Capítulo 2

A Rusty comenzó a darle vueltas la cabeza y tuvo náuseas. Pensó que iba a desmayarse.

—Tranquila, tranquila —le dijo él. La tomó por los hombros y la obligó a tumbarse de nuevo—. ¿No te acuerdas de cuándo te hiciste esta herida? —le preguntó. Ella hizo un gesto negativo con la cabeza, y entonces él susurró—: Debió de suceder cuando el avión cayó.

—Yo no he sentido dolor.

—Estabas en estado de shock. ¿Cómo te sientes ahora?

Fue en aquel momento cuando ella percibió el dolor.

—No muy mal —respondió. Y, al darse cuenta de que él la estaba observando atentamente para saber si decía la verdad, insistió—: De veras, no me siento mal. Pero he sangrado mucho, ¿no?

—Sí —dijo él. Y, con una expresión grave, comenzó a rebuscar en el maletín de primeros auxilios—. Tengo que limpiarte la sangre para ver dónde está la herida.

Cooper abrió la mochila que ella había llevado a la espalda y sacó una camiseta de algodón suave para retirarle la sangre de la pierna. Rusty sintió la presión de sus manos, y casi nada más aparte de eso, mientras observaba el cielo a través de las ramas de los árboles. Quizá se hubiera apresurado al dar gracias a Dios por estar viva. Cabía la posibilidad de que se desangrara allí mismo sin que Cooper pudiera evitarlo. De hecho, posiblemente él se alegrara de librarse de ella.

Una imprecación suave la sacó de su macabro ensimismamiento. Rusty alzó la cabeza y se miró la pierna herida. A lo largo de toda la espinilla corría un profundo corte, desde la rodilla hasta justo por encima del borde del calcetín. Vio carne, músculo. Era repugnante, y no pudo evitar gemir.

—Túmbate, demonios.

Débilmente, Rusty obedeció.

—¿Cómo ha podido pasarme eso sin que yo lo notara?

—Probablemente, se abrió como la piel de un tomate a causa del impacto.

—¿Puedes hacer algo?

—Limpiar la herida con agua oxigenada.

—¿Me va a doler?

—Probablemente.

Sin prestar atención de la mirada llena de miedo de Rusty, él comenzó a limpiar el corte con ligeros golpecitos, valiéndose de un pedazo de camiseta de algodón y del peróxido. Rusty se mordió el labio para evitar gritar, pero tenía el rostro contorsionado de angustia. En realidad, la idea del agua oxigenada haciendo burbujas en medio de la herida era tan mala como el dolor.

—Respira por la boca si sientes ganas de vomitar —le indicó él—. Casi he terminado.

Rusty cerró los ojos con fuerza, y no volvió a abrirlos hasta que oyó el sonido de una tela rasgándose. Cooper estaba haciendo vendas con otra camiseta. Le vendó la pantorrilla con fuerza para evitar que la herida siguiera abriéndose.

—Por ahora, tendremos que conformarnos con esto —dijo, más para sí mismo que para ella. Después tomó de nuevo el cuchillo y le indicó—: Levanta las caderas.

Ella obedeció, evitando mirarlo a los ojos. Entonces, él cortó la pernera del pantalón alrededor del muslo de Rusty.

—No puedes caminar así.

—¡Sí puedo! —exclamó Rusty frenéticamente.

Tenía miedo de que la dejara atrás. Sin embargo, él se inclinó hacia ella, la tomó por los brazos y la ayudó a sentarse.

—Quítate el abrigo y ponte esa chaqueta de esquiar.

Sin discusión, ella dejó que el abrigo de piel se le deslizara por los hombros. Con el hacha que había tomado de la cabina de la avioneta, Cooper cortó tres ramas fuertes y las limpió. En silencio, Rusty observó cómo formaba una hache, aunque con el palo central más alto de lo normal. Él ató las intersecciones con correas de cuero, que había tomado de las botas de los hombres a los que habían enterrado. Después tomó el abrigo de piel y colocó cada una de las mangas sobre los palos más largos. Rusty se encogió cuando él cortó la piel y el forro de satén e hizo un agujero al final de su precioso abrigo de piel de zorro.

Entonces, él la miró.

—¿Qué pasa?

Ella tragó saliva al darse cuenta de que él la estaba poniendo a prueba.

—Nada. El abrigo era un regalo, eso es todo.

Cooper la observó durante unos segundos antes de hacer un agujero similar en el otro lado del abrigo. Entonces, pasó los palos por los agujeros. El resultado fue unas parihuelas más que rudimentarias. Sin embargo, Rusty estaba impresionada con la ingenuidad y la habilidad de aquel hombre. Y muy aliviada por el hecho de que él no tuviera en mente abandonarla ni deshacerse de ella.

Él puso la camilla en el suelo; después tomó a Rusty en brazos, la depositó cuidadosamente sobre el abrigo de piel y la tapó con más pieles.

—No vi a ningún animal parecido a esto allí arriba —dijo ella, pasando la mano sobre una piel suave y corta.

—Umingmak.

—¿Cómo?

—Así llaman los inuit a los bueyes almizcleros. Significa «el barbudo». No lo maté yo, sólo compré la piel. Es muy cálida —le explicó Cooper. Después de ajustarle la manta alrededor del cuerpo, añadió—: Si quieres, puedes quedarte aquí y permanecer tapada.

Él se incorporó y se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Al rozarse el chichón de la sien, hizo un gesto de dolor. Rusty habría tenido que quedarse una semana en la cama si hubiera recibido un golpe como aquél; debía de estar causándole mucho dolor.

—Gracias, Cooper —le dijo suavemente.

Él se quedó inmóvil, la miró, asintió rápidamente y después comenzó a recoger todas las cosas. Puso ambas mochilas sobre la parihuela, junto a los rifles.

—Sujétalo todo, ¿de acuerdo?

—Sí. ¿Adónde vamos?

—Hacia el sureste.

—¿Por qué?

—Más tarde o más temprano, deberíamos dar con la civilización.

—Ah —dijo ella. No quería moverse de allí, porque sabía que el viaje iba a ser muy difícil—. ¿Puedo tomar una aspirina, por favor?

Él sacó el frasco, lo abrió y depositó dos aspirinas en la palma de la mano de Rusty.

—No podré tragarlas sin líquido.

Él emitió un sonido de impaciencia.

—Lo único que hay es brandy.

—Brandy, por favor.

Él le pasó una de las botellas y la observó. Rusty tomó un buen trago para tragarse las aspirinas. Se atragantó y tosió. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero con dignidad y aplomo, le devolvió la botella y dijo:

—Gracias.

Él sintió la necesidad de sonreír.

—Puede que no tengas sentido común, pero tienes agallas, eso sí.

Y aquello, pensó Rusty, era lo más parecido a un cumplido que iba a recibir de Cooper Landry. Él tomó los extremos de las ramas y se los ajustó bajo los brazos, y después, comenzó a caminar arrastrando la camilla.

Después de haber avanzado unos cuantos kilómetros, durante los cuales Rusty no pudo evitar que le chocaran los dientes con los golpes de su trasero sobre las piedras, ella se dio cuenta de que no iba a estar mucho mejor en aquella camilla de lo que habría estado caminando. Tenía que concentrarse para no deslizarse fuera de las pieles, y sabía que se le formarían hematomas en las nalgas. Ni siquiera se atrevía a pensar en lo que estaría sufriendo el forro de satén de su abrigo.

A medida que pasaba el tiempo, oscurecía y hacía más frío. Comenzó a caer nieve en forma de ligeros copos. Además, la pierna le dolía cada vez más, pero ella habría estado dispuesta a morderse la lengua antes de quejarse. Oía la respiración fatigosa de Cooper. Para él, las cosas tampoco eran fáciles. Si no fuera por ella, habría podido recorrer el triple de distancia en el mismo tiempo.

De repente se hizo de noche, y se volvió peligroso continuar avanzando por aquel terreno tan accidentado. Él se detuvo en un claro y soltó la camilla.

—¿Qué tal estás?

Ella no quería pensar en el hambre, la sed y el cansancio que estaba sufriendo.

—Bien.

—Sí, claro. ¿Cómo estás de verdad? —insistió Cooper. Se arrodilló a su lado y apartó las pieles que la cubrían. Rusty tenía el vendaje ensangrentado nuevamente. Rápidamente, él volvió a taparla—. Será mejor que nos detengamos para pasar la noche. Ahora que se ha puesto el sol, no sé en qué dirección avanzamos.

Él estaba mintiendo sólo para que ella se sintiera mejor. Rusty sabía que él habría continuado la marcha de no ser por ella. Sin embargo, Cooper rodeó el claro e hizo un montón con agujas de pino. Después extendió las pieles encima del montón y volvió por Rusty. La tomó en brazos y la depositó cuidadosamente sobre el lecho que había formado. Al tumbarse, ella suspiró de alivio. Cooper la tapó con las pieles.

—Encenderé una hoguera. No será grande, porque no hay leña seca, pero será mejor que nada, y nos ayudará a mantener a raya a los posibles visitantes.

Rusty se estremeció y se puso las pieles sobre la cabeza, para protegerse del pensamiento de los animales salvajes y de la helada precipitación que continuaba espolvoreando el suelo. Sin embargo, el dolor de la pierna, cada vez más intenso, no le permitía dormitar. Se sintió cada vez más inquieta, hasta que finalmente, sacó la cabeza de entre las pieles. Cooper había conseguido encender un fuego humeante, débil, y lo había rodeado de piedras para impedir que se extendiera.

Él la miró. Se abrió una de las muchas cremalleras que tenía su abrigo, se sacó algo de un bolsillo y se lo lanzó. Ella lo atrapó con una mano.

—¿Qué es?

—Una barra de cereales.

Al pensar en la comida, a Rusty comenzó a rugirle el estómago. Rasgó el envoltorio para meterse toda la barra en la boca, pero antes de hacerlo, se contuvo.

—No… no tienes por qué compartirla conmigo —dijo con un hilillo de voz—. Es tuya, y quizá la necesites más tarde.

—No, no es mía. La encontré en el bolsillo del abrigo de otro.

Pareció que él disfrutaba brutalmente al decirle aquello, dándole a entender que, si la barrita de cereales fuera suya, se lo pensaría dos veces antes de compartirla con ella. Fuera cual fuera su intención, le había estropeado aquel momento. La barra le supo como serrín; Rusty masticó y tragó mecánicamente, en parte por la sed. Como si le estuviera leyendo la mente, Cooper dijo:

—Si no encontramos agua para mañana, tendremos problemas.

—¿Y crees que la encontraremos?

—No lo sé.

Ella se tendió entre las pieles pensativamente.

—¿Por qué crees que ocurrió el accidente?

—No lo sé. Supongo que por una combinación de cosas.

—¿Tienes idea de dónde estamos?

—No. Tendría una idea aproximada de no haber sido por la tormenta.

—¿Crees que nos salimos del rumbo?

—Sí, pero no sé cuánto.

—¿Habías estado en el Great Bear Lake antes?

—Una vez.

—¿Cuándo?

—Hace varios años.

—¿Cazas mucho?

—Un poco.

No era exactamente hablador, pero Rusty quería entablar conversación para distraerse del dolor de la pierna.

—¿Crees que nos encontrarán?

—Quizá.

—¿Cuándo?

—¿Qué te crees que soy, una enciclopedia? —le dijo él, desabridamente, y se puso en pie con brusquedad—. Deja de hacerme preguntas. No sé las respuestas.

—Sólo quería saber —respondió ella, quejumbrosamente.

—Bueno, pues yo también. Pero no lo sé. Ya te he dicho que las posibilidades de que nos encuentren son remotas, porque el avión se había apartado de su rumbo. Y ahora, cállate.

Rusty se quedó en silencio. Cooper recorrió el claro en busca de ramas secas. Añadió unas cuantas a la hoguera y, después, se acercó a ella.

—Deja que te vea la pierna.

Sin miramientos, apartó las pieles, y con habilidad, fue cortando los nudos del vendaje ensangrentado con su cuchillo de caza.

—¿Te duele?

—Sí.

—Bueno, no es de extrañar —dijo él con el semblante grave, mirando la herida. Su expresión no era precisamente reconfortante.

Mientras ella sujetaba la linterna, él volvió a limpiarle el corte con agua oxigenada y le puso un vendaje limpio. Cuando terminó, ella tenía los ojos rojos y los labios hinchados de mordérselos, pero no se había quejado ni una sola vez.

—¿Dónde aprendiste a hacer los vendajes tan bien?

—En Vietnam —respondió él en un tono cortante, que indicaba que no quería más preguntas al respecto—. Toma, otras dos aspirinas —le dijo, y después, él mismo tomó otras dos. Cooper no se había quejado, pero debía de tener un tremendo dolor de cabeza—. Y bebe unos tragos más de brandy. Creo que por la mañana lo vas a necesitar.

—¿Por qué?

—Por la pierna. Probablemente, mañana será el peor día. Después de eso, quizá empiece a mejorar.

—¿Y si no mejora?

Él no dijo nada. No era necesario.

Con las manos temblorosas, Rusty se llevó la botella de brandy a los labios y tomó unos cuantos sorbos. Las ramas de la hoguera habían prendido, y Cooper añadió algo más de leña. Sin embargo, no proporcionaba suficiente calor como para que él se quitara el abrigo, cosa que hizo. Y para sorpresa de Rusty, también se quitó las botas, y le dijo a ella que hiciera lo mismo. Después hizo un fardo con los abrigos y las botas y las metió al fondo de las pieles.

—¿Para qué es eso? —le preguntó Rusty. Ya tenía los pies helados.

—Si sudamos con las botas y comienza a hacer más frío, podemos congelarnos. Échate a un lado.

Rusty lo miró con aprensión.

—¿Eh?

Con un suspiro de impaciencia, él se tendió a su lado, obligándola a hacerle sitio bajo las pieles. Alarmada, ella exclamó:

—¿Qué haces?

—Echarme a dormir. Si te callas, claro.

—¿Aquí?

—No había alojamiento con camas separadas.

—Pero no puedes…

—Relájese,señorita… ¿como era?

—Carlson.

—Sí, señorita Carlson. El calor de nuestros cuerpos evitará que nos congelemos —sentenció Cooper. Se acurrucó contra ella y les cubrió las cabezas con las pieles, formando un refugio muy efectivo—. Ahora túmbate de costado.

—Vete al demonio.

—Mira, no quiero congelarme. Y tampoco quiero tener que cavar otra tumba para enterrarte, así que haz lo que te he dicho. Ahora.

Debía de haber sido oficial en Vietnam, pensó ella con sarcasmo mientras se tumbaba de costado. Él le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí, hasta que sus cuerpos estuvieron ajustados el uno al otro. Ella apenas podía respirar.

—¿Esto es estrictamente necesario?

—Sí.

—No voy a ir a ningún sitio, así que no tienes por qué poner el brazo ahí.

—Me sorprendes. Creía que te gustaría —dijo él, y le apretó la palma de la mano contra el estómago—. Eres una verdadera monada. ¿Acaso no esperas que todos los hombres se exciten cuando te ven?

—Suéltame.

—Con esa melena tan larga, de un color tan poco corriente.

—¡Cállate!

—Seguro que estás orgullosa de tu aspecto, y que los hombres te encuentran irresistible. Ese copiloto sí. Estaba salivando por ti. Casi tartamudeaba.

—No sé de qué estás hablando.

—Oh, sí, claro que sí. Debes de habértelo pasado muy bien dejando asombrados a todos los hombres de la avioneta cuando subiste, con el abrigo de piel, con esas mejillas tan sonrosadas y esa boquita tan sexy.

—¿Por qué estás haciendo esto? —le preguntó ella con un sollozo.

Él masculló una maldición, y cuando habló de nuevo, su tono de voz no era de broma. Era de cansancio.

—Para que estés segura de que no voy a aprovecharme de ti durante la noche. Las pelirrojas nunca han sido de mi gusto. Además, todavía tienes el cuerpo caliente de tu amante. Teniendo en cuenta todas esas cosas, tu virtud está a salvo conmigo.

Rusty reprimió las lágrimas de humillación.

—Eres cruel y vulgar.

Él se rió.

—Ahora hablas de un modo tan ofendido que no me siento tentado a aprovecharme de ti, así que no te preocupes. Duérmete, ¿de acuerdo?

Ella tuvo que apretar los dientes para no responder a aquella grosería. Mantuvo el cuerpo rígido y puso una barrera entre ellos, aunque no física, sí mental. Intentó hacer caso omiso del calor corporal que desprendía Cooper, que le traspasaba la ropa, y de su respiración, que le rozaba el cuello cada vez que él exhalaba, y del poder oculto de sus muslos, que se adaptaba a su espalda. Poco a poco, y con la ayuda del brandy que había bebido, se relajó. Finalmente, se durmió.

***

Fue su propio gemido lo que la despertó. La pierna le latía dolorosamente.

—¿Qué ocurre?

Cooper tenía la voz ronca, pero Rusty no creía que fuera porque acabara de despertarse de un profundo sueño. Por instinto, supo que había estado tendido a su lado despierto.

—Nada.

—Dímelo. ¿Qué te pasa? ¿Es la pierna?

—Sí.

—¿Te sangra de nuevo?

—No, no creo. No la noto húmeda. Sólo me duele.

—Bebe algo más de alcohol.

Él se incorporó y tomó la botella de brandy, que había metido en el refugio con ellos.

—Ya estoy atontada.

—Bien. Entonces ha funcionado.

Cooper le colocó el cuello de la botella en los labios y la inclinó hacia arriba. Ella tuvo que beber, o se hubiera ahogado.

El potente licor trazó un camino de fuego hasta su estómago. Al menos, le hizo olvidarse durante unos segundos del dolor.

—Gracias.

—Abre las piernas.

—¿Perdón?

—Que abras las piernas.

—¿Cuánto licor has bebido?

—Hazlo.

—¿Para qué?

—Para que yo pueda meter las mías entre las tuyas.

Sin darle ocasión de protestar nuevamente, él deslizó la mano entre sus muslos y le hizo elevar la pierna herida. Metió las rodillas entre las de ella y, con suavidad, hizo que apoyara la pierna en las suyas.

—Así. Al mantenerla elevada, aligerarás la presión. Y además, evitaremos que te dé un golpe sin querer durante la noche.

Ella se había quedado demasiado estupefacta como para quedarse dormida inmediatamente. Era muy consciente de la cercanía de aquel hombre. Y había otra cosa que la mantenía despierta: la culpabilidad.

—Cooper, ¿conocías a alguno de los otros hombres?

—¿De los de la avioneta? No.

—Los hombres que iban en los dos asientos delanteros Eran hermanos. Mientras estaban pesando nuestro equipaje, oí que hablaban de reunir a sus familias para Acción de Gracias.

—No pienses en ello.

—No puedo evitarlo.

—Sí puedes.

—No, no puedo. No puedo dejar de preguntarme por qué estoy viva. ¿Por qué se me ha permitido vivir a mí? No tiene sentido.

—No tiene que tener sentido —respondió él con amargura—. Las cosas son así. Había llegado su hora, eso es todo. Ya ha acabado todo. Tienes que olvidarlo.

—No puedo.

—Oblígate.

—¿Es lo que has hecho tú?

—Sí.

Rusty se estremeció.

—¿Cómo puedes ser tan insensible con la vida de otros seres humano?

—Práctica.

Aquella palabra afectó a Rusty como si le hubieran dado una bofetada. Había sido pronunciada con crueldad, para hacer que se callara, y lo había conseguido. Sin embargo, no consiguió que dejara de pensar. Se preguntó a cuántos compañeros habría visto morir Cooper en Vietnam. ¿Docenas? ¿Cientos?

Ella también tenía práctica enfrentándose a la muerte, pero no tanta como él, aparentemente. No era algo que ella pudiera obviar, o descartar, con la mera fuerza de voluntad. Cuando pensaba en las personas a las que había perdido, sentía un profundo dolor.

—Mi madre murió de una apoplejía —le dijo en voz baja—. Su muerte fue casi un alivio. Habría quedado gravemente discapacitada. Tuve una semana para prepararme. Pero la muerte de mi hermano fue repentina.

Seguramente, Cooper no tendría ganas de oír nada de aquello, pero ella quería hablar de ello.

—¿Un hermano?

—Jeff. Murió en un accidente de tráfico hace dos años.

—¿No tienes más familia?

—Sólo mi padre —dijo ella, y tomó aire—. Era el hombre con el que estaba en la cabaña. Del que me estaba despidiendo. No era mi amante. Era mi padre.

Esperó una respuesta, pero no la obtuvo. Si él no hubiera tenido tan tenso el cuerpo, habría pensado que se había quedado dormido.

Finalmente, fue Cooper quien interrumpió el silencio.

—¿Qué va a pensar tu padre cuando le informen del accidente?

—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella. Y en un acto reflejo, se aferró a la mano que él tenía posada en su estómago—. No había pensado en eso.

Se imaginaba la desesperación que sentiría su padre cuando supiera la noticia. Él había perdido a su esposa, y después a su hijo. Y también a su hija, finalmente. Quedaría devastado. Rusty no soportaba pensar en cómo iba a sufrir, y en la incertidumbre que sentiría al no saber qué había sido de ella. Esperaba que, tanto por sí misma como por su padre, los rescataran pronto.

—Me pareció un hombre de los que mueven los hilos —dijo Cooper—. Perseguirá a las autoridades hasta que nos encuentren.

—Tienes razón. Mi padre no descansará hasta que sepa lo que me ha ocurrido.

Rusty estaba segura de ello. Su padre era un hombre poderoso. Era dinámico, y tenía el talento y los medios para hacer las cosas. Su reputación y su fortuna moverían rápidamente todo el papeleo. El hecho de saber que no dejaría piedra que levantar para buscarla le hizo sentir optimismo.

También se había quedado sorprendida al descubrir que Cooper no era tan impermeable y tan encerrado en sí mismo como parecía. Antes de que subieran a la avioneta, él se había mantenido distante de los demás. No se había mezclado con nadie; sin embargo, parecía que lo había notado todo. Aparentemente, su compañero era un observador agudo de la naturaleza humana.

La naturaleza estaba burlándose de él en aquel momento. Mientras estaba hablando, Rusty notó nerviosamente su sexo contra la nalga. Sin poder evitarlo, soltó:

—¿Estás casado?

—No.

—¿Lo has estado?

—No.

—¿Tienes alguna relación seria?

—Mira, yo tengo las relaciones sexuales que necesito, ¿de acuerdo? Y sé por qué de repente tienes tanta curiosidad. Créeme, yo también lo siento, pero no puedo hacer nada para evitarlo. Me temo que las alternativas que se me vienen a la cabeza nos avergonzarían a los dos.

Rusty se ruborizó.

—Ojalá no hablaras así.

—¿Cómo?

—Tan groseramente.

—Acabas de salir de un alojamiento de caza. ¿Acaso no has oído bromas picantes? ¿No has oído comentarios subidos de tono? Creía que ya estarías acostumbrada a este lenguaje.

—Bueno, pues no lo estoy. Y, para tu información, sólo fui a ese viaje de caza por mi padre. Yo no me lo he pasado muy bien.

—¿Te obligó a ir?

—Claro que no.

—¿No te persuadió para que fueras, a cambio del abrigo de pieles, quizá?

—No —respondió ella con irritación—. El viaje fue idea mía. Yo se lo sugerí.

—¿Y elegiste ir al norte al azar? ¿Por qué no a Hawai? ¿O a St. Moritz? Se me ocurren otros miles de lugares donde tú habrías encajado mejor.

El suspiro de Rusty fue una admisión de que él la había encasillado correctamente en aquel sentido. En una partida de caza mayor, ella estaba fuera de lugar.

—Mi padre y mi hermano siempre iban de caza juntos durante cuatro semanas al año. Era una tradición familiar —llena de remordimientos, Rusty cerró los ojos—. Mi padre no había vuelto a cazar desde que murió Jeff. Pensé que le vendría bien este viaje. Yo fui la que insistí en que fuera. Como no estaba del todo convencido, le dije que yo lo acompañaría.

De nuevo, Rusty esperó algún tipo de comentario comprensivo, pero lo único que oyó fue un gruñido.

—Cállate, ¿quieres? Estoy intentando dormir un poco.

***

—Quieta, Rusty.

La voz de su hermano resonó entre sus sueños.

Estaban peleándose, como sólo los hermanos pueden pelearse. Jeff y ella se querían mucho; apenas se llevaban un año de edad. Desde que Rusty comenzó a caminar, habían sido amigos inseparables. Para disfrute de su padre y consternación de su madre, a menudo se habían enzarzado en combates ruidosos que siempre terminaban en carcajadas.

Sin embargo, la voz de Jeff no tenía un tono de diversión en aquel momento; la agarró por las muñecas y se las sostuvo por encima de la cabeza.

—Quieta —le dijo, agitándola ligeramente—. Vas a hacerte daño si sigues moviéndote así.

Ella se despertó, pero al abrir los ojos, no fue la adorada cara de su hermano lo que vio, sino la de aquel hombre. El Solitario. Estaba contenta de que él estuviera vivo, pero no era santo de su devoción. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Cooper… Cooper algo. O algo Cooper.

—Estate quieta —le ordenó él.

—Suéltame.

—¿Estás bien?

Ella asintió.

—Sí. Por favor, suéltame.

Entonces, él la liberó. Ella tomó aire profundamente y se estremeció. Al instante, comenzaron a castañetearle los dientes. Cooper frunció el ceño con preocupación. O con enfado; Rusty no supo distinguirlo. O estaba enfadado, o preocupado.

—Estás ardiendo de fiebre —le dijo él—. He salido de la cama para avivar el fuego. Estabas delirando, y comenzaste a llamar a gritos a un tal Jeff.

—Mi hermano —dijo ella, temblando inconteniblemente, e intentó envolverse en una de las pieles.

Cooper se acercó a ella y le destapó la pierna. De nuevo, deshizo el vendaje y miró la herida abierta. Rusty lo miró a él.

Finalmente, se dirigió a ella con seriedad.

—No quiero engañarte. Tiene mal aspecto. Se te ha infectado. Hay un frasco de antibióticos en el maletín de primeros auxilios. Estaba guardándolos por si ocurría esto, pero no sé si serán los adecuados para curar esta infección.

Ella intentó humedecerse los labios, pero no lo consiguió, porque la fiebre le había resecado la boca.

—Podría gangrenárseme y causarme la muerte, ¿no?

Él esbozó una media sonrisa forzada.

—Todavía no. Tenemos que hacer todo lo posible por evitar eso.

—¿Amputármela?

—Dios, eres morbosa. Lo que había pensado era limpiar todo el pus y coserte la herida.

Ella palideció.

—Eso suena muy morboso, también.

—No tanto como cauterizarla. Lo cual también podría suceder —dijo él. Ella se quedó completamente blanca—. Pero por el momento, vamos a darte unos cuantos puntos. Y no pongas esa cara de alivio. Va a dolerte mucho.

Ella lo miró fijamente a los ojos. Por muy extraño que fuera, y por muy desagradable que hubiera sido su comienzo, confiaba en él.

—Haz lo que tengas que hacer.

Él asintió y se puso manos a la obra. Primero, sacó unas medias de la mochila de Rusty.

—Me alegro de que tengas ropa interior de seda —dijo Cooper.

Ella sonrió temblorosamente ante aquella broma, mientras él comenzaba a deshacer la prenda por la cintura.

—Usaremos estos hilos para la sutura —le explicó, y señaló la botella de brandy con un gesto de la cabeza—. Será mejor que empieces a beber. Trágate una de esas pastillas de penicilina. No eres alérgica, ¿verdad? Bien —dijo ante la negativa de Rusty—. Bebe despacio, y no pares hasta que estés borracha. Pero no te lo bebas todo. Tendré que esterilizar los hilos y la herida con el resto.

Ella no estaba lo suficientemente anestesiada cuando él se inclinó sobre su pierna. Aquél fue un proceso agonizante, que pareció eterno. Cuando, finalmente, él derramó el brandy por toda la herida, Rusty gritó. Después de que le limpiara el corte con el cuchillo de caza, que también había esterilizado en el fuego, los puntos no le parecieron tan malos. Él usó una de las agujas de coser del pequeño costurero de viaje que Rusty había recogido de la avioneta. Limpió todos los hilos con el brandy y le cosió la herida para unir ambos bordes del corte.

Rusty lo miraba fijamente a las cejas. Pese al frío, él tenía la frente cubierta de sudor. Cooper nunca apartaba los ojos de su trabajo, salvo para mirar de vez en cuando a Rusty. Él era sensible a su dolor, incluso comprensivo. Tenía unas manos sorprendentemente tiernas para ser un hombre tan grande.

Finalmente, aquel punto entre las cejas de Cooper comenzó a desenfocarse. Aunque ella aún estaba tumbada, la cabeza le daba vueltas a causa del dolor y el trauma, y los efectos del brandy. No quería perder el conocimiento, pero finalmente perdió la batalla y cerró los ojos.

Su último pensamiento consciente fue que iba a ser una pena el hecho de que su padre nunca supiera lo valiente que había sido hasta el momento de su muerte.

—Bien —dijo Cooper, sentándose en el suelo mientras se enjugaba el sudor de la frente—. No es bonito, pero creo que funcionará.

Entonces la miró con una sonrisa de satisfacción y optimismo. Sin embargo, ella no vio aquella sonrisa. Estaba inconsciente.