DE LA NADA HACIA LA NADA
I
Rosalind Wescott, una mujer grande y fuerte de veintisiete años, caminaba por una vía férrea cerca de la ciudad de Willow Springs, estado de Iowa. Eran alrededor de las cuatro de la tarde de un día de agosto. A su ciudad natal había llegado hacía tres días desde Chicago, donde trabajaba.
En aquella época, Willow Springs era una ciudad de unos tres mil habitantes. Ha crecido desde entonces. Era una ciudad como tantas otras, con su ayuntamiento en medio de la Plaza Mayor. A los cuatro lados de la plaza, se levantaban los locales comerciales. La Plaza Mayor era bastante simple, sin césped, y de ella salían las calles bordeadas por casas de madera, largas calles rectas que desembocaban en carreteras de tierra que iban a parar a las praderas.
Aunque le había dicho a todo el mundo que únicamente venía de visita porque echaba de menos estar con su familia, y aunque lo que quería realmente era hablar con su madre sobre un determinado asunto; por el momento, Rosalind no había sido capaz de hablar con nadie. Es más, no le estaba resultando nada fácil quedarse en casa con sus padres y, en todo momento, día y noche, sentía un enorme deseo de salir de la ciudad. Aquella calurosa tarde de verano, mientras caminaba por la vía férrea, Rosalind recriminaba su propia actitud. —No estoy siendo muy simpática. Si quiero hacerlo, por qué no lo hago en vez de darle mil vueltas—, pensó.
Dos millas al este de Willow Springs, la vía férrea recorría unos campos de maíz situados en plena llanura. En aquel lugar había una pequeña pendiente y un puente sobre un arroyo llamado Willow Creek. Aunque el arroyo estaba completamente seco, varios árboles crecían a la orilla del barro reseco y agrietado, allí donde en otoño, invierno y primavera estaba el lecho del arroyo. Rosalind salió de la vía y se fue a sentar bajo un árbol. Le ardían las mejillas y le sudaba la frente. Al quitarse el sombrero, su melena cayó en desorden. Varios mechones quedaron pegados a su húmedo rostro. Se sentó en lo que parecía una gran cuenca bordeada por hileras de maíz. Detrás de ella y siguiendo el lecho del arroyo, había un sendero de tierra. Cada noche pasaba por allí un rebaño de vacas llegado de algún prado lejano. A poca distancia de allí, se había formado una gran esfera de estiércol de vaca cubierta de polvo gris sobre la que se arrastraban unos escarabajos de un color negro brillante. Los escarabajos se pasaban el día rodando pelotas de estiércol hasta un agujero cercano. Se estaban preparando para la germinación de una nueva generación de escarabajos.
Rosalind había ido de visita a su ciudad natal en una época del año en la que todo el mundo deseaba escapar de aquel caluroso y polvoriento lugar. Nadie esperaba su visita y tampoco había escrito anunciando su llegada. Una mañana, en Chicago, se levantó de la cama y empezó a hacer las maletas. Esa misma noche estaba en Willow Springs, con su familia, en la casa en la que había vivido hasta sus veintiún años. Sin previo aviso, tomó el autobús en la estación y caminó hasta la casa de los Wescott. Su padre estaba en la bomba, junto a la puerta de la cocina. Al verla llegar, su madre entró al salón para saludarla, llevaba puesto un delantal de cocina un poco manchado. Nada parecía haber cambiado en esa casa. —Me apetecía venir a pasar unos días con vosotros—, dijo Rosalind tras dejar su maleta y besar a su madre.
Los Wescott se alegraron mucho al ver a su hija. Estaban emocionados y prepararon una cena de bienvenida. Después de cenar, el padre se fue a dar su habitual paseo por la ciudad, pero volvió mucho antes que de costumbre. —Voy hasta la oficina de correos para comprar el periódico y vuelvo—, dijo disculpándose. La madre de Rosalind se puso un vestido limpio y fue a sentarse con su hija en la oscuridad del porche. Allí hablaron, más o menos. —¿Hace calor en Chicago estos días? Voy a pasarme el otoño enlatando fruta. Te voy a enviar una caja con botes de fruta. ¿Sigues viviendo en el mismo apartamento del Barrio Norte? Debe de ser muy agradable caminar de noche por el parque junto al lago.—
***
Sentada bajo un árbol cerca del puente a dos millas de Willow Springs, Rosalind miraba trabajar a los escarabajos. Su cuerpo estaba bastante acalorado por la larga caminata bajo el sol y el vestido ligero que llevaba puesto se le pegaba a las piernas. Estaba cada vez más manchado por el polvo que se había depositado bajo el árbol.
Rosalind había huido de su ciudad y de la casa de su madre. Llevaba haciéndolo desde su llegada. No le apetecía ir de casa en casa visitando a sus amigas del colegio, las chicas que habían preferido quedarse en Willow Springs, casarse y formar una familia. Cuando se cruzaba por la calle con alguna de estas mujeres, con su carrito de bebé a cuestas, y quizás seguida por algún niño pequeño, a Rosalind no le quedaba más remedio que detenerse. Hablaban unos minutos. —Qué calor hace. ¿Sigues viviendo en el mismo apartamento de Chicago? Mi marido y yo queremos ir allí a pasar una o dos semanas con los niños. Debe de ser muy agradable vivir tan cerca del lago. —Rosalind no tardaba en despedirse.
Desde su llegada a su ciudad natal no había hecho otra cosa más que huir.
¿De qué? Se preguntó Rosalind. Había venido de Chicago porque tenía la intención de hablar con su madre. ¿Realmente quería hablar con ella sobre determinados asuntos? ¿Pensaba sacar fuerzas para afrontar la vida y sus dificultades volviendo a respirar el aire de su ciudad natal?
¿De qué le valía haber efectuado aquel incómodo viaje desde Chicago si era para acabar pasando los días caminando por carreteras de tierra o entre las hileras de los campos de maíz bajo el calor asfixiante de la vía férrea?
—Aunque no todos los deseos pueden cumplirse, no tengo que perder la esperanza, —pensó para sus adentros.
Willow Springs era una ciudad insignificante, aburrida, una de las miles que hay en los estados de Indiana, Illinois, Wisconsin, Kansas, Iowa, pero en su mente su ciudad era aún más aburrida.
Sentada bajo el árbol junto al lecho reseco del arroyo, Rosalind se puso a pensar en la calle donde vivían sus padres, la calle donde había vivido hasta sus veintiún años. El destino había hecho que ya no viviera allí. Su único hermano, diez años mayor que ella, se había casado y trasladado a Chicago. Un día le pidió a su hermana que fuera a visitarle y, una vez allí, Rosalind decidió quedarse. Su hermano trabajaba de comercial y pasaba mucho tiempo fuera de casa. —¿Por qué no te quedas aquí con Bess y estudias taquigrafía? —preguntó—. Si en el futuro no te interesa trabajar en ello no pasa nada. Papá siempre va a estar ahí para ocuparse de ti. Aprender algo siempre puede ser útil.
***
—Eso fue hace seis años —pensó Rosalind con cierto cansancio—. Ya llevo seis años viviendo en la gran ciudad. —Su mente no dejaba de pensar. Los pensamientos iban y venían. En Chicago, tras encontrar trabajo de taquígrafa, hubo algo que la mantuvo despierta durante un tiempo. Quería ser actriz y por las noches iba a una escuela de arte dramático. En su lugar de trabajo había un chico, un oficinista, con el que a veces salía a pasear, al teatro o a caminar por el parque. Se besaban.
Sus pensamientos eran cada vez más nítidos, volvió a pensar en su madre y en su padre, en su casa de Willow Springs, en la calle donde había vivido hasta los veintiún años.
La calle no era gran cosa. Desde la ventana principal de la casa de su madre se podían ver otras seis casas. Conocía su calle y a sus vecinos como la palma de su mano. ¿Realmente los conocía? Desde los dieciocho a los veintiún años se quedó en casa, ayudando a su madre en las tareas domésticas, esperando algo. Las demás chicas de su edad corrieron la misma suerte. Como ella, se habían graduado en el instituto de la ciudad, pero sus padres no tenían ninguna intención de enviarlas a la universidad. No había más remedio que esperar. Poco más se podía hacer. Algunas de esas chicas —sus madres y las madres de sus amigas seguían llamándolas niñas— tenían amigos que iban a visitarlas los domingos y algún miércoles o jueves por la tarde. Otras tomaban la decisión de unirse a la Iglesia, iban a grupos de oración, y se convertían en miembros activos de alguna congregación religiosa. Sacaban pecho.
Rosalind no había hecho nada parecido. En esos tres años en Willow Springs no había hecho más que esperar. Por la mañana había que dedicarse a las tareas domésticas y luego, en cierto modo, el día ya no daba mucho más de sí. Por la noche, su padre salía a pasear a la ciudad y ella se quedaba con su madre. No se decían gran cosa. Cuando se iba a dormir, se quedaba despierta, extrañamente nerviosa, esperando a que ocurriera algo que finalmente nunca ocurría. Los ruidos de la casa de los Wescott interrumpían sus pensamientos. ¡La de cosas que se le pasaban por la cabeza!
Una multitud de gente se alejaba constantemente de ella. A veces, se sentaba boca abajo al borde de un barranco. Bueno, no era exactamente un barranco. Eran dos grandes muros de mármol en los que se habían tallado extrañas figuras. Era posible bajar por unos enormes escalones —bajar hasta desaparecer—. Mucha gente bajaba por esos escalones, entre las paredes de mármol, alejándose de ella.
¿Quiénes eran todas aquellas personas? ¿De dónde venían? ¿Adónde iban? No lograba dormir. Su habitación era oscura. El techo y las paredes iban retrocediendo. Parecía estar flotando, suspendida en el espacio, por encima del barranco —ese barranco con muros de blanco mármol sobre el que jugaban unas extrañas luces.
Hombres y mujeres bajaban esos enormes peldaños y se perdían en el infinito. A veces, pasaba por ahí una muchacha que podría tener su misma edad, pero que, en cierto modo, era más dulce, más pura. La muchacha caminaba con suavidad, con estilo, parecía un felino. Sus piernas y sus brazos se movían como se mueven las ramas de las copas de los árboles bajo una suave brisa. Ella también bajaba hasta desaparecer.
Muchas otras personas bajaban los peldaños de mármol. Chicos jóvenes bajaban solos; tras ellos, un anciano muy distinguido seguido por una mujer con facciones muy dulces. ¡Qué hombre tan admirable! Su desgastado cuerpo irradiaba un poder infinito. Su rostro estaba cubierto de arrugas y tenía la mirada triste. Se podía sentir su inmensa sabiduría y se notaba que había guardado algo vivo y muy valioso en lo más profundo de su ser. Eso hacía que los ojos de la mujer que caminaba por detrás ardieran con un extraño fuego. Ellos también bajaban por las escaleras y desaparecían.
Otras muchas personas bajaban hasta desaparecer —hombres y mujeres, chicos y chicas, ancianos, ancianas que caminaban con bastones y cojeaban un poco.
En la cama de la casa de su padre, la mente de Rosalind se tranquilizaba. Intentaba aferrarse a algo, entender algo.
Era inútil. Los ruidos de la casa interrumpían sus fantasías. Su padre estaba en la bomba, junto a la puerta de la cocina. Estaba bombeando un cubo de agua. En un momento, se lo llevará y lo colocará en un recipiente junto al fregadero de la cocina. Se derramará un poco de agua en el suelo. Después se escuchará un sonido, parecido al de los pies de un niño descalzo caminando por el suelo. Luego su padre irá a darle cuerda al reloj. Otro día más. Ahora no tardará en escuchar sus fuertes pisadas arrastrándose por el suelo de la habitación y finalmente se meterá en la cama, con su madre.
Durante los años de su adolescencia, los ruidos nocturnos de la casa de su padre habían sido, en cierto sentido, algo horrible y espantoso. Ahora el destino había hecho que viviera en la ciudad y no quería volver a pensar en ellos nunca más. Incluso en Chicago, donde el silencio de la noche se veía interrumpido por miles de voces, por automóviles circulando por las calles a toda velocidad, por los acelerados pasos de los hombres que volvían a sus casas por las aceras de cemento pasada la medianoche, por los gritos de los borrachos que se peleaban en las calurosas noches de verano, incluso en ese gran tumulto de voces, todo parecía mucho más tranquilo. Los persistentes ruidos de las noches de la ciudad no eran nada comparados con los persistentes ruidos de la casa de su padre. Los ruidos de la ciudad no transmitían terribles verdades existenciales, esos ruidos no se aferraban tanto a la vida y no la asustaban como lo hacían los ruidos de la tranquila calle de la ciudad de Willow Springs. ¡Cuántas veces, allí en la gran ciudad, en medio de esos grandes ruidos, había luchado por librarse de esos pequeños ruidos! Los pies de su padre están entrando ahora en la cocina. Está poniendo el cubo de agua en el recipiente junto al fregadero. En ese mismo instante, en el piso de arriba, el cuerpo de su madre está cayendo pesadamente sobre la cama. Las visiones del barranco con muros de mármol por el que bajaba tanta gente hermosa se van desvaneciendo. Hay un pequeño charco en el suelo de la cocina. Se va a escuchar un sonido, parecido al de los pies de un niño descalzo caminando por el suelo. Rosalind tiene ganas de gritar. Su padre acaba de cerrar la puerta de la cocina. Ahora le va a dar cuerda al reloj. En unos instantes sus pies empezarán a subir las escaleras.
Desde la ventana de la casa de los Wescott se veían otras seis casas. En invierno, el humo de las seis chimeneas de ladrillo se elevaba en las alturas. En una de las casas, la que estaba al lado de la casa de los Wescott, una pequeña casa de madera, vivía un hombre que ya tenía treinta y cinco años cuando Rosalind se fue a vivir a la ciudad. Era un hombre soltero y su madre, su ama de casa, había muerto el año en que Rosalind se graduó en el instituto. Tras la muerte de su madre, el hombre se quedó solo. Solía comer y cenar en el hotel, en la plaza de la ciudad, pero también se preparaba el desayuno, hacía su cama y barría la casa. A veces, mientras Rosalind estaba sentada en el porche, aquel hombre caminaba con paso lento por delante de la casa de los Wescott. Se levantaba el sombrero y discutía un rato con ella. Sus ojos se encontraban. Tenía una nariz prominente y aguileña y una larga y descuidada melena.
Rosalind pensaba en él de vez en cuando. Aunque no era para alarmarse, le molestaba un poco que aquel hombre se colara en sus fantasías cotidianas.
Aquel día, mientras Rosalind estaba sentada en el reseco lecho del río, se puso a pensar en aquel hombre soltero que ya tenía más de cuarenta años y que seguía viviendo en la calle donde había pasado su infancia. Una cerca separaba su casa de la casa de los Wescott. Algunas mañanas, el hombre olvidaba bajar las persianas y Rosalind, ocupada con las tareas domésticas en la casa de su padre, veía cuando pasaba en ropa interior. Era… bueno, mejor no entrar en detalles.
Aquel hombre se llamaba Melville Stoner. Tenía una pequeña pensión y no le hacía falta trabajar. Había días en los que ni siquiera iba a comer al hotel, se quedaba todo el día en casa, sentado en una silla con la nariz enterrada en un libro.
En una de las casas de esa misma calle, vivía una viuda que se pasaba el día criando pollos. Dos o tres de sus gallinas eran lo que la gente del vecindario llamaba —gallinas de altos vuelos—. Por lo general, cuando sobrevolaban las vallas del gallinero aterrizaban directamente en el jardín del soltero. A los vecinos todo aquello les hacía bastante gracia. Era, a su modo de ver, algo bastante significativo. En cuanto las gallinas se posaban en el jardín de Melville Stoner, la viuda salía tras ellas con un palo en la mano. El soltero salía de su casa y presenciaba el espectáculo desde su pequeño porche. La viuda llegaba corriendo hasta la puerta principal agitando los brazos, y las gallinas, armando un gran revuelo, salían volando por encima de la valla y corrían por la calle hasta llegar a la casa de la viuda. La mujer se quedaba un rato de pie, frente a la puerta de la casa de Melville Stoner. En verano, cuando las ventanas de la casa de los Wescott estaban abiertas, Rosalind escuchaba su conversación. En Willow Springs no estaba bien visto que una mujer soltera se quedara hablando con un hombre soltero en la puerta de su casa. La viuda no quería faltar a esas costumbres. Aun así, se quedaba allí un rato, apoyada contra el poste de la puerta. ¡Menudos ojitos ponía! —Si le molestan mis gallinas, no se lo piense dos veces, mátelas—, le decía con cierta agresividad. —No se preocupe. Me alegra verlas llegar—, respondía Melville Stoner, inclinando la cabeza. A Rosalind le parecía que su vecino le tomaba el pelo a la viuda. Aquel hombre le caía bien por eso. —Si no fuera por sus gallinas, usted jamás vendría por aquí. Cuídelas bien—, decía, inclinándose de nuevo.
El hombre y la mujer se quedaban un momento mirándose a los ojos. Rosalind observaba a la mujer desde una de las ventanas de la casa de los Wescott. Hasta ahí llegaba la conversación. Había algo en aquella mujer que no lograba entender —bueno, la mujer iba llenando sus sentidos—. A la joven de la casa de al lado la viuda no le caía demasiado bien.
***
Rosalind se levantó y subió hasta el terraplén de la vía férrea. Daba gracias a Dios por haberle dado la oportunidad de salir de la rutina de Willow Springs para irse a vivir a la gran ciudad. —Chicago no es una ciudad demasiado bonita. La gente dice que no es más que un pueblo sucio y ruidoso y quizás tenga razón, pero allí hay vida—, pensó. En Chicago, o al menos durante los dos o tres últimos años que había pasado allí, Rosalind sentía que había aprendido algo de la vida. Para empezar, se había dedicado a la lectura, había leído libros que nunca llegarían a Willow Springs, libros que en Willow Springs nadie conocía, había ido a conciertos, como los de la Orquesta Sinfónica, había empezado a entender los lenguajes del trazo y del color, había escuchado hablar sobre estos temas a hombres inteligentes. En Chicago, en medio de esa gran marea humana, se escuchaban voces. A veces uno se encontraba con hombres, o había oído que existían hombres que, como aquel distinguido anciano que se alejaba por las escaleras de mármol de sus fantasías infantiles, habían guardado algo vivo y muy valioso en lo más profundo de su ser.
Pero había algo más, lo más importante. Durante los dos últimos años de su vida en Chicago había pasado horas enteras, días enteros en compañía de un hombre con quien podía hablar. Esas charlas la habían despertado. Sentía que gracias a ellas se había convertido en mujer, que había madurado.
—Conozco Willow Springs como la palma de mi mano, sé cómo es su gente y sé en qué me habría convertido si me hubiese quedado aquí, —pensó. Sentía alivio y cierta felicidad. Estaba atravesando un momento de crisis y había vuelto a casa con la esperanza de poder hablar un poco con su madre o, si finalmente hablar con ella resultaba imposible, esperaba obtener cierto sentido de hermandad estando a su lado. Siempre había pensado que en toda mujer había algo enterrado, algo que en un momento dado podría ayudar a una mujer necesitada. En esos momentos, sentía que la esperanza, el sueño, el deseo, que anhelaba era totalmente en vano. Sentada en aquella enorme cuenca donde no corría el aire, en medio de los campos de maíz a dos millas de su ciudad, mirando trabajar a los escarabajos perpetuar una nueva generación de escarabajos, pensando en la ciudad y en su gente, Rosalind parecía entender todo un poco mejor. Después de todo, puede que su visita a Willow Springs sirviera para algo.
La figura de Rosalind aún conservaba buena parte de su juventud. Era una mujer de piernas fuertes y de hombros anchos. Caminaba por la vía férrea hacia la ciudad en dirección oeste. Estaba empezando a anochecer. Allá a lo lejos, en lo alto del maíz, en uno de los inmensos campos, pudo ver la imagen de un hombre conduciendo un vehículo por una carretera de tierra. Los rayos del sol se entretenían con el polvo que levantaban las ruedas del vehículo. Esa flotante nube de polvo se convirtió en una lluvia dorada que fue cayendo sobre los campos. —Cuando una mujer busca algo auténtico en otra mujer, aunque sea su madre, no parece que pueda encontrarlo —pensó con cierta amargura—. Hay ciertas cosas que toda mujer debe descubrir por sí misma, hay un camino que solo ella puede tomar, nadie más. Puede que ese camino lleve a un camino oscuro y terrible, pero si no quiere que la muerte se apodere de ella y viva en ella mientras su cuerpo sigue en vida, toda mujer debe adentrarse algún día por esa senda.
Rosalind caminó otra milla por la vía férrea y se detuvo. Mientras estaba sentada bajo el árbol junto al lecho del arroyo vio pasar un tren de carga dirección este. Ahora, allí junto a la vía, parecía que un hombre estaba tirado en la hierba. Estaba inmóvil, con el rostro enterrado en la hierba quemada. Rosalind llegó entonces a la conclusión de que aquel hombre había sido golpeado por el tren y que quizás estaba muerto. El cuerpo había quedado ahí tirado. Sus pensamientos se fueron diluyendo, dio media vuelta y empezó a alejarse de allí de puntillas, pisando con cuidado las traviesas de las vías, sin hacer ningún ruido. Entonces se detuvo. Quizás ese hombre no estuviera muerto, quizás solo estuviera herido, terriblemente herido. Tenía que hacer algo, no podía dejarlo allí. Se lo imaginó mutilado pero luchando por su vida, y ella intentando ayudarle. Dio media vuelta y volvió a caminar por las traviesas. Las piernas del hombre no estaban dobladas y a su lado estaba su sombrero. Parecía como si lo hubiera dejado allí antes de echarse a dormir, pero un hombre no duerme con el rostro enterrado en la hierba bajo ese calor y en un lugar tan incómodo. Se acercó. —Oiga, señor —gritó—. Señor, ¿está usted herido?
El hombre que estaba tumbado en la hierba se incorporó y la miró. Se echó a reír. Era Melville Stoner, el hombre en quien había estado pensando repetidas veces y que le había permitido sacar ciertas conclusiones sobre la inutilidad de su visita a Willow Springs. El hombre se levantó y recogió el sombrero. —Hola, señorita Rosalind Wescott—, dijo con cordialidad. Se subió a un pequeño terraplén y se quedó a su lado. —Sabía que había vuelto a casa de visita, pero ¿qué está usted haciendo aquí?—, preguntó; y luego añadió: —¡Qué suerte la mía! Ahora voy a tener el privilegio de acompañarla hasta su casa. Después de haberme gritado de esa manera, no creo que pueda negarse.—
Caminaron juntos por la vía férrea, él con su sombrero en la mano. A Rosalind le pareció que su acompañante era una especie de pájaro gigante, anciano, que desprendía una gran sabiduría; —Se parece un poco a un buitre—, pensó. El hombre permaneció un rato en silencio, pero de pronto empezó a hablar, quería explicar por qué estaba tirado con el rostro enterrado en la hierba. Le brillaban los ojos. Rosalind se preguntó si le estaba tomando el pelo, igual que a la viuda de las gallinas.
No fue directamente al grano, y a Rosalind le pareció extraño que estuvieran ahí hablando y caminando juntos. Sus palabras le llamaron inmediatamente la atención. Era mucho mayor que ella y mucho más sabio, no cabía duda. Qué inocente había sido pensando que sabía más que cualquiera de los habitantes de Willow Springs. Ahí estaba escuchando hablar a ese hombre y lo que escuchaba no sonaba a nada de lo que hubiese esperado oír salir de los labios de un habitante de su ciudad natal. —Quiero explicarme, pero prefiero esperar un poco. Llevo años intentando conectar con usted, hablar con usted, y por fin ha llegado mi oportunidad. Hace ya unos cinco o seis años que se marchó y ya es usted toda una mujer.
—No se asuste, mi deseo de querer conectar con usted y entenderla un poco mejor no es nada realmente personal —añadió rápidamente—. Así soy con todo el mundo. Quizás sea por eso por lo que vivo solo, sigo soltero y no tengo amigos. Soy demasiado impaciente. A los demás les incomoda mi compañía.—
Rosalind estaba sorprendida descubriendo la faceta escondida de aquel hombre. Se quedó pensando. A lo lejos, se empezaban a ver las casas de la ciudad. Melville Stoner intentó caminar por uno de los raíles de hierro, pero tras dar unos pasos perdió el equilibrio y cayó. Sus largos brazos dieron unas cuantas vueltas antes de caer. Rosalind entró en un extraño estado de ánimo. En cuestión de segundos, Melville Stoner había pasado de parecer un anciano a parecer un niño. Estando a su lado, su mente, que no había dejado de pensar en toda la tarde, siguió pensando con mayor intensidad.
Cuando Melville Stoner reanudó la conversación, pareció haber olvidado la explicación que le había prometido a Rosalind. —Vivimos tantos años al lado y en todo ese tiempo apenas nos hablamos —dijo—. Cuando yo era joven y usted era solo una niña, yo me sentaba en mi casa pensando en usted. Hemos sido amigos. Lo que quiero decir es que hemos compartido los mismos pensamientos.—
Empezó a criticar con dureza la vida en la gran ciudad. —Aquí todo es triste y estúpido, pero la gran ciudad tiene también su propia dosis de estupidez —declaró—. Me alegro de no estar viviendo allí.—
Cuando empezó a vivir en Chicago, a Rosalind le ocurría a veces algo sorprendente. En la gran ciudad solo conocía a su hermano y a su cuñada y a veces se sentía muy sola. Cuando ya no podía soportar la monotonía de la casa de su hermano, se iba a un concierto o al teatro. Alguna que otra vez, cuando no tenía dinero para comprar la entrada, se armaba de valor y caminaba sola por las calles, acelerando el paso sin pararse a mirar a su alrededor. Cuando se sentaba en el teatro o caminaba en la calle a veces le ocurría algo extraño. Alguien mencionaba su nombre, sentía que alguien la llamaba. Algo parecido le ocurrió en un concierto. Miró rápidamente a su alrededor. Las caras que pudo ver tenían esa misma expresión, mitad aburrimiento, mitad expectación, que uno acostumbra a ver en las caras de las personas que escuchan música clásica. En el teatro nadie parecía reparar en ella. En la calle o en el parque, sentía esa llamada cuando estaba completamente sola. La voz parecía salir de la nada, de detrás de alguno de los árboles del parque.
Y ahora, mientras caminaba por la vía férrea, esa llamada parecía salir del propio Melville Stoner. El hombre seguía caminando, aparentemente absorto en sus propios pensamientos, intentando encontrar las palabras con las que poder expresarse. Tenía unas piernas muy largas y un modo de andar un tanto extraño. Rosalind seguía pensando que ese hombre tenía aspecto de ave, quizás un ave marina varada a gran distancia de la costa, pero la llamada no salía del pájaro que vivía en él. Había algo más, una personalidad escondida. Rosalind se imaginó que la llamada salía de un niño, de uno de esos niños de ojos claros que había visto en las fantasías nocturnas en la habitación de la casa de su padre, de uno de esos niños que caminaba por la escalera de mármol, que bajaba hasta desaparecer. Se sorprendió con sus propios pensamientos. —El niño se esconde en el cuerpo de este extraño hombre con pinta de pájaro—, pensó. Esa idea despertó nuevas fantasías en ella. Explicaba mucho sobre la vida de los hombres y las mujeres. Su mente recordó una expresión, una frase, de los tiempos de su infancia, cuando iba a la Escuela Dominical de Willow Springs. —Y Dios me habló por medio de una zarza ardiente. —Y a punto estuvo de repetir esas palabras en voz alta.
Melville Stoner seguía caminando por las traviesas sin parar de hablar. Parecía haber olvidado el incidente de su nariz enterrada en la hierba y siguió hablando de su solitaria vida en la casa de su pequeña ciudad. Rosalind intentó, sin éxito, concentrarse y escuchar atentamente sus palabras. —He vuelto unos días a casa con el deseo de acercarme un poco a la vida; quería, por unos días, alejarme de la presencia de un hombre para poder pensar en él. Pensé que podía conseguirlo estando cerca de mi madre, pero no ha sido así. Sería extraño poder lograr mi objetivo hablando con este hombre—, pensó. Aunque escuchaba las palabras del hombre, su mente seguía pensando, fabricando sus propias palabras. Sentía que algo se estaba liberando en su interior, se sentía libre, relajada. Desde el momento en que se bajó del tren en la estación de Willow Springs tres días antes, la tensión se mascaba en el ambiente. Ahora había desaparecido. Miraba a Melville Stoner y él, de vez en cuando, le devolvía la mirada. Había algo en sus ojos, una especie de risa —una especie de risa burlona—. Tenía ojos grises, de un gris frío, semejantes a los de un pájaro.
—Se me ocurre —he estado pensando—, bueno, usted lleva seis años viviendo en la gran ciudad y aún sigue soltera. Sería extraño y hasta divertido que usted fuera como yo, que no pudiera casarse o acercarse a otra persona, —le dijo.
Volvió a hablar de la vida que llevaba en su casa. —A veces lo único que me apetece es quedarme todo el día sentado, incluso cuando hace buen tiempo —dijo—. Seguro que alguna vez me ha visto ahí sentado. A veces hasta se me olvida que tengo que comer. Me paso el día leyendo, tratando de olvidarme y, cuando cae la noche no logro conciliar el sueño.
—Si supiera escribir o pintar o componer música, si me interesara expresar lo que me pasa por la cabeza, todo sería diferente. Sin embargo, yo no escribiría como los demás. Poco tendría que decir sobre lo que hacen los humanos. ¿Qué hacen? ¿Es realmente importante? Sí, claro, construyen grandes ciudades como Chicago y ciudades más pequeñas como Willow Springs, han construido esta vía férrea sobre la que estamos caminando, se casan y tienen hijos, cometen crímenes, roban, son amables. ¿Qué importancia tiene? Mire, aquí estamos caminando bajo este intenso sol. Dentro de cinco minutos llegaremos a la ciudad, usted se irá a su casa y yo a la mía. Cenará con sus padres. Después su padre se irá a dar una vuelta a la ciudad y usted y su madre se irán a sentar en el porche. No tendrán mucho que decirse. Su madre le comentará su intención de enlatar fruta. Cuando su padre vuelva a casa de su paseo nocturno, se irán todos a dormir. Su padre irá a bombear un cubo de agua en el pozo de la entrada de la cocina. Lo llevará dentro y lo colocará en un recipiente junto al fregadero. Se derramará un poco de agua. Dejará un pequeño charco en el suelo de la cocina…
—¡Ah!
Melville Stoner se dio la vuelta y miró detenidamente a Rosalind, que estaba algo pálida. Su mente se aceleró, parecía un motor totalmente descontrolado. Le asustaba el poder que irradiaba Melville Stoner. Con solo nombrar ciertos tópicos aquel hombre acababa de invadir lugares más secretos. Era como si hubiese entrado a la habitación de la casa de su padre donde se tumbaba a pensar. Parecía haber entrado en su cama. Melville Stoner se echó a reír con melancolía. —¿Sabe?, en este país somos bastante ignorantes, ya sea en los pueblos o en las ciudades —dijo con rapidez—. Todos tenemos mucha prisa. Todo el mundo está acelerado. Yo prefiero quedarme sentado, pensando. Si quisiera escribir, podría hacerlo. Me pondría a contar lo que piensa todo el mundo. Escribiría sobre las cosas que les sorprenden, las cosas que les asustan un poco. Contaría lo que ha estado pensando usted esta misma tarde mientras caminábamos por la vía férrea. Contaría lo que ha estado pensando su madre al mismo tiempo y lo que le gustaría decirle.—
A Rosalind le temblaban las manos, y su rostro estaba blanco como la tiza. Salieron de la vía y empezaron a caminar por las calles de Willow Springs. Algo había cambiado en Melville Stoner. Ahora volvía a parecer un hombre de cuarenta años, un poco indeciso, un poco avergonzado por la presencia de una mujer más joven. —Me voy al hotel, aquí se separan nuestros caminos—, dijo arrastrando los pies por la acera. —Me hubiera gustado contarle por qué me encontró ahí tirado con el rostro enterrado en la hierba—, dijo. Algo había cambiado en su voz. Era la voz del niño que había llamado a Rosalind desde el cuerpo del hombre mientras hablaban y caminaban por las vías. —Hay días en los que esta vida me resulta insoportable—, dijo con dureza, agitando sus enormes brazos. —Cuando uno pasa tanto tiempo solo acaba odiándose a sí mismo. Tengo que salir de esta ciudad.
El hombre agachaba la cabeza, mirando al suelo. Sus enormes pies seguían arrastrándose nerviosamente. —Una vez, en invierno, pensé que me estaba volviendo loco —dijo—. Me puse a pensar en un huerto que está a unas cinco millas de la ciudad, un huerto por donde había caminado un día a finales de otoño, la época en que las peras están maduras. Se me ocurrió volver por allí. Hacía mucho frío, pero aun así caminé las cinco millas y entré en el huerto. La tierra estaba helada y cubierta de nieve, pero eché la nieve a un lado. Me tumbé y puse mi rostro sobre la hierba. En otoño, cuando caminé por ahí por primera vez, aquel lugar estaba cubierto de peras maduras que desprendían un aroma muy agradable. Las peras estaban cubiertas de abejas, parecían embriagadas, era como si las abejas estuvieran alcanzando una especie de éxtasis. Aún recuerdo ese aroma. Por eso volví por allí y puse mi rostro sobre la hierba helada. Las abejas estaban en un estado de éxtasis, en un éxtasis vital. A mí la vida siempre se me ha escapado. Nunca he podido coger el tren de la vida. Siempre se aleja de mí. Siempre me imagino que la gente se aleja de mí. Este año, en primavera, caminé por la vía férrea hasta el puente de Willow Creek. El lugar estaba cubierto de violetas. En aquel momento, apenas me fijé en ellas, pero hoy las recuerdo perfectamente. Las violetas eran como la gente que se aleja de mí. Estaba poseído por un irresistible deseo de ir tras ellas. Me sentía como un pájaro volando por los aires. Estaba convencido de que debía ir tras algo que se iba alejando de mí.
Melville Stoner dejó de hablar. Estaba pálido, a él también le temblaban las manos. Rosalind estuvo a punto de tocarle la mano. Le entraron ganas de gritar —yo estoy aquí. No estoy muerta. Estoy viva——. Pero se quedó callada, mirándole fijamente, como la viuda de las gallinas de altos vuelos. Melville Stoner luchó por recuperarse del éxtasis que había alcanzado por sus propias palabras. Inclinó la cabeza y sonrió. —Espero que vuelva a pasear por la vía férrea —dijo—. En el futuro ya sé qué hacer con mi tiempo libre. Cuando venga a Willow Springs iré a acampar a la vía férrea. Como las violetas, usted también ha dejado su aroma, no cabe duda. —Rosalind le miró. Su risa era la misma que le dedicaba a la viuda en la puerta de su casa. No tenía importancia. Cuando se separaron, ella siguió caminando lentamente por las calles de su ciudad. Su mente volvió a recordar la frase que le había venido a la cabeza mientras caminaban por las vías. —Y Dios me habló por medio de una zarza ardiente. —Y siguió repitiéndola hasta llegar a la casa de los Wescott.
***
Rosalind estaba sentada en el porche de la casa donde había pasado su infancia. Su padre aún no había vuelto a casa. Era comerciante de madera y carbón y tenía varios cobertizos frente a una vía muerta al oeste de la ciudad. En una esquina de su pequeña oficina, junto a una ventana, había una estufa y un escritorio. En el escritorio se amontonaban las cartas sin abrir y las circulares de las compañías de madera y carbón. Estaban cubiertas por una espesa capa de polvo de carbón. El hombre se pasaba el día ahí sentado, esperando como un animal enjaulado, pero, a diferencia del animal, no parecía triste ni inquieto. Era el único comerciante de madera y carbón de Willow Springs. Cuando los ciudadanos querían algunas de estas materias primas no les quedaba más remedio que acudir a él. No tenía competencia. Era un hombre satisfecho. Por la mañana, nada más llegar a la oficina, se ponía a leer el periódico de Des Moines y, si nadie venía a molestarle, se pasaba el día ahí sentado, junto a la estufa en invierno y junto a la ventana en los largos y calurosos días de verano, indiferente al cambio de las estaciones, sin ideas, sin esperanza, sin remordimientos por saber que la vida se estaba convirtiendo en algo cada vez más viejo y desgastado.
En la casa de los Wescott, la madre de Rosalind ya había empezado a enlatar la fruta. Estaba haciendo mermelada de grosella. Rosalind podía escuchar los botes hirviendo en la cocina. Su madre caminaba con pesadez. Había cogido unos cuantos kilos estos últimos años.
Su hija estaba cansada de tanto pensar. Había sido un día de fuertes emociones. Se quitó el sombrero y lo dejó en el porche. Las ventanas de la casa de Melville Stoner parecían ojos mirándola fijamente, acusándola. —Me parece que has ido demasiado lejos —declaró la casa burlándose de ella—. Creías saber cosas de la gente. Pero está claro que no sabes nada. —Rosalind se cogió la cabeza con las manos. Era cierto, había malinterpretado ciertas cosas. El hombre que vivía en la casa de al lado no era como las demás personas de Willow Springs. No era, como había supuesto, un ciudadano insignificante de una aburrida ciudad, alguien que no sabía nada de la vida. ¿No acababa de pronunciar las palabras que la habían sorprendido, conmocionado?
Rosalind tuvo una experiencia que suele ser habitual en la gente nerviosa. Su mente, cansada de tanto pensar, en vez de tomarse un respiro, aceleró el ritmo. Alcanzó un nuevo nivel de pensamiento. Su mente era una especie de artefacto volador que despegaba del suelo y salía volando por los aires.
Se aferró a una idea que había expresado o insinuado Melville Stoner. —Todo ser humano tiene dos voces, y las dos luchan por hacerse oír.
Acababa de descubrir un nuevo mundo de pensamiento. Después de todo, quizás fuese posible entender al ser humano. Quizás fuese posible entender a su madre, la vida de su madre, la de su padre, la del hombre de quien estaba enamorada, la suya misma. La voz emite sonidos que se convierten en palabras. Los labios pronuncian las palabras. Se ajustan, se rigen bajo un mismo patrón. Por lo general, las palabras no tienen vida propia. Se crearon en la antigüedad y sin duda muchas de ellas fueron, en su día, palabras vivas, palabras que salían de la profundidad de las personas, del vientre de las personas. Las palabras habían escapado de un lugar cerrado. En una época remota expresaron una verdad existencial. Desde entonces vivían una existencia de continua repetición, los labios de las personas las repetían una y otra vez, infinita, cansinamente.
Se puso a pensar en todos esos hombres y mujeres que había visto juntos, que había escuchado hablar mientras se sentaban en el tranvía, o en sus casas, o mientras caminaban por algún parque de Chicago. En aquellas largas noches pasadas en su apartamento, su hermano, el comercial, y su cuñada habían hablado para no decir gran cosa. Con ellos ocurría lo mismo que con el resto de la gente. Algo ocurría de repente. Mientras que los labios de la gente pronunciaban ciertas palabras, los ojos expresaban otras. A veces, las palabras daban muestras de cariño mientras que la rabia se intuía en sus ojos. A veces, era todo lo contrario. ¡Qué confusión!
No cabía duda, había algo escondido en la gente, algo que no llegaba a expresarse a menos que fuera de forma accidental. Había que sorprenderse o alarmarse para que las palabras cobraran vida.
La visión de su infancia que a menudo venía a visitarla cuando estaba tumbada en la cama volvió a aparecer. Volvió a ver gente en la escalera de mármol, bajando y desapareciendo, hacia el infinito. Su mente empezó a formar palabras que sus labios a duras penas lograban expresar. Deseaba desesperadamente encontrar a alguien con quien poder expresarse y a punto estuvo de ir a hablar con su madre, de ir a la cocina donde su madre estaba preparando mermelada de grosella. Se volvió a sentar. —Bajan a la sala de las voces ocultas—, se dijo entre murmullos. Las palabras la embriagaban, su efecto era parecido al de las palabras que había pronunciado Melville Stoner. Sintió como si de repente hubiese crecido no solo espiritual, sino también físicamente. Estaba aliviada, relajada, se sentía joven, maravillosamente joven. Se imaginó caminando, como la muchacha de sus fantasías, moviendo los brazos y los hombros, bajando por una escalera de mármol —hacia los lugares ocultos de la gente, hacia la sala de pequeñas voces. —A partir de ahora voy a poder entender, ¿habrá algo que no pueda entender?—, se preguntó.
Le entraron dudas y empezó a temblar. Mientras caminaba con él por las vías, Melville Stoner había penetrado en lo más profundo de su ser. Su cuerpo era una casa, y él había cruzado el umbral. Conocía los ruidos nocturnos de la casa de su padre —su padre arrastrándose hasta el pozo en la entrada de la cocina, el charco de agua en el suelo—. Incluso cuando no era más que una niña y pensaba que estaba sola en la cama en la oscuridad de la habitación de la casa donde ahora estaba sentada, no estaba sola. Aquel extraño hombre con pinta de pájaro que vivía en la casa de al lado, había estado con ella, en su habitación, en su cama. Años después, ese hombre recordaba los pequeños y espantosos ruidos de la casa y sabía que esos ruidos la aterrorizaban.
Había algo terrible en esa revelación. Aquel hombre había hablado, había expresado su conocimiento, y lo había hecho con la sonrisa en los ojos, casi burlándose.
En la casa de los Wescott, seguían escuchándose los sonidos domésticos. Un hombre que se había pasado el día trabajando en un campo, y que ya había empezado a arar para el otoño, estaba desenganchando los caballos de su arado. Estaba muy lejos, al final de la calle, en un campo que surgía de una llanura. Rosalind se quedó mirando. El hombre estaba enganchando los caballos a su carreta. Pudo verlo perfectamente, como si mirara por un telescopio. Iba a llevar los caballos hasta una granja lejana y después los llevaría al establo. Luego entraría en una casa donde una mujer estaría trabajando. Quizás esa mujer, como su madre, estaría preparando mermelada de grosella. El hombre gruñiría igual que su padre cuando volvía a casa por la tarde de su pequeña oficina. —Hola—, diría, categórica, indiferente, estúpidamente. Así era la vida.
Rosalind estaba cansada de tanto pensar. El hombre que trabajaba en aquel campo se subió al carro y se alejó del lugar. En unos instantes, el único recuerdo de su presencia sería una pequeña nube de polvo flotando en el aire. En su casa, la mermelada de grosella ya había terminado de hervir. Su madre se disponía a envasarla en frascos de vidrio. Esa operación producía una nueva corriente de pequeños sonidos. Volvió a pensar en Melville Stoner. Llevaba años sentado, escuchando sonidos. Había cierta locura en todo ello.
Se encontraba sumida en un estado casi frenético. —Esto no puede seguir así —se dijo—. Parezco un instrumento de cuerda con las cuerdas muy tensas. —Se cubrió la cara con las manos, con cierto cansancio.
Entonces un escalofrío le recorrió el cuerpo. Melville Stoner era lo que era por alguna razón. Había una puerta cerrada que permitía bajar por las escaleras de mármol, bajar hacia el infinito, hacia la sala de las pequeñas voces. El amor era la llave que permitía abrir esa puerta. Rosalind sintió que la calidez volvía a su cuerpo. —El entendimiento no tiene por qué llevar al cansancio—, pensó. Después de todo, la vida puede ser algo maravilloso. Aquella visita a Willow Springs tenía que resultar significativa en su vida. Para empezar, tenía que acercarse a su madre, tenía que penetrar en la vida de su madre. —Será mi primer descenso por la escalera de mármol—, pensó. Se le humedecieron los ojos. Su padre no tardaría en llegar y volvería a marcharse después de cenar. Iba a quedarse sola con su madre. Juntas podrían explorar un poco el misterio de la vida, encontrar cierta hermandad. Quería hablar con una mujer comprensiva y el momento parecía haber llegado. Puede que finalmente su visita a Willow Springs y a su madre tuviera un final feliz.