40

Mayo de 1991, casa de Andrea, Langfield, Oxfordshire.

En cuanto le hizo sentarse en la cocina y le preparó café supo que estaba cambiado. No había sido simplemente entrar en la vida del otro y retomar la residencia como las otras veces. La comprensión instintiva que tenía de él había desaparecido. Se había hecho inalcanzable.

Voss le contó que no se había puesto en contacto con ella antes porque Elena había estado enferma. No había muerto hasta el mes pasado. Acababa de dejar a su hija pequeña en Moscú, donde se había casado hacía dos semanas con un químico investigador. La mayor estaba en Kiev, casada con un oficial de la Marina y embarazada de su segundo hijo. Eso era todo lo que tenía que decir de sus dos niñas. También comentó que él a su vez había estado enfermo y que llevaba un tiempo trabajando en un libro sobre cuyo tema no quiso hablar. Estaba delgado, y el lado bueno de su cara parecía demacrado. Fumaba sin cesar, tabaco de liar que enrollaba con la economía de un prisionero. No comió mucho de la cena de bienvenida de Andrea, consistente en lomo asado con trufas, aunque sí bebió con ganas pero sin que le cambiara el talante. Le preguntó si podía quedarse: necesitaba un sitio seguro para trabajar. Andrea se sintió avergonzada al tener que recapacitar por una fracción de segundo. Le acompañó hasta el dormitorio de la buhardilla. Esa noche se quedó despierta en la cama escuchando sus movimientos, sus pasos, mientras pensaba que él tendría que estar con ella, pero no lo quería en su cama. El extraño.

Había llegado con muy poca ropa pero con dos grandes maletas llenas de documentos y archivos. Una semana más tarde llegó un cofre con más papel. Se sentía invadida pero aun así le compró un ordenador. Voss trabajaba a todas horas. Lo oía teclear a las cuatro de la mañana. En las comidas se mostraba distraído y taciturno. Por las tardes Andrea iba a su estudio, alzaba la vista en su dirección aproximada y sentía la terrible presión que bajaba desde la parte de arriba de la casa. El insoportable peso del odio silencioso. Infestaba la casa y se desplazaba entre pisos y paredes como una alimaña que infectaba las escaleras y los rellanos con sus dientes afilados.

Tenía que salir. Pasaba el tiempo en la tienda de Kathleen y le abrió su corazón, le habló de Voss y de que había echado a Gary Brock pero ahora no soportaba tenerlo en casa. Kathleen le dijo que lo sacara fuera como a un perro por la noche, pero para no volver más.

Al cabo de unas semanas Voss empezó a hacer las comidas a diferentes horas. Pensaba que al estar ausente la aliviaría de su presencia opresiva, pero resultaba igual de insoportable porque entonces estaba siendo ausente. Estaba allí incluso cuando no estaba. Las cosas no iban bien.

Andrea se refugió en el pasado, hojeando viejos papeles y fotografías, tratando de recuperar cierta impresión de lo que había sentido por él porque, por supuesto, no quedaba registro, era anónimo en su vida. No había antiguas cartas, ni fotos, ni siquiera algún recuerdo tangible. Entonces dio con la carta del abogado de Joáo Ribeiro en la que le informaba de su muerte, acontecida dos años después de la revolución, en 1976. Se había perdido el funeral porque, por ley, en Portugal los entierros debían tener lugar en el plazo de veinticuatro horas. Joáo Ribeiro, que jamás había aceptado el ofrecimiento de reincorporarse al Comité Central, había salido del Bairro Alto en su ataúd seguido por centenares de personas. La carta del abogado también decía que conservaba para ella algo que había obrado en posesión de Joáo Ribeiro.

Llamó al abogado y reservó dos billetes para Lisboa el 26 de junio. Voss se había hecho tan experto en evitarla que tuvo que apostarse a la espera como un cazador.

— Te he comprado un regalo -le dijo.

— ¿Por qué?

— Por tu cumpleaños.

— Faltan tres días para mi cumpleaños.

— Lo sé -dijo ella-. El regalo está en Lisboa. Salimos mañana. -Unmòglich -objetó él. «Imposible»-. Mi trabajo. Tengo que hacer mi trabajo.

— Nada de unmòglich -replicó ella-. Vamos a un sitio muy importante.

— Nada es más importante que mi trabajo. En cuanto lo haya terminado… sólo entonces seré libre -dijo él, y su propia voz vaciló al pronunciar esa última palabra, como si él mismo no se la creyera.

— ¿Te niegas a aceptar mi regalo? '

Voss parecía atormentado.

Volaron a Lisboa la tarde del z6 de junio. El vuelo fue un auténtico suplicio para Voss, que tuvo que aguantar dos horas y media sin tabaco. Pasó el tiempo liando cigarrillos hasta tener un centenar listos para fumar. Tomaron un taxi a la ciudad que les llevó por Saldanha, la Praça Marqués de Pombal, el Largo do Rato y por la Avenida Alvares Cabral hasta el Jardim da Estrela.

Andrea estaba sentada del lado malo de su cara pero le distinguía el ojo, que oteaba desde su nido membranoso y retorcido, captándolo todo, rememorando. Al pasar por la Basílica da Estrela Voss inclinó la cabeza para observar que la fachada de su antiguo edificio de la Rua de Joào de Deus seguía intacta, en realidad, inalterada, apenas un poco más agrietada y ruinosa. Sólo entonces Andrea reparó en lo brillante de su regalo. Esas partes de Lisboa no habían cambiado en absoluto en cincuenta años, y algunas ni siquiera desde el terremoto de 1755.

Embocaron la Avenida Infante Santo y entraron en Lapa. El coche callejeó hasta llegar a la Rua das Janelas Verdes y la York House. Subieron los mismos escalones de piedra que los monjes pisaran en el siglo xvn, cuando eso era el Convento dos Marianos. Voss se detuvo en el antiguo claustro, bajo la extensa copa de la palmera, y recordó a todos aquellos personajes de todas aquellas otras pensòes de Lisboa, leyendo sus periódicos, esperando la verdadera información del día que nunca tenían impresa delante.

Descansaron y al anochecer pasearon hasta el Jardim da Estrela. Tocaron los azulejos de la fachada del vetusto edificio. Voss pasó las manos por los cuellos de los cisnes de hierro que soportaban el techo del quiosco ahora en desuso en el que solía comprar el tabaco y los periódicos. Tomaron una cerveza en el café de los jardines. Se detuvieron en el sitio donde Voss se había entregado y había alzado la vista hacia la ventana del antiguo piso, ahora abierta al frescor de la noche.

Trazaron el paseo que creían que había supuesto su perdición: por la Calçada da Estrela hasta Sao Bento y la Asamblea Nacional, hasta el borde del Bairro Alto, rodearon la iglesia y tomaron por la Rua Academia Ciencias, subieron por la Rua do Seculo y se adentraron de lleno en el entramado del Bairro Alto. Andrea cenó rojóes, cerdo cortado en dados con comino, en un restaurante de Minhote. Voss la miró y consumió buena parte de una botella de vinho verde tinto de Ponte da Lima. En la penumbra alumbrada de faroles dejaron atrás bares, restaurantes y personajes de mala catadura que ofrecían una noche de fado como si se tratara de una película porno. Llegaron a la Rua de Sao Pedro de Alcántara y caminaron por entre los raíles plateados de las vías del tranvía al cruzar la calle que llevaba al miradouro. Se detuvieron en la barandilla y contemplaron el Castelo

Sao Jorge, al otro lado de la ciudad, como habían hecho cuarenta y siete años antes, pero sin tocarse.

Voss todavía no había hablado gran cosa desde su llegada, pero su silencio ya no era el silencio duro, torvo y obsesivo del mes en Langfield. Parecía que se estaba llenando, como un jarro seco de arcilla que oscurece con la humedad al recibir el agua de un arroyo. Andrea se apoyó en los barrotes y lo atrajo por las solapas para mirarle el lado bueno de la cara.

— ¿Es esto completamente normal? -preguntó.

Él se debatió. Su mirada no terminaba de fijarse en la cara de Andrea.

— No… No recuerdo las palabras -dijo.

— Las recuerdas -replicó ella-. Me las dijiste.

— Se me han ido de la cabeza.

— ¿Es esto completamente normal? -repitió ella, mientras lo sacudía por las solapas.

— No… No lo sé -dijo él-. Sólo he estado enamorado una vez.

— ¿De quién?

— De ti… locamente.

Lo había dicho pero no con la misma convicción de hacía cuarenta y siete años.

— En ese caso -dijo ella, ablandada-, se te permite entrar en mi habitación del hotel.

Esa noche se acostó con ella y Andrea durmió de espaldas a él, sus cabezas unidas en la misma almohada y las manos juntas sobre su estómago.

Por la mañana Andrea salió sola y encontró el despacho del abogado en el Chiado. El le dio la caja de madera y ella firmó conforme se la habían entregado. Compró papel, la envolvió, fue a la estación de autobuses y adquirió dos billetes a Estremoz para el día siguiente.

Tomaron el tren que llevaba de Lisboa a Estoril a lo largo del resplandeciente Tajo de hojalata; veían los vagones de delante cuando tomaban las curvas sobre los raíles brillantes y luminosos. En el centro del estuario el oleaje rompía contra el faro de Búgio y la joroba del banco de arena acechaba detrás como una ballena emergente.

Les horrorizó lo chabacano que se había vuelto el casino: chicas desnudas y plumas de avestruz. El pasaje que subía al jardín de la Quinta da Águia ya no existía. Habían construido casas encima y sobre la colina de detrás. Comieron en el paseo marítimo. Voss perforó sus sardinas. Andrea le enseñó dónde había vivido al casarse con Luís y tomaron el tren de vuelta a la ciudad a última hora de la tarde.

Al llegar a Estremoz al día siguiente el calor ya era brutal. Tomaron un taxi hasta la pausada de dentro del castillo y se desplomaron durante una hora.

Bajaron al pueblo para comer y encontraron una tasca fresca y oscura cuyas paredes estaban atestadas de jarras de vino de terracota, todas tan altas como un hombre. El local estaba abarrotado de portugueses, trabajadores y turistas, todos sentados en bancos de madera mientras consumían descomunales raciones de comida.

— ¿Ves a esta gente? -preguntó Andrea.

— Sí, los veo -respondió Voss, receloso.

— ¿Qué piensas de ellos?

— Que pueden ponerse muy gordos -dijo él, el hombre delgado y petulante.

— Yo pienso que nada les importa un pimiento, excepto la comida de sus platos, el buen vino de sus vasos y la gente que los rodea. No es una forma de ser tan mala.

Voss asintió y se comió un cuarto de su pescado a la parrilla y una hoja de lechuga.

Un taxi los llevó hasta la capillita con cementerio rodeada de canteras de mármol de las afueras del pueblo. Recorrieron las hileras de tumbas y panteones hasta llegar al mausoleo familiar de los Almeida. Voss se quedó un poco atrás mirando las fotografías de los muertos, que eran muy formales; algunas no tenían nada que envidiar a las de los archivos policiales. Toqueteó las flores, algunas de las cuales eran de plástico y otras de tela. Llegó a la altura de Andrea, sin saber lo que hacían allí. Ella dio unos golpéenos sobre el retrato de Juliáo, ajado por años de sol secante. Voss miró más de cerca para escudriñar el contorno de la cara.

— No me has preguntado nada sobre él -dijo Andrea-. Así que se me ha ocurrido empezar por el final. En su final está tu principio…, algo por el estilo.

Voss se agarró a los barrotes de hierro forjado de la puerta del mausoleo y contempló las ataúdes, que ya eran más, y las dos urnas de Juliáo y de Luís, sobre el mismo estante. Andrea quitó la antigua fotografía y puso una nueva. Le entregó la vieja a Voss. Salieron del cementerio, Voss con la cabeza inclinada sobre la fotografía descolorida, y encontraron un taxi que los llevó de vuelta a la pousada.

Delante del hotel Andrea lo cogió del brazo, lo llevó por delante de la iglesia y la estatua de la Rainha Santa Isabel y se sentaron sobre la muralla. Le dio su regalo y él lo abrió. Admiró la caja africana y se lo agradeció con un beso torpe.

— Mira dentro -dijo ella-. El regalo está dentro.

Encima estaba el retrato de familia de los Voss. Él lo sacó con mano temblorosa. Su cuerpo escuálido se estremecía al pasar de una cara a otra, cada una con su propia sensación de triunfo por ser alguien dentro del grupo familiar, delante de un fotógrafo. Sacó las cartas de su padre y las hojeó hasta llegar a la que contenía la petición de que sacara a Julius de Stalingrado. La leyó, después la suya a Julius y por último la de uno de los hombres de su hermano. Se secó los ojos con el dorso de la muñeca.

— Me las llevé de tu habitación antes de escapar por el tejado, en el 44. Pensé que tal vez fuera lo único que iba a tener de ti de modo que me las quedé. Son tuyas -dijo ella-. Es probable que a ti no te quede nada.

Él sacudió la cabeza, con la barbilla apoyada en el pecho.

— Te he perdido, Karl -siguió ella, bajando la mirada a su cabeza gacha-. Esta última vez te has presentado en mi vida pero no estás aquí. Algo más te ha consumido y yo quiero que vuelvas. Espero que esto te recuerde el hombre que fuiste porque sigues siendo el único que ha significado algo y todo para mí.

Subieron a la habitación del hotel. Karl, exhausto, durmió boca arriba con la caja sobre el pecho mientras su contenido se le filtraba en el cuerpo como un nuevo fármaco. Por la noche volvieron a la misma tasca en la que habían comido. En esa ocasión él pidió vino y cerveza. Comió del queso y las aceitunas. Pidió carrilladas de cerdo asadas y se lo comió todo, hasta no dejar ni la piel crujiente. Tomó pudin -bizcocho con ciruelas confitadas-, café y un bagaço, porque quería recordar el áspero licor, la apetencia de él que sentía en Lisboa durante la guerra. Seguía sin decir gran cosa pero la miraba de hito en hito, apreciándola como si reparara en ella por primera vez. Sus ojos seguían hundidos en la cabeza pero habían perdido la mirada angustiada, la mirada torturada y suplicante.

Algo borrachos, se sostuvieron mutuamente, encontraron un pequeño café cerca de unos jardines junto al cuartel y pidieron aguárdente velho, menos fuerte, más refinado, más apropiado para pensionistas. Él brindó con ella:

— Por lo que me has devuelto -dijo-. Y por recordarme lo que es importante.

— ¿Y? -preguntó ella, severa, pero con ojos sonrientes por el alcohol. Voss hizo una pausa y chasqueó los labios.

— Por ser la criatura más hermosa de la Tierra a la que nunca he dejado de querer.

— Más -exigió ella-. Creo que me merezco más que eso. Dime lo mucho que me quieres. Venga, Karl Voss, físico de la Universidad de Heidelberg. ¿Cuánto? Cuantifícalo. Necesito medidas.

— Te quiero… -dijo él, y se lo pensó por espacio de treinta segundos.

— Me alegro de que haga falta tanto para calcularlo.

— Te quiero más que moléculas de agua hay en los océanos del mundo.

— No está mal -dijo ella-. Eso es bastante. Ahora puedes besarme.

— Ese trabajo -dijo él, mientras llenos de osadía le pedían al camarero que dejara la botella de aguárdente velho en la mesa-, ese libro en el que he estado trabajando, que pensaba, hasta esta tarde, que era tan importante, se llama…, lo he titulado El evangelio de las mentiras. Pretendía ser una visión personal de lo que ha sido pasar la vida entera siendo un espía, siempre trabajando contra los estados que me han empleado. Pensaba que eso sería el modo de encontrarle sentido a todo. Pero no iba a ser sólo eso. También iba a exponer una revelación extraordinaria… Que durante todo el periodo de posguerra, hasta que se volvió irrelevante, los rusos tuvieron a alguien infiltrado en los más altos niveles de la Inteligencia Británica.

»En 1977 me retiré, pero solicité seguir trabajando con los archivos de la Stasi. Ya había robado muchos documentos, que guardaba enterrados en el jardín de un sitio llamado villa Elena en las afueras de Berlín, al que tenía acceso. De 1977 a 1982 trabajé exclusivamente en robar documentos que me otorgaran pruebas irrefutables de que hubo un traidor de forma permanente entre los cinco superiores del SIS británico. En 1986, cuando Elena enfermó, me la llevé de vuelta a Moscú y allí me las apañé para encajar la última pieza del rompecabezas. La confirmación final y verbal de todas mis evidencias documentales. Hablé con Kim Philby en tres ocasiones antes de que muriera en 1988.

«Resultaba difícil trabajar en el libro en Moscú y después, cuando Elena empeoró, yo también enfermé. Tengo cáncer, que a mi edad avanza lentamente aunque me han dicho que puede empeorar de repente. De modo que me creía abocado a esa importante misión, contarle al mundo todo lo que sé, pero sin saber de cuánto tiempo disponía para ello.

»Me sentía obligado a hacer ese trabajo porque el hombre, ese traidor, ha sido honrado por su país por los servicios prestados y no me parecía bien que semejante persona fuera tan apreciada por haber enviado a la muerte a sus compatriotas.»

— ¿Y ahora?

— Y ahora, en las últimas cuarenta y ocho horas, he llegado a descubrir una cosa. Que lo que tenía por más importante, el trabajo que habría dejado mi huella en el mundo, es tan valioso como toda la información jamás recopilada y presentada a esos líderes que la exigían para tomar sus brillantes decisiones. Es insignificante. Es polvo. Y ahora que lo sé, o más bien ahora que me has ayudado a recordarlo, y con todo lo que me has enseñado, con todo lo que me has dado… soy, por fin, feliz.

Andrea echó un sorbo de aguárdente y le besó en la boca para que notara la punzada del alcohol en los labios.

— Pero ¿quién es? -preguntó ella-. Aún tienes que contarme de quién se trata.

Se rieron.

— Es tan insignificante, todo este polvo -dijo él-, que no creo que valga la pena decirlo.

— Si no lo haces dormirás sólo.

— Quería contártelo ayer mientras dábamos el paseo. Nuestro paseo por el Bairro Alto. El que hizo que nos viera el bufo que se lo comunicó al general Wolters. Eso, para mí, fue lo más sorprendente que reveló Philby. Fue en mi último encuentro con él. No le había contado que estuve en Lisboa durante la guerra. Al principio pensaba que sería demasiado arriesgado, aunque a esas alturas Philby ya estaba acabado del todo. Un caso muy triste. Creo que al final hasta los rusos recelaban de él. De modo que le dije quién era. Recordaba incluso mi nombre en clave, porque era muy extraño. Le dije que era «Childe Harold». Rompió a reír y reír, tanto que me preocupé por él. Me cogió de la mano y me dijo a la cara: «Y ahora estamos en el mismo bando». De modo que empecé a reír con él, deseoso de que me lo contara pero sin querer preguntar, porque preguntarle a alguien así es diferente de que te lo digan. Me contó que él había dado la orden de que le pasaran mi nombre a Wolters como agente doble y traidor… pero que había que hacerlo con sutileza. Nada que se pudiera rastrear.

— ¿Por qué quería Philby libarse de ti?

— Porque atiborraba a sus agentes ingleses de información que quizá nos hubiera dado la posibilidad a nosotros, los alemanes, de firmar una paz separada con Estados Unidos e Inglaterra. El no quería que hubiese ninguna posibilidad de que los rusos quedaran excluidos. En conclusión, le ordenó a uno de sus hombres que me delatara. Fue ese hombre quien le dijo al bufo que se lo contara a Wolters para ocasionar mi arresto.

— Lo sabía -dijo Andrea-. Sabía que sería él. i,

— ¿Quién?

— Richard Rose.

— Esto es muy triste, Andrea, porque sé lo mucho que significa este hombre para ti, pero…

— Richard Rose no significa nada para mí…, ahora menos aún que nada. Le invitaba a mis cenas porque era uno de la pandilla. Es entretenido. Pero no me ha gustado durante la mayor parte de mi vida.

— No fue Richard Rose. Yo siempre pensé que lo sería, porque se mostraba muy duro en las negociaciones que tuve con él y Sutherland en los Jardines de Monserrate.

— ¿No?

— Yo tampoco me lo podía creer… que ya estuviera en nómina tan pronto.

— Philby también era un mentiroso.

— Tengo las pruebas documentales de sus últimos trabajos, Andrea. Todos esos archivos que rescaté de los fondos de la Stasi. Están todos en casa.

— Si es él, quiero oírlo de sus propios labios.

— No estoy seguro de que eso sea muy prudente, Andrea -dijo Voss-. Tanto Philby como Blake eran hombres despiadados. Enviaron a centenares de agentes a la muerte, pero puedo asegurarte que Meredith Cardew era peor que los dos juntos.

Esa noche durmieron profundamente a causa de la bebida. Se despertaron bien entrada la mañana e hicieron el amor por primera vez, mientras las camareras cantaban por los pasillos.

Al llegar la tarde Voss no se encontraba bien y sentía dolor. Tomaron un taxi al aeropuerto y regresaron a Londres. A las once de la noche Voss estaba en el Hospital John Radcliffe de Oxford. A las once y cuarto ya había sido trasladado, víctima de un sufrimiento atroz, a la Unidad de Alivio del Dolor del hospital especializado en cáncer, el Churchill, donde pusieron bajo control su situación. Por la mañana se encontraba estable.

El especialista le dijo a Andrea que podía ser cuestión de días, como mucho dos semanas. Voss insistió en quedarse con ella en casa. Andrea pagó a una enfermera privada para que lo visitara dos veces al día. Voss fue instalado en la cama de Andrea con un goteo de morfina, cuyas dosis podía controlar con un dispositivo manual de administración que calculaba la cantidad recibida para que no pudiera aplicarse una sobredosis.

Andrea no subió a la buhardilla. No encendió el ordenador de Voss. Nunca se enteró de que un virus había corrompido todos sus datos ni de que alguien se había llevado una muestra de los documentos del cofre. Se quedó en el dormitorio con Voss y le leyó, porque era reconfortante para los dos.

Por la noche preparó una cena ligera y antes de subir a la cama, a las once, soltó a Ashley en el jardín. Se quedó a la luz en la puerta de atrás, mientras el perro se perdía en la oscuridad. Hacía una noche apacible pero llevaba una rebeca que sostenía pegada al pecho, aunque era consciente de que el frío procedía de su interior. Había intentado no pensar en ello, pero sabía que iba a tener que hacerlo de nuevo. Iba a tener que atravesar una vez más en su totalidad ese proceso doloroso: asimilar la palabra «nunca». Hasta dentro de un millón de años. De aquí a la eternidad. Una ausencia infinita.

Recordaba su salida de la Basílica da Estrela en 1944 después de haberse vaciado en lágrimas y la sensación de que la brisa la atravesaba. ¿Había sido mala esa sensación? No del todo. Se había producido una liberación, un aflojamiento de las amarras que había dejado su barco todavía unido al continente de su dolor pero con el instinto intacto para seguir adelante. Ésa era su generación. No montes un escándalo. Haz de tripas corazón. ¿Y ahora? Después de una vida de amor suspendido de un hilo. Y la ancianidad, y el único fin posible de la ancianidad.

Por la tarde había paseado por el cementerio de la iglesia y había mirado las lápidas de las parejas casadas, preguntándose si eso era algo macabro. Se dio cuenta de que, si la mujer moría primero, el hombre siempre la seguía en menos de un año. Si el que moría era el hombre, la mujer no se adentraba de buen grado en la noche de su esposo. Las mujeres se aferraban a sus cuerpos decrépitos mientras los corazones marcaban los años a latidos.

Iba a terminar la vida tal y como la había empezado. Sola. Con la salvedad de que en esa ocasión había conexiones y le vino a la mente una imagen de escaladores que remontaban con cuerdas una abrupta pared, y las miradas de ánimo que compartían.

Llamó a gritos a Ashley.

No hubo respuesta.

— Dichoso perro -dijo, y avanzó por el sendero.

Lo encontró al tropezar con su cuerpo tendido. El cuerpo estaba caliente pero totalmente inerte y, a la luz que llegaba al jardín desde la puerta de atrás, distinguía que si alguna vida quedaba en su ojo visible era un mínimo atisbo. Lo recogió. Bastante pesado para ser un perro salchicha. Volvió a la luz, le hizo una somera inspección, lo llevó dentro y lo dejó en un extremo de la mesa de refectorio. Lo estudió a conciencia en busca de alguna señal de lo que había acabado con él. Le llegó a la espalda el tibio soplo del aire nocturno. Le abrió las mandíbulas y descubrió vestigios de carne roja entre los dientes. En el momento mismo en que se le ocurrió que lo habían envenenado, una bufanda blanca de seda voló por delante de sus ojos y se le cerró con fuerza en torno al cuello.

Trató de agarrar las riendas de la bufanda por detrás de su cuello y descubrió que un par de fuertes manos masculinas de piel vaporosa sostenían el lazo de seda. Intentó moverse pero el firme cuerpo que tenía detrás la empujó contra la mesa. Pateó hacia atrás en busca de las espinillas y distinguió un par de doctor Martens color caoba. El agresor la empujó hacia delante una vez más con las caderas y la dobló sobre la mesa hasta que sintió que su única oportunidad era encaramarse a ella y tratar de cruzarla a cuatro patas. Las poderosas riendas la hicieron retroceder y se le vinieron encima. Se volvió hacia el atacante y le lanzó manotazos a los hombros, tratando de debilitarlo de cualquier modo a su alcance, pero la capacidad de lucha se le escapaba. La cara se le estaba hinchando y su visión se oscurecía en los bordes. En su cabeza se ennegrecía la sangre y a través del túnel cada vez más angosto le vio la cara. Articuló su nombre con los labios gruesos y púrpuras. Su última palabra, una pregunta insonora: -¿Morgan?

Voss se despertó. La única luz de la habitación procedía de los dígitos rojos del despertador que señalaban las 00:28. Lo había despertado el dolor. Apretó el dispensador de morfina pero en esa ocasión no sintió el chorrillo de Lete, como habían empezado a llamarla. Miró la almohada que tenía al lado. Vacía. Movió el brazo, sin impedimento, y vio a la débil luz roja que le habían cortado el tubo de la morfina. El dolor que sentía en el costado era atroz, como si allí tuviera una mano de acero que sin tregua le oprimiera algún órgano. Retiró las mantas, encendió la lámpara de lectura y vio que la bolsa del gotero estaba vacía aun cuando sabía que tendría que haber estado medio llena.

Se lanzó al borde de la cama y tiró el gotero al suelo con estrépito. Gritó.

— ¡Andrea!

Fue un grito débil. La mano de acero le constreñía también el aliento. Alcanzó la jamba de la puerta con el tubo cortado pero todavía unido a la aguja intravenosa clavada en su brazo azotándole la cara. Bajó a trompicones las escaleras, entró en la cocina y vio los cuerpos sobre la mesa. El perro a los pies de ella.

¿Qué está haciendo Andrea?

Un dardo de dolor le atravesó el pecho, tan agudo y veloz que en su cerebro se produjo un destello de neón. Llegó dando tumbos al canto de la mesa, lo agarró con las manos descarnadas y bajó la vista al rostro que era el de ella pero no lo era.

Tosió al sentir un dolor que era mucho mayor que nada que pudiera ocasionar la mano de acero. Tosió al sentir una agonía entera en el pecho, la partida de la posibilidad, la fuga del futuro. Unas gotas oscurecieron la lana de la rebeca fucsia cuando bajó la cara hacia la de ella, tocó su mejilla con el pómulo bueno y sintió su calor residual. Se tumbó a su lado sobre la mesa, la agarró de la mano y por un esplendoroso momento se sintió feliz, la vio cayendo entre las burbujas de agua mientras él bajaba a toda prisa hacia ella, para sacarla, para llevarla de vuelta a la luz. Y entonces el dolor de su pecho se intensificó pero esa vez sin amainar y, aunque él no quería oponer resistencia, su cuerpo se arqueó al sentirlo, el último dolor. Y a través de él la vio al otro lado del río, en la orilla de enfrente, saludándolo.

Morgan Trent, que había esperado a oscuras en el extremo de la habitación a que se desarrollara su entremés de entretenimiento sádico, dio un paso adelante. Inspeccionó los cuerpos mientras tamborileaba en la barbilla con los dedos. Vio las manos asidas. «Qué mono -pensó-, qué monada.» Contempló las caras y descubrió en su interior una vaga curiosidad por la enigmática sonrisa que presentaba el lado bueno del rostro de Voss. Como si hubiera visto algo. Una bienvenida.

Le buscó el pulso en el cuello. Nada. Subió a la buhardilla y bajó el cofre, que pasó por encima de la tapia al jardín de su casa alquilada. Volvió para recoger las dos maletas de documentos. Regresó una tercera vez, marcó con fuerza su huella en el arriate de enfrente de la ventana del salón y rompió el cristal. Pasó por la ventana y salió por la puerta de entrada, que cerró tras de sí.

Metió las maletas y el cofre en el asiento trasero de su coche. Se quitó las doctor Martens y se puso un par de zapatos con suela de crepé. Bajó al trote a casa de los Brock y dejó las botas donde las había encontrado, en el garaje. Fue en coche hasta Swindon y realizó una llamada desde una cabina. Intercambiaron contraseñas y dijo:

— Ya está, ahora voy a deshacerme de los papeles.

La enfermera encontró los cuerpos por la mañana. Tenía llave propia. Llamó a la policía y una hora después tres agentes contemplaban los cadáveres alrededor de la mesa.

— ¿Sabes lo que me parece esto? -preguntó el inspector.

— ¿Además de asesinato, quieres decir? -replicó su subalterno.

— Tal y como están situados los cuerpos, con el perro a sus pies, y lo de que él le esté dando la mano…

— Eso es raro.

— …parece un sepulcro -continuó el primero-. Una de esas tumbas antiguas grabadas en piedra. Ya sabes, el caballero con su armadura y su dama, su esposa.

— Tienes razón -dijo el otro-, y siempre tienen esos perrillos a sus pies.

— Alguien escribió un poema sobre eso -comentó el tercer agente, que era joven y novato.

— Un poema. No sabía que en la Academia de Policía leyeran poemas hoy en día.

— Y no lo hacen, señor. Soy licenciado en Humanidades por la Universidad de Keele. Leímos unos cuantos poemas.

— De acuerdo -dijo el inspector, mientras pensaba: «aceptable».

— Sólo me acuerdo del último verso.

— Eso basta, no nos hace falta el rollo entero.

— «Lo que sobrevivirá de nosotros es el amor…», señor. Ése era el verso. -Bueno, menuda gilipollez, ¿no?

Oxford Times, 3 de diciembre de 1991 A las 11:30 a.m., el Tribunal de la Corona de Oxford sentenció a Gary Brock a cadena perpetua por el asesinato de Karl Voss y Andrea Aspinall.

Oxford Times, 3 de febrero de 1992 Morgan Trent y Kathleen Thomas se complacen en anunciar su matrimonio, que se celebrará en la Iglesia de Langfield, Oxfordshire, el 28 de junio de 1992.

The Times, 30 de junio de 1993

El 28 de junio de 1993, sir Meredith Cardew murió plácidamente en su hogar. Tenía 84 años. Se celebrará una misa de difuntos en St Mary's en el Strand, el 15 de septiembre de 1993.