regulares y firmes. Tenía una boca fina y la expresión insolente-

mente confiada que observamos con frecuencia en las estatuas

de atletas. En la parte superior de] cuerpo llevaba las tiras de

cuero cruzadas que usan los conductores de cuadrigas. Traía un

corto látigo en la mano e iba sin ropa por debajo de la cintura.

Me miró con cierto interés y se instaló en un diván;

se acomodó entre los cojines y cruzó las piernas. Cogió el vaso

de vino que le ofrecía mi amigo, sin mirarlo, y le apartó la mano

cuando él intentó acariciarle el muslo.

Le seguía otra muchacha completamente desnuda. También

su cuerpo era hermoso y más delicado que el de la conductora

de cuadrigas. Me avergonzaba mirarla fijamente, pero advertí

que, al contrario de la anterior, tenía el vello del pubis afeitado.

Se acercó y se sentó a mis pies y, mientras sonreía, dejó que

asomara entre sus labios la punta de la lengua. Bebí otro vaso

de vino y recuerdo haber pensado que era bueno.

La tercera era una chica muy joven, algo más baja de estatu-

ra, vestida como las monjas cristianas que se ven en Roma, pero

que no suelen encontrarse en África. Yo había visto muy pocas:

mujeres mayores que visitaban a mi madre y a quienes ella trata-

ba con respeto, aunque mi padre se refería a ellas corno mendi-

gas. Esta muchacha se conducía de forma adecuada a su ropa.

Tenía los ojos bajos y no miraba a derecha ni a izquierda; pero

después de sentarse en un diván, me dedicó una rápida mirada

maliciosa y luego volvió a bajar la vista mientras jugueteaba con

las cuentas de su collar. Mi amigo estaba de pie a mi lado y me

dijo al oído:

-Quédata con ésa. Es la mejor de todas.

Me serví otro vaso de vino y oí, como a la distancia, la voz

de la mujer mayor. Pedía a las demás que se condujeran recata-

damente porque íbamos a celebrar una antigua boda romana y

yo debía elegir a mi novia. No era difícil para la monja simular

una actitud pudorosa, pero para la conductora de cuádrigas era

imposible. Se contentó con dejar el látigo a un lado y poner un

cojín sobre su regazo. La otra muchacha cruzó los brazos sobre

sus pechos y me miró con expresión de inocencia herida, como

si hubiera sido sorprendida. Encontré esa expresión singular-

mente atractiva.

Después de un poco más de conversación, en la que participé

apenas, y de un poco más de vino, me pidieron que eligiera a

mi «novia». Yo ya había reflexionado al respecto. La conductora

de cuádrigas me parecía demasiado alarmante y me sentía atraí-

do por la monja; pero como asociaba a esas mujeres con mi

madre, esa elección me estaba vedada. Por lo tanto elegí a la

muchacha que estaba sentada, desnuda, a mis pies. La dueña de

la casa sonrió y dijo a las tres muchachas que salieran a vestirse.

-Yo -dijo-, como corresponde a mi edad, seré Virginensis;

tú (se volvió hacia la conductora de cuádrigas) serás Prema, y tú

(indicó a la monja) serás Partiunda. ocupaos de que Priapo esté

en las condiciones requeridas. No permitáis que os toque hasta

después de la ceremonia.

Las chicas se retiraron, riendo, y mi amigo salió con ellas.

Mientras salía me guiñó el Ojo y dijo:

-Tú la tendrás primero, Alipio; pero después me tocará a mí.

Me quedé solo con la dueña de la casa, que empezó a explicar

los detalles de lo que ocurriría. Por supuesto, yo conocía la parte

de esa ceremonia de la vieja religión que se desarrolla en públi-

co: la novia, con su velo de color azafrán es escoltada por las

calles hasta la casa de su marido por una procesión con teas,

entre canciones (con frecuencia de carácter obsceno); el marido

la alza en brazos para cruzar el umbral (acto supersticioso destina-

do a conjurar el mal) y luego distribuye nueces entre los jóvenes

que lo acompañan. Esta anticuada ceremonia, que data sin duda

de los primeros años de la República, no se suele celebrar en

nuestros días, aunque era popular en la época del emperador

juliano, entre las familias ricas, y algunas personas, en especial

las que más se oponen a los cristianos, persisten todavía en ella.

Pero ahora íbamos a representar la escena que se desarrolla se-

cretamente en el dormitorio cuando todos los invitados se han

retirado. Se me dijo que hay tres diosas presentes o que se supo-

ne presentes, cuyos papeles solían adoptar, antiguamente, matro-

nas respetables. La primera es Virginensis, que desprende el

cinturón virginal de la novia y la desnuda. Luego, Prema (la que

empuja hacia abajo), quien sostiene a la novia en posición. Par-

tiunda ayuda al marido a cumplir su tarea.

-Aunque no creo -dijo la dueña de la casa, sonriendo- que

necesites mucha ayuda. Y luego -añadió—, cuando todo ha termi-

nado, la novia, por supuesto, debe rendir homenaje a Príapo Si

no lo hiciera, podría ser estéril.

Esa descripción de las ridículas costumbres o creencias de los

antiguos romanos me estimuló en lugar de divertirme o disgus-

tarme. Tampoco me turbaba el hecho de participar en una espe-

cie de representación teatral. Sentía que me habían librado de

mi responsabilidad y estaba, por lo tanto, más confiado y animo-

so. Si hubiera habido en el asunto amor o ternura, sin duda

habría experimentado la vergüenza y la timidez que se sienten

cuando se acerca uno por primera vez a cualquier intimidad con

otra persona. Pero mi cuerpo, o mejor dicho una parte de él,

había tomado el control y mi mente parecía más ligera y más

vigorosa por la misma magnitud de su sometimiento.

Los demás, listos para desempeñar sus papeles, volvieron a

la habitación. Mi amigo estaba desnudo y con la cara grotesca-

mente pintada para imitar las más vulgares estatuas de Príapo.

Poseía, naturalmente, labios gruesos, pero le habían ensanchado

y extendido la boca para darle una mueca de bufón. Se tambalea-

ba al andar, confundiendo quizás los atributos de Príapo con los

de Sileno. Con una mano blandía el pene erecto y con la otra

hacía gestos obscenos en el aire. Era una visión repulsiva, pero

él parecía encantado consigo mismo. La dueña de la casa, que

había adoptado el papel de la diosa Vírginensis, le ordenó severa-

mente que callara y se sentara en un estrado, en un ángulo de

la habitación. La bestialidad de su aspecto me había turbado.

Empecé a sentir- temor, y el ardor que me había poseído un mo-

mento antes fue reemplazado por una especie de frío. Mientras

tanto, las otras dos «diosas» escoltaban a mi «novia» hacia la

cama. Llevaba sobre la frente el velo color azafrán y, en los pies,

sandalias doradas. En ningún momento me miró, pero a veces

movía la cabeza de lado a lado, como un animal inocente que

ha caído en una trampa de la que sabe que no podrá escapar.

En realidad, su representación era tan buena que parecía una

virgen espantada a punto de sufrir una experiencia nueva para

ella a manos de un hombre que, quizás, había sido elegido por

sus padres y a quien rara vez o nunca había visto antes. Pero

una parte de mi mente estaba despierta v, a pesar de la excelen-

cla de su actuación, comprendía que nuestros papeles eran, en

cierto sentido, exactamente los opuestos. Ella representaba una

situación que, debido a numerosas repeticiones, era familiar para

ella; era yo quien era virgen, quien me encontraba allí en parte

contra mi voluntad y quien, después de algunos momentos de

confianza, parecía moverme como en sueños, vagamente, hacia

una ciudad o un paisaje desconocidos, temeroso de cada paso

que daba y, sin embargo, compelido a avanzar.

Virginensis se adelantó y le quitó solemnemente el velo. Lue-

go le desprendió el cinturón y con un rápido movimiento le

arrancó la única vestidura que llevaba. La muchacha, desnuda,

me miró con timidez, como implorando piedad. Trató torpemen-

te de cubrirse el pecho y las partes secretas con las manos. Yo

estaba absorto. Olvidé la presencia de mi amigo en un rincón;

olvidé que todo era una representación. Deseaba con pasión el

cuerpo de la muchacha, como si lo hubiera deseado durante

años, y sólo a él. Y ese vivo deseo estaba acompañado por una

especie de ternura. No sólo quería poseer a esa muchacha a

quien nunca había visto antes y nunca volvería a ver sino, de

alguna manera, protegerla. Pero no había en mi mente un solo

elemento del pasado o del futuro. Sólo el presente.

Entonces, la «diosa» Prema cogió con firmeza en sus brazos

el cuerpo de la muchacha, que se resistía, y la tendió en la cama.

Ella parecía debatirse para escapar del fuerte abrazo y ti-ataba

de esconder el rostro entre los cojines, pero la otra «diosa», de

pie detrás de su cabeza, le aferró los brazos y los sostuvo, rnien-

tras Prema le abría las piernas. Yo me había despojado ya de

mis ropas y en seguida entré en ese cuerpo que deseaba. Tuve

conciencia de que la muchacha gemía como si sintiera dolor, y

ahora era yo quien sostenía salvajemente sus brazos y le obligaba

a volver la cabeza hacia mis labios. La acción terminó muy pron-

to y yo sentí una deliciosa calidez, una satisfacción mayor que

cualquier otra que hubiese conocido antes. Mis miembros se rela-

jaron y aquel sentimiento salvaje que un segundo antes se había

apoderado de mí se disipó y fue reemplazado por los más puros

sentimientos de ternura y gratitud. Quería estar a solas, y por

un momento lo imaginé, con ese otro ser a quien había penetra-

do y de quien había obtenido semejante alegría y una paz tan

indescriptible. Había olvidado dónde estaba y no deseaba recor-

darlo. Aquel sueño era para mí una perfecta realidad y las voces

y acciones reales que lo destruyeron me parecieron al principio

imposibles o monstruosas.

La muchacha me apartaba de ella. La expresión de su rostro

había cambiado por completo, y no había en ella el menor pu-

dor. Me acarició la mejilla.

-No está mal -dije—, pero te has apresurado dernasiado. Vol-

verás a probar cuando haya terminado con Príapo.

Advertí que mi amigo le gritaba que se diera prisa. Virginen-

sis tironeaba de mi hombro y yo traté de esquivarla, así como

intenta uno esquivar la mano de quien lo despierta de un profun-

do sueño. Sentí alarma e irritación como si estuviera (en realidad

lo estaba) entre un grupo de personas cuyas maneras y conven-

ciones fueran totalmente diferentes a las que yo conocía.

La muchacha, debajo de mi, se deslizó hacia un lado. Hice el

vago gesto de retenerla, pero ese cuerpo cuya calidez había senti-

do y también, según me parecía, su esencia, se alejaba de mí y

perdía lo que yo había supuesto que era su identidad. Se conver-

tía en otra cosa, una cosa ajena, y sufría ese tipo de transforma-

ción que experimentamos en las pesadillas cuando una cara que

conocemos y amamos adopta una expresión diferente y terrible,

profundamente distinta de la realidad pero sin dejar de ser la

misma cara.

Las tres «diosas» llevaban a la muchacha hacia la figura senta-

da de Príapo, que sacudía los brazos de manera ridícula y le grita-

ba obscenidades. Ella se arrodilló y durante unos instantes tomó

en su boca el pene de mi amigo. Luego las otras tres la alzaron

del suelo y la colocaron, sentada, sobre él, para que pudiera pe-

netrarla. Él le aferró el cuello con una de sus grandes marlos,

atrajo su cabeza hacia sí y empezó a lamerle los labios y las venta-

nas de la nariz con la lengua, como un gran perro. Con la otra

mano le acariciaba volublemente las nalgas. Ella se retorcía, le

pellizcaba los brazos y los costados y lanzaba exclamaciones

de frenética excitación y deleite. Sus cuerpos estaban cubiertos de

sudor. Las otras tres mujeres miraban fijamente. sus ojos eran

tan interesados y críticos como los de los espectadores de los

juegos en el circo.

Yo tenía la mente en blanco. Simplemente estaba abrumado

de horror. Me vestí deprisa, arrojé mi bolsa a una mesa y me

lancé hacia la puerta. Hubo alguna tentativa de detenerme, pero

no sé qué dijeron las mujeres ni qué palabras me gritó mi amigo.

Tenía miedo de correr por las calles para que no me tomaran

por un ladrón pero, aunque caminaba despacio, no era capaz de

pensar con claridad, y sólo hoy he intentado recordar con orden

y detalle los incidentes de esa noche. Esos detalles han estado

siempre sumergidos bajo una o dos poderosas impresiones: la

proximidad y el júbilo de la carne que cede, un sentimiento

de ternura inexpresable, y luego la horrible cara sonriente de

Príapo.

carme, en camino a los juegos, les dije que no iría y apenas pude

creer en el sonido de mi propia voz mientras decía esas palabras,

sin desafío ni desesperación, pero con la certeza de que no tenía

el menor deseo de Ir. Naturalmente, mis amigos se sorprendie-

ron. Me preguntaron qué me había ocurrido desde ayer. ¿Había

perdido dinero? ¿Me había convertido al cristianismo? Yo no

pude responder otra cosa que «nada» o «no lo sé». Hubo bastan-

tes risas y se hicieron apuestas acerca del tiempo que duraría mi

resolución, pero cuando se marcharon, sentí que la palabra «re-

solución» no era apropiada. Yo no estaba haciendo un esfuerzo

consciente. Era más bien como si me hubiera recobrado de algu-

na fiebre, sólo que no me sentía débil ni marcado.

Me pregunto cómo se ha producido este brusco cambio. La

opinión común es que cuando sentirnos la tentación de cometer

un acto criminal o inmoral debemos dominar nuestras pasiones

por medio de la voluntad. Sin embargo eso era lo que yo había

tratado de hacer y mis esfuerzos habían sido inútiles. La calma

y la paz mental que siento ahora han llegado de una forma muy

diferente, y para mí absolutamente misteriosa. Entonces, esa ca~

pacidad dé dominio que se trata de cultivar en los niños, ¿existe

sólo cuando es innecesaria, es decir, cuando la tentación no nos

atrae? Pero si es así, ¿cómo puede ser que uno se libere de una

tentación insuperable automáticamente y sin ningún esfuerzo de

la voluntad? Algunos cristianos creen que el hombre es en sí

débil y pecador e incapaz de obrar bien excepto mediante el po-

der que le da dios. Por supuesto, la noción de que los dioses

pueden ayudar al hombre no es nueva. Es común en Homero,

aunque en Homero los héroes no son, desde luego, representa-

dos como seres débiles e impotentes. Son menos poderosos que

los dioses, pero pertenecen casi a la misma especie y sólo se dife-

rencian de ellos en que son mortales, y esta misma diferencia

les da una fuerza y dignidad propias. Me parece que la idea cris-

tiana de la debilidad esencial del horrible sin dios no hace justicia

a la verdadera dignidad del ser humano. Además, aunque hablan

mucho de su dependencia total del poder espiritual y de la falta

de valor de las empresas humanas y mundanas, no dan muchas

pruebas de creerlo. No me parecen, en general, menos ambicio-

Anoche estuve despierto hasta muy tarde escribiendo esta des-

cripción de mi experiencia en el burdel de Madaura. Dormí bien,

pero antes me pregunté por qué, después de mantener durante

tanto tiempo los detalles de este incidente encerrados y en estado

fragmentario en algún rincón apartado de la memoria, he elegí-

do este momento particular para recordarlos. En varias oportuni-

dades, durante el día de ayer, me sentí agitado por sentimientos

de vergüenza y arrepentimiento por mi conducta en los juegos;

imaginé lo que pensarían de mí Agustín o Nebridio si me hubie-

ran visto allí y pensé con desesperación en lo que me parecía

un vergonzoso capricho. Y de pronto, antes de dormirme, cruzó

por mi mente la idea de que ya no tenía ningún deseo de acudir

a los juegos, pero la deseché, porque parecía demasiado buena

para ser verdad. Fatigado de escribir, me dormí en seguida.

Pero cuando desperté esta mañana, tarde, se me ocurrió el

mismo pensamiento y descubrí con asombro que recordaba mi

conducta previa casi con despego. Me disgustaba, por supuesto;

pero en ese disgusto no había ya elementos de fascinación. Era

casi como si considerara las acciones de otra persona, aunque

sabía que eran las mías. Esa nueva orientación, en apariencia

involuntaria, de mi mente me encantó y tuve miedo de tratar

de analizarla para que no se desvaneciera y fuera reemplazada

por la locura que conocía. Cogí algunos libros de leyes y de filoso-

fía que había abandonado mucho antes, y vi que podía leerlos

con cuidado y tranquilidad. Cuando mis amigos vinieron a bus-

sos que otros hombres y, como me decía Pretextato la otra

noche, sus obispos suelen vivir en una opulencia que sólo se en-

cuentra en la corte del emperador. Es verdad, son muy adeptos

a mantener posiciones que por lógica son irreconciliables. Dicen

creer que el mundo llegará a su fin muy pronto, quizás hoy o

mañana, y sin embargo se conducen y se organizan coino si estu-

vieran convencidos de que será eterno. Tienen un dios que es

también un hombre, y luego agregan otros dos dioses y mantie-

nen que los tres son, en realidad, uno mismo. Por lo tanto, en

lo que concierne al problema de cómo conducirnos con honor

y justicia y no ser arrastrados, como yo lo he sido, por impulsos

Contrarios a nuestra verdadera naturaleza, su explicación plantea

más preguntas que las que responde. Si el hombre no puede

hacer nada mediante su propio esfuerzo, entonces es esencial-

mente irresponsable, no puede ser trágico ni heroico. Sin erribar-

go los cristianos insisten en la responsabilidad personal hasta en

el menor detalle de sus vidas, y su mitología está llena de histo-

rias de sus héroes, a quienes llaman santos o mártires y a quienes

admiran por esas cualidades de fortaleza y resistencia que, según

su idea de la naturaleza abyecta del hombre, no pueden poseer

realmente puesto que las reciben del exterior.

Y a pesar de todo debo reconocer que, si me veo ahora libre

de la tentación de degradarme con un vicio cruel, no es mío el

mérito. Es verdad, he luchado contra él, pero mis esfuerzos eran

inútiles. No he rezado al dios de los cristianos y no soy consciente

de ninguna intervención divina.

Ciertamente, los maniqueos parecen más sensatos que los

cristianos. Sus teorías son complejas, pero no irracionales, como

las cristianas. Admiten lo que parece un hecho revelado por la

experiencia: que estamos compuestos de elementos buenos y

malos y también que en algunas ocasiones los elementos del mal

predominan a tal punto que superan a los elementos del bien.

Cuando esto ocurre, no se nos puede culpar. Nuestra obligación

es esforzarnos mediante la meditación, el ayuno y el uso de la

dicta adecuada para anonadar esos elementos oscuros y dar paso

a la luz. En este sentido el punto de vista maniqueo concuerda

al menos con nuestra experiencia, aunque el fundamento teoló-

gico o cosmológico de sus teorías me parece en muchos aspectos

tan fantasioso como el cristiano. Evitan el absurdo de creer en

un dios que es también un hombre, con miembros y sentidos

corno los demás, y aceptan la existencia de un poder verdadero

p independiente del mal en tanto que los cristianos aseguran que

su dios no sólo ha creado todo sino que es también todopodero-

so, lo que significa que es responsable por el mal tanto como

por el bien. ¿Pero cómo podemos creer esto de un ser a quien

se espera que amemos y adoremos? Por otra parte, hay gran

belleza en la idea maniquea de la naturaleza, en la creencia de

que la lucha entre la luz y la oscuridad que observamos en noso-

tros mismos ocurre en todas partes en el universo. Las estrellas

y las constelaciones, el sol y la luna, las flores, los animales y las

aves parecen más vitalmente relacionados con nosotros que en

las cosmogonías, más áridas, de los judíos o los cristianos. Re-

cuerdo que esto es lo que más me interesó cuando Agustín habló

por vez primera de los maniqueos en Cartago. El universo es

vasto y misterioso y yo me sentía (y aún me siento) un ser débil

e indeciso en mitad de ese universo. Yo quería encontrar una

religión que concordara con mi idea de la belleza, la variedad y

el terror que me rodean y también que me diera la confianza

y la comprensión de que carezco. Ninguna religión satisface estas

ambiciones. Las leyendas de los griegos son hermosas, pero de-

ben su belleza a la habilidad de los poetas y no a la coherencia

lógica. Incluso antes de Platón los mejores filósofos las rechaza-

ban o las consideraban invenciones y nuestra mitología romana,

cuando difiere de la griega, es mucho menos hermosa y todavía

más insensata. Es, en realidad, pueril. Hasta tenemos dioses y

diosas que se preocupan del proceso de excreción. En mi infancia

me impresionó lo que me decía mi madre del cristianismo, pero

incluso entonces me parecía estrecho y oscuro. En él no había

lugar para las estrellas, los árboles, las flores y la infinita variedad

del mundo.

Por eso me sentí encantado y fascinado cuando Agustín me

explicó las ideas del persa Mani, quien enseñaba que toda la crea-

ción está viva y es tan sensible como nosotros, y hablaba de los

sentimientos íntimos de los árboles y las plantas y del esplendor

del cielo, de la gran rueda del zodíaco que derrama luz liberada

en los recipientes del sol y la luna y de cómo todos nosotros,

según nuestra capacidad, podemos compartir esa obra de libera-

ción. Encontré en esas doctrinas un color, una gracia y una ampli-

tud que no había visto en ninguna otra parte. También me

impresionó lo que se sabe del mismo Mani, de sus viajes por

Asia, India, China; aunque se daba a sí mismo el título de «el

embajador de la luz» o «el paracleto», Mani admitía la existencia

de otros profetas y maestros anteriores a él y no afirmaba que

un hombre o un pueblo fueran los únicos depositarlos de la ver-

dad. En su sistema había sitio para el dios cristiano, Jesús; pero

se afirmaba que éste, por ser una emanación de la divinidad, no

podía estar confinado a los límites físicos de los sentidos y el

espacio; no podía haber sufrido ni haber muerto. Más adecuado

era concebirlo como una especie de fantasma que asumía la apa-

riencia humana para sus propios fines y luego regresaba a la luz

de la que había venido.

Estas doctrinas me atraían y supongo que todavía me atraen.

Pero no veo cómo podrían explicar del todo el estado actual de

mi mente. Sería posible afirmar, y en cierto sentido con veraci-

dad, que cuando yo sentía aquella brusca y loca pasión por el

circo mi mente estaba velada por los elementos de la oscuridad

-presentes siempre- y que luego los elementos de la luz lograban

abrirse paso y, por así decirlo, aclarar el cielo de mi conciencia.

Ésta era en parte mi sensación. Pero entonces, ¿soy sólo un cam-

po de batalla pasivo de fuerzas opuestas sobre las cuales no

puedo ejercer influencia ni dominio? Y si es así, ¿se puede afir-

mar que existo excepto como un objeto que debe examinarse

desde fuera? Sin embargo, soy capaz de examinarme y también,

contrariamente a los animales y las plantas, de expresar con len-

guaje inteligible algunos resultados de ese examen de mí mismo.

¿Y no podía ser, me preguntaba, que eso que llamamos nuestra

voluntad actuara, o pudiera actuar, en un nivel situado muy por

debajo de la consciencia, y que el «dominio de sí» se ejerciera

no de modo directo, sino indirecto? Desde luego, yo deseaba do-

minarme. Sentía horror por mi propia conducta. Pero tanto esa

tentativa de dominio como ese auténtico horror eran ineficaces.

Gozaba haciendo lo que no quería hacer. Me disgustaba mi felici-

dad, pero era feliz a pesar del disgusto. Aunque quizás «feliz» no

sea la palabra adecuada. Sólo ahora que hago lo que quiero ha-

cer soy verdaderamente feliz.

Pienso que mi voluntad, que nada conseguía, debía de actuar,

sin embargo, en alguna parte bajo la superficie de mi mente y

que debía de haber encontrado allí una fuente de fortaleza que

yo ignoraba. Pero esta imagen de fortaleza no es satisfactoria

porque aparentemente no hubo tensión ni esfuerzo de ninguna

clase. Recuerdo lo que a veces ocurría en el curso de composición

literaria cuando tratábamos en vano de encontrar la palabra o

la frase adecuadas para expresar algo y no sabíamos qué era ese

«algo» hasta que encontrábamos la frase o la palabra que le da-

ban forma. Con frecuencia, después de un largo esfuerzo, cedía-

mos con desesperación o tratábamos de contentarnos con alguna

otra palabra o frase que sabíamos inapropiada o equivocada. Y

entonces, de modo accidental (quizás mirábamos al azar el movi-

miento de una hoja o pensábamos en cualquier otra cosa), las

palabras que buscábamos llegaban fácil y rápidamente y sabía-

mos de inmediato qué queríamos decir y cómo decirlo. Pero sin

el esfuerzo preliminar fracasado quizás nunca habríamos descu-

bierto el sentido ni la expresión de lo que teníamos en la mente.

En mi caso no se trataba de encontrar el significado o la ex-

presión, sino la capacidad de obrar como quería obrar. Yo sentía

(y al principio apenas podía creer que este sentimiento fuera au-

téntico) que esa capacidad se había manifestado justo antes de

que me fuera a dormir la noche anterior. En las horas previas

no había pensado en mi situación. Había estado describiendo (y

tampoco sé qué me indujo a hacerlo), por primera vez, mi expe-

riencia en Madaura, cuyo recuerdo siempre había evitado del

mismo modo que evitamos muchas veces recordar las ocasiones

en que nos hemos conducido tonta o deshonrosamente. Cuando

estas ocasiones surgen en la mente, parece retroceder sudando

y temblando como un caballo que se enfrenta a un peligro desco-

nocido o un obstáculo insuperable mientras el jinete le clava las

espuelas. Anoche, por primera vez, no sentí ese pánico incontro-

lable. Sin duda, algunas personas lo explicarían diciendo que he

superado un sentimiento de vergüenza juvenil o infantil y que

he logrado aceptar los que a veces se llaman «hechos de la vida».

Pero no es esto. Todavía sé que es sórdido y vergonzoso ir a

lugares como ése. Todavía me confunde y ine alarma un instinto

poderoso y salvaje que hay en mí y todavía me horroriza el salva-

jismo aún mayor que observé en el rostro sonriente de mi amigo

disfrazado de Príapo y en los gestos y la expresión de la mucha-

cha que, en aquella absurda parodia, era mi «novia». Pero tam-

bién advierto (y no lo advertí mientras escribía la descripción de

ese incidente) que hay una similaridad y quizás una relación entre

lo que tiene de violento y bestial el sexo y la excitación que sien-

ten los espectadores de exhibiciones de gladiadores o ejecucio-

nes de criminales o matanzas de animales salvajes. Esto es bien

sabido, aunque nunca lo he pensado antes. Según mis amigos,

es mucho más fácil seducir a una mujer cuando acaba de asistir

a uno de estos espectáculos que en cualquier otro momento, y

ellos mismos, después de la excitación del circo y de la vista y el

olor de la sangre, sienten especial necesidad de terminar el día

con sus amantes o en un burdel. Es evidente, entonces, que el

salvajismo, la bestialidad y la crueldad son, o pueden ser, una

parte del deseo sexual.

Pero recordé también, con una claridad que nunca había teni-

do antes, que en mi experiencia de Madaura había estado

presente un elemento muy especial que nunca podría hallarse

en la mente de un espectador de los juegos del circo. Recordé

esos pocos momentos de extraordinaria paz, confianza, seguri-

dad y ternura que sentí cuando mi impulso puramente físico se

disipó. Durante esos momentos, por irracional o imposible que

parezca, casi dejé de sentir o dejé de sentir del todo que en reali-

dad estaba desempeñando un papel en una pantomima destina-

da a estimularme, a gratificar a mi amigo y a producir dinero

para el establecimiento. Yo amaba ese cuerpo de que había goza-

do y ese amor (porque no hay otra palabra para definirlo) era

un amor, por imposible que parezca, de singular pureza. Lo que

me ofendió y escandalizó no fueron tanto mis propias acciones

y pasiones, mi torpeza, el impulso incontrolable de la carne, la

eliminación de mis poderes racionales, como el descubrimiento

de que aquel sentimiento no lo compartía la muchacha ni nadie

fliás de los presentes. Desde luego, yo no podía esperar otra cosa;

pero aun así eso me desconcertó mucho más que la exhibición

de la naturaleza grosera y brutal de mi amigo, que ya conocía.

Y tan grande fue mi decepción que sólo anoche dejé de ver con-

ffisamente las cosas. Todo lo relacionado con el sexo me llenaba

de angustia. Cuando estaba con personas buenas y admirables

como Pretextato y su esposa me negaba a pensar que su sereni-

dad, su cortesía y su inteligencia fueran perturbadas con frecuen-

cia por aquellas acciones y emociones cuyo recuerdo me llenaba

de horror. Y aunque conocía mucho más íntimamente a Agustín

y a LucIla, solía tratar de evitar toda conversación de Agus-

tín acerca de ese aspecto de su vida en común al que él, en mu-

chas ocasiones, quería referirse.

Pienso que he aprendido dos cosas muy importantes porque,

por alguna razón que no comprendo, he adquirido una nueva

claridad de la memoria que me permite recordar en detalle y

con orden mis actos y sentimientos en aquella oportunidad, en

Madaura. En primer lugar, aunque todavía no encuentro nada

hermoso en esa abdicación de la razón ni en esas contorsiones

frenéticas de los cuerpos que parecen inseparables del acto se-

xual, reconozco que pueden estar acompañadas e incluso ser la

condición de un estado mental que con toda justicia puede lla-

marse hermoso. Aún encuentro sorprendente este hecho, pero

lo admito, en tanto que antes, a causa de la naturaleza confusa

y defectuosa de mis recuerdos, consideraba que todo acto sexual

era necesariamente cruel, feo, vergonzoso y degradante. Y en

segundo lugar advierto que esos elementos de crueldad y salvajis-

mo que mi memoria presentaba como específicamente sexuales

son, aunque en un contexto diferente, las mismas cosas que me

excitaban y me privaban de razón y decencia durante las exhibí-

ciones de gladiadores, con una diferencia de inmensa importan-

cia: en el circo no hay ningún elemento redentor, no hay nada

que pueda llamarse bueno o hermoso. De este modo, ahora pue-

do pensar con más serenidad e incluso con cierta comprensión

(aunque esto aún es difícil) en la conducta sexual de mis amigos,

y todo el miedo y el horror que solía sentir por la sexualidad se

han desplazado a los espectáculos del circo. Lejos de atraerme,

su sola idea me repugna.

Pero todavía no sé por qué ni de qué desconocidos abismos

de mi mente han surgido el impulso y la capacidad de aclarar

mi memoria y de realizar esta transferencia. No he elevado mis

oraciones a ningún dios y he descubierto avergonzado que mi

propia voluntad, o (naturaleza superior» como la llamamos, ha

sido totalmente ineficaz. Querría creer que mi voluntad puede

actuar cuando no soy consciente de ello o, incluso, que algún

dios me guía. ¿Pero cómo puedo juzgar la verdad de cualquiera

de estas proposiciones si las posibles pruebas están fuera de mi

alcance? ¿Y no será la causa, como podría sugerir un epicúreo,

algún leve movimiento de alguno de esos átomos invisibles que

controlan o constituyen mi mente? ¿No debería contentarme con

haber alcanzado, por el medio que fuere, el estado mental que

deseaba alcanzar? Desde luego, esto me alegra; pero no me senti-

ré satisfecho hasta que no logre mayor comprensión.

Por segunda vez mis amigos me han pedido que los acompañe

a los juegos y por segunda vez me he negado sin la menor dificul-

tad. En esta ocasión no les molestó mi negativa, quizás porque

les habían decepcionado los juegos de ayer. Al parecer, lo que

se había anunciado como una gran atracción había sido un fraca-

so total. Los organizadores habían traído treinta o cuarenta coco-

drilos que atacarían a unos hombres armados sólo con pequeñas

dagas de madera y con muy poco espacio para maniobrar. Se

esperaba que los cocodrilos mataran y devoraran a varios de esos

hombres pero que, si una cantidad suficiente sobrevivía, logra-

rían finalmente matar a todos los cocodrilos. Se apostaban gran-

des sumas de dinero por el resultado y por la cantidad de sobrevi-

vientes. Pero las cosas no marcharon como se esperaba. Apenas

sacaron a los cocodrilos de sus jaulas se vio que estaban en malas

condiciones y luego se dijo, o se descubrió, que se habían negado

a comer durante más de treinta días. Casi no se movían y cuando

los hombres los hirieron en los Ojos, les dieron la vuelta y volvie-

ron a herirlos en el vientre sin que ellos hicieran resistencia, la

muchedumbre se enfureció y exigió que los retiraran de la arena.

Hubo muchas disputas; algunos exigían el pago de las apuestas

y otros se negaban a pagarlas considerando que el combate no

era válido, Llevó varias horas restaurar el orden y los organizado-

res sólo pudieron ofrecer después una caza de antílopes que,

según dijeron mis amigos, había sido bien realizada pero no era

lo que el público había ido a ver. Yo sabía por propia experiencia

que lo que iba a ver el público era brutalidad y derramamiento

de sangre. Las exhibiciones de habilidad sólo eran aceptadas

como intervalos entre espectáculos que suscitaban pasiones más

profundas. La descripción de los acontecimientos me llenó de

disgusto, aunque me daba cuenta de que dos días antes habría

pensado y hablado como pensaban y hablaban ahora mis

amigos.

Cuando se marcharon volví, con mente serena y enérgica, al

estudio de mis libros de leyes, pero pronto me interrumpió, para

mi alegría, una carta de mi amigo Nebridio. Me escribe desde

su casa cerca de Cartago, pero va con frecuencia a la ciudad y,

como de costumbre, ha visto mucho a Agustín. Nebridio tiene,

creo, intereses más amplios que nosotros. Es un excelente estu-

diante de filosofía, literatura y matemáticas y además, al contra-

rio que la mayor parte de las personas que en África no partíci

pan en el gobierno, sigue los acontecimientos políticos y militares

con interés y atención. En un tiempo proyectaba hacer carrera

en el Ejército o la Administración; no sólo posee la capacidad,

sino también la riqueza y el encanto personal necesarios para

tener éxito como figura pública. Creo que abandonó este proyec

to por el disgusto que sintió -como todos nosotros- ante la

desgracia y la ejecución del conde Teodosio, que había sofocado

una de las rebeliones más peligrosas que se conocieron en África

y parecía a punto de librar a la provincia del gobernador militar,

Romano, que durante años había oprimido por igual a los ricos

y a los pobres y que, como se sabía, había apoyado la rebelión

para adquirir más dinero y conservar alguna autoridad, Los prin-

cipales ciudadanos se habían quejado una y otra vez a la corte

de Milán de las extorsiones de este gobernador, pero Romano

había sobornado a todos los representantes que se enviaron para

investigar su conducta. Finalmente, el conde Teodosio, con el

prestigio que había ganado aplastando primero una peligrosa re-

belión en Britania y luego otra en África, parecía dispuesto a

ocuparse de que se hiciera justicia. Pero para disgusto de todos,

excepto el círculo íntimo de Romano y la secta cristiana de los

donatistas a quienes había apoyado, se acusó de traición a Teodo-

sio quien, inmediatamente después de recibir el bautismo en la

iglesia cristiana ortodoxa, fue ejecutado en Cartago. Los autores

de esta horrible injusticia fueron los ministros del joven empera-

dor Graciano, pero Graciano, aunque quizás poco o nada sabía

del asunto, era el responsable en última instancia y, a pesar de

su juventud y de sus victorias, jamás ha sido popular en África

desde entonces. A Nebridio el acontecimiento le afectó más que

a cualquiera de nosotros, quizás porque era menos cínico en ma-

teria de política. Él creía fervientemente que la bondad y el poder

no sólo podían marchar juntos sino también vencer a la envidia,

la corrupción, la intriga y la superstición y se complacía en citar

ejemplos de la historia que mostraban su punto deísta y que

a nosotros nos parecían, de modo curioso y bastante divertido,

incapaces de compararse con los ejemplos mucho más frecuen-

tes que podían aducirse para demostrar lo contrario. Por lo

común, a nosotros los africanos no nos impresiona lo que se

llama un gran general o un gran estadista. Nuestro Igais es rico

y en las guerras hemos perdido más de lo que hemos ganado.

Los países como Britania y Germania nos parecen muy remotos

y hay largos períodos en que el hombre de la calle ni siquiera

conoce el nombre del emperador gobernante, más preocu-

pan los abusos de los recaudadores locales de impuestos que las

distantes luchas por el poder supremo. Nebridio es el único afri-

cano que conozco, aparte de quienes ocupan cargos importantes

en el gobierno, que tiene verdadero interés por la política impe-

rial. Y ha conservado este interés aunque, desde el asesinato legal

del conde Teodosio, suele reaccionar ante los acontecimientos

políticos con amargura, furia y desilusión. Todos los aspectos de

ese asunto fueron infortunados, pero uno excitó en particular la

ira de Nebridio. En aquel momento se dijo (y no hay motivos

para dudarlo) que una de las principales acusaciones o contra Teo.

dosio se refería a una experiencia Mágica que se había realizado

o en una ciudad oriental algún tiempo antes en Antioquía

Se habían dispuesto en círculo las letras del alfabeto y sobre ellas

colgaba un anillo de oro atado a un cordel que sostenía un emi-

nente mago. Éste afirmaba, por supuesto que tanto su mano

como el movimiento del cordel estaban controlados por fuerzas

sobrenaturales. Se decía de él que era capaz de convocar no sólo

a los espíritus de los muertos sino también a los dioses mismos

en forma visible. Cómo pudo tomar esto en serio un emperador

cristiano de quien se suponía que no creía en los antiguos dioses

es muy difícil de comprender; pero, aparentemente, los magos,

los astrólogos, los teurgos y los nigromantes han tenido, a pesar

de alguna prohibición ocasional del gobierno, un gran floreci-

miento a partir de la época del emperador Juliano. Juliano, aun-

que rechazaba las supersticiones del cristianismo en nombre del

helenismo, caía víctima de prácticas supersticiosas de magia y

astrología que Platón o Aristóteles habrían considerado o bien

con repugnancia o bien con diversión. La prueba del anillo era

un ejemplo. Se dice que cuando se formuló la pregunta: «¿Quién

aspira a ser emperador?», el anillo tocó las letras TE 0 y luego

se quedó inmóvil, quizás porque los espíritus ignoraban cuál era

el nombre completo. Sin embargo esas tres letras se considera-

ron una prueba definitiva, aunque en el imperio debía de haber

cientos de miles de personas cuyos nombres empezaban con

ellas. Varios importantes ministros y generales de Oriente per-

dieron sus vidas a causa de ello, y el mismo infortunado prefijo

fue presentado como prueba -en realidad la única- de la traición

del conde Teodosio.

A todos nosotros, por supuesto, nos escandalizó esta historia,

aun cuando algunos nos inclinábamos, sin duda porque creíamos

poseer alguna superioridad intelectual, a sonreír ante una forma

de superstición que no era la nuestra. Pero Nebridio no sólo se

escandalizó. Tenía, según creo, mayores esperanzas que los de-

más y por lo tanto se sintió más profundamente decepcionado.

«¿Qué clase de mundo es éste en que vivimos? -recuerdo

que dijo-. Tenemos más riquezas, ejércitos mayores y más efica-

ces, medios de transporte más veloces, una administración

mejor, un sistema de educación más amplio que cualquiera del

pasado. Podemos producir hombres honestos, buenos generales,

administradores de gran visión. ¿Pero qué ocurre? Estamos en-

fermos y podridos hasta el hueso. En el pasado se sostenía todo

lo que era bueno, que así podía recibir apoyo del respeto común

a la virtud y al auténtico patriotismo. Ahora no se respeta la

virtud en sí, sino sólo cuando se puede usar su reputación como

reclamo de alguna secta o partido. Piensa en los cristianos.

¿Aceptaría un cristiano católico (como se llaman a sí mismos)

que puede ser bueno alguno de los hombres a quienes ellos de

nominan herejes? Por supuesto que no. Y, sin embargo, se sabe

que muchos de esos "herejes", descarriados o no intelectualmen

te, viven buenas vidas y son sinceros en sus creencias. En cuanto

al patriotismo, ¿dónde lo encontrarás? No en Roma ni en Carta

go ni en Constantinopla. Porque nuestros generales suelen ser

ahora francos o godos o árabes y muchos de ellos apenas pueden

hablar nuestra lengua, y los auténticos romanos (si los hay) se

interesan más por los juegos del circo o por ganar dinero o por

absurdas discusiones de puntos banales de teología que por la

seguridad de las fronteras. De esto nada saben o bien creen (acer

tadamente) que esa seguridad puede ser comprada o vendida

como cualquier otra cosa o persona. No me sorprende en lo más

mínimo que tanta gente mal educada e incluso algunos bien edu

cados, crean que el mundo se acerca a su fin, que será destruido

por el fuego o que toda vida pierde gradualmente la vitalidad o

que algún vapor pestilente del espacio exterior corrompe en se

creto nuestras mentes y nuestros cuerpos. Por supuesto, estas

ideas son pura mitología. No hay ninguna prueba científica que

las apoye. Más probable me parece que, de algún modo, y sin

saberlo del todo, estemos decididos a destruimos. Es verdad que

la gente se aferra con mayor capacidad que nunca a sus propieda

des y a su posición social. Pero esto no es una señal de confianza

en la vida ni de ambición generosa; es una señal de miedo y

desesperación. Lo que la gente quiere no es tanto vivir como

alguna forma de seguridad contra la tortura y la muerte para

ellos mismos, aunque están dispuestos a infligir a los demás tor

turas y muerte. No soportan siquiera la idea de que morirán,

aun cuando proclaman que la vida no vale la pena. Casi todos

tratan de asegurarse la inmortalidad. Quienes pueden pagarlo

se bañan en la sangre de un toro o de un carnero o padecen la

larga y fatigosa iniciación a los misterios de Isis. Probablemente,

la razón de que los cristianos hayan conseguido tal poder e in

fluencia es que ofrecen la inmortalidad a más bajo precio que

todos los demás. Si no se puede vivir con esperanza y generosi-

dad yo preferiría morir y terminar de una vez. ¿Pero dónde hay

alguna esperanza y cómo se puede ser generoso sin ser destrui-

do?»

Ninguna de estas opiniones, desde luego, era nueva para no.

sotros y las habíamos oído mejor expresadas y con más coheren-

cia. Pero Nebridio hablaba con tal pasión y vehemencia que

ninguno de nosotros osaba tomarlo a la ligera. Todos sufríamos

por él y muchos teníamos la incómoda sensación de que parte

de lo que él decía era verdad. Bien podía ser, pensaba yo, que

nunca hubiera habido un tiempo en que las personas sinceras y

dotadas de altos ideales hubieran triunfado sobre la corrupción.

Sin embargo, Nebridio tenía razón cuando señalaba una clase

particular de debilidad en nuestra época que sin duda no encon-

trará fácil paralelo en otros períodos de la historia. Manteníamos

las antiguas formas. En Roma las vírgenes vestales seguían aten-

diendo el fuego eterno; las procesiones triunfales subían a la coli-

na del Capitolio como en los días de julio César y de los Escipio-

nes; las estatuas de los dioses -Júpiter, Minerva y los demás-

velaban sobre el foro. Sin embargo, esas reliquias del pasado

habían perdido todo sentido excepto para una cantidad muy pe-

queña y decreciente de personas. Probablemente la mitad de los

senadores eran cristianos, aunque parecían combinar de algún

modo la creencia cristiana de que los viejos dioses eran en reali-

dad demonios con la convención aristocrática de que ejercían

también influencia benéfica sobre la fortuna de Roma. El empe-

rador mismo era, para la mayoría de las personas, un ser muy

alejado de la vida real. Durante por lo menos una generación

ningún emperador había visitado Roma. Una persona ordinaria

estaba más interesada por la fortuna de un conductor de carros,

un gladiador, un actor, un retórico o un obispo que por lo que

ocurría en las remotas cortes de Milán, Tréveris, Constantinopla

o donde quiera que estuviese el emperador. Por lo tanto, Nebri-

dio tenía razón cuando afirmaba que el patriotismo, en el sentido

antiguo, estaba muerto. Leíamos todavía las obras de Cicerón

y admirábamos su estilo y su destreza. Pero eso era todo lo que

admirábamos. Las pasiones de su época nos parecían en muchos

aspectos infantiles y ciertamente anticuadas. Lo que admirába-

mos en Virgilio, aparte de la belleza de sus poemas, no era su

intento de glorificar virtudes patrióticas, de las que sin duda en-

contró muy pocos ejemplos en su época, sino más bien su compa-

sión por la suerte del hombre, su comprensión de las pasiones

descarriadas y su patética intimación de que, quizá, después de

todo, no valiera la pena vivir la vida. Y, como señalaba Nebridio,

mientras todo lo que era antiguo y venerable en nuestra cultura

agonizaba, aunque siguiera siendo la base de nuestra educación,

lo nuevo era desesperadamente confuso, múltiple y, por eso mis-

mo, amorfo e ineficaz.

No obstante, me parecía que el deseo de conocer las causas

de las cosas, un deseo tan de mala gana abandonado por Virgillo,

no era indigno. Arquímedes había dicho: «Dadme un punto de

apoyo y moveré el mundo. No había un punto así, pero él inven-

tó de todos modos el principio de la palanca. Tampoco nosotros

teníamos un punto de apoyo, pero quizás podíamos lograr algo

sin caer en la apatía y la desesperación.

Así pensaba entonces así pienso ahora, aunque confieso

que nada he logrado. Han pasado varios años desde el momento

en que Agustín, Nebridio y yo decidimos entregarnos a la bús-

queda de la sabiduría, y Nebridio ha sido por lo menos tan activo

como nosotros en este sentido. Goza de ciertas ventajas porque

es rico y no tiene muchas tareas prácticas que cumplir, excepto

las exigidas por la administración de su propiedad, que está muy

bien preparado para cumplir, en tanto que Agustín y yo -Agustín

por necesidad y también creo, por ambición, y yo para satisfacer

a mis padres- hemos tenido que dedicar gran parte de nuestro

tiempo a nuestras carreras. Pienso que hay momentos en que,

con una parte de su mente, Nebridio nos envidia esto, porque

un buen abogado o un buen profesor de retórica pueden alcan-

zar importantes posiciones en el imperio y Nebridio, a pesar de

su cinismo al respecto, todavía sigue la política y la historia

de nuestra época con mucha más atención que Agustín o que

yo. La carta que acabo de recibir de él se inicia, de forma caracte-

rística, con sus reflexiones sobre acontecimientos que yo apenas

me he preocupado por considerar.

Comenta en particular el cambio de opinión en África acerca

del joven emperador Graciano. Según Nebridio, es ahora muy

popular entre los cristianos católicos, aunque es en igual medida

impopular entre los miembros, casi tan numerosos, de la secta

donatista. Esto es una inversión total del estado de opinión hace

algunos años, después de la ejecución del conde Teodosio. Siguió

a ella uno de los peores desastres militares de la historia romana,

cuando el emperador de Oriente, Valens, el tío de Graciano, fue

derrotado y asesinado por los godos en Adrianópolis. Se dice que

dos terceras partes del ejército de Oriente fueron aniquiladas en

esa batalla. Los godos avanzaron sin ser molestados hasta los

muros de la misma Constantinopla y, si hubieran tenido algún

conocimiento de las artes del sitio, la habrían ocupado; los defen-

sores eran muy escasos. Recuerdo que en ese momento Nebridio

habló con desdén de la actitud asumida por los cristianos acerca

de esa catástrofe. Roma no había sufrido una derrota semejante

desde las épocas de Aníbal y de Canas. Constantinopla podía pa-

recer una ciudad remota, pero el hecho era que Oriente tenía

la guardia baja y, aunque el ejército de Graciano estaba intacto,

no era inconcebible que los godos giraran hacia el oeste y se

dirigieran contra Italia y Galia. Sin embargo, había muchos cris-

tianos que parecían complacidos con lo ocurrido. No atribuían

la derrota a la incompetencia de Valens y sus generales (porque

al parecer el ejército, en una posición desesperada, había comba-

tido valientemente hasta el fin) sino a una benéfica intervención

de su dios destinada a castigar a Valens por su apoyo a la herejía

arriana, que difiere del credo ortodoxo en que atribuye al Hijo

menos divinidad que al Padre. Esta opinión, despiadada e irres-

ponsable ante la muerte y el sufrimiento de tantos compatriotas

y el extremo riesgo para todos, era también, como señalaba Ne-

bridio, lógicamente absurda. Porque aunque Valens fuera arria-

no, había miles de católicos ortodoxos en su ejército derrotado,

en tanto que los godos victoriosos, cuando eran cristianos, eran

arrianos en su totalidad. Sin embargo, en la mente de los católi-

cos de occidente, ni la piedad por los miembros de su secta ni

las exigencias de la mera lógica prevalecían sobre la furia que

sentían ante los recientes éxitos en la capital del Oriente de un

cuerpo de opinión cristiana que apenas difería de la propia.

En esa crítica oportunidad, Graciano, que era entonces el úni-

co emperador romano real (ya que su hermano menor Valenti-

niano II era aún un niño de cinco años) se condujo magnánima-

mente y con admirable buen juicio. Llamó al hijo del conde

Teodosio, que lleva el mismo nombre que su padre, de su retiro

en España y le otorgó primero el mando de oriente y luego el

título de coemperador. Pero, según Nebridio, lo que tanto agradó

a los católicos de África en la conducta de Graciano no fue esta

generosa acción, que en cierta medida reparaba la injusticia co-

metida con el padre de Teodosio, y ni siquiera la gran capacidad

que demostró en Oriente el mismo Teodosio en una serie de

campañas triunfales, a veces en cooperación con Graciano, me-

diante las cuales eliminó la amenaza inmediata de los godos.

Parecería que eran indiferentes a esto. Lo que más les agradaba

en relación con Teodosio era que, durante una severa enferme-

dad, fue bautizado por un obispo católico, lo que constituía una

a&enta deliberada a los arnanos. Y lo que les agradaba de Gra-

ciano no eran sus victorias militares ni sus acciones generosas,

sino que hubiese sido el primer emperador que declinaba el títu-

lo de pontifex maximus, que hubiese ordenado quitar la estatua

de la Victoria del senado romano y que hubiese reducido o aboli-

do los salarios que se pagaban a las vírgenes vestales. El motivo

de estas acciones era su completa sumisión en asuntos religiosos

al obispo de Milán, Ambrosio, quien, según todos los informes,

no sólo es el más capaz sino también el más erudito y elocuente

de los obispos de Occidente. Recuerdo que Pretextato lo elogiaba

aunque se oponía con amargura a las restricciones impuestas a

la antigua religión. Como dice Nebridio, aunque a nadie odian

más violentamente los cristianos que a los cristianos de sectas

diferentes, les une el odio común a los antiguos dioses en cuyo

nombre se los persigue de vez en cuando aunque no tanto como

persiguen ellos, cuando tienen la posibilidad de hacerlo, a sus

propios correligionarios.

Por lo tanto, Graciano es ahora muy popular en África.

Me pregunta Nebridio si es igualmente popular en Roma

porque ha oído rumores de que no es así. Pienso que esos rumo-

res son verídicos. Ha ofendido a la mayor parte de la nobleza

por su persecución (aunque sus acciones apenas puedan definirse

así) a la vieja religión y, lo que es más importante, ha perdido

la gran popularidad de que gozaba en el ejército. En su primera

juventud era, sin duda, un comandante valeroso y competente.

Ahora, según me. dicen, aunque es todavía joven, parece haber

perdido todo interés por las tropas con que ganó victorias e inclu-

so por la guerra misma. En cambio, ha desarrollado una pasión

por los bárbaros, por la cacería y por el circo. Goza de su favor

especial una tribu salvaje de escitas y en muchas ocasiones se

presenta en público vestido con pieles y llevando, en lugar de la

espada romana, el arco escita. Se le reservan como cotos de caza

grandes regiones de Galia y de Germania y durante semanas

desaparece con su guardia de bárbaros para regresar luego en

triunfo exhibiendo los cuerpos de las bestias masacradas o los

ejemplares enjaulados de lobos, osos, jabalíes y ciervos con tanto

orgullo como si celebrara una victoria en la guerra. También

suele presentarse en el anfiteatro vestido de escita o de germano

y se jacta no de sus capacidades como general, sino de ser más

diestro con la espada que un gladiador medio. Así es, entonces,

ese hombre tan elogiado como defensor de la fe católica. Pero

aquí se conoce bien su forma de vida e incluso entre los cristianos

católicos se atribuye el apoyo que de él reciben al obispo de Mi-

lán, a quien probablemente Graciano se alegra de dejar todas

las decisiones de carácter religioso. Dicen que Ambrosio ha escri-

to un tratado sobre la doctrina de la trinidad para uso e Ilustra-

ción del emperador, pero yo pienso que es un hombre demasia-

do inteligente para creer que Graciano podría leerlo o compren-

derlo. Y hay ya rumores de una rebelión en Britania dirigida por

Máximo, un soldado competente que ha servido con Teodosio

y de quien se dice que goza de la confianza del ejército.

Nebridio se sorprenderá cuando le diga que, a mi juicio, na-

die en Roma está interesado porque haya o no una rebelión o

porque tenga o no éxito, aunque quizás debería excluir a alguno

de los cristianos, puesto que se cree que Máximo no tiene senti-

mientos religiosos profundos.

Pero lo que más me interesa en la carta de Nebridio no son

los comentarios políticos y las preguntas que formula, aunque

haré todo lo posible para responderlas. Por supuesto he leído

esta primera parte de su carta con agrado, pero sentí una alegría

casi inexpresable cuando encontré, casi en el final, esta frase:

«Espero que no te sorprendas si ves pronto en Roma a Agustín».

Leí una y otra vez estas palabras porque la noticia me parecía

demasiado buena para ser verdad.. Luego seguí leyendo deprisa

y descubrí que Agustín planea dejar Cartago tan pronto como

pueda y establecerse como maestro en Roma. Está, dice Nebri-

dio, cada vez más disgustado con las costumbres de los estudian-

tes de Cartago y con su bajo nivel de preparación. Esto no me

sorprende. Durante largo tiempo se ha aceptado en Cartago que

si un estudiante paga sus honorarios a un profesor, esto le da

derecho también para asistir a las clases de otros profesores. Y

como sólo una minoría de estudiantes buscan seriamente el co-

nocirniento o están ansiosos por convertirse en eruditos, siempre

hay una gran cantidad que prefiere la variedad o el entreteni-

miento en lugar de la educación. De vez en cuando interrumpen

las clases de los profesores que por alguna razón son impopula-

res o entran en el aula de otro profesor, escuchan durante media

hora y luego se marchan. Esta conducta no se tolera en Roma,

donde los funcionarios de la ciudad ejercen un control mucho

más rígido aunque aquí, según me han dicho, el problema de

los profesores no es tanto conservar cierto orden y método en

sus clases sino cobrar honorarios a los estudiantes que no pueden

pagar o no quieren hacerlo. Sin embargo, cualesquiera sean las

desventajas en este sentido, un maestro brillante y erudito como

Agustín tiene mejores perspectivas en Roma que en Cartago.

Siempre hemos esperado que viniera a Roma y él ha hablado

muchas veces de esto. Supongo que hasta ahora su madre lo ha

disuadido. Ella no quiere marcharse- de África y, a pesar de su

no muy bien oculto disgusto por Lucila y de su desaprobación

de la amistad de Agustín con los maniqueos, no puede soportar

una larga separación de su hijo favorito.

Me parece que ahora Mónica debe de estar más decidida que

nunca a mantenerse cerca de Agustín puesto que, según Nebri-

dio, él está perdiendo su confianza en las doctrinas maniqueas

que tanto él como yo encontrábamos (o así pensábamos) tan ins-

piradoras hace un tiempo. Nebridio me dice que está ahora en

Cartago el gran predicador maniqueo Fausto. Tiene inmensa po-

pularidad y parece imposible encontrar un salón bastante grande

para acomodar a todos los que quieren oírle hablar. Según Ne-

bridio, su reputación es merecida, por lo menos en par-te. Agustín

e incluso el mismo Nebridio sentían al principio fascinación por

su elocuencia, su encanto, sus palabras sabiamente elegidas y su

capacidad para pasar de un tema a otro iluminándolos con fácili-

dad y gracia. Posee gran conocimiento de la literatura y recita

poesía con tal profundidad y tanto sentimiento que todos escu-

chan los pasajes más conocidos como si los oyeran por primera

vez. Dedica todo su conocimiento y su elocuencia a explicar las

doctrinas maniqueas y a exhortar a sus oyentes a que adopten

un modo de vida que, según él sostiene, se ajusta a la naturaleza

de las cosas, tiene sentido y es, en definitiva, sencillo. Pero es

precisamente la racionalidad de ese credo lo que ahora preocupa

a Agustín y lo que, durante largo tiempo, ha preocupado tam-

bién a Nebridio. Agustín piensa que las conclusiones alcanzadas

por los astrónomos y matemáticos griegos por medio de la medi-

da, la observación y el cálculo proporcionan una explicación más

racional del movimiento de los cuerpos celestes que las «revela-

ciones» de Mani que, si bien introducen un elemento espiritual

(Agustín los busca siempre) en los procesos naturales, no se

conforman a los hechos observados o experimentales. Du-

rante algún tiempo Agustín ha interrogado a los principales

maniqueos de Cartago acerca de estos puntos y como es natural,

puesto que carecen de su conocimiento de matemáticas y astro-

nomía, han sido incapaces de disipar sus dudas. Por último, me

dice Nebridio, le dijeron sencillamente que esperara hasta que

viera a Fausto, prometiéndole que entonces todo podría ser ex-

plicado.

Pero no ha sido así, Nebridio dice que Agustín estaba dispues-

to a creer que los maniqueos podían dar una explicación de los

eclipses y de otros fenómenos celestiales que se ajustara a su

propia doctrina y, al mismo tiempo, a las conclusiones ciertas y

racionales de los griegos. Buscó y obtuvo una entrevista con Faus-

to para saber cómo se podían mantener las ideas generales de

los maniqueos sobre el mundo sin contradecir las conclusiones

necesarias de la matemática. Sufrió una profunda decepción.

Fausto lo escuchó con gran cortesía pero, escribe Nebrídio, pron-

to se tornó evidente por la expresión de su rostro que era incapaz

de seguir la argumentación de Agustín y, al final, no hizo la me-

nor tentativa de responder, lo que sin duda era bastante pruden-

te para su reputación. En cambio, deleitó a todos los presentes

con una larga disquisición acerca de la belleza, de la aptitud, de

las similaridades y las diferencias, del mundo interior y el exte-

rior, ilustrando su discurso con pasajes bien elegidos de la litera-

tura y la filosofía. Durante este discurso reconoció con modestia

que no tenía grandes conocimientos de astronomía ni de mate-

máticas y alguien sugirió que quizás esos conocimientos eran

innecesarios y de menor importancia que los requeridos para el

desarrollo de sus propios temas.

Agustín sintió, como puedo imaginar, profundo desaliento.

Es un hombre muy generoso y admiraba a Fausto por su elocuen-

cia y su encanto, que le han dado su gran reputación. Lo admi-

raba porque no trataba de simular que conocía temas que ignora-

ba; ésta es realmente una cualidad muy rara, en particular entre

quienes dicen ser eruditos. Pero su decepción fue muy grande.

Si Fausto no podía responder a sus preguntas, ningún otro mani-

queo podría. Sin duda, lo que más le deprimía era advertir que

los maniqueos no sólo eran incapaces de responder, sino que no

tenían interés ni capacidad para comprender la importancia de

las preguntas que formulaba. Desde hace mucho tiempo, Agustín

considera que los cristianos tienden aún más que los maniqueos

a la superstición y a la irracionalidad y ahora, según Nebridio,

empieza a preguntarse si, después de todo, los epicúreos no ten.

drán razón. Profesan creencias que, por lo menos, son lógica-

mente coherentes y no contradicen los hallazgos de la ciencia ni

las impresiones de los sentidos. Pero yo sé que no puede conten-

tarse con esas creencias, como tampoco yo puedo. Hay en ellas

una frialdad que puede servir, supongo, como una especie de

anestesia. El gran espectáculo de la confluencia eterna de los áto.

mos posee cierta grandeza y ha dado a ciertas mentes torturadas,

como la del poeta Lucrecio, una sensación de paz y seguridad.

Pero no es la paz y seguridad que Agustín busca. Lo que él

pretende no es el descanso sino la satisfacción.

Conociéndolo bien, lo compadezco por su actual estado de

ánimo. Pero me alegra que su disgusto con Cartago lo traiga a

Roma, porque Agustín es, como dice el poeta, la mitad de mi

propio ser.

Ayer por la mañana, temprano, empecé a escribir una carta a

Nebridio, pero me interrumpieron y ahora tendré mucho más

que decirle. El día de ayer ha estado para mí lleno de aconteci

mientos. Cuando mi patrono entró de prisa en mi habitación

imaginé por su excitación que había recibido otro mensaje de

Pretextato y, en efecto, así era. Me invitaba a cenar y me informa

ba que entre los comensales estaría Símaco, a quien describía

como un viejo amigo mío. En realidad yo apenas conocía a Síma

co, puesto que sólo en una oportunidad lo había visto cuando él

era procónsul de África, pero era característico de Pretextato es

forzarse porque yo me sintiera a gusto entre personas mucho

más ricas e influyentes que las que conocía. Símaco goza de la

reputación de ser el principal orador de la actualidad. Ha desem

peñado muchos importantes cargos oficiales y pronto asumirá

las funciones de prefecto de la ciudad. No pude resistirme a decir

le a mi patrono -me miraba impaciente mientras leía la carta

que vería a Símaco, preguntándome cuál sería su reacción ante

esa noticia. Porque mi patrono, que ha cambiado de religión al

menos una vez, se dice ahora cristiano y se interesa tanto por

las disputas teológicas como otros por las carreras de carros, y

Símaco es el portavoz reconocido de esa mayoría de la nobleza

que de un modo u otro adora a los viejos dioses. Yo acababa de

leer un discurso de Símaco, recientemente publicado, en que se

quejaba al emperador Graciano por la eliminación del senado

de la antigua estatua de la Victoria que había sido colocada allí

más de cuatrocientos años antes por el emperador Augusto, des-

pués de la batalla de Actium, y a la que todos los senadores,

antes de ocupar sus asientos, ofrendaban un grano de incienso.

Encontré admirable el discurso desde el punto de vista estilístico

y también por la inteligencia con que apelaba a los profundos

sentimientos implícitos en la tradición, que no pueden tocarse a

la ligera. Sin embargo, el argumento principal no me parecía

convincente puesto que, si se supone que el estado es cristiano,

es difícil comprender cómo podría aprobar sacrificios hechos a

una deidad pagana por funcionarios públicos. De todos modos,

el obispo de Milán, que también era un excelente orador, se

había opuesto enérgicamente a Símaco, cuya queja había sido

desestimada.

Desde luego, la comunidad cristiana se opone a Símaco, pero

como imaginaba, mi patrono no demostró el odio teológico que

sin duda habría manifestado si uno de sus huéspedes no hubiese

sido invitado a una reunión con tan gran hombre. Y como Pre-

textato pronto asumirá el cargo aún más importante de prefecto

pretoriano, su orgullo y su satisfacción fueron aún mayores. Me

pregunto si me ofrecerá una habitación todavía mejor.

En la carta de Pretextato había algo que me complacía aún

más que la invitación, que era ya muy generosa para alguien tan

joven y desconocido como yo. Agregaba al pie: «Si, como espero,

puedes venir, celebraremos una buena noticia. He oído decir que

te ofrecerán el cargo de asesor- del tribunal del Tesoro de Italia.

Es, desde luego, un cargo menor, pero será un primer paso en

tu carrera».

Yo no ignoraba, por supuesto, que debía ese cargo a Pretexta-

to y me sentí doblemente agradecido, no sólo porque se había

tomado la molestia de utilizar su influencia en mi favor, sino

también porque sabía que jamás lo habría hecho si no tuviese

alguna confianza en mi capacidad y en mi integridad. Ese mismo

día, más tarde, recibí la notificación oficial del nombramiento.

Debo iniciar mis tareas dentro de una semana.

Me sentí sorprendido cuando advertí que consideraba esa

perspectiva con sentimientos ambiguos. Sé que la noticia agrada-

rá a mis padres, que siempre me han alentado en mis estudios

de leyes y que sin duda tienen ulteriores ambiciones al respecto.

Por otra parte, vine a Ronia en primer lugar para buscar un

cargo como éste. Como dice Pretextato, puede conducir a posi-

ciones más importantes y creo que estoy capacitado para hacer

la tarea requerida. Sé también que las tareas legales, corruptas

como suelen ser, son necesarias para la existencia misma de una

sociedad ordenada y, si puedo evitar la corrupción (y no tengo

necesidad ni inclinación a aceptar sobornos), es probable que no

me desempeñe mal. Pero tengo la incómoda sensación de que

no es esto lo que quiero hacer con mi vida. Siento que yo era

más yo mismo en los días en que Agustín, Nebridio y yo nos

comprometimos a la búsqueda de la sabiduría. Sin embargo,

debo confesar que tampoco entonces éramos perfectamente feli-

ces. Estábamos, como ahora. desconcertados. Según parece,

incluso Agustín ha perdido la paz y la seguridad que encontró

en la teoría maniquea de la vida y también él ha tenido gran

éxito en su carrera. Quizás, para nuestra búsqueda de la sabidu-

ría, no sea un obstáculo sino una ayuda participar de alguna

manera en las complejidades de la vida ordinaria y adquirir expe-

riencia acerca de las pasiones y la conducta del hombre, y no

sólo acerca de las estructuras teóricas de la filosofía y de las certi-

dumbres bien o mal fundadas de las diversas religiones. Cuando

pienso, por ejemplo, en Pretextato, que no sólo es un erudito y

un hombre religioso sino que también ha desempeñado los car-

gos más altos del Estado, reconozco que posee mayor profundi-

dad y fuerza de carácter que yo y me siento avergonzado de

atacar o desdeñar sus creencias que me parecen, en sí mismas,

poco sólidas y hasta perniciosas. Y por esta razón trato de pensar

más en el placer de mis padres cuando se enteren de la noticia

y en mi propia y evidente necesidad de mayor, experiencia que

en la inquietud que siento en mi interior y me lleva a sospechar

que estoy encaminando mi vida en una dirección equivocada.

Por la noche fui a casa de Pretextato y, como me suele ocu-

rrir, llegué, para mi confusión, antes que los demás invitados.

Pretextato me tranquilizó en seguida. Me hizo preguntas sobre

mi nueva tarea y desestimó mis expresiones de gratitud por el

papel que sin duda había desempeñado.

Tú ya posees buenos antecedentes -me dijo-, de modo que

no necesitabas mi ayuda.

Pronto Paulina entró en la habitación y me recibió con la

amabilidad que me había demostrado en mi anterior visita. Lle-

garon también otros invitados. Yo no conocía a ninguno, excepto

a Símaco. No creía que él me recordara, pero me preguntó por

mis padres y por otros familiares. Me alegró poder conversar

con Paulina durante toda esa parte de la noche. Le conté que

había conocido a jerónimo después de nuestro último encuentro

y también a algunas de las señoras sobre las que, como ella me

había dicho, jerónimo ejercía tan grande e infortunada influen-

cia. Se apresuró a preguntarme cuáles eran mis impresiones y

yo traté de explicar mis sentimientos contradictorios acerca del

sacerdote. (¡Cómo desearía que mis sentimientos no fueran, tan-

tas veces, contradictorio0 Le dije a Paulina que él hablaba con

una arrogancia, una intolerancia y una carencia de buena educa-

ción que yo jamás había visto. Pero que además había advertido

en él una evidente sinceridad, una extraña amabilidad e incluso

una curiosa piedad que infundía respeto y también simpatía. Pau-

lina asintió con gravedad.

-He oído decir -respondió- que es un ser diabólico; mi mari-

do admira su erudición. Pero yo no puedo creer en su sensibili-

dad y pienso que los espíritus que lo poseen son malos espíritus.

Lo digo porque parece que le complace el sufrimiento de los

demás. Por ejemplo, me han dicho que esa muchacha, Blesila,

a quien sin duda has visto, se niega ahora a alimentarse y es-

tá a punto de morir de inanición. Jerónimo aprueba esta conduc-

ta y alienta su austeridad, y le promete toda clase de satisfaccio-

nes en el otro mundo, mientras él vive feliz en éste. ¿Te parece

esto natural en un hombre a quien consideras amable y piadoso?

No era fácil responder a esa pregunta, aunque yo pensaba

aún que Paulina, quien no conocía a jerónimo, tenía una idea

demasiado evidente y ligera de una situación más compleja de

lo que imaginaba. Mientras yo buscaba palabras, Símaco, que

nos había estado escuchando, interrumpió. Mientras hablaba

tuve oportunidad de observarlo mejor.

Es un hombre pequeño, de ojos muy inteligentes y una nariz

demasiado larga y afilada. Cuando habla, incluso en una conver-

sación privada, utiliza las manos como un diestro orador, pero

sus gestos tienen notable delicadeza y, aunque sean excesivamen-

te frecuentes, lo cierto es que los emplea con habilidad. Elige

con cuidado las palabras y desarrolla los argumentos como si

estuviera ante un tribunal. Se muestra modesto y respetuoso ante

los puntos de vista que se oponen, real o presumiblemente,

a los suyos propios; luego los destroza o los ridiculiza con un aire

demasiado obvio de satisfacción consigo mismo y con su capaci-

dad expresiva. Ésta es sin duda notable, aunque, a mi juicio, la

desmerecen su vanidad y la complacencia con que juega con el

lenguaje en lugar de distinguir entre lo verdadero y lo falso. No

dudo que posee convicciones, pero sospecho que éstas son más

bien el decorado requerido por el papel que ha decidido repre-

sentar y no parte integral de su naturaleza y de su vida, como

las convicciones de Pretextato o, para el caso, de jerónimo. Hace

mucho conocí a un joven que era secretario de Símaco en África.

Me dijo que era la persona más vanidosa que había conocido

nunca. Escribía muchas cartas y hacía numerosas copias incluso

de la menos importante. Por supuesto, esas cartas estaban desti-

nadas a una posible publicación y él alteraba las copias y a veces

las reescribía por completo. Además agregaba frases y párrafos

años después de haber escrito la carta original para demostrar

una clara visión de los hechos que en realidad no poseía. Yo

pensaba en todas estas cosas mientras escuchaba, y aunque re-

cuerdo el sentido de lo que decía, no recuerdo las palabras exac-

tas que usaba ni puedo reproducir el equilibrio de sus brazos, la

c'da'osa modulación de la cadencia, y los gestos rápidos o len-

ul a

tos de los brazos y la cabeza, cosas que me inspiraban en parte

admiración y en parte disgusto. Yo no podía dejar de compararlo

con Agustin. Agustín puede hablar de un tema dado con tanta

gracia y habilidad como Símaco y, además, con una originalidad

que distingue sus palabras incluso si se refiere al tema más trivial,

siguiendo las normas de la retórica. Pero en la conversación pri-

vada es abierto y sincero, admite la ignorancia cuando no sabe

algo y, aun cuando use con frecuencia los recursos retóricos que

se han convertido para él en una forma natural de expresión,

jamás se le ocurriría la idea de utilizarlos para impresionar a sus

amigos. Yo me inclinaba a dudar de que Símaco tuviera amigos.

-Creo -dijo- que quizás pueda arrojar alguna luz sobre el

problema que sorprende a nuestro joven amigo. Por una parte

observa, como hacemos todos, muestras de inhumanidad que

condenan nuestras costumbres e incluso nuestras leyes. (Es válida

la distinción entre leyes y costumbres, aunque aquí me parece

fuera de lugar.) Concordamos en que es erróneo y anormal que

una mujer joven, voluntariamente o influenciada por otros, se

prive de los placeres o eluda los deberes de una esposa y madre.

Esto es particularmente cierto en el caso de una persona como

Blesila, cuya familla procede de los primeros días de la República

y por cuyas venas se dice (aunque quizás con ligereza) que corre

la sangre de los dioses mismos. Parecería también que esa infor-

tunada 'oven busca, mediante el ayuno continuo, la muerte y no

j

la vida. ¿Qué es esa agonía si no una muerte en vida? Un impulso

semejante se opone a las costumbres, a la ley, a la religión y a

los profundos instintos de que ellas provienen. La vida es el don

de los dioses y sólo en las circunstancias más excepcionales se

puede renunciar voluntariamente a ese don. Todos recordaréis

ejemplos de esas circunstancias. Yo mencionaré solamente a De-

cio Mus y, corno creo que puedo hacer entre tan distinguidos

amigos, a Catóri de Utica.

Se detuvo, como si esperara aplausos por la osadía con que

había mencionado el nombre de quien se había opuesto perma-

nente (y, a mi juicio, estúpidamente) al primer César, el «divino

julio», como todavía se lo llama, en defensa del senado y de la

constitución. Corno ese nombre, que sin duda rara vez se mencio-

na ante el emperador ha sido reverenciado siempre por la noble-

za de los senadores, no se requería ningún atrevimiento para

citarlo en presencia de Pretextato y de sus amigos. De todos mo-

dos, le escucharon con reverente silencio. Símaco había logrado

su objetivo. Continuó después de señalarme con un rápido ges-

to, como para indicar que yo había tenido el privilegio de servirle

como punto de partida para el tema que procedió a desarrollar.

-Pero, por otra parte -dijo-, este joven advierte (lo que es

digno de elogio) la presencia de alguna virtud en el sufrimiento

que Blesila se inflige a sí misma, un sufrimiento que, como he-

rnos reconocido, puede terminar en el suicidio. Es en el nombre

de la religión que se priva no sólo de la compañía de los hom-

bres, sino del sustento material que preserva y nutre por igual

la vida del hombre y la mujer. En este punto, no dudo que cada

uno de vosotros piensa en el famoso pasaje de Lucrecio. -Se de-

tuvo y recorrió con un gesto de la mano todo el círculo del públi-

co. En realidad, aquella famosa línea, «A tantos males ha abierto

el camino la religión» no había cruzado por mi mente ni, creo,

por la de nadie más. Pero Símaco había conseguido el efecto

deseado, o creía haberlo conseguido, con ese rebuscado elogio

de nuestro presunto conocimiento de la literatura. Me pareció

un pobre elogio, porque cualquiera que haya leído algo conoce

el patético pasaje donde se describe el sacrificio de Ifigenia en

Aúlide. Quizás otros pensaron lo mismo que yo, porque Símaco

prosiguió inmediatamente.- No insistiré en la oportunidad de

esa línea ' y el motivo es que la destrucción de Ifigenia de Lucrecio

deriva de Esquilo, que usa el mismo incidente para una finalidad

muy distinta de la de nuestro poeta romano.

Hizo una nueva pausa, como si no quisiera abandonar aque-

lla interesante disquisición sobre crítica literaria. En realidad, sus

opiniones al respecto me habrían interesado más que su análisis

de lo que se suponía que eran mis ideas pero sólo eran, en reali-

dad, las ideas que él me atribuía. Se volvió hacia mí y me habló

con cierta aspereza. Yo sabía, por supuesto, que no me mira-

ba con malevolencia y ni siquiera me consideraba demasiado

estúpido; simplemente, me había elegido como defensor en un

caso que le permitía exhibir su talento.

-Si -prosiguió- este joven siguiera lógicamente la proposi-

ción que defiende, debería perdonar los excesos de los galos,

que se castran en honor de su diosa (una práctica que, según

creo, recomiendan también algunos cristianos); pero la experien-

cia de nuestros antepasados y la sabiduría de Roma han decidido

castigar a cualquier ciudadano romano que, por motivos sinceros

0 no, decida privar a su país y a sí mismo del pleno ejercicio de

su virilidad. Aplicamos este punto de vista incluso al más humilde

y al más indigno de nuestros ciudadanos. ¿Acaso no debemos

lamentar mucho más que una señora joven y virtuosa, proceden-

te, como ya he dicho, de una gran familia, decida seguir un cami-

no que, haciendo abstracción de la diferencia de sexo, es el

mismo que el de esos sacerdotes frigios? Diré que ciertamente

debemos respetar la religión y las advertencias de los dioses, pero

no olvidemos que entre todos los signos del cielo hay, como dice

Homero, sólo uno que es el mejor y es el que nos induce a cum-

plir nuestro deber hacia nuestro país.

Símaco volvió a mirarme con severidad. Luego, como habíq

llegado a lo que le parecía una conclusión satisfactoria, adoptó

una expresión de benevolencia y me tocó el hombro, como si

me felicitara por haber desempeñado bien mí papel o como

si yo no pudiera hacer otra cosa que expresarle mi gratitud por

su tolerancia y por sus enseñanzas. Yo sentía fastidio. Mis ideas

habían sido mal interpretadas. Yo no tenía la intención de elogiar

la castración autoinfligida y estaba a punto de decirlo cuando se

me ocurrió que si decía algo, sólo provocaría un nuevo discurso

de Símaco. Observé que Pretextato parecía divertido. Quizás

comprendía mis sentimientos y simpatizaba conmigo. Y sin duda

había advertido, además, como yo, la improcedencia de la cita

de Homero que, por otra parte, Símaco había traducido mal. Es

una observación que formula Héctor para justificar la única deci-

sión militar estúpida que toma en la Ilíada. Me disgustó observar

lo satisfecho de sí mismo que parecía Símaco después de su dis-

curso. Se condujo conmigo con la mayor cordialidad y, entre

otras cosas, me preguntó quiénes eran los profesores jóvenes

de retórica más conocidos de Cartago. Mencioné el nombre de

Agustín y Símaco asintió con aprobación. Había oído hablar, dijo,

de ese joven y aconsejaría que viniera a Roma, donde tendría

mejores posibilidades que en Cartago. Le respondí que Agustín

sin duda vendría pronto a Roma y Símaco expresó interés antes

de dedicarse con cierta avidez a las comidas y bebidas que le

sirvieron. Deseoso de ayudar a mi amigo, hablé cálidamente de

Agustín y mientras lo hacía me sobrepuse al disgusto que sentía

por Símaco. Yo diría que escuchó la mitad de lo que le dije.

Y tampoco, me alegra reconocerlo, volvió a hablar con exten-

sión esa noche. Creo que eso se debía en parte a su excelente

apetito y en parte a que era tan ignorante como yo de los asuntos

militares que se discutieron. Fuera como fuese, se contentó con

varias citas cultas y más o menos oportunas y diversas reflexiones

morales de carácter no muy excepcional, expresadas con consi-.

derable felicidad verbal. Yo escuché la conversación tanto por

su importancia política como para obtener informaciones actuali-

zadas para enviarle a Nebridio.

No sólo Pretextato sino varios de sus invitados habían sido

o eran oficiales militares de alto rango. Gran parte de la conver-

sación se refirió a la fuerza o la debilidad de diversas fortalezas,

la posibilidad de emplear una u otra ruta a través de las monta-

ñas de Galia y de los Alpes y a otros temas de los que yo sabía

poco o nada. Pero comprendía que fueran los temas principales

de la conversación. Las noticias de Occidente que poseían eran

más recientes que las que yo había oído o podía conocer un ciu-

dadano ordinario de Roma. Sabían que Máximo, comandante

de los ejércitos de Britania, había desembarcado en Galia, donde

se le habían unido grandes contingentes del ejército del empera-

dor Graciano. Uno de los invitados, un hombre anciano que

había sido un importante oficial de Graciano en su juventud, en

la época de las victorias del emperador, habló con profunda emo-

ción de lo que había ocurrido y de lo que probablemente ocurri-

ría. Ninguno de los demás demostraba afecto por Graciano.

Algunos, comprendí, se habían alejado de él por su persecución

de la vieja religión de los romanos; todos estaban resentidos por

el trato que había dado al ejército, por su ridícula afectación de

maneras y vestidos extranjeros, por su desprecio de las fronteras

y porque había pasado de una vida de honor y disciplina a otra

de molicie. Nadie parecía creer que tuviera la menor posibili-

dad de conservar la Galia. La única esperanza, a juicio de todos, era

que fuese a Constantinopla a pedir el apoyo de Teodosio, que

ciertamente le debía gratitud y tenía suficientes fuerzas para res-

paldarlo, o bien que se retirara de inmediato a Italia y luego se

moviera conjuntamente con su medio hermano y coemperador,

el joven Valentiniano II. Hubo acuerdo general en que se podían

defender los pasos de los Alpes mientras no hubiera deserciones

en los ejércitos de Italia, pero también se dijo que esa defensa

sería más eficaz si la dirigían los generales del joven Valentiniano

y no el mismo Graciano.

Había en esa conversación, aunque era clara y lúcida, algo

que me perturbaba. Quizás era su misma abstracción. Porque

nadie, excepto el anciano general, parecía tener el menor interés

por el destino de Graciano. No era que fuesen indiferentes a lo

que ocurría. Todos eran patriotas y en su mayoría pertenecían

a los círculos más elevados de la aristocracia romana. El nombre

y la fortuna significan más para ellos que para mí; aunque me

enorgullezco de ser romano y aunque todos mis pensamientos

y sentimientos han sido conformados por las tradiciones roma-

nas, considero todavía que África es mi patria. No siento-deferen-

cia particular hacia el senado romano que, en realidad, no ha

ejercido un poder sustancial durante los últimos cuatrocientos

años y no logré comprender la indignación que expresó tan elo-

cuentemente Símaco cuando se retiró del senado esa antigua

estatua que era, de todos modos, de origen griego. Pero esa in-

dignación, aunque me parecía injustificada, era la señal de un

profundo y sincero respeto a la tradición, el orden y la noción

de estabilidad que se asocia al nombre de Roma. Y, sin embargo,

en ese momento en que el emperador huía para proteger su

vida o quizás incluso ya la había perdido, ninguno parecía consi-

derar el hecho como algo lamentable o doloroso. Les preocupa-

ban las perspectivas militares inmediatas o las posibilidades de

que otro emperador demostrara mayor consideración a la anti-

gua religión. Pensé que, aunque muchos miembros de la nobleza

del senado son hombres capaces y prácticos, su mayor interés

no está en el estado actual de Roma, sino en el pasado. No les

enorgullecían tanto sus propios triunfos como los obtenidos por

sus antepasados y hablaban de la antigua República, de la que

ha desaparecido toda huella hace largo tiempo, como si aún exis-

tiera. ¿Puede ser que también ellos, como yo mismo y mis

amigos, estén perplejos ante el mundo en que viven? Es verdad

que fundan su seguridad y sus vidas en creencias y convencio-

nes que tanto yo como mis amigos solemos mirar con escepticis-

mo, indiferencia o desdén. Ciertamente están más satisfechos de

ellos mismos que nosotros. Pero también puede ocurrirle esto a

un ebrio, o a los sacerdotes maniqueos a quienes Agustín y yo

escuchábamos con tanto respeto. Y esa forma de satisfacción,

apoyada en una especie de sueño, no es la felicidad que nosotros

buscamos. Por lo tanto, pensé que la fe casi religiosa de aquellos

hombres en la idea de Roma podía no ser más respetable que

la adoración de un borracho a la botella o la complacencia de

un rnaniqueo por una explicación del mundo opuesta a los hallaz-

gos de la ciencia. Porque una cosa era la idea que ellos tenían

de Roma y otra la realidad de Roma.

Los acontecimientos finales de la noche confirmaron aquella

impresión mía de que eran personas capaces y talentosas que

creían vivir en un mundo que ya no existía. Un criado llamó a

Pretextato, quien se retiró y volvió poco después con una carta

que evidentemente acababa de recibir. Se veía en su expre-

sión que contenía noticias importantes. Nos la leyó con claridad

y serenidad, Venía de Milán y se refería al asesinato a traición

del emperador Graciano quien, abandonado por sus tropas, se

había puesto en manos de un gobernador provincia] en quien

creía poder confiar. Éste lo había entregado al general de caballe-

ria de Máximo, quien inmediatamente lo había condenado a

muerte. El joven Valentiniario, o más probablemente el obispo

de Milán, había pedido el cuerpo del emperador muerto para

darle sepultura adecuada, pero su petición habla sido denegada.

Ahora toda Galia, Britania e Hispania estaban en manos de Má-

ximo.

observé que, mientras Pretextato leía la carta, la gente no

se miraba entre sí. El viejo general que había conocido a Gracia-

no fue el único de los presentes que demostró piedad o indigna-

ción ante las noticias que escucharnos. Los demás adoptaron

expresiones displicentes, aunque en el rostro de Símaco apareció

algo muy parecido a la satisfacción. Durante un tiempo nadie

dijo nada y luego Símaco observó:

-Por lo menos, no se ha derramado sangre romana.

Pretextato lo miró con gravedad.

-Si exceptuamos -dijo- la del emperador.

Este reproche (porque eso había sido) desconcertó a Símaco,

que empezó de inmediato a excusarse sin necesidad. Nadie le

prestó mucha atención y nadie parecía ansioso por expresar su

propia opinión. Pensé que sólo Pretextato, a quien todos mi.

raban como en busca de guía, estaba profundamente escanda-

lizado, quizás no tanto por la muerte de Graciano como por la

brutalidad y la ilegitimidad de la revolución acaecida. Tal vez

recordaba, como yo, que eso no era nada nuevo en la historia

de Roma. Los emperadores no sucedían al precedente; tomaban

el poder. El «pueblo romano», como aún lo llaman los documen-

tos oficiales, ha dejado de existir hace mucho como fuerza políti-

ca; el senado no ha dejado de proporcionar magistrados, genera-

les y administradores y, como organismo, ha sido tratado con

cierto respeto durante un largo período, pero nadie puede pen-

sar, excepto algunos senadores, que ha ejercido una influencia

decisiva desde los días finales de la República. El hecho, rara vez

admitido pero obvio, era que en último término el poder depen-

día de la capacidad de usar fuerzas armadas. Casi siempre se ha

sostenido que debe usarse ese poder en beneficio de la justicia,

la moral y la religión e incluso entre los salvajes ha existido siem-

pre una idea vaga y general de lo que significan la justicia, la

moral y la religión. Pero en la práctica, la ambición de los genera-

les, la codicia de los ejércitos, la indolencia de los pobres o el

interés de los ricos se ha apropiado de esas palabras con diverso

grado de cinismo o de sinceridad. Me parece que detrás de esta

fachada todavía brillante del imperio -las procesiones oficiales,

el boato de los funcionarios eclesiásticos, el ceremonial casi

oriental de la corte- hay algo que se parece más a la desespera-

ción que a la esperanza.

Quizás muchas personas, incluso el mismo Pretextato, se inte-

resarían menos por la vida después de la muerte si no tuvieran

serios motivos para suponer que en esta vida y en esta organiza-

ción política la Justicia es dudosa, la seguridad improbable y la

certidumbre imposible.

No sé si estas ideas u otras semejantes pasaron por la mente

de Pretextato. Su rostro enérgico demostraba angustia y pienso

que acrecentaban esa angustia la evidente falta de decisión y el

vacío mental que demostraban la mayor parte de sus invitados.

Él se limitó a observar:

-Por supuesto, debemos lealtad al emperador Valentiniano

y a Teodosio.

Los demás esperaron que continuara, pero él se levantó de

la mesa, poniendo fin a la conversación, y los invitados se disper-

saron rápidamente y, me pareció, avergonzados. Era evidente

que pensaban en primer lugar en sus propios intereses y se pre-

guntaban qué actitud sería la más segura o provechosa. Me

impresionó su absoluta impotencia.

Esta mañana fui a visitar al juez que preside el tribunal de que

formaré parte. Me pareció cortés, pero excesivamente ansioso

por impresionarme con su conocimiento de la lev. Me dijo que

pronto tendríamos un caso muy difícil en que estaba implicado

un conocido senador. Por su breve explicación pensé que el caso

no era nada difícil; el senador presentaba una demanda total-

mente injustificada contra el Tesoro. Cuando se lo dije, el juez

se mostró confundido por un instante y luego se refirió con gran

amabilidad a mi falta de experiencia y a la distinción, que sólo

pueden hacer en esos casos hombres de larga práctica, entre la

ecuanimidad en general y la aplicación en particular de las dispo-

siciones de la justicia. Terminó con una nota jovial y literaria

diciendo, como si se le acabara de ocurrir la idea, que ese sena-

dor tenía gran poder en los asuntos de la ciudad y era capaz,

como Medea en la obra de Eurípides, «de dañar a sus enemigos

y ayudar a sus amigos». Luego cambió de tema y me preguntó

mi opinión sobre la capacidad de varios abogados provenientes

de Cartago. Me ofendió un poco su frecuente uso de la palabra

«provinciano» y su reiterado comentario, «En Roma hacemos las

cosas de otra manera». En realidad se parece mucho a los aboga-

dos que he conocido en África, porque es igualmente vanidoso,

obstinado y, lo sospecho, pusilánime.

Cuando terminó la entrevista escribí una larga carta a Nebrí-

dio. Podía añadir a mi iriffirmación anterior la descripción de la

forma en que se habían recibido, en Roma, las noticias del asesi-

nato del emperador. Con una indiferencia casi completa. Me

par-ecía que, si se podía aplicar a alguien la palabra «provincia-

no», a nadie le convenía más que a los romanos mismos. Había

escaramuzas frecuentes en las fronteras del imperio, pero a la

población de Roma no le importaban. No le importaban las noti-

cias de derrotas y sólo se preocupaba por las victorias en las raras

ocasiones en que algún emperador enviaba cautivos bárbaros

para que murieran en el circo. incluso las cortes de Milán y Tré-

veris les parecían remotas y apenas vinculadas con sus propias

vidas. Constantinopla sólo era interesante para esa gran propor-

ción de la comunidad cristiana que se preocupaba por el progre-

so o la declinación de las diversas herejías. Toda idea de que

Italia o Roma misma pudieran ser invadidas y ocupadas por un

ejercito hostil se habría considerado increíble.

Nebridio ha hablado con desprecio de esta falsa seguridad,

pero en África me impresionó más en ese momento la violencia

de sus sentimientos que la veracidad de sus palabras. Ahora que

estoy en Roma compruebo que no se equivocaba.

En muchas ocasiones, Nebridio me ha prestado gran ayuda

con su buen sentido y sus cuidadosos análisis de los hechos, y

también ha ayudado a Agustín, aunque Agustín, como sin duda

Nebridio reconocería, tiene una mente más brillante, poderosa

y sutil que las nuestras. En la época en que Agustín estaba intere-

sado por la astrología (y aún le gustaría estudiar, si pudiera, esa

especie de perfecta correspondencia entre las partes mayores y

menores del universb que, según los astrólogos pretenden, es la

base de su ciencia) fue Nebridio quien más enérgica y eficazmen-

te discutió con él. Y aunque Nebridio fue durante algún tiempo

maniqueo, como yo, era mucho más escéptico que yo. Le impre-

sionaba más la crítica destructiva de los maniqueos que sus

doctrinas positivas. Nunca se preocupó por examinar la doctrina

a fondo, como Agustín, y quizás hizo bien. Yo seguía de cerca

los pasos de Agustín, como hago siempre. Recuerdo que en ese

momento Agustín solía llevarme a casa de los maniqueos que

han estudiado a fondo la gnosis y que reciben el nombre de (dos

elegidos». Les llevábamos frutas y hortalizas que habíamos reco-

gido o cortado nosotros mismos, porque los elegidos no arrancan

ni siquiera un higo de un árbol con sus manos porque creen que

el higo sufre y que sería imprudente para ellos arriesgarse a

que su propia pureza disminuyera por provocar un sufrimiento.

No me impresionaba este argumento; me parecía que el hombre

que come el higo es, por lo menos indirectamente, responsable

de cualquier sufrimiento que pudiera provocar el acto de arran-

carlo. Agustín sostenía que debe distinguirse entre la realización

del acto y su resultado final. Arrancar un higo, si causa dolor,

era malo en sí y la maldad del acto tendría peor efecto en un

alma superior, como las almas de los elegidos, que sobre una

conciencia menos desarrollada como la suya o la mía. Sin embar-

go, el resultado final era bueno, porque se creía que el higo, al

incorporarse al cuerpo de un elegido, gozaría de su propia forma

de liberación. En el proceso de la digestión, por exhalación o

por otros medios, las partículas de luz que habían estado, por así

decirlo, sepultadas en la fruta, se liberarían de la oscuridad y, al

unirse al aire puro, aumentarían la suma total de materia trans-

formada y redimida. Por esto los elegidos solían decir, después

de sus comidas vegetarianas, que «respiraban ángeles». Reconoz-

co que esta explicación no era del todo satisfactoria para mí y

me pregunto si lo era para Agustín. Pero su intelecto es, al mis-

mo tiempo, más vigoroso y más ardiente que el mío. Nebridio

dice que Agustín quiere creer más de lo que puede y, en cierto

sentido, esto es verdad, aunque nunca insiste en una opinión que,

después de una investigación completa, comprueba falsa.

En esa época ambos éramos, según creíamos, seguidores de

esas doctrinas. Muchos de los maniqueos que conocíamos eran

hombres cultos o nos lo parecían. Tenían fe en sus creencias,

pero eran mucho más tolerantes con las creencias de otros que

los cristianos. Los elegidos estaban rodeados por una atmósfera

de austeridad e incluso santidad, aunque también había entre

ellos hombres de maneras joviales y expresivas. Algunos eran

brillantes en la conversación y se complacían en bromear sobre

los elementos para ellos absurdos y bastos de la fe cristiana, por

ejemplo, la idea de que un dios que es puro espíritu pudiera

haber estado sometido al proceso físico del alumbramiento en

un cuerpo de mujer, fuera o no milagrosa la concepción.

Agustín, que no sólo tiene una agudísima inteligencia sino

también gran sentido del humor y refinado ingenio, solía desem-

peñar un papel preponderante en esas conversaciones y nos

deleitaba a mí, a Nebridio y a otros amigos, con sus divertidos

y sutiles análisis de las contradicciones obvias que los cristianos

aceptan con tanta felicidad. Era, por supuesto, más cuidadoso

cuando hablaba con su madre, que es una cristiana muy piadosa

y que siempre ha tenido un afecto casi extravagante por él. Digo

«extravagante» no porque él no merezca ese amor, sino porque

a veces me parece que ella apenas repara en sus otros hijos cuan-

do él está presente. Agustín tiene, sin duda, mucho más talento

que su hermano o su hermana, pero ambos son personas muy

agradables que adoran a Mónica y son, como ella, cristianos de-

votos. Quizás Mónica piensa que ambos ya están «salvados»,

como dicen los cristianos, y que por lo tanto no hay motivo para

que ella les dedique particular atención. Pero creo que esto no

es todo. Tanto ella como Patricio han hecho grandes sacrificios

por la educación de Agustín y me parece que Mónica, a su modo,

así como Patricio al suyo, siente que tiene derecho a una recom,

pensa por esa inversión. Patricio quería que Agustín triunfara

etí su profesión, como ha ocurrido y, en sus momentos de expan-

sión, hablaba de algunos profesores de retórica que habían alcan-

zado las posiciones más elevadas del estado y eran gobernadores

de provincia, cónsules o asesores del emperador. Mónica simula-

ba siempre estar de acuerdo con él para evitar discusiones y -lo

observé muchas veces- lograba salirse con la suya. Pero también

se proponía otra cosa. Mónica ha querido siempre que Agustín

sea un hombre grande y distinguido y que desarrolle todos los

talentos que posee, pero espera o imagina que finalmente esos ta-

lentos se aplicarán al servicio de su religión. Mónica preferiría

que Agustín fuera obispo de Roma o de Milán y no un cónsul o

un senador. Vela por él y su afecto parece concentrarse en Agus-

tín, y excluir a sus otros dos hijos. Debo decir que ellos no pare-

cen resentidos. La muchacha, que es muy devota, quizás compar-

te los sentimientos de su madre. Lucila le disgusta, como a su

madre, aunque ambas quieren al niño. Y el hermano se parece

mucho a Patricio aunque, a pesar de que sus maneras son mucho

mejores, yo no lo encuentro igualmente atractivo. Como su pa-

dre, aunque no posee gran educación, respeta a las personas

educadas y las admira, ya sea por sus perspectivas o por el salario

que ganan o las posiciones públicas que alcanzan. Pero Patricio,

a pesar de su mal genio y de su carácter impulsivo, tenía una

especie de fuerza y encanto naturales que el hermano de Agustín

no posee. En realidad Agustín ha heredado estas cualidades en

mayor medida. Quiere triunfar y quiere amar y ser amado. Pien-

so que su hermano es poco ambicioso y que sólo quiere ser

respetado. No le ofende la evidente preferencia de su madre por

Agustín tanto como la costumbre de ella de consultar siempre

primero a Agustín en asuntos prácticos, como el cuidado de la

tierra, aunque no está particularmente bien informado al res-

pecto.

Como casi toda la gente cuyo afecto se concentra en un obje-

to, Mónica es muy celosa. No tiene celos de Nebridio, de mí ni

de otros pocos amigos de Agustín, porque percibe que él tiene

más influencia sobre nosotros que nosotros sobre él. Pero siente

profundos celos de Lucila y es muchas veces poco amable con

ella. Lucila no ejerce influencia intelectual sobre Agustín y, de

todos modos, Mónica jamás podría acusarla de alentar en él pun-

tos de vista anticristianos. Lucila es cristiana, pero de un modo

sencillo y piadoso y no se interesa por los problemas teológicos.

Yo no creo que le preocupen en modo alguno las creencias de

Agustín, puesto que su amor por él no la impulsa a desear el

dominio de su mente. Lo admira porque es más inteligente que

ella, lo ama por lo menos tan apasionadamente como Mónica y

nada le pide excepto el goce de los placeres y la calidez de senti-

mientos que ambos comparten. Agustín me dijo una vez que la

conoció en una iglesia de Cartago adonde la siguió porque le

atraían su aspecto y sus maneras. Esto debe de haber sido hace

diez o doce años, cuando él era todavía estudiante. En esos días,

me ha dicho él, siempre buscaba relaciones amorosas y siempre

encontraba en ellas más dolor que placer. Si sus proposiciones

eran rechazadas, caía en una agonía de autorreproche, imaginan-

do que su fracaso debía surgir de algún fallo o defecto de su

propia naturaleza que él ignoraba y que era imperativo conocer.

Y cuando tenía éxito, era también infeliz si no estaba en presen-

cia de su amante. Cuando estaba lejos de ella, sentía la tortura

de los celos, y esto no era porque él fuera posesivo, en el sentido

corriente de la palabra, sino más bien porque buscaba en vano

una plena confianza mutua que rara vez se encuentra fuera de

la amistad y una especie de entrega total de que él era capaz

pero que la mayoría de las personas, por una u otra razón, temen

y evitan. Pero aparentemente encontró en Lucila lo que buscaba.

Ésa relación amorosa fue apasionada desde el principio. Me incli-

no a suponer que el mismo hecho de que se hubiera originado

y desarrollado durante breve tiempo en una iglesia (algo que ha-

bría horrorizado a su madre) le ayudó a confirmar la dirección

de sus sentimientos. Él imaginaba, supongo, que el hecho de que

ella fuese capaz de cometer semejante acto sacrílego era de algún

modo una prueba de la fuerza y la sinceridad del afecto que sen-

tía por él y la amaba aún más por el sacrificio que, según le

parecía, ella había hecho. Pero yo diría que Lucila, aunque su

afecto era tan fuerte y sincero como él deseaba, era lo bastante

sencilla e inocente para no experimentar la menor sensación de

pecado por lo que hacía. Lucila ama de todo corazón a Agustín

y jamás se le ocurriría pensar, como recomiendan los mani-

queos, que la expresión física de su amor, determine o no la

concepción de un niño, no sea buena y natural. Lucila no refle-

xiona acerca de la naturaleza del cuerpo y el alma, de su oposi-

ción o interacción, como hacernos Agustín y yo. Sería indiferente,

pienso, a la excitación intelectual o filosófica que encuentran en

el acto sexual Pretextato y su esposa, y no comprendería de qué

habla jerónimo cuando se refiere a la impureza ni el éxtasis

que le inspira la contemplación del estado virginal. Me parece que

esa sencillez, con su propia y extraña pureza, es la cualidad de

Lucila que más aprecia Agustín. Desde que vive con ella iamás

ha seguido a otra mujer, y ella no soñaría coil mirar a otro hom-

bre. Ésta es, sin duda, la fidelidad que los poetas anhelan y rara-

mente encuentran, y que recomiendan algunos filósofos y religio-

sos. Yo misino, aunque temo a las mujeres, todavía desearía en

alguna parte de mí poder sentir, sin reservas ni remordimientos

posteriores, ese fervor inocente, vivido y confiado que observo

en ella. E incluso, durante un breve instante, he experimentado

algo parecido.

Agustín me dijo una vez que al principio ambos estaban tan

absortos en la novedad y el éxtasis de su goce que sintieron gran

desasosiego cuando Lucila, como era natural, quedó embaraza-

da. No se les había ocurrido que el nacimiento y la crianza de

un niño pudieran ser la consecuencia de su ardiente amor y ni

siquiera que tuviera alguna relación con él. Agustín confiesa que

al principio sintió decepción. También Lucila, aunque estaba feliz

y orgullosa, temía que la maternidad y la distracción que necesa-

riamente causaría la presencia de un niño en sus vidas pudiera

de algún modo disminuir el afecto de Agustín por ella. Pero sus

temores se desvanecieron: apenas el niño nació, él lo amó tanto

como ella. Demostraba incluso un afecto exagerado que noso-

tros, sus amigos, hallábamos a la vez conmovedor v divertido.

Muchas veces Agustín había hablado de los pecados, las dificulta-

des y las miserias de su propia infancia y de la infancia de otras

personas. Pero nada le pareció mal en su propio hijo Adeodato.

Con frecuencia desdeñaba su propia inteligencia, pero miraba

con orgulloso asombro toda muestra de inteligencia que diera

Adeodato. Y en esto, aunque quizás haya mostrado inicialmente

la parcialidad de un padre, los hechos han justificado sus, senti-

mientos, porque el muchacho posee excepcional capacidad. Tie-

ne además una disposición tierna y seductora. Se destaca como

se destacaba Agustín en la escuela pero sin esfuerzo y, aparente-

mente, no excita los celos de sus compañeros sino que todos lo

quieren. Agustín parece creer que es demasiado bueno para este

mundo y dice que, cuando lo mira, piensa con terror en la anti-

gua (y falsa) máxima según la cual aquéllos a quienes los dioses

aman mueren jóvenes. Se muestra incluso más agitado que Luci-

la o Mónica cuando el niño tiene el menor padecimiento e incu-

rre en grandes gastos y preocupaciones para conseguir medicinas

que le han recomendado y que muchas veces rechazan, proba-

blemente con razón, las dos mujeres.

Durante la primera infancia de Adeodato, Mónica trató a Lu-

cila con menos dureza que antes o después. Es muy común que

una madre sienta celos por su nuera y Mónica, que conoce bien

la profundidad afectiva de que es capaz su hijo, tiene quizás más

razón que la mayoría para temer que su propia influencia pueda

ser superada. Pero le agradan los niños y tal vez se haya alegrado

de tener un nieto tan pronto después de la muerte de su marido

Patricio. Además, desde luego, sabía mucho más que Lucila acer-

ca del cuidado de los niños y por lo tanto volvió a ocupar en la

casa la posición dominante que había tenido siempre. Antes del

nacimiento del niño solía mencionar los orígenes humildes de

Lucila y su pobreza, aunque su propio nacimiento no había sido

privilegiado ni sus recursos personales más que suficientes. En

realidad, Agustín no habría podido terminar sus estudios en Car-

tago si no hubiera sido por la ayuda económica de nuestro rico

vecino Romaniano. Pero, después del nacimiento del niño, Móni-

ca empezó a tratar con más amabilidad a Lucila. Reía de su igno-

rancia e incompetencia, naturales en una muchacha joven, y le

alegraba ayudarla con su conocimiento superior de todo lo rela-

cionado con los niños. Supongo, aunque quizás sea injusto, que

habría sido más feliz si Lucila hubiera continuado incompetente

y algo desvalida, y si el hecho mismo de la maternidad hubiese

disminuido la pasión de Agustín por ella. Pero Lucila se convirtió

en una buena madre y Agustín no dejó de amarla con pasión.

Y en la misma medida en que estos dos hechos se tornaban cada

vez más evidentes, se deterioraron las relaciones entre las dos

mu . eres. Hubo incluso una época en que Mónica se negaba a

sentarse a la mesa con su hijo y su nuera. La razón aparente era

que le ofendía la creciente relación de Agustín con los mani-

queos y la irreverencia con que él solía considerar los diversos

dogmas de la iglesia católica. Sin duda, Mónica creía que ésta

era la razón verdadera de sus acciones; pero yo he observado

que con gran frecuencia las personas actúan por motivos más

evidentes para los demás que para ellas mismas, y en este caso

me inclino a pensar que la severa conducta de Mónica con un

hijo a quien amaba más que a cualquier otra cosa era, en verdad,

un esfuerzo destinado a establecer su propia autoridad a expen-

sas de Lucila. No podía mantener que el maniqueísmo de Agus-

tín tuviera alguna relación con Lucila, quien asistía regularmente

a los servicios católicos, pero aun así la acusaba de no demostrar

suficiente disgusto por las opiniones de Agustín y de estar tan

dispuesta como siempre a aceptar su amor. La desaprobación

de su madre angustiaba profundamente a Agustín, quien, como

siempre que encontraba hostilidad en una persona amada, bus-

caba la culpa en sí mismo. Tenía gran cuidado de no decir algo

que pudiera ofenderla y trataba de demostrar su verdadero afec-

to con muchos pequeños actos de amabilidad. Pero no estaba en

su naturaleza hacer lo que su madre quería que hiciera. ¿Acaso

querría ella -le preguntaba- que él fingiera creer lo que su men-

te y su corazón encontraban falso? Era un argumento que podía

satisfacer a un filósofo, pero dejaba indiferente a Mónica. Ella

mantenía que la verdad ya había sido revelada. Ella la conocía

en parte y había sido puesta a prueba por hombres más sabios

y experimentados que su hijo. Pero ambas posiciones eran incon-

ciliables, de modo que la disputa parecía infinita y sin solución

posible. Pues aunque el más profundo afecto unía a madre e

hijo, ambos eran igualmente obstinados en lo intelectual. Y am-

bos, no lo dudo, sufrían. Agustín me ha dicho que su madre pasa-

ba horas cada día rezando por él y llorando por lo que atraería,

a su juicio, la ruina de todas sus esperanzas y, además, la conde-

nación de él. Agustín, privado no del afecto de su madre sino

de sus manifestaciones habituales, era muy infeliz. Aparentemen-

te, a veces aliviaban la angustia de Mónica sueños o visiones que

le aseguraban que sus lágrimas no serían vanas y que llegaría

un momento en que su hijo creería y obraría como ella deseaba.

Se veía a sí misma y veía a Agustín en un mismo sitio. Nadie

más, y aún menos Lucila, aparecía en esos sueños. Pero Agustín,

por su misma honestidad, se negaba a aceptar la interpretación

que ella hacía de sus propios sueños, a pesar de su inquietud.

Creo que en ese período dedicó a Lucila una pasión más desespe-

rada y, yo diría, menos natural que antes. Quizás esperaba encon-

trar en ella la satisfacción de distintas emociones: el amor de un

hombre a su amante y a la madre de su hijo y también el amor

de su propia madre, de que él se sentía privado. En cuanto a

Lucila, aunque estaba feliz y orgullosa de que él se ocupara de

ella a tal extremo, sentía al mismo tiempo cierta alarma, pensan-

do quizás que si bien era capaz de satisfacer y compartir las

emociones de un amante, era menos capaz de desempeñar un

papel que no era el suyo o, en todo caso, lo era sólo accidental-

mente.

Se me ocurre que quizás, en esa penosa situación, fuera final-

mente Lucila la más desgraciada, puesto que nada podría rom-

per jamás los lazos de afecto entre Agustín y Mónica, en tanto

que ella, desgarrada entre dos caracteres tan poderosos, no podía

desarrollar su propia naturaleza, a la que se le exigía demasiado.

Finalmente el gran amor que siempre subsistió entre madre

e hijo triunfó y hubo una especie de reconciliación. Como era

característico de ambos, ninguno cedió una pulgada. Mónica vol-

vió a recibir en su mesa a Agustín y a Lucila y Agustín, inexpresa-

blemente dichoso, tuvo más cuidado que nunca en no decir nada

que pudiera ofenderla. Pero ella indicó sin lugar a dudas que

continuaba rezando por él y llorando por su evidente transgre-

sión de la verdad. Y cada vez que se planteaba un tema de carác-

ter religioso entre Agustín y sus amigos, ella salía de la habita-

ción. Aunque acongojado por la angustia de su madre, Agustín

no dejó de estudiar las enseñanzas de los maniqueos ni de ridicu-

lizar, en conversaciones privadas, los escritos de los cristianos por

su carencia de estilo y de refinamiento o sus doctrinas por su

falta de coherencia lógica. Sin embargo, logró compartir y de-

mostrar, una vez más y durante la mayor parte del tiempo, la

calidez de sentimientos que subsistía entre su madre y él. Cons-

tantemente la elogiaba por su amabilidad y generosidad ante

Lucila quien, en este tema, no podía atreverse a disentir. Pero

yo estaba seguro de que ella sentía otra cosa en el fondo de su

corazón. Le asustaba la amabilidad de Mónica. En una oportuni-

dad me dijo: «Mónica está decidida a librarse de mí», y luego,

aterrorizada de lo que había dicho, me obligó a prometerle que

no transmitiría sus palabras a Agustín. Traté de infundirle con-

fianza, porque Mónica es verdaderamente amable; pero vi que

mis palabras no eran convincentes para ella. Y tampoco, para

decir la verdad, lo eran para mí.

Todo esto ocurrió antes de que yo viniera a Roma e ignoro

cómo se desarrolló luego esta incómoda situación. En sus cartas

Agustín me comunica siempre el cálido afecto de su madre y de

Lucila, pero la mayor parte de lo que escribe se refiere a proble-

mas de filosofía o a la vida de nuestros amigos. Ahora que él

siente, según Nebridio, una desilusión casi completa acerca de

las enseñanzas maniqueas, su madre se sentirá gratificada al me-

nos en un aspecto. Pero lo que ella desea es que él sea un cristia-

no y, sin duda, las objeciones de Agustín a esa fe son tan fuertes

como siempre. Pero pronto lo sabré todo. ¡Y con cuánta felicidad

le daré la bienvenida a Roma!

SEGUNDA PARTE