Por la mañana llegó el Textil muy temprano a la Casona, sin darle tiempo al sol para que acabase de salir y gruñendo con su coche en la grava que rodeaba el edificio. Cuando los soldados del destacamento salieron al jardín ya estaba él cansado de fumar y de darse paseos bajo los árboles, con los ojos brillantes y diciendo, ¿Dónde andas?
La leche que mamaste, venga, vamos a cargar los camiones. Y silbando y entre coplas que parecía llevar enredadas entre los labios, se dedicó a la carga de instrumentos y vestuario con tanta energía que cuando Salomé Quesada, Arturo Reyes, el faquir Ramírez y los músicos llegaron a los camiones, el Textil estaba en la cantina apurando su cuarta o quinta copa de anís y ya cantando abiertamente, ante la presencia imperturbable del novillero Ballesteros, todavía la cabeza con la venda, unos quejidos que parecían flamenco.
Acompañando a Enrique Montoya y a Sintora, que eran quienes habían ido a buscarlo a la cantina, el Textil, con su gorra de vaina echada para atrás, casi derramándosele por la coronilla, dejó de cantar para entregarse a un tumulto de recuerdos, como dicen que sucede cuando uno está a punto de morirse:
–Estoy destartalado, tanto rato esperando, ahí con el torero ese que nada más que estaba mirándome, Montoya, tú, Sintora, como me miraba mi padre en Ronda cuando yo salía del colegio y él estaba con los pies metidos en la nieve. Mi padre, que era militar y nunca tenía frío. Yo tenía el frío de mi padre y el mío cuando lo veía. Nada más que mi novia Olguita, en Barcelona, me pudo quitar ese frío. Estoy viendo sus ojos ahora, Montoya, los de mi padre digo, y los de mi madre, y sintiendo cómo los dedos de Olga me tocaban la nuca, y es como si la oliera.
–Pues desengáñate, Textil. Nada más que hueles a aguardiente.
–Huelo a Olguita, y el olor que traen las mañanas de verano cuando uno es un niño, y el humo que tenían los cabarets de Barcelona, el maquillaje aquel que se ponían las bailarinas y el sudor que le salía a cada una. Un día te voy a contar, Sintora, mi vida en Barcelona, os voy a enseñar Barcelona a los dos, vais a saber quién es el Textil.
–Barselona y lo que a tu antojo le cuadre, Paquito, pero antes vamos a ver si acabamos la mierda bélica -decía Montoya, ya en el jardín de la Casona.
Y era verdad que el verano olía al verano de la infancia, al primer verano que uno reconoce, cuando ha descubierto que el tiempo y la vida existen y que uno es carne de tiempo, vida, verano que pasa, siega, campo de trigo el cuerpo y la piel, cielo en las pupilas y el verde de los árboles como una frontera que nos protege de la intemperie en la que vamos a vivir.
Al ver el estado en el que se encontraba Paco Textil y la alegría con que se manejaba, no quisieron la cantante Salomé Quesada y su acompañante Arturo Reyes viajar en su coche y prefirieron la incomodidad de los camiones al riesgo de una conducción poco fiable. La tropa es una borracha, dicen que murmuró la cantante frunciendo la negrura de sus cejas. Salieron de la Casona y de Madrid los tres vehículos en convoy, primero el coche de morro largo, negro y con las letras UHP pintadas a brochazos blancos, y luego los camiones del sargento Solé Vera y de Ansaura, el Gitano.
Atravesaron prados yermos y después la ribera de un río que tenía una escolta de árboles muy pálidos. Gustavo Sintora iba en la cabina del primer camión, al lado del sargento Solé Vera y de su ayudante Doblas, que, como la primera vez que viajó con ellos, lo apretaba con su respiración contra la puerta, sólo que ahora el soldado de las gafas tenía la distracción de Paco Textil, que iba delante de ellos con su coche negro, tocando el claxon y agitando en un saludo alegre su mano por la ventanilla. Sonaba cascada la bocina del Textil, y con aquel juego suyo de escalas musicales arrancaba una sonrisa de la boca del sargento y de la caja del camión, donde viajaban un par de músicos y los cantantes Salomé Quesada y Arturo Reyes, un canto que llegaba atenuado a la cabina y cuya melodía, más que lejana, sonaba como si la estuvieran cantando en otro tiempo.
Era una melodía más recordada que oída. Y así, del mismo modo, tenue y lejano, cuando remontaban la suave pendiente que llevaba la carretera hacia una pequeña loma, apareció en los oídos de los viajeros un silbido y un eco ronco. El eco parecía crecer de entre aquellos prados y cerros, al lado de la hierba amarilla o entre la verdura aterciopelada de los arbustos que se perdían por la ribera de un nuevo arroyo. Y de pronto se separaron el eco y el silbido, cada uno viajó en una dirección distinta, el eco empezó a alejarse y el silbido se hizo intenso, se confundió con el claxon del Textil que sacaba otra vez la mano por la ventanilla, saludando, silenció la melodía de los cantantes, hirió los oídos y se hizo un cuchillo, rápido, feroz en los tímpanos. Un alarido. Frenó el camión, gritó el sargento Solé Vera y ya la mano del Textil no estaba, no estaba su coche, ya no estaba la carretera ni el claxon ni los campos de trigo, sólo una cegadora y violenta nube de humo. Un resplandor, una luminaria y mucho después un estruendo que estalló cuando el coche de Paco Textil ya volaba desintegrado, faros, ruedas, hierros y polvo de cristales, por encima de los árboles, y empezaba a bajar de nuevo al suelo, convertido en una lluvia de chatarra, tuercas y muelles que caían sobre el trigal amarillo como un chaparrón disperso y ruidoso.
La leche que mamó, dijo Doblas, que se quedó sin respirar, más morado que de costumbre y con los ojos muy abiertos, viendo cómo todavía caían sobre los cristales y el morro del camión trozos del coche de Paco Textil y, probablemente, del propio Paco Textil. La leche que mamó, repitió cuando ya del chubasco de hierro sólo quedaba una niebla negra y el eco ronco que antes habían escuchado renacía de nuevo, ya claro y rotundo, pasando por encima de sus cabezas convertido en la mancha alargada y gris de un aeroplano que se perdía hacia las montañas con un petardeo tartamudo y metálico.
Se quedaron los hombres inmóviles en sus asientos, mirando al frente, con la nube de polvo ya disuelta y el coche del Textil repartido en calderilla por el campo, la carretera humeante y con una tronera negra y profunda en el medio. Sólo cuando ya habían pasado uno, quizá dos minutos, vieron Sintora, Doblas y el sargento Solé Vera a Ansaura, el Gitano, avanzar a pie, muy despacio, hacia el lugar por el que se habían esparcido los restos del automóvil. La leche que mamó, volvió a decir Doblas. Lo miró el sargento con la vista perdida y, sacando, no se sabía para qué, su pistola de la cintura, se bajó muy lento del camión. Le siguieron Sintora y Doblas, a los que, ya delante de los camiones, se les unieron Enrique Montoya, el faquir Ramírez y un par de músicos. El cantante Arturo Reyes tenía la cabeza asomada por el toldo del camión y dentro se escuchaba, como antes la melodía, el llanto lejano, remoto, de Salomé Quesada.
Había mucho silencio, mucha paz. Se oía cómo la brisa soplaba en nuestras orejas, y también el ruido de los pies aplastando la hierba seca. Algunos trozos de coche crujían por su cuenta y desprendían un vapor que parecía vaho humano. Había un olor a grasa quemada, a guiso de carne adobado con romero. Andábamos como sonámbulos y el sargento llevaba su pistola apuntando al frente, temiendo que de entre aquel desguace se levantara no se sabía qué fantasma.
Enrique Montoya avanzaba tocando la chatarra con la punta de su fusil. Doblas miraba muy despacio los restos y con el pie levantaba algún trozo de chapa, una puerta, que era la pieza más grande que había quedado del coche, un pedazo de rueda. Gustavo Sintora se ajustaba las gafas, y por ninguna parte veía nada que no fuera hierro y metales retorcidos. Anduvieron unos minutos rastreando el campo, levantando matojos y pedazos de coche, siempre en silencio, hasta que Montoya logró hablar.
El Textil no está, dijo Montoya, y de pronto todos tuvimos conciencia, verdadera conciencia, de que nuestro amigo Paco Textil viajaba en aquel coche. Porque hasta ese momento todo nos había parecido un truco, un juego de magia como los que hacía el mago Pérez Estrada, algo que nada tenía que ver ni con la realidad ni con la muerte.
–Pobresito, Textil, no está. No ha quedado nada, ni un sapato, ni una tripa.
–Es como si se lo hubiera llevado el aparato -dijo Sintora-. Ha volado tan alto que a lo mejor se ha ido enganchado entre las hélices o las alas del aeroplano.
–¡Hija de puta de la aviación! – gritó el sargento, mirando al cielo, como si se acabara de enterar de lo que había sucedido hacía ya casi veinte minutos. Agitaba la pistola al aire, apuntaba al cielo y volvía a gritar-: ¡Me cago en ella, me cago en la aviación entera y en la madre que parió a los aviadores! ¡Hija de puta!
Y se puso a disparar contra el cielo el sargento, mientras Montoya arrojaba el fusil al suelo y se tapaba con las dos manos los oídos, murmurando cada vez en voz más alta, Ya está bien, ya está bien de bala y de bomba por hoy, ya está bien, coño, no me subleven, ya está bien, y Doblas, más por calmar al sargento que por interés en el propio muerto, gritaba, morado:
–¡Textiiil! ¡Paco Textiiiiil! ¡Cooooño, Textiiil!
Pero una vez vaciado el cargador, al sargento Solé Vera le vino la calma. Se quedó con la pistola colgando de la mano, exhausto, como si el arma pesara una tonelada y él apenas pudiera sostenerla. Sólo movía los labios y no decía nada. A Doblas se le pasó la congestión y también dejó de gritar.
–Yo me creo que el Textil se ha convertido en chatarra. Quería tanto a su coche que se ha fundido con él -dijo con voz suave Ansaura, el Citano-. Mi amigo, Textil -y tenía los ojos brillantes, más negros que nunca, Ansaura, que, declinando todavía más la voz, empezó a murmurar-: Textil, Textil, Paco, Paco Textil.
Y como Ansaura, repitiendo aquel nombre del mismo modo que llevaba repitiendo no se sabía cuántos meses el de su mujer, siguió avanzando por el campo, los hombres del destacamento, los dos músicos y el faquir Ramírez, empezaron a andar tras él, rebuscando entre los rastrojos, hasta que pasado un rato, señalando con su fusil un arbusto grande, casi un árbol con frutos pequeños y rojos, gritó Enrique Montoya:
–Aquí está. Aquí hay un troso de Textil.
Se acercaron los demás hombres y, colgada de una de las ramas del arbusto, por encima de sus cabezas, vieron un trozo de materia extraña y tiznada de negro que a la mayor parte del grupo le pareció el caucho deformado de una rueda pero que al caer al suelo empujada por el fusil de Montoya y ser mostrada una zona de color entre rojizo y morado, hizo pensar, sobre todo cuando Montoya hurgó con el fusil y aparecieron unas gotas de líquido, que se trataba de un trozo de pierna de Paco Textil.
–Es el muslo derecho -dijo Montoya, y todos hicieron gestos con la cabeza, unos tragando saliva, otros afirmando muy despacio y el sargento diciendo que no a la vez que volvía a cagarse en la aviación.
Siguieron buscando todavía, aunque al rato, hartos de lo infructuoso de la búsqueda, Doblas ya estaba entretenido examinando el bloque del motor del coche, que se había partido en dos y que él miraba ideando la forma en que podía ser recompuesto, desmontando piezas con el destornillador que siempre llevaba encima y ordenándolas sobre la hierba seca a la vez que el faquir Ramírez se entretenía removiendo metales y sopesando su calidad.
–Míralo, al faquir. Está en su mundo, seguro que le dan ganas de comérselos, los hierros esos -le comentó Sintora a Montoya.
–Sería antropofagia -contestó Montoya con mucha seriedad-. Es un faquir, no un caníbal. Me parese a mí.
Y fue en ese momento cuando Sintora, ajustándose las gafas, al lado de una piedra, vio algo semejante a unos dedos, unos cartílagos de goma blanca pegados a lo que parecía un trozo de mano.
–Aquí hay más Textil -murmuró Sintora, dando un paso atrás y mirando a su espalda, al suelo, por temor a pisar algún resto más que ya, después de casi un par de horas de búsqueda, los hombres no llegaron a encontrar.
Y así, sin estar muy seguros de que los mínimos despojos hallados pertenecieran a la anatomía de Paco Textil, dieron por cerrada la búsqueda. Sacaron una guitarra y un trombón de sus respectivas fundas, pero, cuando ya los estaban bajando del camión de la Doce, al sargento no le pareció serio meter los restos de un soldado en unos estuches musicales, así que ordenó guardarlos y traer una lona. La extendieron en el suelo, al lado del supuesto muslo del Textil, y sobre ella colocaron el trozo de caucho chamuscado o de carne humana. También pusieron allí, llevada con dos palos por Sintora, la goma blanca de los dedos. Se quedaron los soldados mirando aquella insignificancia en medio de la lona.
–¿Ya está? – preguntó Enrique Montoya.
El sargento se encogió de hombros, miró a sus soldados, la lona y los restos de automóvil que por allí había esparcidos y dijo, No sé, a lo mejor podríamos poner un trozo de coche, por hacerle compañía.
–A él le habría gustado, sargento -dijo con su mirada negra Ansaura, el Gitano-. Le habría dado sentimiento.
El sargento se quedó mirando muy serio a Ansaura, el Gitano, luego volvió a poner la vista en la pierna de Paco Textil, como si la interrogara en silencio, y, muy despacio, se dio la vuelta y avanzó unos pasos mirando al suelo. Se quedó parado ante una pieza del coche, un trozo del morro, con la letra H casi entera. Giró la cabeza para volver a mirar a sus hombres, reunidos alrededor de la lona, y se agachó a recoger el trozo de metal, que todavía estaba caliente. Lo acostó con mucho cuidado al lado de la pierna y los dedos. Montoya recogió el medio huevo negro, sin cristales, de un faro que tenía junto a uno de sus pies y lo colocó también dentro de la lona.
–Métele un pistón, y un trozo de biela. Es lo que tiene más empaque en un coche -le dijo casi al oído Doblas al sargento.
Hizo un gesto afirmativo el sargento y Doblas corrió hasta donde estaba el motor desmembrado y regresó, rápido y congestionado, con una biela partida y un pistón con los segmentos desflecados que echó sobre la lona. Sintora, otra vez Doblas, Ansaura, el Gitano, Montoya, el faquir Ramírez y hasta un músico echaron sobre la lona unos muelles partidos, restos de la estopa del asiento, tuercas y un trozo de volante medio forrado de cuero. Esto es muy humano, casi parese piel de hombre, dijo Montoya acariciando el trozo de volante del que colgaba parte del claxon, derretido y negro.
Mandó el sargento liar la lona y con mucha solemnidad y un ligero tintineo de metales, Enrique Montoya y Gustavo Sintora la llevaron a uno de los camiones. La cantante Salomé Quesada al ver pasar el toldo reanudó su llanto histérico a la par que decía, Aquí no, aquí que no lo metan, por Dios.
–Dios no existe, señora. A ver si se va enterando de una puta vez. Lo que existe es la aviación -le dijo el sargento a la par que con la barbilla les señalaba a Sintora y a Montoya el camión de Ansaura, el Gitano.
Regresaron los dos camiones a Madrid. Con poca velocidad y mucho silencio. Una neblina casi invisible iba convirtiendo en gris el día, ese día que el Textil se había imaginado glorioso, su día con los artistas, lejos de la Casona y de Madrid, lejos de la guerra. Y cuando ya la ciudad se hizo visible, con su mancha ocre, rojiza y más gris a lo lejos, el sargento Solé Vera, expulsando una bocanada de humo, sin dejar de mirar al frente y con la cara muy pálida, dijo:
–Se acabó la fiesta. Es el final.
Y sólo un rato después de decir aquellas palabras nos miró a Doblas y a mí y repitió, todavía más pálido, Se acabó. Y yo supe que tenía razón, que todo había acabado y que lo que el sargento Solé Vera veía al fondo de la carretera no era una ciudad sino nuestro destino, que se nos mostraba en ese momento, cuando el día empezaba a hacerse oscuro. Y tuve miedo, miedo al entrar en Madrid, un miedo distinto al que había sentido entre las bombas en el camino de Almería, un miedo que me llegaba de los árboles, de los edificios entre los que iban pasando los camiones, del aire que nos rodeaba y entraba invisible en mis pulmones, miedo al pensar en el ruido que en el camión de Ansaura irían produciendo las tuercas y los hierros con la carne, los huesos o el caucho de Paco Textil. Y sentí como un alivio la respiración de Doblas, el contacto de su hombro con el mío cuando los grupos de gente, mujeres, sonrisas, soldados, niños que pasaban por al lado de nuestro camión se me convertían en calaveras, muertos que andaban por ¡as calles de Madrid.
Con un bufido siniestro llegaron los camiones a la Casona, renqueantes y doloridos. Y ya desde lejos, como si llevaran la muerte escrita en la carrocería al lado de las letras UHP, se produjo un revuelo entre la gente que había alrededor de la Casona, sorprendida del extraño regreso de los camiones o quizá verdaderamente alarmada de la marcha fúnebre que parecían llevar los vehículos en su velocidad y en el ruido sordo que sus motores producían.
Y cuando los hombres bajaron de los camiones ya había algún soldado, alguna costurera al lado de ellos negando con la cabeza y con ojos de espanto, entristecidos por la muerte del Textil. La voz se corrió de inmediato, y al pronto todo fueron preguntas, y lamentos. Del interior de la Casona también llegaron voces, algún grito, y luego un ruido de carreras. Salió la Ferrallista, con su melena pelirroja despeinada, el azul de los ojos enturbiado de lágrimas y rojos, como si en vez de unos segundos llevase horas llorando. Montoya, mi Montoya, gritaba. Se volvió hacia la escalinata la gente que había alrededor de los camiones. También Enrique Montoya, y al verlo, la Ferrallista dio un grito, una carcajada o un alarido, y bajó los peldaños a la carrera y fue a abrazarse a Montoya a la vez que decía, Sabía que no eras tú, sabía que no eras tú, Montoya, han dicho que había muerto un soldado del destacamento, que eras tú, lo estaban diciendo en la cantina y yo sabía que no eras tú. Y la Ferrallista le besaba a Montoya la cara y los labios y sus propias lágrimas, que quedaban derramadas por la barbilla del soldado, que también la había abrazado y, besándole la frente, intentaba calmarla mientras que desde lo alto de la escalinata el enano Torpedo Miera los miraba con su cara de niño agriada y, de uno de los camiones, Doblas y el novillero Ballesteros, arrimado al tumulto, bajaban el cadáver, o lo que fuera, de Paco Textil envuelto en la lona.
El sargento Solé Vera, Ansaura, el Gitano, y Sintora abrieron paso entre la gente, que cada vez iba siendo más numerosa, y se dirigieron, seguidos por Doblas, Ballesteros y la lona hacia el interior del edificio. Y ya desde lo alto de la escalinata, cuando estaba a punto de entrar, Sintora se giró para mirar atrás, y entre el tumulto distinguió a Serena Vergara, que al verlo dejaba de andar y, con las manos metidas en los bolsillos de un vestido amarillento, casi ocre, se quedaba mirándolo, los ojos con lágrimas y el temblor del llanto sacudiéndole los hombros en un espasmo dulce que también le estremecía los pechos y el vientre.
Y yo tuve que vencer todas las resistencias para no bajar la escalinata, acercarme a ella y abrazarla, viéndola allí, con el calor de las lágrimas empapándole, enrojeciéndole los labios. Llorando por mí. Llorando al verme vivo y acariciándome como nunca me habían acariciado, con la mirada, tierna, dulce. Pero giré muy despacio la cabeza, me sentí crecer y di un paso al frente. Entré en la Casona, al lado del sargento Solé Vera y de Ansaura, el Gitano, y me sentí fuerte, sentí que en ese momento de verdad acababa mi juventud, mi infancia, mi debilidad, y me convertía en hombre. Entré en el edificio con el miedo vencido, sabiéndome capaz de soportar todo aquello que el destino y los días fuesen a traernos. Yo estaría allí, fuerte, decidido, dispuesto al combate. Esperándolo.
La noche fue larga, y los hombres del destacamento la pasaron en la cantina, rodeando la caja de madera en la que a media noche habían vertido los restos del Textil y del coche del Textil en presencia del enano Visente, que, con cara de preocupación, bendijo el aliño de carne y chatarra y le dio la extremaunción a aquello que todos habían convenido en tratar como al cadáver de Paco Textil. Cubrieron la pobreza de la caja con una bandera, y, a la salud del muerto, sus compañeros no dejaron en toda la noche de beber el vino negro de la cantina y unas botellas que decían eran de coñac aunque en realidad tuvieran sabor a desinfectante.
Antes de colocar la bandera y hacer el trasvase de restos llegó el capitán Villegas, ataviado ya con una impecable corbata negra y su uniforme recién planchado. Miró a sus hombres, uno por uno a los ojos, sondeándoles el ánimo, y luego se sentó con ellos, dispuesto a beber todo lo que hiciera falta. Han empezado a matarnos, dicen que le dijo al sargento Solé Vera en mitad de la madrugada, y luego se sonrió, el bigote haciendo una especie de flexión dulce, delicada. Ya casi al amanecer llegaron al velatorio Corrons y uno de sus compañeros, quizá el Sordomudo, quizá Asdrúbal, tapada la cicatriz por un pasamontañas enrollado al cuello, cubriéndole media cara. Corrons traía el pelo húmedo, los ojos reblandecidos por la falta de sueño y la sangre de los párpados inferiores de color rosa aguado. El Sordomudo, o Asdrúbal, no habló, sólo miraba la caja del Textil y se limpiaba la boca con el dorso de la mano a cada instante.
Y ya al borde de la mañana, cuando los hombres del destacamento, el faquir Ramírez y el novillero Ballesteros, que tenía la venda de la cabeza torcida, eran puras tinajas de alcohol, empezó a llenarse la cantina de gente. Llegaron el brigada Garriga y unos cuantos soldados de la compañía del Textil, Rosita la Dinamitera con sus bombas y la Ferrallista, ya más calmada, mirando sólo de reojo a Montoya y acompañada de su marido, el enano Torpedo Miera, que a esa hora del día tenía un color verde claro en la cara. También aparecieron unos cuantos músicos, Martínez y el Lobo Feroz con ellos, y cuando ya estaban a punto de sacar el ataúd al jardín, llegaron el mago Pérez Estrada, el ventrílocuo Domiciano del Postigo y el enano Visente, que, vestido completamente de negro y con las manos unidas en actitud de rezo, se puso al frente del cortejo, el andar zambo, la imagen del Sagrado Corazón en medio del pecho y la prominencia de la frente más abultada que nunca.
Montoya, el capitán Villegas, Doblas, Ansaura, el sargento Solé Vera y Sintora cargaron sobre sus hombros el cajón con la bandera, que con los pasos y la bebida iba sonando con un ir y venir de metales arrastrándose por la madera. Al bajar la escalinata hubo un momento en que el ataúd estuvo a punto de caer al suelo, pero al final de los escalones la procesión recobró su normalidad, festejada de modo solemne por el mago Pérez Estrada que echó a volar una paloma a la par que los hombres del destacamento depositaban la caja entre dos mulos que tenían las cabezas adornadas con unos penachos negros y estaban unidos entre sí por un correaje sobre el que desde la Casona hasta el cercano cementerio viajaron los restos del Textil.
Ante un boquete excavado en la tierra, bajo el primer sol de la mañana, se reunió el cortejo. Hubo unas palabras, rematadas en latín, del enano Visente, y luego una especie de alegoría que el ventrílocuo Domiciano del Postigo recitó mientras Ansaura, el Gitano, vomitaba arrodillado bajo la sombra de un árbol que, anticipado al ya inminente otoño, empezaba a amarillear sus hojas.
Un hombre que ha sido ejemplo del sacrificio, muerto por la aviación enemiga, enemiga del pueblo, enemiga de la humanidad, iba diciendo Domiciano mientras los hombres del destacamento intentaban mantenerse firmes al lado del brigada Garriga y los compañeros del Textil, sucios por el combate y con el hollín de la pólvora incrustado en la piel y la mirada. No hay libertad sin sacrificio ni sacrificio baldío, siempre el sacrificio germina. Hoy, ayer, ha muerto un hombre y el brazo de la libertad se ha robustecido con esa muerte. La historia es nuestra, iba diciendo el ventrílocuo con la voz hueca.
La leche que mamó el Domisiano, decía Montoya, los pies separados para mantener un equilibrio que la brisa de la mañana hacía inestable y lo obligaba de vez en cuando a mover rápidamente uno de sus apoyos. La leche que mamó, no va a parar nunca de hablar, murmuraba Montoya. Y mirando a Ansaura, el Gitano, todavía arrodillado ante el árbol, decía:
–Ése está pudriendo el árbol con su vómito. Mira las hojas cómo se le caen y se le ponen amarillas al árbol, parese que lo está regando de veneno. A saber lo que tienen los gitanos en las tripas.
Doblas contraía la cara de un modo que no se sabía si estaba al borde de la carcajada o del llanto, casi lo mismo que el faquir Ramírez, que llevaba el bigote puesto y tenía la cara todavía más triste de lo ordinario, la nariz más larga en la cara afilada, y que finalmente se decidió por la risa, una risa que más que risa era un hipo, una convulsión que le sacudía el cuerpo y que levantaba un rumor de metales, ocasionado por los botones metálicos de la guerrera que se había puesto para pasar el frescor de la noche por más que Montoya afirmase que era el ruido de los hierros y tornillos que el faquir llevaba tragados a lo largo de toda su vida.
–Seguro que los tiene ahí, atorados en la barriga. Sin cagarlos -decía Montoya mientras el ventrílocuo Domiciano acababa su discurso y los compañeros de unidad del Textil levantaban sin esfuerzo el ataúd medio vacío y lo colocaban sobre unas cuerdas.
–Adiós, Textil, Textil, Paco Textil -decía por lo bajo Ansaura, el Gitano, que ya llegaba del árbol, con los ojos enrojecidos, no se sabía si por el llanto o el esfuerzo del vómito.
Textil, Paco Textil, Textil fue murmurando, cada vez en voz más baja, el tren de la voz alejándose boca adentro, mientras los hombres bajaban la caja con aquel ruido, ya familiar, de metales chocando entre sí, deslizándose por la madera. De entre las ramas de los árboles pareció venir el rumor de una brisa, la melodía del viento. Era la trompeta del músico Martínez, colocado detrás de todos los asistentes e iniciando un toque triste que suspendía el tiempo y pasaba entre los soldados en un zigzag suave, casi tangible y luego ascendía, se elevaba por encima de las cabezas de quienes allí estaban y por encima de las ramas y las copas de los árboles camino de unas nubes ligeras, blancas, como un día antes había ascendido aquel avión diminuto y tembloroso camino de la nada después de soltar una bomba única y solitaria que se llevó al Textil por los cielos.
Y así, paralizados en el tiempo, los recuerdo a todos como si estuvieran en una fotografía, tatuada en la retina de mi memoria, una fotografía sin colores, con los colores desvaídos. El amarillo del primer árbol saliendo del árbol y extendiéndose por encima de las figuras, palideciendo el verdor de los otros árboles, el rojo de las estrellas que algunos hombres llevaban en el uniforme. El capitán Villegas de perfil y delgado, envejecido por la noche y el alcohol, pálido y en la actitud de una estatua que desafiara la eternidad. Siempre vivirá el capitán Villegas, desmenuzado en mi desmenuzado cerebro cuando mi carne y mis células sean polvo, limo. En la médula de ese polvo de estrellas, navegando por el tiempo hacia el infinito, irá grabada la imagen del capitán, su mirada verde empañada por un velo acuoso, la nariz recta y la luz de la mañana bajando por su mejilla y dorándole la cordillera leve del bigote. Viajarán en el tiempo, más allá de estas palabras que ahora escribo a la luz pobre de un quinqué, Doblas, su guerrera abierta, la cara contraída por el alcohol, los ojos hinchados y la boca grande de batracio o dragón sonriente, Enrique Montoya, los ojos oscuros, bajando los párpados muy lentamente, la foto moviéndose con otra foto que se le superpone, la boca con un gesto de ternura. Ansaura, el Gitano, negra la piel, negra la mirada y negro el pelo en tajo afilado sobre la frente, negras las uñas que se arañan suave la mejilla renegrida de barba, Ansaura, la trompeta del músico Martínez entrando en la imagen como la brisa que estremece la figura congelada del novillero Ballesteros, envuelto por el viento en la bandera de tres colores que no son colores en el casi blanco y negro, en el color sin color de la fotografía, envuelto en la bandera que acaba de quitar de encima del cajón del Textil, el viento abrazándola sobre su cuerpo y la mirada clara sobre el trapo tricolor, hierba en sus pies, tierra de la tumba en las botas gastadas del sargento Solé Vera, el humo de su cigarro congelado entre los labios, la gorra de plato torcida en la frente y su guerrera de cuero abierta sobre la pistola, bóveda de árboles y sombras de hojas que le tiemblan en la cara. Los hombres que lucharon rodeando un boquete en la tierra, una hondonada oscura por la que se perdía el Textil, miradas gastadas por la furia y la sangre, los soldados, en sus huesos el estruendo de mil bombas, y la mirada corriendo por los rostros, por las figuras, el mago Pérez Estrada, su traje blanco, la estampa de galán de Domiciano, los ojos tristes de un faquir que se siente carne de desgracia, y los héroes heridos, ¿y yo?, ¿cuál es mi laberinto?, ¿dónde estaba yo, dónde estoy, Sintora, en medio de esa fotografía que me arde perennemente en la memoria? ¿Quién es ese soldado con mirada de gafas, con ojos aumentados por el vidrio de las gafas, que mira al frente y que parece altivo a pesar de su cuerpo frágil y su cara de niño abandonado? ¿Quién es ese soldado, Sintora, que entre los soldados mira la cara del fotógrafo y sonríe, escuchando ya el fragor de la batalla?