IX
IX
Bajo al jardín y, como quiero sorprenderla, camino con el sigilo de un pielroja. La gravilla, que chirría bajo mis pies, me delata. Pero Thérèse, de espaldas a la casa, finge que no me ha oído y sigue con su rubia cabeza inclinada, como una víctima que ofrece la nuca al verdugo. Devoro esa nuca con un prolongado y goloso beso. Thérèse se sobresalta y ríe.
Al ver el libro cerrado en su regazo, le pregunto:
—¿Has leído mucho?
—Mucho no, pero sí concienzudamente: he releído diez veces la misma media página.
—¿Te la estás aprendiendo de memoria?
—Sólo trataba de comprender. Pero nunca llegaba al final de la frase.
—¿Estabas distraída por mi culpa?
—Qué va, vaya fatuo estás tú hecho. Era la distracción fecunda de los grandes pensadores. Soy Tomás de Aquino, Newton, Einstein, quien tú quieras. Acabo de hacer un gran descubrimiento.
—¡No me digas! ¿Y qué has descubierto?
—¡Que el creador es suntuosamente inteligente y que su creación a fin de cuentas no está tan mal resuelta! Se lo he dicho, por cierto, mientras me abandonabas a mi soledad. Y le he presentado mis más humildes excusas por haber creído que el mundo se reducía a mi tonta vida de jovencita.
—No tan tonta.
—Que sí, so bobo. ¿Sabes a quién me parecía, sin tener ni idea? A esos viajeros embrutecidos que, en su vagón de primera, leen el periódico o van medio somnolientos, sin sospechar que, detrás de la persiana bajada, se abre todo el paisaje de Provenza cantando al sol.
—Pero tú, más lista que el viejo caballero de primera clase en su vagón, adivinas por adelantado la campiña soleada.
—La adivinaba mal. Y deseaba a veces que la persiana no se subiese demasiado deprisa.
—¿El paisaje no te interesaba?
—Tenía miedo de no ver, en su lugar, más que otros vagones tontamente igualitos al mío. O bien temía que la persiana se levantara de golpe y descubriera un paisaje vulgar, cuya cruda luminosidad me habría cegado.
—¿Ya no tienes ese temor?
—¿Cómo te atreves a preguntarlo a estas alturas, hipócrita?
Sus ojos, clavados en mí, se oscurecen de pronto. Y yo adivino el motivo: sombras proyectadas por la procesión inconfesada de ocurrencias carnales, despertadas bruscamente. Permanece un momento en silencio, y luego solicita un estímulo:
—¿Me prometes que no te burlarás?
Sin decir palabra, la estrecho contra mí.
—Es difícil de explicar —me dice—. Porque quisiera pedirte perdón, pero por algo por lo que no siento arrepentimiento alguno. —Y de repente, volviéndose más atrevida—: Me oyes, no me arrepiento de nada, de nada, respecto a esta noche en la que me he entregado totalmente a tus caricias. No lamento ningún gesto, ninguna de mis actitudes más…
Duda y yo trato de ayudarla, atenuando su pensamiento:
—¿Más enamoradas?
—No. ¿Cómo expresarlo?
Y hurtando un poco la mirada, precisa:
—Más impúdicas. Siento un poco de vergüenza, pero ningún remordimiento.
—Entonces, querida mía, ¿qué es lo que te tenía que perdonar?
—Pues precisamente eso; el haberme entregado tan por completo.
—¿Lo lamentas?
—No lamento nada, ya te lo he dicho. Pero ahora también conozco yo ese desvarío que había leído en tu mirada, cuando llegamos aquí. Y me gustaría que a tu vez ahora me perdonaras, si te he parecido… no sé… bestial, repugnante tal vez.
—¡Qué dices! Calla, calla. No profanes la embriaguez que me ha proporcionado tu cuerpo vibrante, tan intensamente vibrante con mis caricias.
Pero la escena, imprudentemente aludida, se precisa ahora en mi recuerdo, con intensa y cruel nitidez. Las dudas que me habían asaltado por la mañana se reavivan con mi deseo; y nuevamente vuelvo a reprocharme no haber poseído a mi mujer durante el desvarío total de su voluptuosidad. Un remordimiento áspero me invade, me llena de humillación, de menosprecio hacia mi propio ser, de sordo rencor contra Thérèse. Con el ritmo acelerado de mis sienes (cuyo latido ha estado a punto de precipitar mi derrota en varias ocasiones), la zarabanda de mis pensamientos va cada vez más deprisa, girando alrededor de una idea fija. Y la idea se va precisando, alucinante: ahí mismo, en el césped tupido bañado por el sol, veo el lugar donde me abalanzaré sobre Thérèse; donde la poseeré, como hacen los animales sin temor al cielo demasiado amplio encima de sus cabezas, y sin caricias inútiles. Me queda la suficiente lucidez como para calibrar la estúpida brutalidad de mi acto; sé, no obstante, con una certidumbre rayana en la locura que mi instinto va a imponerse ahora. Me he puesto en pie titubeante, embriagado por el exceso de mi deseo, cegado por las imágenes lúbricas. Y arrastro a Thérèse hacia el césped soleado donde aplastaré su cuerpo y obtendré mi satisfacción dentro de su carne. No opone resistencia; pero su voz, que primero me parece muy lejana, da la impresión de acercarse de golpe y me saca de mi alucinación:
—Cariño, cariño mío, ¿te encuentras mal? Ven, vuelve a sentarte. Aquí, pequeñito mío, apoya tu cabeza en mi hombro.
Me sosiega con palabras infantiles, con esas palabras ñoñas, cuya dulce persuasión sólo los enamorados comprenden. Pero se culpa a sí misma de mi malestar:
—Estoy abusando cobardemente de tu generosidad, pobrecito mío. Soy indigna de tu delicadeza, de todas las precauciones de tu ternura. La prueba es demasiado cruel para ti; no hay que prolongarla más. Aunque…
—Aunque… ¿preferirías esperar?
—Sí y no. Cuando mi deseo, el que nació esta noche pasada de tus caricias, renazca en cuanto lo llames, todo mi cuerpo se sublevará contra la espera. Pero cuando estoy más lúcida, tengo la impresión de que debería resistir todavía un poco más a mi instinto, del mismo modo como tú has sabido resistir al tuyo. Pues sólo hemos recorrido la mitad de la etapa.
—¿Por qué? ¿Porque todavía no me quieres lo suficiente?
—¿Que no te quiero lo suficiente?
Mueve tristemente la cabeza, sin refutar una idea cuya falta de fundamento me resulta evidente a mí también.
—No, pero no te conozco lo suficiente. Ahora tú me conoces toda, y no hay recoveco de mi cuerpo cuya reacción exacta a tus caricias no conozcas. Pero yo, ¿qué sé yo de ti, querido mío?
Permanecemos callados, sin precisar un pensamiento apenas formulado, pero que despierta significativas resonancias en nuestra carne. Sin embargo, no siento ninguna tentación de sacar provecho del lamento expresado por Thérèse y de guiar su mano hacia el descubrimiento de mi propio cuerpo. En más de una ocasión, por supuesto, he imaginado este descubrimiento y he gozado por adelantado de sus perturbadoras etapas. Pero ahora siento temor de la ignorancia de Thérèse, siento temor de una repugnancia posible. ¿Debido, por mi parte, a una timidez ridícula? ¿O a un exceso de escrúpulos? Se trata de un sentimiento más complejo, con grandes dosis de egocentrismo. Pues, al querer convertir a mi mujer en la adoradora acariciante de mi virilidad, temo hacer de ella (por la falta de paciencia) únicamente una esclava de mi deseo, pasiva y secretamente sublevada.