal no era la máxima preocupación de su padre.

El cambio de empleo los emplazó en campos contrarios. Como Preston era socio de Pettijohn en la compra poco escrupulosa de algunas tierras, su padre temía poder ser inculpado por su propio hijo. Hammond lo había descubierto. Le parecía repulsivo. La discusión mantenida tras su descubrimiento acerca de ese tema fue acalorada, y avivó la enemistad existente entre ellos.

No obstante, en ese momento no debía pensar en ello. Siempre que pensaba en su padre, acababa sufriendo un bloqueo mental. Examinar con detalle todos y cada uno de los aspectos de su relación exigía tiempo, era emocionalmente agotador y no servía de nada. No abrigaba esperanzas de que llegaran a reconciliarse. Alejó de la mente esos pensamientos y se concentró en lo que acababa de convertirse en su prioridad: el caso.

Había puesto fin a su relación con Steffi en el momento idóneo. Se había liberado de una carga que le causaba infelicidad v que podría haber dificultado su concentración. Sin duda, Steffi su enfadaría al enterarse de que le habían asignado el asiento de copiloto, pero podría hacer frente a su malhumor cuando la ocasión lo exigiera.

Para Hammond Cross, el día le presagiaba un nuevo comienzo, aunque, de hecho, ya había comenzado la noche anterior. Mientras se alejaba de la mansión de los Pettijohn con una mano al volante, metió la otra en el bolsillo de pecho y sacó un trozo de papel para consultar la dirección que había anotado.

Jadeante, Steffi irrumpió en la habitación del hospital.

—He venido en cuanto me ha sido posible. ¿Qué me he perdido?

Smilow la había llamado al móvil poco antes de que ella se marchara de casa de Hammond. Tal como le prometiera, la telefoneó cuando el médico les dio permiso para interrogar a los pacientes.

—Quiero estar presente, Smilow —le había dicho por teléfono.

—No puedo esperarte. Si no me apresuro, el doctor podría echarse atrás.

—De acuerdo, pero ve despacio. Voy para allá.

El bloque de edificios donde vivía Hammond no estaba lejos del hospital. Aun así, había excedido el límite de velocidad para llegar hasta allí. Estaba ansiosa por saber si alguna de las personas que había sufrido la intoxicación alimentaria había visto a alguien cerca de la suite de Pettijohn.

Al llegar, se detuvo en el umbral de la puerta de una de las habitaciones de la planta del hospital y recorrió el suelo de baldosas hasta llegar a la cama donde yacía uno de los enfermos. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años; su cara tenía el color de la masa de pan; sus ojos estaban hundidos y tenía ojeras. La mano derecha estaba conectada a un gota a gota. Sobre la mesita de noche, y a su alcance, tenía una cuña y una palangana con forma de judía.

Una mujer, que Steffi supuso que debía de ser su mujer, estaba sentada en una silla junto a la cama. No parecía enferma, sólo cansada. Todavía iba vestida como un turista: zapatillas deportivas, pantalones cortos y una camiseta en la que se podía leer una frase grabada con letras relucientes: «CHICAS CRIADAS EN EL SUR». Smilow, de pie junto a la cama, hizo las presentaciones.

—Señor y señora Daniels, Steffi Mundell. La señorita Mundell trabaja para la fiscalía y también se encarga de la investigación.

—Hola, señor Daniels.

—Hola.

—¿Se encuentra mejor?

—Ya no deseo morirme.

—Supongo que eso es señal de que está mejor. —Miró a su mujer—. ¿Usted no se ha intoxicado, señora Daniels?

—Yo tomé sopa de cangrejo —respondió con una triste sonrisa. —Los Daniels son los últimos con los que he hablado —dijo Smilow—. El resto del grupo no ha podido ayudarnos.

—¿Y ellos?

—El señor Daniels tal vez pueda hacerlo.

Sin que pareciera estar muy contento por ello, el hombre refunfuñó:

—Quizás haya visto a alguien.

Incapaz de ocultar su impaciencia, Steffi le presionó para que fuera más preciso.

—¿Vio a alguien o no?

La señora Daniels se puso en pie y exclamó:

—Está muy cansado. ¿No pueden esperar hasta mañana? Así podrá descansar una noche más.

Steffi se percató de su error al instante y se esforzó por mostrarse condescendiente.

—Lo siento. Perdonen mi brusquedad. Me temo que he adquirido los malos hábitos de la gente que acuso. Estoy acostumbrada a tratar con asesinos, ladrones y violadores reincidentes, y no suelen ser personas tan agradables como ustedes. No tengo demasiadas oportunidades para relacionarme con personas que pagan sus impuestos, que cumplen la ley y que son temerosos de Dios.

Tras ese discurso, no se atrevió a mirar a Smilow a la cara, ya que sabía que se estaría mofando.

La señora Daniels se mordió el labio inferior y consultó a su marido.

—Tú decides, cariño. ¿Te ves con fuerzas para hablar ahora? Steffi ya se había formado una idea de la pareja, e inmediatamente concluyó que no habría ninguna contienda entre su coeficiente de inteligencia y el de ellos. Se aprovechó de su indecisión para manipularles.

—Evidentemente, si quiere esperar a mañana para el interrogatorio, está en su derecho, señor Daniels. Pero por favor, comprenda nuestra situación. Una persona importante de nuestra comunidad ha sido asesinada a sangre fría. Le dispararon por la espalda sin motivo alguno. O, al menos, que nosotros sepamos.

Dejó que asimilaran la información que les proporcionaba y añadió:

—Tenemos la esperanza de capturar a ese brutal asesino antes de que vuelva a matar.

—Entonces no puedo ayudarles.

Todos se sorprendieron al escuchar la inesperada declaración del señor Daniels. Smilow fue el primero en recuperar la voz.

—¿Cómo sabe que no puede ayudarnos?

—Porque la señora Mundell, aquí presente, ha dicho que se trataba de un asesino, y yo vi a una mujer.

Steffi y Smilow intercambiaron una mirada de complicidad y ella le explicó:

—Hablaba en general.

—Bien, de todas maneras, vi a una mujer —repitió Daniels al tiempo que se recostaba en la almohada—. Sin embargo, no me pareció una asesina.

—¿Podría ser más preciso? —le pidió Steffi.

—¿Se refiere a su aspecto?

—Comience por el principio —le sugirió Smilow.

—Bien, nosotros, los miembros del coro, salimos del hotel después de comer. Al cabo de una hora, empecé a sentirme indispuesto. Al principio pensé que era debido al calor. Sin embargo, dos de los niños que nos acompañaban también se quejaron de dolor de estómago, casualidad que me sorprendió. Como la molestia no remitía le dije a mi mujer que regresaba al hotel. Tenía intención de tomarme una pastilla para la acidez de estómago y reunirme con ella más tarde.

La señora Daniels confirmó sus palabras con una solemne inclinación de cabeza.

—Al llegar al hotel apenas podía controlar las ganas de... vomitar. Temía no poder llegar a tiempo a la habitación.

—¿En qué momento vio a la mujer? —le preguntó Steffi, deseando que llegara de una vez por todas al punto clave.

—Cuando conseguí llegar a la habitación.

—Que está en la quinta planta —corroboró Smilow.

—Sí, habitación 506 —dijo Daniels—. Vi a alguien al final del pasillo. Estaba delante de la puerta de una de las habitaciones.

—¿Y qué hacía? —le preguntó Smilow.

—Nada. Simplemente estaba delante de la puerta, como si hubiera llamado y estuviera esperando a que le abrieran.

—¿A qué distancia estaba?

—Mmm, no muy lejos; perdón, sí; estaba lejos. No le di importancia. Ya sabe lo raro que es cruzar la mirada con un extraño sin que haya nadie más a su alrededor. Uno no quiere parecer ni demasiado reservado ni demasiado amable. Hoy en día se ha de ir con mucho cuidado.

—¿Habló con ella?

—No, no, nada de eso; tan sólo la miré. Lo único que quería era llegar cuanto antes al cuarto de baño.

—Sin embargo, ¿pudo verla bien? —No del todo.

—¿Lo bastante para poder determinar su edad?

—No era mayor, pero tampoco se trataba de una jovencita. De su edad, más o menos —le dijo a Steffi.

—¿Negra?

—No.

—¿Alta? ¿Baja?

Daniels hizo una mueca de dolor y se frotó la parte inferior del abdomen.

—¿Cariño? —le preguntó su mujer al tiempo que se apresuraba a coger la palangana y ponérsela debajo de la barbilla.

Él la apartó a un lado.

—Tan sólo ha sido un calambre.

—¿Quieres un poco de Sprite?

—Sí, un sorbito.

La señora Daniels le acercó el vaso de plástico a los labios y él bebió a través de la pajita curvada. Cuando acabó, miró a Smilow de nuevo.

—¿Qué me había preguntado? Ah, sí, la altura. —Negó con la cabeza—. No me fijé. No destacaba por una cosa ni por la otra. Su pongo que era de estatura mediana.

—¿Color del pelo? ¿Era rubia? —le preguntó Steffi.

—No demasiado.

—¿No demasiado? —repitió Smilow.

—No demasiado rubia. No me pareció que fuera una mujer tipo Marilyn Monroe ¿entiende lo que le quiero decir? Pero tampoco tenía el pelo oscuro. Digamos que... normal.

—Señor Daniels, ¿podría hacernos una descripción general del cuerpo?

—¿Quiere decir si era... gorda?

—¿Lo era?

—No.

—¿Delgada?

—Bien, sí; podríamos decir que más bien delgada. La verdad es que no le presté demasiada atención. Estaba esforzándome por montar un Cristo en medio del pasillo.

—No creo que pueda decirles nada más —dijo la señora Daniels—. Si se les ocurren más preguntas, pueden volver mañana.

—Una última pregunta, por favor —le pidió Smilow—. ¿La vio entrar en la habitación del señor Pettijohn?

—No. En cuanto pude, abrí la puerta con esa cosa parecida a una tarjeta de crédito y entré. —Se rascó la barba de tres días—. No sé si era la puerta de la habitación en la que mataron a ese tipo. Podría haber sido cualquier puerta del pasillo que estuviera un poco más abajo que la mía.

—Era la suite del ático. La puerta está hacia dentro —apunto Steffi—. Es diferente de las otras. Si le señaláramos la suite del señor Pettijohn, ¿sería capaz de determinar si era la misma puerta frente a la que estaba la mujer?

—Lo dudo. Como les he dicho antes, tan sólo eché un vistazo al pasillo. Me quedó grabado que había una mujer delante de la puerta, esperando a que le abrieran. Eso es todo.

—¿Está seguro de que no salía de la habitación?

—No, no estoy seguro —respondió en un tono cada vez más quejumbroso—, pero no me dio esa impresión. No había nada raro en ella ni en la situación. Sinceramente, si no me lo hubieran preguntado, nunca habría vuelto a pensar en ella. Me han preguntado si ayer por la tarde vi a alguien en el pasillo, y eso es lo que vi.

La señora Daniels intervino de nuevo. Steffi y Smilow se disculparon por haberle molestado, le dieron las gracias por la información, le desearon una rápida recuperación y se marcharon.

Cuando salieron al pasillo, Smilow parecía abatido. —¡Estupendo! Tenemos un testigo presencial que vio a una mujer de pie no muy lejos de él, pero sí lo bastante, que quizás estuviera delante de la puerta de la suite de Pettijohn o quizá no. No era ni mayor ni joven. Tenía una altura mediana, pelo «dijéramos que normal» y «más bien delgada».

—Estoy decepcionada, pero no me sorprende —comentó Steffi—. No pensé que fuera a recordar mucho, dadas sus tribulaciones en ese momento.

—¡Mierda! —exclamó Smilow.

—¡Exactamente!

Después se miraron y se echaron a reír. Aún reían cuando la señora Daniels salió de la habitación de su marido.

—Al final me ha convencido para que regrese al hotel. No he vuelto desde que nos trajo la ambulancia. ¿Bajan? —les preguntó educadamente cuando llegó el ascensor.

—Todavía no —le respondió Steffi—. Tengo que hablar con el detective Smilow.

—¡Que tengan buena suerte y puedan resolver el misterio!

Le dieron las gracias por su colaboración y por su deseo de ayudarles; después Steffi le señaló a Smilow la sala de espera, que en ese momento estaba vacía. Se sentaron en sendos sillones y Smilow le comunicó que Hammond Cross se encargaría de la acusación del caso Pettijohn.

—Mason ha asignado el caso a su niño mimado.

Sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su decepción o su resentimiento, le preguntó cuándo se había enterado.

—Esta misma tarde. Crane, el jefe de policía, me ha telefoneado, para contármelo, ya que hice campaña a tu favor.

—Gracias. ¡Para lo que me ha servido! —añadió con amargura ¿Cuándo se supone que iban a comunicármelo?

—Mañana, me imagino.

Hammond desconocía que Pettijohn había sido asesinado hasta que Steffi le comunicó la noticia. Mason telefoneó a Hammond mientras ella aún estaba en su casa. Era doblemente mortificante que momentos después de poner fin a su relación amorosa, la hubiera privado de la posibilidad de encargarse de la acusación de un caso tan importante.

—Davee Pettijohn ha intervenido —le comunicó Smilow.

—Tal como prometió.

—Dijo que no le gustaban los saldos. Por lo que parece, eso es lo que piensa de ti.

—No es eso. Por lo menos, no del todo. Prefiere que sea un hombre quien trabaje para ella.

—Una buena observación. Así hay más química. Además, sus familias se conocen desde hace siglos.

—No importa qué sabes, sino a quién conoces.

Tras un momento de callada reflexión, Steffi se puso en pie, se pasó la tira de su pesado maletín por encima del hombro y dijo:

—Como ya no...

Smilow le hizo un gesto con la mano para indicarle que se sentara de nuevo.

—Mason tiene una sorpresa para ti. Haz ver que no sabes nada cuando te lo comunique oficialmente.

—¿Qué clase de sorpresa?

—Tendrás que ayudar a Hammond.

—No me sorprende. Un caso como éste necesita, como mínimo, dos personas inteligentes. —Como tenía la sensación de que aún había más, miró a Smilow con la ceja alzada—. ¿Y?

—Además, serás la responsable de hacer de intermediaria entre nosotros dos y de conseguir que nuestra relación sea amistosa. Si eso no es posible, por lo menos debes intentar que no haya derramamiento de sangre.

—¿Es eso lo que le dijo Mason al jefe de policía?

—Te lo estoy explicando con mis propias palabras. —Le dedicó una sonrisa sin reservas—. No obstante, no te preocupes demasiado, no creo que lleguemos a tanto.

—No estoy tan segura. Os he visto a punto de enfrentaros a muerte. ¿Qué demonios os pasa?

—Sencillamente, nos odiamos.

—Eso ya lo sé, Smilow. Pero ¿por qué?

—Es una historia muy larga.

—¿Me la contarás algún día?

—Tal vez.

Se sintió frustrada al ver que no iba a contársela en aquel momento. Deseaba conocer los motivos de un odio tan virulento. Tenían una personalidad muy diferente, de eso no cabía duda. La frialdad de Smilow repelía a la gente y, a no ser que estuviera equivocada, era intencionada. Hammond tenía carisma. Costaba hacerse amigo íntimo de él, pero era una persona amable y accesible. Smilow era exigente y vestía de forma impecable, mientras que el atractivo de Hammond era natural y no le suponía ningún esfuerzo. En la universidad, Smilow sacaba las mejores notas de clase y hacía quedar mal a los demás. Las calificaciones de Hammond también eran excelentes, pero había sido un líder muy popular entre los estudiantes y un atleta destacado. Ambos habían conseguido grandes cosas; sin embargo, para el primero se trataba del resultado de un gran esfuerzo, no así para el segundo.

Steffi se identificaba con Smilow. Comprendía el resentimiento que sentía hacia Hammond, provocado por la actitud de éste respecto a sus propias ventajas. No sólo no sacaba partido de éstas, sino que las rechazaba. Había desdeñado su fondo de fideicomiso, y vivía de sus propios ingresos. Su piso estaba bien, pero podría haberse permitido uno mucho mejor. Sus únicos lujos eran su velero y su cabaña de madera, pero tampoco hacía ostentación de sus posesiones.

Resultaría mucho más fácil odiarle si hiciera gala de sus privilegios.

Sería interesante, y sin duda muy útil, saber la causa de la antipatía que sentían el uno por el otro. Estaban del mismo lado de la ley, trabajaban por un objetivo común y, aun así, sentían más desdén uno por el otro que el que pudieran sentir por los criminales reincidentes.

—Debe de ser difícil —comentó Smilow, sacándola de sus pensamientos.

—¿Qué?

—Competir con Hammond en el ámbito profesional y luego acostarse con él. ¿O es precisamente ese lado competitivo lo que hace qué vuestra relación sea tan excitante?

Por una vez, la pilló desprevenida. Lo miró con silencioso asombro.

—¿Te estás preguntando cómo me he enterado? —Su sonrisa era tan fría que Steffi se estremeció—. Por eliminación. Es el único hombre en todo el edificio judicial que no se ha vanagloriado de conseguirlo. —Le señaló el regazo—. He atado cabos y tu reacción desmesurada ante mi afortunada suposición no ha hecho más que corroborarlo.

El aire de suficiencia de Smilow era insoportable, pero Steffi se negó a enfadarse, ya que eso todavía le habría complacido más. En vez de molestarse, no cambió la expresión y mantuvo el mismo tono de voz.

—¿Por qué te interesa tanto mi vida amorosa, Smilow? ¿Estás celoso?

Smilow se echó a reír y exclamó:

—El flirteo no es lo tuyo, Steffi.

—¡Vete a la mierda!

Como si nada hubiera sucedido, Smilow prosiguió:

—Me gano la vida gracias al razonamiento deductivo. Y lo hago muy bien.

—¿Qué piensas hacer con esa información tan jugosa?

—Nada —respondió al tiempo que encogía los hombros con negligencia—. Sencillamente me parece divertido que el chico mimado haya puesto en juego su ética profesional. ¿Será que su armadura ha empezado a perder el brillo? ¿Aunque sólo sea un poquito?

—Acostarse con un compañero de trabajo no es un delito que se pague con la muerte. Es un pecado venial.

—Cierto, pero para Hammond Cross es prácticamente un pecado mortal. Si no, ¿por qué lo habéis mantenido en secreto?

—Bien, no es necesario que sigas recreándote, ya que no hay ningún secreto. Hemos terminado. Es verdad —añadió al ver que Smilow le dedicaba una sonrisa bastante sospechosa.

—¿Cuándo?

Steffi consultó el reloj y respondió:

—Hace dos horas y dieciocho minutos.

—¿De verdad? ¿Antes o después de que Mason le asignara el caso?

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra —replicó malhumorada.

Smilow, a punto de esbozar una sonrisa con sus delgados labios, le preguntó:

—¿Estás segura?

—Del todo. Bien podría contarte la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, detective. Hammond me ha dejado. Así de claro. Fin de la discusión.

—¿Por qué?

—Me dio el típico discursito de que «vamos en direcciones contrarias», aunque en realidad quiere decir «lo he probado, ha estado bien y ahora tengo ganas de probar otra cosa».

—¡Mmm! ¿Y tienes idea de lo que quiere probar ahora?

—No, y eso que una mujer suele intuirlo.

—Y un hombre también.

Su tono de voz dio a entender algo más que esas simples cuatro palabras. Steffi le observó con atención.

—¿Qué quieres decir, Rory? ¿Te parece remotamente posible que el señor El Hielo Corre por las Venas pueda estar enamorado?

—Disculpen.

—No se percataron de la presencia de la enfermera hasta que ésta les dirigió la palabra—. Mi paciente... —se pasó el dedo pulgar por encima del hombro para señalarles la habitación del señor Daniels— quería saber si ya se habían marchado. Cuando le comuniqué que todavía estaban en la sala, me pidió que les dijera que había recordado algo que podría serles de ayuda.

Se pusieron en pie antes de que la enfermera acabara de hablar.