XII

Para el mediodía, la temperatura había aumentado, y Corde se alegró de verse en la calle después del frío congelador de la sala abovedada. Saliendo del apartamento en compañía de Vlada Voynich, Corde se ventilaba los pulmones. Todo aquel día había tenido la sensación de estar haciendo un esfuerzo constante por recalentarse la sangre y despejar el humo de sus tubos respiratorios. Antes de salir de la casa en compañía de Vlada, había tenido justo el tiempo suficiente para comer una rebanada de pan con mantequilla y echarse al coleto un buen trago de aguardiente balcánico de ciruelas, una bebida muy fuerte, desde luego, pero que le recorría las extremidades en lugar de empaparle el cerebro; sus manos y sus pies le parecían más tensos, e incluso la superficie de su rostro le picaba en aquel momento, como si algún amigo le hubiese dado en ella unos pocos sopapos por su propio bien. No se sentía completamente normal: la fiebre interior, hielo en el sistema, se sentía como desarticulado. Pero, ¿por qué motivo tenía que sentirse normal? En el crematorio había tenido que someterse a un ensayo de muerte, y la muerte no es cosa que se ensaye gratis, siempre tiene que costar algo.

Vlada, mirándole desde un lado, evidentemente se dio cuenta de que no tenía buen aspecto, y le dijo:

- Te ha resultado duro todo esto, ¿no?

Esto, por alguna razón, resultaba inaceptable. Corde se defendió contra su comprensión.

- ¿Te refieres a todo este mes de diciembre? Bueno, he tenido tiempo para mí mismo, y he podido dormir todo lo que necesitaba. El apartamento es muy tranquilo, aunque el teléfono suena constantemente. El cuarto de Minna era una especie de sagrario. Es a Minna a quien le está resultando duro.

- ¿Cuándo quieres que hablemos de lo que tenemos que hablar?

- Pues, si no hace demasiado frío, y el sol sigue luciendo, me gustaría» hablar al aire libre, mejor que en un café.

- Hay un pequeño parque justo al otro extremo de la calle. O, por lo menos, lo había.

- Sigue habiéndolo. Minna me lo señaló el otro día…, está cerca de su antiguo colegio.

Vlada era una mujer en quien se podía tener confianza…, era maciza, muy grande, con el rostro ancho, de edad mediana, tranquila, sincera, de piel muy blanca, de una blancura espesa, casi opaca. Por causa de la longitud de su sonrisa, de sus ojos pardos, tenía algo en común con Elfrida, la hermana de Corde. Su pelo, como el de Elfrida, está muy mal teñido, de un tono demasiado oscuro. Corde habría vacilado en tocarlo. Los teñidos y los fijadores le quitan la vida al pelo, pero Vlada, indudablemente, había tenido en cuenta esta consideración, y, además, era química, de modo que tenía que saber lo que los fabricantes ponen en sus tintes y en sus preparados.

Se acomodaron en un banco soleado, entre dos árboles podados…, las ramas, enanas, nudosas y moteadas de brotes aún sellados en las randas agrupadas en racimos, y los troncos envueltos en sus suaves pieles invernales.

- Qué agradable.

Corde se echó el sombrero hacia atrás, para protegerse la nuca del frío. Era poca cosa aquel parque, mal conservado, pero se alegraba de estar allí, en compañía de Vlada. Se fiaba de ella, su presencia le animaba. La abundante cabellera, con raya en medio, que le caía en dos grandes ondas, los dientes grandes, el aliento femenino reconfortante…, para él todos aquellos eran elementos estabilizadores. Vlada había estado casada en otros tiempos, hacía muchos años. Su ex marido había sido, según ella contaba, un miembro de la población mundial, cada vez más numerosa, de locos de atar civilizados. Una verdadera lástima, porque Vlada habría podido ser una esposa sólida y estable, llena de cálidos abrazos; habría sido comprensiva, inteligente, digna, pero, sobre todo, estable. Corde con frecuencia examinaba de esta manera a las mujeres que parecían hechas para el matrimonio, cultivaba sus ideas sobre ellas…, aunque, quizá, la palabra ilusiones fuera más exacta.

- ¿No tendrás noticias para mí sobre el caso Lucas Ebry, eh, Vlada?

- Sólo lo que traen los periódicos, quizás un poco más, pero por ese estilo.

- Tendrán que comunicar pronto el veredicto. ¿Te ha dado Alee Witt algún recado para mí?

- Me dio un sobre. Lo dejé en el apartamento… Mi hermano me dijo algo sobre el coronel. Bueno, ahora ya te habrás dado cuenta de lo que es nuestro país.

- ¿Vuestro país? Yo pensaba que tú eras de Serbia.

- Y lo somos. Voynich es apellido serbio. Pero mi hermano se casó con una rumana, por eso vine aquí cuando tenía veinte años.

- ¿Y qué es lo que te dijo tu hermano sobre el coronel?

- De primera mano no sabe nada, pero la gente de ese tipo suele hacer sus primeras armas en la administración de prisiones, a veces también en las llamadas instituciones psiquiátricas, que es donde encierran a los disidentes.

- Lo hacen todo al estilo ruso. Si uno es un disidente, incapaz de darse cuenta de que vive en un paraíso socialista, es porque tiene que estar mal de la cabeza… El coronel este tiene que ser muy influyente.

- Bueno, lo más probable es que la decisión en un caso como éste se tomase más arriba.

- ¿Por qué?, ¿porque Minna había desertado? A Valeria no le gustaba nada esa palabra. La verdad es que el régimen no podía ver a Valeria. ¿Por qué? ¿Algo que ver con la clase social?

- Valeria no era boyarda. El partido es duro con las viejas familias boyardas. Era comunista, de eso no cabía duda, pero no podía quitarse de encima sus maneras de dama distinguida. Además, era simpatizante de Dúbcek. Bueno, sea ello lo que fuere, lo cierto es que ya se ha muerto.

- Sí. A mí me sorprende que se molestasen tanto en un caso como éste, sin verdadera importancia política…, una madre y su hija, nada más. Probablemente para dejar bien claro que aquí nadie tiene derechos particulares, lo cual, por otra parte, ya lo sabe todo el mundo. Pero, como dices tú muy bien, ya se ha muerto… Me habría gustado hablar con tu hermano, me dijo que teníamos que dar un paseo.

- No podría, Albert. No habla. Si tienes una conversación con un extranjero, debes mandar un informe a las autoridades, y mi hermano tiene que andarse con mucho cuidado con las autoridades. Y, a propósito, si alguna de las amigas del colegio de Minna hubiera querido invitarla a su casa, habría tenido que conseguir permiso oficial en un departamento que se llama Protocól. Sin Protocól no podrían lo que se dice ni ofrecerle una taza de té.

- ¿De modo que tu hermano no quiso correr el riesgo?

- Mi hermano ha pasado diez años en la cárcel, por ser socialdemócrata. La mayor parte de ese tiempo estuvo incomunicado. Pero venía de visita una delegación del partido laborista británico, que lo conocían de antes, y cuando se les preguntó a qué gente querían ver, dieron su nombre, de modo que lo sacaron de la cárcel donde estaba incomunicado, le lavaron, le afeitaron, le dieron ropa y le pusieron en un apartamento, y recibió instrucciones de invitar a cenar a la delegación británica. Eran las seis de la tarde, más o menos. Los invitados llegarían a las siete. A eso de las seis y cuarto llegó su mujer, que había estado también en la cárcel, diez años, y ni él ni ella sabían si el otro estaba vivo todavía. Llevaba un vestido muy mono. No tuvieron tiempo de hablar, y además la cocinera era agente de la Policía. El timbre iba a sonar de un momento a otro…

- ¡Qué cosas! Y los visitantes no se dieron cuenta de nada, ¿no es eso? Como George Bernard Shaw en Rusia. Como Henry Wallace. El viejo truco de las aldeas de Potemkin… (

[13]). Y, después de todo aquello, ¿no volvieron tu hermano y su mujer a la cárcel?

- No, no volvieron… Su mujer murió el año pasado.

¿En el terremoto? Corde decidió que lo mejor era no preguntar. A lo mejor pasé junto a la lata que contenía sus cenizas.

- Y mi hermano ahora vive solo -prosiguió Vlada-, sin complicaciones. Pero nada de paseos con extranjeros. Lo sintió mucho, me dijo que parecías sympa, y yo le dije que había acertado. También Beech te encuentra sympatique.

- A mí también me cae bien él.

- ¿Tuviste tiempo de leer el material que te di?

- ¿Tiempo? He tenido tiempo de sobra, no he tenido otra cosa. Apenas si he salido de la casa. Minna tenía miedo de dejarme salir solo, pensaba que a lo mejor me detenían con cualquier pretexto, y que eso habría complicado las cosas excesivamente. A lo mejor es que exageraba, pero no discutí con ella. Lo mejor era estarse en casa. Sí, leí todos esos papeles.

- Pero del material técnico no te di nada.

- Sí, ya me di cuenta. No tenía sentido cargarme de datos químicos que, además, no iba a entender.

- ¿Y qué te parece?

- Te diré…, ¿que qué me parece? Pues me interesó, aunque el peligro me preocupó. Como es natural, soy un norteamericano interesado por mi patria, y quiero poner fin a las cosas que están mal, y promocionar las que están bien. Quiero la victoria de la democracia y que la civilización siga adelante, pero no quiero convertirme en un ecologista. Eso, para mí, sería una pérdida de tiempo, y la verdad es que ya no me queda tiempo que perder.

- Beech no se considera ecologista. Piensa que quizá no comprenderías lo que él persigue, y me ha encargado que te lo explique más a fondo. Para empezar, tiene confianza en ti.

- ¿Y cómo es posible eso? Sólo nos hemos visto dos veces…, o tres, no recuerdo. No es suficiente.

- Ha leído tus cosas.

- Porque le obligaste tú.

- Bueno, sí, pero piensa que, en lo tuvo, eres un artista, no el tipo corriente de periodista.

Corde bajó la cabeza y dejó pasar esto. Vlada estaba tratando de calmarle a fuerza de halagos. ¿Es que se le notaba muy nervioso? Probablemente, bastante. ¿Y por qué sería eso?

- Bueno, pues, si soy una especie de artista, será porque me dedico a una especie de arte. Me gustaría saber en qué consiste.

A la luz invernal, el rostro de Vlada era de un blanco intenso. Le miró de frente, a los ojos, pero Corde ya no tenía la misma confianza de antes en esas miradas francas y abiertas. No era que no se fiase de Vlada, sino que la gente nunca era tan sincera como se proponía ser. No podían garantizar que sus intenciones eran firmes y constantes. Sí, la constancia. El amor no cambia cuando encuentra cambios a su paso, y, en cualquier caso, ¿qué tenía que ver el amor con esto? Lo único que perseguía Vlada era hacerle ver que podía fiarse verdaderamente de ella, y lo que Corde estaba pensando era: estoy pálido, no me encuentro bien, tengo muy mal aspecto, me siento nervioso e inquieto…, estoy como desparramado (decía todo esto citando a Shakespeare fuera de contexto), Vlada quiere ser amable conmigo, he pasado una mañana muy difícil, y todavía no se me ha quitado de encima, bueno, de acuerdo, me fío de ti, Vlada, pero lo que tú quieres es que acepte el trabajo ese. Probablemente le sorprende que no acepte el trabajo lleno de alegría, es un honor. Hay que convenir en que tiene los ojos muy bonitos, de un color castaño, una mirada abierta, es el contraste de ese color oscuro con la tez tan blanca lo que llama la atención, y estos ojos, sin duda, me están comunicando una proposición de la que no me fío del todo. Estoy dispuesto a ceder ante los beaux yeux, de acuerdo, pero no necesariamente a la proposición. Pero Vlada es buen elemento, es como Dios manda, y la escucharé hasta el final, o será ella quien me escuche a mí hasta el final. Es fiel a Beech, y eso se lo envidio a Beech, porque sin duda está bien apoyado. Y si Beech no fuese también un buen elemento no gozaría de tales fidelidades. No, eso puede no ser así.

Ella dijo:

- He trabajado diez años con él, y te lo recomiendo de veras.

- Su aspecto me gusta. Es uno de esos tipos campesinos norteamericanos, que huelen a semilla de heno y se convierten en genios mundiales. Me recuerda a Ichabod Crane.

Vlada dijo:

- También tu aspecto engaña mucho.

Voz de bajo, maneras suaves, aspecto sencillo…, sí. Y Corde dijo:

- En Huckleberry Finn hay un payaso de circo que se cae siempre que está sobre sus propios pies, pero es un gran acróbata y un gran artista ecuestre. A lo mejor ése es el modelo clásico norteamericano…, que parece poca cosa a primera vista, pero, en cambio, es capaz de dar saltos mortales sobre la grupa de un caballo al galope. En fin, no me andaré con rodeos contigo, Vlada, en un día como éste.

En aquel mismo momento, Valeria estaría entrando en el fuego, el horno rugiente que consumiría su cabello, el pañolón de seda, su vestido verde, fundiría sus botones de plata cincelada, destruiría su piel, fundiría la grasa, reventaría los órganos, llegaría a los huesos, penetraría hasta el cráneo…, el fuego que refina, una esfera de oro rabioso, un sol, una estrella diminutos.

Corde se calló.

- ¿Qué estabas diciendo? ¿En un día como éste?

- Sí. Me parece que me duele la cabeza, tengo los ojos fatigados. ¿No tendrías por casualidad tylenol en el bolso? Lo puedo tomar sin agua.

- No, ¿es que te estoy dando dolor de cabeza con mi insistencia?

- No. El director me dio a entender que no debo meterme en este asunto, que podría perjudicar a Beech asociarse conmigo. No quiero poner a Beech en primera línea, ya tiene bastantes problemas.

- Sí, el director tuvo una conversación con Beech.

- Y le sugirió que podría meterse también en el lío, este en que estoy yo metido, ¿no?

- Bueno, pero no sé si eres tan peligroso como piensas. Es un pequeño disgusto local. Beech respondería a esto que sus hallazgos conciernen al Homo sapiens en general, y al futuro de la especie.

- Sí, de eso ya me doy cuenta. No hace más que hablar del Homo sapiens y de la evolución de los homínidos.

- Lo que le ha impresionado, y es ésa la palabra que usó, es que tú no eres disputador, que no vas por ahí buscando meterte en líos. Pero el antagonismo de la gente en Chicago es cosa que no tiene importancia. Él está en otra dimensión. -A Corde le gustaba oír expresiones como aquélla en boca de extranjeras-. Además, Beech y el director nunca se llevaron bien. Por ejemplo, si vas a Washington y testificas que hay que poner fin a la extracción y la fundición de plomo y que hay que poner coto a la industria de la alimentación y a la industria conservera, y que Estados Unidos debiera ponerse a la cabeza de una campaña mundial para proceder a la limpieza inmediata del aire y el agua, aunque cueste miles de millones de dólares…

- Nada de eso serviría para llenar las arcas de la Universidad. Y, además, nos mete en líos con el Gobierno federal. Y Witt lo que querría es mantenernos separados…, fíjate, un hombre de ciencia extravagante y un decano que anda mal del coco…

- ¿Y por qué te preocupa tanto Witt?

- No, no es que me preocupe. La Universidad conmigo se ha portado bien. Hasta Witt ha hecho cuanto ha estado en su mano.

- Aumentó la recompensa para quien dé información sobre el asesinato. De modo que, si él piensa que tú no le sentarías bien a Beech, no debes llevarle la contraria. Esto no es más que política administrativa. Lo que tienes que hacer tú es ir más allá, mucho más allá. Beech no sabe hacerse entender. Dice que si tratara de hacer él esto acabaría como Bucky Fuller, dando conferencias que no entendería nadie. Yo no es que diga nada en contra de Fuller…, es estupendo. Lo que quiero decir es que hay una especie de culto público en torno a los especialistas estrambóticos y lleno de altos ideales que predican la salvación por medio de los alimentos orgánicos…, cómo conservar las decrecientes reservas de agua en caso de explosión demográfica. Pero procura comprender los obstáculos con que debe enfrentarse Beech. Tiene que dar comienzo a un debate público al nivel más alto, y tú tienes el don de llamar la atención del público serio.

- ¡Ah!, ¿de modo que a mí se me da bien eso de plantar las cosas delante de la gente, para que se fijen en ellas? Pues puede que tengas razón, después de todo, pero, si es así, es porque tengo mis propios fines, o sea que no me sería posible hacerlo para otra gente. No daría resultado. Nadie me prestaría la menor atención.

- Sí, me doy cuenta de eso. Pero el caso es que si comprendieses tú los fines de Beech, quizá pudieras hacerlos también tuyos. No sería ya un asunto personal. Para él tampoco es un asunto personal, no creas, ni muchísimo menos.

- Sí, ya me explicó eso. La cultura humanística liberal es débil porque carece de conocimientos científicos. Él me comunicaría a mí cierta cantidad de ciencia, y entonces podríamos lanzarnos los dos hacia delante. Minna piensa también que, para mí, sería un ascenso unirme con un hombre de ciencia, que sería un tema más digno que nuestra sórdida Chicago.

- La verdad es que no acabo de comprender por qué te muestras tan escéptico. Estás haciéndome discutir, enfadarme.

- No pongo en duda la nobleza de las intenciones de Beech.

- Ha realizado una verdadera obra de arte de investigación.

Corde dijo:

- El sol se aleja, comienza a hacer frío otra vez. Vamos a dar un paseíto.

- Llevo encima bastante ropa, de modo que no siento frío. Siempre que estoy en vísperas de volver a mi patria me pongo a comer más que de ordinario. El año pasado no se encontraba aquí en las tiendas más que cajas con sal, frascos con escabeche con ajo y algo de col fermentada, y pare usted de contar. De vez en cuando se veía algún pollo, y para conseguir huevos había que hacer cola. La carne escasea hasta en el mercado negro; y de pescado, ni hablar. Otros países del bloque oriental han abandonado ya el plan inicial impuesto por Stalin a la agricultura, pero éste sigue observándolo. No se encuentran ni siquiera patatas. Siempre que vuelvo estoy más delgada.

Anduvieron al sol, por el camino, crujiente de grava.

- Llevas la grasa con elegancia -dijo Corde.

- Entre mis parientes serbios de Chicago, las mujeres dicen: «¿Cómo vas a encontrar marido si no adelgazas?», y es lo que les contesto yo, que a lo mejor no encuentro ni siquiera dejando de comer, y entonces pierdo el doble: peso y marido.

- Según vuestra propia teoría, cuanto más se come, más se entontece uno con plomo.

Vlada se echó a reír y dijo:

- No se acumula el plomo tan de prisa.

Corde sabía apreciar la elegancia de las mujeres gordas. Vlada sabía andar con elegancia, sabía mover bien los pies.

- ¿Y no es posible acostumbrarse o inmunizarse?

Vlada movió negativamente la cabeza. No, no era posible.

- Únicamente envenenarse. El sistema nervioso está permanentemente afectado. Los niños se vuelven problemáticos, inquietos, nerviosos hasta el extremo, y la inteligencia queda dañada de manera permanente.

- O sea, que este mundo…, seamos nosotros como seamos, es un mundo delicioso…

- Sí, la verdad es que sí.

- Y lo importante es que comemos y bebemos plomo, lo respiramos, se acumula en los mares, que se vuelven más pesados cada día que pasa, y lo absorben las plantas y se almacena en el calcio de los huesos. El cerebro está mineralizándose. Los grandes reptiles, con sus cerebros diminutos, estaban protegidos por gruesas corazas, pero nuestro gran cerebro está endureciéndose por dentro, ¿no es eso?

A Vlada le divirtió este resumen. Sonriendo más ampliamente, con los labios largos y gruesos y el rostro blanco vívidamente cálido, dijo:

- La verdad es que me haces mucha gracia cuando te lanzas, Albert.

- Bueno, sí, no tiene importancia -dijo él-, estaba pensando en voz alta, no creas que estoy convenciéndome a mí mismo de nada.

Se sintió al borde mismo de romper a reír, y al preguntarle ella el motivo, respondió:

- No tienes más que hacerte cargo de nuestra situación aquí. Esta misma mañana, sin ir más allá, estábamos en el crematorio, y ahora estamos discutiendo sobre si yo debiera participar en la campaña de Beech para advertir a la Humanidad de que corre el peligro más serio de toda su existencia. En este momento me siento como si estuviera arrastrándome entre el cielo y la tierra, y resulta bastante gracioso que vengan a ofrecerle a uno el importante papel de salvador. ¡Cristo, no yo! Casi se me paró el corazón cuando tuve que bajar al sótano para identificar a Valeria. Estaba todo cubierto de sudor y sentía retortijones en la tripa. Y ahora, aquí me tienes, paseándome al sol contigo en este parque, hecho todo un caballero de nuevo, abarcando mentalmente el futuro de la Humanidad, el destino de la tierra.

- Sí, de eso ya me doy cuenta -dijo Vlada-, es mal día para tratar de interesarte en un proyecto de este tipo. En estas circunstancias parece poco real y como remoto.

- No, te aseguro que yo a Beech le admiro, y que me gustaría hablar de estas cosas con él. Probablemente lo que le pasa es que piensa que no hay tiempo que perder y que te dijo que me tantearas, que me hicieras poner manos a la obra.

- Pero no pienses que le dije que te tenía en el bolsillo porque somos amigos y porque he sido amiga íntima de Minna desde que estudiamos juntas en Harvard.

- No, por supuesto que no. Y créeme que estoy haciendo esfuerzos por examinar la cuestión lo más a fondo posible. A veces estos científicos «duros» van demasiado lejos, son como una especie distinta. Y esto los hace mucho más interesantes para mí.

- Te casaste con uno de ellos.

- Sí, me casé con uno de ellos. Pero eso es otra cosa. Eso es amor. Vuelve a Minna a la tierra, del espacio exterior. Pero algunos de ellos que conozco nunca vuelven a la tierra. Los hay que sufren ataques de conciencia clara…, ésa es mi manera de expresar esto. Como la turbulencia, cuando el piloto le dice a uno que se apriete el cinturón en pleno vuelo. Y también los hay que tienen una fuerte inclinación musical o que se sienten muy interesados por la poesía. Eso a mí me atrae. Y por lo que se refiere a los que están lejos, lejísimos, absorbidos en sus propios y complejos juegos…, bueno, pues me he dicho muchas veces que es perfectamente posible que alguno de ellos resulte ser clarividente a fin de cuentas. Aunque sólo sea un poquitín. Pero hay que andarse con cuidado en un caso así.

- Vamos a ver, no sé si te entiendo bien -dijo Vlada.

- Te lo diré de otra forma: el plomo, como mineral, puede constituir o no constituir la amenaza de la que nos quiere defender Beech, pero ser «plomizo», o «plúmbeo», ciertamente es una característica. Unas veces decimos que alguien es «como de tierra»…, y con frecuencia experimentamos esta cualidad térrea; a veces uso la palabra «esclerótico», o «ciego», «ojos que no ven, oídos que no oyen»…, y esto conduce al «final general de todas las cosas», anunciado por lo esclerótico, lo ciego y lo térreo. El «plomo» es probablemente más siniestro, quizá por causa de su color, su tono o su peso. El plomo nos transmite algo especial sobre la materia, sobre nuestra existencia en la materia. En Lakeview había un chico que escribía poemas, Joe Hamil, y recuerdo uno de sus versos, algo sobre «el garrote de plomo sobre mi frente avezada a la intemperie». Pero su frente no estaba avezada a la intemperie, no tenía más de dieciséis años.

- O sea, que te preguntas si es el «plomo» exactamente lo que el profesor Beech quiere decir, o si se trata de algo distinto que todos nosotros percibimos.

- Es posible, ¿no crees? Nuestro hombre está en su laboratorio superestirilizado, construido para analizar rocas lunares, y de pronto le asalta por todas partes la idea de que un desequilibrio en el mundo mineral está amenazando a la Humanidad, a la vida en general y al mundo mismo. Eso es poético, ¿no te parece? Las grandes obras técnicas del hombre, cerniéndose sobre él, lo han cubierto de metal mortal. No podemos soportar el peso. Nuestra misma sangre gime dentro de nosotros. Nuestros cerebros se debilitan. Este desastre acabó también con el Imperio romano. No fueron los bárbaros ni los cristianos, ni tampoco la corrupción moral. Su teoría es que la verdadera causa fue que usaban plomo para impedir que el vino se picase. El plomo fue la verdadera causa de los vicios de los Césares. El vino cargado de plomo fue lo que llevó al imperio a la ruina.

- La verdad es que los huesos de las tumbas romanas muestran gran concentración de ese metal -dijo Vlada-, los he examinado yo misma en mi laboratorio.

- Y eso por lo que se refiere a Roma. Ahora tenemos el mundo entero. Y no es, después de todo, el hormiguero universal del gran inquisidor lo que debe preocuparnos, sino algo peor, más titánico…, la amenaza del estupefaciente universal, una tendencia catastrófica a la violencia, algo saturniano, salvaje, sombrío, la furia de los nervios irritados, la inteligencia reducida a veneno metálico, de modo que las grandes ideas de la Humanidad desaparecen, y, por supuesto, entre ellas la idea de la libertad.

Corde respiró ruidosamente, liberándose todavía de una (imaginaria) inhalación de humo. Y aspiró el aire azul, congelador, del pequeño parque, con su valla de estacas de hierro caídas…, derrumbadas sobre hierbas silvestres y arbustos.

- No sé, la verdad, si Beech pensará tan románticamente como tú -dijo Vlada.

- Eres tú, que trabajas con él…, pero vete a saber -dijo Corde-, y sin duda alguna estoy exagerándolo, pero si es cierto que hay fuerzas misteriosas en torno a nosotros, lo único que puede ayudarnos a verlas es la exageración. Todos nosotros sentimos que hay poderes que hacen al mundo…, de eso nos damos cuenta cuando lo miramos…, y también poderes que lo deshacen. Y cuando la gente derrama lágrimas incomprensibles siente que está expresando esta verdad, de alguna manera, una verdad que es imposible de expresar de otra forma en nuestra situación actual. Pero es un sentido extraño, y la gente no está acostumbrada a él, y no les puede servir de nada. Es posible que las lágrimas sean intelectuales, pero nunca serán políticas. Nunca le salvan a ningún hombre del fusilamiento, ni a ningún niño de ser arrojado a un horno. Mi difunto suegro solía llorar cuando se le moría un paciente, y, al mismo tiempo, era miembro del movimiento comunista clandestino. El doctor se echaba a llorar, pero dudo mucho que llorara el comunista…

- Esta conversación es interesante -dijo Vlada-, pero no tengo más remedio que pedirte que me aclares un poco las cosas.

- Sí, por supuesto -dijo Corde-, lo que pregunto es si ciertos impulsos y ciertas sensaciones que no tienen nada que ver con el trabajo científico del profesor Beech y que yacen abandonadas o sin desarrollar en su carácter no podrían cobrar vida súbitamente. A veces es posible observarlas…, una agitación torpe, absurda, después de décadas de atrofia. Y a veces vemos que la gente más cruel se siente inspirada después de cuarenta años de cálculos y juego sucio y se ponen a acusar de crueldad a todo el mundo. Pero a mí me parece que Beech es inocente de todo eso. La inspiración, por decirlo así, le llega en su laboratorio, cuando está ordenando los resultados de su investigación. «Esta tierra que llevo toda la vida estudiando, es también un ser vivo. Nos dio a luz a todos, pero nosotros somos ingratos, ansiosos y malos…

- Y desarrollando tu argumento, eso a él le resulta nuevo… Sus sentimientos son bisoños, o no están suficientemente desarrollados, y él se siente dominado por la idea. Ahora te entiendo mejor. Incluso si se echó a llorar, lo que no es su costumbre…

- No sería un buen comienzo en política. Ya te darás cuenta de que trato de comprenderlo. Y también de que me gustaría mucho que todos nuestros problemas pudieran ser resueltos por cerebros tan claros y exquisitos como el suyo. Lo malo es que no ocurre así. Pero, a pesar de todo, a pesar de que tiene el aspecto de un paleto, de un Ichabod Crane, es un hombre lleno de sentimientos, un visionario incluso. Quiere proteger y bendecir. Pero, en cuanto se pone a hablar…, ¡qué teorías neodarvinianas salen de su boca: la lucha de dos mil millones de años de organismos en la biosfera! Preferiría tener que comerme una libra de almidón seco con una cucharilla de café que leer cosas así. La verdad debiera ir envuelta en un buen estilo.

- Pues en eso precisamente es en lo que tú podrías echarle una mano.

- ¿Y cómo…? ¿Tratando de hablar en nombre de él?

- Dependería de cómo lo hicieses.

- De lo que depende es de lo que él espere que podría resultar de una cosa así. No habría la menor dificultad en ponerse de acuerdo en que los niños negros de las ciudades deberían ser salvados del envenenamiento con plomo, o heroína, o drogas sintéticas, pero la parte dudosa de la idea está en que la maldad humana es una cuestión de salud pública, absolutamente, y de ninguna otra cosa. No hay densidad trágica, no hay una condensación de la substancia del alma, no hay química ni fisiología. Yo, la verdad, no puedo aceptar este punto de vista médico, ya se aplique a asesinos o a genios. En un extremo de la escala tenemos a Spofford Mitchell. ¿Violó y asesinó a una mujer porque había ingerido copos de pintura empapada en plomo siendo un bebé?; y en el otro extremo tenemos a Beethoven y a Nietzsche, ¿grandes hombres quizá porque tuvieron sífilis? Los Faustos del siglo XX creían esto tan a pies juntillas que, por causa del arte, rehusaban tratarse las lesiones, y la espiroqueta les correspondía con sus terribles obras maestras.

- Esa interpretación médica se llama «esclerosis» o «plomo». -Vlada remachó así las palabras de Corde.

- Donde Beech ve envenenamiento con plomo yo veo pensamientos venenosos, o teoría venenosa. La idea de que el mundo material nos vaya a poner en un envase pesado como el plomo, en un sarcófago que nadie tendrá siquiera el arte de pintar de una manera agradable. El objeto de la filosofía y del arte hará al pensamiento «avanzado» lo que los copos de pintura o los humos plúmbeos de los automóviles a los niños pequeños. ¿Cuál de los dos piensas tú que acabará con todo?

- ¿De modo que ésa es tu forma de comprender este asunto?

- La verdadera filosofía, no esa palabrería lastimosa que se enseña en las Universidades, o, dicho de otra forma: acuérdate de cómo solía yo quedarme mirando en las clases científicas de Mendeléiev. Allí lo teníamos todo: Fe, Cu, Na, He. Y de eso es de lo que estamos hechos. ¡No sabes lo impresionado que estaba yo! Eso es de lo que estaba hecho todo. Pero ahora resulta que es Pb lo que está pudriendo más que todo lo demás. Pb está resultando ser el Stalin de los elementos, el mandamás… ¿Es cierto que Beech ha medido con exactitud la edad del planeta?

- Eso piensa la mayoría de los geofísicos.

- Pues estoy lleno de admiración. Eso, en sí mismo, es maravilloso… He estado escuchando varias veces las cintas magnetofónicas que me dio. Hay partes que puedo repetir de memoria, casi palabra por palabra. Beech nunca ha querido ser un cruzado, lo único que ha hecho es investigar niveles de plomo, y esto lo ha conducido a las cámaras de los horrores, y luego vio cosas grandes y terribles camino de las profundidades del infierno, y así sucesivamente, y los cimientos materiales de la vida de esta tierra, que estaban siendo destruidos. Y si los científicos puros hubieran comprendido de verdad a la Ciencia se habrían dado cuenta de la moral y la poesía que se contiene implícitamente en sus leyes. Pero no se han dado cuenta, de manera que todo va a irse al garete, como la sangre en una película de Hitchcock. Los humanistas también se han equivocado de camino, no tienen fuerza porque no son duchos en ciencia, y tienen forzosamente que ser débiles porque no tienen una idea clara de lo que ha sido durante tres siglos el principal esfuerzo de la mente humana y los resultados que ha conseguido. De manera que ahora resulta que Beech me ofrece trabajo. Tengo que volver a clase y aprender el abecedario…, ni más ni menos. Y cuando haya comprendido por fin la belleza y la moral que hay en las leyes de la Ciencia podré tomar parte en la lucha final…, comenzar a restaurar la fuerza del humanismo.

- Ya veo que la cosa no tienta demasiado.

- Hace diez años renuncié a escribir en los periódicos porque… bueno, porque mi modernidad se había agotado. Me convertí en profesor universitario para curar así mi ignorancia. Hicimos un intercambio. Yo enseñaba a los jóvenes a escribir en los periódicos y, en correspondencia, se me brindaba la oportunidad de aprender el motivo de que mi modernidad se hubiese gastado. En la Universidad tuve tiempo de leer montones de libros. En París estaba demasiado ocupado escribiendo artículos sobre arte y cotilleo intelectual. Pero, no creas, tuve algún que otro trabajo interesante. Por ejemplo, escribí unos pocos artículos sobre la poetisa Tsvetaieva, sobre los recuerdos que había dejado en la colonia rusa de París, sobre cómo su marido, a quien ella quería muchísimo, se había hecho miembro de la GPU y tuvo que participar en las matanzas. Pero me estoy saliendo del tema. La cosa es que volví a Chicago para continuar mis estudios, y entonces me sentí forzado a escribir los artículos esos, no había manera de evitarlo. Los jóvenes dirían que fue mi karma. En fin, tenemos un Chicago de bajos fondos y un Chicago de clase alta. Tenemos a Big Bill Thompson y asimismo tenemos a Aristóteles, que también ha tenido una larga amistad con la ciudad, lo cual divierte mucho a mucha gente. Aristóteles, lo creas o no, ha tenido mucha influencia en ciertas partes de Chicago. Nuestra gran institución fraterna, la Universidad de Chicago, le ha dado nueva vida. A. N. Whitehead, ya sabes quien digo, pensaba que Chicago tenía posibilidades dignas de Atenas. En fin. Y Big Bill, el facineroso, fue un precursor en el terreno de las relaciones públicas. Su lema era: «Deja el martillo, coge una trompeta, ¡levanta, no eches abajo!» Y luego tenemos al mismo Aristóteles: un hombre sin una ciudad es una bestia o un dios; bueno, pues, la ciudad era Chicago, aunque caben dudas a este respecto. ¿Dónde estaba?, ¿qué había sido de ella? ¿Es que no hay ciudades? Pues, entonces, ¿dónde estaba la civilización? ¿O es que Estados Unidos, en su conjunto, se ha convertido ahora en mi ciudad? En ese caso, preferiría apartarme de este caos y vivir con Minna en algún lugar tranquilo, y podríamos ganarnos la vida en algún sitio, en pleno bosque, con una computadora. La revolución de las comunicaciones podría dejar a un lado a Chicago o a Detroit. Se podría prescindir de las ciudades…, generaciones en trance de extinción, los negros y los puertorriqueños, los viejos que son demasiado pobres para mudarse de lugar de residencia… Bueno, que se destruyan, que se disuelvan, que mueran y se eliminen a sí mismos. Hay gente que preferiría que ocurriese una cosa así, aunque yo, la verdad, no soy de ésos, puedes creerme.

Corde miró su reloj de pulsera. Era ya la una y media.

- Sí, tienes una cita a las dos -dijo Vlada-, ya es hora de volver. Trataré de explicar a Beech el motivo de que no te hayas decidido aún. Pero hay otra cosa. Tengo otro recado de Chicago para ti. De tu hermana.

- Ah, de modo que has hablado con Elfrida. Qué amable, Vlada, haberte molestado en ir a verla.

- Fue ella quien me vino a ver a mí. Y te manda un recado. Bueno, me figuro que es un recado.

- ¿Y qué es lo que quería Elfrida que me dijeras?

- Estaba preocupada porque no sabía cómo te iba a sentar, aunque le dije que a mí me parecía que no podría sentarte mal… Se ha casado.

- ¡Qué me dices…! ¡Elfrida casada!

La noticia inesperada dio a Corde un golpe cortante, pero no se le notó por fuera. Apartó la vista y contrajo los labios, pensando: ¿por qué habrá hecho una cosa así?, ¡en fin, cosas de Elfrida! Y dijo:

- Ya, de modo que se ha casado con Sorokin, ¿no es eso?

- Sí, con el juez. ¿Es que te sorprendes?

Corde se había parado; con las manos profundamente hincadas en los bolsillos y los hombros levantados. Parecía lívido.

- ¿No te gusta?

- No habló conmigo de ello -dijo-, pero también es verdad que no tenía por qué. Después de todo es una mujer hecha y derecha. ¿Que si me sorprende? Pues un poco, solamente… Sorokin no es mal elemento. Tiene buen carácter, es un hombre, viril, lleno de vida y extravertido. Pienso que ha conseguido lo mejor entre lo que tenía a mano. Me hago cargo de su situación, créeme, entre la gente de Chicago de que podía disponer, habría podido elegir a alguien peor, eso desde luego.

- ¿No es ella también de Chicago?

- Sorokin tiene unos pocos años menos que Elfrida.

- Sí, me lo dijo.

- Bueno, pues hecho está. ¿Se van de luna de miel? No, me imagino que no podrán, por lo menos mientras Mason esté metido en este lío.

- Mason está muy enfadado con su madre.

- ¿Ah, sí? Pues si no le hubiese dado este disgusto quizás ella no se hubiese lanzado así al matrimonio. El verse sola en esta situación le resultó demasiado duro. En fin, Elfrida…, ¡mira que volverse a casar! La verdad es que yo a mi hermana la quiero mucho.

- Sí, me lo dijo. Pero estaba preocupada porque a lo mejor a ti te parecía mal.

- Probablemente estuve algo seco con Sorokin, pero no creo que él se fijase mucho. En fin, no fue con mala intención. ¿Y por qué está tan enfadado Mason? Es una pregunta bastante tonta, ahora que lo pienso. Mason fue una vez a ver a su madre con un libro barato que había comprado en el Drugstore y le dijo que tenía que leerlo. Era un libro en el que se explicaba a las mujeres mayores la mejor manera de vivir solas y adaptarse a la viudez. Era como si estuviese avisándola, haciéndola ver que tenía que ajustarse a una serie de reglas. Y ese manual se lo dio como regalo el Día de la Madre.

- Pero ella no le hizo caso, ¿verdad?

- No, claro que no, y pienso que eso fue decisivo. Cuando la vi estudiando el librillo aquel sobre cómo ser feliz y, al tiempo, estar triste, me dije que era seguro que se iba a volver a casar. Y es una tontería preguntarse por qué no habló conmigo de este matrimonio, porque, después de todo, mis ideas son tan claras como las del mismo Mason.

- Yo diría que hizo bien.

- Bueno, claro que sí. Y también hizo bien en no darme oportunidad de dejar constancia de mis prejuicios, porque entonces no me habría quedado más remedio que mantenerme fiel a ellos, y ella se habría sentido herida, etcétera, y es demasiado inteligente para este tipo de cosas.

- Y también es… atractiva -dijo Vlada-, bueno, en fin, que su marido, el juez, tampoco es malo. Tú mismo lo acabas de reconocer. También a mí me gustaría encontrar uno así. Es guapo y divertido. Tiene el proyecto de recorrer un río sudamericano en balsa.

- Sí, también a mí me lo dijo, y, cuando me lo contó, su idea era hacer el viaje solo. La verdad es que no me imagino a Elfrida atravesando la jungla río abajo como una reina africana, con su equipaje de lujo. Ya está un poco vieja para esos trotes. Pero también es cierto que nadie es demasiado viejo para ser joven. Ésta es la situación ahora. Y también es verdad que está preocupada por la edad, y eso es natural, pero el libro que Mason la ordenó leer…, sea que su deber era seguir sola adelante, como una madre valiente y buena…, bueno, ese libro le produjo una fuerte depresión, porque vio su sentencia escrita en las paredes del cuarto de una residencia de anci

anos.

- O sea, que se ha casado a modo de autodefensa, no es una niña, como Lydia Lester.

- No. Yo pienso todavía que debería haber hablado del asunto con su único hermano, pero lo cierto es que ella y yo no hemos conseguido dar con una premisa común, y a lo mejor pensó que el juez podría ser un buen modelo para Mason: un tipo extravertido, que se tira de helicópteros, y no como su tío, que se va de pesca y se cae al agua. Ella sospechaba que yo no comprendía su situación, que me repelía el parecido del chico con su padre, pero la verdad es que a mí no me caía mal el padre de Mason, era ese tipo especial de bárbaro muy inteligente que me rodeó a mí durante mi niñez…, un tipo muy parecido a mi propio padre y a mis tíos, gente a quien yo tenía mucho cariño. La opinión de Elfrida es que Mason hijo no es tan malo como los hijos de algunas de sus amigas, y él se considera a sí mismo como un negro de los suburbios, pero, por lo menos, no se quema las venas con heroína sintética, que, como sabes, tiene que ser inyectada cuando está quemando, y los drogadictos se quedan paralizados. Mason nunca se hará daño de verdad a sí mismo. No es un terrorista, un atracador, un secuestrador, un ladrón de coches. Vamos, que no es un Feltrinelli.

Dicho esto, Corde hizo una pausa. Luego dijo:

- No puede uno hablar de su propia pobre hermana sin lanzarse a debatir problemas sociales. Eso es lo peor. Y ahora, me imagino, venderá la casa que tiene en Cape e invertirá el dinero en paracaídas.