15 de diciembre, 1942

Hubo un tiempo en que los hombres tenían la costumbre de dirigirse a sí mismos con frecuencia y por ello no les avergonzaba dejar constancia de sus transacciones interiores. Pero llevar un diario hoy en día se considera una especie de complacencia para consigo mismo, una debilidad, y de mal gusto, porque vivimos en una era en la que priva el endurecimiento. Hoy en día, el código del atleta, del muchacho duro (creo que una herencia norteamericana del gentleman inglés, esa curiosa mezcla de esfuerzo, ascetismo y rigor, cuyos orígenes se remontan según algunos a Alejandro Magno) es más fuerte que nunca. ¿Tienes sentimientos? Existen formas correctas e incorrectas de indicarlos. ¿Tienes vida interior? Eso no es asunto de nadie más que tuyo. ¿Tienes emociones? Estrangúlalas. Hasta cierto grado, todo el mundo obedece a este código. Y lo cierto es que admite una clase de sinceridad limitada, una franqueza con la boca cerrada. Sin embargo, tiene un efecto inhibidor de la sinceridad más auténtica. La mayor parte de las cuestiones serias son inaccesibles para las personas de carácter duro. Carecen de práctica en la introspección y, en consecuencia, están mal equipados para enfrentarse a adversarios contra los que no pueden disparar como si fuesen caza mayor ni superar en atrevimiento.

Si tienes dificultades, lidia con ellas en silencio, dice uno de sus mandamientos. ¡Al diablo con eso! Me propongo hablar de las mías, y si tuviera tantas bocas como Shiva tiene brazos y las hiciera hablar todas a la vez, seguiría sin poder hacerme justicia. En mi estado actual de desmoralización, ha llegado a serme necesario llevar un diario —es decir, hablar conmigo mismo— y no me siento en absoluto culpable ni demasiado indulgente hacia mi persona. Los hombres de carácter duro reciben una compensación por su silencio: pilotan aviones o torean o se dedican a la pesca del tarpón, mientras que yo no suelo abandonar mi cuarto.

En una ciudad donde uno ha vivido casi toda su vida, no es probable que alguna vez sea un solitario, y, sin embargo, en un sentido muy real, eso es precisamente lo que soy. Me paso a solas diez horas diarias entre las cuatro paredes de una habitación. El cuarto no está mal, la verdad sea dicha, aunque tiene las molestias habituales de las casas de huéspedes: olores de cocina, cucarachas y vecinos peculiares. Pero en el transcurso de los años me he ido acostumbrando a esas tres cosas.

Estoy bien provisto de libros. Mi mujer siempre me trae títulos nuevos con la esperanza de que los lea. Ojalá pudiera. En el pasado, cuando teníamos un piso propio, leía constantemente. Siempre estaba comprando nuevos libros, más rápido, lo reconozco, de lo que mi capacidad de lectura me permitía leerlos. Pero mientras estuviera rodeado de ellos, eran garantes de una vida más amplia, mucho más preciosa y necesaria de la que me veía obligado a llevar cada día. Si era imposible mantener siempre esa vida superior, por lo menos podía tener sus signos al alcance de la mano. Cuando se volvía insustancial, podía verlos y tocarlos. Ahora, sin embargo, ahora que estoy ocioso y debería ser capaz de dedicarme a los estudios que en otro tiempo comencé, descubro que soy incapaz de leer. Los libros no me sostienen. Al cabo de dos o tres páginas o, como sucede a veces, párrafos, sencillamente no puedo continuar. Han pasado casi siete meses desde que renuncié a mi puesto de trabajo en la agencia de viajes Inter-American para presentarme cuando el ejército me llamara a filas. Todavía lo estoy esperando. Parece tratarse de algo trivial, una especie de comedia burocrática encorsetada por las formalidades. Al principio yo mismo adopté esa actitud hacia el asunto. Empezó como unas vacaciones, un breve aplazamiento, en mayo pasado, cuando me enviaron a casa debido a que mis papeles no estaban en regla. Llevo viviendo aquí dieciocho años, pero aún soy canadiense, súbdito británico, y aunque sea un extranjero amistoso, no me podían reclutar sin una investigación previa. Esperé cinco semanas y entonces le pedí al señor Mallender, de la Inter-American, que volviera a aceptarme temporalmente, pero me dijo que el negocio ha decaído tanto que se había visto obligado a despedir a los señores Trager y Bishop, a pesar de sus largos años de servicio, y no tenía ninguna posibilidad de ayudarme. A fines de septiembre recibí una carta en la que me informaban de que había sido investigado y aprobado y de nuevo, de acuerdo con las normas, me indicaban que me sometiera a un segundo análisis de sangre. Al cabo de un mes me notificaron que figuraba en 1A y me dijeron que debía estar preparado. Esperé una vez más. Finalmente, cuando llegó noviembre, empecé a hacer averiguaciones y descubrí que, debido a una nueva cláusula que afectaba a los hombres casados, mi reclutamiento había sido pospuesto. Pedí que volvieran a clasificarme, aduciendo que me había visto imposibilitado de volver al trabajo. Al cabo de tres meses de explicaciones me transfirieron a 3A. Pero antes de que pudiera actuar (una semana después, para ser exacto), me dieron cita para un nuevo análisis de sangre (cada uno de ellos solo es válido durante dos meses). Y así volvió a retrasarse mi incorporación a filas. Esta tediosa situación no ha terminado todavía, estoy seguro de ello. Se prolongará durante otros dos, tres o cuatro meses.

Entretanto, mi mujer, Iva, me mantiene. Afirma que eso no es ninguna carga y que desea que disfrute de esta libertad, que lea y haga todas las cosas agradables que no podré hacer en el ejército. Hace más o menos un año, di comienzo, lleno de ambición, a varios ensayos, en especial biográficos, sobre los filósofos de la Ilustración. Estaba en medio de uno sobre Diderot cuando me detuve. Pero quedó vagamente entendido, cuando empecé a estar en suspenso, que seguiría con ellos. Iva no quería que consiguiera un empleo. Al fin y al cabo, dada mi clasificación de 1A, tal vez no encontraría uno adecuado.

Iva es una chica silenciosa. Tiene una manera de ser que no estimula la conversación. Hemos dejado de confiar el uno en el otro; lo cierto es que son muchas las cosas que no puedo mencionarle. Tenemos amigos, pero ya no los vemos. Unos pocos viven en lugares distantes de la ciudad. Hay algunos en Washington, otros están en el ejército y uno en el extranjero. Mis amigos de Chicago y yo nos hemos ido distanciando sin cesar. No he tenido muchas ganas de verlos, aunque de haberlo hecho es posible que hubiéramos podido superar algunas de nuestras diferencias. Pero, tal como yo lo veo, el perno principal que nos mantenía unidos se ha roto, y hasta la fecha no he tenido ningún incentivo para sustituirlo. Y por eso estoy muy solo. Me paso el tiempo sentado en mi habitación sin hacer nada, dedicado a prever las pequeñas crisis de la jornada, los golpecitos en la puerta de la muchacha de servicio, la llegada del cartero, los programas de la radio y las angustias infalibles y cíclicas de determinados pensamientos.

He pensado en trabajar, pero soy reacio a admitir que no sé qué hacer de mi libertad y me someto a la esclavitud del trabajo porque carezco de recursos; en una palabra, de carácter. La última vez que volvieron a clasificarme intenté enrolarme en la Marina, pero el reclutamiento parece ser el único canal abierto a los extranjeros. No puedo hacer más que esperar, o permanecer en suspenso, y me siento cada vez más desanimado. Tengo perfectamente claro que me estoy deteriorando, que voy haciendo acopio de una amargura y un rencor que, como si fuesen ácidos, corroen mi dotación de generosidad y buena voluntad. Pero el retraso de siete meses es solo una de las fuentes de mi agobio. Una vez más, a veces lo considero como el telón de fondo contra el que se me ve oscilar. No es solo eso. Antes de que pueda evaluar con precisión el daño que me ha hecho, tendrán que cortar la cuerda de la que pendo.

16 de diciembre

He empezado a observar que, cuanto más activo se vuelve el resto del mundo, con tanta mayor lentitud me muevo, y que mi soledad aumenta en la misma proporción que su barullo y frenesí. Esta mañana la mujer de Tad en Washington escribe diciendo que él ha volado a África del Norte. Jamás en la vida me había sentido tan inmovilizado. Ni siquiera soy capaz de ir a la tienda en busca de tabaco, aunque me gustaría fumar un poco. Esperaré. Y tan solo porque Tad está ahora desembarcando en Argel u Orán o ya está dando su primer paseo por la Kasba (el año pasado vimos juntos Pepé le Mokó). Me alegro sinceramente por él, no siento envidia. Pero persiste la sensación de que mientras él vuela a África raudo como un cohete y nuestro amigo Stillman viaja a Brasil, yo echo raíces en mi silla. Es una sensación real, física. Tal vez podría levantarme, dar vueltas alrededor de la habitación o incluso ir a la tienda, pero hacer ese esfuerzo me pondría en un estado desagradable. Esta situación pasará si le hago caso omiso. Siempre he estado sometido a tales alucinaciones. En pleno invierno, al aislar una pared en la que daba el sol, he sido capaz de persuadirme de que, pese al hielo circundante, corría el mes de julio y no febrero. De modo similar, he invertido el verano y me he sugestionado para temblar pese al calor. Lo mismo sucede con la hora del día. Supongo que es un truco corriente. Tal vez puedes llevarlo demasiado lejos y dañar el sentido de la realidad. Cuando entre Marie para hacer la cama, me levantaré, me pondré el abrigo e iré a la tienda, y así terminará esta sensación.

Por regla general, estoy demasiado deseoso de encontrar un motivo para salir de mi habitación. En cuanto me encuentro en ella, empiezo a buscar uno. Cuando salgo, no voy muy lejos. Mi radio normal es de tres manzanas. Siempre temo tropezar con un conocido que se muestre sorprendido al verme y me haga preguntas. Evito ir al centro de la ciudad y, cuando debo hacerlo, me mantengo prudentemente alejado de ciertas calles. Y creo que desde mi época de escolar arrastro la sensación de que estar en la calle, ocioso, en pleno día, es un tanto ilícito.

Sin embargo, carezco de habilidad para encontrar motivos. No suelo salir más de cuatro veces al día, tres para comer y la cuarta para hacer un recado cuya necesidad me he inventado u obedeciendo a un impulso sin objetivo. No suelo dar largos paseos. Me estoy engordando debido a la falta de ejercicio. Cuando Iva protesta, le digo que, cuando esté en el ejército, perderé peso con mucha rapidez. En esta época del año el ambiente en las calles es lúgubre, y, además, no tengo chanclos. En ocasiones hago una excursión más larga, voy a la lavandería o la peluquería o a Woolworth’s, en busca de sobres, o incluso más lejos, a instancias de Iva, para pagar una factura; o, sin que ella lo sepa, voy a ver a Kitty Daumler. Y luego están las visitas obligatorias a la familia.

He adquirido el hábito de cambiar de restaurante con regularidad. No quiero ser demasiado asiduo en ninguno de ellos, amigo de los hombres anuncio, las camareras y los cajeros, y verme en la necesidad de inventar mentiras para ellos.

Desayuno a las ocho y media. Luego voy a casa y me siento a leer el periódico en la mecedora junto a la ventana. Lo leo de la primera plana a la última, de una manera ritual, sin perderme una sola palabra. Empiezo por las tiras cómicas (las sigo porque lo he hecho así desde la infancia y me obligo a leer incluso las más recientes y más desabridas), a continuación leo las noticias serias y los artículos de opinión y, finalmente, los chismorreos, la página familiar, las recetas, las necrológicas, las noticias de sociedad, los anuncios, los crucigramas infantiles, todo. Reacio a dejarlo de lado, incluso vuelvo a leer las tiras cómicas para ver si me he dejado algo.

Al volver a la vida consciente tras la regeneración (cuando es tal cosa) del sueño, paso corporalmente de la desnudez al vestido y, en el aspecto mental, de una pureza relativa a la contaminación. Subo la hoja de la ventana y examino el tiempo; abro el periódico y admito la entrada del mundo en mi vida.

Ahora estoy lleno del mundo, y despierto del todo. Es casi mediodía, hora de almorzar. Desde las once me he ido sintiendo cada vez más inquieto, imaginando que vuelvo a tener apetito. Ciertos sonidos acentúan el silencio de la casa, el cierre de una puerta en otra habitación, el goteo de un grifo, el susurro del vapor en el radiador, el repiqueteo de una máquina de coser en el piso de arriba. En la cama sin hacer y las paredes hay brillantes franjas de luz solar. La muchacha de servicio llama y abre la puerta. Tiene un cigarrillo en los labios. Creo que soy el único ante quien se permite fumar; reconoce que carezco por completo de importancia.

En el restaurante descubro que no tengo nada de apetito, pero ahora no hay alternativa, así que como. Esta vez me cuesta un poco más subir la escalera. Entro en la habitación respirando con dificultad y enciendo la radio. Fumo. Escucho música sinfónica durante media hora, molesto cuando no logro adelantarme al locutor antes de que empiece a anunciar las prendas de vestir a crédito de cierto comercio. A la una de la tarde la jornada ha variado, ha adquirido una nueva clase de inquietud. Me esfuerzo por leer, pero no logro concentrar la mente en las frases de la página ni en las referencias de las palabras. Mi mente redobla sus esfuerzos, pero unos pensamientos de dudosa relevancia vienen y se van sin orden ni concierto, juntos los triviales y los importantes. Y de repente la dejo en blanco. Está tan vacía como la calle. Me levanto y enciendo de nuevo la radio. Las tres de la tarde y no me ha ocurrido nada; las tres de la tarde y ya llega la oscuridad; las tres de la tarde, y el cartero ha aparecido por última vez y no ha dejado nada en mi buzón. He leído el periódico y hojeado un libro, y he tenido unos pocos pensamientos al azar...

El señor Cinco por cinco,

mide cinco pies de altura

y otros cinco de anchura...

y ahora, como cualquier ama de casa, estoy escuchando la radio.

La hija de la patrona nos ha advertido que no la pongamos demasiado alta, pues está enferma en cama desde hace más de tres meses. Parece ser que la anciana no va a vivir mucho más. Está ciega y casi calva; debe de tener cerca de noventa años. La veo en ocasiones, entre las cortinas, cuando subo la escalera. Su hija está al frente de la casa desde septiembre. Ella y su marido, el capitán Briggs, viven en el tercer piso. Él pertenece a la División de Intendencia. Tiene unos cincuenta años (es mucho mayor que su mujer), y es un hombre de complexión robusta, pulcro, de cabello gris y hablar pausado. A menudo le vemos pasear al otro lado de la valla, fumando un último cigarrillo antes de retirarse.

A las cuatro y media oigo al vecino de al lado, el señor Vanaker, que tose y gruñe. Iva, por alguna razón que solo a ella concierne, le llama el «hombre lobo». Es un ser extraño y fastidioso. Estoy convencido de que su tos se debe en parte al alcohol y en parte a los nervios. Y es también una especie de actividad social. Iva no está de acuerdo en esto conmigo, pero sé que ese hombre tose para llamar la atención. Llevo tanto tiempo viviendo en casas de huéspedes que tengo buen ojo para distinguir a esa clase de persona. Hace años, en la avenida Dorchester, había un viejo que se negaba a cerrar la puerta de su cuarto, se sentaba o tendía de cara al pasillo y observaba día y noche a cuantos pasaban. Y en la calle Schiller vivía otro el grifo de cuyo lavabo siempre estaba abierto. Esa era su manera de hacernos conocer su existencia. El señor Vanaker tose. No solo eso, sino que cuando va al baño deja la puerta entreabierta. Camina pesadamente por el pasillo, y al cabo de un momento oyes los sonidos de su actividad. Últimamente Iva se ha quejado de esto a la señora Briggs, quien ha fijado con chinchetas un aviso en la pared: «Se ruega a los ocupantes que cierren la puerta cuando usen el baño y que lleven bata para desplazarse». Por ahora no ha servido de nada.

Gracias a la señora Briggs nos hemos enterado de una serie de cosas interesantes acerca de Vanaker. Antes de que la anciana cayera enferma, le insistía continuamente para que fuese al cine con él. «Cuando es evidente para cualquiera que mamá no ve en absoluto.» Antes tenía la costumbre de bajar corriendo para responder al teléfono llevando solo los pantalones del pijama... el motivo de la advertencia sobre la bata. El capitán tuvo que intervenir y poner fin a semejante proceder. Marie ha encontrado cigarros a medio fumar en los suelos de las habitaciones desocupadas, y sospecha que Vanaker fisgonea en la casa. No es un caballero. Ella le limpia la habitación y lo sabe. Marie es muy exigente con el comportamiento de los blancos, y las aletas de la nariz se le ensanchan todavía más cuando habla de él. Afirma que la anciana, la señora Kiefer, cierta vez le amenazó con echarlo.

Vanaker es enérgico. Sin sombrero y con una chaqueta de molesquín, se apresura calle arriba y entre los arbustos nevados. Cierra bruscamente la puerta de la calle y, en el primer escalón, se quita la nieve de las botas. Entonces, tosiendo como un loco, sube corriendo la escalera.

A las seis me encuentro con Iva en el restaurante de Fallón para cenar. Lo hacemos en ese local con bastante regularidad. A veces vamos al Merit o a una cafetería de la calle Cincuenta y tres. En general, nuestras veladas son cortas. Volvemos a casa antes de medianoche.

17 de diciembre

Es un embotamiento narcótico. Hay ocasiones en las que ni siquiera soy consciente de que esta clase de vida no está bien. Pero, por otro lado, hay ocasiones en las que me despierto perplejo y desazonado, y entonces me considero una víctima moral de la guerra. He cambiado. Dos incidentes ocurridos la semana pasada me han mostrado hasta qué punto. Al primero apenas puedo llamarlo incidente. Estaba hojeando Poesía y verdad de Goethe y encontré la siguiente frase: «Esta aversión a la vida tiene unas causas tanto físicas como morales...». Me sentí lo bastante estimulado para seguir leyendo: «Todo cuanto reconforta en la vida se basa en la aparición regular de fenómenos externos. Los cambios del día y la noche, de las estaciones, de las flores y los frutos y todos los demás placeres recurrentes que se nos ofrecen y de los que podemos y debemos disfrutar, tales son los móviles principales de nuestra vida terrena. Cuanto más abiertos estamos a estos goces, tanto más felices somos; pero si estos fenómenos cambiantes se despliegan y no nos interesamos por ellos, si somos insensibles a tan hermosas incitaciones, entonces sobreviene el mal más doloroso, la dolencia más abrumadora: consideramos la vida como una carga odiosa. Dicen de un inglés que se ahorcó para no tener que vestirse y desvestirse nunca más». Seguí leyendo con una sensación desacostumbrada. El encabezamiento en la siguiente página del texto de Goethe decía «Cansancio de la vida». Exactamente. El cansancio de la vida radix malorum est. Entonces leí la afirmación: «Nada ocasiona tanto esta fatiga como la recurrencia de la pasión del amor». Dejé el libro, profundamente decepcionado.

No obstante, sin poder evitarlo veía de qué manera tan diferente este mundo me habría afectado un año atrás, y lo mucho que yo había cambiado. Entonces podría haberme parecido cierto pero no especialmente notable. La anécdota de ese inglés podría haberme divertido, pero no conmovido. Ahora su hastío arrojó a la sombra esa «pasión de amor» y él ocupó al instante su lugar para mí, al lado de ese asesino, Barnardine, en Medida por medida, cuyo desprecio por la vida igualaba a su desprecio de la muerte, de modo que no salía de su celda para que lo ejecutaran. Sentirme atraído por esos dos era prueba de que realmente había cambiado.

Y ahora el segundo incidente.

Mi suegro, el viejo Almstadt, atrapó un fuerte resfriado, e Iva, sabiendo lo inepta que es su madre, me pidió que fuese allá y echara una mano.

Los Almstadt viven en el Northwest Side, a una deprimente hora de viaje en el Ferrocarril Elevado. Encontré la casa en un gran desorden. La señora Almstadt trataba de hacer las camas, cocinar, atender a su marido y responder al teléfono, todo a la vez. El teléfono no estaba en silencio más de cinco minutos seguidos. Sus amigos llamaban sin cesar, y a cada uno le repetía la historia completa de sus sinsabores. Mi suegra siempre me ha desagradado. Es una mujer de baja estatura, rubia, con un notable aspecto de solterona. Su color natural, cuando permite que se le vea, es sano. Tiene los ojos grandes y con una expresión de complicidad, pero, como no hay nada de lo que ser cómplice, tan solo reflejan su estupidez. Se empolva a conciencia y se pinta los labios dándoles la forma que se ha convertido en el recurso universal de sensualidad de todas las mujeres, desde las que apenas han madurado hasta las muy ancianas. La señora Almstadt, que se aproxima a la cincuentena, tiene ya muchas arrugas, algo que le preocupa sobremanera, y siempre está atenta a la aparición de nuevas mascarillas y lociones faciales.

Cuando entré, estaba ocupada, hablando con alguien por teléfono, y fui a la habitación de mi suegro. Estaba acostado, con las rodillas erguidas y los hombros alzados, de modo que la cabeza parecía unida directamente al cuerpo, sin el cuello. A través de una abertura del pijama se le veía la carne blanca y adiposa bajo un vello grisáceo. Parecía una persona desconocida, debido a la chaqueta del pijama abotonada y con un emblema en el bolsillo, y un poco ridícula. El pijama era cosa de la señora Almstadt. Ella le compraba la ropa, y lo había vestido para la cama como un mandarín o un príncipe Romanoff. Sus anchos nudillos estaban unidos sobre el edredón de seda. Me saludó con una sonrisa no del todo sincera y una expresión que parecía revelar el temor de que caer enfermo pudiera considerarse poco viril o impropio de un padre. Sin embargo, al mismo tiempo procuraba dejar claro que podía permitirse pasar unos pocos días en cama. Llevaba una buena delantera; el negocio (esto me lo dijo con una mezcla conflictiva de despreocupación y desafío) estaba en buenas manos.

El teléfono volvió a sonar, y una vez más la señora Almstadt se puso a contar sus cosas a uno de sus innumerables conocidos (¿quién sabe quiénes son?). Su marido había enfermado el día anterior, y llamaron al médico, quien dijo que este invierno hay una epidemia de gripe en toda regla. Estaba agotada, sencillamente agotada, tratando de llevar la casa y cuidar del señor Almstadt. No podrías dejar a un enfermo solo... ¿y qué puedes hacer sin una criada? Sus palabras caían sobre nosotros como una lluvia de bolitas de cristal. El viejo Almstadt no daba ninguna indicación de que la oyera; en ocasiones parecía automáticamente sordo a lo que decía su mujer. Pero, claro, era imposible no oírla, pues la mujer tiene una voz aguda, atonal, que penetra en cualquier parte. Y lo que ahora me producía curiosidad era si no le afectaba o si la consideraba un incordio. Durante los cinco años transcurridos desde que empecé a ser su yerno, no le he oído nunca ni criticar ni defender a su esposa, salvo en las dos ocasiones en que dijo: «Katy es todavía una niña; no ha llegado a hacerse adulta».

Antes de que fuera consciente de lo que decía, le pregunté:

—¿Cómo ha podido aguantar tanto tiempo, señor Almstadt?

—¿Aguantar? —replicó él—. ¿Qué?

—Con ella —seguí aventurándome—. A mí me fastidiaría, de eso no hay duda.

—¿De qué me estás hablando? —inquirió el viejo, perplejo y enojado. Supongo que sería deshonroso permitir que nadie le dijera tales cosas a la cara. Pero yo no podía contenerme. En aquel momento no me parecía un error, sino una pregunta de lo más natural. De improviso me encontraba en un estado mental que requería franqueza para su satisfacción. Ninguna otra cosa serviría—. No sé qué quieres decir. ¿De qué me estás hablando? —repitió.

—Bueno, escúchela.

—Ah, te refieres al teléfono.

—Sí, el teléfono.

Él pareció un tanto aliviado.

—A eso no le presto ninguna atención. Todas las mujeres son parlanchínas. Puede que Katy hable más que la mayoría, pero uno tiene que permitírselo. Ella...

—¿No ha llegado a hacerse adulta? —le interrumpí.

Dudo de que esto fuese lo que él pretendía decir, pero como la frase era suya no podía disentir. Con los labios muy prietos, asintió.

—Sí, en efecto. Algunas personas resultan ser distintas de las demás. No todo el mundo es igual.

Hablaba con rigidez; aún estaba enojado. También tenía que hacerme concesiones, de vez en cuando. De esa manera, indirectamente, me daba a entender que mi conducta no siempre era como debería ser. Había enrojecido mucho, y el color de su cara tardaba en volver a la normalidad, áspera y roja brillaba bajo el aplique de dos brazos cuya luz poseía una tonalidad singular, como de té. ¿Estaba disimulando a propósito una opinión que, es preciso admitirlo, tenía todo el derecho a sostener en privado, o creía realmente lo que decía? Esta última era la explicación más probable. La cháchara, el tedio y todo lo demás eran de esperar; acompañaban a todo matrimonio. Aún había otra posibilidad a considerar, la de que no se resignaba y no hacía caso omiso a su mujer como afirmaba, sino que (y con toda probabilidad no era consciente de ello) la oía y le encantaba, quería que fuese desaliñada, charlatana, idiota y afectada, que soportarla fuese una satisfacción. Su cara, mientras nos mirábamos el uno al otro, adoptó un aspecto canino. Me sentí turbado, y rechacé mis imaginaciones.

El médico había extendido una receta y el viejo me pidió que fuese a la farmacia. Al salir oí que la señora Almstadt estaba diciendo: «Joseph, el marido de mi Iva está aquí para echarnos una mano. Ahora no trabaja, está esperando a que le llamen a filas, así que dispone de todo el tiempo del mundo». Di un respingo y me volví, lleno de indignación, pero ella, apretando el negro instrumento en forma de riñón contra la mejilla, me sonrió como si tal cosa. Me pregunté si sería posible que no lo hubiera dicho intencionadamente, que fuese inocente, que sus pensamientos fuesen tan lisos y sin contenido como mostradores o fichas de dominó en blanco, que en ella se dieran a medias la malicia y la inocencia, o que actuara en ella una malicia de la que ella misma no sabía nada.

En el exterior soplaba un fuerte viento; el sol, bajo y crudo en un campo de ásperas nubes, enrojecía los ladrillos y las ventanas. El viento había secado la calle (el día anterior había llovido), y presentaba uno de sus aspectos invernales, fileteada por delgadas franjas de nieve, casi desierta. Una brecha de casi una manzana de longitud se extendía entre mí y el transeúnte más próximo, que estaba en la calle por alguna razón insondable, un hombre con un abrigo largo de aire militar al que el sol había dado su propio color. Y entonces la farmacia donde esperé, tomando una taza de café bajo el adorno de papel de crepé, hasta que me dieron el paquete envuelto en papel verde navideño.

Durante el trayecto de regreso, los objetos expuestos en el escaparate de una barbería me llamaron la atención: «Artículos de fantasía procedentes de chucherías de cocina creados por la señora J. Kowalski, avenida Pierce 3538». Y había allí un mosaico de imágenes, trozos de cerilla sobre esterillas de hoja extraída de colillas de rancios cigarros, ceniceros hechos con latas de conservas y pieles de pomelo lacadas, un cinturón de celofán trenzado, un abrecartas taraceado con trocitos de vidrio y dos imágenes religiosas pintadas a mano. En su vitrina de vidrio, el poste rayado giraba suavemente, el Tigre Afortunado1 vigilaba desde un bosquecillo de frascos, el peluquero leía una revista. Me di la vuelta con mi paquete en la mano, seguí caminando y, entre las columnas grises y la fea puerta cuya hoja producía un ruido metálico al tocar los buzones, entré en la triste caverna del portal.

Una vez en casa, me ocupé enérgicamente del viejo. Le pedí a la señora Almstadt que preparase una jarra de naranjada, administré al enfermo una dosis de medicamento y le restregué con alcohol. Él gruñó de placer durante el masaje y me dijo que soy más fuerte de lo que parezco. Esta vez nos llevamos mejor, pero yo no iba a dejar que me arrastrara a una conversación. Si guardaba silencio, no podría cometer otro error. Si empezaba a hablar, no tardaría en explicarle mi posición y defender mi ociosidad. El viejo Almstadt no sacó el tema a colación. Debo decir que, a ese respecto, mi propio padre me trata con menos consideración. Él me habría preguntado a qué me dedicaba, pero el señor Almstadt no lo mencionó.

Me bajé las mangas y estaba a punto de marcharme cuando mi suegra me recordó que me había dejado un vaso de naranjada en la cocina. Eso no era una comida, pero era mejor que nada. Fui a la cocina y vi en la fregadera un pollo a medio limpiar, las patas amarillas rígidas, la cabeza doblada como para examinar las entrañas enredadas sobre el escurridero empapado que salpicaban de sangre el esmalte. A su lado estaba el zumo de naranja, en el que flotaba una pluma marrón. Lo tiré al desagüe. Con el sombrero y la bufanda puestos, me encaminé a la sala de estar, donde había dejado el abrigo. Los señores Almstadt estaban conversando en el dormitorio. Miré por la ventana.

Las nubes habían cubierto el sol, y empezaba a nevar. La nieve salpicaba los poros negros de la grava y yacía en delgadas franjas sobre los tejados en pendiente. Desde la altura del tercer piso, abarcaba una buena extensión. No muy lejos se alzaban chimeneas, su humo de un gris más ligero que el gris del cielo; y, delante de mí, hileras de viviendas humildes, almacenes, vallas publicitarias, alcantarillas, letreros eléctricos desconcertantemente encendidos, coches aparcados y en movimiento, aquí y allá el esquema de un árbol desnudo. Examiné todo esto, apretando la frente contra el vidrio. Tenía la dolorosa obligación de mirar y de hacerme la pregunta invariable: ¿dónde había una partícula de lo que, en otros lugares o en el pasado, había hablado a favor del hombre? No podía haber ninguna duda de que aquellas vallas publicitarias, calles, vías, casas, feas y ciegas, se relacionaban con la vida interior. Y no obstante, me dije, tenía que haber una duda. Alrededor de aquellas calles y casas había vidas humanas organizadas, y yo no podía admitir que ellas, digamos las casas, eran análogas, que aquello que los hombres creaban lo eran también, por algún medio trascendente. Tenía que haber una diferencia, una cualidad que, no sabía por qué, se me escapaba, una diferencia entre las cosas y las personas e incluso entre los actos y las personas. Por lo demás, la gente que habitaba aquí era realmente un reflejo de las cosas entre las que vivía. Siempre me he esforzado por evitar culparles. A decir verdad, ¿no es esa la motivación de mi lectura cotidiana del periódico? En sus actividades y su política, sus tabernas, películas, asaltos, divorcios, asesinatos, continuamente he tratado de encontrar signos claros de su humanidad común.

Era innegable que esta actitud redundaba en mi interés, porque estaba mezclado con ellos, porque, tanto si me gustaba como si no, eran mi generación, mi sociedad, mi mundo. Éramos personajes del mismo argumento, plasmados juntos para siempre. Sabía, además, que su existencia, tal como era, posibilitaba la mía. Y si, como decían a menudo, esta parte del siglo se estaba aproximando a la curva más baja de un ciclo, entonces también yo permanecería en el fondo y allí, extinto, me limitaría a añadir mi cuerpo, mi vida, a la base de un tiempo venidero. Probablemente esta sería una era condenada. Pero... podría ser un error considerarla de esa manera. El cristal se empañaba, se despejaba y volvía a empañarse al ritmo de mi respiración. Tal vez un error. Y cuando pensaba en las eras condenadas y en los innominados que yacen en su oscuridad, me preguntaba... ¿De qué modo hemos sabido cómo fue? En todos los aspectos principales, el espíritu humano debe de haber sido el mismo. Al parecer, Dios dejó menos rastros. E íbamos a saber que habíamos juzgado mal épocas enteras. Además, los gigantes del siglo pasado tuvieron sus Liverpools y sus Londres, sus Lilles y sus Hamburgos contra los que luchar, como nosotros tenemos nuestros Chicagos y Detroits. Y podría existir la posibilidad de que estuviera engañado, incluso con esas ruinas ante mis ojos, empapadas, ellas mismas del color del profético periódico que leía a diario... Los mundos que buscábamos no eran jamás los que veíamos; los mundos con los que habíamos contado no eran nunca los mundos que conseguíamos.

He hablado de una «cuestión invariable», pero lo cierto es que durante muchos meses no fue en modo alguno invariable. Esas fueron cosas que podría haber pensado el invierno anterior, y ahora, en su turbulenta densidad, solo servían para recordarme la clase de persona que había sido. Durante largo tiempo, las expresiones «humanidad corriente» y «resignarme a admitir» habían estado del todo ausentes de mi vocabulario. Y de repente vi cómo me había apartado de ese yo anterior al que ellos le habían parecido tan naturales.

18 de diciembre

Con fines legales, soy ese yo anterior, y si mi identidad se pusiera en duda, no podría hacer más que indicar mis atributos de ayer. No he intentado ponerme al día, ni por indiferencia ni por temor. Muy poco del Joseph de hace un año me satisface. Me río de él sin poder evitarlo, de algunos de sus rasgos y sus dichos.

Joseph, de veintisiete años de edad, empleado de la agencia de viajes Inter-American, un joven alto, ya ligeramente fofo y, sin embargo, apuesto, licenciado por la Universidad de Wisconsin (especializado en historia), casado desde hace cinco años, afable, considera que en general le quieren bien. Pero, al examinarlo más de cerca, resulta ser un tanto peculiar.

¿Peculiar? ¿En qué sentido? Bien, para empezar, hay algo en su aspecto, algo erróneo. Tiene la nariz larga y recta, las facciones firmes. Luce un bigotillo que le hace parecer mayor de lo que es. Los ojos son oscuros y grandes, demasiado grandes, incluso un poco saltones. El cabello es negro. Carece de lo que la gente llama una mirada «franca», es comedido y en ocasiones, a pesar de su afabilidad, adusto. Es una persona muy interesada en mantener intacto y libre de estorbos el significado de su propio ser y la importancia que tiene. Sin embargo, no es anormalmente frío, no es egoísta. Se controla de un modo riguroso porque, como él mismo explica, está empeñado en saber qué le sucede. No quiere perderse nada.

Su mujer no le recuerda sin bigote, y él acababa de cumplir diecisiete años cuando se conocieron. Durante su primera visita a los Almstadt habló alto y de un modo bastante experto (por entonces era comunista) acerca de la socialdemocracia alemana y el eslogan «frente unido desde abajo». El padre de la muchacha pensó que tenía veinticinco años y le ordenó, enojado, que no trajera a casa hombres de pelo en pecho. Al señor Almstadt le divierte contar esta anécdota, que ahora es un chiste familiar. «Pensé que se la iba a llevar a Rusia», comenta.

Volviendo ahora a la indumentaria de Joseph (llevo las prendas que él dejó), diré que refuerza su aspecto de madurez. Sus trajes son oscuros y conservadores. Es cierto que sus zapatos acaban en punta y no son elegantes, pero es posible que ese detalle obedezca al deseo de establecer un contrapeso. Una puntera más ancha correspondería a un hombre a mitad de la treintena. Como le sucede casi en todo, Joseph es consciente de un motivo en la elección de sus ropas. Es su respuesta a aquellos cuyo principio retador consiste en vestir mal, para quienes un traje arrugado es un símbolo de libertad. Quiere evitar los pequeños conflictos del inconformismo de modo que pueda dirigir toda su atención a defender sus diferencias internas, las que realmente importan. Además, llevar lo que él llama «el uniforme de los tiempos» le procura una satisfacción triste o negativa. En una palabra, cuanto menos se distinga tanto mejor, para sus objetivos. De todos modos, se las ingenia para sobresalir.

Estas particularidades son las que en ocasiones hacen que sus amigos le encuentren ridículo. Y, sí, dice él, admite que es «raro» en muchos aspectos. Pero eso no tiene remedio. El aspecto y la conducta de los hombres reflexivos no suelen ser comparables a los de quienes son menos reflexivos, que sin vacilación confían todo cuanto representan a su aspecto y sus gestos. Lo que está tratando de hacer no es fácil, y no es improbable que cuanto más éxito tenga, tanto más raro parezca. Además, dice él, todo el mundo tiene un elemento cómico o fantástico. Es algo que nunca puedes dominar por completo.

«Un elemento cómico o fantástico...»: esta clase de frases tienen un timbre curioso; y personas que han empezado a tomarle por un empleado en la Inter-American, un individuo bastante simpático, empiezan a mirarle de otra manera. Pero incluso sus amigos más antiguos, los que como John Pearl y Morris Abt, han sido íntimos desde la adolescencia, a menudo tienen dificultades para comprenderle. Y él, a pesar de su afán de ser comprendido, no siempre puede ayudarles.

Desde que finalizó la carrera, Joseph no ha dejado de considerarse un estudioso, y se rodea de libros. Antes de interesarse por la Ilustración, realizó un estudio sobre los primeros ascetas y, anteriormente, sobre el romanticismo y el niño prodigio. Por supuesto, tiene que ganarse la vida, pero trata de establecer un equilibrio entre lo que quiere y lo que se ve obligado a hacer, entre la necesidad y el deseo. Existe un compromiso, claro que tales compromisos abundan en la vida humana. Está orgulloso de la habilidad con que se desenvuelve en ambos lados y, aunque un tanto erróneamente, le gusta considerarse maquiavélico. Logra mantener la independencia de los papeles que representa, e incluso se desvive por ser un empleado excelente, tan solo para demostrar que los «visionarios» pueden ser realistas.

Sin embargo, todo el mundo admite que Joseph se conoce a fondo, que sabe lo que quiere y lo que debe hacer para conseguirlo. En los siete u ocho últimos años lo ha hecho todo de acuerdo con un plan general. En este plan ha incluido a sus amigos, su familia y su mujer. Se ha tomado muchas molestias con su mujer, le ha instado a leer libros elegidos por él, le ha enseñado a admirar lo que él cree que es admirable. No sabe hasta qué punto ha tenido éxito.

No debería pensarse que, cuando Joseph habla de los «menos reflexivos» o de su «elemento cómico», es duro. No es severo hacia el mundo. Se considera a sí mismo un defensor acérrimo de tout comprende c’est tout pardonner. Las teorías sobre un mundo bueno por completo o del todo malevolente le parecen estúpidas. De quienes creen en un mundo bueno por completo dice que no comprenden la depravación. En cuanto a los pesimistas, pregunta de ellos: «¿Es eso todo lo que ven tales personas?». Para él, el mundo es ambas cosas y, en consecuencia, no es ni una ni otra. Para los representantes de cualquiera de las dos posturas, el mero hecho de hacer un juicio de esa clase constituye una satisfacción, mientras que para él, el juicio es posterior al asombro, a la especulación sobre los hombres, embriagados y sobrios, celosos, ambiciosos, buenos, tentados, curiosos, cada uno en su propio tiempo y con sus costumbres y motivos, y llevando la impronta de la rareza en el mundo. En cierto sentido, todo es bueno porque existe. O, tanto si es bueno como si no, existe, es inefable y, por esa razón, maravilloso.

Pero a pesar de todo, Joseph experimenta una sensación de extrañeza, de no pertenecer del todo al mundo, de yacer bajo una nube y alzar la vista para mirarla. Bien, pero todos los seres humanos comparten esa sensación hasta cierto punto, se dice. El niño siente que sus padres son falsos; su auténtico padre está en otra parte y algún día le reclamará. Y para otros el mundo real no está ahí en absoluto y lo que se encuentra a mano es espurio y copiado. A veces la sensación de extrañeza de Joseph casi adopta la forma de una conspiración: no una conspiración maligna, sino una que contiene los esplendores diversificados, los cambios, las excitaciones, así como la materia común y neutral de una existencia. Vivir un día tras otro bajo la sombra de semejante conspiración es duro. Si contribuye al asombro, contribuye todavía más a la inquietud, y uno se aferra a los transeúntes más cercanos, a hermanos, padres, amigos y esposas.

20 de diciembre

Preparativos para las fiestas. Ayer fui al centro, a hacer unas compras para Iva. En cada esquina había un hombre con una campanilla en la mano, disfrazado con una barba de algodón sucio y un traje rojo de Papá Noel. Por amor a los pobres, por pura caridad, dándole a la campana en medio del estrépito callejero. Los edificios que se alzaban en el aire verdoso y amenazante estaban decorados con inmensas guirnaldas; los millares y millares de compradores pululaban en las tiendas y las calles, bajo las fachadas de un rojo turbio, envueltos por el sonido amplificado de los villancicos. Las guirnaldas de bayas de acebo brillaban sobre los postes embreados como gruesas gotas. En las tabernas, de los tocadiscos automáticos surgía Estoy soñando en unas Navidades blancas. Todo el mundo reza para que nieve, y pensar en la lluvia o el aguanieve causa pánico.

Últimamente Vanaker está inquieto. No deja de mover los muebles de un lado a otro de la habitación. Marie se queja más que nunca. Al cambiar la posición de la cama, le dificulta la limpieza. La puerta está bloqueada. De todos modos, a ella le desagrada entrar. Afirma que Vanaker descuida la higiene. En vez de llevar la ropa de cama a la lavandería, la airea en la ventana. Por la noche tiende la ropa interior y se olvida de recogerla por la mañana. La señora Briggs me cuenta que va a casarse con una mujer de sesenta años que insiste en que se convierta a la fe católica y que cada noche vaya a catequesis a la iglesia de Santo Tomás Apóstol. Al mismo tiempo, observo que recibe grandes cantidades de correo del Rito Masónico Escocés. Tal vez este conflicto de principios es lo que le lleva a levantarse a las dos de la madrugada para cambiar de posición la cama.

Estamos invitados a dos cenas navideñas, una de los Almstadt y otra de mi hermano Amos. Me inclino por rechazar las dos.

22 de diciembre

Esta tarde me he puesto como una fiera, algo tan impropio de mí cuando estaba en compañía de Myron Adler. Me he comportado de una manera incomprensible, una gran sorpresa para mí mismo y que, por supuesto, ha dejado a Myron perplejo. Él me había telefoneado para hablarme de un trabajo temporal que consistiría en hacer preguntas a la gente con destino a una encuesta que está preparando. Me apresuré a ir al Arrow para almorzar con él. Llegué primero, ocupé una mesa hacia el fondo y de inmediato me sumí en una depresión. Hacía años que no entraba en el Arrow. En otro tiempo fue un garito de auténticos excéntricos donde, casi a cualquier hora de la tarde o de la noche, oías hablar de socialismo, psicopatología o el destino del Hombre Europeo. Fui yo quien le sugirió que comiéramos allí; por alguna razón, fue el primer local que se me ocurrió. Entonces, cuando miré a mi alrededor, a las mesas calentadas a vapor (para conservar caliente la comida), los pósters de barcos que se hundían y caras de japoneses, de improviso vi a Jimmy Burns, sentado a una mesa con un hombre a quien yo no conocía. Desde los tiempos en que éramos el camarada Joe y el camarada Jim no nos habíamos visto más de dos o tres veces. Parecía cambiado; tenía la frente más alta y la expresión más severa. Le saludé con una inclinación de cabeza, pero él no reconoció la molestia que me tomaba, me miraba sin verme, a la manera que oficialmente se recomienda para tratar a los «renegados».

Cuando llegó Myron, al cabo de unos minutos, y enseguida se puso a hablarme del trabajo, le interrumpí con impaciencia.

—Espera, espera. Solo un momento.

—¿Qué pasa?

—Algo muy especial —respondí—. Espera a que te lo diga. ¿Ves ese hombre de ahí, el del traje marrón? Es Jim Burns. Hace diez años tuve el privilegio de llamarle camarada Jimmy.

—¿Y qué? —replicó Myron.

—Le he saludado y él no me ha hecho el menor caso.

—¿Y qué tiene eso de raro?

—¿Te parece natural? En el pasado fuimos amigos íntimos.

—¿Y qué?

—¡Deja de decir eso, quieres! —le dije exasperado.

—Vamos a ver, ¿pretendes que te eche los brazos al cuello? —me preguntó Myron.

—Es que no lo entiendes. Le desprecio.

—En ese caso te confieso que no lo entiendo.

—No. Escucha. No tiene por qué hacerme caso omiso. Esto es algo que me ocurre siempre. No lo entiendes porque no tienes ninguna experiencia política, pero sé lo que esto significa y voy a ir ahí y saludarle tanto si le gusta como si no.

—No seas necio —replicó Myron—. ¿Para qué quieres armar jaleo?

—Porque tengo ganas de armarlo. ¿Me conoce o no? Me conoce perfectamente bien. —Mi enojo aumentaba por momentos—. Me sorprende que no seas capaz de verlo.

—He venido aquí para hablar de un trabajo, no para verte patalear.

—Patalear, vaya. ¿Crees que ese me importa? No, es una cuestión de principios. Parece ser que eso no te entra en la cabeza. Tan solo porque no pertenezco a su partido le han dado instrucciones, a él y a otros idiotas como él, para que no me hable. ¿No te das cuenta de lo que eso significa?

—No —respondió Myron con despreocupación.

—Te diré lo que significa. Tengo derecho a que me hablen. Es lo más elemental del mundo. Es así de sencillo. Insisto en ello.

—Vamos, Joseph —dijo Myron.

—No, en serio, escúchame. Prohíbe a un hombre hablar con otro, prohíbele comunicarse con alguien, y le has prohibido pensar, porque, como te dirán muchos grandes escritores, el pensamiento es una clase de comunicación. Y su partido no quiere que piense, sino que siga una disciplina. Así que ya ves, porque es supuestamente un partido revolucionario. Eso es lo que me ofende. Cuando un hombre obedece una orden así, está ayudando a abolir la libertad y a instaurar la tiranía.

—Vamos, vamos —dijo Myron—. No es para tanto.

—Es para tanto y mucho más —repliqué—. Se trata de algo muy importante.

—Pero rompiste con ellos hace años, ¿no es cierto? ¿Me estás diciendo que acabas de descubrirlo?

—No lo he olvidado, eso es todo. Mira, creía que esa gente era distinta. No he olvidado mi creencia de que estaban al servicio de alguna solemne tontería, la Raza, le genre humain. ¡Oh, sí, ya lo creo que lo estaban! Cuando me marché, comprendí que cualquier enfermera hacía más por el genre humain con una cuña que ellos con toda su organización. Es curioso pensar que hubo una época en que oír tal cosa me habría horrorizado. ¿Qué? ¿Reformismo?

—He oído hablar de eso.

—Pues claro que sí. ¡Reformismo! Algo terrible. Como un mes después de que rompiéramos, le escribí a Jane Addams una carta de disculpa. Ella aún vivía.

—¿Hiciste eso? —replicó él, mirándome con curiosidad.

—No se la envié. Tal vez debería haberlo hecho. ¿No me crees?

—¿Por qué no habría de creerte?

—Cambié de idea y, en vez de rehacer el mundo de arriba abajo, a la Karl Marx, me decidí por vendar unas pocas heridas a la vez. Por supuesto, eso también fue temporal...

—¿Lo fue?

—¡Por el amor de Dios! —exclamé—. Eso ya lo sabes, Mike. —El hombre que estaba sentado con Burns se volvió, pero este seguía fingiendo que no me veía.

—De acuerdo —dije—. Anda, mira al otro lado. Ese chico está loco, Myron. Nunca ha estado en su sano juicio. Todo ha cambiado, él se ha quedado muy atrás, pero cree que las cosas están como antes. Sigue llevando ese flequillo de proletario sobre la frente y sueña con llegar a ser un Robespierre norteamericano. Los demás han transigido todo lo que hacía falta e incluso más, pero él sigue creyendo en la revolución. Correrá la sangre, el poder cambiará de manos y entonces el estado se atrofiará de acuerdo con la inexorable lógica de la historia. Apostaría mi camisa a que es así. Sé cómo piensa. Déjame que te diga una cosa acerca de él. ¿Sabes lo que tenía en su habitación? Un día subí con él, y tenía un mapa de la ciudad a gran escala, lleno de alfileres. Así que le pregunté: «¿Para qué es esto, Jim?». Y entonces, te juro que es verdad, me explicó que estaba preparando una guía para la lucha callejera, el día de la insurrección. Había señalado las calles esenciales por medio de códigos que representaban sótanos y tejados, el material de pavimentación, el número de quioscos de prensa en cada esquina que era posible convertir en barricadas (los quioscos parisienses, ¿recuerdas?). Incluso cloacas abandonadas para ocultar armas. Las había localizado en los archivos del ayuntamiento. En aquel entonces yo no sabía hasta qué punto estaba loco. Las cosas que solíamos aceptar como naturales... ¡hombre, es increíble! Y sigue en ello. Apostaría a que todavía tiene ese mapa. Es un fanático. Todos son fanáticos, Mike. ¡Eh, Burns! —grité—. ¡Eh!

—¡Calla, Joseph! Por el amor de Dios. ¿Qué estás haciendo? Todo el mundo te mira.

Burns miró brevemente en mi dirección y siguió conversando con el otro, quien, sin embargo, se volvió para examinarme.

—¿Qué te parece eso? Burns no tiene el menor interés por mí. No se inmuta. Para él he desaparecido, así —chasqué los dedos—. Soy un despreciable renegado pequeñoburgués. ¿Podría ser algo peor? ¡Ese idiota! ¡Eh, fanático! —grité.

—¿Te has vuelto loco? Vamos. —Myron echó la silla atrás—. Voy a sacarte de aquí antes de que provoques una pelea. Creo que acabarías a puñetazos. ¿Dónde está tu abrigo, cuál de ellos es? ¿Adonde...? ¡Estás chiflado! ¡Vuelve aquí!

Pero me encontraba ya fuera de su alcance. Me detuve ante Burns.

—Antes te he saludado. ¿No te has dado cuenta?

Él no me respondió.

—¿No me conoces? Me parece que te conozco muy bien. Contéstame, ¿no sabes quién soy?

—Sí, lo sé —replicó Burns en voz baja.

—Eso era lo que quería escuchar —le dije—. Solo quería estar seguro. Ya voy, Myron. —Aparté el brazo que él trataba de asirme y salimos del local.

Era consciente de que mi actitud había causado una mala impresión en Myron, pero no me molesté en rectificar, más allá de explicarle en pocas palabras que últimamente estaba descentrado. Pero no se lo dije hasta el segundo plato de la comida que tomamos en otro restaurante. Estaba muy tranquilo. No sabía, y sigo sin saberlo, de dónde había salido aquel arrebato. Sospechaba que tenía su origen en el puro desarreglo mental. Pero ¿cómo podía explicárselo a Myron sin enredarme en una larga descripción del estado en que me encontraba y de sus causas? Le pondría los pelos de punta y, al compadecerme de mí mismo, derrocharía mis sentimientos.

Hablamos del trabajo, y él me prometió que me recomendaría a sus superiores. Dijo que confiaba en que me lo darían (por teléfono había parecido totalmente seguro de ello). A Myron le gusto, lo sé, pero se ha esforzado mucho por llegar a su posición actual y, como es realista, no puede haber tardado mucho en llegar a la conclusión de que no puede responsabilizarse de mí. Podría revelarme informal, armar jaleo por «una cuestión de principios» y, por un capricho u obedeciendo a un impulso, causar su ruina. No podía culparle después de lo que acababa de ocurrir.

Cierto que tampoco podía condenarme a mí mismo del todo. Hacer una escena era un error, pero, al fin y al cabo, estar indignado con Burns no era tan erróneo. Sin embargo, no había duda de que inventarme una carta dirigida a Jane Addams estaba mal. ¿Por qué diablos había hecho tal cosa? Sí, tenía que dejar algo claro, pero se me podría haber ocurrido una mejor manera de hacerlo. Por un momento, obedeciendo a una honestidad elemental, pensé en confesar. Pero si me limitaba a decirle eso (y no quería decirle nada más), él se sentiría incluso más confuso y desconfiado. ¿Y para qué iba a molestarme?

Y así, cuando estábamos a punto de separarnos, le dije:

—Escucha, Mike, si has pensado en alguien más para ese trabajo, no dudes en ofrecérselo. No sé durante cuánto tiempo voy a estar libre. Pueden llamarme cualquier día, y entonces me vería obligado a marcharme de improviso. Eso no estaría bien. Pero gracias por haber pensado en mí...

—Vamos, Joseph, mira...

—No te preocupes, Mike. Te lo digo en serio.

—Propondré tu nombre. Y tendríamos que reunimos, Joseph. Quiero hablar contigo. Uno de estos días.

—Sí, de acuerdo. Pero mi compañía no es apropiada, ¿sabes? Estoy en el aire. Y olvida lo del trabajo.

Me apresuré a alejarme, con la certeza de que le había librado de un peso y, al hacerlo así, había compensado de una manera decente mi actitud anterior.

Luego, al reflexionar en esos incidentes, me sentí menos inclinado a cargar con toda la culpa. Me pareció que Myron podría haber estado menos preocupado por el espectáculo que yo daba y la atención que atraía hacia él, y más preocupado por la causa de mi arranque. Si hubiera pensado en ello, habría visto que tenía motivos para comportarme de aquel modo, unos motivos capaces de inquietar a un amigo. Y, además, podría haber descubierto que lo que yo insinuaba no carecía de importancia, pues la insolencia de Burns explicaba por completo la traición de una promesa a la que me entregué en el pasado, y mi disgusto, aunque pareciera encontrar su objetivo en Burns, en realidad se dirigía a quienes la habían pervertido.

Claro que tal vez esperaba demasiado de Myron. Tiene el orgullo de aquello en lo que se ha convertido: un joven de éxito, acomodado, respetado, a salvo en la actualidad de esos cráteres del espíritu en cuyo interior he mirado últimamente. Lo peor de todo es que, como muchos otros, Myron ha aprendido a valorar la conveniencia. Ha aprendido a ser acomodaticio. Ese no es un vicio particular, sino que tiene unas consecuencias ramificadas... y terribles.

Durante meses he estado enojado con mis amigos. He pensado que me «fallaban». Desde la fiesta de Servatius, en marzo pasado, he reflexionado sobre ello. Lo he exagerado hasta darle el aspecto de una gran tragedia, cuando no se trata en absoluto de eso, y de una manera obsesiva me he sentido objeto de traición cuando, en realidad, lo único defectuoso era mi falta de perspicacia, además de las actitudes ampulosas, presuntuosas y de mal gusto de las que me desvinculo al achacárselas a Joseph. En realidad, la fiesta de Servatius tan solo me obligó a prestar atención a ciertos defectos de quienes me rodeaban que, de haber sido tan astuto como debería, habría reconocido mucho antes, y de los que creo que, por lo menos en parte, debo de haber sido consciente desde el principio.

En parte, digo. Y aquí considero necesario resucitar a Joseph, aquella criatura amante de los planes. Se había formulado un interrogante del que aún me gustaría que estuviera sin respuesta, a saber: «¿Cómo debería vivir un hombre bueno; qué debería hacer?». De ahí los planes. Por desgracia, la mayor parte de ellos eran absurdos. También le llevaban a no ser fiel consigo mismo. Cometía errores de la clase que cometen quienes ven las cosas como desean verlas o, por el bien de sus planes, deben verlas. Podría haber cierta justicia en la opinión de que el hombre es el asesino innato de su padre y de su hermano, presa de instintivos y sanguinarios furores, licencioso e ingobernable desde sus primeros días, un animal al que es preciso domar. Pero él protestaba diciendo que no hallaba en sí mismo semejante historial de odio superado. No podía hallarlo. Creía en su bondad, creía en ella hipócritamente. No permitía que esa creencia chocara con su astucia natural y perjudicara tanto a él como a sus amigos. Estos no podían darle lo que él quería.

Lo que él quería era una «colonia del espíritu», o un grupo cuyas cláusulas prohibieran el rencor y la crueldad. Herir, destrozar, asesinar era para aquellos en los que se había atrofiado el sentido de lo efímera que es la vida. El mundo era burdo, peligroso y, si no se tomaban medidas, la existencia podía volverse realmente —según una frase de Hobbes que mucho tiempo atrás se había alojado en la mente de Joseph— «desagradable, brutal y breve». No tenía que volverse de ese modo si una serie de personas se combinaban para defenderse contra el peligro y la tosquedad.

Él creía haber encontrado a esas personas, pero incluso antes de la fiesta de Servatius él (o más bien yo) había empezado a tener recelos acerca del progreso que se estaba haciendo. Empezaba a ver que un plan o un programa difícil como el mío debía tener en cuenta todo lo que era natural, incluida la corrupción. Tenía que ser fiel a los hechos, y la corrupción era uno de ellos.

Pero la fiesta me indignó.

No había querido ir. Fue Iva quien insistió, por lealtad a Minna Servatius y porque ella misma tenía experiencia de anfitriona decepcionada. Había pasado mucho tiempo desde que una fiesta, de cualquier clase, me procuraba placer. Nada me gustaba más que ver a mis amigos solos o en parejas, pero cuando se reunían en un gran grupo me descorazonaban. Sabías de antemano lo que podías esperar. Si surgían los chistes, sabías cuáles contarían; si había exhibiciones, sabías a cargo de quién correrían y a quién le harían sentirse dolido, avergonzado o satisfecho. Sabías qué haría Stillman, sabías qué haría George Hayza, sabías que Abt se reiría de todo el mundo y que Minna tendría dificultades con su marido. Sabías que habría diabluras, tergiversaciones y tensión, y sin embargo allá ibas. ¿Y por qué? Porque Minna había organizado una fiesta y porque tus amigos estarían presentes. Y ellos irían porque tú ibas a estar allí, y de ninguna manera podías defraudarlos.

Cuando el calor y la estridencia de la fiesta salieron a nuestro encuentro a través de la puerta abierta, empecé a lamentar que, solo por esta vez, no hubiera sido más firme en mi negativa. Minna nos recibió en el vestíbulo. Llevaba un vestido negro de cuello alto con adornos de plata; iba sin medias y calzada con sandalias rojas de tacón alto. Al principio no se le notaba lo bebida que estaba, parecía dueña de sí misma y seria; tenía la cara blanca, la frente llena de surcos. Entonces reparamos en lo mucho que sudaba y lo inestables que eran sus ojos. Miró primero a Iva y luego a mí, sin decir nada. No sabíamos a qué carta quedarnos. Entonces, con una brusquedad alarmante, gritó:

—¡Que suene el gong! Están aquí.

—¿Quién? —respondió Jack Brill, asomando la cabeza a la puerta.

—Joseph e Iva. Siempre los últimos en llegar. Vienen cuando todo el mundo está trompa, para observar cómo nos ponemos en ridículo.

—La culpa es mía —murmuró Iva. Los dos estábamos desconcertados por la clamorosa protesta de Minna—. Estoy resfriada y...

—Solo bromeaba, querida —replicó Minna—. Pasad.

Nos precedió a la sala de estar. Allí las dos puertas del fonógrafo estaban abiertas, pero los invitados hablaban y nadie parecía escuchar la música. Y allí estaba la escena, predecible hasta el último detalle, horas, días, semanas antes: los muebles ligeros al popular estilo sueco, la alfombra marrón, los grabados de Chagall y Gris, las enredaderas que pendían de la repisa de la chimenea, la ponchera de Cohasset. Minna había invitado a varios «forasteros», es decir, conocidos que no pertenecían al círculo interior. Había una mujer joven a quien me presentaron cierta vez. La recordaba debido al labio algo protuberante y velloso. Sin embargo, era muy bonita. Su nombre me eludía. ¿Trabajaba en la oficina de Minna? ¿Estaba casada con el gordo que llevaba gafas de montura metálica? ¿También conocía yo a aquel hombre? Nunca lo sabría. Y con el ruido que había era inevitable que me fuese indiferente, lo mismo que les sucedía a los desconocidos. A algunos, como Jack Brill, llegabas a conocerlos bien, con el tiempo. Los demás siguieron agrupados de una manera confusa y, si surgía la necesidad, los recordabas como «aquel tipo de las gafas» o «aquella pareja de aspecto pálido».

Uno tras otro, los amigos se presentaron: Abt, George Hayza, Myron, Robbie Stillman. Ellos eran el centro de la fiesta, ellos actuaban. Los otros miraban, ¿y quién podía decir si se divertían o estaban resentidos por su exclusión, o incluso si eran conscientes de que los habían excluido? La fiesta proseguía a su alrededor. Si se percataban de lo que estaba sucediendo, lo encajaban de la mejor manera posible.

Lo mismo que hacías tú. Tras la primera vuelta a la sala, te quedaste a un lado con un vaso y un cigarrillo. Tomaste asiento, si pudiste encontrar un lugar, y miraste a los que actuaban y bailaban. Oíste a Robbie Stillman contar el relato que había contado innumerables veces, sobre los infortunios de una chica tartamuda o sobre un vagabundo con una radio portátil con quien se encontró un día en los escalones del acuario. No te gustaba menos porque lo contara. De alguna manera tenías la sensación de que también él se veía obligado a soportar aquello, que comenzaba de mala gana y se sentía bajo la coacción de terminar lo que nadie quería escuchar cómo terminaba. No podías culparle.

Minna se desplazaba por la sala, de un grupo a otro, vacilante, como si corriera el peligro de caerse desde sus tacones altos.

Finalmente se detuvo ante George Hayza. Les oímos discutir. Resultó que ella quería que grabara en el fonógrafo un poema que él había popularizado años atrás, cuando jugaba a ser surrealista.

Dicho sea en su honor, él se negó. Es decir, intentó negarse, ruborizando y sonriendo con inquietud. Quería que se borrara de su mente. Todo el mundo estaba harto de aquello, y él más que nadie. Otros acudieron en su ayuda. Abt dijo, con un tono de impaciencia, que a George debería permitírsele juzgar si tenía que recitarlo o no. Y puesto que todo el mundo lo había escuchado, una docena de veces...

—No lo ha escuchado todo el mundo —replicó Minna—. Además, quiero que quede grabado. Es inteligente.

—En otro tiempo lo consideraron inteligente.

—Sigue siéndolo. Es muy inteligente.

Abt dejó de discutir, pues empezaba a resultar patente lo peculiar de la situación. Abt y Minna estuvieron prometidos, pero, por razones que ninguno de nosotros conocía, ella decidió de repente casarse con Harry Servatius. Así pues, entre Abt y Minna existía una compleja historia de sentimientos heridos, y, en una atmósfera de creciente turbación, Abt se retiró y Minna se salió con la suya. El poema se grabó. La voz de George surgió extrañamente aguda y titubeante.

«Estoy solo

Y me como el pelo como un almanaque de arrepentimientos...»

George, con una mueca de disculpa, se apartó del fonógrafo. Solo Minna estaba satisfecha. Puso el disco de nuevo.

—¿Qué ocurre está noche? —le pregunté a Myron.

—Oh... supongo que es Harry. Está en el estudio con Gilda Hillman. Llevan ahí toda la noche. Hablando.

Iva, que estaba sentada cerca de mí, alzó su vaso.

—¿Me traes un poco más, Joseph?

—Despacio, Iva —le dijo Jack Brill, con una risa de advertencia.

—¿Con qué? ¿Con el ponche?

—Tiene un sabor suave, pero no lo es en absoluto.

—Tal vez no deberías beber más —le sugerí—, ya que no te encuentras bien.

—No sé por qué tengo tanta sed. No he comido nada salado.

—Te traeré un vaso de agua, si quieres.

—Agua. —Retiró el vaso con un gesto de desprecio.

—Preferiría que no bebieras. Es un ponche fuerte.

Mi tono era inequívoco. No le daba opción a desobedecerme. Sin embargo, poco después la vi junto a la ponchera y observé la rapidez con que alzaba el brazo y bebía. Me sentí lo bastante irritado para considerar por un momento la posibilidad de ir a su lado y arrebatarle el vaso.

En lugar de hacer eso, entablé una conversación con Abt sobre el primer tema a mano, la guerra en Libia. Charlando, entramos en la cocina.

Abt es uno de mis amigos mejores y más antiguos. Siempre le he tenido mucho apego y lo he valorado tal vez más de lo que él me ha valorado a mí. Eso no significa gran cosa; desde luego, me tiene un gran afecto y cierto respeto. En la universidad fuimos compañeros de habitación durante algún tiempo. Luego hubo un distanciamiento temporal por razones políticas. Al regresar a Chicago reanudamos nuestra amistad, y mientras él preparaba el doctorado (hasta junio pasado fue profesor de ciencias políticas) prácticamente vivía con nosotros.

—Les debemos mucho a los italianos —decía Abt—. Tienen una actitud juiciosa hacia la guerra. Quieren irse a casa. Y no es eso lo único que les debemos. El capitalismo nunca los ha hecho víctimas de la suma y la resta. Han seguido siendo un pueblo reflexivo. —Hablaba lentamente, por lo que supe que estaba improvisando; era un viejo hábito suyo—. Y nunca se han vuelto fanfarrones. Tienen mejor gusto y menos falso orgullo que los herederos de Arminio. Por supuesto, eso fue un error de los italianos. Tácito exageró las características de los alemanes...

Mi irritación con Iva se desvaneció y escuché, regocijado, su alabanza de los italianos.

—De modo que estamos en deuda —repliqué, sonriendo—. ¿Crees que van a salvarnos?

—No nos harán ningún daño. Empieza a parecer como si la civilización pudiera iniciar su retorno desde el Mediterráneo, donde nació.

—¿Le has comentado esto al doctor Rood?

—Me tomaría en serio e intentaría robarme la idea.

El doctor Arnold Rood, o Mary Baker Rood, como a Abt le gustaba llamarle, era el director de su facultad y decano de la universidad.

—¿Cómo está el viejo?

—Sigue siendo empalagoso, sigue siendo el profesor mejor pagado de la ciudad y tan ignorante como siempre. Me he vuelto su problema de conversión predilecto y he de verle dos veces a la semana para hablar de Ciencia y Salud. Una bonita tarde le clavaré un cuchillo y le diré: «Reza para salir de esta, cabrón». Eso es una refutación vulgar, como la de Johnson dando un puntapié a la piedra para triunfar sobre Berkeley. Pero no se me ocurre otra manera de tratar con él.

Me eché a reír, y en aquel momento otra risa, más aguda, casi un clamor, llegó desde la parte delantera de la casa. Miré al otro extremo del pasillo.

—Minna —dijo Abt.

—Ojalá pudiera hacerse algo...

Me sentí consternado al oír aquel grito y recordar la expresión de su cara cuando nos saludó en el vestíbulo. En el interior proseguía el estrépito de la fiesta, y empecé a pensar en lo que significaba una reunión como aquella. Y de repente caí en la cuenta de que el objetivo de tales ocasiones siempre había sido el de liberar la carga de sentimiento en el corazón acorralado, y que, de la misma manera que los animales buscaban instintivamente la sal o la cal, así también nosotros, impulsados por esa necesidad, volábamos juntos, como lo hicimos en Eleusis, con ritos y danzas, y en otros grandes festivales y jaranas para presenciar dolores y torturas, para dar libertad temporal y juego al desprecio, el odio y el deseo. Solo nosotros hacíamos tales cosas sin elegancia ni misterio, pues carecíamos de las formas para ellas y, confiando en la embriaguez, cada uno asesinaba a los dioses en el otro y gritaba lleno de venganza y dolor. Fruncí el ceño ante una escena tan espantosa.

—Oh, sí —dijo Abt—, lo está pasando mal.

Oírle decir esto me tranquilizó, pues vi que él sentía lo mismo que yo.

—Pero no debería permitirse... —Unas pisadas rápidas avanzaron hacia la cocina—. Debería tener en cuenta...

Pero una vez más no finalizó la frase. Llegó Minna acompañada de George.

—¿Qué es lo que debería tener en cuenta? —le preguntó Minna.

—¿Eras tú quien chillaba?

—No chillaba. Apártate del frigorífico. George y yo venimos en busca de cubitos de hielo. Por cierto, ¿por qué estáis escondidos en la cocina? Aquí hay una fiesta. Estos dos —le dijo a George— siempre están juntos en un rincón. Él con su traje de director de pompas fúnebres, y este... con ojeras. Como un par de conspiradores.

Salió de la cocina tambaleándose. George, con la cara seria y una expresión desaprobadora, llevaba el cuenco lleno de cubitos de hielo.

—La chica está pasando una noche espléndida, ¿no es cierto? —comentó Abt.

—¿Harry también está bebido? ¿Qué les pasa a esos dos?

—Puede que él esté un poco trompa —respondió Abt—, pero creo que sabe lo que está haciendo. No es asunto nuestro...

—Creía que se llevaban bien.

—Tienen alguna clase de problema. En fin... —Hizo una mueca—. Es muy desagradable.

—Desde luego que lo es —convine.

—También yo he pasado un momento de apuro. Ese condenado poema de George.

—Ah, sí, lo sé.

—No voy a meterme en líos.

Mi inquietud aumentaba por momentos. A juzgar por su tono y su expresión, Abt se sentía excepcionalmente descontento. No es que sentirse descontento fuese algo raro en él; no solía ser de otra manera. Pero aquella noche había un grado mucho mayor de aspereza en su acostumbrada mezcla de frivolidad y crueldad. Yo había reparado en ello y, aunque me había reído, también me había estremecido un poco cuando habló de acuchillar al doctor Rood. Suspiré. Por supuesto, todavía estaba enamorado de Minna. ¿O sería mejor decir que nunca se había recuperado de la decepción que se llevó con ella? Pero yo sabía que eso no era todo, que su profundo descontento no se prestaría a formulaciones tan sencillas como «amor» y «decepción». Más aún, me sentía molesto conmigo mismo porque sabía que en el fondo estaba harto del descontento de Abt y de verle reaccionar a él como un boxeador agotado pero todavía hábil. No quería admitirlo. Hice un esfuerzo por sentirme solidario. Al fin y al cabo, estaba descontento, ¿no era cierto?

Regresamos a la sala de estar. Iva estaba sentada al lado de Stillman en el banco del piano. Por fin habían aparecido Servatius y Gilda Hillman, y bailaban. Ella inclinaba la cabeza y la apoyaba en su pecho; estaban abrazados y se movían lentamente.

—Hacen buena pareja, ¿verdad? —dijo Minna. Estaba detrás de nosotros. Nos volvimos con inquietud—. Sí que la hacen —siguió diciendo—. Harry baila bien. Ella tampoco es mala. —No le replicamos—. Ah, qué par de bobos sois. —Empezó a alejarse, pero se lo pensó mejor—. No es necesario que tengáis unas opiniones tan elevadas de vosotros mismos. Tú no te puedes comparar con Harry, y tú tampoco.

—Minna... —le dije.

—¡Ni Minna ni narices!

Nos alejamos de ella.

—Cada vez está peor —comenté, sintiéndome violento—. Deberíamos marcharnos.

Abt no respondió nada. Le dije a Iva que iba a buscar su abrigo.

—¿Para qué? —replicó ella—. Aún no quiero irme.

Consideraba el asunto zanjado. Miró a su alrededor con serenidad. Estaba ligeramente bebida.

—Se está haciendo tarde —insistí.

—Oh, no agüéis la fiesta —dijo Stillman—. Quedaos un poco más.

Unos minutos después se nos acercó Jack Brill, con el rostro enrojecido y sonriente.

—Minna te está buscando, Morris —le dijo.

—¿A mí? —replicó Morris—. ¿Qué quiere?

—Ni idea. Pero estoy seguro de que, sea lo que fuere, lo conseguirá.

—¡Morris!

—¡Morris!

—Te lo he dicho —comentó Brill—. Ahí la tienes.

Minna puso la mano en el hombro de Morris.

—Quiero que hagas algo por la fiesta. Hay que animarla^ se está marchitando.

—Me temo que no puedo ayudarte —dijo Abt.

—Sí que puedes. Tengo una idea estupenda.

Nadie le preguntó cuál era la idea. Jack Brill sonrió al ver el desconcierto de todos y tomó la iniciativa:

—¿Qué idea es esa, Minna?

—Morris va a hipnotizar a alguien.

—Estás en un error —respondió Abt—. He abandonado el hipnotismo de aficionado. Tendrás que pedirle a otro que anime tu fiesta.

Le había hablado fríamente y sin mirarla.

—No es una buena idea, Minna —tercié.

—Te equivocas, es una idea estupenda. No te metas en esto.

—Vamos, Minna, déjalo correr —dijo George Hayza—. Nadie quiere ver eso.

—Tú también cierra el pico, George. Morris —le dijo en tono suplicante—. Sé que estás enfadado conmigo. Pero, por favor, hazlo solo esta vez. La fiesta se vendrá abajo si no ocurre algo enseguida.

—He olvidado cómo se hace. Ya no puedo hipnotizar a nadie. Hace años que lo dejé.

—No, hombre, cómo vas a olvidar una cosa así. Puedes hacerlo. Tienes una mente fuerte.

—Lárgate, Minna —le dije.

Jack Brill se rió entre dientes.

—Se saldrá con la suya —afirmó—. Espera y verás.

—Tú la estimulas —repliqué con severidad.

—Ella lo hace todo sin necesidad de estímulo. No me culpes. —Seguía sonriendo, pero detrás de su sonrisa había una frialdad rencorosa y hostil—. Mira, me gusta ver cómo se las arregla para salirse con la suya.

—Hazlo, Morris, por favor.

—Pídele a otro que haga trucos. Pídeselo a Myron.

—Myron es demasiado estirado para hacer trucos. No conoce ninguno.

—Doy gracias a Dios por ello —intervino Myron.

—Bueno, voy a buscarte un sujeto de experimentación —dijo Minna.

—No quiero ningún sujeto.

Esperamos a ver lo que Abt decía. Hasta entonces no había dado ninguna indicación de lo que le parecía la propuesta. Miraba a Minna con las cejas alzadas como un médico que reflexiona en la manera de responder a la pregunta de un profano mientras, con la mirada burlona y ocultadora, le hace esperar. La luz indirecta del techo daba a su cara el aspecto de una hoja de papel grueso, ingeniosamente doblada en el ojo y perforada, en lo alto de la frente, por los pelos rectos y negros.

—Que me aspen —me dijo en voz queda Jack Brill—. Le va a tomar la palabra.

—No, imposible —repliqué.

Abt titubeó.

—¿Y bien? —inquirió Minna.

—De acuerdo —<lijo él—. ¿Por qué no?

—Morris...

Él me hizo caso omiso. Los demás también protestaron.

—Está bebida —observó Stillman.

—¿Estás seguro de que sabes lo que vas a hacer? —le preguntó George. Pero él también les hizo caso omiso y no trató de explicarse ni justificarse. Se encaminó con Minna al estudio.

—Os llamaremos —dijo Minna—. Quiero decir que Morris os llamará, y entonces todos podréis entrar.

Cuando se marcharon, los demás guardamos silencio. El baile había cesado. Jack Brill, con un hombro apoyado en la pared, fumaba su pipa y, al parecer, se deleitaba mirándonos. Harry Servatius y Gilda ocupaban un estrecho asiento en un rincón. Eran los únicos que hablaban; sin embargo, sus palabras no eran audibles y solo nos llegaba el sonido gutural de la voz de Harry y, de vez en cuando, la risa entrecortada de Gilda. ¿Qué diablos debía de estar diciéndole que ella encontraba tan divertido? Se estaba comportando como un idiota, y si era cierto lo que decía Abt, que no estaba demasiado borracho, entonces era doblemente idiota. Iva seguía teniendo el vaso sobre la tapa del piano y de vez en cuando tomaba un sorbito. No me gustaba la concentración sin objeto con que alisaba la servilleta de papel sobre la rodilla ni la rápida pero vaga manera en que sus ojos recorrían la sala.

Cuando Abt nos llamó, Iva se quedó en la sala, con Harry y Gilda. Los demás nos apiñamos en el estudio y, en un incómodo silencio, contemplamos a Minna, que estaba tendida en el sofá. Al principio me costaba creer que no fingía, pues el cambio parecía excesivo, pero pronto me convencí de que aquello era del todo real. Estaba estirada con las piernas extendidas y relajadas, y detrás de ella había una luz intensa dirigida contra la pared. Una de las sandalias se le había desprendido y le colgaba por debajo del talón. Tenía las manos abiertas a los lados. Uno reparaba en lo estrechas y huesudas que eran sus muñecas y el lunar entre dos ramales de una vena en el antebrazo. Pero, a pesar de la anchura de sus caderas y las prominencias femeninas, las rodillas bajo el vestido, el pecho, la unión de la garganta y la clavícula, no parecía tan concretamente femenina como un ser humano más generalizado, y un ser triste, por cierto. La imagen que ofrecía me afectó sobremanera, e incluso me sentí más predispuesto en contra de la actuación de Abt.

Él tomó asiento a su lado y le habló en un tono consolador. Su respiración era regular, pero algo ronca. Tenía el labio superior un poco retirado de los dientes.

Abt empezó por hacerle sentir frío.

—Alguien debe de haber apagado la calefacción. Estoy helado. ¿No sientes tú también el frío? Pareces fría. Aquí hace frío, casi bajo cero.

Y ella resolló un poco y contrajo las piernas. Abt siguió diciéndole que cuando le pellizcara la mano no sentiría dolor, así que ella no sintió nada, aunque la piel, en el lugar donde él la había retorcido, permaneció blanca mucho tiempo después. Le privó de la capacidad de mover un brazo y entonces le ordenó que lo alzara. Ella se debatió hasta que Abt la liberó. Los demás, medio sumidos en un trance, ansiosos de ver y, no obstante, atemorizados por lo que veíamos, nos concentramos en la cara de Minna, con los labios entreabiertos y las arrugas alrededor de los ojos. Le permitió descansar, pero solo un momento. Entonces le pidió que recordara cuántos vasos de ponche había tomado. El le daría una serie de cifras y ella haría una señal al oír la correcta. Esto último hizo que los ojos de Minna se movieran o temblaran bajo los párpados, como si protestara. Él empezó a contar.

Me encontraba en una esquina del sofá, en tal posición que su talón descalzo, el mismo del que pendía la sandalia, me rozaba la pernera del pantalón. Sentí el impulso de tocarle el lunar del brazo con un dedo. De improviso, mientras le miraba la cara y los párpados cerrados, mi impaciencia con Abt se transformó en cólera. Sí, esto le gusta de veras, me dije. Traté de pensar qué podría haber para detener aquello. Entretanto él contaba.

—¿Seis? ¿Siete? —Ella se esforzaba, pero era incapaz de responder. Tal vez era consciente del insulto—. ¿Así que no lo recuerdas? —inquirió Abt—. ¿No? —Ella movió la cabeza a los lados—. ¿Tal vez te has olvidado de contar? Veamos si es eso lo que ocurre. Te voy a dar varios golpecitos en la mejilla. Cuéntalos y dime cuántos son. ¿Lista?

—Despiértala, Morris, ya es suficiente —le pedí.

Él no pareció oírme.

—Bueno, empiezo —dijo, y la golpeó ligeramente cuatro veces.

Los labios de Minna empezaron a formar la «c», pero se detuvieron, y un instante después estaba erguida, con los ojos abiertos.

—¡Harry! —exclamó—. ¡Oh, Harry!

Entonces se echó a llorar, la expresión petrificada y perpleja.

—Te he advertido de que ibas demasiado lejos —le dije a Abt, y este, sorprendido, tendió la mano hacia ella.

—¡Déjala en paz! —gritó alguien.

—¡Oh, Harry, Harry, Harry!

—¡Haz algo, Morris! —le ordenó Robbie Stillman—. ¡Dale una bofetada, está sufriendo un ataque!

—No la toques —dijo Jack Brill—. Traeré a Servatius.

Se apresuró a salir, pero el marido de Minna ya estaba en la puerta y contemplaba la escena.

—¡Harry, Harry, Harry!

—Apartaos, que no le ve —dijo George.

—Despejemos la habitación. —Jack Brill empezó a hacernos salir—. Vamos, no os quedéis ahí.

Abt hizo a un lado la mano de Brill y me susurró algo que no entendí.

Iva ya no estaba en la sala de estar. Fui en su busca y la encontré en el porche contiguo a la cocina.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté bruscamente.

—Ahí dentro hacía calor. Quería refrescarme.

Tiré de ella para que entrara en la casa.

—¿Qué te pasa esta noche? —quise saber—. ¿A qué viene esta actitud?

La dejé en la cocina y regresé al estudio. Brill hacía guardia en la puerta.

—¿Cómo está ahora? —pregunté.

—Se recuperará —respondió Brill—. George y Harry están ahí con ella. Qué manera de terminar la fiesta.

—Mi mujer también está bebida.

—Tu mujer. Te refieres a Iva.

—Sí, Iva.

Tenía razón. Todavía le trataba como a un medio desconocido, y eso le molestaba. Me había irritado antes, cuando pensé que estaba incitando a Minna; pero ahora vi que, después de todo, no era peor que cualquiera de los otros.

—Bueno, la fiesta ha terminado en un desastre terrible, ¿verdad?

—Sí —convine.

—¿Te has preguntado alguna vez qué es lo que le ocurre a esta gente?

—Pues lo cierto es que eso me ha intrigado —repliqué—. ¿Tú qué crees?

—Así que quieres conocer mi opinión —dijo Brill, sonriente—. ¿Quieres ver esto tal como lo ve alguien de fuera?

—Vamos, Jack, no eres exactamente alguien de fuera.

—Solo os conozco desde hace cinco o seis años. En fin, si quieres saber lo que me parece...

—Te estás poniendo un poco duro conmigo —musité.

—Sí, tienes razón. Este es un grupo muy cerrado. Algunos de sus miembros me gustan. Minna me gusta mucho. Otros tienden al esnobismo y no son muy agradables. Son fríos. Incluso tú, si no te importa que te lo diga.

—Yo no...

—Estáis todos rodeados por una valla. Tardé algún tiempo en descubrir que no eras tan mal tipo. Al principio pensé que querías que la gente se acercara a ti y te husmeara, como si fueras un árbol. Pero no, eres un poco mejor que eso. En cambio Abt es un caso perdido.

—Puede que necesite más estudio.

—Ojalá pudiera darle eso que más necesita. No, hay algo erróneo en él. Y luego parecéis encantados con esta clase de vida, en la que cada uno se dedica a tapar las vergüenzas de los otros. Todos los demás se quedan al margen. Eso es ofensivo para las personas como yo.

—Entonces ¿por qué te unes al grupo? —le pregunté.

—No lo sé —respondió Brill—. Supongo que me interesa observar vuestro comportamiento.

—Ah, ya veo.

—Me lo has preguntado.

—Te comprendo perfectamente. Adiós, Jack. —Le ofrecí mi mano; al cabo de un momento de sorpresa (tal vez una sorpresa irónica), él me la estrechó.

—Adiós, Joseph.

Iva no estaba en condiciones de caminar. Llamé a un taxi, le ayudé a subir y sostuve su cabeza sobre mi hombro durante todo el trayecto hasta casa. Cuando nos detuvimos en un cruce, miré su rostro en la penumbra. La luz amarilla del semáforo incidió en su sien, donde vi una sola vena cerca de la superficie de la piel, curvándose con el más ligero surco del hueso. Reaccioné a esto casi como lo había hecho a Minna en el sofá. El taxi siguió avanzando por la oscura calle, cubierta por los restos de la nieve caída aquella tarde y que se iba fundiendo bajo un viento ahora cálido.

¿Qué podía decir de todo esto?, me preguntaba a intervalos y como si también yo estuviera un poco bebido. Pensé que, de un salto, lo «desagradable, brutal y breve» se había instalado entre nosotros. Todos mis sentimientos, lo que había experimentado mientras contemplaba a Minna, lo que me habían hecho sentir las palabras de Jack Brill y la desobediencia de Iva, ahora me atacaban a la vez. ¿Qué podía decir?, repetí, pero en medio de la pregunta percibí mi propósito al formularla. Buscaba una manera de absolver a Abt o protegerlo y, a través de él, lo que quedaba de la «colonia del espíritu». Claro que, ¿hasta qué punto se le podía culpar?

Y es que hemos de admitir la verdad. Uno se veía constantemente amenazado, empujado y, en ocasiones, invadido por lo «desagradable, brutal y breve», perdía peleas con ello en rincones inesperados. ¿En la colonia? Incluso en uno mismo. ¿Era alguien inmune por completo? ¿En unos tiempos como los que corren? Había muchas traiciones; eran un medio, como el aire, como el agua; te penetraban y salían de ti, se convertían en cómplices tuyos; para ellas no había nada impenetrable.

El coche se detuvo. Ayudé a Iva a entrar en casa, le quité la ropa y la acosté. Yacía sobre las mantas, desnuda, protegiéndose los ojos de la luz con la muñeca. Apagué la luz y en la oscuridad me desvestí.

¿Qué clase de barrera podía uno alzar contra esas traiciones? Si en el caso de Abt la crueldad y el deseo de venganza se reducían a pellizcar la mano de una mujer, ¿qué presentaría mi mente si uno examinaba sus quebradas y arroyuelos más pequeños? ¿Y qué decir de Iva? ¿Y los demás, qué decir de los demás?

Pero de repente me pareció que nada de esto excusaba a Abt y que este se había limitado a maniobrar astutamente para lograr el mismo fin que yo había empezado por rechazar. No, no podía justificarle. Me había sublevado su manera de pellizcar a Minna. No encontraba nada que le excusara, nada en absoluto. Empezaba a comprender lo que sentía hacia él. Sí, me habían sublevado la furia y la maldad que emergían en el «juego»; había sido tan salvaje porque su objeto no podía oponer resistencia. Pasó bastante tiempo antes de que pudiera conciliar el sueño. Mientras me enjugaba la frente con el borde de la sábana, me prometí que al día siguiente pensaría en ello con más sensatez. Pero sabía ya que había dado con la verdad y que no podría disiparla fácilmente ni mañana ni ningún otro día. Fue una noche inquieta, atormentada por pesadillas.

Eso fue solo el principio. En los meses siguientes empecé a descubrir una debilidad tras otra en cuanto había construido a mi alrededor. Vi lo que Jack Brill había visto, pero, como estaba mejor informado, lo veía de un modo más penetrante y severo. A cualquier otro le resultaría difícil saber cómo me afectaba esto, puesto que nadie podría comprender tan bien como yo la naturaleza de mi plan, su rigidez, hasta qué extremo dependía de él. Podían despreciar mi plan, pero no mi necesidad.

Desde la fiesta no he visitado a Minna ni a Harry. No sé qué ocurriría después; supongo que al final sus dificultades quedarían allanadas. Abt se ha trasladado a Washington. Escribe de vez en cuando, en general para preguntarme por qué razón apenas tiene noticias mías. Se desenvuelve bien en su empleo de administrador, uno de los «jóvenes brillantes», aunque entiendo que no está satisfecho. No creo que jamás llegue a estar satisfecho. Tal vez debería escribirle con mayor frecuencia; al fin y al cabo, es un viejo amigo. No tiene la culpa de haberme decepcionado.

23 de diciembre

Dormido hasta las once; me he pasado toda la tarde sentado sin hacer nada en particular. La cena navideña será con Amos. Iva ha aceptado su invitación.

24 de diciembre

Myron Adler telefoneó para decirme que su agencia ha decidido contratar mujeres para que hagan la encuesta; es menor la posibilidad de que se las lleven y las cosas queden a medio hacer. Pero afirma que se esforzó por conseguirme el empleo. Guarda una copia del memorándum que envió recomendándome, y me la hace llegar como prueba de que ha mantenido su palabra. Le dije que no era necesario que me la enviara, que le creía. Pero él la envía de todos modos. Quiere tener una charla conmigo en el próximo futuro. No sin vacilación, hemos convenido en vernos durante las fiestas. Me atrevería a decir que está convencido de que necesito que alguien se ocupe de mí y me enderece. Una postura loable, pero no creo que pudiera permitirle hacer gran cosa por mí.

Hemos recibido felicitaciones navideñas de John Pearl y Abt. Uno de estos días tendré que ir al baratillo para comprar sobres. Iva trajo una serie de tarjetas hace una semana, pero se olvidó de comprar sobres. No puedo convencerme de que merece la pena, pero supongo que debemos efectuar nuestra contribución al mantenimiento de las conveniencias sociales.

Estos días Vanaker está bebiendo demasiado. Arroja los botellines de cerveza vacíos a los jardines vecinos. Esta mañana he contado dieciocho en la nieve.

Iva insiste en que mantengamos la puerta cerrada, pues le han desaparecido algunas cosas. Ethel Pearl le envió cinco frasquitos de perfume por su cumpleaños; dos han desaparecido del cesto sobre el tocador, e Iva afirma a su manera categórica: «Es un cleptómano». Se refiere a Vanaker, por supuesto. Está indignada por la pérdida de su perfume y tiene intención de decírselo a la señora Briggs. Tendré que empezar a llevar la llave de la habitación pendiente de una cadena.

26 de diciembre

Al parecer, soy incapaz de no meterme en líos. Anoche hice un papelón en casa de mi hermano. Puedo tomármelo a la ligera, pero a Iva le molesta profundamente.

Mi hermano Amos, que tiene doce años más que yo, es rico. Inició su carrera como mensajero en la Bolsa y, antes de cumplir los veinticinco años, era miembro de ese organismo, con un asiento propio. La familia está muy orgullosa de él, y él, a su vez, ha sido un hijo muy formal, muy consciente de sus deberes. Al principio adoptó una actitud protectora hacia mí, pero no tardó en abandonarla y confesó desconocer qué era lo que yo buscaba. Se mostró dolido cuando me volví radical, y el día que le aseguré que había dejado de serlo se sintió aliviado. Mi matrimonio con Iva le decepcionó. El padre de su mujer, Dolly, era rico. Me había instado a que siguiera su ejemplo y me casara con una mujer acomodada. Su decepción fue incluso mayor cuando, en vez de aceptar el puesto que me ofrecía en su negocio, me dediqué a lo que él consideraba un empleo de baja categoría en Inter-American. Dijo que era un necio, y durante casi un año no nos vimos. Entonces Iva y él arreglaron la reconciliación. Desde entonces nuestras relaciones han sido bastante buenas, por extrañas que a él le parezcan la profesión que he elegido y mis costumbres. Procura no desaprobarme de una manera demasiado abierta, pero nunca ha sabido que me ofende su modo de interrogarme cuando nos vemos. A menudo carece de tacto y en ocasiones es grosero. Por alguna razón no ha podido aceptar el hecho de que un miembro de su familia sea capaz de vivir con unos medios tan modestos.

—¿Todavía no te han subido el sueldo? ¿Cuánto ganas? Bueno, ¿necesitas dinero?

Jamás se lo he aceptado.

Ahora que estoy sin trabajo desde mayo, se ha vuelto más apremiante. Varias veces me ha enviado cheques por grandes cantidades, que le he devuelto de inmediato. La última vez que sucedió esto me dijo:

—Yo lo aceptaría, no te quepa duda. Yo no sería tan orgulloso y obstinado. Oh, no, el hermano Amos no sería así. Algún día intenta ofrecerme dinero y verás si lo dejo escapar.

Hace un mes, cuando le visitamos (nos invita a comer con frecuencia, presumiblemente convencido de que no comemos lo suficiente), hizo tal escena cuando rechacé unas ropas que se empeñaba en darme, que Iva acabó por susurrarme en un tono suplicante: «¡Quédatelas, Joseph, acéptalas ya!», y cedí.

Dolly, mi cuñada, es bonita, todavía esbelta, de senos grandes pero atractivos, morena, el fino cabello peinado hacia arriba de una manera destinada a realzarle el cuello al máximo. Tiene un cuello muy elegante, y siempre lo he admirado. Es uno de los rasgos que ha heredado mi sobrina Etta, de quince años. Para mí siempre ha sido una de las características exquisitas de la feminidad. Comprendo muy bien por qué el profeta Isaías dijo: «Por cuanto son altivas las hijas de Sión, y andan con el cuello estirado y guiñando los ojos, y andan a pasitos menudos, y con sus pies hacen tintinear las ajorcas, rapará el Señor el cráneo de las hijas de Sión, y Yahvé destapará su desnudez».

Me asombra que tanto en la mente de Isaías como en la mía se forme la misma asociación, aunque con un matiz distinto. Desde luego es el «cuello estirado», o la delicadeza en conjunción con la antigua y vigorosa maquinaria procreadora, lo que durante largo tiempo mi imaginación ha identificado con la naturaleza femenina. Aquí finaliza el paralelo, pues soy exactamente lo opuesto a vengativo con respecto a esta dualidad y, desde luego, me ha complacido reconocerlo.

Mi sobrina y yo no nos llevamos bien, hay entre nosotros un antagonismo que viene de largo. No era la nuestra una familia rica. Amos cuenta a menudo cómo tuvo que luchar, lo mal que vestía en su infancia, lo poco que mi padre podía darle. Y él y Dolly han educado a Etta de modo que identifique la pobreza no tanto con el mal como con la falta de importancia, para que, como hija de un hombre rico, se sienta a una distancia infinita de quienes llevan una existencia gris, en pisos mal iluminados, sin criados, que visten ropas de calidad inferior y tienen tan poco orgullo que son deudores. Prefiere el mundo de su madre. Sus primos tienen automóviles y residencias de verano. Tenerme por pariente no es algo que le enorgullezca.

A pesar de nuestro antagonismo, hasta hace muy poco había tratado de influir en la chica, enviándole libros y, el día de su cumpleaños, álbumes de discos. No se me ocultaba que eso tendría poco efecto en ella. Pero cuando cumplió doce años emprendí la tarea de enseñarle francés como un medio de abordar otros temas. (Como es natural, su padre quería que tuviera una formación completa.) No me acompañó el éxito. Mi entusiasmo misionero se reveló demasiado pronto, antes de que me hubiera ganado su confianza. Le dijo a su madre que le estaba enseñando «cosas malas». ¿Y cómo iba a explicarle a Dolly que estaba tratando de «salvar» a Etta? Habría sido insultante. Etta detestaba las lecciones, por simple extensión me detestaba a mí y, si no le hubiera dado una excusa para interrumpirlas, ella pronto habría encontrado una.

Etta es una muchacha presumida. Estoy seguro de que se pasa muchas horas ante el espejo. También estoy seguro de que es consciente de su parecido conmigo, que va más allá de las similitudes evidentes señaladas por la familia. Nuestros ojos son exactamente iguales, lo mismo que las bocas y hasta la forma de las orejas, pequeñas y bien definidas. Las de Dolly son del todo diferentes. Y hay también otras similitudes, que no es posible definir con tanta facilidad, que ella ha de reconocer a la fuerza y que, dada nuestra hostilidad, deben de resultarle desagradables.

Mientras cenábamos la conversación, en la que al principio apenas intervine, se centró en las penalidades del racionamiento. Dolly y Amos toman café con regularidad, pero, como patriotas, moderaron sus quejas con resignación. Entonces hablaron de los zapatos y la ropa. El hermano de Dolly, Loren, que representa a una gran firma de calzado del Este, les había advertido de que el gobierno se proponía limitar la venta de artículos de cuero.

—No podríamos arreglarnos con cuatro pares al año —dijo Dolly.

Pero eso era antipatriota, ¿no? La contradicción era demasiado evidente para que pasara desapercibida.

—Has de tener en cuenta aquello a lo que la gente está acostumbrada —comentó Amos—, su nivel de vida. Eso el gobierno lo pasa por alto. Hombre, ni siquiera las organizaciones caritativas dan las mismas cantidades a distintas familias. Si lo hicieran causarían demasiados apuros.

—Sí, eso es lo que quería decir —intervino Dolly—. No puedes llamarlo acaparamiento.

—No —repliqué, pues se había dirigido a mí.

—Más adelante también racionarán la ropa —afirmó Amos—. Así es el mercado de consumo cuando la gente se gana la vida.

—Claro que Joseph no tendrá que preocuparse. El ejército cuidará de él. Pero nosotros, pobres civiles...

—De todos modos, Joseph sería indiferente —dijo Iva—. A él no le afectaría. Nunca se compra más de un par de zapatos al año.

—No necesita más, para lo que se mueve... —terció Etta. Su madre le dirigió una mirada severa.

—La verdad es que llevo una vida sedentaria —repliqué.

—Eso es todo lo que quería decir, mamá —dijo Etta.

—Y lo que yo quería decir —prosiguió Iva, hablando con rapidez—, es que esas cosas no le preocupan mucho. Tampoco le interesa en particular lo que come, mientras sea alimento. Cuando yo cocinaba, no tenía ningún problema para satisfacerle.

—Ser así es una bendición. No resulta nada fácil satisfacer a Amos. Parece mentira que los haya criado la misma madre.

—A él no fue tan fácil criarlo, en todos los aspectos —dijo Amos, sonriente.

—¿Cuándo te incorporas al ejército, Joseph? —me preguntó Etta.

—Etta, por favor... —le reconvino Amos.

—Perdona, tío Joseph. ¿Cuándo te vas?

—No lo sé. Cuando Dios quiera.

Esta respuesta les divirtió.

—Desde luego, Él se está tomando su tiempo —comentó Dolly.

—No hay ninguna prisa —intervino Iva—. Cuanto más tarde, mejor.

—Sí, claro —dijo Dolly—. Sé cómo te sientes.

—Pero Joseph no siente lo mismo al respecto, ¿no es cierto, Joseph? —Amos me miró con una expresión afable—. Estoy seguro de que le gustaría encontrar la manera de apresurar a Dios. No se trata solo de la espera, sino que se perderá sus oportunidades de ascenso. Debería ingresar y convertirse en candidato a oficial.

—No creo que me interese tratar de convertirme en oficial.

—Pues no veo por qué no habría de interesarte —replicó Amos—. ¿Por qué no?

—Tal como lo veo, la guerra es una desgracia. No quiero ascender gracias a ella.

—Pero tiene que haber oficiales. ¿Quieres quedarte sentado y dejar que algún idiota haga lo que tú puedes hacer mil veces mejor?

—Estoy acostumbrado a eso —respondí, encogiéndome de hombros—. Así sucede también en muchos aspectos de la vida. El ejército no es una excepción.

—¿Vas a permitir que mantenga esta actitud, Iva? Buen ejército tendríamos.

—Es una convicción que tengo —afirmé—. Iva no podría cambiarla, y me inclino a pensar que no querría hacerlo. Muchos hombres llevan consigo las ambiciones de la vida civil y no les importa ascender sobre las espaldas de los muertos, por así decirlo. Ser soldado raso no es ninguna deshonra, ¿sabes? Sócrates era un simple soldado de infantería, un hoplita.

—Sócrates, ¿eh? —replicó Amos—. Bien, esa es una razón buena y suficiente.

Después de la cena, Amos me pidió que le siguiera y fuimos a su dormitorio, donde sacó un billete de cien dólares y me lo puso como un pañuelo en el bolsillo de la camisa, al tiempo que decía:

—Este es el regalo de Navidad que te hacemos.

—Gracias, pero no puedo aceptarlo.

Me saqué el billete del bolsillo y lo dejé sobre la cómoda.

—¿Por qué no puedes aceptarlo? Es una tontería, no puedes rechazarlo. Te digo que es un regalo. —Tomó el billete con gesto impaciente—. Sé un poco más realista, ¿quieres? Siempre estás en las nubes. ¿Sabes lo que pagué solo de impuestos sobre la renta el año pasado? ¿No? Bueno, esto no llega a una gota en ese cubo. No me privo de nada por dártelo.

—Pero ¿qué voy a hacer con este dinero, Amos? No lo necesito.

—Eres el burro más obstinado que he visto jamás. No soportas que alguien te ayude, aunque solo sea un poco.

—¿Cómo que no? Llevo tu camisa y tus calcetines. Los aprecio, pero no quiero nada más.

—¡Joseph! —exclamó mi hermano—. No sé qué hacer contigo. ¡Estoy empezando a pensar que no estás del todo en tus cabales, con tus convicciones y tus espe...! Ojalá hubiera sabido cómo ibas a resultar. Al final vas a echarte a perder. Piensa en Iva de vez en cuando. ¿Qué futuro le espera?

—Ah, el futuro.

—Eso es lo que he dicho.

—Bueno, ¿quién diablos tiene futuro?

—Todo el mundo —respondió Amos—. Yo lo tengo.

—Pues tienes suerte. Yo, en tu lugar, pensaría un poco en ello. Hay mucha gente, centenares de millares de personas, que se han visto obligadas a no pensar para nada en el futuro. Ya no existe ningún futuro personal. Por eso solo puedo reírme de ti cuando me dices que busque mi futuro en el ejército, en esa tragedia. No apostaría un ardite por mi futuro. En cuanto al tuyo... —Hacia el final me había empezado a temblar la voz.

Amos se quedó un rato mirándome en silencio.

—Toma el dinero, Joseph —me dijo entonces, y se dio la vuelta. Le oí bajar la escalera.

Me senté en la cama, aturdido, la cabeza entre las manos. Una lámpara de luz muy débil estaba encendida en un rincón y una franja luminosa salía de su abertura cobriza y cruzaba la cortina; el resto de la habitación estaba casi a oscuras. El techo se había convertido en una pantalla donde se proyectaban los movimientos accidentales de la calle verdosa al otro lado de la ventana, y en la mitad de su anchura permanecía intacto el reflejo de la persona, como las espinas de algún pez de tiempos inmemoriales. ¿Qué clase de impresión habían causado en Amos mis palabras? Era imposible decirlo. ¿Qué podía pensar? Tal vez me consideraba más incorregible que nunca. Pero ¿qué pensaba yo mismo? ¿Era lo que había dicho tan cierto como impetuoso, o siquiera alcanzaba lo primero la mitad de lo segundo? Rechazaba la ordenada visión de la seguridad personal que tenía mi hermano, pero no un futuro de otra clase. Sin embargo, ¿cómo podía razonar con él? Estaba a una distancia incalculable de los cráteres del espíritu, de modo que no eran más que pequeños hoyos en su horizonte. Pero con el tiempo se irían acercando. Sí, todo el mundo llegaba ante ellos cuando esos horizontes se reducían, como no podían dejar de hacerlo. Fui al baño y me lavé. Los sentimientos que me embargaban el corazón empezaron a disiparse, y cuando colgué la toalla de la barra de vidrio estaba menos confuso. Recogí el billete de cien dólares de la oscura alfombra donde había caído. Sabía que el intento de devolvérselo era inútil. Examiné la superficie del tocador, en busca de una aguja o cierre, y como allí no había nada, abrí los cajones uno tras otro hasta que encontré un acerico. Fui al lecho y clavé el billete en el cubrecama sobre la almohada. Entonces salí al vestíbulo y permanecí un momento inmóvil, oyendo la ronca voz del locutor que llegaba desde abajo y las risas y comentarios de los demás. Decidí no reunirme con ellos.

Aunque sabía que le estaba haciendo una mala pasada a Iva al dejarla con Dolly, Etta y Amos, subí al segundo piso. Allí, en lo que en otro tiempo fue un desván, Dolly había instalado una sala de música. Uno de los lados estaba ocupado en su totalidad por un monstruoso piano que, acuclillado sobre sus patas arqueadas, aguardaba que lo tocaran. Sin embargo, casi nunca lo hacían, pues había sido sustituido en la planta baja por un instrumento más garboso y elegante que mostraba los dientes como un artista de variedades negro. En el otro lado de la sala había un fonógrafo con un estante de discos por encima de él. Me puse a buscar un disco que le compré a Etta el año anterior, un divertimento de Haydn para violoncelo, interpretado por Piatigorsky. Para encontrarlo, tuve que buscar entre una docena de álbumes. Allí Dolly y Etta, pese a la importancia que daban a la propiedad, se mostraban descuidadas, pues había numerosos discos rotos, pero encontré el mío indemne y, agradecido (mi desánimo se había duplicado de no haberlo encontrado o verlo quebrado) lo puse en el fonógrafo y me senté ante el piano.

El primer movimiento, el adagio, era el que más me gustaba. Sus sobrias notas iniciales, preliminares de una seria confesión, me demostraron que todavía era un aprendiz en sufrimiento y humillación. Ni siquiera había empezado a experimentarlos y, por lo tanto, no tenía derecho a esperar evitarlos. Esto lo vi claro de inmediato. Sin duda nadie podía suplicar que hagan de él una excepción; ese no era un privilegio humano. Lo que debería hacer con ellos, la manera de abordarlos, se manifestaba en la segunda declaración: con elegancia, sin mezquindad. Y pese a que aún no podía aplicarme a mí mismo la respuesta, reconocí su rectitud y me conmovió con vehemencia. Hasta que llegara a ser un hombre completo, no podría ser también mi respuesta. ¿E iba a convertirme en ese hombre completo solo, sin ayuda? Era demasiado débil para eso, carecía de la voluntad necesaria. ¿Dónde, pues, debería buscar ayuda, dónde se encontraba la capacidad? ¿Gracias a qué ley, bajo qué orden, requerido por quién? ¿Era personal, humano o universal? La música nombraba una sola fuente, el uno universal, Dios. Pero qué lamentable rendición sería esa, nacida del desaliento y el caos, y del temor, físico e imperioso, que como una enfermedad pedía un remedio y no le importaba quién se lo proporcionara. Finalizó el disco, volvió a comenzar. No, Dios no, ninguna divinidad. Eso era anterior, no procedía de mí. No estaba tan lleno de orgullo que no pudiera aceptar la existencia de algo más grande que yo mismo, algo, tal vez, de lo que yo era una idea, o tan solo la fracción de una idea. No se trataba de eso, pero yo no quería, impelido por el pánico, aferrarme a cualquier artimaña. A mi modo de ver, eso era un gran delito. Cierto que la respuesta que escuchaba, que llegaba con tanta facilidad hasta la parte menos penetrable de mi ser, los matorrales casi nunca agitados alrededor del corazón, procedía de un hombre religioso. Pero ¿no había manera de alcanzar esa respuesta si no era sacrificando la mente que buscaba su satisfacción? Del mismo antídoto surgiría otra enfermedad. No era esta una cuestión nueva, sino que reflexionaba en ella con frecuencia, pero no con una emoción tan desesperada ni con una necesidad de respuesta tan imperiosa ni con semejante sensación de soledad. Era necesario que, desde mis propias fuerzas, emitiera un veredicto a favor de la razón, con su insuficiencia parcial, y contra las ventajas de renunciar a ella.

Cuando empecé a escuchar el disco por tercera vez, Etta entró en la habitación. Sin decirme nada, se dirigió al estante y, tras sacar un álbum de brillantes colores, aguardó, fruncido el ceño de aquella versión más lozana y en cierto modo más inflexible o no tan moldeada de mi propia cara. Ahora apenas escuchaba la música. Ya estaba preparado para una pelea, cuya inevitabilidad reconocí enseguida. Tanteé dentro del armarito del fonógrafo en busca de la palanca.

—Espera un momento —dijo ella, dando un paso adelante—. ¿Qué estás haciendo?

Me volví hacia la muchacha con un movimiento agresivo.

—¿Qué?

—Quiero usar el aparato, Joseph.

—Todavía no he terminado con él.

—No me importa —insistió ella—. Llevas mucho rato aquí. Ahora me toca a mí. Has puesto la misma música una y otra vez.

—Has estado fisgando, ¿eh? —le dije en un tono acusador.

—Qué va. La música estaba tan alta que se oía desde abajo.

—Tendrás que esperar, Etta.

—Ni hablar. Quiero poner estos discos de Cugat que me regaló mamá. He esperado todo el día para escucharlos.

No me hice a un lado. A mi espalda el plato del fonógrafo giraba con un runruneo y la aguja producía un sonido rasposo entre los últimos surcos.

—En cuanto escuche la segunda parte de esta grabación me marcho.

—Pero has usado el fonógrafo desde la comida. Es mi turno.

—Y yo te digo que no —repliqué.

—No tienes derecho a decirme que no —dijo ella.

—¡Que no tengo derecho! —exclamé, con un brusco e indisimulado acceso de cólera.

—El fonógrafo es mío. ¡Me estás impidiendo usar mi fonógrafo!

—Hay que ver cómo te pones por una insignificancia.

—Lo que me llames o pienses de mí me tiene sin cuidado. —Su voz se alzó por encima del sonido que producía el aparato—. Quiero escuchar a Cugat. No me importa.

—Mira —le dije, esforzándome al máximo por dominarme—. He venido aquí con un objetivo. No es necesario que te diga cuál. Pero, sean cuales fueren mis razones, no soportabas la idea de que estaba aquí solo. Tal vez creías que me estaba divirtiendo, ¿eh? ¿O que me escondía? Así que has venido corriendo a ver si podías aguarme la fiesta. ¿No es cierto?

—¡Qué inteligente eres, tío!

—¡Inteligente! —exclamé, imitándola—. Eso es cháchara de cine. Ni siquiera sabes lo que estás diciendo. Esto es absurdo, discutir con una chiquilla estúpida. Es una pérdida de tiempo. Pero sé lo que sientes hacia mí. Sé hasta qué punto me odias de veras. Agradezco a Dios que, como eres una niña, no tienes ningún poder sobre mí.

—Estás loco, tío —replicó ella.

—Muy bien, ya está todo dicho, se acabó —le dije, y creí que había logrado contenerme—. Puedes escuchar la conga o lo que sea cuando me marche. Ahora, ¿irás abajo a sentarte y me dejarás escuchar esto hasta el final?

—¿Por qué habría de hacerlo? Puedes escuchar mi disco. ¡Los pobres no escogen!

Pronunció estas últimas palabras de una manera tan exultante que me di cuenta de que las había preparado con mucha antelación.

—Eres un animalejo, tan asqueroso y malcriado como el que más. Lo que necesitas son unos azotes.

—¡Oh! —reaccionó ella con un grito ahogado—. Puerco... puerco despreciable. ¡Sinvergüenza!

Le así la muñeca y la atraje hacia mí.

—¡Maldita sea, Joseph, suelta! ¡Suéltame!

El álbum cayó al suelo. Ella trató de alcanzarme la cara con los dedos de la mano libre. Le aferré el pelo y le tiré de la cabeza hacia atrás. Su grito de protesta se le ahogó en la garganta; sus uñas no me arañaron por poco. Cerró los ojos con fuerza, horrorizada.

—Aquí tienes algo de un pobre que no olvidarás enseguida —mascullé. La arrastré hacia el banco del piano, todavía asiéndole el pelo.

Ella recobró la voz.

—¡Basta, Joseph! ¡Cabrón!

La doblé sobre mi rodilla, atrapándole las piernas con las mías. Oía que los otros subían las escaleras corriendo, al oír los primeros golpes, y me apresuré a realizar mi tarea, decidido a castigarla a pesar de todo, a pesar de las consecuencias; no, más severamente debido a las consecuencias.

—¡No te resistas! —le grité, empujándole el cuello hacia abajo—. Ni me insultes. No te servirá de nada.

Amos subió raudo el último tramo de escaleras e irrumpió en la estancia. Detrás, sin aliento, llegaron Dolly e Iva.

—Suéltala, Joseph —dijo Amos, jadeante—. ¡Suelta a la chica!

No obedecí enseguida. Ella ya no se debatía, sino que, con el largo cabello casi tocando el suelo y los núbiles muslos desnudos, yacía en mi regazo. Al principio no supe si aquello era una admisión de complicidad y un intento de aligerar mi culpa o si deseaba que ellos la vieran y saborearan plenamente.

—Levántate, Etta —le dijo Dolly secamente—. Bájate la falda.

Ella se enderezó lentamente. Me pregunté si alguno de ellos era capaz de observar el parecido exacto que los dos teníamos en aquel momento.

—Y ahora, Joseph, si es posible —dijo Dolly, fijando en mí los ojos dilatados—, explícame lo que estabais haciendo.

Etta se echó a llorar de repente.

—No le he hecho nada, mamá. Me ha atacado.

—¡Cómo! —exclamé—. ¿De qué estás hablando, en nombre de Dios? Te he dado unos azotes porque te los merecías.

¿Qué atroz inferencia o acusación había en los ojos ensanchados de Dolly? La miré fijamente.

—Nadie le ha puesto jamás a Etta la mano encima por ninguna razón, cualquiera que fuese, Joseph.

—¡Cualquiera que fuese! ¿Faltarle el respeto a su tío no es razón suficiente? Hay algo ambiguo en tu actitud. ¿Por qué no dices lo que piensas?

Ella se volvió a Amos como para decirle: Tu hermano se ha vuelto loco. Ahora me ataca a mí.

—La he puesto sobre mis rodillas para darle una tunda, y no ha sido ni la mitad de lo que se merecía. Me ha insultado como a un vago de sala de billares. Espléndido trabajo habéis hecho con ella.

—¡Me ha tirado del pelo, eso es lo que ha hecho! —gritó Etta—. Por poco me arranca la cabeza.

Tras apagar el fonógrafo, Iva se había sentado cerca del aparato, al fondo de la sala, y hacía lo posible por pasar desapercibida, lo cual significaba que reconocía lo vergonzoso de mi actuación. Pero no había nada «vergonzoso». También ella entró ahora en el radio de acción de mi cólera.

—¿Qué más ha hecho? —preguntó Dolly.

—¡Ah, crees que está ocultando algo! Le he dado unos azotes. ¿Qué andas rebuscando? ¿Qué esperas que diga ella? ¿Qué clase de vulgaridad...?

—¡Deja de comportarte como un salvaje! —me interrumpió Amos imperiosamente.

—También tú tienes tu parte de culpa —repliqué—. Mira cómo la has educado. Excelente, ¿verdad? Le has enseñado a odiar a la clase y, sí, a la misma familia de la que procedes. Ninguna razón, cualquiera que fuese, ha dicho antes Dolly. Pues ahí tienes una razón. ¿Hay que anular a una persona porque usa un par de zapatos al año y no una docena? ¡A ver si le hincáis el diente a esa razón!

—No tenías ningún derecho a alzarle la mano a la niña —dijo Dolly.

—¿Por qué no os dice lo que estaba haciendo en vuestra habitación? —dijo Etta.

Vi que Iva se erguía rígidamente en su asiento.

—¿Qué? —dijo Dolly.

—Estaba en vuestra habitación.

—Entré con Amos. Pregúntale.

—Papá no estaba ahí cuando te vi. Estabas mirando el tocador de mamá.

—¡Pequeña espía! —grité, dirigiéndole una mirada furibunda—. ¿Lo oís? —les dije a los demás—. Me acusa de ladrón.

—¿Qué estabas haciendo? —inquirió Etta.

—Buscaba algo. Podéis ir ahí y ver si falta algo. No falta nada. O podéis registrarme. Dejaré que me registréis.

—Dinos, ¿qué era? Nadie dice que seas un ladrón.

—Eso es lo que estáis pensando. Lo veo muy claro.

—Bien, dínoslo —insistió Dolly.

—Era solo una aguja. Necesitaba una.

En el rincón a oscuras cerca del fonógrafo, Iva se llevó las manos a la cabeza.

—¡Eh! —le grité—. ¿A qué viene esa manera de comportarte?

—¿Una aguja, eso es todo? —me preguntó Dolly. Pese a la seriedad del momento, se permitió una sonrisa.

—Sí, y resulta que es verdad. —Ellos no respondieron. Seguí diciendo—: Supongo que esto completa mi vergüenza. No solo soy imprudente y obstinado, un pobretón —le hice una inclinación de cabeza a Etta, que desvió la cara humedecida por las lágrimas con un gesto desdeñoso—, un burro, sino también un auténtico idiota.

Iva salió de la estancia sin mirarme.

—Tú, Amos —proseguí— puedes empezar a olvidarte de mí. Tú también, Etta. Dolly no es parienta consanguínea, de modo que está absuelta, desde luego. A menos que traiga la deshonra a toda la familia. Acusado de robo, de agresión o algo peor... —Ni Dolly ni Amos intentaron replicar.

Seguí a Iva a la planta baja.

Ella no me dirigió la palabra durante el trayecto en tranvía y, cuando nos apeamos, caminó a paso vivo hacia la casa por delante de mí. Llegué a la puerta de nuestra habitación a tiempo para verla dejarse caer en el borde de la cama y echarse a llorar.

—¡Es tan agradable saber que tú, por lo menos, tienes fe en mí, querida! —le grité.

27 de diciembre

Amos nos llamó esta mañana, y envié a Iva para que hablara con él. Al regresar, ella quiso saber por qué no había hablado claro, por qué había querido dar a la familia de mi hermano una impresión errónea. Repliqué que mientras ellos estuvieran satisfechos con la impresión que tenían de sí mismos, me tenía sin cuidado la opinión que tuvieran de mí. Iva se restregó los párpados enrojecidos con óxido de mercurio antes de irse al trabajo. Había llorado durante varias horas seguidas.

En un solo aspecto me sentía aliviado; había estado inquieto por el dinero, creyendo que Etta habría sido capaz de quedárselo, pero lo cierto era que se marchó sin esperar a ver lo que yo estaba haciendo en el tocador de Dolly. No sabía lo del dinero. De lo contrario, podría haberlo robado tan solo para mortificarme.

Pero he estado reflexionado en lo que puede significar para Etta que seamos tan parecidos. Y, además, ¿por qué debería suponer que nuestro parecido físico era la base de una afinidad de otra clase? La búsqueda de una respuesta me lleva a ahondar en mi pasado, un campo que no siempre me resulta agradable pero que ofrece gran cantidad de información esencial. Y entonces descubro que la cara, todas las caras, tiene para mí una importancia sin parangón con la de cualquier otro objeto. Una similitud de rostros tiene que significar una similitud de naturaleza y, presumiblemente, de destino.

Los miembros de nuestra familia somos guapos. De niño me inculcaron la idea de que era guapo, aunque no, que recuerde, por medio de ningún proceso directo. Me lo transmitía la atmósfera de la casa.

Ahora recuerdo un incidente de cuando tenía cuatro años, una discusión entre mi madre y mi tía por la manera en que ella (mi madre) me peinaba. Mi tía Dina afirmaba que ya era hora de que me cortaran los rizos, pero mi madre no quería oír hablar de ello. Tía Dina era una mujer terca, de comportamiento arbitrario. Me llevó al peluquero y le pidió que me cortara el pelo a la moda de la época, el estilo llamado Buster Brown.2 Metió los rizos en un sobre y se los dio a mi madre, quien al ver aquello se echó a llorar. Menciono esto no solo para recordar hasta qué punto veía yo exagerada la importancia de mi aspecto, sino también porque durante la adolescencia recordaría este incidente con relación a otro hecho.

En el salón había una mesa con cajones, y en uno de ellos estaban guardadas las fotos de la familia, una de las cuales me atraía desde la infancia. Era una foto de estudio de mi abuelo materno, tomada poco antes de su muerte. En ella aparecía con la cabeza apoyada en el puño arrugado, la larga barba de un amarillo azufre, la mirada fija y la ropa similar a una mortaja. Esa imagen me había acompañado mientas crecía. Y entonces, un día, cuando tenía unos catorce años, la saqué del cajón junto con el sobre en el que se conservaban mis rizos. Al examinar la foto, se me ocurrió que algún día mi cabeza sería como la del abuelo retratado, esfumados los rizos y el peinado a lo Buster Brown. Más adelante llegué a creer (y esto ya no era una impresión sino un dogma) que la foto era una prueba de mi mortalidad. Los huesos de mi abuelo me mantenían erguido, así como los de quienes le precedieron, como un préstamo temporal. A lo largo de los años él me reclamaría poco a poco, hasta que mis puños también se arrugarían y mis ojos mirarían fijamente. La idea era sombría, pero no me asustaba, y tenía un efecto corrector sobre mi vanidad.

Solo que esta vez no se trataba de algo tan sencillo, no era tan solo vanidad. Esta vez veía mi cara como la encarnación de lo que yo significaba. Era un registro de mis antepasados, una parte del mundo y, simultáneamente, de la manera en que recibía al mundo, me aferraba a él y, además, la manera en que me anunciaba a él. Todo esto era privado y nunca hablaba de ello.

Pero, incluso en un grado mayor, aunque sabía que era guapo, este convencimiento despertaba en mí no pocas suspicacias. Ya he explicado que la mortalidad jugaba su papel, al hacer incursiones en mi vanidad. La suspicacia la socavaba todavía más, pues me decía una y otra vez: «Hay algo erróneo». Quería decir que algo falso envolvía a mi vanidad. Y entonces sucedió un incidente.

En el instituto trabé amistad con un muchacho llamado Will Harscha, de origen alemán. Iba de visita a su casa y conocía a su hermana y su hermano menor, así como a su madre. Pero no había visto nunca a su padre, que tenía una tienda en un barrio alejado. Sin embargo, un domingo por la mañana, cuando fui de visita, el padre estaba casualmente en casa y Will me lo presentó. Era un hombre gordo, de cabello negro y rostro atezado pero de expresión amable.

—Así que eres Joseph —dijo mientras me estrechaba la mano—. Bueno. Er ist schón —le dijo a su mujer.

—Mephisto war auch shón —replicó la señora Harscha.

¡Mephisto! ¿Mefistófeles? Comprendí lo que la señora había dicho. Me quedé paralizado donde estaba. El señor Harscha, que me observaba, debió de comprender que sabía a qué se había referido ella, pues le dirigió una mirada furibunda a la mujer que, con los labios apretados, seguía mirándome.

No volví a verlos. En la escuela evitaba a Will, y me pasaba horas de insomnio pensando en lo que había dicho la señora Harscha. Había visto mi interior (entonces supuse que de una manera instintiva) y, mientras los demás no veían nada erróneo, ella había descubierto la maldad. Durante largo tiempo creí que tenía una faceta diabólica. Luego lo dejé correr. Si algo diabólico había en mí, era mi condición de «pobre diablo». No yo en concreto, sino el pobre diablo humano en general. Pero entretanto, personas como la señora Harscha habían confirmado mi sospecha de que no era como los demás sino que (y ahora sé que esta es una vieja creencia y en el corazón de lo que llamamos «romántico») ocultaba algo horrible. Y tal vez sea una convicción extendida por todo el mundo y se deba a que nos conocemos a nosotros mismos demasiado bien para aceptar las buenas y preferimos adoptar las malas opiniones que los demás tienen de nosotros. Tal vez le desagradara a la señora Harscha porque me portaba demasiado bien, o por la manera que tenía en la adolescencia de llegar, o tratar de llegar, a un pacto con los parientes adultos de mis amigos, en particular las madres, por encima de sus hijos. Debió de pensar que no tenía derecho a no ser como todo chiquillo. Eso le molestaba a mucha gente.

Hace largo tiempo que me liberé de esa morbosidad. Si me propuse rastrearla fue debido a Etta. Pero no hay ninguna razón para creer que existe algún paralelo entre nosotros. Es posible que la cabeza del abuelo penda sobre los dos, pero si nos devora, y cuando lo haga, devorará a dos personas que no tienen nada más en común.

También he estado pensando en Dolly. Por supuesto, sabía que no era ninguna santa; pero ahora, al rememorar su papel en el asunto de anoche, descubro que está más escorada que nunca hacia el infierno. Ese incidente constituye una prueba adicional de mi incapacidad de interpretar a la gente como es debido, de reconocer la probabilidad de que la bajeza sea una de sus características, tan natural en algunos como un parpadeo, un gesto de asentimiento, un movimiento de la mano. Les hago concesiones teóricas, es decir, irreales. Tendré que empezar a adiestrarme en astucia.

28 de diciembre

¿Qué diría Goethe del paisaje desde esta ventana, la calle invernal y mal iluminada, con sus placeres recurrentes, sus frutos y flores?

29 de diciembre

Dormido hasta la una. Salido a dar una vuelta a las cuatro, he durado diez minutos y entonces me he retirado.

31 de diciembre

Me he afeitado en honor a la festividad, pero no vamos a salir. Iva tiene que dedicarse a coser.

2 de enero de 1943

El señor Vanaker celebró el nacimiento del nuevo año con grandes cantidades de whisky, con toses, con lanzamientos de botellas al patio, con frecuentes y ruidosas excursiones al lavabo, y finalizó su juerga con un incendio. Hacia las diez de la noche oí sus gruñidos, más fuertes que de ordinario, y repetidos golpes en el pasillo, y al asomarme a la puerta le vi arrastrando los pies en medio del humo y palpando la pared. Iva corrió a llamar al capitán Briggs, mientras yo abría la puerta de Vanaker. El sillón estaba ardiendo. Él entró corriendo con una taza de agua y la vertió sobre las llamas. Llevaba una chaqueta de pijama sin mangas, y tenía los brazos desnudos sucios de huellas dactilares tiznadas. Su cara grande, carnosa y un tanto cóncava, con la alta frente festoneada de rizos grises de tal manera que parecía llevar una gorra, estaba enrojecida y mostraba una expresión angustiada. No decía nada. Corrió en busca de otra taza de agua.

Por entonces otros huéspedes estaban en el pasillo, pues el humo se había diseminado por toda la casa: la señora Bartlett, la enfermera auxiliar de edad mediana que ocupaba la gran habitación al fondo; la señora Fessman, la guapa refugiada austríaca, y el señor Ringholm, que comparte el segundo piso con el capitán y la señora Briggs.

—Dígale que saque ese sillón —me dijo la señora Bartlett.

—Está tratando de apagar el fuego —repliqué.

Unos golpes rápidos, como de palmadas, procedían de la habitación de Vanaker.

—Con las manos.

—Será mejor que lo saque. Esta casa es de madera. Es peligroso. —La señora Bartlett se acercó a mí a través del humo, una alta figura enfundada en un quimono. Llevaba un pañuelo atado alrededor de la cabeza y del cuello le pendía la mascarilla negra que se ponía para dormir—. Alguien debería decirle que lo haga. Sáquelo, señor.

Pero el humo era excesivo para ella y se retiró a la escalera. También yo tosía y me restregaba los ojos. Volví a nuestra habitación para recuperarme. Abrí la ventana y dejé que el aire frío me despejara la cabeza. En el pasillo alguien aporreaba una puerta. Iva se asomó.

—Se ha encerrado en el cuarto —me informó—. Debe de temer al capitán.

Me reuní con ella en el pasillo.

—Maldita sea —dijo el capitán, tan divertido como irritado—. ¿Para qué nos ha hecho correr? ¿Cómo voy a apagar el fuego? —Redobló el ritmo de sus golpes en la puerta—. Abra, señor Vanaker. Vamos, abra de una vez.

—Es increíble que no pierda usted los estribos, señor —le dijo la señora Bartlett.

—¡Señor Vanaker!

—Estoy bien —replicó Vanaker desde el otro lado de la puerta.

—Está avergonzado, eso es lo que le ocurre —nos explicó la señora Bartlett.

—Bien, quiero que me deje entrar —dijo el capitán—. He de ver si ha extinguido el fuego.

Giró la llave en la cerradura y Vanaker, con los ojos llorosos, apareció en el umbral. El capitán pasó por su lado v penetró en la estancia llena de humo. El señor Ringholm se llevó una mano a la cabeza y se quejó de que aquello no era nada bueno para su resaca.

—Tenemos suerte de no habernos convertido en cenizas —dijo la señora Bartlett.

Y entonces apareció de nuevo el capitán, tosiendo también y empujando el sillón. Entre él y el señor Ringholm lo llevaron abajo. La alfombra ardía en varios lugares. Recogí un gran puñado de la nieve acumulada en el alféizar de la ventana, y, secundado por la señora Briggs, pisoteamos las llamitas chisporroteantes y mojamos los lugares quemados. Vanaker había huido al baño, donde le oímos lavarse.

Poco después escuchamos la explicación de Vanaker.

—Ha sido un cigarrillo, capitán, ¿comprende? Lo puse en el plato, pero se cayó...

—Tiene que ser cuidadoso, hombre —le dijo el capitán—. Hay que tener cuidado con los cigarrillos. Son peligrosos, los cigarrillos son muy peligrosos.

—De acuerdo, capitán.

Tal ha sido nuestra única diversión el día de Año Nuevo, y un sustituto muy humilde de las celebraciones de la fiesta. Nos dio la sensación de que nos habían hecho a un lado para dejar que el día entero pasara de largo. Por la mañana los niños corrían por la calle y hacían sonar cornetas; por la tarde se paseaban familias vestidas con sus ropas de domingo. A primera hora el capitán y su mujer se marcharon en su coche, y acababan de regresar cuando se declaró el fuego.

Pero lo que acarrea una vida así es el trastorno de los días, el arrasamiento de las ocasiones. No puedo responder por Iva, pero en mi caso es sin duda cierto que los días han dejado de diferenciarse. Hubo días dedicados a hornear, días de la colada, días que iniciaban acontecimientos y días que los finalizaban. Pero ahora no se distinguen, son todos iguales y resulta difícil diferenciar un martes de un sábado. Cuando descuido examinar con detenimiento el periódico, no sé en qué día estamos. Si supongo que es viernes y entonces me entero de que en realidad es jueves, haber ganado veinticuatro horas no me causa gran placer.

Es posible que ese sea el único motivo por el que he causado agitación. No estoy seguro. Las circunstancias en el Arrow y en casa de Amos fueron lo bastante provocadoras, pero, de haberlo querido, podría haber evitado las escenas. Es posible que esté harto de identificar un día como «el día en el que pedí una segunda taza de café» o «el día en que la camarera se negó a retirar la tostada quemada», y por ello quiero darle un contenido más destacado, al margen de las consecuencias. Tal vez deseoso de las consecuencias. Los problemas, lo mismo que el dolor físico, nos hacen ser agudamente conscientes de que estamos vivos, y cuando en la vida que llevamos hay poco que nos atraiga y nos estimule, lo buscamos y atesoramos, y preferimos el bochorno al dolor o la indiferencia.

3 de enero

En la lista de bajas en el Pacífico figura un Jefferson Forman. La ciudad natal indicada junto al nombre es Saint Louis. El Jeff Forman que conocí era de Kansas City, pero es posible que su familia se hubiera trasladado en los últimos años. Tema entendido que se había enrolado en la marina mercante. Probablemente pidió que lo transfiriesen cuando estalló la guerra. Me llegó el rumor de que, hace cuatro años, le detuvieron en Génova por gritar «A basso» en un lugar público. Ningún nombre, tan solo a basso. Según Tad, el consulado tuvo gran dificultad para lograr que lo liberasen, aunque nadie afirmó que hubiera añadido nada más a su a basso. Jeff amaba las emociones. Lo expulsaron de la universidad por una u otra falta. Nunca llegué a enterarme de lo ocurrido. Es sorprendente que no lo echaran durante el primer curso. Una noche derribó de un puñetazo a George Colin en la calle; jamás intentó explicar por qué, y se limitó a pedir disculpas a Colin delante del decano. Y una mañana de invierno se le ocurrió despertarme arrojando a mi cama bolas de nieve mezclada con cenizas.

Según el periódico, tenía el grado de alférez. Su barco era un Catalina. Supongo que el peligro submarino no era suficiente para él. Siempre sospeché que de alguna manera había descubierto que existen ciertos aspectos en los que ser humano equivale a ser terriblemente infeliz, y que había dedicado toda su vida a evitar esos aspectos.

4 de enero

Con todo el respeto que parecemos tener por los artículos perecederos, nos hemos acostumbrado fácilmente a la matanza. Al fin y al cabo, en cierta manera somos los beneficiarios de esa matanza, y sin embargo nuestra piedad por las víctimas es escasa. No es algo provocado por la guerra, sino que estábamos preparados para ello mucho antes de que estallara la guerra, y ahora solo resulta más evidente. No nos estremecemos al ver todas esas vidas segadas; ni tampoco quienes han muerto habrían sufrido más por nosotros si hubiéramos sido las víctimas. No me gusta pensar en qué es lo que nos gobierna. No me gusta pensar en ello. No es un trabajo fácil, y no es seguro. Su revelación más amable es que nuestros sentidos e imaginaciones son de alguna manera incompetentes. El antiguo Joseph que, ante la provisionalidad de la vida, se oponía a toda violencia, afirmaba lamentar que con la mejor voluntad del mundo uno debía infligir su cuota de magulladuras... ¡Magulladuras! ¡Menuda inocencia! Sí, reconocía que incluso quienes se proponen ser suaves no pueden confiar en que se librarán de dar azotes. Y eso era bastante modesto.

No obstante, como pueblo, nos preocupa mucho el carácter perecedero; un imperio de neveras. Y a los gatos domésticos se les traslada por avión a centenares de kilómetros para salvarlos mediante sueros especiales; y en el campo de Arkansas los vecinos mantienen durante un mes, día y noche, una vigilia para salvar la vida de un hombre que ha enfermado a los noventa años.

Jeff Forman muere; mi hermano Amos atesora un almacén de zapatos para el futuro. Amos es amable. Amos no es un caníbal. No soporta la idea de que yo podría fracasar, carecer de dinero, rechazar la preocupación por mi futuro. Jeff, en el fondo del mar, está más allá de la virtud, el valor, la elegancia, el dinero o el futuro. Digo estas cosas incapaz de ver o pensar con claridad, y lo que siento no es tanto injusticia o inhumanidad como desconcierto.

En cuanto a mí, preferiría morir en la guerra que consumir sus beneficios. Cuando me llamen iré sin protestar. Y, por supuesto, confío en sobrevivir. Pero preferiría ser una víctima que un beneficiario. Apoyo la guerra, aunque tal vez sea gratuito decir esto; tenemos la costumbre de convertir estas cosas en cuestiones de moralidad personal y voluntad particular, cuando no lo son en absoluto. El equivalente sería decir: si Dios realmente existió, sí, Dios existe. Existiría tanto si lo reconociéramos como si no. Pero entre su imperialismo y el nuestro, si hubiera posibilidad de elección, me quedaría con el nuestro. Las alternativas, en especial las alternativas deseables, solo crecen en árboles imaginarios.

Sí, dispararé y segaré vidas; me dispararán y es posible que me arrebaten la vida. Se verterá cierta sangre por razones ciertas a medias, como sucede en todas las guerras. De alguna manera no puedo considerarlo como una injusticia contra mí mismo.

5 de enero

Esta tarde saqué todos los zapatos del armario y me senté en el suelo a lustrarlos. Rodeado de trapos, jabón de limpiar y acondicionar pieles y cepillos (la luz marrón de la calle llenando las ventanas mientras los gorriones se querellaban en las ramas muertas), me sentí tranquilo durante un rato y, a medida que colocaba en hilera los zapatos de Iva, cada vez más satisfecho. Era una satisfacción prestada la que me procuraba realizar una tarea que hacía de niño. En Montreal, en tardes como aquella, a menudo pedía permiso para extender las hojas de un periódico en el suelo de la sala de estar y lustraba los zapatos de todos mis familiares, incluidos los de tía Dina con sus lengüetas alargadas y sus decenas de ojetes. Cuando metía el brazo en uno de sus zapatos, penetraba hasta más arriba del codo y, al cepillarlo, notaba la sensación del cepillo contra mi brazo a través del suave cuero. La niebla marrón se extendía por la calle St. Dominique, pero en la sala de estar el brillo de la estufa incidía en el gran sofá, en el hule y en mi frente, y su calor me producía un agradable cosquilleo en la piel. No lustraba los zapatos en busca de alabanzas, sino por el trabajo en sí y las sensaciones de la sala, a resguardo de la humedad y la niebla de la calle, con los postigos cerrados y el verde pálido de las tuberías metálicas que se extendían sobre los remates de las ventanas. Nada podría haberme tentado a salir de casa.

Jamás he encontrado otra calle que se pareciera a St. Dominique. Estaba en un barrio humilde, entre un mercado y un hospital. En general me interesaba mucho lo que sucedía en ella, y miraba desde las escaleras y las ventanas. Desde entonces pocas cosas me han conmovido tanto como, por ejemplo, la imagen de un cochero tratando de levantar a su caballo caído, la de un cortejo fúnebre bajo la nieve o la de un lisiado que hostigaba a su hermano. Y el olor acre y rancio de sus tiendas y sótanos, los perros, los muchachos, las mujeres francesas e inmigrantes, los mendigos con llagas y deformidades, con cuyos iguales no volvería a toparme hasta que fuese lo bastante mayor para leer sobre el París de Villon, las mismas brisas a lo largo de la estrecha calle, todo eso permanece tan nítido en mi memoria que a veces creo que es el único lugar donde jamás se me permitió encontrar la realidad. Mi padre se quejaba amargamente de la pobreza que le obligaba a criarnos en un barrio marginal y le preocupaba que presenciara demasiadas cosas inconvenientes. Y lo cierto era que las veía: en una habitación sin cortinas, cerca del mercado, un hombre que se erguía sobre alguien en una cama, y, en otra ocasión, un negro con una rubia en el regazo. Pero más difícil era olvidar una jaula con una rata dentro arrojada a una hoguera y dos borrachos que se peleaban, uno de los cuales se alejó sangrando, las gotas rojas desprendiéndose de su cabeza como las primeras y lentas gotas de un aguacero de verano, y detrás de él quedó un sinuoso reguero de gotas de sangre en la acera.

6 de enero

Abt me ha enviado un panfleto que ha escrito sobre el gobierno de los Territorios. Sin duda espera un comentario halagador, y tendré que improvisar uno. Querrá que le diga que nadie salvo él podría haber escrito un panfleto así. Supongamos que intentara decirle lo que he pensado de él. Replicaría fríamente: «No sé de qué me estás hablando». Tiende a dejar de lado todo aquello que no desea comprender.

Más que cualquier otro de mis conocidos, Abt ha tenido siempre la necesidad de ser importante. Muy pronto descubrió que era más rápido, estaba más capacitado que el resto de nosotros y podía sobrepasarnos fácilmente en conocimiento y habilidades. Estaba convencido de que podría sobresalir en cualquier cosa que eligiera. Durante el primer curso en Madison fuimos compañeros de habitación. Ese primer año él estuvo muy atareado, a fin de mantener su excelencia en música, política y los trabajos de clase. Vivir con él tuvo un efecto negativo en mí, porque me retiraba de cualquier campo que él abordara. La gente acudía desde otras universidades para consultarle sobre aspectos doctrinales. Nadie tenía tanta información poco conocida como él; leía publicaciones políticas extranjeras de las que ninguno de los demás habíamos oído hablar, e informes sobre congresos del partido, aquellas hojas mimeografiadas de color pardo sobre decisiones internacionales en Francia y España. Nadie era tan sutil con los adversarios. Tampoco muchos estudiantes recibían tanta atención como él por parte de sus profesores. Unos pocos le temían, y por experiencia evitaban provocarle en público. Al atardecer tocaba el piano. A menudo, cuando iba camino del comedor, me detenía en el edificio dedicado a la música y me pasaba media hora escuchándole. No perdía tiempo madurando, no cometía ninguno de los errores lógicos. Su dominio era demasiado bueno. Aquel invierno era Lenin, Mozart y Locke en un solo hombre. Pero, por desgracia, no había suficiente tiempo para ser los tres. Y así, en la primavera, atravesó una crisis. Era necesario elegir. Pero lo que eligiera, fuera lo que fuese, sería lo más importante. ¿Cómo podría ser de otro modo? Dejó de asistir a las reuniones y de practicar el piano, desterró los informes del partido, considerándolos basura, y decidió convertirse en filósofo político. Hubo una purga general. Todo lo demás quedó descartado. Relegó el Anti-Duhring y La crítica del programa de Gotha al estante inferior de su biblioteca, y los lugares de esos volúmenes en el estante superior fueron ocupados por Bentham y Locke. Ahora se había decidido y, con un fervor absoluto, siguió a los grandes. Como era inevitable, no llegó a la altura de sus modelos. Jamás admitiría que había querido convertirse en otro Locke, pero allí estaba él, desgastándose debido al esfuerzo de la emulación, cada vez más enojado consigo mismo e incapaz de admitir que la escala de su ambición le estaba derrotando.

Es testarudo. De la misma manera que, en los viejos tiempos, le avergonzaba confesar que desconocía un libro o una afirmación que estaba dentro de su competencia, ahora no podía reconocer que su plan se había malogrado. Claro que le molesta aparecer culpable incluso de pequeños errores. No le gusta olvidar una fecha ni un nombre ni la forma correcta de un verbo extranjero. No puede equivocarse, en eso radica su dificultad. Si quieres advertirle de que tiene una fisura en los pies, te responde: «No, debes de estar en un error». Pero cuando ya no le es posible seguir ignorando el problema, te dice: «¿Lo ves?», como si él lo hubiera descubierto.

Por supuesto, padecemos una avidez insondable. Nuestras vidas son tan preciosas para nosotros, que estamos muy atentos para no desperdiciarlas. O tal vez sería más apropiado llamarlo el «sentido del destino personal». Sí, creo que eso es mejor que la avidez. ¿Le faltará a mi vida el espesor de un cabello para llegar a la total realización de sus posibilidades? Valorarse uno mismo y tenerse en una estima desmesurada son cosas diferentes. Y luego están nuestros planes, nuestras idealizaciones. Estos son también peligrosos. Pueden consumirnos como parásitos, devorarnos, engullirnos y dejarnos postrados y exangües. Y, sin embargo, siempre estamos invitando al parásito, como si esperásemos con ansiedad que nos consuman y devoren.

Eso se debe a que nos han enseñado que no existe límite alguno a lo que un hombre puede hacer. Seis siglos atrás, un hombre era aquello para lo que había nacido. Satán y la Iglesia, en representación de Dios, combatían por él, y él, según su elección, decidía parcialmente el resultado. Pero tanto si, después de esta vida, iba al cielo o al infierno, su lugar entre los demás hombres estaba determinado y no era posible protestar de ello. Sin embargo, desde entonces el escenario ha cambiado, los seres humanos se limitan a desplazarse por él y, bajo esta revisión, aquello a lo que hemos de responder es la historia. En aquellos remotos tiempos éramos lo bastante importantes para que las fuerzas sobrenaturales pelearan por nosotros. Ahora, cada uno de nosotros es responsable de su propia salvación, que radica en su grandeza. Y eso, la grandeza, es la roca sobre la que se erosionan nuestros corazones. Grandes mentes, grandes bellezas, grandes amantes y criminales nos rodean. Desde la gran tristeza y desesperación de los Werthers y Don Juanes pasamos a las grandes imágenes dirigentes de los Napoleones; desde estos a los asesinos que tenían ese derecho sobre sus víctimas porque ellos eran más grandes que las víctimas; a hombres que se sentían privilegiados al abordar a otros látigo en mano; a estudiantes y empleados que rugían como leones revolucionarios; a esos proxenetas y criaturas subterráneas, entregados a debates nocturnos en cafeterías, convencidos de que podrían ser grandes en la traición y asir las gargantas de aquellos que, a su modo de ver, estaban la mar de bien presos en las manganas de su morbidez, a sueños de bellísimas sombras abrazándose en una pantalla impoluta. Debido a todo esto, odiamos desmedidamente y, de la misma manera, nos castigamos unos a otros. El temor a quedarnos rezagados nos persigue y enfurece. El temor yace en nuestro interior como una nube. Produce un clima interior de oscuridad. Y, en ocasiones, hay una tormenta. Y el odio y la voluntad de herir se desprenden de nosotros como lluvia.

7 de enero

El departamento de Adler le envía dos semanas a San Francisco. Se marcha mañana. Habrá que posponer nuestra conversación.

8 de enero

John Pearl me escribe acerca de una exposición de sus cuadros en un club femenino de Nueva York. No ha sido un éxito. Por falta de espacio amontonaron sus obras en el comedor, y entonces celebraron tantos almuerzos de la Cruz Roja que nadie podía entrar a ver los cuadros. No vendió ninguno. Una señora que admiraba una naturaleza muerta quería encargar una pintura de flores para el dormitorio de su hija, tres flores en un florero azul. «¿Solo tres? Una cuarta flor solo le costará veinticinco dólares más, y llenará el cuadro. Es algo muy razonable.» Ella reflexionó en la oferta, pero al final decidió que tres sería suficiente. Su marido cultivaba peonías: ella le enviaría las flores y un florero como modelos. «Lo siento», le dijo Johnny. «Creía que hablábamos de rosas. Las peonías son demasiado grandes para ese precio. Tendré que cobrarle diez dólares más por cada flor. Es la tarifa habitual por flores de unos siete centímetros de diámetro. Un limón le costará diez dólares más, sin pelar. Pelado a medias, quince dólares.» «¿Es que hay tarifas para todo?», preguntó ella. Se había vuelto suspicaz. «En cierto modo, sí. Son un poco más bajas que las que acabo de citarle. La Convención de Jones Street de 1930 las rebajó, pero con la inflación...» Entonces la mujer le dio la espalda. «Ethel me dijo que había sido una maldad por mi parte, pero la mujer hablaba tan en serio que no pude resistirme a bromear. No pensé que me haría perder el encargo.»

John aún tiene su empleo en la agencia publicitaria, donde dibuja «caricaturas de los rostros de hombres biliosos y chicas de oficina con jaqueca». Y ese, sigue diciendo, de repente muy serio, «es el mundo adulto, rebosante de sentido común y juicioso. Me llena de júbilo la enorme insignificancia de mi trabajo. Es una tontería. Mis patronos son absurdos. Así pues, el trabajo me proporciona libertad. No tiene ningún secreto. En cierto modo es como si un niño te diera un trozo de pan a cambio de menear las orejas. Es infantil. Soy el único en este edificio de cincuenta y tres pisos que sabe lo infantil que es. Todos los demás se lo toman en serio. Como es un edificio de cincuenta y tres pisos, piensan que debe de ser serio. “¡Esto es vida!”, digo yo, ¡esto es despreciable, necio, nada! El mundo real es el mundo del arte y del pensamiento. Solo hay una clase de trabajo que merezca la pena, el de la imaginación».

Es una idea atractiva, le confiere una vida peculiar, lo separa del tedio envilecido de esos cincuenta y tres pisos. No se inventa esto. Le conozco. No tiene ningún motivo para mentirme. Me está diciendo lo que siente: que se ha escapado de una trampa. Desde luego, eso es una victoria a celebrar. Me fascina, y hace que me sienta un poco celoso. Él puede sostener esa actitud. ¿Puede hacerlo porque es un artista? Creo que sí. Esos actos de la imaginación le salvan. Pero ¿qué decir de mí? No tengo talento para eso. Mi talento, si alguno tengo, es para ser un ciudadano, o eso a lo que hoy se llama, en un tono muy apenado, un hombre bueno. ¿Existe alguna clase de esfuerzo personal con el que pueda sustituir a la imaginación?

Soy incapaz de responder a ese interrogante. Pero, desde luego, él se encuentra en una situación mejor. Está en Nueva York, pintando; y, a pesar de la calamidad, las mentiras y la mierda moral, el odio, el detrito de mal y de congoja dejado caer sobre cada corazón, a pesar de todo eso, él puede mantener cierta medida de limpieza y libertad. Además, esos actos de la imaginación, en el sentido más estricto, no son personales. A través de ellos se vincula a la mejor parte de la humanidad. El lo siente así y nunca puede estar aislado, abandonado. Tiene una comunidad. Yo tengo esta caja de seis lados. Y la bondad se alcanza no en un vacío, sino en compañía de otros hombres, junto con el amor. Yo, en esta habitación, separado, alienado, desconfiado, no tengo en mi meta un mundo abierto, sino una cárcel cerrada y sin esperanza. Mis perspectivas terminan en las paredes. Nada del futuro viene a mi encuentro. Solo el pasado, con su ruina y su inocencia. Algunos hombres parecen saber exactamente dónde están sus oportunidades; se fugan de prisiones y cruzan Siberias enteras en su busca. Una habitación me retiene.

Cuando capturaron en Libia al general italiano Bergonzoli (creo que era Bergonzoli), se negó a hablar de asuntos militares o de la estrategia que condujo a su derrota, pero dijo: «¡Por favor! No soy un soldado. ¡Ante todo soy un poeta!». ¿Quién no reconoce la ventaja del artista en estos tiempos?

11 de enero

La otra noche Iva estaba buscando en los estantes un libro que había dejado allí meses antes y hablaba en voz alta, extrañada de su desaparición.

Yo la escuchaba distraído mientras me cortaba las uñas, guiando la minúscula tijera para evitar que me cortara la carne, y, como suele sucederme con las pequeñas cosas, estaba absorto en la recogida de los recortes cuando de improviso recordé que le había prestado un libro a Kitty Daumler.

—¿Qué libro has dicho que estás buscando?

—¿No me has oído antes? Un libro pequeño, de color azul, Dublineses. ¿Lo has visto?

—Debe de estar por ahí.

—Ayúdame a buscarlo.

—Probablemente está sepultado entre los demás. ¿Por qué no lees otro libro? Hay muchos.

Pero no era posible disuadir a Iva con tanta facilidad. Siguió con su búsqueda, amontonando libros en el suelo, cerca de donde yo estaba sentado.

—No lo encontrarás —le dije al cabo de un rato.

—¿Por qué no?

—Los libros tienden a perderse de vista y reaparecer al cabo de meses. Puede que se haya caído detrás de la estantería.

—Vamos a moverla.

—Yo no. La próxima vez que María haga limpieza general. —Recogí los recortes de uñas con dos dedos y los eché a la papelera—. La verdad es que debería enterrarlos.

—¿Eso? ¿Por qué? —Se puso en pie y apoyó en la pared la espalda cubierta por una bata estampada—. No puedo estar agachada mucho tiempo. Me hago vieja.

—Las uñas, el pelo, todos los recortes y desperdicios del cuerpo. Quizá sea temor a la brujería.

—La puerta ha estado cerrada con llave durante días. El no ha podido habérselo llevado. En cualquier caso, ¿qué haría con Dublineses?

—¿Vanaker?

—Sí.

Iva seguía convencida de que nuestro vecino era responsable de la desaparición de sus frascos de perfume.

—Mañana encontraré el libro —le dije.

—Pero debería estar aquí.

—De acuerdo, debería. Pero si no está, no aparecerá por mucho que te empeñes.

—¿Quieres decir que no está en la habitación?

—No estoy diciendo eso.

—Entonces ¿qué quieres decir?

—Quiero decir que preferirías pasarte la noche buscándolo en vez de leer otro libro.

—Tú mismo me dijiste que lo leyera —replicó ella, indignada—. Insististe en ello.

—Pero eso fue hace mucho tiempo, hace un montón de meses. Deberías haberlo leído en unas pocas horas.

—Sí —dijo ella—. Y ha pasado un montón de meses desde que te interesaste por mí. Últimamente me haces tan poco caso que es como si no estuviera aquí. No prestas atención a lo que digo. Si me ausentara de casa una semana no me echarías de menos.

Recibí esta acusación en silencio.

—¿Y bien? —inquirió ella en tono agresivo.

—No dices más que tonterías.

—Eso no es una respuesta.

—Es la situación en que nos encontramos, Iva. Nos ha cambiado a los dos. Pero no es permanente.

—Quieres decir que pronto te marcharás y ese será el final del asunto.

—Vamos, no rezongues —repliqué irritado—. Es la situación. Sabes que lo es.

—Desde luego, a ti te ha cambiado.

—Pues claro que sí; cambiaría a cualquiera.

Me levanté, tomé el abrigo del perchero y me dirigí a la puerta.

—¿Adonde vas?

—A tomar el aire. El ambiente está muy cargado.

—¿No ves que está lloviendo? Pero supongo que incluso eso es mejor que pasar la velada con una mujer gruñona.

—¡Exacto, es mejor! —exclamé. Se me había agotado la paciencia—. Por diez centavos me darán un catre en un albergue para vagabundos, sin preguntarme nada. No me esperes esta noche.

—Eso es, anuncia a toda la casa...

—Es muy propio de ti que te preocupes por lo que dirán los inquilinos. Que se vayan a hacer puñetas. Es más vergonzoso actuar así que de manera que los otros se enteren. ¡Me importan un carajo!

—¡Joseph! —me gritó.

Cerré la puerta con brusquedad, consciente ya, por debajo de mi cólera, de que esa conducta era indigna de mí y totalmente desproporcionada con respecto a la provocación. Me encasqueté el sombrero para protegerme de la lluvia. Nuestras ventanas, con la luz que se filtraba a través de las persianas, formaban dos rectángulos anaranjados, marcas registradas de calidez y comodidad, contra el aguacero y la oscuridad, el brillo de los árboles, el blindaje de hielo de la calle. Había desaparecido el intenso frío de la semana anterior. Le había sucedido la niebla, que se alzaba como una esponjosa floración gris de las paredes empapadas, se cernía en los patios y sobre los charcos acribillados por la lluvia que reflejaban los cambios de color de los amortiguados semáforos, verde, ámbar, rojo, ámbar, verde, y se extendía calle abajo. Se abrió la ventana del señor Vanaker. Este asía una botella por el gollete, como si fuese la empuñadura de una espada, y la arrojó a la calle. Aterrizó suavemente en el barro, junto a las otras; entre los arbustos había docenas de botellas, por cuyas superficies corría el agua como si gotas de mercurio desprendidas de las chimeneas cayeran sobre ellas. El hombre se apresuró a cerrar la ventana.

Mientras caminaba, mis zapatos, con las punteras en otro tiempo impecables raspadas y dobladas hacia arriba, recibieron la acometida de media docena de escapes de agua. Me dirigí a la esquina, inhalando los olores de ropa mojada, carbón mojado, papel mojado, tierra mojada, que se desplazaban con los jirones de niebla. Una sirena emitió un sonido sordo y distante; cesó y, al cabo de un momento, sonó de nuevo. La farola se inclinaba sobre el bordillo como una mujer que no pudiera regresar a casa hasta haber encontrado la moneda o el anillo que se le había caído en el cieno y el hielo del arroyo. Oí a mis espaldas un taconeo femenino y, por un instante, pensé que Iva había salido en mi busca, pero era una desconocida que pasó bajo el toldo de la tienda en la esquina, la cara difuminada por la vaga luz y la prenda de piel oscura que le rodeaba la garganta. El toldo se ondulaba, y serpentinas de agua se deslizaban a través de sus desgarrones. La sirena sonó de nuevo en el lago, advirtiendo a los remolcadores de los promontorios invisibles en la niebla. No era difícil imaginar que allí no había ninguna ciudad, ni siquiera un lago, sino un pantano y aquel grito desesperado que lo cruzaba; árboles echados a perder en vez de edificios y estolones de enredadera en vez de cables telefónicos. La campana de un tranvía que se aproximaba diluyó esta imagen. Lo paré, pagué el billete y me quedé en la plataforma. No estaba lejos de la casa de Kitty. Si mis zapatos hubieran sido impermeables, habría ido a pie.

No iba expresamente a recoger el libro, aunque, por supuesto, podría pedirle que me lo devolviera ya que estaba allí, sino para ver a Kitty.

No recuerdo las circunstancias en las que me pidió el libro ni por qué me ofrecí a dárselo. Ella no había oído hablar de la obra, y no puedo imaginar de qué le estaba hablando cuando se lo mencioné. Era una confluencia más que yo no podía rastrear ni interpretar. Kitty —pero no lo digo con menosprecio— no es una chica inteligente, ni siquiera lista. Es sencilla, afectuosa, sin complicaciones y práctica. Hace dos años le planifiqué un viaje al Caribe, y al regresar me contó lo bien que lo había pasado y me expresó su deseo de que apreciara algunas de las cosas que había comprado. A tal fin fui a su piso. Ella aceptó mi veredicto sobre sus adquisiciones de turista con tanta naturalidad y me trató con una simpatía tan marcada que, no sin cierta agradable excitación, empecé a pensar que no estaba tan interesada en la valoración de los objetos como en mi persona. A la primera oportunidad que tuve le mencioné a Iva, pero resultó evidente por su reacción, o su falta de reacción, que había dado por sentada mi condición de casado. Me dijo que para ella el matrimonio como tal no existía. Solo existían los seres humanos. Entonces inició una conversación sobre el matrimonio y el amor que no deseo recordar con detalle. Le dejé muy claro que, si bien estaba dispuesto a hablar de tales cuestiones, no me aventuraría más allá de la conversación. Sin embargo, me halagaba que una mujer tan guapa se sintiera atraída por mí. Me estaba diciendo que otras pasajeras del crucero habían actuado de una manera absurda con los guías y los chicos de la playa. Ella no podía soportar esa clase de libertinaje, y las caras latinas bellas, románticas y sin carácter le llenaban de aversión. Aquellos hombres parecían muy insulsos.

Cuando me marchaba, su mano concluyó un gesto posándose amigablemente sobre mi hombro. Confiaba en que volvería a visitarla para charlar. La próxima vez sería yo quien llevara la voz cantante. Ella era también una buena oyente.

No volví a verla durante un mes. Entonces, un día, entró en la Inter-American, se acercó a mi mesa y, sin ningún preámbulo, me preguntó por qué no le había visitado. Le respondí que había estado muy ocupado.

—Pero puedes salir una noche, ¿no?

—Por supuesto, si quiero salir, puedo hacerlo.

—Entonces ¿por qué no vienes el jueves? Podemos cenar juntos.

Últimamente Iva y yo no nos llevábamos bien. No creo que la culpa fuese del todo suya. Yo la había dominado durante años, pero ahora era capaz de rebelarse (como sucedió, por ejemplo, en la fiesta de Servatius). Al principio no comprendía el carácter de su rebelión. ¿Era posible que no quisiera que yo la guiase y formara? Esperaba cierta oposición por su parte. Nadie, habría dicho entonces, nadie llegaba con sencillez y de motu proprio, sin esfuerzo, a valorar las tradiciones más auténticamente humanas, las ciudades celestiales. Tenían que enseñarte a avanzar esforzándote hacia ellas. La inclinación no era suficiente. Antes de que pudieras hacer girar las hélices, tenían que remolcarte fuera de los bajíos. Pero ahora era evidente que Iva no quería que la remolcara. Aquellos sueños inspirados por las grandes damas renacentistas de Burckhardt y las no menos profundas mujeres del neoclasicismo estaban en mi cabeza, no en la de ella. Finalmente supe que Iva era incompatible con mis caprichos pasajeros. Hay cosas como las prendas de vestir, las apariencias, el mobiliario, la diversión ligera, los relatos de misterio, las atracciones de las revistas de modas, la radio, una agradable velada. ¿Qué podía decir uno de todo esto? Las mujeres, razonaba yo, no están preparadas, gracias al adiestramiento, a oponer resistencia a esas cosas. Puedes obligarles a leer a Jacob Boehme durante diez años sin que se reduzca su apetito de ellas; puedes enseñarles a admirar Walden, pero nunca conseguirás que se pongan ropa vieja. Iva estaba formada a los quince años, cuando la conocí, con gustos y desagrados propios que (como, por alguna extraña razón, me oponía a ellos) dejó de lado hasta que llegase el momento en que los pudiera defender o, sencillamente, imponer. De ahí nuestras dificultades. Teníamos los nervios a flor de piel, y las discusiones eran inevitables. Con su nueva actitud de desafío, valiente y aún poco firme, empezaba a disfrutar de su independencia. Yo la dejaba en paz, fingiendo que era indiferente.

Entonces empecé a visitar con frecuencia a Kitty Daumler. Vivía en una casa de huéspedes similar a aquella en la que Iva y yo nos alojamos durante los dos primeros años de nuestro matrimonio, antes de que pudiéramos permitirnos alquilar un piso. En parte culpaba al piso del cambio que Iva había experimentado, y por ello me sentía a gusto en las habitaciones de Kitty. Sus muebles estaban sucios, el papel de pared cerca del espejo estaba manchado de carmín, había prendas de vestir diseminadas por todas partes, la cama estaba siempre sin hacer y ella era descuidada con su aspecto personal, trataba de dominarse el cabello con un simple peine y tiraba de él continuamente hacia atrás, apartándolo de la cara de rasgos firmes, con sus grandes cejas y su ancha boca. Una cara afectuosa, mundana, impúdica y generosa.

Hablábamos de toda clase de cosas corrientes. Uno tras otro, mis amigos estaban abandonando la ciudad. De todos modos, no hallaba ningún consuelo en ellos. No habría podido sostener aquellas conversaciones con nadie más que Kitty, pero había aprendido a discernir a la Kitty real, la joven animada, rolliza, de vivos colores, perfumada y basta que estaba detrás de la charla. Me gustaba. Sin embargo, más allá de la conversación, Kitty y yo no intimábamos. Ella admitía sin tapujos que le «gustaba estar con hombres» si eran de la clase que le interesaba. Cada uno era afable con el otro, y no dejábamos de sonreír. Y la carga de la amabilidad y las sonrisas, tal como ambos la entendíamos, era doble: la intención y su freno; las sonrisas nos frenaban. Yo continuaba sonriendo.

Hasta que una noche húmeda y prematuramente fría a comienzos del otoño, al llegar a su casa la encontré en cama, tomando un té aromatizado con ron. Sorprendida por la lluvia sin protección, se había resfriado. Me senté al lado de la cama, con una taza de whisky que tenía manchas de carmín en el borde (su marca: toallas, fundas de almohada, cucharas, servilletas, tenedores, todo tenía algún toque de carmín). La habitación, en su estado habitual (la lámpara con hojas de bronce, el papel de seda de las cajas de zapatos, la muñeca con el teléfono escondido en su enagua, la escena veneciana enmarcada, la combinación puesta a secar, pendiente de un codo de la tubería de vapor), por alguna razón ya no era el confortable fondeadero de siempre. Yo no sonreía. No había sonreído desde que entré. Ella tomaba la infusión a sorbos, la cabeza erguida en la hendidura entre las almohadas alzadas, la barbilla, cuando bajaba la taza, anidada sobre la otra hendidura, la ilustración del número más bella que existe, la tierna división de la carne que comenzaba muy por encima de la línea de encaje de su camisa de dormir. La sangre se agolpó con rapidez en mi cara. Cuando me habló, estaba abrumado y farfullé mi respuesta. No le había oído.

—¿Qué?

—Te he dicho si quieres traerme el bolso. Está en la habitación de al lado.

Me levanté de un modo desgarbado.

—Quiero empolvarme.

—Sí, claro.

Mis zapatos habían producido una gran mancha gris en la alfombra redonda.

—He dejado mis huellas en la estera —le dije—. Perdona.

Ella se inclinó con la taza en la mano y examinó el desaguisado.

—Debería haberte pedido que te quitaras los zapatos.

—La culpa es mía —repliqué—. Llévala a que la limpien y te lo pagaré.

Mi rubor era cada vez más intenso.

—No, hombre, no quería decir eso en absoluto. Pobrecillo, debes de estar empapado. Descálzate ahora mismo y déjame ver tus calcetines.

Me agaché para desatarme los cordones, la cabeza súbitamente atiborrada de sangre.

—Completamente mojados —dijo ella—. Dámelos y te los colgaré. —Vi que mis calcetines desaparecían debajo de la combinación. Ahora estaba ante mí, tendiéndome una toalla—. Sécate. ¿Quieres atrapar una pulmonía?

Mientras me sentaba en la silla, la mano de Kitty pasó por encima de mi cabeza, asió la cadena de la lámpara y tiró de ella enérgicamente. La oí en la oscuridad, golpeando el casquillo de la bombilla. Aguardé a que finalizara el sonido y entonces alcé la mano. Ella interceptó mis dedos.

—Solo lo retrasaría, Joey —me dijo. Retiré mi mano y me apresuré a desvestirme. Ella palpó alrededor de la silla y se sentó en la cama—. Sabía que más tarde o más temprano lo verías a mi manera.

—¡Cariño!

Lo «vi a su manera» durante dos meses, o hasta que ella empezó a insinuarme que dejara a Iva. Afirmaba que Iva no me trataba bien y que no estábamos hechos el uno para el otro. Nunca le había dado motivos para que pensara tal cosa, pero aseguraba que lo percibía. Yo no tenía ganas de actuar con engaño; la tensión de vivir en ambos campos era excesiva, y eso era impropio de mí, no armonizaba con mi carácter. No tardé en darme cuenta de que en la raíz de todo aquello estaba mi renuencia a perderme algo. Un pacto con una mujer deja fuera de nuestro alcance lo que otras podrían darnos para nuestro goce; las suaves rubias y las afrodisíacas mujeres morenas de nuestra imaginación quedan aparte. ¿Nos iremos de este mundo sin conocerlas? ¿Debemos hacerlo? La avidez de nuevo. En cuanto la reconocí, empecé a concluir mi aventura con Kitty. Se extinguió en el transcurso de una larga conversación, en la que le dejé claro que un hombre debe aceptar sus límites y no puede ceder al alocado deseo de ser todo y todos y todo para todos. Ella se mostró decepcionada, pero también complacida por mi seriedad y el tono en que le hablé, y se sintió honrada porque me dirigía así a su mente, a su naturaleza superior. Convinimos en que seguiría visitándola como amigo. No había nada malo en ello, ¿verdad? ¿Por qué no ser juiciosos? A ella le gustaba, le encantaba escucharme, ya había aprendido mucho. ¿No comprendía, le pregunté, que mis motivos no tenían nada que ver personalmente con ella? En muchos aspectos era reacio... no... no era la clase de hombre que podía tener demasiadas cosas entre manos, concluyó ella por mí afablemente.

Fue un gran alivio, pero el asunto no había terminado. Me sentía obligado a visitarla, al principio, como para asegurarle que la valoraba tanto como siempre. De haber pensado que mi interés por ella había terminado, se habría ofendido profundamente. Pero mis visitas ya no eran obligatorias y unilaterales, pues al iniciarse aquella etapa de mi vida en la que me hallaba en suspenso, era un verdadero alivio ir a verla de vez en cuando para fumar unos cigarrillos y tomar un vaso de ron. La relación con Kitty era cómoda.

El libro desaparecido me recordó que llevaba varias semanas sin verla, y pensé que pasaría el resto de la noche con ella y evitaría reñir con Iva y acostarme de mal temple.

El montante sobre la puerta de Kitty se encontraba a oscuras, pero la habitación no estaba desocupada. Oí su voz antes de llamar. Hubo un breve silencio. Me quité el guante y volví a llamar. El montante de Kitty había sido laqueado porque, desde la escalera, se podía ver fácilmente el interior del piso. Por ello no resultaba fácil saber si las luces estaban apagadas. Y aunque lo estuvieran, era posible que ella se hallase en la pieza contigua, la cocina. Pero al llamar por tercera vez, la luz brilló de repente a través de las raspaduras y los brochazos irregulares del montante. Oí que hablaba con alguien, y entonces el pomo de la puerta giró y apareció Kitty, atándose el cinturón de la bata. Por supuesto, no se mostró encantada de verme y vi, además, que estaba un tanto contrariada. Le dije que pasaba por allí y había decidido recuperar mi libro. Ella no me invitó a pasar, aunque mencioné con una ironía inadecuada que tenía los pies mojados.

—Ahora... no puedo buscarlo. Está todo patas arriba. ¿Por qué no vuelves mañana por la mañana?

—Mañana no sé si podré —repliqué.

—¿Muy ocupado?

—Sí.

Entonces fue ella la que se mostró irónica. Empezaba a gustarle la situación y, con el brazo desenfadadamente extendido en el vano de la puerta, me sonrió. Ahora no parecía en modo alguno molesta porque la había descubierto.

—¿Estás trabajando?

—No.

—Entonces ¿qué es lo que te tiene ocupado?

—Ha surgido algo. No puedo venir. Pero necesito el libro. No es mío, ¿sabes?

—¿Es de Iva?

Asentí. Miré hacia el interior de la habitación y vi una camisa de hombre colgada del respaldo de una silla. De haber avanzado unos pocos centímetros, sé que habría visto un brazo masculino sobre el cubrecama. La habitación siempre estaba caldeada en exceso y, a través de la calima, se difundía el aroma denso y agradable, pero excitante, que había llegado a asociar con ella. Se filtraba al pasillo, donde me encontraba, despertaba en mi interior nostalgia y envidia, y no podía evitar la sensación de que, como un necio, había desperdiciado irrevocablemente el consuelo y el placer que ella me había ofrecido en una existencia desprovista de ambos. Miró atrás y entonces se volvió hacia mí con una sonrisa, pero medio despectiva, como si dijera: «No tengo la culpa de que no sea tu camisa la que cuelga de la silla».

—¿Cuándo puedo tenerlo? —le pregunté, enojado.

—¿El libro?

—Es importante que lo recupere —le dije—. ¿Puedes localizarlo ahora? Esperaré.

Ella pareció sorprendida.

—Me temo que no. Mira, te lo enviaré mañana por correo. ¿Te parece bien así?

—Qué remedio, parece que no tengo más opción.

—Bien, entonces buenas noches, Joseph.

Dicho esto, cerró la puerta. Me quedé en el umbral, mirando el montante. Los haces de luz se apagaron, dejando una superficie parda, mate y manchada. Empecé a bajar la escalera, respirando un aire viciado, con olores a col y tocino y el polvo acumulado en el papel de la pared. Cuando me aproximaba a la primera planta, vi en el piso de abajo, a través de la puerta entreabierta, a una mujer en combinación, sentada ante el espejo, con una navaja de afeitar en la mano, el brazo doblado hacia atrás, un cigarrillo en el borde de la radio a su lado y el humo que se alzaba de dos tenacillas para rizar el pelo. Esta escena hizo que me detuviera un momento; entonces, posiblemente porque había cesado el sonido de mis pasos, o porque notaba que la estaban mirando, la mujer alzó la vista, alarmada; tenía una cara ancha y colérica. Me apresuré a bajar los escalones que quedaban hasta el vestíbulo, con sus atemporales e innominadas colgaduras de casa de huéspedes, sus sillones de felpa, las puertas correderas altas y barnizadas y, en la madera de roble veteada, los pezones de latón de los timbres. Desde diversas partes de la casa llegaban sonidos: de grifos abiertos y freidura, de voces alzadas al discutir o bajadas para apaciguar o persuadir, de canciones populares:

Dinner in the diner

Notbing could be finer

Cbattanooga choochoo...3

de timbres de teléfono, de la resonante radio del portero una planta más abajo. Sobre un pedestal de bronce, Laoconte sostenía en sus manos sufrientes una enorme pantalla de lámpara terriblemente sucia y con festones de ennegrecido encaje. Me abroché los guantes y crucé el portal, diciéndome que Kitty ya habría vuelto a la cama y que ella y su compañero (busqué una manera de decirlo) volvían a estar juntos, el apetito del hombre aumentado por la intrusión. Y si bien no podía encontrar objetivamente ninguna razón por la que ella no pudiera hacer lo que le viniese en gana, de una manera ambigua me sentía celoso e insultado.

La niebla y la lluvia habían desaparecido, suprimidas por un fuerte viento, y, en lugar del pantano imaginado donde la muerte aguardaba en las espesas aguas, sus fauces de lagarto abiertas, había una nítida extensión de calle y árboles de ramas agitadas. El viento había despejado de nubes un trecho de cielo, en el que se veían algunas estrellas. Corrí a la esquina, saltando por encima de los charcos. Vi un tranvía que avanzaba con estrépito, balanceándose en la vía de un lado a otro y arrancando chispas del cable oscilante. Lo abordé cuando aún estaba en movimiento y me quedé en la plataforma, jadeando. El conductor me dijo que era mal asunto saltar al vehículo con un tiempo tan húmedo, que uno debía ser prudente y no correr esos riesgos. El viento hacía traquetear las ventanillas, y su rugido ahogaba el sonido de la campana.

—Menuda tormenta —dijo el cobrador, asiendo la barandilla.

Subieron un soldado y una chica, los dos bebidos; una anciana de cara alargada, lobuna; un policía desastrado, que permaneció en pie con las manos en los bolsillos, de manera que parecía sujetarse el abdomen, y la cabeza gacha, de modo que el mentón le tocaba la solapa; una mujer de falda corta y abultado cuello de piel, las medias arrugadas por encima de las rodillas, los ojos acuosos y los dientes apretados.

Mientras la mujer avanzaba por el pasillo, el cobrador comentó:

—Uno diría que una mujer así, que ya no es moza, estaría en casa junto a la estufa en semejante noche, en vez de viajar en tranvía a estas horas. A menos —siguió diciéndonos al policía y a mí— que haya salido a trabajar. —Y al sonreír mostró los dientes amarillentos.

—¡Próxima parada Dorchester! ¡Dorchester!

Salté del vehículo y me encaminé penosamente a casa contra el viento. Hice un alto bajo un toldo en una esquina y esperé un rato hasta recobrar el aliento. Las nubes se habían retirado y un masa de estrellas titilaba en la negrura hemisférica: el universo, aquella medianoche ventosa, enfrascado en su actividad eterna.

Cuando llegué, Iva me estaba esperando. No me preguntó adonde había ido, y supongo que estaba convencida de que había seguido mi costumbre después de una discusión, la de ir a pasear por la orilla del lago. Por la mañana tuvimos una pequeña charla y nos reconciliamos.

13 de enero

Un día oscuro y pesado. Por la mañana abandoné el lecho sin saber qué haría primero, si calzarme las zapatillas o empezar a vestirme de inmediato, encender la radio para escuchar las noticias, peinarme y afeitarme. Volví a acostarme y me pasé alrededor de una hora serenándome, contemplando las franjas oscuras de las tiras de la persiana proyectadas en la pared de enfrente. Entonces me levanté. Había nubes bajas; por los cristales de las ventanas se deslizaban arroyuelos. Los tejados circundantes —latón verde y rojo crudo ennegrecido— brillaban como tapas de cacerolas en una cocina penumbrosa.

A los once me cortaron el pelo. Fui a almorzar lejos, a la calle Sesenta y tres, y comí sentado a un mostrador blanco entre olores de pescado frito, mirando los pilares de hierro en la calle y los enormes ladrillos del pavimento, como las placas de la sala de calderas en un gran trasatlántico. Por encima del restaurante, en la otra esquina, una hamburguesa con brazos y piernas en equilibrio sobre un alambre ardiente se inclinaba hacia un tarro de mostaza. Limpié el sedimento dulce de mi taza con un trozo de pan y salí a pasear entre los grandes copos que se fundían. Entré en una tienda de todo a diez centavos, examiné las tarjetas humorísticas de San Valentín, pensé en comprar sobres, pero me decidí por una bolsa de bombones. Me los comí con avidez. A continuación me atrajo una galería de tiro. Pagué por veinte disparos y usé menos de la mitad, sin acertar ni una sola vez en el blanco. De nuevo en la calle, me calenté junto a un barril de petróleo en cuyo interior había una fogata, cerca de un quiosco de prensa con su pared de revistas alzada bajo el abrigo del ferrocarril elevado. Escenas de amor y horror. Luego fui a una sala de lectura de Christian Science y tomé el Monitor. No lo leí. Permanecí sentado con el periódico en las manos, tratando de recordar el nombre de la compañía cuyas estufas de gas se anunciaban en la primera página del Manchester Guardian. Poco después me encontraba de nuevo en la calle, delante del gimnasio de Coulon, mirando fotografías de boxeadores. «Young Salemi, ahora con los Rangers4 en el Pacífico Sur.» ¡Qué hermosura de hombros!

Inicié el regreso, eligiendo calles con las que no estaba familiarizado. Resultó que no eran diferentes de las que conocía. Dos hombres estaban serrando un árbol. Un perro se abalanzó desde detrás de una valla, sin avisar, ladrando. Detesto a esos perros. Un hombre enfundado en un chaquetón y con botas rojas estaba en el centro de un solar, arrojando cajas a un fuego. En la ventana alta de una casa de piedra, un niño, un muchacho rubio, jugaba a ser rey con una corona de papel. Llevaba una manta sobre los hombros y, a modo de cetro, sus delgados dedos sujetaban un delgado palo verde. Al verme, de repente convirtió el cetro en una escopeta. Me apuntó y disparó, moviendo los labios para exclamar: «¡Bang!». Sonrió cuando me quité el sombrero y señalé consternado un agujero imaginario.

El libro llegó con el correo del mediodía. Esta noche lo encontraré. Espero que sea el último engaño que se me impone.

14 de enero

Hoy me encontré con Sam Pearson, el primo de Iva, en la calle Cincuenta y siete.

—Vaya, no esperaba verte —me dijo—. ¿Todavía estás entre nosotros?

Él sabía que lo estaba.

—No estoy en Alaska —repliqué malhumorado.

—¿Y a qué te dedicas últimamente?

—No hago nada.

Él sonrió, aceptando mi broma.

—¿Quién me dijo que estabas siguiendo un curso en una escuela de comercio...?

R: «Eso es solo un rumor».

P: «¿Qué haces entonces?».

R: «Me limito a vivir a expensas de Iva».

Él sonrió de nuevo, pero ya no estaba seguro de sí mismo.

P: «Tenía entendido que estabas estudiando o algo por el estilo.»

R: «No, me paso el día en casa sin hacer nada».

P: «¿Nada?».

R: «Absolutamente nada».

P: «Bueno, supongo que todos nos incorporaremos pronto a filas, ¿verdad?».

(Sam tiene tres hijos medio crecidos.)

R: «Si la falta de hombres se intensifica».

Era hora de que fuese descortés con Sam. Con su manera de interrogarme, siempre ha ejercido sobre mí una tiranía social o familiar, comprobando hasta qué punto soy apropiado para Iva. Sin duda informará de esto a los Almstadt.

15 de enero

Cuida de ti mismo, y así servirás mejor al mundo.

Ayer tuve una charla con el señor Fanzel, el sastre, un caballero alsaciano. La primavera pasada compró hilo de Lille, unos doscientos carretes, a un precio de ganga. Pagó veinticinco centavos por carrete; hoy el precio es de setenta y cinco centavos. No tiene intención de vender ninguno. El aumento repercute en las prendas que confecciona, y ahora está más ocupado de lo que estuvo en su mejor año, 1928. Uno de sus clientes acaba de encargarle seis nuevos trajes y dos chaquetas deportivas. «Puede que muy pronto me quede sin material. Tengo que mirar hacia el futuro. Así que subo el precio», dice el señor Fanzel. Esta es su clase de prudencia, la prudencia comercial. Si todo el mundo cuida del número uno, el bienestar general está asegurado. Hace un año el señor Fanzel me cosió un botón de la chaqueta gratis; este año me ha cobrado quince centavos. Puede que haya utilizado su precioso hilo de Lille, o es posible que esta vez el valor de su tiempo se haya incrementado, ahora que tiene tantos clientes. El señor Fanzel está asustado. Exteriormente da muestras de confianza y de que está capeando el temporal, pero manifiesta su terror de muchas maneras. Los inquilinos de su edificio que hace cuatro años vivían del socorro estatal, ahora se han convertido en trabajadores de defensa muy bien pagados, y uno de ellos, para su consternación, la semana pasada bajó a su casa y le encargó un traje de ochenta dólares. Hasta ahora, los clientes del señor Fanzel han sido los ricos del distrito de Kenwood. No podía dejar de hablar de ese inquilino al que en otro tiempo estuvo a punto de desahuciar y que ahora gana ciento diez dólares a la semana. El señor Fanzel solo es dueño de las tijeras y las agujas, no del destino más amplio que produce tales cambios, y, en su temor, con guerras, inquilinos transformados y, tal vez, incluso la sombra del avión derribado de Jeff Forman cruzando su seguridad, resuelve protegerse cobrando ochenta dólares por trajes que valen cuarenta y quince centavos por un botón que antes cosía por amabilidad. El señor Fanzel es inocente. Culpo al clima espiritual. En ese clima disfrutamos de la hazaña de Jeff Forman sin dedicarle un pensamiento y no digamos una palabra de gratitud. La oferta es la oferta y la demanda es la demanda. Estarán satisfechos, ya sea con peines, pífanos, caucho, whisky, carne en mal estado, guisantes enlatados, sexo o tabaco. Gracias a una maravillosa providencia, para cada necesidad hay un empresario. Puedes encontrar un hombre que entierre a tu perro, te restriegue la espalda, te enseñe suahili, te haga el horóscopo, asesine a tu competidor. Todo esto es posible en la megalópolis. En los tiempos de John Law, el especulador escocés, había un lisiado parisiense que se instalaba en la calle y alquilaba su joroba como pupitre a personas que no teman un lugar conveniente para realizar sus transacciones.

¿Qué puede hacer el pobre señor Fanzel? Debe ganar dinero mientras pueda; forma parte de la gente insignificante.

Apenas logró conservar su propiedad durante la Depresión. Aunque sabe que no trabajo, debe cobrarme quince centavos por coserme el botón. De lo contrario, debido a su misma amabilidad, puede encontrarse entre los últimos de la cola, donde el diablo, que está tan adelantado entre los de la cabecera que ha dado otra vuelta, puede atraparle. Y si el señor Fanzel mantiene sus precios bajos y se permite impulsos de caridad, ¿quién le proveerá de su asado, su col, su panecillo y su café, su cama, su tejado, su Tribune matutino, su entrada de cine y su tabaco Prince Albert?

Me mostró un artículo del ex presidente Hoover en el que abogaba por la abolición de todo control de precios, estimulando así la iniciativa manufacturera en interés de la incrementada producción armamentística.

—¿Qué le parece? —me preguntó.

—¿Qué le parece a usted, señor Fanzel?

—Un plan así salvaría al país.

—Pero ¿debemos pagarles para que salven al país? ¿No tienen ninguna otra razón para fabricar esas cosas?

—Se dedican a los negocios.

—¿No están ganando ahora montones de dinero?

—Si ganan más será mejor para todo el mundo. Son los negocios. —Se echó a reír y sacudió la mano—. Usted no lo entiende. Ellos trabajarán más duro y nosotros ganaremos la guerra antes.

—Pero los precios subirán, y entonces más dinero equivaldrá a menos dinero.

—No, desde luego no lo entiende usted —replicó él, y su risa se abrió paso entre los pelos de color jengibre de la nariz y el bigote.

—Dígame, señor Fanzel, cuando le hace un vestido a su esposa, ¿también se lo cobra?

—Solo confecciono prendas de caballero, no de señora.

Dejé tres monedas en el mostrador y tomé la chaqueta.

—Piénselo —me dijo cuando me marchaba—. No eligen a un hombre presidente por nada.

Salí de la sastrería manoseando el botón que durante semanas había amenazado con caerse, sopesando el valor de su estabilidad contra el de los quince centavos, que representaban tres tazas de café o tres cigarros o un vaso y medio de cerveza o cinco periódicos matutinos o algo menos de un paquete de cigarrillos o tres llamadas telefónicas o un desayuno. Como habían retenido la paga de Iva en la biblioteca, prescindí del desayuno. Esta semana el dinero ha escaseado. Pero no me inquieta saltarme una comida de vez en cuando. No consumo tantas calorías como un hombre activo y tengo suficiente reserva de grasa. Estoy seguro de que el señor Fanzel se habría consternado de saber que me había privado de la tostada y el café, pese a que tiene todo el derecho teórico a una conciencia limpia. Debería cuidar de mí mismo. Recuerdo las palabras del personaje Luzhin en Crimen y castigo. Ha estado leyendo a los economistas ingleses, o afirma haberlo hecho. Dice: «Si cortara mi chaqueta por la mitad, a fin de beneficiar a algún desdichado, no se beneficiaría nadie. Los dos temblaríamos de frío». ¿Y por qué han de temblar los dos de frío? ¿No es mejor que uno de los dos esté caliente? Una conclusión irrefutable. Si le dijera esto al señor Fanzel (sin mencionarle el desayuno), desde luego estaría de acuerdo. La vida es dura. Vae victis! Los desdichados deben sufrir.

16 de enero

Un día bastante tranquilo.

18 de enero

Esta mañana me quedé sentado mirando a Marie mientras cambiaba las sábanas, quitaba el polvo y limpiaba las ventanas. Verla en las ventanas me fascinó de una manera especial. Era tan solo su trabajo, pero incluso ella parecía obtener de la tarea un sereno placer, mientras seguía con los ojos el movimiento del trapo, tiraba de los marcos adelante y atrás sobre sus cables resonantes y movía la curva línea del agua cada vez más arriba de uno a otro lado del cristal sucio.

Limpiar una superficie sucia: una actividad muy sencilla, muy humana. Cuando lustro zapatos soy parcialmente consciente de ella. En esos momentos en que limpiaba la ventana, ¡qué diferente era Marie, qué puramente humana mientras restregaba el cristal! A veces me pregunto si limpiar puede ser una fuente de placer en su totalidad. Es una actividad demasiado apremiante; a veces te absorbe en cuerpo y alma. «Ah, yazgo lleno de inquietud, preguntándome qué emergerá mañana.» Pero tiene su importancia como una noción de centro, de equilibrio, de orden. Una mujer la aprende en las cocinas de su infancia, y se ramifica desde los fregaderos, las ventanas, las superficies de las mesas, hacia las caras y las manos de los niños, y entonces puede convertirse, como les sucede a algunas mujeres, en una parte de la naturaleza de Dios.

19 de enero

Susie Farson vino con lágrimas en los ojos para preguntarle a Iva qué hacer con respecto a su marido. Me retiré y las dejé hablar. Susie y su marido libran una pelea interminable. Él, Walter, es un muchacho rubio de Dakota, de cutis rojizo, saludable, y de mandíbula bien marcada, la clase de tipo que suele atraer a las chicas de ciudad. Susie, que fue compañera de escuela de Iva, tiene seis años más que él. A Walter le molesta esta diferencia de edad, le molesta verse atrapado en el matrimonio y, sobre todo, le molesta el bebé, Barbara. Hace poco Iva, indignada, me pidió que la emprendiera a mamporros con él por haber amordazado a la niña con un pañuelo porque le impedía dormir. La semana pasada le apretó las mandíbulas por la misma razón, y a punto estuvo de asfixiarla. Esta semana ha golpeado a Susie, dejándole la cara amoratada. Iva aconseja a su amiga que le abandone, y Susie le dice que se propone hacerlo.

20 de enero

Iva y yo nos encontramos en el centro a las seis. La ocasión era nuestro sexto aniversario de boda. Ella había decidido que nos merecíamos una celebración. Nos habíamos saltado la de Nochevieja. Había finalizado un mal año... razón de más para una buena cena y una botella de vino francés. Ella estaba decidida a que esta no fuese una velada más.

Tomé el ferrocarril elevado y me apeé en la estación de Randolph y Wabash. En un extremo de la calle había curvas líneas rojas y, en el otro, una franja negra, suave como un trazo de carbón, de la que pendían las minúsculas luces de la orilla del lago. En el andén, la multitud a la hora punta se fundía bajo los haces luminosos de los trenes que llegaban. A cada tren le seguía un intervalo de oscuridad, cuando las luces gemelas encarnadas del último vagón desaparecían renqueando alrededor de la curva. Chispas procedentes de la calle que discurría por debajo llegaban a la escala horizontal de traviesas, donde se extinguían. Las palomas bajo los tiznados aleros de plancha de hierro dormían ya; sus sombras, que parecían enguatadas, incidían sobre las vallas publicitarias y, a cada tren que pasaba, aleteaban como si un merodeador hubiera saltado desde el tejado a su percha.

Caminé a lo largo de la calle East Randolph, deteniéndome ante los escaparates para mirar los suculentos pasteles y frutos tropicales. Cuando llegué al gris callejón paralelo a la biblioteca de donde salen los coches en dirección al sur, vi a un hombre tendido delante de mí, y enseguida estuve en el centro de una gran multitud y, a una distancia que no podía ser tan grande como parecía, un policía a caballo apostado junto a un coche Cottage Grove miraba al suelo desde lo alto de su montura.

El hombre caído iba bien vestido y era de edad más que mediana. Tenía el sombrero aplastado bajo la voluminosa y calva cabeza, la lengua le asomaba entre los labios y estos parecían hinchados. Me agaché y tiré del cuello de su camisa. Saltó uno de los botones. Por entonces el policía había avanzado. Retrocedí, limpiándome las manos en un trozo de papel. Juntos miramos la cara del hombre caído. Entonces la cara del policía me llamó la atención. Era larga y estrecha como una bota. Las facciones estaban muy marcadas, rojizas, curtidas por el viento, la mandíbula era potente, las patillas blancuzcas, cruzadas por las correas de la rígida gorra azul. Tocó su silbato de acero, aunque la señal no era necesaria. Otros hombres uniformados se dirigían ya hacia nosotros. El primero en llegar era muy mayor. Se agachó, metió las manos en los bolsillos del caído y sacó una cartera anticuada, sujeta con una correa, como la de mi padre. Sostuvo en alto una tarjeta y deletreó el nombre. El holgado abrigo de la víctima estaba levantado por detrás, el pecho y el abdomen se alzaban al unísono mientras, con una especie de ronquido, se esforzaba por respirar. Despejaron el camino para la ambulancia que se aproximaba, cuya campana sonaba con rapidez; los espectadores se apartaron, reacios a retirarse. ¿Se volvería gris la cara roja, las manos húmedas dejarían de moverse, le caería la mandíbula? Tal vez era tan solo un ataque epiléptico.

Mientras me retiraba con los demás, me toqué la frente; había empezado a escocerme. Las yemas de mis dedos buscaron el rasguño que tía Dina dejó en ella la noche en que murió mi madre. La enfermera nos llamó, y acudimos corriendo desde todos los lugares de la casa. Mi madre aún podría estar viva, aunque tenía los ojos cerrados, pues cuando tía Dina se abalanzó sobre ella, pareció que torcía los labios en un último esfuerzo por hablar o dar un beso. Tía Dina gritó. Intenté apartarla del cuerpo, y ella me atacó, arañándome furiosamente. Durante aquellos instantes de desconcierto, mi madre expiró. La estaba mirando, con la mano en la cara, y oía gritar a tía Dina: «¡Quería decirme algo! ¡Quería hablar conmigo!».

Para muchos espectadores fascinados, la figura del hombre en el suelo debía de haber sido lo mismo que era para mí: un presagio. Derribado, sin previo aviso. Una piedra, una viga, una bala chocan con la cabeza, el hueso cede como cristal de un horno tosco; o un enemigo más sutil se libra de las ataduras de los años; la negrura desciende; yacemos, un gran peso en la cara, tensándonos hacia el último aliento que llega como el crujido de la grava bajo una pesada bota.

Subí los escalones de la biblioteca y desde allí vi la alta ambulancia azul que se alejaba del estrecho callejón, el sereno caballo apartándose del coche.

No le conté nada de esto a Iva; quería ahorrárselo. Pero yo no podía ahorrármelo, y durante la noche varias veces la imagen del hombre caído se interpuso entre la comida y yo, y dejé el tenedor a un lado. No disfrutamos de nuestra celebración. Ella pensó que estaba enfermo.

21 de enero

Susie Farson llegó muy agitada y nos dijo que ella y su marido se iban a Detroit. El Departamento de la Guerra le ha ofrecido a Walter un curso de adiestramiento en comunicación por radio. Ella confía en que la admitan en la misma escuela. Dejan el bebé al cuidado de la hermana de Farson, que trabaja en un restaurante del centro.

—Cuidará de ella. Janey adora a la niña. Os escribiré para deciros cómo nos va. Ah, Iva, te agradeceré que vayas de vez en cuando y me digas qué tal está. Te daré la dirección de Janey.

—Por supuesto —replicó Iva, pero fríamente. Susie se apresuró a marcharse, y entonces Iva me dijo—: ¡Esa idiota! ¿Y si le ocurre algo a la criatura?

—No quiere perder a su marido —comenté.