Capítulo 21
Secuestran a Blackjack
Annabeth y yo salíamos del palacio cuando vi a Hermes en un patio lateral. Estaba contemplando un mensaje Iris en la cortina de vapor de una fuente.
—Nos vemos en el ascensor —le dije a Annabeth.
—¿Seguro? —respondió ella, escrutándome—. Sí, ya veo que sí.
Hermes no pareció advertir que me acercaba. Las imágenes del mensaje Iris se sucedían tan rápidamente que apenas pude captarlas. Eran informativos y noticiarios de todo el país: escenas de la destrucción causada por Tifón, los restos de la batalla esparcidos por todo Manhattan, el presidente en una rueda de prensa, el alcalde de Nueva York, vehículos del ejército transitando por la Avenida de las Américas.
—Asombroso —murmuró Hermes, volviéndose hacia mí—. Después de tres mil años, me sigue sorprendiendo el poder de la Niebla… y la ignorancia de los mortales.
—Bueno, gracias por la parte que me toca.
—Ah, no me refiero a ti. Aunque supongo que también debería preguntármelo, porque, vamos, rechazar la inmortalidad…
—Era la decisión acertada.
Hermes me miró con curiosidad y luego volvió a prestar atención al mensaje Iris.
—Míralos —dijo—. Han decidido que Tifón no ha sido más que una monstruosa serie de temporales y tormentas. Qué más hubiéramos querido. Aún no se explican cómo es posible que todas las estatuas del bajo Manhattan hayan desaparecido de sus pedestales y terminado hechas pedazos. Pero imagino que al final se les ocurrirá alguna interpretación lógica.
—¿Está muy deteriorada la ciudad?
Hermes se encogió de hombros.
—No tanto, cosa sorprendente. Los mortales están consternados, desde luego. Pero esto es Nueva York. Nunca he visto a un puñado de humanos con tal capacidad de recuperación. Me imagino que habrán vuelto a la normalidad en unas semanas; y yo, claro, les echaré una mano.
—¿Usted?
—Soy el mensajero de los dioses. Me corresponde a mí supervisar lo que dicen los mortales y, si es necesario, ayudarlos a comprender lo sucedido. Me encargaré de tranquilizarlos. Créeme, acabarán reduciéndolo todo a un terremoto monstruoso o una erupción solar. Cualquier cosa menos la verdad.
Había cierta amargura en su tono. George y Martha se enroscaban alrededor de su caduceo, pero permanecían en silencio, lo cual me hizo pensar que Hermes estaba muy, pero que muy enfadado. Debería haberme callado, pero le dije:
—Le debo una disculpa.
Hermes me miró con recelo.
—¿Y eso por qué?
—Lo tomé por un mal padre —reconocí—. Creía que abandonó a Luke porque conocía su futuro y que no hizo nada para impedirlo.
—Yo conocía su futuro —dijo Hermes con tristeza.
—Pero conocía algo más que la parte negativa: no sólo que se volvería malvado. También preveía lo que haría al final. Sabía que tomaría la decisión acertada. Pero no podía decírselo a él, ¿verdad?
Hermes miraba la fuente fijamente.
—Nadie puede alterar el destino, Percy; ni siquiera un dios. Si yo lo hubiera prevenido sobre lo que ocurriría, o hubiese tratado de influir en sus decisiones, no habría hecho más que empeorar las cosas. Permanecer en silencio y apartado de él… ha sido lo más difícil que he hecho jamás.
—Tuvo que permitirle que encontrara su propio camino —dije— y que desempeñara su papel en la salvación del Olimpo.
Hermes suspiró.
—No debería haberme ensañado con Annabeth —continuó—. Cuando Luke fue a verla a San Francisco… bueno, comprendí que habría de desempeñar un papel en el destino de mi hijo. Eso llegué a preverlo. Pero pensé que acaso ella podría hacer lo que yo no podía, o sea, salvarlo. Cuando se negó a irse con él, no pude contener mi furia. Debería habérmelo pensado mejor. Con quien estaba furioso, en realidad, era conmigo mismo.
—Ella lo salvó —le dije—. Luke murió como un héroe. Se sacrificó para matar a Cronos.
—Agradezco tus palabras, Percy. Pero Cronos no ha muerto. No puedes matar a un titán.
—Entonces…
—No lo sé —rezongó Hermes—. Ninguno de nosotros lo sabe. Hecho polvo, tal vez. Esparcido por el viento. Con suerte, en partículas tan diminutas y dispersas que nunca podrá recomponer su conciencia, no digamos ya un cuerpo. Pero no te equivoques, no lo tomes por muerto, Percy.
Se me revolvió el estómago.
—¿Y los demás titanes?
—Escondidos —dijo Hermes—. Prometeo le ha enviado un mensaje a Zeus con un montón de excusas para justificar su apoyo a Cronos. «Yo sólo pretendía minimizar los daños», bla, bla, bla. Permanecerá sumiso y calladito unos siglos, si sabe lo que le conviene. Crios ha huido, y el monte Othrys se ha convertido en un montón de ruinas. Océano se refugió en las profundidades del mar en cuanto quedó claro que Cronos había perdido. Y entretanto, mi hijo Luke ha muerto. Murió convencido de que no me preocupaba por él. Nunca me lo perdonaré.
Hermes atravesó el vapor con su caduceo y el mensaje Iris se desvaneció.
—Hace mucho tiempo —murmuré— usted me dijo que lo más duro de la vida de un dios era que no podía ayudar a sus hijos. También me dijo que no puedes dejar por imposible a tu familia, aunque resulte tentador y tu familia haga muchos méritos.
—Y ahora has descubierto que soy un hipócrita, ¿no?
—No, usted tenía razón. Luke le quería. Al final, entendió su destino. Creo que entendió el motivo de que usted no hubiera podido ayudarlo. Recordó lo que era de verdad importante.
—Demasiado tarde para él y para mí.
—Usted tiene otros hijos. Honre la memoria de Luke reconociéndolos. Eso todos los dioses pueden hacerlo.
Hermes se encogió de hombros.
—Lo intentarán, Percy. Bueno, sí, todos trataremos de cumplir nuestra promesa. Y quizá durante un tiempo las cosas mejoren. Pero a los dioses nunca se nos ha dado muy bien cumplir nuestra palabra. Tú mismo naciste de una promesa rota, ¿no? Al final, nos volveremos olvidadizos. Como siempre.
—También podrían cambiar.
Hermes se echó a reír.
—¿De veras crees que después de tres mil años los dioses pueden cambiar su naturaleza?
—Sí —dije—. Lo creo.
A Hermes pareció sorprenderle mi respuesta.
—¿Tú crees… que Luke me quería? —preguntó—. ¿Después de todo lo ocurrido?
—Estoy seguro.
Hermes contempló la fuente.
—Te daré una lista de mis hijos —dijo—. Un chico en Wisconsin; dos chicas en Los Ángeles. Y algunos más. ¿Te encargarás de que vayan al campamento?
—Se lo prometo —respondí—. Y a mí no se me olvidará.
George y Martha se retorcieron por el caduceo. Ya sé que las serpientes no pueden sonreír, pero dio la impresión de que lo intentaban.
—Percy Jackson —dijo Hermes—, tal vez podrías darnos alguna que otra lección.
* * *
Había otro dios esperándome cuando me disponía a abandonar el Olimpo. Es decir, una diosa, Atenea, que se había apostado en mitad del camino con los brazos cruzados y una expresión que me hizo pensar: «Oh oh». Se había despojado de su armadura y llevaba sólo unos vaqueros y una blusa blanca, pero no por eso parecía menos guerrera. Sus ojos grises llameaban.
—Bueno, Percy —dijo—. Así que seguirás siendo mortal.
—Pues sí, señora.
—Me gustaría conocer tus motivos.
—Quiero ser un tipo normal. Quiero crecer. Pasar la secundaria normalmente.
—¿Y mi hija?
—No podía dejarla —reconocí, con la garganta seca—. Ni a Grover —me apresuré a añadir—. Ni…
—Ahórratelo. —Atenea se me acercó más. El aura de su poder me provocó un hormigueo en la piel—. Una vez te advertí, Percy Jackson, que por salvar a un amigo serías capaz de destruir el mundo. Quizá estaba equivocada. Al parecer, has salvado a tus amigos y al mundo. Pero piensa con mucho cuidado lo que harás a partir de ahora. Te he concedido el beneficio de la duda. No vayas a estropearlo.
Y como para demostrar su observación, se convirtió en una columna de fuego, chamuscándome la pechera de la camisa.
* * *
Annabeth me esperaba junto al ascensor.
—¿Y ese olor a ahumado? —preguntó.
—Es una larga historia.
Descendimos hacia la planta baja, los dos en silencio. La música era espantosa: Neil Diamond o algo así. Debería haber incluido ese detalle en mi petición a los dioses: que mejorasen un poco la música ambiental.
Cuando llegamos al vestíbulo, me encontré a mi madre y a Paul discutiendo con aquel portero de cabeza rapada, que ya había regresado a su puesto.
—¡Le estoy diciendo —chillaba mamá— que tenemos que subir! Mi hijo… —Entonces me vio y abrió mucho los ojos—. ¡Percy!
Me dio tal abrazo que me dejó sin respiración.
—Hemos visto el edificio iluminado de azul —me dijo—. Pero como no bajabas… ¡Subiste hace horas!
—Se estaba poniendo un poco nerviosa —adujo Paul con ironía.
—Estoy bien —les aseguré, mientras mamá abrazaba a Annabeth—. Ahora todo se ha arreglado.
—Señor Blofis —dijo Annabeth—, ¡qué manejo de la espada!
Paul se encogió de hombros.
—Bueno, parecía lo obligado dadas las circunstancias. Pero Percy… ¿es verdad toda esa historia de la planta seiscientos?
—El Olimpo —respondí—. Sí.
Paul levantó la vista hacia el techo con expresión soñadora.
—Me encantaría verlo.
—Paul —lo reprendió mamá—, no es apto para mortales. En fin, lo importante es que nos encontramos bien. Todos.
Estaba a punto de relajarme. Todo parecía perfecto. Las cosas entre Annabeth y yo se habían calmado. Mi madre y Paul habían sobrevivido. El Olimpo se había salvado.
Pero la vida de un semidiós nunca es tan fácil. Justo en ese momento Nico llegó corriendo desde la calle, y por su expresión deduje que algo andaba mal.
—Es Rachel —dijo—. Acabo de cruzármela en la calle Treinta y dos.
Annabeth frunció el entrecejo.
—¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó.
—No, la cuestión es adonde ha ido —explicó Nico—. Le he dicho que moriría en el intento, pero ella ha insistido. Se ha montado en Blackjack…
—¿Qué se ha llevado a mi pegaso?
Nico asintió.
—Va hacia la colina Mestiza. Ha dicho que tenía que llegar al campamento.