Sarah

Nos ayuda a subir y bajar del autobús y después caminamos juntos, uno al lado del otro, sin tocarnos. Esto es una locura. Estoy loca por ir con él a cualquier parte, pero ¿a qué otro sitio podría ir? ¿Quién si no me acogería en esta ciudad de ocho millones de habitantes?

—Ésta es nuestra casa —dice—. Al menos ha vuelto la luz.

—¿Aquí?

Adam se ha parado delante de una hilera de casas modernas. Hay tres ventanas encendidas, alegres cuadrados amarillos, una abajo y dos arriba. Es muy pequeña. Hay un muro bajo delante y una verja de metal, con la pintura desconchada. El jardín está lleno de adornos, pequeños gnomos de piedra, molinos de viento y otras mierdas. Ve que me quedo mirándolas.

—Mi abuela —añade— está loca.

—Oh, bueno.

Abre la verja y llevo el cochecito por el sendero. Empuja la puerta principal, pero no está abierta, de modo que saca las llaves. Hay un momento en que él está dentro y se asoma para agarrar la parte delantera del cochecito a fin de levantarlo y salvar el escalón, y en el que vuelvo a pensar: «¿Qué diablos estoy haciendo aquí? Es el último sitio donde debería estar y él, la última persona con quien debería estar.» Me mira, alargando el brazo para coger el cochecito; está chorreando agua y sonríe. Y pienso: «Está bien estar aquí, y está bien estar con él. Sólo por esta noche.»