SEGUNDA PARTE

Sus primeras muñecas, los pequeños personajes que fabricó, cuando era más joven, para poblar las casas que diseñaba, estaban minuciosamente talladas en madera blanca y blanda, incluida la ropa, y pintadas luego, los trajes de colores vivos y los rostros llenos de detalles diminutos pero significativos; aquí una mejilla de mujer hinchada para insinuar un dolor de muelas, allá unas patas de gallo en el rabillo del ojo de algún tipo alegre. Desde aquellos comienzos distantes, había perdido interés por las casas, mientras que los personajes que creaba habían ganado en estatura y complejidad psicológica. Ahora comenzaban como figuritas de arcilla. La arcilla, con la que Dios, que no existía, hizo al hombre, que existía. Esa era la paradoja de la vida humana: su creador era ficticio, pero la vida misma era un hecho.

Él las consideraba personas. Cuando las estaba creando, eran tan reales para él como cualquiera que conociera. Una vez creadas, sin embargo, una vez que conocía su historia, las dejaba de buena gana vivir su vida: otras manos podían manipularlas ante las cámaras de televisión, otros artesanos podían moldearlas y reproducirlas. Lo único que le importaba era el personaje y la historia. El resto no era más que jugar con juguetes.

La única de sus creaciones de la que se enamoró la única que no quería que nadie más manipulara- le rompería el corazón. Fue, naturalmente, Cerebrito: primero una muñeca, luego una marioneta, después un dibujo animado y más tarde una actriz o, en diversas ocasiones, una animadora de televisión, gimnasta, bailarina o supermodelo vestida de Cerebrito. Su primera serie televisiva en programa de noche, de la que nadie esperaba gran cosa, se hizo más o menos exactamente como quería Malik Solanka. En aquel programa de búsqueda a través del tiempo, «CB» era la discípula, y los filósofos que encontraba los auténticos protagonistas. Cuando se trasladó a una hora de más audiencia, sin embargo, los ejecutivos del canal intervinieron pronto. El formato original se consideró demasiado intelectual. Se decidió que Cerebrito era la estrella y el nuevo show tenía que articularse a su alrededor. En lugar de viajar constantemente, ella necesitaba una ubicación y un elenco de personajes habituales con los que enfrentarse. Necesitaba un interés amoroso o, mejor aún, una serie de pretendientes, lo que permitiría que los actores jóvenes más de moda del momento aparecieran como invitados en el show, sin atarla a ella. Sobre todo, necesitaba comedia: comedia inteligente, comedia intelectual, sí, pero sin lugar a dudas tenía que haber muchas carcajadas. Probablemente incluso risas grabadas. Se podría facilitar, se facilitaría a Solanka guionistas que colaboraran con él a fin de desarrollar su buena idea para el gran público al que ahora llegaría. Eso era lo que quería él, ¿no? Llegar al público en general. Si una idea no se desarrollaba, moría. Esa era la realidad de la vida televisiva.

Así fue como Cerebrito se trasladó a la calle del Cerebro de Villacerebro, con toda una familia y una pandilla de vecinos cerebrales: tenía un hermano mayor llamado Cerebrón, había un laboratorio científico al cabo de la calle, llamado La Fuga de Cerebros, y hasta un lacónico vecino que era actor de cine y hacía películas de vaqueros (John Brayne). Resultaba penoso, pero, cuanto más bajaba el nivel del humor, mayores eran los índices de audiencia. La calle del Cerebro borró en un momento el recuerdo de Las aventuras de Cerebrito y tuvo una vida larga y lucrativa. En un momento dado, Malik Solanka aceptó lo inevitable y dejó el programa. Pero mantuvo su nombre en los títulos de crédito, se aseguró de que sus «derechos morales» sobre su creación quedaran protegidos, y negoció un porcentaje sustancial sobre los productos derivados. Ya no podía soportar el show. Sin embargo, Cerebrito pareció encantada de que se fuera.

Había crecido más que su creador, literalmente; ahora era de tamaño natural y varias pulgadas más alta que Solanka y se estaba buscando la vida. Como Ojo de Halcón, o Sherlock Holmes, o Jeeves, había ido más allá de la obra que lo creó, alcanzando la versión de libertad que existe en la ficción. Ahora promocionaba productos en la televisión, inauguraba supermercados, pronunciaba discursos de sobremesa, presentaba concursos de aficionados. Para cuando Calle del Cerebro terminó, era una personalidad televisiva hecha y derecha. Tuvo su propio programa de entrevistas, actuaba como artista invitada en nuevas comedias de éxito, desfilaba por la pasarela para Vivienne Westwood, y era atacada, por rebajar a la mujer, por Andrea Dworkin «las mujeres inteligentes no tienen que ser muñecas» y, por castrar a los hombres, por Karl Lagerfeld (¿«Qué verdadero hornbre necesita una mujer con un, digamos, vocabulario mayor que el suyo»?). Ambos críticos accedieron inmediatamente, previos altos honorarios de consultor, a incorporarse al grupo de reflexión que había detrás de «CB», un equipo conocido en la BBC como Consorcio de Cerebritos. La primera película de chicle y palomitas de Cerebrito, Cerebration, fue un raro paso en falso y fracasó lamentablemente, pero el primer tomo de sus memorias (¡!) se encaramó a lo alto de las listas de éxitos de Amazon en cuanto fue anunciado, meses antes incluso de su publicación, apuntándose más de un cuarto de millón de ventas solo en compras anticipadas de fans histéricos decididos a ser los primeros. Después de su publicación batió todos los récords; siguieron un segundo, tercer y cuarto tomos, uno por año y, según la estimación más prudente, se vendieron más de cincuenta millones de ejemplares en todo el mundo.

Se había convertido en la Maya Angelou del mundo de las muñecas, tan implacablemente autobiográfica como ese otro pájaro enjaulado, y su vida, en modelo para millones de jóvenes -sus humildes comienzos, sus años de lucha, sus arrolladuras victorias; y ¡oh, su intrepidez ante la pobreza y la crueldad! ¡Oh, su alegría cuando el Destino hizo de ella una de las Elegidas!-, entre las que la mismísima emperadora del cool de la calle Setenta Oeste, Mila Milo, se enorgullecía de contarse. ¡Su vida no vivida!, pensaba Solanka. Su historia imaginaria, en parte cuento de hadas de Dragones y Mazmorras, y en parte saga de gueto miserable, ¡y todo ello escrito para ella por «negros» de talento oscuro! Aquella no era la vida que él le había imaginado; no tenía nada que ver con la historia anterior que había ideado para su propio orgullo y placer. Aquella CB era una impostora, con una historia equivocada, diálogos equivocados, una personalidad equivocada, un guardarropa equivocado y un cerebro equivocado. En alguna parte del país de los medios de comunicación había un Castillo de If en el que la Cerebrito real estaba cautiva. En alguna parte había una Muñeca de la Máscara de Hierro.

Lo extraordinario de sus fans era su universalidad: a los chicos les gustaba tanto como a las chicas, a los adultos tanto como a los niños. Traspasaba todas las barreras de idioma, raza y clase. Se convertía, variadamente, en amante o confidente o modelo de sus admiradores. Los de Amazon situaron al principio su libro de memorias en las listas de No ficción. Tanto los lectores como el personal se resistieron a la decisión de trasladarlo, lo mismo que los siguientes volúmenes, al mundo de la fantasía. Cerebrito, alegaban, no era ya un simulacro. Era un fenómeno. La varita mágica del hada la había tocado, y era real.

Malik Solanka presenciaba todo aquello desde cierta distancia, con horror creciente. Aquella criatura de su propia imaginación, nacida de lo mejor de sí mismo y de su esfuerzo más puro, se estaba convirtiendo ante sus ojos en la clase de monstruo de celebridad hortera que más profundamente detestaba. La Cerebrito original y ahora destruida había sido realmente inteligente y capaz de plantar cara a Erasmo o Schopenhauer. Había sido bella y de lengua afilada, pero nadaba en el mar de las ideas y vivía la vida del espíritu. Aquella edición revisada, sobre la que hacía tiempo había perdido el control creativo, tenía la inteligencia de un chimpancé algo superior a la media. Día a día, se convertía en una criatura del microverso del espectáculo, sus vídeos musicales ¡sí, ahora era una artista que grababa!– eran más atrevidos que los de Madonna, sus apariciones en los estrenos, más hurleyantes que las de cualquier starlet que jamás pisara la alfombra roja llevando un vestido vertiginoso. Era una chica de videojuego y una cover girl y, al menos cuando se presentaba en persona (hay que recordarlo), esencialmente una mujer cuya cabeza quedaba completamente oculta tras la de la icónica muñeca. Sin embargo, muchas aspirantes al estrellato competían por hacer su papel, aunque el Consorcio de Cerebritos -que se había vuelto demasiado importante para que la BBC lo retuviera y se había convertido en una empresa independiente en auge, que rompería cualquier día la barrera de los mil millones de dólares insistiera en la mayor reserva; los nombres de las mujeres que daban vida a Cerebrito no se revelaban nunca, aunque los rumores abundaban, y los paparazzi de Europa y América, recurriendo a sus propias experiencias, pretendían poder identificar a esta actriz o a aquella modelo por los atributos, no faciales, que Cerebrito exhibía con tanto orgullo.

Sorprendentemente, la transformación en chica glamurosa no hizo perder admiradores a la Cerebrito de cabeza de látex, pero le reportó una nueva legión de admiradores adultos. Se había vuelto imparable, dando conferencias de prensa en las que hablaba de establecer su propia productora cinematográfica, lanzando su propia revista, en la que los consejos de belleza, el asesoramiento sobre formas de vida y la cultura contemporánea de vanguardia serian tratados al estilo Cerebrito, e incluso apareciendo a escala nacional, en los Estados Unidos, en la televisión por cable. Habría un espectáculo en Broadway estaba en tratos con los principales intérpretes del mundo musical, el querido Tim y el querido Elton y la querida Cameron y, desde luego, el querido, queridísimo Andrew y se preparaba una nueva película de gran presupuesto. Ésta no repetiría los errores sentimentales y quinceañeros de la primera, sino que crecería «orgánicamente» de sus memorias vendidas en tropecientos ejemplares.

–Cerebrito no es una Barbie Spice plástico-fantástica -dijo al mundo (había empezado a hablar de sí misma en tercera persona)- y la nueva película será muy humana y tendrá calidad a tope. Marty, Bobby, Brad, Gwynnie, Meg, Julia, Tom y Nic están todos interesados; y también Jenny, Puffy, Maddy, Robbie y Mick: creo que en estos tiempos todo el mundo quiere una Cerebrito.

El triunfo rápidamente ascendente de Cerebrito provocó inevitablemente muchos comentarios y análisis. Se hizo burla de sus admiradores, por tener una obsesión tan poco intelectual, pero enseguida apareció eminente gente de teatro para hablar de la antigua tradición del teatro de máscaras y de sus orígenes en Grecia y el Japón. «El actor con máscara se libera de su normalidad, de su cotidianidad. Su cuerpo adquiere libertades nuevas y notables. La máscara lo dicta. La máscara actúa.» El profesor Solanka se mantenía distante, rehusando todas las invitaciones para debatir sobre su incontrolada creación. Sin embargo, no podía rehusar el dinero. Los derechos de autor seguían afluyendo a su cuenta bancaria. La avaricia lo comprometía, y ese compromiso le tapaba la boca. Obligado por contrato a no atacar a la gallina de los huevos de oro, tenía que tragarse lo que pensaba y, al guardarse su opinión, se llenaba de la amarga bilis de sus muchos descontentos. A cada nueva iniciativa de los medios encabezada por el personaje que en otro tiempo había dibujado con tanta vivacidad y cuidado, su impotente furia aumentaba.

En la revista Hello!, Cerebrito -seguramente por unos honorarios de siete cifras- permitía a los lectores echar una ojeada íntima a su bella casa de campo, que, al parecer, era una antigua mole de estilo Reina Ana, no lejos del Príncipe de Gales en Gloucestershire, y Malika Solanka, cuya inspiración original habían sido las casas de muñecas del Rijksmuseum, se quedó atónito ante la desfachatez de aquella última inversión. ¿Así que, ahora, las grandes mansiones pertenecían a muñecas con ínfulas, mientras la mayor parte de la raza humana seguía viviendo en alojamientos insuficientes? La injusticia -en su opinión, la quiebra moral- de aquel fenómeno específico lo alarmó profundamente; sin embargo, estando él mismo muy lejos de la quiebra, se contuvo y aceptó el sucio dinero. Durante diez años, como hubiera podido decir «Art Garfunkel» en su teléfono, había acumulado un montón de odio a sí mismo y de rabia. La furia se alzaba sobre él como una ola de Hokusai rompiendo. Cerebrito era su hija delincuente transformada ahora en una giganta devastadora, que representaba todo lo que él despreciaba y pisoteaba con sus gigantescos pies todos los altos principios que él le había enseñado a ensalzar; incluidos, evidentemente, los suyos propios.

El fenómeno Cerebrito había despedido los noventa y no había indicios de que se le fuera a acabar el vapor en el nuevo milenio. Malik Solanka tuvo que admitir la terrible verdad. Odiaba a Cerebrito.

Entretanto, nada de aquello en que ponía su mano daba mucho resultado. Seguía abordando a las nuevas y exitosas compañías británicas de animación plástica, con personajes y guiones, pero le decían, amable o menos amablemente, que sus ideas no eran de actualidad. Para una empresa de jóvenes, se había convertido en algo mucho peor que simplemente más viejo: estaba pasado de moda. En una reunión para examinar su propuesta de un largometraje de animación sobre la vida de Nicolás Maquiavelo, se esforzó cuanto pudo por hablar el nuevo lenguaje de los negocios. La película, naturalmente, utilizaría animales antropomórficos para representar a sus modelos humanos.

–Realmente hay de todo -dijo torpemente entusiasmado-. ¡La edad de oro de Florencia! Los Medicis en todo su esplendor… ¡Aristogatos de plastilina de lo más cooll Siminina Vespucio, la gata más bella del mundo, inmortalizada por el pintor Bochuchelli, amigo del Perrugino y discípulo del Perrochio. ¡El Nacimiento de la Venus Feliniana! ¡La Alejauría de la Primavera! Mientras tanto, Amérigo Vespucio, el viejo lobo de mar, tío de Siminina, ¡zarpa para descubrir América! ¡Jabonarrola, rata de sacristía, enciende la Hoguera de las Vanidades! Puede aparecer también algún dogo de Venecia. Y, en el centro de todo, un ratón. Pero no cualquier viejo personaje disneyano: es el ratón que inventó la realpolitik, el brillante autor de teatro, el distinguido roedor público, el ratón republicano que sobrevivió a la tortura del cruel príncipe gato y sueña en el exilio con el día de su glorioso retorno…

Lo interrumpió sin ceremonias un ejecutivo de la gente de la pasta, un joven regordete que no podía tener más de veintitrés años.

– Florencia es fenomenal dijo. No hay duda. Me encanta. Y Nicolás, ¿cómo lo ha llamado? Mickeyavelo parece… posible. Pero lo que tiene usted aquí -este tratamiento-, déjeme que se lo diga. Sencillamente, no se merece Florencia. Quizá, ¿eh?, no sea este el momento para un Renacimiento de plastilina.

Podría volver a escribir libros, pensó, pero pronto descubrió que no sentía ningún entusiasmo. La inexorabilidad del azar, la forma que tienen los acontecimientos de apartarte de tu rumbo, lo habían viciado, dejándolo inservible. Su antigua vida lo había abandonado para siempre y el nuevo mundo que había creado se le había escurrido entre los dedos. Era James Mason, una estrella en decadencia que bebía mucho y se ahogaba en fracasos, mientras aquella maldita muñeca volaba muy alto en el papel de Judy Garland. En el caso de Pinocho, los problemas de Gepetto terminaron cuando la condenada marioneta se convirtió en un niño vivo, real; en el de Cerebrito, como en el de Galatea, ese era el momento en que comenzaban. El profesor Solanka, ebrio de cólera, lanzó anatemas contra la ingrata Frankengirl: ¡Fuera de mi vista, que se vaya! Vete, hija desnaturalizada. Ve, no te conozco. No llevarás mi nombre. Nunca envíes a buscarme y nunca pidas mi bendición. Y no me llames padre nunca más.

Ella se fue de su casa en todas sus formas: dibujos, maquetas, cuadros, la infinita proliferación de Cerebrito en sus miríadas de versiones, papel, trapo, madera, plástico, célula animada, vídeo, película; y con ella, inevitablemente, se fue una versión, en otro tiempo preciosa, de él mismo. No había sido capaz de realizar la expulsión personalmente. Eleanor, que podía ver cómo aumentaba la crisis las rojas fisuras en los ojos del hombre al que amaba, el alcohol, el vagar sin rumbo- dijo, a su estilo amable y eficiente: «Vete un día y déjamelo a mí». Su propia carrera en el mundo de la edición estaba en suspenso, Asmaan era toda la carrera que de momento necesitaba, pero había sido una mujer prometedora y la solicitaban mucho. También eso se lo ocultaba a él, pero no era tonto y sabía lo que significaba que Morgen Franz y los otros llamaran para hablar con ella y permanecieran al teléfono, persuasivamente, treinta minutos largos. La querían, él lo entendía, querían a todo el mundo excepto a él, pero al menos tendría su mezquina venganza; también él podía no querer algo, aunque solo fuera a aquella criatura falsa, aquella traidora, a aquella, aquella muñeca.

De forma que se fue de casa el día convenido, recorriendo Hampstead Heath a gran velocidad -vivían en una casa espaciosa, de dos fachadas, en Willow Road, y siempre se habían alegrado de tener el Heath, ese tesoro del norte de Londres, su pulmón, delante mismo de la puerta- y en su ausencia Eleanor lo embaló todo debidamente e hizo que lo llevaran a un guardamuebles. Él hubiera preferido que absolutamente todo fuera a parar al vertedero de basura de Highbury, pero también en eso transigió. Eleanor había insistido. Tenía un gran instinto archivero y, como él quería que ella se hiciera cargo del asunto, agitó la mano ante sus críticas como ante un mosquito, y no discutió. Anduvo durante horas, dejando que la música cool del Heath calmara su pecho agitado, las tranquilas palpitaciones de sus lentos senderos y árboles, y, más tarde ese día, las dulces cuerdas de un concierto de verano en los terrenos de Iveagh Bequest. Cuando volvió, Cerebrito se había ido. O casi. Porque, sin saberlo Eleanor, había una muñeca encerrada con llave en un armario del estudio de Solanka. Y allí se quedó.

La casa parecía vacía cuando volvió, vaciada, corno parece una casa tras la muerte de un niño. Solanka se sentía como si de pronto hubiera envejecido veinte o treinta años; separado de la mejor obra de sus entusiasmos juveniles, se encontraba al fin cara a cara con el tiempo implacable. Waterford-Wajda había hablado de ese sentimiento en Addenbrooke, años antes.

–La vida se convierte en muy, no sé, finita. Te das cuenta de que no tienes nada, no eres de ninguna parte, solo estás utilizando cosas durante cierto tiempo. El mundo inanimado se ríe de ti: tú te irás pronto, pero él se quedará. No es muy profundo, Solly, es filosofía de Winnie the Pooh, lo sé, pero te destroza igual.

Aquello no era solo la muerte de un niño, pensaba Solanka: más bien un asesinato. Cronos devorando a su propia hija. Él era el asesino de su vástago ficticio: no carne de su carne sino sueño de su sueño. Sin embargo, había un niño vivo todavía despierto, sobreexcitado por los acontecimientos del día: la llegada de la furgoneta de la mudanza, los embaladores, el continuo ir y venir de cajas.

–He estado ayudando, papá -saludó Asmaan ansioso a su padre-. He ayudado a despachar a Cerebrito. – Tenía dificultades con las erres: Cekbrito. Eso está bien, pensó Solanka. Yo también lo celebro.

–Sí -respondió distraído-. Bien hecho.

Pero Asmaan tenía más cosas que decir.

–¿Por qué ha tenido que marcharse, papá? Mamá dijo que tú querías que se fuera.

–Ah, mamá lo dijo. Gracias, mamá. Fulminó a Eleanor, que se encogió de hombros.

–Realmente, no sabía qué decirle. Eso te corresponde.

En la televisión infantil, los cómics y las grabaciones sonoras de sus legendarias memorias, la personalidad proteica de Cerebrito habían llegado y cautivado a niños menores aún que Asmaan Solanka. A los tres años no se era demasiado joven para enamorarse del más universalmente atractivo de los iconos contemporáneos. Se podía echar a CB de la casa de Willow Road, pero ¿se la podía expulsar de la imaginación del hijo de su creador?

Quiero que vuelva dijo Asmaan categóricamente. Que vuelva era que güelva. Quiero a Celebrito.

La sinfonía pastoral de Hampstead Heath cedía paso a las disonantes discordias de la vida familiar. Solanka sintió que las nubes se cerraban a su alrededor otra vez.

Había llegado el momento de que se fuera dijo cogiendo en brazos a Asmaan, que se resistió con fuerza, reaccionando inconscientemente, como hacen los niños, al mal humor de su padre. – ¡No! ¡Suéltame! ¡Suéltame!

Estaba exhausto y enfadado, como lo estaba Solanka. – Quiero ver un vídeo -pidió. Vírdeo-. Quiero ver un vírdeo de Celebrito.

Malik Solanka, desestabilizado por el impacto de la falta del archivo de Cerebrito, de su exilio a alguna Elba para muñecas, a alguna ciudad del Mar Negro, como la desolada Tomis de Ovidio, para juguetes indeseados y viejos, se había visto hundido de forma inesperada en un estado parecido al duelo, y estimó que el mal genio de su hijo a aquella hora tardía era una provocación inaceptable.

–Es demasiado tarde. Pórtate bien -dijo bruscamente, y Asmaan, a su vez, se acurrucó en la alfombra del cuarto de estar y utilizó su truco más reciente: un estallido de lágrimas de cocodrilo impresionantemente convincentes, Solanka, tan infantil como su hijo y sin la excusa de tener tres años, se revolvió contra Eleanor.

–Supongo que ésta es tu forma de castigarme -dijo.– Si no querías deshacerte de esas cosas, por qué no lo dijiste. Por qué utilizarlo a él. Hubiera tenido que darme cuenta de que tropezaría otra vez con problemas. Con alguna manipulación de mierda como ésta.

–Por favor, no me hables así delante de él -dijo ella, cogiendo a Asmaan en sus brazos-. Lo entiende todo. – Solanka se dio cuenta de que el niño dejaba que su madre se lo llevara a la cama sin defenderse en absoluto, hundiendo la nariz en el largo cuello de Eleanor-. De hecho -siguió diciendo desapasionadamente-, después de trabajar todo el día para ti, pensé, tontamente como se ve, que podríamos aprovechar la ocasión para empezar de nuevo. Saqué una pata de cordero del congelador y la froté con comino, llamé a la floristería, Dios qué idiota, para que nos mandaran capuchinas. Y encontrarás tres botellas de Tignatello en la mesa de la cocina. Una para disfrutar, dos para tener una de más y tres para amar. Quizá lo recuerdes. Solías decirlo. Pero estoy segura de que ya no se te puede molestar con una cena romántica a la luz de las velas con una esposa aburrida y ya no tan joven.

Se habían estado alejando; ella hacia la experiencia envolvente y a jornada completa de su primera maternidad, que la colmaba plenamente y estaba ansiosa de repetir, y él hacia aquella niebla de fracaso y asco de sí mismo que la bebida hacía cada vez más densa. Sin embargo, su matrimonio no se había roto, gracias en gran parte al alma generosa de Eleanor, y a Asmaan. Asmaan, que adoraba los libros y a quien se podía leer durante horas; Asmaan en su columpio del jardín, pidiendo a Malik que le diera vueltas y más vueltas para poder darlas luego en sentido contrario, convertido en un borrón vertiginoso; Asmaan a horcajadas en los hombros de su padre, agachando la cabeza bajo el dintel de las puertas («¡Tengo mucho cuidado, papá!»); Asmaan persiguiendo y siendo perseguido, Asmaan escondiéndose bajo sábanas y montones de almohadas; Asmaan tratando de cantar «Rock around the clock» -rot around the tot y, quizá más que nada, saltando. Le encantaba dar saltos en la cama de sus padres, mientras sus muñecos de peluche lo jaleaban.

–Mírame -gritaba (mídame)-. ¡Salto muy bien! ¡Salto cada vez más alto!

Era la joven encarnación de su antiguo amor siempre retozón.

Cuando su hijo llenaba sus vidas de alegría, Eleanor y Malik Solanka podían refugiarse en la fantasía de una felicidad familiar intacta. En otras ocasiones, sin embargo, las resquebrajaduras se hacían cada vez mas evidentes. Ella encontraba la infelicidad absorta en sí misma de él, sus constantes recriminaciones por supuestos desaires, más tediosos y estresantes de lo que ella tenía la crueldad de dejar ver; él, atrapado en su espiral descendente, la acusaba de no hacer caso de él ni de sus preocupaciones. En la cama, susurrando para no despertar a Asmaan, que dormía en un colchón en el suelo a su lado, ella se quejaba de que Malik nunca tomara la iniciativa; él replicaba que ella había perdido todo interés por el sexo, salvo cuando podía quedarse embarazada. Y era entonces cuando, habitualmente, se peleaban: sí, no, por favor, no puedo, por qué no, porque no quiero, pero es que tengo tantas ganas, bueno, yo no tengo ninguna, pero es que no quiero que ese niño encantador sea hijo único como yo, y yo no quiero ser padre otra vez a mi edad, tendré ya más de setenta para cuando Asmaan cumpla los veinte. Y entonces lágrimas y enojos, y la mitad de las veces Solanka pasaba la noche en la habitación de invitados. Consejo a los maridos, pensaba amargamente: aseguraos de que el cuarto de huéspedes sea cómodo, porque, antes o después, muchachos, será el vuestro.

Eleanor aguardaba tensa junto a la escalera su respuesta a la invitación a una noche de paz y amor. El tiempo pasaba a ritmo lento, acercándose al momento decisivo. Si estaba de humor y quería, él podría aceptar la invitación de ella y entonces, sí, seguiría una agradable velada: comida riquísima y, si a su edad tres botellas de Tignanello no lo hacían dormirse enseguida, los dos harían sin duda el amor como en los viejos tiempos. Pero había un gusano en el Paraíso, y él no pasó la prueba.

–Supongo que estás ovulando -dijo, y ella apartó bruscamente la cara, como si la hubiera abofeteado.

–No -mintió, y luego, aceptando lo inevitable-: Muy bien, sí. Pero ¿no podríamos simplemente…? Me gustaría que comprendieras lo desesperada que…, al diablo, es inútil.

Se fue con Asmaan, incapaz de contener las lágrimas.

–Me iré a la cama también cuando lo meta a él, ¿sabes? – dijo, llorando furiosa. Haz lo que quieras. Pero no dejes el cordero en ese maldito horno. Sácalo y tíralo a ese cubo de mierda.

Cuando Asmaan subía las escaleras en brazos de su madre, Solanka oyó la preocupación en su vocecita cansada:

–Papá no está enfadado -dijo Asmaan, tranquilizándose a sí mismo, queriendo que lo tranquilizaran. Enfadado era fadado-. Papá no quiere echarme.

Solo en la cocina, el profesor Malik Solanka comenzó a beber. El vino era tan bueno y convincente como siempre, pero él no bebía para disfrutar. Sin aflojar el ritmo, se fue cepillando las botellas y, mientras lo hacía, los demonios salieron arrastrándose por los diversos orificios de su cuerpo, deslizándose por su nariz y saliendo por sus orejas, regateando y metiéndose por todas las aberturas que podían encontrar. Al llegar al fondo de la primera botella, le bailaban en los globos oculares, las uñas, habían arrollado su lengua áspera y lamedora en torno a su garganta, le pinchaban con lanzas en los genitales, y lo único que podía oír era su canto escarlata de un odio estridente y sumamente horrible. Había superado ahora la autocompasión y entrado en una cólera terrible y acusadora y, al terminar la segunda botella, cuando su cabeza se movía de un lado a otro sobre su cuello, los demonios lo besaron con sus lenguas bífidas y enrollaron la cola en torno a su pene, frotándolo y apretándolo y, mientras escuchaba su charla obscena, la culpa imperdonable de lo que él había llegado a ser había empezado a depositarse en la mujer de arriba, la que estaba más próxima, la traidora que se había negado a destruir a su enemiga, su némesis, la muñeca, la que había vertido el veneno de Cerebrito en el cerebro de su hijo, volviendo al hijo contra el padre, que había destruido la paz de su vida familiar, al preferir el niño no engendrado que la obsesionaba a un marido realmente existente, ella su mujer, la que lo traicionaba, su único gran enemigo. Cayó la tercera botella, semiacabada, sobre la mesa de la cocina que ella había puesto con tanto amor para la cena á deux, utilizando el antiguo mantel de encaje de su madre y sus mejores cubiertos, y un par de copas de vino rojas de Bohemia, de largo pie y, mientras el líquido rojo se derramaba por el encaje antiguo, recordó que se había olvidado del maldito cordero y, cuando abrió la puerta del horno, el humo brotó, disparando el detector del techo, y el alarido de la alarma fue la risa de los demonios, y para pararlo, PARARLO, tuvo que coger el taburete y subirse sobre las inseguras patas, oscuras de vino, para quitar las pilas a aquel maldito trasto estúpido, muy bien, muy bien, pero incluso cuando lo había hecho sin partirse el maldito cuello, los demonios siguieron riéndose a risotadas, y la habitación continuaba llena de humo, maldita fuera, no hubiera podido hacer ella aquella menudencia y qué haría falta para detener aquel alarido que había dentro de su cabeza, aquel alarido como un cuchillo, como un cuchillo en su cerebro en su oído en su ojo en su estómago en su corazón en su alma, no hubiera podido aquella furcia sacar sencillamente la carne y dejarla allí mismo, sobre la tabla de trinchar, junto al acero de afilar, el largo tenedor y el cuchillo, el cuchillo de trinchar, el cuchillo.

Era una casa grande y la alarma de incendio no había despertado a Eleanor ni a Asmaan, que estaba ya en la cama de ella, la cama de Malik. Pues sí que había sido resultado útil aquel sistema de alarma, eh. Y allí estaba él, de pie sobre ellos en la oscuridad, y allí en su mano estaba el cuchillo de trinchar, y no había sistema de alarma que los advirtiera contra él, ninguno, Eleanor echada sobre la espalda con la boca ligeramente abierta y un bajo runruneo de ronquido resonando en su nariz, Asmaan a su lado, hecho un ovillo contra ella, durmiendo el sueño profundo y puro de la inocencia y la confianza. Asmaan murmuraba inaudiblemente en sueños y el sonido de su débil voz atravesó los chillidos de los demonios y devolvió a su padre el sentido. Ante él estaba su único hijo, el único ser vivo bajo su techo que sabía aún que el mundo era un lugar maravilloso y la vida era bonita y el momento actual lo era todo y el futuro infinito y no hacía falta pensar en él, mientras que el pasado era inútil y por fortuna había desaparecido para siempre, y él, un niño envuelto en la suave capa de mago de la infancia, era más querido de lo que se podía expresar con palabras, y estaba seguro. Malik Solanka entró en pánico. Qué hacía allí de pie sobre aquellos dos durmientes con un, con un, cuchillo, no era la clase de persona que hace una cosa así, todos los días se lee algo de esas personas en la prensa sensacionalista, hombres toscos y mujeres taimadas que asesinaban a sus bebés y se comían a sus abuelas, fríos asesinos en serie y pedófilos atormentados y desvergonzados que cometían abusos deshonestos y padrastros perversos y monos de Neanderthal violentos y estúpidos y todos los brutos primitivos y sin educar del mundo, y eran otras personas cornpletamente distintas, en aquella casa no había de esas personas, luego él, Malik Solanka, en otro tiempo profesor del King’s College de la Universidad de Cambridge, él, menos que nadie, podía estar allí sosteniendo en su mano borracha un salvaje instrumento de muerte. Q.E.D. Y, de todas formas, nunca fui bueno con la carne, Eleanor. Siempre eras tú la que trinchabas.

La muñeca, pensó con un sobresalto eructante y vinoso. ¡Claro! La culpa era de aquella muñeca satánica. Él había expulsado de la casa a todos los avatares de la diablesa, pero quedaba uno. Aquello había sido un error. Ella había salido arrastrándose de su armario y bajado por su nariz y le había dado el cuchillo de trinchar y lo había enviado a hacer su sangriento trabajo. Pero él sabía dónde se escondía. No podía escapársele. El profesor Solanka se volvió y salió de la alcoba, con el cuchillo en la mano, farfullando y, si Eleanor abrió los ojos cuando se fue, no lo supo; si ella lo vio retirarse y supo y lo juzgó, debería decirlo ella.

Se había hecho oscuro fuera, en la calle Setenta Oeste. Cerebrito estaba sobre sus rodillas cuando él terminó de hablar. Tenía la ropa acuchillada y desgarrada, y se podía ver dónde había hecho el cuchillo profundas incisiones en su cuerpo.

Incluso después de haberla apuñalado, como puede ver, no pude dejarla atrás. Durante todo el viaje a América tuve su cuerpo entre mis brazos.

La muñeca de Mila interrogaba en silencio a su gemela maltratada.

Ahora lo sabe ya todo, que es mucho más de lo que quería dijo Solanka-. Sabe cómo esa cosa maldita ha destrozado mi vida.

Los ojos verdes de Mila Milo ardían. Se acercó y le cogió las manos entre las suyas.

–No lo creo -dijo-. Su vida no está destrozada. Y esas, ¡vamos, profesor!, no son más que muñecas.

–A veces tiene un aspecto que me recuerda a mi padre antes de morir -dijo Mila Milo, alegremente inconsciente de cómo podría acoger esa frase su interlocutor-. Una especie de vaguedad, como una foto cuando la mano del fotógrafo ha temblado un poco. Como Robin Williams, en esa película en que está siempre desenfocado. Una vez le pregunté a papá qué quería decir eso y dijo que era el aspecto de una persona que ha pasado mucho tiempo con otros seres humanos. La raza humana es una cadena perpetua, dijo, una dura reclusión, y a veces todos necesitamos escaparnos de esa cárcel. Era escritor, sobre todo poeta pero también novelista, no habrá oído de él, pero en serbocroata se le considera muy bueno. Nobélisable, como dicen los franceses, pero nunca lo consiguió. No vivió lo suficiente, supongo. Sin embargo. Créame. Era bueno. La profundidad de su relación con el mundo natural, su sentimiento por los antiguos, por el folklore: era único en su género. Duendes que entraban o salían de un salto de las flores, me burlaba yo. La flor del interior del duende sería mejor, respondía él. El recuerdo de un río luminoso y puro en el corazón de Satán. Tiene que comprender que la religión era importante para él. Vivía sobre todo en las ciudades, pero su alma estaba en las colinas. Un alma vieja, lo llamaba la gente. Pero también era joven de corazón, ¿sabe? Realmente. No sé cómo se las arreglaba. Más divertido que un montón de monos. La mayor parte del tiempo. No lo dejaban en paz, siempre hurgándole en la cabeza. Vivimos en París durante años después de haberse librado él de Tito, yo fui a la Escuela Americana hasta los ocho años, casi nueve, mi mamá, por desgracia, murió cuando yo tenía tres, tres y medio, cáncer de mama, no se puede hacer nada, la mató muy deprisa y con mucho dolor, en paz descanse. En cualquier caso, él recibía cartas de casa y yo se las abría y allí, estampado en la primera página de una carta, no sé si de su hermana o de quién, había un gran sello oficial que decía: Esta carta no ha sido censurada. ¡JA! A mediados de los ochenta fui con él a Nueva York, a la gran conferencia del PEN Club, aquella famosa en que hubo todas aquellas fiestas, una en el Templo de Dendur en el Metropolitan y otra en el apartamento de Saúl y Gayfryd Steinberg, y nadie pudo decidir cuál era la más fastuosa, y Norman Mailer invitó a George Shultz a hablar en la Public Library, de manera que los sudafricanos boicotearon el evento porque era algo así como partidario del apartheid, y los hombres de la seguridad de Shultz no dejaban entrar a Bellow porque se había olvidado la invitación, y eso lo convertía en posible terrorista, hasta que Mailer respondió por él, ¡a Bellow debió de encantarle aquello!, y entonces las escritoras protestaron porque los oradores invitados eran casi todos hombres, y Susan Sontag o Nadine Gordimer las riñeron porque, dijo Nadine o Susan, lo he olvidado, la literatura no tiene nada que ver con la igualdad de oportunidades. Y, creo que fue Cynthia Ozick, acusó a Bruno Kreiski de antisemita, a pesar de ser: a) judío, y b) el político europeo que había acogido más refugiados judíos rusos, y todo ello porque había tenido una entrevista con Arafat, una entrevista, lo que hace a Ehud Barak o Clinton realmente antisemitas, ¿no?, quiero decir que ahí en Camp David va a estar la Internacional de Judiófobos. Y en cualquier caso papá habló también, la conferencia tenía algún título pomposo como «La imaginación del escritor frente a la imaginación del Estado», y después de que alguien, lo he olvidado, Oz o Breytenbach, dijo que el Estado no tenía imaginación, papá dijo que, al contrario, no solo tenía imaginación sino que tenía también sentido del humor, e iba a poner un ejemplo de broma gastada por el Estado, y entonces contó la historia de la carta no censurada, y yo estaba entre el público y me sentí muy orgullosa porque todo el mundo se rió y, después de todo, fui yo quien abrió la carta. Fui con él a todas las sesiones, ¿hablas en serio?, estaba loca por los escritores, había sido hija de escritor toda la vida y los libros eran para mí lo mejor que había, y fue tan cool, porque me dejaron asistir a todo, aunque era pequeña. Fue tan fenomenal ver a mi papá por fin con sus iguales y tan respetado, y además por allí andaban todos aquellos nombres unidos a las personas de carne y hueso a las que pertenecían, Donald Barthelme, Günter Grass, Czeslaw Milosz, Grace Paley, John Updike, todos. Pero al final mi padre tenía aquella expresión en la cara, como la que usted tiene, y me dejó con la tía Kitty de Chelsea, no mi tía verdadera, ella y papá habían tenido un asunto de unos cinco minutos… Hubiera tenido que verlo con las mujeres, era un gran tipo atractivo, de manos y bigotes grandes como, supongo, Stalin, y miraba a las mujeres a los ojos y empezaba a hablar de animales en celo, lobos por ejemplo, y ya estaba, ellas flipaban. Juro por Dios que aquellas señoras hacían cola realmente, él se iba a la habitación del hotel y formaban una cola allí al lado, una verdadera cola como Dios manda, las mujeres más sensacionales que se pueda imaginar, con las rodillas temblando de deseo; y es una suerte que me gustara mucho leer y, por una vez, había también televisión americana que mirar, de manera que yo estaba muy bien en la otra habitación, estupendamente, aunque muchas veces tenía ganas de salir y preguntar a las mujeres que aguardaban a que les llegara el turno algo así como ¿oigan, no tienen nada mejor que hacer? Solo se trata de una polla, por el amor del cielo, disfruten de la vida. Sí, yo solía escandalizar a mucha gente, crecí deprisa porque éramos siempre mi papá y yo, siempre él y yo contra el mundo. En cualquier caso, creo que me gustaba la tía Kitty, debió de pasar el examen porque, como premio, tuvo que cuidar de mí durante dos semanas mientras papá se iba con dos profesores, creo que a andar por los Apalaches; el excursionismo era lo que le gustaba para eliminar sus sobredosis de gente, y siempre volvía con un aspecto distinto, como más limpio, ¿sabe? Yo lo llamaba su look Moisés. Cuando bajó de la montaña, ya sabe, con el Decálogo. Solo que en el caso de papá era, normalmente, poesía. En cualquier caso, para hacerle corto el cuento, unos cinco minutos después de acabar de parlotear por las montañas con los profesores, le ofrecieron un puesto en la Universidad de Columbia y nos trasladamos permanentemente a Nueva York. Lo que me encantó, desde luego, pero él era, digamos, una persona del campo y además un europeo recalcitrante, de manera que para él fue más duro. Sin embargo, estaba acostumbrado a trabajar con lo que había, a utilizar lo que la vida le enviaba. Es verdad, bebía como un verdadero yugoslavo y fumaba alrededor de un centenar diarios y tenía el corazón débil, sabía que nunca llegaría a viejo, pero había tomado una decisión sobre su vida. Ya sabe, como El negro del Narciso. Viviré hasta que me muera. Y eso fue lo que hizo, escribió cosas estupendas y tuvo una vida sexual estupenda y fumó puros estupendos y bebió un alcohol estupendo y entonces empezó la maldita guerra y de repente se convirtió en aquella persona que yo no conocía, en aquel, supongo, serbio. Sabe, despreciaba al tipo que llamaba el otro Milosevic, detestaba llevar el mismo nombre, y esa es realmente la razón de que se lo cambiara, si quiere saber la verdad. Para distinguir al Milo poeta del Milosevic cerdo gánster fascista. Pero después de que todo fue allí una locura al tratar de ser ex Yugo, lo afectó mucho la demonización de los serbios, aunque estaba de acuerdo con la mayor parte del análisis de lo que Milosevic estaba haciendo en Croacia e iba a hacer en Bosnia, se enardeció por todo el discurso antiserbio y, en un momento de locura, decidió que su obligación era volver y ser la conciencia moral del país, ya sabe, como Stephen Dedalus, forjar en la fragua de su alma, etcétera, etcétera, o ser una especie de Solzhenitsyn serbio. Yo le dije que se dejara de bobadas, quién era Solzhenitsyn de todas formas, sino un viejo chalado de Vermont que soñaba con ser profeta otra vez en la Madre Rusia, pero cuando llegó allá nadie quería escuchar de nuevo su vieja canción, no creo que ese sea el camino que quieres seguir, papá, lo tuyo son las mujeres y los cigarrillos y el trago y las montañas y trabajo trabajo trabajo, la idea era dejar que todo eso te matara, ¿no?, el plan era mantenerse lejos de Milosevic y sus asesinos, por no hablar de las bombas. Pero él no me escuchó y, en lugar de atenerse a las reglas del juego, cogió un avión para volver allá, a la furia. Eso es lo que había empezado a decir, profesor, no me hable de la furia, sé lo que es capaz de hacer. América, a causa de su omnipotencia, está llena de miedo; teme la furia del mundo y la rebautiza envidia, o eso solía decir mi papá. Creen que queremos ser ellos, decía después de atizarse unos cuantos tragos de matarratas, pero la verdad es que estamos furiosos como el demonio y no queremos seguir aguantando. Comprende, sabía lo que era la furia. Pero luego dejó de lado lo que sabía y se portó como un maldito idiota. Porque, unos cinco minutos después de haber aterrizado en Belgrado o quizá fueran cinco horas o cinco días o cinco semanas, a quien le importa, ¿no?-, la furia lo hizo pedazos y no quedó de él lo suficiente para reunirlo y meterlo en una caja. De manera que, sí, profesor, y usted está furioso por una muñeca. Bueno, perdóneme.

El tiempo había cambiado. El calor de principios del verano había dejado paso a un tiempo trastornado e imprevisible. Había muchas nubes y demasiada lluvia, y días de calor matutino que se hacían bruscamente fríos tras el almuerzo, haciendo estremecerse a las chicas de vestido de verano y a los patinadores de torso desnudo del parque, con aquellos misteriosos cinturones de cuero estrechamente apretados en el pecho, como penitencias autoimpuestas, debajo mismo de los pectorales. En los rostros de sus conciudadanos, el profesor Solanka discernía nuevas perplejidades; las cosas en que habían confiado, veranos veraniegos, gasolina barata, los brazos lanzadores de David Cone y hasta de Orlando Hernández, todo eso había empezado a fallarles. Un Concorde se estrelló en Francia, y la gente se imaginó que veía una parte de sus propios sueños del futuro, el futuro en que también ellos romperían las barreras que los habían retenido, el futuro imaginario de su propia carencia de límites, ascendiendo entre aquellas llamas horribles.

También aquella edad de oro debía terminar, pensó Solanka, como terminan todos los períodos de la crónica humana. Tal vez aquella verdad estaba comenzando apenas a deslizarse en la conciencia de la gente, como la llovizna que goteaba dentro de los cuellos vueltos de los impermeables, semejante a un puñal que se introdujera entre las rendijas de su confianza acorazada. En un año de elecciones, la confianza de América era moneda política. No podía negarse su existencia; los responsables se atribuían el mérito, sus oponentes se lo negaban, diciendo que se debía a Dios o si no a Alan Greenspan, de la Reserva Federal. Sin embargo, somos como somos y la incertidumbre está en el corazón de lo que somos, la incertidumbre per se, en sí y de por sí, el sentimiento de que nada está escrito en la piedra, todo se desmorona. Como seguía diciendo aún Marx probablemente en el depósito de chatarra de las ideas, la Santa Elena intelectual a la que había sido exiliado, todo lo sólido se desvanece en el aire. En un ambiente general de tal confianza diariamente pregonada, ¿dónde se escondían nuestros miedos? ¿De qué se alimentaban? De nosotros mismos quizá, pensó Solanka. Mientras el billete verde era todopoderoso y América cabalgaba sobre el mundo, los trastornos psicológicos y las aberraciones de toda clase hacían su agosto en casa. Bajo la retórica autosatisfecha de aquella América de nuevo envase, homogeneizada, aquella América de veintidós millones de nuevos puestos de trabajo y la mayor tasa de propiedad de viviendas de la historia, aquella América-Centro Comercial de presupuesto equilibrado, bajo déficit y valores bursátiles, la gente estaba estresada, se venía abajo y hablaba de ello todo el día en retahilas de tópicos imbéciles. Entre los jóvenes, herederos de la abundancia, el problema se agravaba. Mila, con su educación parisina ultraprecoz, se refería a veces con desdén a sus contemporáneos. Todo el mundo estaba asustado, decía, toda la gente que conocía, por atractiva que fuera su fachada, temblaba interiormente, y daba igual que todos fueran ricos. Entre los sexos el problema era aún peor. «Los chicos no saben ya realmente cómo ni cuándo ni dónde tocar a las chicas, y las chicas apenas pueden distinguir entre deseo y agresión, coqueteo e insulto, amor y abusos sexuales.» Cuando todo y todos los que tocas se convierten al instante en oro, como aprendió el rey Midas en otra fábula clásica de «ten cuidado con lo que deseas», se termina por no ser capaz de tocar nada ni a nadie.

Mila había cambiado también últimamente, pero en su casa la transformación era, en opinión del profesor Solanka, una gran mejora con respecto a la chiquilla irresponsable, dándose aún a los veinte aires de adolescente, que había pretendido ser. Para conservar a su guapo Eddie, el ídolo deportivo del colegio -que describió a Solanka como «no es una lumbrera pero tiene buen corazón» y para el que una mujer inteligente y culta sería, indudablemente, una disuasión y una amenaza había amortiguado su propia luz. No por completo, había que decirlo: después de todo, había conseguido arrastrar a su amigo y al resto de los chicos a un programa doble de Kieslowski, lo que quería decir que no eran tan tontos como parecían o que ella tenía poderes de persuasión mayores aún que los que Solanka le había supuesto.

Día a día, ante los ojos asombrados de Malik, se iba abriendo para convertirse en una mujer ingeniosa y competente. Empezó a visitarlo a todas horas: temprano, para obligarlo a desayunar porque él tenía la costumbre de no comer nada hasta el crepúsculo, costumbre que ella había calificado de «claramente bárbara y tan mala para usted», de forma que, bajo su tutela, había comenzado a aprender los misterios de los copos de avena y el salvado, y a tomar diariamente, con su café recién hecho, una fruta matutina al menos, o bien en las tórridas horas de la tarde, tradicionalmente reservadas a los amores ilícitos. Sin embargo, al parecer no pensaba en el amor. Lo iniciaba en placeres más sencillos: té verde con miel, paseos por el parque, salidas de compras «Profesor, la situación es crítica; tenemos que tomar medidas inmediatas y drásticas para comprarle ropa que pueda llevar»e incluso una visita al Planetarium. Cuando él estaba con ella en el centro del Big Bang, sin sombrero, vestido informalmente, calzado reciente y elásticamente con el primer par de zapatillas de deporte que se había comprado en treinta años, y sintiéndose como si ella fuera su madre y él un niño de la edad de Asmaan bueno, quizá un poco más-, ella se volvió hacia él, se inclinó un poco, porque con tacones era por lo menos seis pulgadas más alta que él, y la verdad es que le cogió el rostro entre las manos. «Aquí está, profesor, en el principio mismo de las cosas. Y con buen aspecto además. ¡Anímese, por el amor de Dios! Es bueno empezar de nuevo.» A su alrededor comenzaba un nuevo ciclo de Tiempo. Así fue como comenzó todo: ¡bum! Las cosas volaban en pedazos. El centro no aguantaba. Pero el nacimiento del Universo era una metáfora complaciente. Lo que seguía no era solo la anarquía de Yeats. Mira, la materia se aglutinaba con otra materia, la sopa primitiva se hacía grumosa. Luego venían las estrellas, los planetas, los organismos unicelulares, los peces, los periodistas, los dinosaurios, los abogados, los mamíferos. La vida, la vida. Sí, Finnegan, comenzar de nuevo, pensó Malik Solanka. Finn MacCool, no duermas más, chupándote el poderoso pulgar. Despierta, Finnegan.

Ella venía también para hablar, como movida por una profunda necesidad de reciprocidad. En esas ocasiones hablaba con una franqueza y velocidad casi aterradoras, sin escatimar sus fuerzas; pero el propósito de sus soliloquios no era el pugilismo sino la amistad. Solanka, al acoger sus palabras con la intención que las animaba, se sentía muy calmado. Con su conversación aprendía con frecuencia cosas de mucha importancia, cogiendo la sabiduría al vuelo, por decirlo así; había pepitas de placer inadvertidas por casi todas partes, como juguetes desechados, en los rincones de su charla. Esta, por ejemplo, mientras explicaba por qué un antiguo novio la había dejado, cosa que ella encontraba claramente tan inverosímil como el propio Solanka:

–Estaba podrido de dinero y yo no.– Se encogió de hombros.– Para él era un problema. Quiero decir el que yo estuviera ya en mis veintitantos y no tuviera todavía mi unidad.

¿Unidad? A Solanka le habían dicho Jack Rhinehart que la palabra se utilizaba en algunos círculos machistas americanos para designar los genitales masculinos, pero era de suponer que a Mila no la habían dejado plantada por falta de ellos. Mila definió el término como si hablase a un niño poco despierto pero simpático, utilizando el tono cuidadoso, de guía para idiotas, que Solanka le había oído emplear ocasionalmente al hablar con Eddie.

–Una unidad, profesor, es un centenar de millones de dólares.

Solanka se sintió aturdido por la reveladora belleza del hecho. Un siglo de billetes grandes: el precio de admisión contemporáneo para los Campos Elíseos de los Estados Unidos. Esa era la vida de los jóvenes en la América del incipiente tercer milenio. El que una chica de excepcional belleza y gran inteligencia pudiera ser considerada inapropiada por una razón fiscalmente tan exacta, dijo Solanka a Mila gravemente, solo demostraba que los criterios americanos en cuestiones del corazón o, por lo menos, en el juego de parejas, habían aumentado más aún que los precios de la propiedad inmobiliaria.

–Bien dicho, profesor -replicó Mila. Entonces los dos soltaron una carcajada que Solanka no había oído surgir de su propia boca en una eternidad. La risa sin trabas de la juventud.

Comprendió que ella lo había convertido en uno de sus proyectos. La especialidad de Mila había resultado ser coleccionar y reparar personas deterioradas. Fue totalmente franca cuando él se lo preguntó:

–Eso es lo que sé hacer. Remendar personas. Hay quien arregla casas. Yo renuevo a la gente.

De manera que, a sus ojos, él era como una vieja mansión, o por lo menos como aquel viejo dúplex del Upper West Side que él había subarrendado, aquel hermoso espacio que no había sido adecentado, probablemente, desde los sesenta y había empezado a parecer un poco trágico; por dentro y por fuera, dijo ella, había llegado el momento de un look totalmente nuevo.

–Siempre que no me cuelgue de la fachada ningún andamio lleno de decoradores punjabíes ruidosos, malhablados y fumadores de bidis -había asentido él. (Gracias a Dios, los trabajadores de la construcción habían hecho su trabajo y se habían ido; solo había quedado el barullo característico de la calle. Sin embargo, hasta ese jaleo parecía más apagado que antes.)

Ella desveló también, en beneficio de Solanka, a sus amigos, la tropa de vampiros de las escaleras, que se convirtieron en algo más que simples poses. Ella había trabajado también con ellos y estaba orgullosa de sus propios logros, y de los de ellos.

–Llevó tiempo: les gustaban realmente sus gafas de escolar y su ¡puaj! pana. Pero ahora tengo el privilegio de dirigir a la pandilla de geeks más de moda de Nueva York, y cuando digo geeks, profesor, quiero decir genios. Esos chicos son los más cool, y cuando digo cool quiero decir hot. ¿El filipino que propagó el virus I Love You? Olvídese. Aquello era una velada de aficionados; esto es la gran liga. Si esos niños quisieran lanzar un virus contra Gates, puede estar seguro de que él estornudaría durante años. Tiene usted delante al tipo de surfers de los que el Emperador de Mal tiene verdadero miedo, disfrazados de vagos de la generación X por su propia seguridad, para ocultarlos a los darths del Imperio, Vader el Negro y Maul el Rojo y Cornudo. Ah, bueno, no le gusta La guerra de las galaxias, pues entonces son como hobbits que estoy escondiendo de Sauron el Señor Oscuro y sus espectros del Anillo. Frodo, Bilbo, Sam Gamyi, toda la Comunidad del Anillo. Hasta que llegue el momento y lo derribemos, y quememos su poder en el Monte del Destino. No crea que bromeo. Por qué habría de temer Gates a los competidores que tiene, los ha derrotado ya: no son más que siervos. Los ha dejado tiesos. Lo que le da pesadillas es que algún chico salga un día de algún sitio sin ascensor ni agua caliente con algo nuevo y sensacional, algo que convierta a Gates en noticia del día anterior. En obsoleto. Por eso no hace más que comprar su parte a gente como nosotros, está dispuesto a perder unos cuantos millones ahora para no perder miles de millones mañana. Sí, estoy con los tribunales, hay que derribar ese palacio, partirlo por la mitad, cuanto antes mejor. Pero entretanto tenemos grandes planes. ¿Yo? Llámame Yoda. Hacia atrás hablo. Al revés pienso. Del revés volverte puedo. ¿En ti fuerte crees la Fuerza es? En mí fuerte más se mueve. En serio -terminó dejando aquella voz de muñeco de goma. Yo solo soy gestión. Y en este momento ventas y marketing y publicidad también. Hay que mantenerse ágil y agresivo, ¿no? ¿Qué te parecen mis vampiros? Ellos son los creativos. Webspyder.net. Ahora mismo estamos diseñando sitios para Steve Martin, Al Pacino, Melissa Etheridge, Warren Beatty, Christina Ricci y Will Smith. Sí señor. Y Dennis Rodman. Y Marion Jones y Christina Aguilera y Jennifer López y Todd Solondz y ’N Sync. ¿Gente importante? En ello estamos. Con Ed, Verizon, British Telecom, Nokia, Canal Plus, si se trata de comunicaciones, estamos en comunicación con quien sea. ¿Quieres intelectuales? Esos son los tipos a cuyos teléfonos llaman Bob Wilson y el Thalia Theatre de Hamburgo y Robert Lepage. Te lo aseguro: están ahí. Hoy impera la ley de la frontera, profesor, y esa es la pandilla del Hole in the Wall. Butch, Sundance, todo el Grupo Salvaje. Yo hago de matrona. Y soy la cabeza visible.

De forma que él los había juzgado mal y eran chicos prodigio; excepto Eddie. Eran las tropas de asalto del futuro tecnologizado que le inspiraba tantos recelos; excepto, una vez más, Eddie. Pero la verdad era que Eddie Ford había sido el proyecto más ambicioso de Mila «hasta que usted llegó».

Y además dijo ella usted y Eddie tienen más cosas en común de las que cree.

Eddie tenía un brazo lanzador que lo había llevado lejos desde sus orígenes en Ningunaville hasta Columbia, de hecho hasta la cama de Mila Milo, uno de los solares más solicitados de Manhattan; pero al final no importa lo lejos que puedes lanzar el balón. No puedes lanzar el pasado, y en el pasado, allá en Ningunaville (Nada), la infancia de Eddie había soportado el peso de la tragedia. Los personajes principales fueron bosquejados para Solanka por Mila, cuya solemnidad les infundía algo de estatura griega. Estaba el tío Raymond de Eddie, héroe regresado de Vietnam, que había tratado de pasar inadvertido durante años en una casita de tipo Unabomber situada en las montañas de pinares que había sobre el pueblo, y se creía incapacitado para la compañía humana por su alma dañada. Ray Ford era propenso a violentos accesos de cólera, que incluso en aquellas remotas altitudes podían provocarle un camión que petardeara en el valle, un árbol al caer o el canto de un pájaro. Y estaba Tobe, el hermano «culebra mofeta comadreja» de Ray, mecánico y padre de Eddie, lamentable jugador de cartas, más lamentable borracho, un gilipollas cuya traición iba a destrozar sus vidas. Y estaba por último Judy Carver, la madre de Eddie, que en aquellos tiempos no había empezado aún a tratar con Santa Claus y con el Niño Jesús, y que, por bondad de corazón, había estado yendo a las montañas todas las semanas, desde principios de los setenta, hasta que, quince años más tarde, cuando el pequeño Eddie tenía diez años, convenció al hornbre de la montaña para que bajara al pueblo.

A Eddie lo intimidaba su tío greñudo y maloliente, y le tenía bastante miedo; sin embargo, sus excursiones de niño a la casita de Ray eran lo más destacado de sus experiencias vitales y constituían sus recuerdos más vividos, «mejor que el cine», decía. Judy había empezado a llevarlo con ella desde que cumplió cinco años, esperando tentar a Ray para que volviera al mundo, mostrándole el futuro, y confiando en el buen carácter de Eddie para ganar el corazón de aquel hombre salvaje.) Mientras subía a la montaña, Judy cantaba viejas canciones de Arlo Guthrie y el joven Eddie cantaba con ella: «Era ya de noche, el otro día, Pensé que a ver a Ray yo subiría, Y entonces vino Ray, que ya salía, Lo único que Ray saber decía: Yo no quiero comer, La moto es mía…». Pero este Ray no era aquel Ray. Este Ray no tenía una chatarra Hurley y no había Alicia, ni con restaurante ni sin él. Este Ray vivía de judías y raíces, y probablemente bichitos y gérmenes, calculaba Eddie, y de culebras capturadas con las manos desnudas y águilas bajadas del cielo. Este Ray renqueaba y tenía dientes que parecían de madera podrida y un aliento que te podía derribar a doce pasos. Y, sin embargo, ese era el Ray en que Judy Carver Ford podía ver aún al muchacho encantador que se fue a la guerra, el muchacho que sabía retorcer el papel de plata que había dentro de los paquetes de cigarrillos para hacer figuras humanas que se tenían de pie y tallaba en el pino retratos de chicas, que regalaba a cambio de un beso. (Muñecas, se maravilló Solanka. No había forma de escapar al viejo vudú. Era otro maldito cuento de un fabricante de muñecas. Y de otro sanyasi también. Eso era lo que había querido decir Mila. Un sanyasi más auténtico que yo, que se había retirado de la sociedad de una forma debidamente ascética. Pero semejante a mí en que quería liberarse de su miedo de lo que había debajo, de lo que podía ponerse a borbotear en cualquier momento y arrasar un mundo indigno.) Judy había besado una vez al propio Raymond, antes de cometer su error garrafal y decidirse por Tobe, cuyo mal de espalda lo había salvado del servicio militar, pero de cuyo mal carácter nadie podía salvarla; excepto, pensó ella, Ray. Si Ray bajaba de su refugio, quizá eso sería un signo, y las cosas cambiarían, y los hermanos irían a pescar y a jugar a los bolos, y Tobe dejaría de ser un cerdo, y entonces quizá tendría ella un poco de paz. Y, a la larga, Ray Ford vino realmente, refregado y afeitado y con una camisa limpia, tan acicalado que Eddie no lo reconoció cuando entró por la puerta. Judy había preparado su cena de celebración de la firma, el mismo festín de pan de carne y atún que luego ofrecería a los señores Christmas y Cristo, y por algún tiempo todo fue bien; no hablaban mucho, pero eso estaba bien, todo el mundo se estaba acostumbrando a vivir en la casa con todos los demás.

Ante el helado, el tío Ray tomó la palabra. Judy no había sido la única mujer que lo visitaba en el bosque.

–Ha habido otra persona -dijo, con dificultad-. Una mujer llamada Hatty, Carole Hatty, sabe que algunos de nosotros estamos dispersos por el bosque y, por su buen corazón, viene a visitarnos y nos trae ropa y pastel y cosas, aunque hay cabrones locos que cogen el hacha cuando se acerca cualquiera a menos de diez pies, sea hombre, mujer, niño o perro rabioso.

Mientras hablaba de la mujer, el tío Ray empezó a ponerse colorado y a moverse en el asiento.

–¿Es importante para ti, Raymond? ¿Quieres que la invitemos?

Y entonces la culebra mofeta comadreja del otro lado de la mesa de cocina empezó a darse golpes en los muslos y a reírse, con una risa fuerte y borracha de traidor culebra mofeta comadreja, se rió hasta llorar, y luego se puso en pie de un salto, derribando la silla, y dijo:

–Jo, Carole Hatty. ¿Carole «Facilidades» la del Big Dipper Diner de Hopper Street? ¿Esa Carole Hatty? Uuh. No creí que le gustase tanto el dulce como para ir a veros buscando más. Diablos, Ray, estás despistado. Los muchachos llevamos tirándonos a la pequeña Carole desde que tenía quince años y lo andaba suplicando.

El tío Ray miró al pequeño Eddie, una mirada horriblemente vacía, e incluso a sus diez años Eddie pudo comprender el significado, pudo darse cuenta de lo profunda que era la puñalada en la espalda que había recibido el tío Ray, porque Raymond Ford, a su manera, había dicho que había bajado de su reducto de la cumbre no solo por amor a su familia -amor a Eddie, decía la mirada- sino también por lo que creía que era el amor de una buena mujer; después de aquellos largos años de cólera, había vuelto con la esperanza de que todo aquello sanase su corazón, y lo que había hecho Tobe Ford había sido pinchar ambos globos, apuñalarle el corazón dos veces de un solo golpe.

Bueno, el hombrón se levantó cuando Tobe acabó de hablar y Judy empezó a chillarles a los dos, tratando al mismo tiempo de dejar a Eddie a su espalda, porque la culebra mofeta comadreja de su marido tenía una pequeña pistola, que apuntaba al corazón de su hermano.

–Vamos, vamos, Raymond -dijo el viejo Tobe, sonriendo, recordemos lo que dice la Biblia sobre el amor fraterno.

Ray Ford salió de la casa y Judy tuvo tanto miedo que empezó a cantar «Anoche oí el portazo de la entrada», y entonces Tobe se fue también, diciendo que no tenía por qué comerse la mierda que se estaba repartiendo y que ella podía meterse sus opiniones en el culo, ¿me oyes, Jude? ¿Quién eres tú para juzgarme, so furcia? Solo eres, mi puta mujer, y si no te gusta lo que dice tu marido, ¿por qué no se la chupas a ese chiflado de Raymond? Tobe se fue a jugar a las cartas al taller de carrocería de Carrigan, donde trabajaba y, antes de que fuera de día, encontraron a Carole Hatty con el cuello roto en un callejón, muerta, y Raymond Ford estaba en un depósito de chatarra lleno de coches oxidados, detrás del solar de Carrigan, con una sola herida de bala en el corazón y ningún arma por ninguna parte. Y entonces la culebra mofeta comadreja se largó, no volvió a casa de su partida de cartas, y aunque la orden de busca y captura de Tobias Ford, armado y peligroso, se fijó en cinco Estados, nadie encontró nunca su rastro. La madre de Eddie opinaba que el cabrón había sido siempre en realidad una culebra disfrazada y, después de lo que había hecho, se había quitado sencillamente la piel humana, la había mudado, y la piel se había desmenuzado y convertido en polvo en cuanto la dejó, y una culebra más no llamaba la atención en Ningunaville, en donde las casas del Señor estaban llenas de crótalos y serpientes de cascabel, por hablar solo de los pastores protestantes. Que se vaya, dijo, si hubiera sabido que me estaba casando con una culebra, hubiera preferido tomar veneno a pronunciar mis cristianas promesas.

Judy se consoló con su creciente colección de botellas de Jack Daniel’s y Jim Beam, pero, después de ocurrir lo que ocurrió, Eddie Ford se calló como una tumba y no pronunciaba más de veinte palabras diarias. Como su tío, pero sin dejar el pueblo, se había secuestrado a sí mismo del mundo, se había encerrado dentro de su propio cuerpo y, a medida que creció, fue concentrando todas las inmensas energías de aquella estructura nueva y potente en lanzar el balón, lanzándolo con más fuerza y velocidad de lo que se había lanzado nunca balón alguno en Ningunaville, como si al arrojarlo limpiamente al espacio ultraterrestre pudiera él salvarse de la maldición de su sangre, como si transformar un ensayo fuera lo mismo que la libertad. Y finalmente se lanzó a sí mismo hasta llegar a Mila, que lo salvó de sus demonios, convenciéndolo para que saliera de su exilio interior, apoderándose para su placer de aquel hermoso cuerpo que él había convertido en su celda, y dándole a cambio camaradería, comunidad, el mundo.

Dondequiera que se mirase, pensó el profesor Malik Solanka, la furia estaba en el aire. Dondequiera que se escuchase, se oía el batir de alas de las diosas negras. Tisífone Alecto Megera: los antiguos griegos tenían tanto miedo de esas deidades, las más feroces, que no se atrevían a pronunciar su verdadero nombre. Utilizar ese nombre, Erinias, Furias, podía significar muy bien atraer la ira letal de aquellas señoras. Por ello, y con profunda ironía, lla]maban a esa trinidad enfurecida, «Las bondadosas»: Euménides. Ese nombre eufemístico, por desgracia, no mejoraba mucho el permanente mal humor de las diosas.

Al principio, había intentado no pensar en Mila como en una Cerebrito viva: y no, por cierto, la Cerebrito hueca recreada por los medios de comunicación, no Cerebrito la traidora, la baby doll lobotomizada de Calle del Cerebro y demás, sino su olvidado original, la CB perdida que imaginó primero, la estrella de Las aventuras de Cerebrito. Al principio se dijo que estaría mal hacer eso a Mila, amuñecarla así, pero -se replicó a sí mismo- ¿no lo había hecho ella misma? Según admitía, ¿no había hecho de la Cerebrito de la primera época su modelo y estímulo? ¿No se le presentaba claramente en el papel de la Verdadera que él había perdido? Ella era, lo sabía ahora, una joven realmente muy brillante; debía de haber previsto cómo sería acogida su actuación. ¡Sí! Deliberadamente, para salvarlo, le estaba ofreciendo el misterio que -había adivinado ella de algún modo- respondería a sus necesidades más profundas, aunque nunca expresadas. Tímidamente, Solanka empezó entonces a permitirse considerarla como una creación suya, que había cobrado vida por un milagro inesperado y cuidaba ahora de él como podría hacerlo la hija que nunca había tenido. Un día, un lapsus reveló su secreto, pero Mila no pareció ofendida en absoluto. En lugar de ello, sonrió con una pequeña sonrisa íntima -una sonrisa que, tuvo que admitir Solanka, estaba llena de un extraño placer erótico, en la que había algo de la satisfacción del pescador paciente cuando finalmente muerden su cebo, y algo también de la alegría escondida del apuntador cuando por fin recogen el pie que ha repetido varias veces- y, en lugar de corregirlo, contestó como si él hubiera utilizado su verdadero nombre y no el de la muñeca. Malik Solanka se ruborizó intensamente, invadido por una vergüenza casi incestuosa y, tartamudeando, trató de disculparse; entonces ella se acercó hasta que sus pechos se apoyaron contra su camisa y él pudo sentir el aliento de sus labios rozando el suyo, y murmuró: «Profesor, llámeme como quiera. Si le hace sentirse bien, yo me sentiré bien». De manera que cada día se hundían más profundamente en la fantasía. Solos en su apartamento en las tardes lluviosas de aquel verano echado a perder, jugaban su jueguecito de padre e hija. Mila Milo, de forma totalmente deliberada, comenzó a ser su muñeca, a vestirse cada vez más como la elegante muñeca original y a interpretar para un Solanka muy excitado una serie de historias derivadas de los primeros shows. Él podía hacer el papel de Maquiavelo, Marx o, muy a menudo, Galileo, mientras que ella era, bueno, exactamente lo que él quería que fuera; se sentaba junto a su sillón y le estrechaba los pies mientras él se liberaba de la sabiduría de los grandes sabios del mundo; y, después de permanecer un rato allí, ella se trasladaba a sus ansiosas rodillas, aunque, sin decir palabra, se aseguraban de que hubiera siempre un blando cojín entre el cuerpo de ella y el suyo, de forma que si él, que había jurado no yacer con mujer alguna, respondía a su presencia como podría responder otro hombre menos perjuro, ella no necesitaba saberlo, no tenían que mencionarlo nunca y él no tenía que reconocer jamás las debilidades a veces desbordantes de su cuerpo. Como Gandhi al hacer sus brahmacharya, sus «experimentos con la verdad» cuando las esposas de sus amigos se echaban de noche a su lado para que pudiera poner a prueba el dominio de la mente sobre el miembro, Malik mantenía las apariencias de un alto decoro; y ella también, ella también.

Asmaan se retorcía dentro de él como un cuchillo: Asmaan por la mañana, orgulloso de realizar a un alto nivel sus funciones naturales, ante un público de dos que aunque descaradamente parcial aplaudía. Asmaan en sus encarnaciones diurnas de motociclista, acampado, emperador del cajón de arena, comilón, inapetente, estrella de la canción, estrella con rabietas, bombero, astronauta, Batman. Asmaan después de cenar, en su única hora de vídeo autorizada, viendo interminables reposiciones de películas de Walt Disney. Robin Hood tenía mucho éxito, con su absurda «Notting Ham», en donde actuaba un gallo de country western, malos plagios de Balú y de Kaa de El libro de la selva, acentos norteamericanos no adulterados por todo el bosque de Sherwood, y el grito en inglés antiguo disneyano de «Oode-lally!», lanzado con frecuencia aunque poco conocido anteriormente. Toy Story, sin embargo, estaba proscrita. «Hay un niño que da biedo.» Biedo era miedo, y el niño resultaba aterrador porque trataba mal a sus juguetes. Aquel amor traicionado aterrorizaba a Asmaan. Se identificaba con los muñecos, no con su dueño. Los muñecos eran como los hijos del niño, y su maltrato era, en el universo moral de un Asmaan de tres años, un crimen demasiado horrible de ver. (Lo mismo que la muerte. En la lectura revisionista que hacía Asmaan de Peter Pan, el Capitán Garfio escapaba siempre al cocodrilo.) Y después del Asmaan-vídeo venía el Asmaan-noche, el Asmaan en el baño soportando que Eleanor le cepillara los dientes y anunciando preventivamente: «Hoy no vamos a lavar mi pelo». Asmaan, por último, durmiéndose cogido de la mano de su padre.

Al niño le había dado por telefonear a Solanka sin tener en cuenta las cinco horas de diferencia. Eleanor había programado el número de Nueva York en el sistema de marcado automático de la cocina de Willow Road; Asmaan solo tenía que apretar un botón. Hola, papá, le llegó su voz trasatlántica (aquella primera llamada fue a las cinco de la mañana): Me he divertido mucho en el parte, papá. Parque, Asmaan, trató de enseñar a su hijo Solanka. Di parque. Parte. ¿Dónde estás, papá, estás en casa? ¿No vas a volver? Hubiera debido meterte en el coche, papá, hubiera debido llevarte a los coluntios. Columpios. Di columpios. Hubiera debido llevarte a los colum-dios, papá. Morgen me ha empujado muy muy alto. ¿Me vas a traer un rebalo? Di regalo, Asmaan. Di regalo. Sabes hacerlo. ¿Me vas a ta-reer un ree-balo, papá? ¿Qué hay dentro? ¿Me gustará mucho? Papá, no te vas a ir más. No te dejaré. Me comí un helao en el parte. Morgen me lo cornpró. Era muy bueno. Helado, Asmaan. Di helado. He-la-bo.

Eleanor se puso al aparato.

–Lo siento, bajó las escaleras y apretó el botón él sólito. No me desperté.

No pasa nada, replicó Solanka, y siguió un largo silencio. Luego Eleanor dijo, insegura:

–Malik, no entiendo nada de lo que pasa. Me estoy viniendo abajo. No podríamos, si no quieres venir a Londres podría tomar un, podría dejar a Asmaan con su abuela y podríamos vernos y tratar de resolver el asunto, sea lo que sea, ¡Dios, ni siquiera sé de qué se trata!, ¿no podríamos resolverlo? ¿O es que ahora me detestas, te doy asco de repente por alguna razón? ¿Hay alguien más? Tiene quehaber alguien, ¿no? ¿Quién es? Por el amor del cielo, dímelo, al menos eso tendría sentido, y entonces podría enfurecerme de una puta vez en lugar de volverme loca poco a poco.

Lo cierto en que en su voz no había rastro aún de verdadera cólera. Sin embargo, él la había abandonado sin decir palabra, pensó Solanka: seguramente, su dolor terminaría por convertirse, antes o después, en rabia. Quizá dejaría que su abogado la expresara por ella, desatando contra él la fría rabia de la ley. Pero él no conseguía ver en ella una segunda Bronislawa Rhinehart. Sencillamente, ella no era de carácter vengativo. Pero que su cólera fuera tan moderada era inhumano, incluso un poco aterrador. O bien, alternativamente, una prueba de lo que todo el mundo pensaba, y Morgen y después Lin Franz habían expresado: que ella era la mejor de los dos, demasiado buena para él y, una vez superado su dolor, estaría mucho mejor sin

él. Nada de lo cual sería de consuelo para ella ahora, ni para el niño a cuyos brazos -por la seguridad del propio niño- él no se atrevía a volver.

Porque sabía que no se había librado de las Furias. Una cólera contenida, a fuego lento, sin ilación, seguía filtrándose y fluyendo dentro de él, amenazando con alzarse, sin avisar, en un violento estallido volcánico; como si estuviera dotada de vida propia, como si él no fuera más que un receptáculo, su anfitrión, y ella, la furia, el ser consciente y con control. A pesar de todos los avances aparentemente nigrománticos de la ciencia, aquellos eran tiempos prosaicos en los que parecía poder explicarse y comprenderse todo; y durante toda su vida el profesor Solanka, el Malik Solanka que en los últimos tiempos había cobrado conciencia de lo inexplicable que había dentro de él, había pertenecido firmemente al partido prosaico, el partido de la razón y la ciencia en su sentido original y más amplio: scientia, conocimiento. Sin embargo, incluso en aquellos días observados al microscopio e interminablemente explicados, lo que bullía dentro de él desafiaba toda explicación. Hay algo dentro de nosotros, se veía obligado a admitir, que es caprichoso y para lo que el lenguaje de la explicación resulta inapropiado. Estamos hechos de sombra además de luz, de calor además de polvo. El naturalismo, la filosofía de lo visible, no puede aprehendernos, porque desbordamos. Tememos eso que hay dentro de nosotros mismos, nuestro yo en la sombra que rompe barreras, refuta normas, cambia de forma, transgresor, intruso, auténtico fantasma de nuestra máquina. No es en la otra vida, ni en alguna esfera improbablemente inmortal, sino aquí en la tierra en donde el espíritu se escapa de las cadenas de lo que sabemos que somos. Puede alzarse airado, enardecido por su cautividad, y arrasar el mundo de la razón.

Lo que era cierto en su caso, se descubrió pensando de nuevo, podía ser cierto también, en alguna medida, en el de todo el mundo. El mundo entero tenía malas pulgas. Había un cuchillo retorciéndose en cada entraña, un látigo para cada espalda. A todos se nos provocaba gravemente. Se oían explosiones por todas partes. La vida humana se vivía ahora en el momento anterior a la furia, cuando la cólera aumentaba, o en el momento mismo -la hora de la furia, el tiempo en que la fiera era puesta en libertad-, o bien en el ruinoso período posterior a una gran violencia, cuando la furia refluía y el caos amainaba, hasta que la marea comenzaba, una vez más, a subir. Los cráteres en las ciudades, en los desiertos, en las naciones, en el corazón- se habían convertido en lugar común. La gente gruñía y se acurrucaba en los escombros de sus propias fechorías.

A pesar de todos los cuidados de Mila Milo (o, con frecuencia, por ellos), el profesor Solanka seguía necesitando, en sus frecuentes noches de insomnio, calmar sus hirvientes pensamientos caminando por las calles de la ciudad durante horas, incluso bajo la lluvia. Estaban excavando Amsterdam Avenue, tanto la acera como el pavimento, a sólo unas manzanas de distancia (algunos días parecían estar excavando la ciudad entera), y una noche iba andando bajo un chaparrón entre mediano y fuerte a lo largo de la zanja descuidadamente vallada, cuando dio contra algo con el dedo gordo del pie y prorrumpió en una serie de invectivas de tres minutos, al final de la cual oyó una voz admirativa que salía de debajo de un hule, en una entrada: «Vaya, esta noche he ampliado mucho mi vocabulario». Solanka bajó la vista para ver qué era lo que le había magullado el pie, y allí, sobre la acera, había un trozo roto de losa de hormigón; al verlo, inició una carrera torpemente cojeante, huyendo de aquel trozo de hormigón como abandona un culpable el escenario del crimen.

Desde que la investigación de los tres asesinatos de sociedad se había centrado en los tres muchachos ricos, se había sentido más tranquilo, pero en el fondo de su corazón no se había exonerado todavía por completo. Seguía atentamente los informes sobre la investigación. Todavía no había habido detenciones ni confesiones, y los medios de información comenzaban a ponerse nerviosos; la posibilidad de un asesino en serie de la flor y nata de la sociedad era muy sabrosamente tentadora, y el que la policía de Nueva York no hubiera podido resolver el caso resultaba tanto más frustrante. ¡Someted al tercer grado a esos pijos inútiles! ¡Alguno de ellos cantará! Ese tipo de comentarios especulativos, de los que podían escucharse muchos, producía un desagradable ambiente de linchamiento. La atención de Solanka fue captada por la única pista nueva posible. El Hombre del Jipijapa había sido sustituido en el reparto del misterio no resuelto por un grupo de personajes todavía más extraños. Cerca de los tres escenarios de los asesinatos se había visto a personas con disfraces de personajes de Walt Disney: un Goofy cerca del cadáver de Lauren Klein, un Buzz Lightyear cerca del cuerpo de Belinda Booken Candell y, en donde yacía Saskia Schuyler, un transeúnte había visto un zorro rojo de verde oliva: Robin Hood en persona, tormento del viejo y malo sheriff de Notting Ham y que ahora se escapaba de los sheriffs de Manhattan. Oo-de-lally! Los policías admitieron que era imposible determinar con seguridad la existencia de una vinculación significativa entre los tres sospechosos, aunque la coincidencia fuera sin duda sorprendente -¡Halloween quedaba muy lejana!– y la estuvieran teniendo muy en cuenta.

En la mente de los niños, pensó Solanka, las criaturas del mundo imaginario -personajes de libros o videos o canciones- parecían mucho más reales que la mayoría de las personas de carne y hueso, a excepción de sus padres. A medida que crecíamos, el equilibrio se desplazaba y la ficción quedaba relegada a una realidad distinta, el mundo aparte al que se nos enseñaba que pertenecía. Sin embargo, ahí había una prueba macabra de la capacidad de la ficción para traspasar esa frontera supuestamente infranqueable. El mundo de Asmaan -Disney World- estaba invadiendo Nueva York y asesinando a las jóvenes de la ciudad. Y en alguna parte de aquel vídeo había escondidos también uno o más niños que daban mucho miedo.

Por lo menos no había habido más crímenes del Asesino del Hormigón en una temporada. Además, y eso se lo agradecía Solanka a Mila, bebía mucho menos y, como consecuencia, no había tenido más sopores amnésicos: ya no se despertaba completamente vestido con terribles preguntas en la dolorida cabeza. Había incluso momentos en que, cuando caía bajo el hechizo de Mila, se había sentido próximo, por primera vez en meses, a una especie de felicidad. Y, sin embargo, las diosas oscuras seguían cerniéndose sobre él, derramando malevolencia en su corazón. Mientras Mila estaba con él, en aquel espacio de paneles de madera en el que, incluso cuando las tormentas oscurecían el cielo, no se molestaban ya en encender luces eléctricas, él se mantenía dentro del círculo mágico del encanto de ella; pero, tan pronto como ella se iba, los ruidos de su cabeza comenzaban de nuevo. El murmullo, el batir de alas negras. Después de su primera conversación telefónica al amanecer con Asmaan y Eleanor, mientras el cuchillo se retorcía en su interior, los murmullos se volvieron por primera vez contra Mila, su ángel de misericordia, su muñeca viviente.

Eran su rostro en penumbra, sus rasgos afilados moviéndose cómodamente contra su camisa semidesabrochada, el cabello corto, tieso y de oro rojizo rozando la parte inferior de su mentón. La reconstrucción de los viejos shows televisivos había cesado, era un fingimiento cuya finalidad se había cumplido. Aquellos días, en las tardes lentamente ensombrecidas, apenas hablaban y, cuando lo hacían no era ya de filosofía. A veces, por un instante, la lengua de ella lamía el pecho de él. Todo el mundo necesita una muñeca para jugar, susurraba ella. Profesor, pobre hombre colérico, hace tanto tiempo. Shh, no hay prisa, tómeselo con calma, no voy a ir a ninguna parte, nadie va a molestarnos, estoy aquí para usted. Déjelo estar. No necesita ya toda esa rabia. Solo tiene que recordar cómo jugar. Aquellos eran sus largos dedos, con sus uñas rojo sangre, que se abrían camino, en mínimos incrementos cotidianos, por dentro de su camisa.

La memoria física de ella era extraordinaria. Cada vez que lo visitaba, volvía a adoptar exactamente la posición que había alcanzado en sus rodillas acolchadas al terminar su última visita. La colocación de su cabeza y manos, la tensión de su cuerpo enroscado sobre sí mismo, el peso exacto con que se apoyaba en él: su memoria de alta precisión y el ajuste infinitesimal de esas variables eran por sí mismo actos sexuales prodigiosamente excitantes. Porque los velos iban cayendo en su juego, como demostraba Mila al profesor Solanka con cada contacto (más explícito a diario). El efecto de las fortalecedoras caricias de Mila en el profesor Solanka era claramente eléctrico; a su edad y en su situación en la vida no había esperado volver a recibir aquella bendición. Sí, ella le había trastornado la cabeza, se había propuesto hacerlo mientras pretendía no hacer nada por el estilo, y ahora estaba profundamente enredado en su red. La aracnauta reina, la señora de toda la pandilla de aracnautas, lo tenía en sus redes.

Además había otro cambio. Lo mismo que él había dejado que se le escapara un nombre de muñeca, accidentalmente o bajo la presión de un deseo apenas consciente, una tarde también ella dejó que una palabra prohibida saliera de sus labios. Inmediatamente, la sala de estar con los postigos cerrados y oscurecida se había visto mágicamente inundada por una luz cruda y reveladora, y el profesor Malik Solanka supo la historia de Mila Milo. Fue siempre mi papá y yo, había dicho ella misma, siempre él y yo contra el mundo. Allí estaba, en sus propias palabras sin disimulo. Ella lo había puesto delante mismo de Solanka, y él había sido demasiado ciego (o había estado demasiado poco dispuesto) para ver lo que ella había mostrado tan abierta e impúdicamente. Pero cuando Solanka la miró después de su «lapsus» -que él estaba ya más que medio convencido de que no había sido tal, porque aquella era una mujer de un dominio de sí misma formidable y, muy probablemente, nunca le ocurrían accidentes-, aquellos rasgos faciales agudos y un tanto crípticos, sus ojos rasgados, aquel rostro que nunca estaba más cerrado que cuando más abierto parecía, aquella pequeña sonrisa íntima revelaron por fin sus secretos.

Papi, había dicho ella. Aquel diminutivo traicionero, aquel término cargado de cariño destinado al oído de un muerto, había servido de ábrete sésamo de la cueva sin luz de su infancia. Allí estaban el poeta viudo y su hija precoz. El tenía un cojín sobre las rodillas y ella, año tras año, enroscándose y desenroscándose, moviéndose contra él, secando con sus besos las lágrimas de vergüenza de su padre. Aquel era el corazón de ella, la hija que trata de compensar a su padre de la pérdida de la mujer que amaba, en parte sin duda para atenuar su propia pérdida aferrándose al padre que le quedaba, pero también para suplantar a aquella mujer en el afecto del hombre, para llenar el espacio prohibido y desocupado más plenamente de lo que lo había llenado su difunta madre, porque él debía necesitarla, debía necesitar a Mila viva más de lo que había necesitado nunca a su mujer; ella le enseñaría nuevas profundidades de deseo, hasta que él la deseara más de lo que había creído poder desear el contacto de mujer alguna. Ese padre -después de haber experimentado los poderes de Mila, Solanka estaba totalmente seguro de lo que había ocurrido- fue lentamente seducido por su hija, atraído milímetro a milímetro a un país no descubierto, hacia un crimen que nunca se descubriría. Allí estaba el gran escritor, l’écrivain nobélisable, la conciencia de su pueblo, dejando que aquellas manilas atrozmente expertas se movieran por los botones de su camisa y permitiendo en algún momento lo impermisible, cruzando la frontera de la que no se regresa, y comenzando también, atormentada pero ansiosamente, a participar. Así, un hombre religioso fue elevado para siempre al pecado mortal, obligado por el deseo a renunciar a su Dios y a firmar el pacto con el Diablo, mientras la chica floreciente, su niña demonio, el duende que había en el corazón de la flor, susurraba las vertiginosas palabras asesinas de la fe que lo arrastraban hacia el fondo: esto no pasa a menos que lo digamos, y no lo decimos, ¿no?, papi, de manera que no pasa. Y como no pasaba nada, nada estaba mal. El poeta muerto había entrado en el mundo de fantasía en donde todo era siempre seguro, en donde el cocodrilo nunca atrapa al Capitán Garfio y un niño nunca se cansa de sus juguetes. De forma que Malik Solanka vio sin velos el verdadero yo de su amante y dijo:

–Esto es un eco, ¿no?, Mila, una reposición. Esta canción la has cantado ya una vez.

E inmediatamente se corrigió en silencio. No, no te hagas ilusiones. No una vez. No eres de ningún modo el primero.

Shh, dijo ella, poniendo un dedo cruzado sobre los labios de él. Shh, papi, no. No pasó nada entonces ni pasa nada ahora. Su segunda utilización del sobrenombre comprometedor tenía un matiz nuevo, de súplica. Ella lo necesitaba, necesitaba que él lo permitiera. La araña estaba presa en su propia red necrofílica, y dependía de hornbres como Solanka para levantar muy, muy lentamente a su amante de entre los muertos. Gracias a Dios que no existe por no tener hijas, pensó Malik Solanka. Luego la infelicidad lo ahogó. No tengo hija, y he perdido también a mi hijo. Elián el Icono se ha ido a su casa de Cárdenas, Cuba, con su papá, pero yo no puedo irme a casa con mi hijo. Los labios de Mila estaban ahora contra su cuello, se movían sobre su nuez, y sintió una suave succión. El sufrimiento disminuyó; y algo más desapareció también. Le estaban quitando las palabras. Ella las sacaba y se las tragaba, y él no podría volver a decirlas nunca, las palabras que describían lo que no existía, lo que la hechiceraaraña, en su negra majestad, nunca permitiría que existiera.

¿Y si, conjeturó locamente Solanka, ella se alimentara de su furia? ¿Y si aquello de que estaba más hambrienta fuera lo que él más temía, su cólera duende interior? Porque a ella la impulsaba también la furia, él lo sabía, la furia imperiosa y salvaje de su escondida necesidad. Solanka hubiera podido creer fácilmente que aquella muchacha bella y maldita, cuyo peso se movía con languidez tan sugestiva sobre sus rodillas, cuyos dedos rozaban el vello de su pecho tan levemente como una brisa de verano y cuyos labios se entretenían suavemente en su garganta, podía ser en realidad la encarnación misma de una Furia, una de las tres hermanas fatales, azotes de la humanidad. La furia era su naturaleza divina y la hirviente ira humana su alimento favorito. Hubiera podido persuadirse de que, tras sus quedos susurros, bajo sus tonos indefectiblemente serenos, podía oír los chillidos de las Erinias.

Se le reveló otra página de su historia anterior. Allí estaba el poeta Milo de débil corazón. Aquel hombre dotado y propulsado hacía caso omiso de todo consejo médico y seguía, con desmesura casi ridícula, bebiendo, fumando y corriendo detrás de las mujeres. Su hija había dado una explicación de grandeza conradiana para esa conducta: la vida debe vivirse hasta que no pueda vivirse más. Pero cuando los ojos de Solanka se abrieron vio un retrato diferente del poeta, un retrato del artista refugiándose en el exceso para huir de un pecado atroz, de lo que debía de haber creído a diario la muerte de su alma, su condenación por toda la eternidad al círculo más terrible del Infierno. Luego vino aquel último viaje, la huída suicida de papi Milo hacia su homónimo asesino. Huyendo de un mal, Milo había ido a enfrentarse con lo que consideraba un peligro menor. Escapando de la Furia devoradora, su hija, se precipitó hacia su nombre completo, no abreviado, hacia sí mismo. Mila, pensó Solanka, probablemente empujaste a tu padre enloquecido a la muerte. ¿Qué puedes estar reservándome?

Conocía una respuesta aterradora. Un velo al menos seguía interponiéndose entre ellos, no sobre la historia de ella sino sobre la de él. Había sabido desde el primer momento de aquella relación ilícita que estaba jugando con fuego, que se estaba removiendo todo lo que había hundido profundamente en su interior, se estaban rompiendo los sellos uno a uno y el pasado, que casi lo había destruido antes una vez, podría tener otra oportunidad de acabar el trabajo. Entre aquella nueva historia, inesperada, y el relato antiguo, reprimido, había resonancias no expresadas. La pregunta sobre el amuñecamiento y su. La cuestión de permitir que a uno. De no tener otra opción que. De la esclavitud de la infancia cuando. De la necesidad: la de este, la más inexorable de aquel. Del poder de los médicos para. De la impotencia del niño ante. De la inocencia de los niños en. De la culpa del niño, su falta, su falta más atroz. Sobre todo, la cuestión de las frases que no deben completarse, porque completarlas liberaría la furia, y el cráter de la explosión devoraría cuanto estuviera cerca.

¡Oh debilidad, debilidad! Todavía no podía rechazarla. Ni siquiera conociéndola como la conocía ahora, ni siquiera comprendiendo de lo que era capaz realmente e intuyendo su posible peligro podía obligarla a irse. Un mortal que hace el amor con una diosa está condenado pero, una vez elegido, no puede evitar su destino. Ella siguió visitándolo, toda emperifollada, exactamente como él la quería, y cada día había progresos. El casquete polar se fundía. Pronto el nivel del océano se elevaría demasiado y sin duda se ahogarían.

Ahora, cuando salía del apartamento, se sentía como un antiguo durmiente que se levantara. Fuera, en América, todo era demasiado luminoso, demasiado ruidoso, demasiado extraño. A la ciudad le había salido una erupción de vacas que hacían penosos juegos de palabras. En el Lincoln Centre, Solanka se encontró con Mviart y Mudama Butterfly. Fuera del Beacon Theatre se había instalado un trío de divas con ubres y cuernos: Whitney Muston, Muriah Cowrey y Bette Mudler (la bovina Miss M.). Desconcertado por aquella plaga de ganado paranomasticante, el profesor Solanka se sintió de pronto como un visitante llegado de Liliput-Blefuscu o la Luna o, para ser sinceros, Londres. Se sentía también alienado por los sellos de correos, por el pago mensual y no trimestral de las cuentas de gas, electricidad y teléfono, por las marcas de candy desconocidas en los stores (Twinkies, Ho-hos, Ring Pops), por las palabras «candy» y «stores», por los policías armados en las calles, por los rostros anónimos de las revistas, rostros que todos los americanos, de algún modo, reconocían enseguida, por las palabras indescifrables de canciones populares que, aparentemente, los oídos americanos podían comprender sin esfuerzo, por el acento final de nombres como Parrar, Harrell, Candell, por las es abiertas que convertían expression en axpression, y I’ll get the check en I’ll get the chack, por, en pocas palabras, la simple inmensidad de su ignorancia de la envolvente mélée de la vida ordinaria americana. Las memorias de Cerebrito llenaban los escaparates de las librerías igual que en la Gran Bretaña, pero eso no lo alegraba. Desconocía los nombres de los escritores de éxito del momento. Eggers, Pilcher: parecían salidos de un menú de restaurante, no de una lista de éxitos de venta.

Con frecuencia se podía ver a Eddie Ford sentado solo en la entrada vecina cuando el profesor Solanka volvía a casa -los aracnautas estaban evidentemente ocupados con sus redes- y, en el fuego cubierto de la mirada a fuego lento de aquel centurión rubio, Malik Solanka creía ver el comienzo tardío de una sospecha. Sin embargo, no se decían nada. Se saludaban brevemente con la cabeza y lo dejaban estar. Luego Malik entraba en su retiro forrado de madera y esperaba a que viniera su deidad. Ocupaba su puesto en el amplio sillón de cuero que se había convertido en su lugar de reposo preferido y colocaba sobre sus rodillas el cojín de terciopelo rojo con el que, hasta entonces, había seguido protegiendo lo que quedaba de su pudor muy comprometido. Cerraba los ojos y escuchaba el tictac del antiguo reloj de mesa que había sobre la repisa de la chimenea. Y, en algún momento, Mila entraba sin hacer ruido -le había dado un juego de llaves- y lo que debía hacerse, lo que ella insistía en que no se hacía, se hacía silenciosamente.

En aquel espacio encantado, durante las visitas de Mila, lo normal era un silencio casi absoluto. Había murmullos y susurros, pero nada más. Sin embargo, aproximadamente en el último cuarto de hora antes de que ella se fuera, después de haber saltado vivamente de sus rodillas, haberse alisado el vestido y haber llevado a los dos un vaso de zumo de arándanos o una taza de té verde, y mientras se preparaba para el mundo exterior, Solanka podía ofrecerle, si lo deseaba, sus hipótesis sobre el país cuyos códigos trataba de descifrar.

Por ejemplo, la teoría todavía inédita del profesor Solanka sobre las diferentes actitudes hacia el sexo oral en los Estados Unidos e Inglaterra aria provocada por la tonta decisión del presidente de empezar a disculparse por lo que hubiera debido decir resueltamente que no le importaba a nadie fue atentamente escuchada por la joven acurrucada en sus rodillas.

En Inglaterra -explicó él a su estilo más mojigato-, la mamada heterosexual casi nunca se propone ni se acepta antes de que se haya producido un coito pleno con penetración, y a veces ni siquiera entonces. Se considera un signo de profunda intimidad. Y también una recompensa sexual por un buen comportamiento. Es algo raro. Mientras que en América, con vuestra tradición bien asentada de, ah, «magreos» adolescentes en el asiento trasero de diversos automóviles icónicos, «chuparla», para utilizar la expresión técnica, precede la mayoría de las veces a la relación sexual «completa» en la posición del misionero; de hecho, es la forma más corriente de que las chicas conserven su virginidad sin dejar de satisfacer a sus novios.

»En pocas palabras, una alternativa aceptable de follar. Por eso, cuando Clinton afirma que nunca ha tenido relaciones sexuales con esa mujer, Monica, la bovina Ms. L., todo el mundo piensa en Inglaterra que miente como un condenado, mientras que toda la América adolescente (y una gran parte de la pre y postadolescente) entiende que está diciendo la verdad, tal como se define culturalmente en esos Estados Unidos. El sexo oral, precisamente, no es sexo. Eso es lo que permite a las chicas volver a casa y, con la mano en el corazón, decir a sus padres -diablos, probablemente te permitía decir a tu padre que no lo han hecho. De manera que el Resbaloso Willy, Billy the Clint, solo repetía como un papagayo lo que cualquier fogoso adolescente americano hubiera dicho. ¿Inmadurez? Muy bien, probablemente, pero por eso fracasó el impeachment del presidente.

–Comprendo lo que quieres decir -asintió Mila Milo cuando él terminó, y volvió a su lado, con una escalada inesperada y abrumadora de su rutina de final de la tarde, para quitar el cojín de terciopelo rojo de sus rodillas indefensas.

Aquella velada, animado por la susurrante Mila, él volvió con nuevo ímpetu a su antiguo oficio. Hay tantas cosas dentro de ti, esperando, había dicho ella. Lo siento, te rebosan. Aquí, aquí. Ponías en tu trabajo, papi. Laforia. ¿De acuerdo? Haz muñecas tristes si estás triste, muñecas furiosas si estás furioso. Las nuevas muñecas bordes del profesor Solanka. Necesitamos una tribu de muñecas así. Muñecas que digan algo. Puedes hacerlo. Sé que puedes, porque hiciste a Cerebrito. Hazme muñecas que vengan de su mismo barrio, de ese lugar salvaje que hay en tu corazón. El lugar que no es un tipo de mediana edad bajo un montón de ropa vieja. Ese lugar. El lugar para mí. Hazme flipar, papi. ¡Haz que la olvide! Haz muñecas para adultos, para menores acompañados, para mayores de 18 años. Ya no soy una niña, ¿no? Hazme muñecas con las que quiera jugar ahora.

El comprendió por fin lo que Mila hacía para los aracnautas, además de vestirlos más a la moda de lo que ellos podían solos. La palabra «musa» se aplicaba antes o después a casi todas las mujeres bellas que acompañaban a hombres de talento, y cualquier creador de moda con abanico chino que se respetara se dejaría matar antes de aparecer sin una, pero la mayoría de esas mujeres eran mas musitadoras que musas. Una verdadera musa era un tesoro inapreciable, y Mila, descubrió Solanka, era capaz de ser auténticamente inspiradora. Solo momentos después de sus convincentes exhortaciones, las ideas de Solanka, tanto tiempo congeladas y condenadas, comenzaron a arder y fluir. Salió de compras y volvió a casa con lápices de colores, papel, arcilla, madera, cuchillos. Ahora sus días estarían llenos, y también la mayoría de sus noches. Ahora, cuando se despertaba completamente vestido, no había olor de la calle en su ropa, ni el de bebidas fuertes impregnaba su aliento. Se despertaba en su banco de trabajo con las herramientas del oficio en la mano. Nuevas figuritas lo miraban con ojos traviesos y centelleantes. Dentro de él se estaba formando un nuevo mundo, y tenía que agradecer a Mila el soplo divino, el aliento de la vida.

La alegría y el alivio lo recorrían en largos estremecimientos incontrolables. Como aquel otro estremecimiento al final de la última visita de Mila, cuando el cojín cayó de sus rodillas. Un desenlace que él había esperado como el adicto en que se había convertido. La inspiración calmaba también otra preocupación que crecía dentro de él. Había empezado a abrigar temores de Mila, a suponer que había en ella un egoísmo grande y peligroso, una ambición dominante que la hacía ver a los otros, él incluido, como simples peldaños en su propio viaje a las estrellas. ¿La necesitaban realmente aquellos muchachos brillantes? Solanka había empezado a preguntárselo. (Y se acercaba a la siguiente pregunta: ¿La necesito yo?) Había entrevisto una nueva encarnación posible de su muñeca viva en la que Mila era Circe y tenía a sus pies a su cerdo gruñón- pero ahora apartaba aquella visión oscura; también su más feroz compañera, la visión de Mila como Furia, como Tisífone, Alecto o Megera, ponía los pies en el suelo envuelta en un manto de carne suntuosa. Mila se había justificado. Había sido el estímulo para que él volviera a trabajar.

En la tapa de una libreta encuadernada en cuero garrapateó las palabras «Los asombrosos Reyes Marioneta sin hilos del profesor Kronos». Y añadió luego: «O La rebelión de las muñecas vivas». Y luego: «O La vida de los Césares Marioneta». Luego lo tachó todo salvo las palabras «Reyes Marioneta», abrió la libreta y, a toda prisa, comenzó a escribir la historia anterior del genio demente que sería su antihéroe:

Akasz Kronos, el grande, cibernético amoral del Rijk, comenzó, creó los Reyes Marioneta en respuesta a la crisis terminal de la civilización rijk, pero, por el profundo e incorregible defecto de su carácter que lo hacía incapaz, de considerar la cuestión del bien común, los destinó a garantizar únicamente su propia supervivencia y fortuna.

Jack Rhinehart llamó la tarde siguiente, y sonaba muy excitado.

–Malik, qué pasa. ¿Sigues viviendo como un gurú en una cueva de hielo? ¿O como un náufrago de Big Brother is not watching you? ¿O te llegan de cuando en cuando noticias del mundo exterior?… ¿Has oído el del monje budista en el bar? Se acerca al clon de Torn Cruise de la coctelera y le dice: «Hazme uno con todo»… Oye: ¿conoces a una tía llamada Lear? Pretende haber sido tu mujer. A mí me parece que nadie merece tener la mala suerte de haberse casado con semejante encanto. Tiene unos ciento diez años, y el genio de una culebra cortada en dos. Ah, hablando de mujeres. Estoy divorciado. Resultó fácil. Solo tuve que dárselo todo.

Todo era realmente todo, amplió: la casita de Springs, la legendana bodega y varios cientos de miles de dólares.

–¿Y eso te parece bien? – preguntó Solanka, asombrado. -Sí, sí -farfulló Rhinehart-, Hubieras debido ver a Bronnie. Se le cayó la mandíbula hasta el suelo. Agarró la oferta tan rápidamente que creí que se iba a herniar. De manera que, ¿puedes creerlo?, ha desapareado. Hay que brindar. Se trata de Neela, oye. No sé cómo decirlo, pero ella hizo que algo se calmara dentro de mí. Lo arregló todo. – Su voz se hizo infantilmente conspiradora-. ¿Has visto a alguien que pare realmente la circulation? Quiero decir detener el tráfico rodado, sin lugar a dudas, al cien por cien, simplemente con su presencia? Ella lo hace. Se baja de un taxi, y cinco automóviles y dos coches de bomberos frenan chirriando. La gente tropieza con las farolas. Nunca creí que ocurriera algo así salvo en las películas cómicas de Mack Senett. Ahora veo a tipos a los que les pasa todos los días. A veces, en los restaurantes le confió Rhinehart, rebosando regocijo-, le pido que vaya al servicio y vuelva, solo para ver a los hombres de las otras mesas hacerse polvo las cervicales. ¿Te puedes imaginar, Malik, mi amigo lamentablemente soltero, lo que significa estar con eso? ¿Quiero decir todas las noches?

Siempre tienes una forma fea de expresarte dijo Solanka haciendo una mueca. Cambió de tema-. ¿En cuanto a Sara? Para hablar de alguien de ultratumba. ¿En qué cementerio la encontraste? – En el de siempre -contestó Rhinehart un poco borracho. Su ex mujer, supo Solanka, se había casado a los cincuenta con uno de los hombres más ricos de América, el magnate del forraje Lester Schofield in, de noventa y dos años, y en su reciente quincuagésimo séptimo cumpleaños había interpuesto una demanda de divorcio basada en el adulterio de Schofield con Ondine, una modelo de pasarela brasileña, de veintitrés.

–Schofield hizo sus primeros mil millones al descubrir que lo que queda en la uva después de exprimirle el jugo es una cena excelente para una vaca dijo Rhinehart, y pasó a su más exagerado estilo limus-. Y ahora tu vieha senyora tuvo la misma idea, sí senyó. Calculo que le está exprimiendo a él lo que puede. Para ser una vaquiya bien alimenta.

Por toda la costa oriental, al parecer, las jóvenes trepaban a las rodillas de los viejos, ofreciendo a los moribundos el cáliz envenenado de ellas mismas y causando nueve clases de estragos. Matrimonios y fortunas zozobraban a diario en aquellos jóvenes escollos.

–Miz Sara ha consedío una entrevista -dijo Rhinehart a Solanka, demasiado alegremente, en la que anunsió su intensión de cortar a su marío en tres partes, plantando una en cada una de sus propiedades prinsipales, y pasar luego la tersera parte del año con ca una, para expresarle su agradesimiento por su amor. Tuviste suerte de escapar de la vieha Sara cuando no tenías con qué, muchacho. ¿Esa Novia de Wildenstein? ¿Esa Miz Patrisia Duff? No tienen na que haser en los Huegos Olípicos del Divorsio. Esa señora ganó la medaya de oro, tan tranquila. Porfesor, eya conose su Chéspir.

Había rumores de que todo el asunto era una cínica estafa -de que, en pocas palabras, Sara Lear Schofield había metido en el asunto al cisne brasileño- pero no se habían encontrado pruebas de la conspiración.

¿Qué pasaba con Rhinehart? Si estaba tan profundamente satisfecho como pretendía, tanto con su divorcio como con el affaire Neela, ¿por qué pasaba a aquella velocidad vertiginosa de la grosería sexual -que, de hecho, no era mucho su estilo- a aquella patosa historia sobre Sara Lear?

–Jack le preguntó Solanka a su amigo, ¿estás realmente bien, verdad? Porque si…

Estoy perfectamente interrumpió Rhinehart con su voz más tensa y crispada-. ¿Eh, Malik? Estás hablando con tu ’mano Jack. Nasío y criao en el bresal. Para el carro.

Neela Mahendra llamó una hora más tarde.

–¿Se acuerda? Nos conocimos durante aquel partido. Los holandeses sacudiendo a los serbios.

Todavía los llaman yugoslavos en los medios deportivos dijo Solanka, por eso de Montenegro. Pero sí, claro que la recuerdo. No es tan fácil de olvidar.

Ni siquiera acusó el cumplido, recibiendo el halago como un mínimo: solo lo que se le debía.

–¿Podríamos vernos? Es por Jack. Tengo que hablar con alguien. Es importante.

Quería decir inmediatamente, estaba acostumbrada a que, cuando ella hacía un gesto, los hombres dejaran cualquier plan que tuvieran.

–Vivo al otro lado del parque exactamente -dijo ella-. ¿Podemos encontrarnos fuera del Metropolitan dentro de, digamos, media hora? Solanka, ya preocupado por su amigo, y más preocupado a causa de esta llamada telefónica y -¡sí, de acuerdo!– incapaz de resistir a un llamamiento de la guapísima Neela, se levantó para salir, aunque aquellas horas se habían convertido para él en las más preciosas del día: las de Mila. Se puso un abrigo ligero no llovía, pero hacía un frío impropio de la estación- y abrió la puerta de entrada del apartamento. Mila estaba allí con su llave duplicada en la mano. – Oh -dijo al ver el abrigo-. Oh. Muy bien. En aquel primer instante, en que la había cogido por sorpresa, antes de que tuviera tiempo de rehacerse, él vio su rostro desnudo, por decirlo así. Lo que había en aquel rostro, sin lugar a dudas, era un hambre decepcionada. El hambre vulpina de un animal al que se le niega -trató de no pensar en la palabra, pero se abrió camino- su presa.

–Volveré enseguida -dijo de forma poco convincente, pero ella había recuperado la compostura y se encogió de hombros: No pasa nada.

Atravesaron juntos la puerta del edificio y él se alejó de ella rápidamente, hacia Columbus Avenue, sin mirar alrededor, sabiendo que ella estaría con Eddie en la entrada vecina, metiéndole una lengua sedienta por la garganta desconcertada y encantada. Había por todas partes anuncios de La celda, la nueva película de Jennifer López. En ella miniaturizaban a la protagonista y la inyectaban en el cerebro de un asesino en serie. Sonaba a remake de Viaje alucinante, con Rachel Welch, pero ¿y qué? Nadie recordaba el original. Todo es una copia, un eco del pasado, pensó el profesor Solanka. Una canción para Jennifer. Vivimos en un mundo retro y yo soy una chica retrógrada.

En el futuro, seguro, no escucharán ya este tipo de emisión de radio. Oh, ¿sabes lo que pienso? Quizá la radio nos escuche a nosotros. Seremos el espectáculo y las máquinas serán el público y dueñas de la estación, y a todos nos gustará trabajar para ellas.

Escuche. No sé qué mierda de ciencia ficción barata nos estaba largando ese Speedy González. Me suena como si hubiera alquilado Matrix demasiadas veces. Donde yo estoy, el futuro, sencillamente, no ha llegado. Todo parece igual. Quiero decir la misma mierda por todas partes. Todo el mundo tiene la misma habitación, recibe la misma educación, disfruta de la misma distracción y busca la misma… empleación. Compruébelo. Recibimos las mismas facturas, salimos con las mismas chicas, vamos a las mismas cárceles; nos pagan mal, follamos mal y acabamos mal, ¿no es cierto? Cor-recto, señor. ¿Y mi radio? Tiene un mando on-off, jefe, y apago a ese imbécil cada vez que quiero.

–Muchacho, no lo entiende. Ese tipo lo entiende tan poco que no lo verá hasta que se le siente encima. Será mejor que espabiles, mano. Ahora tienen máquinas que funcionan con comida, ¿lo oyes? Se acabó la gasolina. Comen comida humana como tú y como yo. Pizza, perritos con chile, pasta de atún, lo que sea. Muy pronto las máquinas irán a comer al restorán. Y dirán algo así como déme el mejor reservao. Y ahora dime cuál es la diferencia. Si come está viva, digo yo. El futuro está aquí, macho, ahora mismo, más te vale apretar el culo. Muy pronto, la máquina vendrá a por esa empleación de que tú hablas, y quizá también a por tu chica.

–Eh, eh, mi paranoico amigo latino, Ricky Ricardo, no he entendido el nombre, pero echa el freno, Desi, ¿okey? Esto no es la Cuba comunista de la que te escapaste en un bote de goma para encontrar refugio en el país de la libertad…

–No me insulte ahora, por favor. Y digo por favor porque estoy bien educado, ¿no? Este hermano de aquí, corno se llama, Señor Cliff Huxtabol o Mister No Lo Queremos, quizá su madre nunca se lo dijo, pero, estamos en el aire en directo y hablamos a toda la región metropolitana, de manera que vamos a hablar limpio.

¿Puedo intervenir? ¿Perdón? ¿Estoy oyendo todo esto?, ¿y estoy pensando que ahora tienen presentadores de televisión fabricados electrónicamente? ¿y que hay actores muertos vendiendo motocicletas? ¿Steve McQueen en ese coche?, ¿de manera que estoy más con nuestro amigo cubano?, ¿la tecnología me asusta?, ¿de manera que en el futuro?, ¿alguien pensará en nuestras pequeñas necesidades?, ¿soy actriz?, ¿trabajo principalmente en publicidad?, ¿y hay esa huelga del Sindicato de Actores de Cine?, ¿y desde hace meses no gano un dólar?, ¿y ni un solo spot deja de emitirse?, ¿porque pueden tener a Lara Croft?, ¿A Jar Jar Binks?, ¿pueden tener a Gable o Bogart o Marilyn o Max Headroom o HAL el de 2007?

–Voy a tener que interrumpirla, señora, porque se nos ha acabado el tiempo y sé que mucha gente tiene ideas firmes al respecto. No se puede culpar a la tecnología de punta del lío en que los ha metido su sindicato. Quisieron el socialismo, el sindicato les hizo la cama y ahora están metidos en ella. ¿Mi opinión personal del futuro? No se puede dar marcha atrás al reloj, de manera que hay que ir con la corriente y cabalgar sobre la ola. Estar al día. Aprovechar el momento. De costa a costa.

Sentado en los escalones del gran museo, capturado en un súbito estallido de luz dorada y sesgada de la tarde, y echando un vistazo al New York Times mientras esperaba a Neela, el profesor Malik Solanka se sentía más que nunca como un refugiado en una pequeña embarcación, atrapado entre mareas encontradas: razón y sinrazón, guerra y paz, el futuro y el pasado. O como un niño en un salvavidas que ha visto a su madre hundirse en el agua negra y ahogarse. Y, después del terror y la sed y las quemaduras del sol, estaba el ruido, el incesante y hostil zumbido de voces en la radio de un chófer de taxi, ahogando su propia voz interior, haciendo imposible el pensamiento, o la elección, o la paz. ¿Cómo derrotar a los demonios del pasado cuando los demonios del futuro lo rodeaban a grito pelado? El pasado se estaba alzando; no podía ser negado. Además de Sara Lear, en los programas de la tele estaba la pequeña Ms. Pinchaculo de Krysztof Waterford-Wajda, regresada de entre los muertos. Perry Pincus debía de tener, cuántos, cuarenta ahora había escrito un libro de revelaciones sobre sus años como grupi número uno de intelectuales: Hombres con pluma, y Charlie Rose la entrevistaba sobre el libro aquella misma noche. Pobre Tontón, pensó Malik Solanka. Esa es la chica con la que querías sentar la cabeza y ahora va a bailar sobre tu tumba. Si esta noche es Charlie -«Cuéntenos qué reparos tuvo ante ese proyecto, Perry; como intelectual que es, debe de haber tenido serias dudas. Díganos cómo superó esos escrúpulos»-, mañana será Howard Stern: «A las chicas les gustan los escritores. Pero la verdad es que a un montón de escritores les gustaba esta chica». Halloween, la Noche de Walpurgis, parecía llegar muy pronto este año. Las brujas se estaban congregando para su aquelarre.

A sus espaldas contaban a medias otra historia; otro cuento de hadas de una desconocida, vertido en sus oídos indefensos.

Sí, todo ha ido fenomenal, cariño. No, ningún problema, voy de camino a la reunión del consejo de administración, por eso te llamo con el móvil. Todo el tiempo consciente, pero dopada, claro. Bueno, ¿wnzconsciente. Sí, el bisturí corta el globo ocular, pero con las drogas te parece una pluma. No, no deja huella, y es admirable lo que veo ahora. Grada admirable, sí. Estaba ciega y ahora puedo ver. De veras. Mira todas esas cosas. Me estaba perdiendo tanto. Bueno, piénsatelo. Es realmente el rey del láser. Estuve preguntando por todas partes, como sabes, y siempre me daban el mismo nombre. Un poco de sequedad nada más, pero dice que desaparece en unas semanas. Muy bien, te quiero. Volveré a casa tarde. Qué le voy a hacer. No me esperes levantado.

Y naturalmente se dio la vuelta, naturalmente vio que la joven no estaba sola, un tipo la acariciaba ya mientras ella cerraba el móvil. Ella, dejando con mucho gusto que la acariciaran, tropezó con la mirada de Solanka; y, viéndose cogida en flagrante mentira, sonrió culpablemente y se encogió de hombros. Qué le voy a hacer, como había dicho por teléfono. El corazón tiene sus razones, y todos somos servidores del amor.

Las diez menos veinte en Londres. Asmaan estaría dormido. Cinco horas y media más en la India. Poned el reloj en Londres cabeza abajo y tendréis la hora en la ciudad en que nació Malik Solanka, la Ciudad Prohibida del Mar Arábigo. También aquello estaba volviendo. El pensamiento lo llenó de espanto: en qué podría convertirse, impulsado por su furia largo tiempo encerrada. Incluso después de todos aquellos años lo definía, no había perdido nada de su poder sobre él. ¿Y si acabara las frases de aquel relato no contado?… Tenía que dejar la cuestión para otro día. Sacudió la cabeza. Neela se retrasaba. Solanka dejó el periódico, sacó un trozo de madera y una navaja del ejército suizo de un bolsillo del abrigo, y empezó a tallar la madera con toda concentración.

¿Quién es? La sombra de Neela Mahendra cayó sobre él. Ella tenía el sol detrás y, en silueta, parecía más alta aún de lo que la recordaba.

–Un artista respondió Solanka-. El hombre más peligroso del mundo.

Ella limpió el polvo de un escalón del museo y se sentó a su lado.

–No le creo -dijo-. Conozco a un montón de hombres peligrosos, y ninguno de ellos creó nunca una obra de arte plausible. Además, créame, ni uno de ellos era de madera.

Siguieron sentados un rato en silencio, él tallando, ella simplemente quieta, ofreciendo al mundo el regalo de estar allí. Luego Malik Solanka, recordando sus primeros momentos de intimidad, pensaría especialmente en aquel silencio y quietud, en lo fácil que había sido.

–Me enamoré de ti cuando no decías nada -le dijo-. ¿Cómo podía saber que eras la mujer más habladora del mundo? Conozco a un montón de mujeres habladoras pero, créeme, comparadas contigo todas son de madera.

Al cabo de unos minutos, se guardó la figura semiacabada y se disculpó por haber estado tan abstraído.

–No hay nada que disculpar -dijo ella-. El trabajo es el trabajo.

Se pusieron en pie para bajar por la gran escalinata hacia el parque y, cuando ella se levantaba, un hombre se resbaló en el escalón superior y rodó dolorosa y pesadamente una docena de escalones, tropezando casi con Neela en su caída; esta fue interrumpida por un grupo de colegialas que empezaron a gritar. El profesor Solanka reconoció en el hombre al que había estado acariciando con tanto entusiasmo a la embustera del teléfono. Miró a su alrededor buscando a la señorita Móvil y, un momento más tarde, la vio alejándose furiosa hacia el norte y llamando a taxis que no estaban de servicio y no hacían caso de su colérico brazo. Neela llevaba un vestido con pañuelo de seda, de color mostaza, que le llegaba a la rodilla. Tenía el negro pelo recogido en un moño alto y los largos brazos desnudos. Un taxi se detuvo y echó a su ocupante, por si acaso ella quería subir. Un vendedor de perritos calientes le ofreció, gratis, lo que quisiera: «Pero cómaselo aquí, señora, para que pueda mirarla». Al experimentar por primera vez el efecto del que Jack Rhinehart había hablado de forma tan vulgarmente efusiva, Solanka se sentía como si estuviera acompañando uno de los tesoros más importantes del Met por una Quinta Avenida sobrecogida. No: la obra maestra en que estaba pensando estaba en el Louvre. Con una ligera brisa que le pegaba el vestido al cuerpo, ella parecía la Victoria Alada de Samotracia, pero con cabeza.

Nike dijo en voz alta, dejándola perpleja. Es lo que me recuerda.

Ella frunció el ceño.

–¿Le recuerdo ropa de deporte?

La ropa de deporte, desde luego, la recordaba a ella. Cuando entraron en el parque, un joven en ropa de jogging se acercó a ellos, francamente humilde por efecto de la belleza de Neela. Incapaz al principio de hablarle, se dirigió primero a Solanka:

–Señor -dijo-, no crea que estoy tratando de ligar con su hija, es decir, no quiero quedar con ella ni nada parecido, es solo que es la más, tengo que decírselo a ella., – y entonces se volvió por fin hacia Neela, la más…

En el pecho de Malik Solanka se alzó un fuerte rugido. Sería estupendo arrancar a aquel joven la lengua, de su repugnante boca carnosa. Seria estupendo ver qué aspecto tenían sus brazos musculosos separados de aquel torso de alta definición. ¿Cortados? ¿Arrancados? ¿Y si lo cortara y desgarrara en un millón de pedazos? ¿Ysi me comiera su corazón de mierda?

Sintió cómo la mano de Neela Mahendra se posaba ligeramente en su brazo. La furia se aplacó tan rápidamente como había surgido. El fenómeno, el ascenso y descenso imprevisibles de su genio, había sido tan rápido que Malik Solanka se sintió aturdido y confuso. ¿Había ocurrido realmente? ¿Había estado realmente a punto de desgarrar miembro a miembro a aquel tipo super en forma? Y si era así, ¿cómo había podido Neela disipar su cólera la cólera que Solanka tenía que combatir a veces permaneciendo echado en cuartos oscuros durante horas, haciendo ejercicios respiratorios e imaginándose triangulitos rojos- simplemente con su contacto? Y si era así (el pensamiento se le ocurrió y no fue rechazado), ¿no era aquella una mujer que debía conservar a su lado y atesorar durante el resto de su atribulada vida?

Sacudió la cabeza para librarla de esas ideas y dirigió su atención hacia la escena que se desarrollaba. Neela estaba ofreciendo al joven corredor su sonrisa más deslumbrante, una sonrisa después de la cual lo mejor sería morirse, porque el resto de la vida sería seguramente una gran decepción.

–No es mi padre -dijo al portador de ropa de deporte, cegado por la sonrisa.– Es el hombre con que vivo.

Aquella información golpeó al pobre tipo como un martillazo; y entonces, para subrayar la cosa, Neela Mahendra plantó en la boca no preparada pero agradecida del todavía aturdido Solanka un beso largo y explícito. – ¿Y sabe qué? jadeó, subiendo a tomar aire para asestar el golpe de gracia-. En la cama es absolutamente fantástico. – ¿Qué ha pasado… ? – preguntó mareado el profesor Solanka, más halagado que, en cierto modo, abrumado, después de haberse ido el corredor con aspecto de ir a sacarse las tripas con un trozo de bambú poco afilado. Ella se rió, un ruido cacareante, enorme y perverso, que hacía parecer refinada hasta la risa ronca de Mila. – Me di cuenta de que estaba usted a punto de perder los estribos -dijo-. Y lo necesito ahora, para que me haga caso, y no en un hospital o en la cárcel.

Lo que explicaba alrededor del ochenta por ciento de la cosa, pensó Solanka mientras la cabeza dejaba de darle vueltas, pero no traducía totalmente el sentido de lo que ella había estado haciendo con su lengua.

iJack! ¡Jack!, se reprochó a sí mismo. El tema aquella tarde era Rhinehart, su compinche, su mejor compañero, y no la lengua de la amiga de su amigo, por muy larga y gimnástica que fuera. Se sentaron en un banco cerca del estanque, y a su alrededor los que paseaban perros chocaron con los árboles, los practicantes de tai chi perdieron el equilibrio, los patinadores chocaron unos con otros y la gente que paseaba se cayó sencillamente al estanque, como si hubiera olvidado dónde estaba. Neela Mahendra no parecía notar nada de aquello. Pasó un hombre con un cucurucho de helado que, debido a una súbita pero total falta de coordinación entre mano y boca, falló por completo su lengua para entrar en contacto, suciamente, con su oreja. Otro tipo joven, dando toda clase de muestras de auténtica emoción, se puso a llorar copiosamente mientras pasaba haciendo jogging- Solo la afroamericana de edad madura que se sentaba en el banco de al lado (¿a quién estoy llamando de edad madura? Probablemente es más joven que yo, pensó Solanka desalentado) parecía inmune al factor Neela mientras se abría paso a dentelladas por un largo bocadillo de ensalada de huevo, anunciando su disfrute de cada bocado con sonoros mmms y uh-huhs. Neela, entretanto, solo tenía ojos para el profesor Malik Solanka.

–Un beso sorprendentemente satisfactorio, por cierto -dijo-. De veras. De primera.

Apartó la vista de él, mirando las aguas centelleantes. – Jack y yo hemos terminado -siguió diciendo rápidamente.– Quizá se lo haya dicho ya. Hace algún tiempo. Sé que es buen amigo suyo y que usted debería serlo en estos momentos, pero no puedo estar con un hombre al que he perdido el respeto.

Un silencio. Solanka no dijo nada. Estaba repasando la última llamada telefónica de Rhinehart y oyendo lo que no había percibido: el tono elegíaco por debajo de la fanfarronería sexual. La utilización de un tiempo verbal pasado. La pérdida. No presionó a Neela para que le contara la historia. Ya lo hará, pensó. Y muy pronto.

–¿Qué piensa de las elecciones? – preguntó ella, dando uno de los espectaculares virajes en la conversación a los que Solanka se acostumbraría muy pronto-. Le diré lo que pienso yo. Creo que, por respeto al resto del mundo, los votantes americanos no deben votar a Bush. Es su obligación. Le voy a decir lo que aborrezco añadió. Aborrezco que la gente diga que no hay diferencia entre los candidatos. Eso de Gush y Bore está tan gastado. Me saca de mis casillas.

No era el momento, pensó Solanka, de confesarle sus culpables secretos. Sin embargo, Neela no esperaba realmente una respuesta.

–¿Que no hay diferencia? – exclamó ella-. ¿Y qué pasa, por ejemplo, con la geografía? ¿Con saber, por ejemplo, dónde está mi pequeño país natal en el maldito mapa del mundo?

Malik Solanka recordó que un periodista había tendido una trampa a George W. Bush con una pregunta capciosa durante una mesa redonda sobre política exterior, un mes antes de la Convención republicana: «Dada la creciente inestabilidad de la situación étnica en Liliput-Blefuscu, ¿podría señalarnos ese país en el mapa? ¿Y cómo dice que se llama la capital?». Dos pelotas curvas, dos strikes.

Le diré lo que piensa Jack de las elecciones.– Neela volvió a su tema, mientras el color aumentaba en su rostro al mismo tiempo que su voz-. El nuevo Jack (lista A, Baile Blanco y Negro, Truman Capote) Rhinehart piensa lo que quieren que piense sus «Césares» en sus «Palacios». Salta, Jack, y saltará hasta las nubes. Baila para nosotros, Jack, eres un bailarín tan fantástico, y él les mostrará todos los bailes de hace treinta años que encantan a los hombres blancos de edad, bailará el swim y el hitchhike y el walk the dog, hará el mash, el funky chicken y la locomotion toda la noche. Haznos reír, Jack, y les contará chistes como un bufón de la corte. Probablemente conoce usted sus favoritos: «Después de haber hecho analizar el FBI el vestido de Monica, dijeron que no podían identificar a nadie por la mancha, porque todo el mundo tiene en Arkansas el mismo ADN». Sí, a los Césares les gusta ese. Vota republicano, Jack, sé antiabortista, Jack, léeles la Biblia a los homosexuales, Jack, y no son las armas las que matan a la gente, ¿verdad, Jack?, y él dice, sí señora, es la gente la que mata a la gente. Buen perro, Jack. Échate. Busca. Siéntate y da la jodia patita. La patita, Jack, no te vamos a dar nada, pero nos gusta ver a un negro de rodillas. Buen perro, Jack, vete a dormir en la perrera de atrás. Ah, cariño, ¿te importaría echarle a Jack un hueso? Ha sido tan bueno. Sí, ella se encargará, viene del Sur.

De manera que Rhinehart había sido malo, pensó Solanka, y supuso que Neela no estaba acostumbrada a que la engañaran. Estaba acostumbrada a ser el flautista de Hamelin, con filas de chicos que la seguían a donde quisiera.

Ella se calmó, echándose hacia atrás en el banco y cerrando un momento los ojos. La mujer del banco de al lado terminó su bocadillo, se inclinó hacia Neela y le dijo:

–Larga a ese chico, cariño. Dale a él la patada hoy. No necesitas tener una relación con el caniche de nadie.

Neela se volvió hacia ella como si saludara a una vieja amiga:

–Señora- dijo seriamente,– tiene usted leche en la nevera que va a durar más que esa relación.

Vamos a andar un poco ordenó, y Solanka se puso en pie. Cuando estuvo segura de que no los oían, dijo: Mire, estoy cabreada con Jack, eso es una cosa, pero tengo miedo también por él. Necesita realmente un verdadero amigo, Malik. Está en un buen lío.

Como había adivinado Solanka por su llamada telefónica, Rhinehart estaba deprimido, y no sólo por la fecha de caducidad del cartón de leche de su amor. El encuentro con Sara Lear, que había comenzado como una entrevista para un artículo sobre los divorcios importantes de la época, había tenido repercusiones desagradables para él. Sara se había revuelto contra él, y su enemistad lo había afectado grandemente. Después de haber cedido a Bronislawa su casa de Springs, él se había buscado una diminuta caja de zapatos en medio de un campo de golf, hacia Montauk Point.

–Ya conoce su admiración por Tiger Woods -dijo Neela-. Jack es competitivo. No será feliz hasta que Nike, quiero decir la otra Nike -dijo, ruborizándose de placer no disimulado-, la Nike a la que todavía no ha indignado, empiece a patrocinarlo también, incluido el logotipo en la gorra.

Después de haber aceptado el vendedor la oferta de Rhinehart por la casita, ocurrieron dos cosas en rápida sucesión. En la tercera visita de Rhinehart al lugar, para la que el corredor de fincas le había dado la llave, la policía se presentó menos de diez minutos después y lo invitó a explicarse. Unos vecinos habían comunicado que había un intruso en la finca, y ese era él. Tardó casi una hora en convencer a los polis de que no era un ladrón sino un comprador con todas las de la ley. Una semana más tarde, el club de golf rechazó su solicitud de admisión. Sara tenía el brazo largo. Rhinehart, para

quien, como decía, «ser negro no es ya un problema», había vuelto a descubrir, por las malas, que seguía siéndolo.

–Acaban de inaugurar un club allí para que los judíos puedan jugar al golf- dijo Neela desdeñosamente.– Esos viejos wasps saben defenderse. Jack hubiera debido conocer la situación. Quiero decir que Tiger Woods podrá ser mestizo, pero sabe que tiene los cojones negros.

»Eso no es lo peor. Habían llegado a la fuente de Bethesda. Las reacciones tardías y demás trucos cómicos de película muda continuaban rodeándolos; siguieron andando hasta llegar a un talud de hierba-. Siéntese -dijo Neela. Él se sentó. Neela bajó la voz-. Se ha mezclado con algunos locos, Malik. Dios sabe por qué, pero realmente quiere estar con ellos, y son los muchachos blancos más tontos y más salvajes que se pueda imaginar. ¿Ha oído hablar de una sociedad secreta, no se supone siquiera que exista, llamada SM? Ya el nombre es un chiste malo. «Soltero y Macho.» Sí, exacto. Esos chicos están muy, muy lanzados. ¿Es como esa Calavera y Tibias Cruzadas que tienen en Yale?, ¿que compran cosas como el bigote de Hitler y la polla de Casanova?… Solo que ésta no está vinculada a un centro, ni colecciona objetos. Colecciona chicas, jóvenes de determinados intereses y talentos. Le sorprendería cuántas son, especialmente si supiera los juegos a los que deben jugar, y no estoy hablando de strip poker. Cremalleras, pellizcos, clips. Sillas de montar, riendas, arneses, probablemente acaban pareciendo un coche de caballos con flecos. O bien, ya sabe, azótame con azotes y átame con ataduras, esas son algunas de las cosas menos duras. Chicas ricas. Palabra. Tu familia tiene caballos y ¿por eso te excita que te traten como a un caballo? No sabría decirlo. Hay cosas tan deseables que les resultan tan fáciles a esos chicos -Neela no podía ser más de cinco años mayor que la muchachas muertas, pensó Solanka, que nada los excita. Tienen que ir cada vez más lejos en busca de estímulos, lejos de casa, lejos de lo seguro. Los lugares más salvajes del mundo, las sustancias químicas más salvajes, el más salvaje de los sexos. Ese es mi psicoanálisis de Lucy por cinco centavos. Niñas ricas aburridas dejan que chicos ricos y tontos les hagan cosas raras. Los chicos ricos y tontos no pueden creerse su suerte.

Solanka reflexionó sobre el uso por Neela de la palabra «chicos» para describir a los que, después de todo, pertenecían a su misma generación. La palabra parecía sincera en sus labios. Comparada con, digamos, Mila Milo, su propio secreto culpable, aquella era una mujer adulta. Mila tenía sus encantos, pero tenían sus raíces en una indecencia infantil, un capricho ansioso nacido de esa misma crisis de respuesta amortiguada, esa misma necesidad de llegar a los extremos, más allá de los extremos, a fin de encontrar lo que necesitaba como excitación. Cuando el fruto prohibido ha sido tu alimento diario, ¿qué puede emocionarte? Afortunada Mila, pensó Solanka. Su novio rico no había comprendido lo que hubiera podido hacer con ella, y la había dejado ir. Si esos otros chicos ricos hubieran sabido de Mila, de lo lejos que estaba dispuesta a llegar, de los tabúes que estaba dispuesta a desconocer, habría podido ser su diosa, la mujer-niña de su culto oculto. Y habría podido terminar en el Midtown Tunnel, con el cráneo aplastado.

–La falta de afecto en acción -dijo Solanka en alta voz-. Una tragedia de aislamiento. La vida no analizada de la gente que tiene su «unidad».– Tuvo que explicarlo y se sintió feliz al oírla reír de nuevo.

–No es de extrañar que todos esos gorilas salidos, esos Paquetes, Sementales y Cachiporras, quieran formar parte, ¿no? – Neela suspiró-. La cuestión es, ¿por qué Jack?

El profesor Malik Solanka sintió que el estómago se le contraía.

–¿Es Jack miembro de esos SM? – preguntó-. Pero ¿no son ellos los que…?

–No es miembro aún -le interrumpió ella, impulsada por la necesidad de compartir su terrible carga.– Pero está aporreando su puerta, rogándoles que le dejen entrar, el muy estúpido. Y eso después de toda esa mierda asquerosa en la prensa. Cuando lo supe, no pude seguir con él. Le voy a decir algo que no dijeron los periódicos añadió, bajando la voz todavía más. ¿Esas tres chicas muertas? No fueron violadas, ni siquiera robadas, ¿no? Pero les hicieron algo, y eso es realmente lo que relaciona los tres delitos, aunque la policía no quiere que se publique, por el efecto de imitación.

Solanka estaba empezando a estar sinceramente asustado.

¿Qué les ocurrió? preguntó débilmente. Neela se tapó los ojos con las manos.

Les arrancaron la cabellera susurró, y se echó a llorar.

Ser despojado del cuero cabelludo es seguir siendo un trofeo incluso muerto. Y como la rareza creaba valor, la cabellera de una chica muerta en el bolsillo ¡oh misterio sumamente horrible! podía suponer realmente una distinción mayor que la que daría tener a esa misma chica, vivita y coleando, colgada del brazo en algún baile elegante o incluso como compañera bien dispuesta a cualquier extravagancia sexual que se te ocurriera imaginar. El cuero cabelludo significaba dominio, y arrebatarlo, considerar deseable esa reliquia, significaba valorar más el significante que lo significado. Las muchachas, comenzó Solanka a comprender con escandalizado horror, habían tenido realmente más valor para sus asesinos muertas que vivas.

Neela estaba convencida de la culpabilidad de los tres galanes; convencida también de que Jack sabía mucho más de lo que decía a nadie, ni siquiera a ella.

–Es como la heroína -dijo, secándose los ojos-. Está tan metido que no sabe cómo salir, no quiere salir, aunque quedarse lo destruirá. Mi preocupación es saber ¿qué está dispuesto a hacer, y con quién está dispuesto a hacerlo? ¿Estaba yo seleccionada para deleite de esos gilipollas, o qué? En cuanto a los asesinatos, ¿quién sabe? Quizá sus jueguecitos sexuales fueran demasiado lejos. Quizá esos chicos ricos tengan una combinación de sexo demente y poder. Una especie de mierda de hermandad de sangre. Fóllate a la chica y mátala, y hazlo de forma tan condenadamente inteligente que no te pase nada. No sé. Quizá solo esté expresando resentimientos de clase. Quizá sea sólo que he visto demasiadas películas. Impulso criminal. La soga. ¿Recuerda? «¿Por qué hacen eso?» «Porque podemos». Porque quieren probar que son pequeños Césares. Que están por encima y más allá, exaltados, semejantes a los dioses. La ley no puede hacerles nada. Es una mierda tan asesina, pero Mr. Rhinehart, el Perrito Faldero, sigue siéndoles leal. «No sabes un carajo de ellos, Neela, son tíos legales». Gilipolleces. Está tan ciego que no se da cuenta de que lo arrastrarán cuando caigan o, peor aún, de que le están tendiendo una trampa. Será él quien caiga, e irá a la silla eléctrica cantando sus alabanzas. Jackarajo. Un buen nombre para ese pobre pendejo. En estos momentos, es más o menos lo que significa para mí.

–¿Por qué está tan segura? le preguntó Solanka. Lo siento, pero usted misma suena un poco desquiciada. Han interrogado a esos tres hombres, pero no los han detenido. Y, por lo que yo sé, cada uno de ello tenía una sólida coartada para la hora en que murió su novia. Testigos y demás. A uno lo vieron en un bar y así sucesivamente, lo he olvidado.

Le palpitaba fuertemente el corazón. Por lo que le parecía una eternidad, se había acusado a sí mismo de esos crímenes. Sabiendo el desorden que había en su propio corazón, la tormenta incoherente y burbujeante, lo había relacionado con el desorden de la ciudad y había estado a punto de declararse culpable. Ahora, parecía, su exculpación estaba al alcance de la mano, pero el precio de su inocencia podía ser muy bien la culpabilidad de su buen amigo. En su estómago se agitaba una gran turbulencia que le daba náuseas.

–Y la historia de las cabelleras -se forzó a preguntar-. ¿Dónde demonios oyó nada parecido?

Dios gimió ella, dejando que lo peor saliera por fin. Estaba limpiando su armario de mierda. Dios sabe por qué. Nunca hago trabajos así para un hombre. Búscate un ama de llaves, ¿sabes? Yo no estoy para eso. Realmente le quería, y creo que por cinco minutos me dejé… bueno, en cualquier caso, estaba limpiando para él, y encontré, encontré. Otra vez lágrimas. Solanka le puso entonces la mano en el brazo, y ella se estrechó contra él, lo abrazó fuertemente y sollozó-. Goofy -dijo-. Los encontré a los tres. Los tres jodíos disfraces de tamaño natural. Goofy y Robin Hood y Buzz.

Ella se había enfrentado con Rhinehart y él había bravuconeado, de mala manera. Sí, por broma, Marsalis, Andriessen y Medford se ponían esos trajes y espiaban a sus amigas a distancia. Muy bien, sí, quizá fuera una broma de mal gusto, pero eso no los convertía en asesinos. Y no llevaban los disfraces las noches de los asesinatos, eso eran tonterías: información tergiversada. Pero tenían miedo, ¿no lo tendrías tú?, y habían pedido a Jack que los ayudara.

–Siguió así y protestando de su inocencia, negando que su precioso club fuera una tapadera para las prácticas libidinosas de la clase privilegiada. – Neela se había negado a cambiar de tema-. Saqué a relucir todo lo que sabía, sabía a medias, suponía, intuía y sospechaba, lo puse todo delante de él y le dije que no iba a cejar hasta que él dijera lo que había que decir.

(Finalmente, Rhinehart había entrado en pánico y había gritado: -¿Te crees que soy el tipo de hombre que sale de noche a arrancar el cuero cabelludo a las mujeres?

Cuando ella le había preguntado qué significaba eso, había parecido mortalmente asustado y había pretendido haberlo leído en los periódicos. El silbido del tomahawk El botín del guerrero victorioso. Pero ella había consultado en la internet los archivos de todos los periódicos de la zona de Manhattan y lo sabía:

Nunca lo publicaron.

Neela se había vestido para estar bella, no abrigada, y la tarde había perdido su esplendor. Solanka se quitó el abrigo y se lo echó por los temblorosos hombros. A su alrededor, en el parque, los colores palidecían. El mundo se convertía en un lugar de negros y grises. Los vestidos de las mujeres insólitamente para Nueva York, había sido una temporada de colores vivos, se convertían en monocromos. Bajo un cielo plomizo, el verde se filtraba de los árboles esparcidos. Neela necesitaba dejar aquel ambiente repentinamente espectral.

–Vamos a echar un trago -propuso, levantándose y yéndose enseguida a grandes zancadas. Hay un bar de hotel que está bien en la setenta y siete -y Solanka se apresuró a seguirla, haciendo caso omiso de los choques y catástrofes ahora familiares que ella iba dejando en su estela, como los daños de un huracán.

Había nacido «a mitad de los setenta» en Mildendo, la capital de Liliput-Blefuscu, en donde vivía aún su familia. Eran girmityas, descendientes de uno de los primeros trabajadores extranjeros -su abuelo-, que había firmado un contrato de cumplimiento forzoso, un girmit, en 1834, el año siguiente a la abolición de la esclavitud. Biju Mahendra, del pequeño pueblo indio de Titlipur, había viajado con sus hermanos hasta aquella doble manchita del remoto Pacífico Meridional. Los Mahendra habían ido a trabajar a Blefuscu, la más fértil de las dos islas y centro de la industria azucarera.

Como indo-lili dijo ella ante su segundo cosmopolitan, el coco de mi niñez era el Coolumber, que era grande y blanco y no hablaba con palabras sino con números y se comía a las niñas de noche si no hacían sus tareas ni se lavaban las partes pudendas. Cuando crecí, supe que los «coolumbers» eran los capataces de los trabajadores de la caña de azúcar. El de la historia de mi familia era un hombre blanco llamado el señor Jugo Hughes en realidad, supongo, que era un «diablo de Tasmania» y para el que mi abuelo y mis tíos abuelos no eran más que números de una lista que leía todas las mañanas. Mis antepasados eran números, hijos de números. Solo a los elebés indígenas los llamaban por su verdadero nombre. Hicieron falta tres generaciones para que pudiéramos rescatar nuestros nombres de esa tiranía numérica. Para entonces, evidentemente, las cosas entre los elebés y nosotros habían ido muy mal. «Nosotros comemos verduras -solía decir mi abuela-, pero esos guatones de elebés comen carne humana.» De hecho, hay una historia de canibalismo en Liliput-Blefuscu. Se ofenden cuando se les dice, pero es así. Y para nosotros la simple presencia de carne en la cocina era una profanación. El llamado «puerco largo», el ser humano, sonaba a plato favorito del propio diablo.

Los términos para bebidas desempeñaban un papel penosamente importante en la historia de Neela. En materia de grog, yaqona, kava y cerveza, como en pocas otras cosas, los indo-liliputienses y los elebés era idénticos; ambas comunidades padecían el alcoholismo y los problemas que lo acompañan. El propio padre de Neela era un gran bebedor, y ella estaba contenta de haber escapado de él. Había pocas becas para América en Liliput-Blefuscu, pero ella consiguió una, y se enamoró enseguida de Nueva York, como todo el que necesitaba, y encontraba aquí, un hogar lejos del hogar entre otros trotamundos que necesitaban exactamente lo mismo: un refugio donde desplegar las alas. Sin embargo, sus raíces le tiraban, y sufría mucho por lo que llamaba «alivio culpable». Se había escapado del borracho de su padre, pero su madre y sus hermanas no. Y también seguía apasionadamente unida a la causa de su comunidad.

–Los desfiles son los domingos -dijo, encargando un tercer cosmopolitan. ¿Vendrá conmigo?

Y Solanka -era jueves ya- dijo inevitablemente que sí.

–Los elebés dicen que somos codiciosos y lo queremos todo, y que los echaremos de su propio país. Nosotros decimos que son vagos y, si no fuera por nosotros, se quedarían sentados sin dar golpe y se morirían de hambre. Ellos dicen que la única forma de cascar un huevo pasado por agua es por el extremo fino. Mientras que nosotros -o al menos aquellos de nosotros que comen huevos somos partidarios del extremo grueso, del gran end, de la Gran Endia. – Se partió de risa, al hacerle gracia su propio chiste. Pronto habrá jaleo.

Era un problema, como tantas otras veces, de tierras. Aunque los indo-liliputienses de Blefuscu se ocupaban ahora de toda la agricultura, realizaban la mayoría de las exportaciones del país y, por consiguiente, obtenían la mayoría de las divisas, y aunque habían prosperado y se cuidaban de sí mismos, construyendo sus propias escuelas y hospitales, la tierra en que estaba todo aquello era propiedad de los elebés «indígenas».

–Odio la palabra «indígena» -exclamó Neela-. Soy indo-lili de cuarta generación. De manera que también soy indígena.

Los elebés temían un golpe de Estado: que los indo-lilis, a los que la Constitución elebé seguía negando el derecho a tener propiedades uwnobiliarias en cualquiera de las dos islas, se apoderaran revolucionariamente de la tierra; los grandes endios, por su parte, temían lo mismo a la inversa. Tenían miedo de que, cuando sus arrendamientos por cien años expiraran, en el siguiente decenio, los elebés recuperasen sencillamente las tierras agrícolas, ahora valiosas, dejando sin nada a los endios, que las habían cultivado.

Sin embargo, había una complicación, que Neela, a pesar de su lealtad étnica y sus tres rápidos cosmopolitan, tenía la honradez de admitir.

–No es solo una cuestión de antagonismo étnico, ni siquiera de quién es dueño de qué -dijo-. La cultura elebé es realmente diferente, y comprendo que tengan miedo. Ellos son colectivistas. La tierra no pertenece a propietarios individuales sino que es administrada por los jefes elebés en nombre de todo el pueblo elebé. Y entonces venimos los de la Gran Endia, con nuestras buenas prácticas comerciales, visión para los negocios, mercantilismo de mercado libre y mentalidad lucrativa. El mundo habla ahora nuestro idioma, no el suyo. Es la era de los números, ¿no? Y nosotros somos números y los elebés palabras. Nosotros somos matemáticas y ellos poesía. Estamos ganando y ellos perdiendo: y por eso, naturalmente, tienen miedo de nosotros, es como la lucha en el interior del alma humana, entre lo que hay en nosotros de mecánico y utilitario y la parte que ama y que sueña. Todos tememos que lo que hay de frío y maquinal en la naturaleza humana destruya nuestra magia y nuestra canción. De manera que la lucha entre los indo-lilis y los elebés es también la lucha del espíritu humano y, maldita sea, con el corazón estoy probablemente en el otro bando. Pero mi gente es mi gente y lo que es justo es justo y después, de haberte partido el culo durante cuatro generaciones y ser tratado aún como ciudadano de segunda, tienes derecho a enfurecerte. Si llega el caso, volveré. Lucharé con ellos si hay que hacerlo, hombro con hombro. No bromeo, lo haré realmente.

Él la creyó. Y pensó: ¿cómo es que, en compañía de esta mujer apasionada a la que apenas conozco, me siento tan a gusto?

La cicatriz era el legado de un grave accidente de coche en la interestatal, cerca de Albany; casi había perdido el brazo. Neela, como ella misma admitía, conducía «como una maharani». Los otros usuarios de la carretera tenían que apartarse de su camino imperioso y por encima de la ley. En las zonas en que ella y su coche llegaban a ser conocidos Blefuscu, o los alrededores de su elegante universidad de Nueva Inglaterra-, los automovilistas, al ver venir a Neela Mahendra, abandonaban sus vehículos y huían. Después de una serie de pequeños daños y porpocos, tuvo el nada divertido Gran Accidente. Su supervivencia fue un milagro (y de mucha suerte); y la conservación de su belleza rompecorazones un asombro todavía mayor.

–Acepto mi cicatriz -dijo-. Es una suerte tenerla. Y un recordatorio de algo que no debo olvidar.En Nueva York, afortunadamente, no tenía necesidad de conducir. Su regia actitud -«mi madre me dijo siempre que yo era una reina, y la creí»- hacía que prefiriese ser conducida, aunque era también una pésima conductora de asiento trasero, llena de gritos y sobresaltos. Su rápido éxito en la producción televisiva le permitía utilizar un servicio de automóviles, cuyos conductores se acostumbraron pronto a sus frecuentes gritos de miedo. Tampoco tenía sentido de la orientación, y por eso -lo que era notable en una neoyorquina- nunca sabía dónde estaba nada. Sus almacenes favoritos, sus restaurantes y clubes nocturnos preferidos, los estudios de grabación y las salas de montaje que utilizaba regularmente: hubieran podido estar en cualquier parte.

–Están donde el coche se para -dijo a Solanka ante el cuarto cóctel, con cara de inocencia-. Es sorprendente. Siempre están allí. Enfrente mismo de la puerta.

El placer es la droga más dulce. Neela Mahendra se inclinó hacia él en el reservado de cuero negro y le dijo:

–Lo estoy pasando tan bien. No me di cuenta de lo fácil que sería estar contigo, parecías tan estirado en casa de Jack, viendo aquel partido estúpido.

La cabeza de ella se inclinó hacia el hombro de él. Tenía el pelo suelto ahora y, desde donde él estaba sentado, el pelo le tapaba la mayor parte de la cara. Ella dejó que el dorso de su mano derecha se moviera lentamente contra el dorso de la mano izquierda de él.

–A veces, cuando bebo demasiado, la otra sale a jugar, y no puedo hacer nada. Ella se hace cargo y se acabó.

Solanka estaba perdido. Ella le cogió la mano entre las suyas y le besó las puntas de los dedos, sellando su pacto no expresado.

–También tú tienes cicatrices- dijo ella,– pero nunca hablas de ellas. Yo te cuento todos mis secretos y tú no dices una sola palabra. Pienso: ¿por qué no habla nunca este hombre de su hijo? Sí, claro que me lo dijo Jack, ¿te crees que no le pregunté? Asmaan, Eleanor, eso lo sé. Si yo tuviera un niño, hablaría de él todo el tiempo. Al parecer, tú no llevas siquiera su fotografía. Pienso: ese hombre ha dejado a su mujer de muchos años, la madre de su chico, y ni siquiera su hijo sabe por qué. Pienso: parece un hombre bueno, amable, no un bruto, de manera que debe de haber una buena razón, quizá si me abro a él me la dirá, pero, baba, no dices ni pío. Y entonces pienso: aquí está este indio, indio de la India, no indo-lili como yo, hijo de la madre patria, pero al parecer ese es también un tema prohibido. Nacido en Bombay, pero guarda silencio sobre su lugar de nacimiento. ¿Cuáles son sus circunstancias familiares? ¿Hermanos, hermanas? ¿Padres vivos o muertos? Nadie lo sabe. ¿Vuelve alguna vez a visitarlos? Al parecer no. No le interesa. ¿Por qué? La respuesta debe ser: más cicatrices. Malik, creo que has tenido más accidentes que yo, y quizá resultaras incluso peor herido en algún momento. Pero, si no hablas, ¿qué puedo hacer? No tengo nada que decirte. Lo único que puedo decir es que estoy aquí, y si los seres humanos no pueden salvarte nada podrá. Es lo único que digo. Habla o no hables, es cosa tuya. Lo estoy pasando bien y, de todas formas, la otra está aquí, de manera que cállate, no sé por qué tienen que hablar tanto los hornbres cuando es evidente que no son palabras lo que hace falta. Ahora no hacen falta en absoluto.

QUE SOBREVIVAN LOS MÁS APTOS: LA APARICIÓN DE LOS REYES MARIONETA

Akasz Kronos, el grande, cínico cibernético del Rijk, creó los Reyes Marioneta en respuesta a la crisis terminal de la civilización rijk, pero, por un defecto de su carácter que lo hacía incapaz de considerar el bien común, los utilizó para garantizar únicamente su propia supervivencia y fortuna. En aquella época, los casquetes polares de Galileo-1, el planeta madre del Rijk, se estaban acabando de fundir (en el Polo Norte se había avistado una larga extensión de mar abierto) y, por muy altos que se construyeran los diques, no estaba lejos el momento de que la gloria del Rijk, la más alta de las culturas en la más baja de las tierras, que precisamente entonces disfrutaba de la edad de oro más rica y prolongada de su historia, fuera arrasada por las aguas.

Comenzó la decadencia del Rijk. Sus artistas abandonaron los pinceles porque, ¿cómo podía crearse arte que dependía, como el buen vino, del juicio de la posteridad si la posteridad había sido eliminada? La ciencia tampoco pudo hacer frente al desafío. El sistema solar de Galileo se encontraba en un «cuadrante negro», cerca del borde de nuestra propia galaxia, una zona misteriosa en la que ardían pocos soles y, a pesar de su alto nivel de desarrollo tecnológico, el Rijk nunca había conseguido localizar un planeta de acogida alternativo. Se envió una muestra representativa de la soledad rijk, criogénicamente congelada, en el Max-H, una nave espacial d¡rigida por ordenador y programada para despertar a su preciosa carga si un planeta apropiado aparecía al alcance de sus sensores Cuando esa nave espacial falló y explotó a unos miles de millas en el espacio, la gente se desanimó. En aquella sociedad, la más abierta, tolerante y razonable de todas, aparecieron ahora algunos predicadores de fuego y azufre, que culpaban de la inminente catástrofe a la impiedad de la cultura njjk. Muchos ciudadanos fueron seducidos por aquellos hombres nuevos y de estrechas miras. Entretanto, el mar seguía subiendo. Cuando se produjo una grieta en un dique, el agua penetró con tal violencia que condados enteros fueron inundados a veces antes de poder terminar las reparaciones. La economía se derrumbó. Los desórdenes aumentaron La gente se quedó en casa, aguardando el fin.

El único retrato que queda de Akasz Kronos nos muestra una cabeza de larga cabellera plateada que enmarca un rostro blando, redondo y sorprendentemente infantil, dominado por una boca en forma de arco de Cupido, de color vino Lleva una túnica gris hasta el suelo, con bordados dorados en los puños y el cuello, sobre una camisa blanca de cuello alto con chorrera el vivo retrato del genio digno. Pero sus ojos están furiosos Si miramos detenidamente la oscuridad que lo rodea, distinguimos finos filamentos blancos que flotan desde las yemas de sus dedos. Sólo después de un examen a fondo observamos la pequeña figura de color de bronce de una marioneta masculina en la parte inferior izquierda del cuadro, e incluso entonces necesitamos un momento para comprender que la marioneta se ha liberado del control del maestro. El homúnculo da la espalda a su creador y se va a forjar su propio destino, mientras Kronos, su creador abandonado, se despide no solo de su creación sino también del juicio.

El profesor Kronos no sólo era un gran científico, sino un empresario de audacia y habilidad maquiavélicas. Como las tierras njk iban quedando sumergidas, trasladó su centro de operaciones a las dos pequeñas islas montañosas que formaban la nación primitiva pero independiente de Bahúna, en las antípodas de Galileo. Allí negoció y firmó un ventajoso tratado con el dirigente local, el Mogol. Los babunos conservarían la propiedad de su territorio, pero se concederían a Kronos largos arrendamientos de los pastos de alta montaña, por los que convino en pagar lo que al Mogol le pareció un alquiler realmente muy alto: un par de zapatos de madera anual para cada babuno, hornbre, mujer o niño. Además, se comprometía a garantizar la defensa de Babuna contra el asalto que no dejaría de producirse cuando las tierras njks se hundieran bajo las crecientes olas. Por ello se le dio el título de Salvador Nacional y se le concedió derecho de pernada sobre todas las nuevas novias de las islas. Habiendo llegado a un acuerdo, Kronos se dedicó a la creación de las obras maestras que serían su perdición, la llamada Dinastía monstruosa de los Césares Marioneta, conocida también como Los Reyes Marioneta sin hilos del profesor Kronos.

Su propia amante, Zameen, la legendaria beldad del Ryk y la única científica a la que Kronos consideraba su igual, se negó a acompañarlo a su nuevo mundo en las antípodas Su puesto estaba con su gente, dijo, y moriría con ella si eso era lo que el Destino quería. Akasz Kronos la abandonó sin pensárselo dos veces, prefiriendo la multiplicidad disponible al otro lado del mundo.

Los hilos rotos del retrato de Kronos son puramente metafóricos Las criaturas artificiales del profesor no tuvieron nunca hilos. Andaban y hablaban, tenían «estómagos», sofisticados centros de alimentación que podían procesar alimentos y bebidas ordinarios, con sistemas de reserva de células solares que les permitían permanecer despiertas, y trabajar más horas que ningún ser humano de carne y hueso Eran más rápidas, mas fuertes, más inteligentes, «mejores», les decía Kronos, que sus anfitriones humanos y antípodas. «Sois los reyes y las reinas, enseñaba a sus criaturas, cornportaos bien. Ahora sois los amos» Incluso les dio la facultad de reproducirse Cada cyborg recibió sus propios planos, a fin de poder, en teoría, recrearse a sí mismo a su propia imagen Sin embargo, en el programa general, Kronos añadió una Primera Directiva: cualquier orden que diera debía ser obedecida por los cyborgs y sus réplicas, hasta consentir incluso en su propia destrucción, si se considerara necesaria. Los vistió con las mejores galas y les dio la ilusión de la libertad, pero eran sus esclavos. No les dio nombre. Llevaban marcados en la muñeca números de siete cifras, y se los conocía por ellos.

No había dos criaturas kronosianas idénticas. Cada una tenía sus propios rasgos personales, claramente trazados: el Filósofo Aristocrático; la Niña-Mujer Promiscua; la Primera y Rica Ex Mujer (una Furcia); la Grupi Envejecida; el Conductor del Papa; el Fontanero Submarino; el Tres Cuartos Traumatizado, el Golfista Rechazado; las Tres Chicas de la Alta Sociedad; los Playboys; el Niño Bueno y su Madre Ideal; el Editor Sinvergüenza; el Profesor Colérico; la Diosa de la Victoria (una cyborg excepcionalmente bella, inspirada en la amante abandonada de Kronos, Zameen de Rijk); los Corredores; la Mujer del Móvil; el Hombre del Móvil; las Arañas Humanas; la Mujer que veía Visiones; el Publicista Astral: hasta un Creador de Muñecas. Y además de caracteres fuerzas, debilidades, hábitos, recuerdos, alergias, deseos les dio un sistema de valores con arreglo al cual vivir. La grandeza de Akasz Kronos, que fue también su perdición, puede juzgarse por esto: las virtudes y los vicios que inculcó a sus criaturas no eran totalmente, o no solo, los suyos. Egoísta, oportunista, falto de escrúpulos, permitió sin embargo a sus criaturas cibernéticas cierto grado de independencia ética. El idealismo era posible.

Ligereza, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad, constancia: esos eran los seis grandes valores kronosianos pero, en lugar de integrar definiciones únicas de esos principios en los programas por defecto de los cyborgs, ofrecía a sus criaturas una serie de opciones múltiples. Así, «ligereza» podía definirse como «hacer ligeramente lo que es en realidad una tarea pesada», es decir, como gracia; pero podía ser también «tratar frívolamente lo que es serio», o incluso «considerar a la ligera lo que es grave», es decir, amoralidad. Y «rapidez» podía ser «hacer velozmente lo que sea necesario», en otras palabras, eficiencia; sin embargo, si se cargaba el acento en la segunda parte de la frase, podía resultar una especie de falta de piedad. «Exactitud» podía tender a la «precisión» o a la «tiranía», «visibilidad» podía significar «actuar con claridad» o «buscar atención», «multiplicidad» podía ser tanto «amplitud de miras» como «duplicidad»; y la «constancia», la más importante de las seis, podía significar «fiabilidad» o «carácter obsesivo»: la constancia de, para facilitar la comparación podemos utilizar ahora modelos de nuestro mundo, Bartleby el Escribiente, que preferiría que no, o de Michael Kohlhaas, en su búsqueda inexorable y devastadora de una reparación. Sancho Panza es constante en el sentido «fiable» de la palabra, pero también lo es, al contrario, el errante, obseso y enloquecido por la caballería Don Quijote. Y hay que señalar también la constancia trágica del Agrimensor, que ansía eternamente lo que no puede alcanzar, o la de Ahab en su persecución de la ballena. Esa es la constancia que destruye al constante; porque los Ahabs perecen, mientras que los inconstantes, los Ishmaels, sobreviven. «La plenitud de una personalidad es inexpresable, oscura les decía Kronos a sus ficciones mecánicas. En ese misterio está la libertad, que es lo que os he dado. En esa oscuridad está la luz.»

¿Por qué permitió a los Reyes Marioneta esa libertad psicológica y moral? Quizá porque el científico y el erudito que había en él no podían resistirse a ver cómo aquellos nuevos seres vivos resolvían la batalla que se libra dentro de toda criatura consciente: entre luz y oscuridad, corazón y mente, espíritu y máquina.

Al principio, los Reyes Marioneta sirvieron bien a Kronos. Fabricaban los zapatos que pagaban los alquileres de tierras, cuidaban del ganado y cultivaban el suelo. Él los había vestido a todos con trajes cortesanos, pero las largas faldas de brocado y los uniformes de gala se ensuciaron y desgarraron rápidamente, y ellos mismos se hicieron otra ropa más apropiada para sus trabajos. Como los casquetes polares seguían fundiéndose y los niveles del agua subían, se prepararon a defender su nuevo hogar, cada vez más pequeño, del previsto ataque njk Para entonces habían aprendido a modificar sus propios sistemas sin ayuda de Kronos, y añadían a diario nuevos talentos y aptitudes. Una de esas innovaciones les permitía utilizar el aguardiente local como combustible aéreo. Llevando botellas de toddy por si tenían que repostar, la fuerza aérea cyborg despegó sin necesidad de aviones, y capturó y destruyó a las aeronaves njk con aracnoredes, telas metálicas gigantes con explosivos, colgadas del cielo. También bajo el agua tendieron aracnotrampas similares (habían modificado sus «pulmones» para su utilización submarina y así pudieron sabotear y hundir toda la flota njk desde abajo). Ganaron la llamada Batalla de las Antípodas, y los cielos y el mar quedaron silenciosos Al otro extremo de Galileo-1, las aguas crecidas se tragaron el Rijk. Si Akasz Kronos sintió alguna compasión cuando sus cornpatriotas se ahogaron, no dejó constancia.

No obstante, después de la victoria las cosas cambiaron Los Reyes Marioneta volvieron de las guerras con un nuevo sentido del valor individual, incluso de «derechos». Para meterlos en cintura, Kronos anunció un programa urgente de mantenimiento y reparación Muchos cyborgs no se presentaron al ser citados en el taller, prefiriendo, cuando habían sido dañados en combate, vivir con sus discapacidades, servomecanismos que fallaban y circuitos parcialmente fundidos Grupos de Reyes Marioneta comenzaron a volverse reservados, conspiradores, hoscos. Kronos sospechó que se estaban reuniendo en secreto para organizar un complot contra él y oyó rumores de que, en esas reuniones, no se llamaban mutuamente por su número, sino con nuevos nombres que se habían dado Se hizo tiránico y, cuando una de las Tres Chicas de la Alta Sociedad se le insolentó, hizo con ella un escarmiento, lanzándole su muy temido «explosivo maestro», que, en un instante, borraba irreversiblemente todos los programas; en otras palabras, causaba la muerte cibernética.

La ejecución fue contraproducente La disensión creció más rápidamente que antes. Muchos cyborgs pasaron a la clandestinidad, levantando en torno a sus guaridas sofisticados escudos electrónicos antivigilancia, que ni siquiera Kronos podía atravesar fácilmente, y desplazándose con frecuencia, de forma que, para cuando el profesor había destruido una serie de defensas, los revolucionarios habían desaparecido ya detrás de la siguiente. No podemos decir con seguridad cuando el Creador de Muñecas, que Akasz Kronos había creado a su propia imagen y al que había fundido muchas de sus características, aprendió a invalidar la Primera Directiva Pero poco después de aquel gran progreso fue el profesor Akasz Kronos quien desapareció. Temiendo ahora a sus criaturas, tuvo que esconderse mientras la revolución Erreeme surgía triunfalmente a la luz, siendo ovacionada por todos los cyborgs de Babuna.

Las llamadas últimas palabras de Kronos existen sólo en forma de mensaje electrónico al usurpador, el cyborg Creador de Muñecas. Es un texto divagador e incoherente, autoexculpatorio y lleno de acusaciones de ingratitud, amenazas y maldiciones. Sin embargo, hay buenas razones para suponer que es una falsificación, tal vez obra del propio Creador de Muñecas. La creación de un «Kronos loco», cuyo reflejo sano era él, convenía perfectamente a los propósitos del cyborg, y tal es el apetito de la Historia por lo sensacional, que la versión fue ampliamente aceptada. (Ese único retrato de Kronos se distingue, como hemos señalado, por los ojos de demente del científico). Recientemente, el descubrimiento de fragmentos de los díanos del profesor Kronos ha arrojado nueva luz sobre su estado mental. En esos fragmentos, cuya autenticidad parece indiscutible, aparece un Kronos muy diferente, la letra es claramente la del profesor. «También los dioses asesinaron a los Titanes que los crearon escribe Kronos La vida artificial en este caso refleja simplemente la realidad. Porque el hombre nace en cadenas pero en todas partes trata de liberarse. Yo también tuve en otro tiempo hilos. Quemé a mis marionetas, sabiendo que, como los hijos, podrían alejarse un día de mí. Pero no pueden abandonarme. Los hice con amor, y mi amor está en cada uno de ellos, en sus circuitos y plásticos, en su madera». Sin embargo, este Kronos, tan libre de amargura, parece demasiado bonito para ser verdad. El profesor, maestro del disimulo, puede haber estado urdiendo su venganza tras una pantalla de fatalismo.

Después de la desaparición de Kronos, una delegación de RM, encabezada por el Creador de Muñecas y su amante, la Diosa de la Victoria, ocupó el lugar del científico en el siguiente Día de los Zapatos anual e informó al Mogol de que el contrato del profesor debía considerarse nulo. En adelante, los «erreemes» y los babunos debían vivir en sus islas gemelas como iguales. Antes de salir con decisión de la presencia del Mogol (en lugar de retroceder arrastrando los pies como dictaba el protocolo, costumbre que ni siquiera Kronos se había atrevido a no observar), la Diosa de la Victoria lanzó el desafío que todavía resuena entre las dos comunidades: «Que sobrevivan los más aptos»

Pocos días después, una estropeada embarcación anfibia atracó sin ser notada en un rincón arbolado de la isla septentrional de Bahúna Zameen de Rijk. Había escapado a la destrucción de su civilización perdida y, contra toda probabilidad, había llegado al refugio insular del hombre que la había abandonado para que muriese ¿Había venido para renovar su amor o para vengar su abandono? ¿Estaba allí como amante o como asesina? Su increíble parecido con la amante cyborg del Creador de Muñecas, la Diosa de la Victoria, hizo que los Reyes Marioneta se sometieran a ella sin vacilación, creyendo que era su nueva reina ¿Qué ocurriría cuando las dos reinas se enfrentarán? ¿Cómo reaccionaría el Creador de Muñecas ante la versión «real» de la mujer que amaba? ¿Cómo reaccionaría ella, la mujer real, ante aquel avatar mecánico de su antiguo amante? ¿Que harían con ella los nuevos enemigos de los Reyes Marioneta, los antípodas sobre cuyo territorio habían hecho ahora tan amplia reclamación? ¿Cómo los trataría ella7 ¿Y qué le había sucedido realmente al profesor Kronos? Si estaba muerto, ¿como murió? Si vivo, ¿qué poderes le quedaban? ¿Había sido verdaderamente derrocado, o era su desaparición una especie de estratagema diabólica?

¡Tantas preguntas! Y, detrás de ellas, el mayor enigma de todos: Kronos había ofrecido a los Reyes Marioneta la elección entre sus personalidades originales y mecánicas y algunas, al menos, de las ambigüedades de la naturaleza humana. ¿Cuál será su elección sabiduría o furia? ¿Paz o furia? ¿Amor o furia? ¿La furia del genio, de la creación, o la del asesino o el tirano, la furia que aullaba salvajemente y nunca debía nombrarse?

La continuación de la historia de las diosas mellizas y los profesores duplicados, de la búsqueda por Zameen del desaparecido Akasz Kronos y de la lucha por el poder entre las dos comunidades de Babuna, aparecerá en este sitio en boletines regulares. Haga clic en los enlaces para obtener más información sobre los RM, o sobre los íconos para conocer las respuestas a las 101 PFF, acceder a elementos interactivos y examinar la amplia variedad de productos RM disponibles para su envío INSTANTÁNEO, YA. Se aceptan todas las tarjetas de crédito principales.

De joven, a principios de los sesenta, Malik Solanka había devorado las novelas de ciencia ficción de la que luego se reconoció como edad de oro del género. Huyendo de la fea realidad de su propia vida, encontró en lo fantástico, sus parábolas y alegorías, pero también sus vuelos de invención pura, sus conceptos rizados y en espiral un mundo alternativo en continua metamorfosis, en el que se sentía instintivamente en casa. Se suscribió a las legendarias revistas Amazing y FSF, compró tantos títulos como pudo permitirse de la serie amarilla de SF publicada por Victor Gollancz, y casi se aprendió de memoria los libros de Ray Bradbury, Zenna Henderson, A. E. van Vogt, Clifford D. Simak, Isaac Asimov, Frederik Pohl y C. M. Kornbluth, Stanislaw Lem, James Blish, Philip K. Dick y L. Sprague de Camp. La ciencia ficción y la fantasía científica de la edad de oro eran, en opinión de Solanka, el mejor vehículo popular nunca ideado para la novela de ideas y la metafísica. A los veinte, su obra preferida era un relato titulado «Los mil millones de nombres de Dios», en el que un monasterio tibetano quiere contar los nombres del Todopoderoso -creyendo que esa es la única razón de la existencia del universo- y compra un ordenador de primerísima calidad para acelerar el proceso. Expertos endurecidos de la rama van al monasteno para ayudar a los monjes a montar y hacer funcionar la máquina. Encuentran la idea de enumerar los nombres bastante risible, y les preocupa cómo reaccionarán los monjes cuando la tarea acabe y el universo siga existiendo; por eso, una vez que hacen su trabajo, se marchan discretamente. Más tarde, en el avión de regreso, calculan que el ordenador debe de haber terminado. Miran por la ventanilla el cielo de la noche, en donde Solanka no había olvidado la última línea- «una a una, en silencio, las estrellas se iban apagando».

Para un lector así -y admirador, en el cine, de la ciencia ficción intelectual de Fahrenheit 451 y Solaris,– George Lucas era una especie de Anticristo y el Spielberg de Encuentros en la tercera fase un niño jugando en un cajón de arena para adultos, mientras que las películas de Terminator y, sobre todas ellas, la tremenda Blade Runner, eran portadoras de la llama sagrada. Y ahora le tocaba a él. En aquellos días inestables de verano, el profesor Malik Solanka trabajaba en el mundo de los Reyes Marioneta -tanto en los muñecos como en las historias como un poseso. La historia del científico loco Akasz Kronos y su bella amante, Zameen, ocupaban toda su mente. Nueva York palidecía al fondo; o, más bien, todo lo que le ocurría en la ciudad -todo encuentro casual, todo periódico que abría, todo pensamiento, todo sentimiento, todo sueño- alimentaba su imaginación, como prefabricado para encajar en la estructura que había imaginado ya. La vida real había empezado a obedecer los dictados de la ficción, suministrando exactamente la materia bruta que necesitaba transmutar mediante la alquimia de su arte renacido.

Akasz venía de aakaash, hindi para «cielo». Cielo como en Asmaan (urdu), como en la pobre «Sky» Schuyler, como en los grandes dioses del cielo: Uranos-Varuna, Brahma, Yahweh, Manitou. Y Kronos era el griego, el devorador de niños, el Tiempo. Zameen era la tierra, lo opuesto al cielo, que abraza al cielo en el horizonte. A Akasz lo había visto claramente desde el principio, imaginándose toda la trayectoria de su vida. Zameen, sin embargo, lo había sorprendido.

En aquel relato de un mundo que se ahogaba no había esperado que una diosa de la tierra -ni siquiera inspirada en Neela Mahendra- tuviera un papel central. Sin embargo, allí estaba innegablemente y, al aparecer, había dado un valioso espesor a la trama. Su presencia parecía haber estado prefigurada, aunque él no la había previsto en absoluto. Neela/Zameen de Rijk/Diosa de la Victoria: tres versiones de la misma mujer ocupaban sus pensamientos, y comprendió que por fin había encontrado a la sucesora de la famosa creación de su juventud. «Bienvenida sea Neela se dijo y adiós, por fin, a Cerebrito.»

Lo que quería decir también adiós a sus tardes con Mila Milo. Mila se había dado cuenta enseguida del cambio que se había operado en él, intuyéndolo cuando lo vio marcharse a su cita con Neela en las escaleras del Met. Supo lo que yo quería antes de haberme atrevido a admitirlo yo mismo, reconoció Solanka. Probablemente lo que había entre nosotros acabó entonces y allí. Aunque no hubiera ocurrido el milagro, aunque Neela no me hubiera elegido de forma tan imprevisible, Mila había visto lo suficiente. Tenía su propia belleza, y orgullo, y no estaba dispuesta a ser plato de segunda mesa de nadie. El volvió a la calle Setenta Oeste después de una noche incesantemente sorprendente pasada con Neela en una habitación de hotel al otro lado del parque, una noche cuya mayor sorpresa era que estuviera ocurriendo siquiera, y encontró a Mila ostentosamente envuelta alrededor del hermoso y estúpido Eddie Ford en las escaleras de la puerta de al lado; Eddie, guardaespaldas nato, radiante de alegría al haber recuperado la tutela del único cuerpo que le importaba algo. La mirada que echó Eddie a Solanka por encima del hombro de Mila fue impresionantemente expresiva. Decía, amigo, ya no tienes derecho de acceso a esta casa; entre tú y esta señora hay un cordón de terciopelo rojo y tu pase está tan caducado que no deberías pensar siquiera en dar un paso hacia aquí, a menos, naturalmente, que quieras que te limpie los dientes utilizando tu columna vertebral como cepillo.

A la tarde siguiente, sin embargo, ella estaba ante su puerta.

–Llévame a algún sitio caro y estupendo. Necesito ponerme elegante y comer en cantidades industriales.

Comer era la reacción normal de Mila ante el sufrimiento, beber su respuesta a la cólera. Probablemente era mejor triste que furiosa, reflexionó Solanka poco generosamente. En cualquier caso, más fácil para él. Para compensar ese pensamiento egoísta, llamó a uno de los nuevos lugares de los que más se hablaba en aquel momento, un bar-restaurante en Chelsea, de temática cubana, llamado Gio en honor de Doña Gioconda, una cantante de cierta edad cuya estrella lucía brillantemente en aquel verano Buena Vista y en cuya voz lánguida y cargada de humo revivía toda la vieja Habana, presumiendo, balanceándose, seduciendo y besuqueando. Solanka consiguió una mesa tan fácilmente que se lo comentó a la mujer de las reservas.

–Nueva York es una ciudad fantasma ahora -admitió ella fríamente. Es, digamos, Perdidoville. Les espero a las nueve.

–Me dejaste y me estoy muriendo -cantaba Gioconda en el sistema de sonido del restaurante cuando Solanka y Mila entraron- pero a los tres días resucitaré. No vayas a mi funeral, imbécil, porque estaré bailando con otro más hombre. Resurrección, resurrección, me encargaré de que lo sepas.

Mila le tradujo a Solanka la letra.

–Es perfecta -añadió-. ¿Oyes, Malik? Si pudiera pedir una canción sería esta. Como dicen en la radio, el mensaje está en las palabras. «Creíste que podrías romperme, y es verdad que estoy rota ahora, pero resucitaré en tres días y me verás saludar desde lejos. Resurrección, resurrección, en cualquier momento una nueva vida.»

En el bar, ella liquidó rápidamente un mojito y pidió otro. Solanka comprendió que la cosa iba a ser más dura de lo que había previsto. Al final del segundo vaso ella se trasladó a una mesa, encargó todos los platos más picantes del menú, y se lo dijo:

–Eres un hombre de suerte -dijo, mojando en el guacamole regalo de la casa- porque, evidentemente, eres optimista. Tienes que serlo, porque te resulta muy fácil tirar cosas. Tu hijo, tu mujer, lo que sea. Solo un optimista desatado, un estúpido Pangloss o una Pollyanna de encefalograma plano desecha lo que es más precioso, lo que es muy raro y satisface su necesidad más profunda, que, como sabes y sé, no puedes nombrar ni mirar sin cerrar los postigos y apagar las luces, tienes que poner un cojín sobre tus rodillas hasta que llega alguien suficientemente listo para saber qué hacer, alguien cuya necesidad innombrable resulta coincidir totalmente con la tuya. Y ahora, ahora cuando hemos llegado ahí, cuando se han bajado las defensas y se ha acabado la simulación, y estamos realmente en esa habitación que nunca nos permitimos creer que pudiera existir para ninguno de los dos, la habitación invisible de nuestro mayor miedo… en el momento mismo en que descubrimos que no tenemos por qué tener miedo en esa habitación, que podemos tener lo que queramos durante tanto tiempo como queramos, y quizá cuando nos hayamos hartado despertaremos y nos daremos cuenta de que somos personas vivas reales, no las marionetas de nuestros deseos sino solo esta mujer, este hombre, y podremos interrumpir los juegos, abrir los postigos, encender las luces, y salir a la calle de la mano… entonces decides recoger a alguna puta en el parque y, por el amor del cielo, buscar una habitación de mierda. Un optimista es un hombre que renuncia a un placer imposible porque está seguro de que volverá a encontrarlo a la vuelta de la esquina. Un optimista cree que su polla tiene más sentido común que, bueno, no importa. Iba a decir que su chica, queriendo decir, estúpidamente, que yo. Yo, por cierto, soy pesimista. Opino que no solo no cae el rayo dos veces en el mismo sitio, sino que, normalmente, no cae ni siquiera una. Y para mí fue eso, lo que ocurrió entre nosotros fue realmente eso, y tú, tú simplemente, maldita sea, maldita sea. Hubiera podido quedarme contigo, ¿te diste cuenta? Bueno, no por mucho tiempo, solo treinta o cuarenta años, más de los que vivirás, probablemente. En lugar de eso, me voy a casar con Eddie. Ya sabes lo que se dice: la caridad bien entendida empieza por uno mismo.

Se detuvo jadeando y se dedicó al carnaval de comida que tenía delante. Solanka aguardó; no tardaría en venir más. Pensaba: no puedes casarte con él, no debes, pero no podía darle ya ese consejo.

–Te estás diciendo que lo que hicimos estaba mal- dijo ella. Te conozco. Estás utilizando la culpa para liberarte. Y ahora crees que puedes dejarme y decirte que eso es lo moral. Pero lo que hacíamos no estaba mal y entonces se le llenaron los ojos de lágrimas. En absoluto. Solo estábamos consolándonos de nuestra terrible sensación de pérdida. ¿Crees realmente que follaba con mi padre, te imaginas que retorcía el culo sobre sus rodillas y le clavaba las uñas en el pezón y le lamía su pobre garganta sudorosa? ¿Es eso lo que te dices para facilitarte la salida, o fue también la entrada? ¿Fue eso lo que te excitaba, ser el fantasma de mi padre? Profesor, eres tú quien está mal. Te lo repito. Lo que hacíamos no estaba mal. Era un juego. Un juego serio, un juego peligroso quizá, pero un juego. Creí que lo entendías. Creí que podías ser esa criatura imposible, un hombre sexualmente experimentado que podía darme un lugar seguro, un lugar en donde ser libre y liberarte también, un lugar en donde podríamos

soltar todo el veneno y la cólera y el daño acumulados, dejarlos ir y librarnos de ellos, pero resulta, profesor, que no eres más que otro idiota. Por cierto, hoy has salido en la emisión de Howard Stern.

Aquello era un giro a la izquierda que él no se esperaba, un brusco viraje hacia el tráfico emocional que se avecinaba. Perry Pincus, cornprendió con súbito pesar.

Entonces lo consiguió. ¿Qué dijo?

–Bueno -dijo Mila, hablando a través del cordero bañado en salsa verde, dijo un montón de cosas.

Mila tenía una memoria excelente y podía reproducir a menudo conversaciones enteras de forma casi textual. Por eso, su Perry Pincus, que ahora interpretaba con el entusiasmo lacerante de una joven Sarah Bernhardt, de una Stockard Channing, por poner un ejemplo más a mano, era probablemente, admitió Solanka acongojado, muy fiable en lo que a exactitud se refería.

A veces, esas supuestas grandes mentes masculinas son casos, de libro, de un desarrollo patéticamente interrumpido -había dicho Perry a Howard y su inmenso público. Mire el caso de ese tipo, Malik Solanka, que no era una gran cabeza, renunció a la filosofía y se dedicó a la televisión, y tengo que decir francamente que era uno de esos con los que nunca, ya sabe. No está en mi curriculum. ¿Cuál era su problema? Bueno. Permítame decirle que la habitación entera de ese Solanka, y recuerde que estoy hablando de un miembro del King’s College, Cambridge, Inglaterra, pululaba de muñecas, ha oído bien, muñecas. Cuando me di cuenta, puse pies en polvorosa. No quisiera Dios que me confundiera con una muñeca y me pinchara con un dedo en el estómago para que dijera Ma-má. Estaba como, lo siento, pero ni siquiera me gustaban las muñecas cuando era pequeña, y soy una chica. ¿Qué? No, no. Con los gays me siento bien. Totalmente. Soy de California, Howard. Claro. No era algo gay. Era… empalagoso. Era… ¿cómo podría decirle?… asqueroso. Como broma, todavía le envío muñecos de peluche por Navidad. El oso polar de CocaCola. Eso es. Nunca acusa recibo, pero ¿sabe una cosa? Tampoco me los devuelve nunca. Hombres. Cuando se conocen sus secretos, resulta difícil no reírse.

–Me pregunté si debía decírtelo -le confió Mila-, pero luego pensé, que lo folien, se acabaron las contemplaciones.

Doña Gio seguía cantando, pero el griterío de las Furias ahogaba de momento su voz. Las hambrientas diosas aleteaban alrededor de sus cabezas, alimentándose de su rabia. La entrevista de Pincus rugía dentro de él, y la expresión de Mila cambió.

Shh dijo. Muy bien, lo siento, pero, ¿quieres dejar de hacer ese ruido? Nos van a echar y todavía no he tomado el postre.

Era evidente que el rugido se había escapado a la sala. La gente los miraba. El propietario-gerente, un doble de Raúl Julia, venía hacia ellos. Una copa se rompió en la mano de Malik Solanka. Hubo un torrente sucio y mezclado de sangre y vino. Fue necesario marcharse. Trajeron vendas, se rechazó un médico, la cuenta fue rápidamente presentada y pagada. Fuera había empezado a llover. La furia de Mila amainó, vencida por la de él.

¿En cuanto a esa mujer del show de Howard? – dijo en el taxi hacia el norte que acabó por llegar-. Daba la impresión de una ninfómana envejecida contando chismes. Tú eres mayor, deberías saber cómo es la vida. Hay cabos sueltos colgando por todas partes y, de vez en cuando, uno se rompe y te da en la cara. Déjala. No es nada para ti, apenas lo fue y, con la cantidad de mal karma que está acumulando, no le arriendo la ganancia. ¡Deja de gritar en público! Cristo. A veces me das miedo. La mayor parte del tiempo pienso que no harías daño a una mosca y entonces, de repente, eres una especie de Godzilla de la laguna negra que parece capaz de arrancarle el cuello a un Tyrannosaurus Rex. Tienes que aprender a controlar eso, Malik. Venga de donde venga, tienes que echarlo.

El Islam purificará su alma de la cólera sucia interrumpió el chófer del taxi y le revelará la santa cólera que mueve montañas. Luego añadió, cambiando de idioma cuando otro coche se acercó inadmisiblemente a su taxi-: ¡Eh! ¡Americano! Eres un impío homosexual violador de la cabra favorita de tu abuela.

Solanka empezó a reírse, con la risa amarga y terrible del alivio: sollozos duros, dolorosos, convulsivos:

–Hola otra vez, Ali Bienamado -tosió-. Me alegro de verte en tan buena forma.

Una semana más tarde, Mila, un tanto sorprendentemente, lo invitó a su casa «para hablar de otra cosa». Su actitud era amistosa, profesional, excitada. Se había recuperado deprisa, se maravilló Solanka, aceptando su invitación. Era su primera visita al diminuto cuarto piso sin ascensor de Mila, que, pensó, se esforzaba por ser típicamente americano pero fracasaba lamentablemente: carteles de Latrell Sprewell y Serena Williams colgaban inquietantemente a ambos lados de las estanterías de libros del suelo al techo, que crujían bajo volúmenes de literatura serbia y de Europa oriental, en idioma original y en traducciones francesas e inglesas: Kis, Andric, Pavic, algunos de los poetas Klokotrizan rompedores de convenciones y, del período clásico, Obradovic y Vuk Stefanovic Karadzic; y también Klima, Kadaré, Nadas, Konrad y Herbert. No había a la vista ninguna foto de su padre; Solanka observó aquella significativa omisión. Una fotografía monocroma enmarcada de una joven de vestido de flores estampadas con cinturón le sonreía ampliamente. La madre de Mila, que parecía la hermana menor de ésta.

Mira lo feliz que es dijo Mila. Fue el último verano antes de saber que estaba enferma. Ahora tengo la misma edad que ella tenía cuando murió, de manera que es una pesadilla menos en que pensar. He superado el obstáculo. Durante años creí que no lo conseguiría.

Quería pertenecer a esta ciudad, a este país y a esta época, pero los viejos demonios europeos chillaban en sus oídos. En un aspecto, sin embargo, Mila era sin reservas de su generación americana. La terminal informatizada era el centro de la habitación: el Mac Power Book, el viejo Macintosh de mesa empujado al fondo de la superficie de trabajo, el escáner, la grabadora de CD, el sistema sonoro enchufado, el secuenciador musical, la unidad de compresión y seguridad, los manuales, los estantes de CD-ROM y DVD, y otras muchas cosas, que Solanka no era capaz de identificar fácilmente. Hasta la cama parecía algo que se le había ocurrido luego. Indudablemente, él nunca conocería sus placeres. Ella lo había llevado allí, entendió, para poner todo aquello entre ellos. Era otro ejemplo de su sistema de signos invertidos. Su difunto padre era la persona más importante de su vida; en consecuencia, no había ninguna foto de papá visible. Solanka iba a ser ahora nada más que el profesor de al lado; luego invítalo a un café en tu alcoba.

Evidentemente, había preparado un discurso y estaba totalmente lista, zumbando de palabras. En cuanto le dio su jarro de café, ofreció la obviamente prevista rama de olivo.

–Porque soy un tipo superior de ser humano -dijo Mila con un rastro de su antiguo humor,– porque soy capaz de elevarme por encima de mi tragedia personal y funcionar a un nivel más alto, y también porque realmente pienso que eres estupendo en lo que haces, he hablado a los chicos de tu nuevo proyecto. Los cool personajes de ciencia ficción que te has inventado: el cibernético loco, el planeta invadido por las aguas, los cyborgs contra los lotófagos del otro lado del mundo, la lucha a muerte entre lo falsificado y lo real. Nos gustaría hablarte de crear un sitio en la Red. Tenemos toda una presentación, y podrás hacerte una idea de lo que se puede hacer. Por decirte solo una cosa, han desarrollado una forma de comprimir los materiales vídeo que da una calidad que se acerca a la del DVD en línea, y dentro de una generación será por lo menos igual. Es algo más avanzado que lo que puedes conseguir en cualquier otra parte. No tienes idea de la velocidad de las cosas hoy, cada año es la Edad de Piedra del siguiente. Simplemente el potencial creativo, lo que se puede hacer ahora con una idea. Los mejores sitios son inagotables, la gente vuelve una y otra vez, es como si les dieras un mundo al que pertenecer. Desde luego, hay que tener un buen mecanismo de ventas y envío, tiene que ser fácil comprar lo que estás ofreciendo, y tenemos también un discurso cool para eso. Pero lo importante es que sea fácil para ti. Tienes ya la historia y los personajes. Que nos encantan. Para mantener el control de la idea, tendrás que preparar un manual básico, parámetros para el desarrollo de los personajes, cosas que se pueda y no se pueda incluir en los guiones, las leyes de tu universo imaginado. Dentro de ese marco, hay muchos chicos brillantes que estarían encantados de crear toda clase de, ni se puede decir, inventan todos los días medios totalmente nuevos. Si funciona, naturalmente, los viejos medios acudirán corriendo: libros, discos, tele, películas, musicales, quién sabe.

»Me encantan esos chicos. Están tan hambrientos, pueden agarrar una idea y correr con ella, digamos, a la quinta dimensión, y lo único que tienes que hacer es dejar que eso ocurra para ti, tú eres el monarca absoluto, nada ocurre si tú no lo quieres; simplemente te sientas ahí y dices sí, no, sí, sí, no… basta, basta. Hizo gestos tranquilizadores, apremiantes, con ambas manos-. Escúchame. Por el amor de Dios, escúchame hasta el final, me lo debes. Malik, sé qué infeliz fuiste… eres… por toda la saga de Cerebrito. Soy yo, ¿recuerdas? Malik, lo sé. Eso es lo que te estoy diciendo ahora. Esta vez no pierdes el control. Esta vez tienes un vehículo mejor de lo que existía siquiera cuando inventaste a Cerebrito, y tú lo conduces, por cornpleto. Esta es tu oportunidad de hacer bien lo que antes salió mal y, si funciona, no nos andemos en eso con remilgos, los beneficios financieros serán muy, muy altos. Todos creemos que podrían ser enormes si se hace bien. En cuanto a Cerebrito, por cierto, no estoy totalmente de acuerdo con tu postura, porque, como sabes, pienso que es estupenda, y las cosas cambian, todo el concepto de propiedad en lo que se refiere a las ideas es muy diferente hoy, mucho más cooperativo. Tienes que ser un poco más flexible, solo un poquito más, ¿de acuerdo? Deja entrar de vez en cuando a otras personas en tu círculo mágico. Sigues siendo el mago, pero deja que todos jueguen a veces con las varitas. ¿Cerebrito? Déjala volar, Malik, déjala ser lo que es. Ahora es una persona mayor. Déjala ir. Todavía puedes quererla. Sigue siendo tu hija.

Se había puesto de pie, sus dedos volaban sobre el ordenador portátil, solicitando su ayuda. El sudor le perlaba el labio. El séptimo velo cae, pensó Solanka. Aunque totalmente vestida, como estaba Mila con su ropa deportiva de día, por fin estaba desnuda ante él. Aquella era la personalidad que nunca había mostrado plenamente, Mila como Furia, la que se tragaba al mundo, el yo como pura energía transformadora. En aquella encarnación, resultaba al mismo tiempo aterradora y maravillosa. Él era incapaz de resistir a una mujer cuando venía así hacia él, como un río, dejando que su desbordamiento lo sobrepasara. Aquello era lo que buscaba en las mujeres: ser dominado, superado. Aquella inexorabilidad de un Ganges, un Mississipi, cuya disminución, sabía tristemente, era lo que había ido mal en su matrimonio. No se siente uno sobrepasado eternamente. Por asombroso que sea el primer contacto, al final la mujer amada nos asombra menos. Luego pasa simplemente y, más adelante, no pasa ya. Sin embargo, renunciar a su necesidad de algo excesivo, inmenso, que lo hiciera sentirse como un surfista en la nieve, cabalgando en la cresta de una avalancha! Decir adiós a esa necesidad sería también aceptar que, en materia de deseos, estaba de acuerdo con la muerte. Y cuando los vivos acuerdan consigo mismos que están muertos, comienza la furia oscura. La furia oscura de la vida, que se niega a morir antes de que su hora llegue.

Tendió la mano hacia Mila. Ella le apartó bruscamente el brazo.

Sus ojos brillaban: se había repuesto ya de él y había resucitado como reina:

–Eso es lo que podemos ser ahora el uno para el otro, Malik. Lo coges o lo dejas. Si dices que no, no volveré a dirigirte la palabra. Pero si subes a bordo, perderemos el culo trabajando para ti y no te guardaré rencor. Este mundo nuevo es mi vida, Malik, la que corresponde a mi época, crece cuando crezco, aprende cuando aprendo, llega a ser cuando yo llego a ser. Es donde me siento más viva. Allí, dentro de la electricidad. Ya te lo he dicho: tienes que aprender a jugar. El juego serio es lo mío. Eso es el corazón de lo que está ocurriendo, y sé cómo hacerlo, y si tú puedes darme el material que necesito para trabajar, entonces, cariño, eso será mejor para mí que lo que aguardaba bajo el cojín de tus rodillas. Aunque fuera bonito, no me entiendas mal. Aunque fuera indudablemente bonito. Muy bien, he terminado. No me contestes. Vete a casa. Piensa en ello. Deja que te hagamos una presentación completa. Es una decisión importante. Tómatelo con calma. Hazlo cuando estés listo. Pero hazlo pronto.

La pantalla del ordenador estalló en vida. Las imágenes corrieron hacia él como mercaderes de bazar. Aquello era la tecnología del vendedor insistente que ofrece sus mercancías, pensó Solanka; o, como si, en un club nocturno oscuro, alguien bailara para él. El portátil como bailarina sobre sus rodillas. Y el sistema auxiliar de sonido derramando sobre él ruido de alta definición como una lluvia dorada.

–No necesito pensarlo -dijo-. Lo haremos. Vamos allá.

Eleanor llamó, y la barra emocional de Solanka subió otra muesca.

–Sabes cómo despertar amor, Malik -le dijo su mujer-. Pero no sabes qué hacer cuando está ahí. Sin embargo, todavía no había cólera en aquella voz melosa-. Estaba pensando en lo maravilloso que era ser querida por ti. Creo que te echaba de menos, y estoy contenta de haberte encontrado. Nos veo en todas partes adonde voy, ¿no es estúpido?, nos veo pasándolo tantas veces tan bien. Tu hijo es tan excepcional. Todo el que lo ve piensa lo mismo. Morgen cree que es el mejor de todos, y ya sabes lo que piensa Morgen de los niños. Pero quiere a Asmaan con locura. Todo el mundo lo quiere. Y, sabes, no hace más que preguntar: «¿Qué diría papá? ¿Qué pensaría papá?». Ocupas mucho lugar en sus pensamientos. Y en los míos. De forma que solo quería decirte que los dos te mandamos todo nuestro cariño.

Asmaan cogió el teléfono.

–Quiero hablar con papá. Hola, papá. Tengo la nariz tapada. Por eso lloraba. Por eso Olive no está aquí. Por eso era porque. Porque Olive no está aquí. Olive era la asistenta de su madre, a la que Asmaan adoraba-. Te he hecho un dibujo, papá. Para mamá y para ti. Te lo enseñaré. Tiene rojo y amarillo y blanco. He hecho un dibujo para el abuelo. El abuelo está muerto. Por eso estuvo enfermo mucho tiempo. La abuela no está muerta todavía. Está bien. Quizá se muera mañana. Voy a la estuela, papá. Voy a ir a una buena estuela. ¡Mañana no! No. Otro día. Es una guardería. No una estuela grande. Por eso tengo que ser grande para la estuela grande. ¡No voy a ir hoy! Hmm. ¿Tienes un rebalo, papá? Quizá con un efelante dentro. ¡Puede ser! Seguramente es un efelante grande. Bueno: ¡’dios!

Al amanecer se despertó solo en la cama, a causa de una tortura de parqué en el piso de arriba. Indudablemente, se trataba de alguien madrugador. Todos los sentidos de Solanka parecían estar en alerta roja. Su oído se había vuelto tan anormalmente fino que podía oír los bips del contestador de arriba, el agua que caía de la regadera del vecino sobre sus jardineras de las ventanas y sus flores interiores. Una mosca se posó sobre su pie descubierto y él saltó de la cama como si lo hubiera rozado un fantasma y se quedó en el centro de la habitación, desnudo, ridículo, lleno de miedo. Dormir era imposible. La calle era ya estruendosa. Se dio una larga ducha caliente y se leyó a sí mismo la cartilla. Mila tenía razón. Tenía que aprender a controlarse. Un médico, tenía que ir al médico y conseguir el medicamento adecuado. ¿Qué le había llamado Rhinehart de broma? Un ataque al corazón que esperaba su oportunidad. Bueno, había que borrar al corazón. Se había convertido en un ataque que esperaba su oportunidad. Su mal humor podía haber sido cómico en otro tiempo, pero ahora no era una broma. Si no había hecho nada todavía, podía hacerlo en cualquier momento; si la furia no lo había llevado al país de lo irreversible, lo haría, sabía que lo haría. Se temía ya a sí mismo, y muy pronto daría miedo a todo el mundo. No tendría que abandonar el mundo; el mundo huiría de él. Se convertiría en alguien que la gente cruza la calle para evitar. ¿Y si Neela lo encolerizaba? ¿Y si, en un momento de pasión, ella le tocaba la coronilla?

Al comienzo del tercer milenio, se conseguían fácilmente medicamentos para tratar la irrupción en la personalidad adulta de lo extravagante y lo embrionario. En otros tiempos, si hubiera rugido como un hechicero en público, hubieran podido quemarlo por diablo o cargarlo de piedras para ver si flotaba en el East River, como a una bruja. En otros tiempos, como mínimo, lo hubieran puesto en la picota y acribillado con fruta podrida. Ahora lo único que había que hacer era pagar la cuenta rápidamente y marcharse. Y todo buen americano conocía los nombres de media docena de medicamentos para tratar los estados de ánimo. Era un país en el que recitar diariamente marcas farmacéuticas -Prozac, Halcion, Seroquil, Numscul, Lobotomine- era como un koan zen o la afirmación de una especie de patriotismo demente: Prometo lealtad a los medicamentos americanos. De manera que lo que le estaba ocurriendo era eminentemente evitable. Por lo tanto, diría la mayoría de la gente, su obligación era evitarlo, a fin de que dejara de darse miedo a sí mismo, de ser un peligro para los demás, y empezara a volver a su vida. A Asmaan, el Niño de Oro. Asmaan el cielo, que necesitaba el amor protector de su padre.

Sí, pero los medicamentos eran una bruma. Eran una niebla que se tragaba y se enroscaba alrededor de tu mente. El medicamento era una plataforma, y tenías que sentarte en ella mientras el mundo continuaba a tu alrededor. Era una cortina de ducha translúcida, como la de Psicosis. Las cosas se volvían opacas; no, no, eso no era cierto. Quien se volvía opaco eras tú. El desdén de Solanka por aquella era de médicos resurgía. ¿Querías ser más alto? Sólo tenías que ir a un médico de altos y dejar que te pusiera extensiones de metal en los huesos largos. Para ser más delgado estaba el médico de los delgados, el de los agraciados para ser más agraciado. ¿Eso era todo? ¿Lo era? ¿Éramos sólo automóviles, automóviles que podían ir por sí mismos al mecánico y hacerse arreglar como quisieran? ¿A gusto del consumidor, con asientos de piel de leopardo y sonido envolvente? Todo lo que había en él luchaba contra la mecanización de lo humano. ¿No era exactamente para luchar con ello para lo que creaba su mundo imaginario? ¿Qué podía decirle un médico de la cabeza sobre sí mismo que no supiera ya? Los médicos no sabían nada. Lo único que querían era manejarte, domesticarte como a un perro o encapucharte como a un halcón. Los médicos querían ponerte de rodillas y rompértelas y, una vez que empezabas a usar esas muletas químicas, nunca volvías a andar sobre tus piernas.

Por todas partes a su alrededor el yo americano estaba repensándose en términos mecánicos, pero en todas partes estaba perdiendo el control. Ese yo hablaba constantemente de sí mismo, sin rozar apenas cualquier otro tema. Había surgido una industria de controladores médicos brujos cuya función era aumentar y «colmar las lagunas» de la labor de los ya brujos médicos- para tratar los problemas de performance. La redefinición era el modo principal de actuar. La infelicidad se redefinía como falta de aptitud física, la desesperación era cuestión de buena alineación de la columna vertebral. La felicidad era una alimentación mejor, una orientación más acertada de los muebles, una técnica de respiración más profunda. La felicidad era el egoísmo. Se decía al yo a la deriva que fuera su propio timón, se ordenaba al yo desarraigado que echara sus propias raíces mientras, evidentemente, seguía pagando los servicios de los nuevos guías, los cartógrafos de los estados desunidos de América. Por supuesto, las antiguas industrias de control seguían existiendo, ocupándose de sus propios casos, más conocidos. El candidato a la vicepresidencia de partido demócrata culpaba a las películas del malestar nacional y, en cambio, alababa a Dios. Dios debía acercarse más al centro de la vida del país. (¿Más? pensaba Solanka.) Si el Todopoderoso se acercaba más a la presidencia, viviría al final de Pennsylvania Avenue y haría el maldito trabajo por sí mismo.) Se exhumaba a George Washington para que fuera un soldado de Cristo. No hay moralidad sin religión, tronaba George, pálido y terroso sobre su tumba, esgrimiendo un hacha. Y en el país de George Washington, la ciudadanía, juzgada insuficientemente devota, decía cuando le preguntaban que más del noventa por ciento votaría como presidente a un judío o un homosexual, pero solo un cuarenta y nueve por ciento a un ateo. ¡Loado sea el Señor!

A pesar de toda la cháchara, todos los diagnósticos, todas las nuevas conciencias, las más poderosas comunicaciones hechas por ese yo nacional nuevo y muy articulado eran inarticuladas. Porque el verdadero problema no era el daño de la máquina sino del corazón deseoso, y el lenguaje del corazón se estaba perdiendo. La cuestión era el daño excesivo a ese corazón y no el tono muscular, ni la alimentación, ni elfengshuini el karma, ni la impiedad ni Dios. Ése era el jitterbug que volvía loca a la gente: no el exceso de bienes de consumo sino las esperanzas frustradas y truncadas. Aquí, en la América de la Abundancia, manifestación real de los fabulosos reinos de oro de Keats, aquí, en la olla cargada de doblones del extremo del arco iris, las expectativas humanas eran las más altas de la historia del hombre, y por eso lo eran también las decepciones humanas. Cuando los incendiarios encendían fuegos que hacían arder el Oeste, cuando un hombre agarraba un arma y empezaba a matar a desconocidos, cuando un niño agarraba un arma y empezaba a matar a amigos, cuando trozos de hormigón aplastaban el cráneo de jóvenes ricas, esa decepción para la que la palabra «decepción» resultaba demasiado débil era el motor que movía la expresividad cohibida de los asesinos. Ese era el único tema: el aplastamiento de los sueños en un país en donde el derecho a soñar era la piedra angular de la ideología nacional, la eliminación pulverizadora de las posibilidades personales en una época en que el futuro se abría para revelar panoramas de tesoros resplandecientes e inimaginables como ningún hombre o mujer había soñado antes. En aquellas llamas atormentadas y balas angustiosas Malik Solanka oía una pregunta crucial, desoída, no respondida, quizá sin respuesta… la misma pregunta, resonante y destructora como el grito de Munch, que acababa de hacerse: ¿es eso todo? ¿Cómo, es eso todo? ¿Es eso todo? La gente se despertaba como Krysztof Waterford-Wajda y comprendía que su vida no les pertenecía. Sus cuerpos no les pertenecían, y tampoco los cuerpos de nadie pertenecían a nadie. No veían ya razón alguna para no disparar.

A aquellos a quienes los dioses quieren destruir los vuelven antes locos. Las Furias se cernían sobre Malik Solanka, sobre Nueva York y América, y chillaban. Debajo, en las calles, el tráfico, humano e inhumano, les chillaba a su vez su consentimiento enfurecido.

Duchado, un poco más tranquilo, Solanka recordó que todavía no había llamado a Jack. Descubrió que no tenía ganas de hacerlo. El Jack desvelado por Neela lo había decepcionado y turbado, lo que en sí mismo no hubiera sido importante. Indudablemente, Jack debía de haberse sentido decepcionado de él muchas veces, haberse sentido repelido incluso por su famoso mal genio «solankerizante». Los amigos debían salvar esos obstáculos; sin embargo, Solanka no descolgó el teléfono. Cómo, entonces era también un mal amigo; había que añadirlo al ya largo pliego de cargos. Neela se interponía ahora entre ellos. Eso era. No importaba que ella hubiera roto su relación con Jack antes de que empezara nada entre ella y Solanka. Lo que importaba era cómo lo consideraría Jack, y lo consideraría una traición. Y, si quería ser sincero consigo mismo, admitió Solanka en silencio, también él lo consideraba una traición.

Además, Neela era ahora también un obstáculo entre él y Eleanor. Él había abandonado el hogar por una razón aparente y otra razón subyacente: el hecho aterrador del cuchillo en la oscuridad y, bajo la superficie del matrimonio, la erosión de lo que en otro tiempo le sobrepasaba. Era difícil renunciar al deseo furioso y recientemente encendido por aquella antigua llama, más tranquila y amable. «Tiene que haber alguien», había dicho Eleanor; y ahora lo había, lo había… Neela Mahendra, la última apuesta emocional importante de su vida. Más allá de ella, si la perdía como la perdería probablemente, veía un desierto, cuyas lentas dunas blancas se deslizaban hacia una tumba de arena. Los peligros de la empresa, acentuados por las diferencias de edad y educación, por las lesiones de él y la volubilidad de ella, eran considerables. ¿Cómo decide una mujer que todo hornbre desea que con uno solo le basta? Casi al fin de su primera noche juntos, ella dijo:

–No esperaba esto. No estoy segura de estar dispuesta. Quería decir que había empezado a sentir tan profunda y rápidamente que le daba miedo. El riesgo podría ser demasiado grande.

El había torcido el gesto un poco demasiado amargamente.

Me pregunto cuál de los dos -dijo- corre mayor riesgo emocional.

A ella la pregunta no le pareció difícil: Tú, desde luego dijo.

Wislawa volvió a trabajar. El suave Simon Jay había llamado a Solianka desde su granja para decirle que su mujer y él habían apaciguado a la enojada limpiadora, pero una llamada contrita de Solanka ayudaría. Aunque afable como era, el señor Jay no dejó de señalar que el arrendamiento exigía que el apartamento fuera mantenido debidamente. Solanka rechinó los dientes e hizo la llamada.

Muy bien, iré, por qué no -accedió Wislawa.– Tiene suerte de que sea grande en el corazón.

Su trabajo era menos satisfactorio aún que antes, pero Solanka no dijo nada. Había un desequilibrio de poder en el apartamento. Wislawa entraba como una reina como una Diosa de la Victoria que hubiera cortado sus hilos y, al cabo de unas horas de vagar por el dúplex como un monarca en viaje real, agitando su plumero como si fuera un regio pañuelo, se iba con una expresión de desprecio en su rostro huesudo. Los que antes servían son ahora los amos, pensó Solanka. Como en Galileo-1, también en Nueva York.

Su mundo imaginario lo absorbía cada vez más. Dibujaba furiosamente, modelaba en arcilla, tallaba maderas blandas; sobre todo, y furiosamente, escribía. La tropa de Mila Milo había empezado a tratarlo con una especie de sorprendida reverencia: ¿quién hubiera pensado, parecía decir su forma de comportarse, que un viejo zoquete pudiera venir con un material tan en la onda? Hasta el lento y resentido Eddie participaba en esa nueva actitud. Solanka, despreciado por su propia mujer de la limpieza, se dejaba ablandar por el respeto de los jóvenes y decidió demostrar que era digno de él. Tres o cuatro horas de sueño resultaban suficientes. La sangre parecía circular con más energía por sus venas. Aquello, pensó maravillándose de su inmerecida buena suerte, era una renovación. La vida le había servido inesperadamente una buena mano, y estaba dispuesto a aprovecharla al máximo. Había llegado el momento de hacer un esfuerzo largo, concentrado y hasta quizá saludable de lo que Mila llamaba juego serio.

La historia de los acontecimientos en Galileo-1 había cobrado una proliferante vida propia. Nunca antes había necesitado ni querido Solanka entrar en tanto detalle. La ficción lo tenía en el puño, y las figuritas mismas comenzaban a parecer secundarias: no fines en sí mismas, sino medios. El, que había sido tan escéptico ante el advenimiento del mundo feliz electrónico, se sentía conquistado por las posibilidades que ofrecía la nueva tecnología, con su preferencia formal por los saltos de costado y su relativo desinterés por la progresión lineal, una tendencia que había producido ya en sus usuarios mayor interés por la variación que por la cronología. Esa libertad del reloj, de la tiranía de lo que sucedió luego, era estimulante y le permitía desarrollar sus ideas en paralelo, sin preocuparse del orden ni de la causalidad paso a paso. Los enlaces eran ahora electrónicos, no narrativos. Todo existía al mismo tiempo. Aquello era, comprendía Solanka, el espejo exacto de la experiencia divina del tiempo. Hasta la llegada de los hiperenlaces, solo Dios había podido ver simultáneamente y por igual el pasado, el presente y el futuro; los seres humanos estaban prisioneros del calendario de su época. Ahora, sin embargo, esa omnisciencia estaba a disposición de todos, simplemente haciendo clic con un ratón.

En el sitio de la Red, cuando llegara a existir, los visitantes podrían desplazarse a voluntad entre los diferentes argumentos y temas del proyecto: la búsqueda de Akasz Kronos por Zameen de Rijk, Zameen contra la Diosa de la Victoria, el Cuento de los Dos Creadores de Muñecas, Mogol el Baburio, La Rebelión de las Muñecas Vivas I: La Caída de Kronos, La Rebelión de las Muñecas Vivas II (Esta Vez es la Guerra), la Humanización de las Máquinas contra la Mecanización de los Humanos, la Batalla de los Dobles, Mogol captura a Kronos (¿O a’ Creador de Muñecas?), la Retractación del Creador de Muñecas (¿O de Kronos?), y el gran final, la Rebelión de las Muñecas Vivas en: La Caída del Imperio Mogol. Cada uno de ellos, a su vez, llevaría a otras páginas, sumergiendo cada vez más profundamente en el mundo multidimensional de los Reyes Marioneta, ofreciendo juegos para jugar, secciones en video para ver, salas de «chateo» para entrar y, naturalmente, cosas que adquirir.

El profesor Solanka se emborrachaba durante horas con el paquete de seis dilemas éticos de los Reyes Marioneta; se sentía a la vez fascinado y repelido por la creciente personalidad de Mogol el Baburio, que resultó ser un poeta aceptable, un astrónomo experto y un jardinero apasionado, pero también un soldado sediento de sangre como Coriolano y el más cruel de los príncipes; y le extasiaban delirantemente las posibilidades de sombras chinescas (intelectuales, simbólicas, polémicas, mistificadoras, incluso sexuales) de las dos series de dobles, los encuentros entre «real» y «real», «real y «doble», «doble» y «doble», que demostraban felizmente la disolución de las fronteras entre las categorías. Se encontró habitando un mundo que prefería con mucho al que había ante sus ventanas, y así llegó a comprender lo que Mila Milo había querido decir cuando dijo que allí era donde se sentía más viva. Aquí, dentro de la electricidad, Malik Solanka salía de su semivida en el exilio de Manhattan, viajaba diariamente a Galileo-1 y comenzaba, una vez más, a vivir.

Desde las observaciones censuradas de Cerebrito a Galileo Galilei, las cesiones del conocimiento y el poder, la rendición y el desafío, los fines y los medios habían atormentado a Solanka. Los «momentos galileicos», esas ocasiones dramáticas en que la vida preguntaba a los vivos si defenderían peligrosamente la verdad o se retractarían prudentemente de ella, le parecían cada vez más estar cerca del corazón de lo que significaba ser humano. Hombre, no hubiera debido aceptar aquello sin protestar. Habría iniciado una revolución, joder. Cuando el poseedor de la verdad es débil y el defensor de la mentira fuerte, ¿es mejor inclinarse ante una fuerza superior? O, plantándole cara firmemente, ¿podía uno descubrir dentro de sí una fortaleza más profunda y derribar al déspota? Cuando los soldados de la verdad lanzaban mil naves e incendiaban las altas torres de la mentira, ¿debían ser considerados libertadores o, al utilizar las armas del enemigo contra él, se habían convertido en los despreciados bárbaros (o incluso baburios) cuyas casas habían incendiado? ¿Cuáles eran los límites de la tolerancia? ¿Hasta dónde se podía ir, en la búsqueda de la justicia, antes de cruzar una divisoria, llegar a las antípodas de nosotros mismos y convertirnos en injustos?

Cerca del punto culminante de la historia de Galileo-1, Solanka insertó uno de esos momentos decisivos. Akasz Kronos, fugitivo de sus propias criaturas, era capturado en su espléndida vejez por los soldados del Mogol y llevado en cadenas a la corte baburia. Para entonces los Reyes Marioneta y los baburios llevaban en guerra toda una larga generación, encerrados en un callejón sin salida tan debilitante como la guerra de Troya, y el anciano Kronos, como creador de los cyborgs, fue culpado de todas sus acciones. Su explicación sobre cómo habían alcanzado la autonomía sus criaturas fue rechazada por el Mogol con un bufido de incredulidad. Seguía, en las páginas que Solanka escribió, una larga controversia entre los dos hornbres sobre la naturaleza de la vida misma: la vida como creada por un acto biológico y la vida hecha nacer por la imaginación y el talento de los vivos. ¿Era la vida «natural», o se podía decir que lo «no natural» estaba vivo? ¿Era el mundo imaginario necesariamente inferior al orgánico? Kronos era todavía un genio creador, a pesar de su decadencia y de su larga ocultación en la miseria, y defendió orgullosarnente a sus cyborgs: según todas las definiciones de existencia consciente, se habían convertido en seres vivo hechos y derechos, como el Homo faber, eran usuarios de herramientas; como el Homo

sapiens, razonaban y entablaban debates morales. Podían cuidar sus enfermedades y reproducir su especie y, al deshacerse de él, su creador, se habían liberado. El Mogol rechazó aquellos argumentos sumariamente. Un lavaplatos que funcionara mal no se convertía en ayudante de camarero, alegó. Por la misma razón, una marioneta sinvergüenza seguía siendo una muñeca, y un robot renegado un robot. Aquellos debates no llevaban a ningún lado. En cambio, Kronos debía retractarse de sus historias y facilitar a las autoridades baburias los datos tecnológicos necesarios para controlar las máquinas erreemes. Si se negaba, añadió el Mogol, cambiando el tenor de la conversación, naturalmente sería torturado y, en caso necesario, se le arrancaría un miembro tras otro.

La «retractación de Kronos», su declaración de que las máquinas no tenían alma, mientras que el hombre era inmortal, fue acogida por el pueblo baburio, profundamente religioso, como una gran victoria. Con la información proporcionada por el deshecho científico, el ejército antípoda creó nuevas armas, que paralizaron los neurosistemas de los cyborgs, dejándolos inoperantes. (La palabra «matar» estaba prohibida; lo que no estaba vivo no podía estar muerto.) Las fuerzas erreemes huyeron en desorden, y la victoria baburia parecía asegurada. El propio cyborg Creador de Muñecas se contaba entre los caídos. Demasiado egotista -demasiado «constante»- para haber creado réplicas de sí mismo, el Creador de Muñecas seguía siendo único en su género; por eso su personaje quedó borrado al terminar él. La única persona que hubiera podido recrearlo era Akasz Kronos, cuya suerte era incierta. Quizá el Mogol lo mató, incluso después de su abyecta rendición; o quizá lo cegaron como a Tiresias y le permitieron, para mayor humillación, recorrer el mundo, mendigando con un cuenco, y «diciendo la verdad que nadie creería», mientras por todas partes oía el relato del hundimiento de sus grandes empresas»

En la era de la reducción de los grandes Reyes Marioneta kronosianos, los cyborgs conscientes de Rijk, las primeras máquinas que cruzaron la frontera entre las entidades mecánicas y los seres vivos, a montones de cachivaches inútiles. Y aunque nadie creía ahora la verdad que él mismo había negado, no tenía otra opción que aceptar la realidad de la catástrofe que su propia cobardía, su falta de fortaleza moral, había provocado.

En la hora undécima, sin embargo, la marea cambió. Los Reyes Marioneta se reagruparon bajo una nueva jefatura bicéfala. Zameen de Rijk y su homóloga cyborg la Diosa de la Victoria unieron sus fuerzas, como las ranis gemelas dejhansi que se sublevaron contra la opresión imperialista, o como Cerebrito en una encarnación nueva doble-atribulada, iniciando su prometida revolución. Utilizaron su competencia científica combinada para fabricar escudos electrónicos contra las nuevas armas baburias. Entonces, con Zameen y la Diosa a la cabeza, el ejército erreeme comenzó una importante ofensiva y sitió la ciudadela del Mogol. Así comenzó el Sitio de Baburia, que tardaría una generación o más en concluir…

En el mundo de la imaginación, en el cosmos creativo que había comenzado con la simple fabricación de muñecas y proliferado luego para convertirse en aquella bestia multípeda y multimedia, no hacía falta responder preguntas; era mucho mejor encontrar formas interesantes de volver a formularlas. Tampoco hacía falta terminar la historia… de hecho, era esencial para las perspectivas a largo plazo del proyecto que el relato fuera susceptible de ser prolongado casi indefinidamente, injertándole nuevas aventuras y temas a intervalos regulares, y nuevos personajes que vender como muñeca, juguete o robot. La historia era un esqueleto que echaba periódicamente huesos nuevos, la estructura para una bestia de ficción capaz de metamorfosis constantes, que se alimentaba de todos los restos que podía encontrar: la historia personal de su creador, fragmentos de chismorreo, conocimientos profundos, asuntos de actualidad, cultura intelectual y popular y, el alimento más nutritivo de todas: el pasado. El saqueo del depósito mundial de viejos relatos e historia antigua era totalmente legítimo. Pocos usuarios de la Red conocían bien los mitos, o incluso los hechos, del pasado; lo único que hacía falta era dar a los viejos materiales un giro nuevo, contemporáneo. La transmutación lo era todo. El sitio de los Reyes Marioneta fue puesto en línea y recibió un alto número de «visitas». Los comentarios llegaron a raudales y el río de la imaginación de Solanka fue alimentado por mil riachuelos. Comenzó a crecer y aumentar de caudal.

Como el trabajo nunca se asentaba, nunca cesaba de ser una obra en curso sino que se mantenía en un estado de revolución perpetua, cierto desorden era inevitable. Las historias de personajes y lugares, incluso sus nombres, cambiaban a veces mientras la visión de Solanka de su universo ficticio se aclaraba y agudizaba. Algunas posibilidades argumentales resultaban más sólidas de lo que había creído al principio y fueron ampliamente desarrolladas. La línea Zameen/Diosa de la Victoria fue la más importante de ellas. En su concepción original, Zameen había sido simplemente una belleza, no una científica en absoluto. Más tarde, sin embargo, cuando Solanka inducido, tenía que admitirlo, por Mila Milo comprendió lo importante que sería Zameen en la fase culminante de la historia, volvió atrás y añadió muchas cosas a su vida anterior, convirtiéndola en una científica igual a Kronos, y sexual y moralmente superior a él. Otras vías resultaron ser callejones sin salida y fueron desechadas. Por ejemplo, en una primera versión de la historia argumental, Solanka imaginó que el personaje «galileico» capturado por el Mogol era el cyborg Creador de Muñecas y no el desaparecido Akasz Jvro nos. En esa versión, la renuncia del Creador de Muñecas a su derecho a ser llamado «ser vivo», su confesión de su propia inferioridad, se convertía en un crimen contra sí mismo y su propia raza. Más tarde, cuando el Creador de Muñecas se escapaba de los carceleros aburios, y la máquina propagandística del Mogol difundía la noticia de su «retractación» para socavar su autoridad, el cyborg negaba con vehemencia las acusaciones, diciendo que no había sido él el prisionero sino Kronos, su avatar humano, quien realmente había traicionado a la verdad. Aunque descartó esa versión, Solanka siguió sintiendo cierta debilidad por ella, y se preguntó a menudo si no se habría equivocado. En su día, aprovechando la afición de la Red a las variantes, añadió la historia eliminada al sitio, como posible versión alternativa de los hechos.

Los nombres Baburia y Mogol fueron también adiciones tardías. Mogol, naturalmente, venía de «Mughal», y Babur había sido el primero de los emperadores mughales. Pero el Babur en que había pensado Solanka no era un viejo rey muerto. Era el dirigente del malogrado desfile-manifestación «indo-lili» de Nueva York, al que, en opinión de Solanka, Neela Mahendra había prestado demasiada atención. El desfile había comenzado como algo lamentable y terminado con una gresca. En la esquina noroeste de Washington Square, bajo la mirada débilmente interesada de vendedores de refrescos, prestidigitadores, monociclistas y rateros surtidos, aproximadamente un centenar de hombres y un puñado de mujeres de origen indo-liliputiense se reunieron, y su número aumentó con amigos americanos, amantes, cónyuges, miembros de los grupúsculos de izquierda habituales, «representantes solidarios» testimoniales de otras comunidades indias inmigrantes de Brooklyn y Queens, y los inevitables aficionados a las manifestaciones. Más de mil en total, pretendieron los organizadores; unos doscientos cincuenta, dijo la policía. La manifestación paralela de elebés había estado menos concurrida aún, y se había dispersado vergonzosamente antes de iniciar la marcha. Sin embargo, grupos de elebés descontentos y bastante bebidos habían conseguido llegar a Washington Square para provocar a los indo-lilis y lanzar insultos groseros a las mujeres. Se produjeron refriegas; el Departamento de Policía de Nueva York, sorprendido al parecer de que un acontecimiento tan ínfimo pudiera haber causado tanta excitación, intervino unos cuantos compases demasiado tarde. Mientras la multitud huía ante los agentes de policía, se produjeron algunas peleas a cuchillo rápidas, ninguna de ellas mortal. En pocos instantes, la plaza quedó vacía de manifestantes, salvo Neela Mahendra, Malik Solanka y un gigante calvo, desnudo hasta la cintura, que sostenía un megáfono en una mano y en la otra un mástil de madera con la nueva bandera azafrán y verde de la propuesta «República de Filbustán»: FILB significaba «Frente Indio de Liliput-Blefuscu» y el resto se había añadido porque parecía sonar como «patria». Era Babur, el joven dirigente político que había venido desde sus lejanas islas para hablar en el «mitin» y que ahora parecía tan abandonado, tan desprovisto de finalidad y de pelo, tan inexpresivo, que Neela Mahendra se apresuró a ponerse a su lado, dejando a Solanka donde estaba. Cuando vio acercarse a Neela, el joven gigante soltó el asta de la bandera, que le dio en la cabeza al caer. Se tambaleó pero, con mérito considerable, permaneció en pie.

Neela era toda solicitud, creyendo evidentemente que, haciendo que Babur disfrutara plenamente de su belleza, podría compensarle de su viaje largo e inútil. Y Babur se animó realmente y, al cabo de unos momentos, comenzó a hablar a Neela como si fuera la asamblea pública inmensa y políticamente significativa que había esperado. Habló de un Rubicon atravesado, de que no habría ni compromiso ni rendición. Ahora que la Constitución difícilmente lograda había sido derogada y se había puesto fin de forma tan vergonzosa a la participación indo-lili en el gobierno de Liliput-Blefuscu, dijo, sólo medidas extremas bastarían.

–Los derechos nunca se conceden por quienes los tienen -declamó-, se toman por quienes los necesitan.

Los ojos de Neela se iluminaron. Habló de su proyecto televisado y Babur asintió gravemente, comprendiendo que podía salvarse algo de los escombros del día.

–Vamos dijo cogiéndola del brazo. (Solanka se dio cuenta de la facilidad con que ella daba el brazo a su compatriota). Ven. Tenemos que hablar de esas cosas durante horas. Hay mucho que hacer urgentemente.

Neela se fue con Babur sin mirar atrás.

Solanka seguía en Washington Square aquella noche a la hora del cierre, miserablemente sentado en un banco. Un coche de patrulla le ordenó que se fuera en el momento en que sonaba su móvil.

Lo siento de veras, cariño -dijo Neela.– Se sentía tan desgraciado, y es mi trabajo, teníamos que hablar. De todas formas, no tengo que explicar nada. Eres un hombre inteligente. Estoy segura de que lo has entendido. Tendrías que conocer a Babur. Es tan apasionado que da miedo, y después de la revolución quizá sea presidente. Ah, no cuelgues, cariño. Es la otra línea.

Había hablado de la revolución como de algo inevitable. Con un profundo zumbido de alarma, Solanka, mientras aguardaba al teléfono, recordó la declaración de guerra de Neela. Lucharé con ellos si tengo que hacerlo, hombro con hombro. No bromeo, lo haré realmente. Miró las manchas de sangre que se secaban en la plaza oscurecida, prueba, aquí en la ciudad de Nueva York, de la fuerza de una furia que se acumulaba al otro extremo del mundo: una furia colectiva, nacida de una larga injusticia, al lado de la cual su propio mal genio imprevisible era algo de insignificancia patética, la complacencia quizá de alguien privilegiado y demasiado preocupado de sí mismo. Y con demasiado tiempo. No podía abandonar a Neela a aquella rabia superior y antípoda. Vuelve, tenía ganas de decir. Vuelve a mí, querida, por favor, no te vayas. Pero ella estaba otra vez al teléfono y su voz había cambiado.

Es Jack -dijo.– Ha muerto, se ha pegado un tiro en la cabeza y ha dejado una confesión escrita.

Has visto la Victoria Alada sin cabeza, pensó sordamente Solanka. Has oído hablar del Jinete Decapitado. Ahora le toca a mi descabezado amigo Jack Rhinehart, la Derrota Sin Alas y Sin Caballo.