«Preveo grandes competencias en mis juegos funerarios.»
Palabras de Alejandro Magno en su lecho de muerte, según testimonios.



HECHOS PRINCIPALES ANTES DE

LA MUERTE DE ALEJANDRO

326 a.C. Alejandro vuelve a la India. Durante su marcha a lo largo del Indo recibe una peligrosa herida en el pecho.



325 a.C. Regreso por el desierto de Gedrosia en condiciones extremas.


324 a.C. Alejandro en Susa. Boda con Estatira, hija de Darío III. Ella permanece en el harén del palacio con su abuela Sisigambis. Alejandro va al palacio de verano de Ecbatana, acompañado por Roxana, su esposa desde 328, y su amigo Hefestión. Roxana queda embarazada. Hefestión enferma repentinamente y muere.


323 a.C. Alejandro va a Babilonia y organiza el funeral de Hefestión. Se prepara para su próxima campaña, explorando las costas de Arabia. Luego de navegar en el bajo Éufrates contrae una fiebre fatal. En su lecho de muerte entrega el anillo real a Pérdicas, su lugarteniente desde la muerte de Hefestión.


323 a.C.


Hacía un siglo y medio que el zigurat de Bel-Marduk estaba derruido, desde que Jerjes había humillado a los dioses de la rebelde Babilonia. Las cornisas de las terrazas se habían desmoronado en deslizamientos de betún y arcilla; anidaban cigüeñas en la cima deteriorada que en un tiempo había albergado la dorada alcoba del dios y su concubina sagrada con su lecho dorado. Pero éstas eran pequeñas mutilaciones; la enorme mole del zigurat había desafiado la destrucción. Las murallas de la ciudad interior junto a la Puerta de Marduk tenían trescientos pies de altura, pero el zigurat se erguía por encima de ellas.


En las cercanías estaba el templo del dios que los hombres de Jerjes habían conseguido demoler a medias. El resto del techo estaba remendado con barda y apuntalado con vigas de madera tosca. En el extremo interior, donde frente a las columnas había esmaltes espléndidos pero descascarillados, reinaba aún una oscuridad venerable, un olor a incienso y a ofrendas quemadas. En un altar de pórfido, bajo un conducto para el humo, el fuego sagrado ardía en el cuenco de bronce. Estaba débil; la caja de combustible estaba vacía. El acólito rapado miró al sacerdote que, a pesar de estar abstraído, reparó en la debilidad de la llama.

–Trae combustible. ¿En qué estás pensando? ¿Debe un rey morir por culpa de tu pereza? ¡Muévete! Viniste al mundo cuando tu madre dormía y roncaba.

El acólito hizo una apresurada reverencia; la disciplina del templo no era rigurosa.

–Aún no es la hora -dijo el sacerdote-. Quizá ni siquiera el día. Él es fuerte como el león de la montaña, tardará en morir.

Dos sombras ocuparon la entrada del templo. Los sacerdotes que entraban usaban la alta mitra de fieltro de los caldeos. Se acercaron al altar con gestos rituales, inclinándose con la mano en la boca.

–¿No hay novedad? – preguntó el sacerdote de Marduk.

–No -dijo el primer caldeo-. Pero pronto la habrá. No puede hablar; apenas puede respirar. Pero cuando los soldados de su tierra clamorearon en la puerta, exigiendo verlo, los recibió a todos. No a los comandantes, ellos ya estaban allí. Los lanceros, los guerreros de infantería. Pasaron media mañana desfilando por su alcoba y él los saludó a todos por señas. Eso lo agotó, y ahora está en el sueño de la muerte.

Se abrió una puerta detrás del altar y entraron dos sacerdotes de Marduk. Por la abertura se veía una habitación lujosa, con colgaduras bordadas, destellos de oro. Había olor a carne con especias. La puerta se cerró. Los caldeos, recordando un viejo escándalo, intercambiaron una mirada.

–Hicimos lo posible para alejarlo de la ciudad -dijo uno de ellos-. Pero él había oído que no habían restaurado el templo y pensó que le teníamos miedo.

–El año no ha sido auspicioso para las grandes obras -dijo rígidamente un sacerdote de Marduk-. Nabucodonosor construyó en un año nefasto. Sus esclavos extranjeros pelearon entre sí, raza contra raza, arrojándose de la torre. En cuanto a Sikandar, aún sería afortunado y estaría seguro en Susa, si no hubiera desafiado al dios.

–A mi entender prosperó mucho junto al dios, aunque lo llamó Heracles -dijo uno de los caldeos. Echó una severa ojeada al edificio derruido, como diciendo: «¿Dónde está el oro que el rey os dio para reconstruir, os lo habéis comido y bebido todo?».

Hubo un silencio hostil. El jefe de los sacerdotes de Marduk dijo con dignidad tratando de ser conciliador:

–Sin duda vuestra predicción fue atinada. ¿Habéis leído los cielos desde entonces?

Las altas mitras se inclinaron para asentir. El caldeo de más edad, de barba plateada, cara morena y manto escarlata, le hizo una seña al sacerdote de Marduk, indicándole la parte rota del templo.

Esto -dijo- fue lo que auguramos para Babilonia. – Hizo un ademán con la vara con estrellas de oro, señalando las paredes derruidas, el techo deteriorado, las vigas inclinadas, las losas tiznadas por el fuego-. Esto por un tiempo, y luego… Babilonia dejará de ser. – Caminó hacia la entrada y escuchó; pero los ruidos de la noche no habían cambiado-. Los cielos dicen que empezará con la muerte del rey.

El sacerdote recordó al espléndido joven que ocho años atrás había venido con una ofrenda de tesoros e incienso árabe; y al hombre que había regresado este año, curtido y avejentado, el pelo rojizo blanqueado por el sol y entrecano, pero con los ojos profundos aún ardientes, aún plenos del encanto desenfadado de los jóvenes amados, aún terribles en su furia. El aroma del incienso había perfumado mucho tiempo en el aire, el oro mucho más en el erario; incluso entre hombres que sabían gozar de la vida, la mitad estaba todavía en las arcas. Pero para el sacerdote de Bel Marduk ya no resultaba placentero. Ese oro hablaba ahora de llamas y de sangre. El ánimo se le apagaba como el fuego del altar cuando no lo alimentaban.

–¿Lo veremos? ¿Vendrá un nuevo Jerjes?

El caldeo meneó la cabeza.

–Una muerte, no un asesinato. Otra ciudad se levantará y la nuestra decaerá. Está bajo el signo del rey.

–¿Cómo? ¿Entonces vivirá, pese a todo?

–Está agonizando, como te he dicho. Pero su signo camina a lo largo de las constelaciones, más allá de lo que podemos calcular en años. No lo verás ponerse mientras vivas.

–Bien, mientras vivió no nos hizo daño. Tal vez sea benigno después de muerto.

El astrólogo frunció el ceño como un adulto eligiendo palabras para hablar con un niño.

–Recuerda el fuego que cayó del cielo el año pasado. Oímos dónde cayó, y fuimos allá, una semana de viaje. Había iluminado la ciudad con más brillo que la luna llena. Pero descubrimos que al caer se había partido en rescoldos rojos que calcinaron la tierra alrededor. Un granjero había llevado uno a su casa, porque ese día su esposa había alumbrado mellizos. Pero un vecino se lo había robado pretendiendo disfrutar de su poder; pelearon, y ambos hombres murieron. Otro fragmento cayó a los pies de un niño mudo que recuperó el habla. Un tercer fragmento inició un incendio que destruyó un bosque. Pero el mago del lugar había tomado el fragmento más grande y lo convirtió en el altar del fuego, recordando la luz que esparcía cuando estaba en el cielo. Y todo esto de una sola estrella. Así será.

El sacerdote inclinó la cabeza. De la cocina le llegaban aromas. Era mejor invitar a los caldeos que dejar que la carne se estropeara por esperar. Dijeran lo que dijesen los astros, la buena comida era la buena comida.

–Aquí donde estamos -dijo el viejo caldeo, escrutando las sombras-, el leopardo amamantará a sus crías.

El sacerdote esperó respetuosamente. No se oía nada en el palacio real. Con suerte, podrían comer algo antes que empezaran los llantos.


Las murallas del palacio de Nabucodonosor tenían más de cuatro pies de espesor y estaban revestidas con azulejos esmaltados, pero el calor del verano lo atravesaba todo. El sudor que goteaba por la muñeca de Eumenes manchaba la tinta del papiro. La cera tenía un brillo húmedo en la tablilla que estaba transcribiendo; la sumergió nuevamente en la tina de agua fría que su asistente le había dejado con los otros borradores, para mantener en condiciones la superficie. Los escribas locales usaban arcilla húmeda, pero la arcilla estaría endurecida antes de la revisión. Fue por tercera vez a la puerta en busca de un esclavo que lo abanicara. Una vez más los ruidos prudentes y sigilosos -pasos suaves, voces bajas, furtivas, reverentes o plañideras- lo obligaron a volver a su silenciosa tarea detrás del cortinaje. Batir las palmas, llamar, gritar una orden, eran cosas impensables.

No había buscado a su asistente, un hombre parlanchín; pero le habría venido bien el esclavo silencioso y la agitación del abanico. Observó el rollo inconcluso clavado en el escritorio. Hacía veinte años que no escribía con su propia mano cartas que no fueran muy secretas. ¿Por qué escribía ahora una que jamás se despacharía, salvo por milagro? Se habían producido muchos milagros, pero sin duda no se produciría ninguno ahora. Era algo que hacer, lo alejaba del futuro desconocido. Sentándose de nuevo retomó la tablilla, la apoyó, se secó la mano con la toalla que había dejado el asistente y recogió la pluma.

«Y las naves comandadas por Nearco se reunirán en la desembocadura del río, donde les pasaré revista mientras Pérdicas trae el ejército desde Babilonia; y allí se harán sacrificios a los dioses adecuados. Luego tomaré el mando de las fuerzas de tierra e iniciaré la marcha hacia el Oeste. La primera etapa…»


Cuando tenía cinco años, antes que le enseñaran a escribir, él vino a verme al estudio del rey.

–¿Qué es eso, Eumenes?

–Una carta.

–¿Qué dice esa primera palabra, escrita con letras grandes?

–Es el nombre de tu padre. Filipo, rey de Macedonia. Ahora estoy ocupado. Ve a jugar.

–Escribe mi nombre. Hazlo, por favor.

Se lo di escrito, en el dorso de un despacho inservible. Al día siguiente lo había aprendido y lo había tallado en la cera de una carta real para Cersobleptes de Tracia. Tenía mi regla sobre su palma…

A causa del calor había dejado abierta la puerta maciza. Se acercaron pasos, discretos como todos los demás sonidos. Tolomeo abrió la cortina y la cerró al entrar. Tenía arrugas de cansancio en la cara enérgica y curtida; había pasado la noche en vela, sin el estímulo de la acción. Aparentaba más de sus cuarenta y tres años. Eumenes esperó en silencio.

–Le ha dado el anillo a Pérdicas -dijo Tolomeo.

Hubo una pausa. La atenta cara griega de Eumenes -no una cara libresca, también él había combatido- escrutó la cara impasible del macedonio.

–¿Qué atribuciones le dio? ¿Las de delegado? ¿O regente?

–Como no puede hablar -dijo secamente Tolomeo-, nunca lo sabremos.

–Si él ha aceptado la muerte -razonó Eumenes-, podemos presumir lo segundo. De lo contrario…

–Ahora da lo mismo. No puede ver ni oír. Está en el sueño de la muerte.

–No estés tan seguro. He sabido de hombres a quienes ya se daba por muertos que más tarde declararon que lo oían todo.

Tolomeo reprimió un gesto de impaciencia. Estos griegos charlatanes. ¿Acaso tiene miedo de algo?

–Vine a verte porque tú y yo lo conocimos desde que nació. ¿No quieres estar allí?

–¿Los macedonios me quieren allí? – Un viejo resentimiento torció por un instante la boca de Eumenes.

–Oh, vamos. Todos confían en ti. Pronto te necesitaremos.

El secretario ordenó lentamente sus utensilios.

–¿Y no dijo nada sobre un heredero? – preguntó secando la pluma.

–Pérdicas lo interrogó, mientras aún podía emitir un susurro. Él sólo dijo: «Al mejor hombre. Hotí to kratisto ».

«Dicen que los moribundos pueden hacer profecías, pensó Eumenes». Se estremeció.

–Al menos -añadió Tolomeo-, eso nos contó Pérdicas. Él estaba inclinado. Nadie más pudo oírlo.

Eumenes dejó la pluma e irguió la cabeza.

–¿O Kratero? Dices que susurraba, le faltaba el aliento. – Se miraron. Crátero, el más eminente general de Alejandro, se dirigía a Macedonia para tomar la regencia de Antípatro-. Si él hubiera estado en la habitación…

–Quién sabe… -dijo Tolomeo, encogiéndose de hombros. «Si Hefestión hubiera estado allí», pensó… Pero si él hubiera vivido, nada de esto habría pasado. Él no habría cometido ninguna de esas locuras que lo llevaron a la muerte. Venir a Babilonia en verano, remontar los pestilentes pantanos… Pero más valía no hablar de Hefestión con Eumenes-. Esta puerta pesa como un elefante. ¿Quieres que la cierre?

Deteniéndose en el umbral, Eumenes dijo:

–¿Nada sobre Roxana y su hijo? ¿Nada?

–Faltan cuatro meses. ¿Y si tiene una niña?

El corpulento macedonio y el esbelto griego avanzaron por el corredor sombreado. Un joven oficial macedonio se les acercó torpemente, casi tropezó con Tolomeo y tartamudeó una disculpa.

–¿Hay algún cambio? – dijo Tolomeo.

–No, señor. Creo que no. – El oficial se esforzó por dominarse; vieron que estaba llorando.

–Ese muchacho todavía cree -dijo Tolomeo cuando el oficial se alejó-. Yo aún no puedo.

–Bien, vamos.

–Espera. – Tolomeo le aferró el brazo, lo llevó de nuevo a su habitación y cerró la puerta de ébano de goznes crujientes-. Será mejor que te diga esto mientras aún hay tiempo. Debiste saberlo antes, pero…

–Sí, dime -dijo Eumenes con impaciencia. Había reñido con Hefestión poco antes de su muerte, y Alejandro ya no confiaba tanto en él.

–Estatira también está encinta -dijo Tolomeo.

Eumenes, que antes no podía estarse quieto de ansiedad, quedó paralizado.

–¿La hija de Darío?

–¿Cuál otra? A fin de cuentas, es la esposa de Alejandro.

–Pero esto lo modifica todo. ¿Cuándo…?

–¿No recuerdas? No, claro. Habías ido a Babilonia. Cuando Alejandro se recobró de la muerte de Hefestión (era imposible callar el nombre constantemente) fue a guerrear con los coseos. Yo lo incité. Le dije que exigían el pago de peajes y él se enfureció. Necesitaba alguna actividad. Le hizo bien. Cuando terminó con ellos y venia hacia aquí, se detuvo una semana en Susa para visitar a Sisigambis.

–Esa vieja bruja -dijo Eumenes con amargura. «Pero de no ser por ella, pensó, los amigos del rey no habrían podido conseguir esposas persas.» La boda colectiva en Susa se había celebrado como un drama de magnificencia sobrehumana, hasta que de pronto él se encontró a solas en un pabellón perfumado, acostado con una noble persa cuyos ungüentos le daban asco y que no sabía más palabras griegas que «Salud, mi señor»

–Una gran dama -dijo Tolomeo-. Lástima que la madre de él no fuera como ella. Ella lo habría hecho casar antes que saliera de Macedonia para que tuviera un hijo varón. A estas alturas ya tendría un heredero de catorce años. Ella no le habría hecho detestar el matrimonio cuando era niño. ¿De quién fue la culpa de que él no estuviera preparado para las mujeres hasta que conoció a la bactriana? – Así llamaban la mayoría de los macedonios a Roxana en privado.

–Eso pertenece al pasado. Pero Estatira… ¿Pérdicas lo sabe?

–Precisamente por eso le pidió que nombrara al heredero.

–¿Y aun así él se negó?

–«Al mejor hombre» -dijo-. Nos encomendó a nosotros, los macedonios, la responsabilidad de elegir cuando los niños alcancen la mayoría de edad. Sí, es un macedonio hasta el final.

–Si son varones -le recordó Eumenes.

–Y si alcanzan la mayoría de edad -dijo Tolomeo, que había estado absorto en sus pensamientos.

Eumenes no dijo nada. Caminaron entre las paredes azulejadas del corredor hacia la cámara mortuoria.


La alcoba de Nabucodonosor, en un tiempo pesadamente asiria, se había vuelto cada vez más persa por obra de los reyes desde Ciro en adelante. Cambises había adornado las paredes con los trofeos de la conquista de Egipto; Darío el Grande había revestido las columnas con oro y malaquita; Jerjes había colgado en un costado la túnica dorada de Atenea, robada del Partenón. El segundo Artajerjes había traído artesanos de Persépolis para que construyeran la gran cama donde Alejandro ahora agonizaba.

El estrado estaba cubierto por tapices carmesíes con galones de oro. La cama era de nueve pies por seis. El tercer Darío, un hombre de gran estatura, había tenido lugar suficiente. El gran dosel estaba sostenido por cuatro demonios del fuego esculpidos en oro, con alas de plata y ojos enjoyados. El moribundo estaba desnudo, apoyado en almohadas que lo ayudaban a respirar, y empequeñecido por tantos esplendores. Lo habían tapado hasta la cintura con un manto de lino al desaparecer las convulsiones. Empapado en sudor, se le adhería a la piel como si estuviera esculpido.

Los jadeos bruscos y monótonos crecían gradualmente, luego cesaban. Al cabo de una pausa durante la cual nadie más respiraba en la alcoba atestada, empezaban de nuevo, lentamente, con el mismo crescendo.

Hasta hacía unos instantes el silencio había sido casi total. Ahora que había dejado de reaccionar, un murmullo suave empezó a propagarse, demasiado discreto y cauteloso para ser individualizado, un murmullo de fondo para el ritmo intenso de la muerte.

Pérdicas estaba junto a la cabecera de la cama. Hizo una seña a Tolomeo con las cejas pobladas y oscuras; era un hombre alto, con la contextura de un macedonio, aunque no con la misma complexión, en cuyo rostro la autoridad se acentuaba gradualmente. Ese silencioso cabeceo indicaba: «Aún no hay cambios»

El movimiento de un abanico llamó la atención de Tolomeo. Allí, en el estrado, aparentemente sin dormir, estaba desde hacía días el muchacho persa. Así lo consideraba Tolomeo, aunque ya debía de tener veintitrés años; con los eunucos costaba distinguir. A los dieciséis años un general persa involucrado en el asesinato de Darío lo había presentado a Alejandro como testigo de sus declaraciones. Era la persona indicada pues había sido uno de los sicarios del rey y conocía las intimidades de la corte. Se había quedado para relatar su historia a los cronistas y, desde entonces, nunca se había apartado de Alejandro. La belleza que había deslumbrado a dos reyes, no era ya tan visible. Los ojos grandes y oscuros estaban hundidos en la cara más demacrada que la del moribundo víctima de la fiebre. Estaba vestido como un sirviente. ¿Acaso pensaba que si reparaban en él lo echarían? ¿Qué pensará?, se preguntaba Tolomeo. Se habrá acostado con Darío en esta misma cama.

Una mosca revoloteó sobre la transpirada frente de Alejandro. El persa la ahuyentó, luego dejó el abanico para humedecer una toalla en un cuenco de agua aromatizada y enjugar la cara inmóvil.

Al principio a Tolomeo le había disgustado esa presencia exótica que rondaba los aposentos de Alejandro, incitándolo a asumir los atributos de la realeza persa y los modales de la corte persa, persiguiéndolo día y noche. Pero esa presencia se había impuesto. Tolomeo, en medio de su propio pesar y su presentimiento de una crisis inminente, sentía piedad por el persa. Se acercó y le tocó el hombro.

–Ve a descansar, Bagoas. Deja que otro de los chambelanes haga todo esto. – Un grupo de eunucos, resabios avejentados de la corte de Darío y aun de Oco, se adelantó servicialmente. Tolomeo dijo-: Él no se dará cuenta ya…

Bagoas miró en derredor. Era como si le hubieran dicho que estaba condenado a una ejecución inmediata, una sentencia esperada mucho tiempo.

–De acuerdo -dijo Tolomeo gentilmente-. Es tu derecho. Quédate si lo deseas.

Bagoas se llevó los dedos a la frente. El mal momento había pasado. Con la mirada fija en los ojos cerrados de Alejandro, agitó el abanico removiendo el caluroso aire babilónico. Tenía capacidad para resistir, reflexionó Tolomeo. Había soportado incluso el vendaval que siguió a la muerte de Hefestión.

Contra la pared más próxima a la cama, en una mesa maciza como un altar, Hefestión aún estaba endiosado. Endiosado y multiplicado; allí estaban las estatuillas y bustos votivos -obsequiados por amigos apesadumbrados, arribistas asiduos, hombres asustados que alguna vez habían reñido con el difunto- realizados por los mejores artistas que pudieron encontrarse en tan poco tiempo para consolar a Alejandro. Hefestión en bronce, un Ares desnudo con escudo y lanza; con armadura de oro, rostro y miembros de marfil; en mármol teñido con una corona de laurel dorado, como plateado estandarte del escuadrón que llevaría su nombre; como semidiós, la primera maqueta para la estatua destinada a su templo en Alejandría. Alguien había hecho lugar para apoyar un objeto y un pequeño Hefestión de bronce se había caído. Echando una ojeada a la cara ciega del moribundo, Tolomeo lo levantó. Esperad a que él se vaya.

El ruido llamó la atención de Eumenes que se apresuró a desviar nuevamente la mirada.

«Ahora no tienes nada que temer», pensó Tolomeo. Oh, sí, era arrogante de vez en cuando. Al final pensaba que él era el único que comprendía. ¿Y hasta qué punto se equivocaba? Acéptalo, Eumenes, él le hizo bien a Alejandro. Yo lo supe cuando ambos estudiaban juntos. Él era alguien en sí mismo y ambos lo sabían. Ese orgullo que te disgustaba fue la salvación de Alejandro; jamás lo adulaba, jamás lo incitaba, jamás lo envidiaba, jamás le mentía. Amaba a Alejandro y nunca lo usó, aprovechó tanto como él las lecciones de Aristóteles, jamás perdía a propósito cuando competía con él. Al final de sus días podía hablar con Alejandro de hombre a hombre, decirle en qué se equivocaba; y nunca lo temió. Lo salvó de la soledad, y quién sabe de qué más. Ahora se ha ido y a esto hemos llegado. Si él estuviera vivo, hoy todos estaríamos celebrando en Susa, digan lo que digan los caldeos.

Un médico atemorizado, empujado desde atrás por Pérdicas, apoyó la mano en la frente de Alejandro, le tomó la muñeca, murmuró gravemente y retrocedió. Mientras pudo hablar, Alejandro se había negado a tener ningún médico cerca; e incluso cuando cayó en la inconsciencia, no se podía encontrar a nadie que lo atendiera, pues todos temían que después los acusaran de haberlo envenenado. Ahora ya daba lo mismo; Alejandro ya no tragaba. «Maldito sea ese matasanos, pensó Tolomeo, que dejó morir a Hefestión para asistir a los juegos. Lo volvería a ahorcar si pudiera.»

Creyeron que cuando cambiara el ritmo de los jadeos sólo sería para que llegaran los ronquidos finales pero, como si la mano del médico hubiera despertado una chispa de vida, las exhalaciones cobraron un ritmo más regular y los párpados se movieron. Tolomeo y Pérdicas dieron un paso hacia adelante. Pero el callado Bagoas, a quien todos habían olvidado, dejó el abanico y, como si nadie más estuviera presente, se inclinó sobre la cabeza del moribundo, rozándola con su pelo castaño claro. Susurró algo suavemente. Alejandro abrió los ojos grises. Se agitó la sedosa melena del persa.

–Movió la mano -dijo Pérdicas.

Ahora estaba inmóvil, los ojos nuevamente cerrados, aunque Bagoas aún los miraba como en trance. Pérdicas tensó la boca; allí había toda clase de personas. Pero antes que pudiera adelantarse para reprenderlo, el persa retomó su puesto y recogió el abanico. Salvo por ese movimiento, habría podido ser una estatua tallada en marfil.

Tolomeo notó que Eumenes le hablaba.

–¿Qué? – dijo roncamente. Estaba al borde del llanto.

–Vendrá Peucestes.

Los apiñados funcionarios se separaron para dejar entrar a un macedonio alto y fornido vestido con ropas persas, pantalones incluidos, para consternación de la mayoría de sus compatriotas. Cuando le concedieron la satrapía de Persis había adoptado las ropas nativas para complacer a Alejandro, no sin advertir que le sentaban bien. Se adelantó, los ojos clavados en la cama. Pérdicas le salió al encuentro.

Se elevó un murmullo. Los ojos de los dos hombres intercambiaron un mensaje. Pérdicas dijo formalmente para que escucharan los presentes:

–¿Recibiste un oráculo de Sarapis?

Peucestes inclinó la cabeza.

–Velamos toda la noche. El dios dijo al amanecer: «No traigáis al rey al templo. Estará mejor donde está».

«No, pensó Eumenes, no habrá más milagros». Por un instante, cuando movió la mano casi había creído que se produciría otro.

Se volvió para buscar a Tolomeo, pero éste se había alejado para recobrar la compostura. Fue Peucestes quien, apartándose de la cama, le preguntó:

–¿Roxana lo sabe?


El harén del palacio era un claustro espacioso construido alrededor de un estanque de lirios. Aquí también había voces susurrantes, pero de diferente modulación; los pocos hombres de este mundo de mujeres eran eunucos.

Ninguna de las mujeres que vivían en el harén había visto al rey moribundo. Habían oído hablar de él; habían vivido cómodamente sin ser molestadas; habían esperado una visita que nunca llegó. Y eso era todo, excepto que no sabían de ningún heredero que las heredara a ellas; aparentemente, en poco tiempo ya no habría gran rey. Las voces se ahogaban presas de creciente temor.

Aquí estaban todas las mujeres que Darío había dejado cuando marchó hacia su destino en Gaugamela. Desde luego se había llevado a sus favoritas. Las que habían quedado estaban extrañamente mezcladas. Las concubinas de más edad, de los días en que él era un noble no destinado al trono, hacía tiempo estaban instaladas en Susa; aquí estaban las muchachas que le habían conseguido después de acceder al trono, las que no habían logrado despertarle mayor interés o las que habían llegado demasiado tarde para atraerlo siquiera. Además de éstas, estaban las sobrevivientes del harén del rey Oco que, por decoro, no habían sido despedidas cuando murió. Constituían una herencia indeseable que, con un par de viejos eunucos, formaban una camarilla que odiaba a las mujeres de Darío, el usurpador a quien sospechaban cómplice de la muerte de su amo.

La situación de las concubinas de Darío era diferente. Las habían traído cuando tenían catorce, quince, dieciocho años a lo sumo. Habían conocido el verdadero drama del harén: los rumores e intrigas, el soborno para obtener las primeras noticias sobre una visita real, las sofisticaciones del tocador, la ubicación inspirada de una joya, la envidiosa desesperación cuando los días menstruales obligaban al retiro, el triunfo cuando una llamada del señor era recibida en presencia de la rival, el regalo que las honraba después de una noche afortunada.

De una de esas noches provenían un par de niñas de alrededor de ocho años, que estaban retozando en el estanque y diciéndose solemnemente que el rey agonizaba. También habían nacido hijos varones. Cuando Darío cayó, se los habían llevado recurriendo a toda clase de artimañas, pues las madres tenían la certeza de que el nuevo rey bárbaro los haría estrangular. Sin embargo, nadie había venido a buscarlos; habían regresado en su momento y a la sazón, ya en edad de ser criados lejos de las mujeres, eran educados como hombres por parientes lejanos.

Como hacía tiempo que ningún rey residía en Babilonia, el harén se había reducido. En Susa, donde vivía la reina madre, Sisigambis, todo era impecable. Pero aquí habían visto pocas veces a Darío y ninguna a Alejandro.

Un par de mujeres se las habían ingeniado para intrigar con otros hombres y huir con ellos; los eunucos, a quienes Oco habría hecho empalar por negligencia, lo habían callado. Algunas de las muchachas, en los largos días de ocio, habían tenido relaciones entre sí; los celos y escándalos resultantes llenaron muchas largas y calurosas noches asirias. Una muchacha había sido envenenada por una rival, pero los eunucos también lo habían callado. El jefe de la guardia se había dedicado a fumar cáñamo, y no le gustaba que le molestaran.

Más tarde, después de largos años en el oriente inexplorado, victorias legendarias, heridas, peligros en los desiertos, el rey comunicó que regresaba. El harén despertó como de un sueño. Los eunucos se alarmaron. Durante todo el invierno, la estación templada de Babilonia en que se celebraban las fiestas, lo estuvieron esperando pero no llegó. En el palacio cundió el rumor de que un amigo de la infancia -según algunos, un amante- había muerto y lo había enloquecido el dolor. Luego había recobrado la cordura, pero estaba en guerra con los coseos de las montañas. El harén volvió a caer en su letargo. Al fin estuvo en camino, pero interrumpió la marcha en Susa. Cuando la reinició, embajadas de todos los pueblos de la tierra le salieron al encuentro, llevándole coronas de oro y pidiéndole consejo. Luego, cuando el calor de la primavera anunciaba el verano, la tierra había temblado bajo los caballos y los carros, los elefantes y los hombres de infantería; y el palacio había hormigueado con el olvidado ajetreo de la llegada de un rey.

Al día siguiente se anunció que el jefe de los eunucos del rey inspeccionaría el harén. Este formidable personaje era aguardado con temor, pero sorprendentemente resultó ser sólo un joven, nada menos que el célebre Bagoas, sicario de dos reyes. También causaba impresión, desde luego. Vestía de seda, un género jamás visto dentro de esas paredes, y brillaba como el pecho de un pavo real. Era persa de pies a cabeza, lo cual siempre hacía sentir provincianos a los babilonios. Diez años en la corte le habían pulido los modales como plata vieja. Saludó, sin embargo, a los eunucos que había conocido en tiempos de Darío y se inclinó respetuosamente ante algunas de las esposas de más edad. Luego puso manos a la obra.

No podía precisar cuándo el atareado rey tendría tiempo para visitar el harén; sin duda encontraría, no obstante, ese orden perfecto que trasunta respeto. Hubo un par de insinuaciones reprobatorias («Creo que la costumbre en Susa es tal y cual…») pero el pasado quedó sin examinar. Los guardias ocultaban suspiros de alivio cuando Bagoas quiso ver los aposentos de las reales damas.

Lo guiaron hasta allí. Esas habitaciones estaban separadas del resto y tenían su propio patio, exquisitamente embaldosado. Bagoas manifestó cierta consternación ante el estado de abandono, las plantas secas y las trepadoras, la fuente tapada con desechos verdes y peces muertos. Todo esto había sido reparado, pero las habitaciones aún tenían el olor húmedo del desuso prolongado. Bagoas lo insinuó en silencio, abriendo apenas las delicadas fosas nasales.

Los aposentos de la real esposa, pese al descuido, aún eran suntuosos; aunque autocomplaciente, Darío también había sido generoso. Condujeron al jefe de los eunucos a los aposentos de la reina madre, más pequeños, pero todavía elegantes. Sisigambis los había ocupado al principio del corto reinado del hijo. Bagoas los inspeccionó, ladeando ligeramente la cabeza. Sin darse cuenta, con los años, había copiado este tic de Alejandro.

–Muy agradable -dijo-. O puede serlo, al menos. Como sabéis, Roxana viene hacia aquí desde Ecbatana. El rey desea que ella tenga un viaje cómodo. – Los eunucos prestaron atención; el embarazo de Roxana aún no era conocido públicamente-. Estará aquí en siete días. Ordenaré algunas cosas y mandaré buenos artesanos. Por favor, ved que cumplan con todas las instrucciones.

Hizo una pausa y los ojos de los eunucos se volvieron hacia los aposentos de la esposa real. Los de Bagoas los siguieron imperturbables.

–Esos aposentos serán cerrados de inmediato. Sólo ved que los mantengan aireados y limpios. ¿Tenéis la llave de la puerta exterior? Bien. – Nadie dijo nada. Bagoas añadió, afablemente-: No hay necesidad de mostrar esos aposentos a Roxana. Si ella hace preguntas, decid que están en reparaciones.

Se fue cortésmente, tal como había venido.

En ese momento, habían pensado que Bagoas quería ajustar alguna vieja cuenta. Los favoritos y las esposas eran enemigos tradicionales. Se rumoreó que poco después de casarse, Roxana había querido envenenarlo, pero que nunca había vuelto a intentarlo… Tan terrible había sido la cólera del rey.

El mobiliario y las colgaduras enviados eran costosos y los aposentos no carecían de esplendor real en ninguno de sus detalles.

–No temáis la extravagancia -había dicho Bagoas-. Congeniará con el gusto de ella.

A su debido tiempo la caravana llegó de Ecbatana. La mujer morena de ojos brillantes y oscuros que bajó del palanquín, era una belleza deslumbrante y altiva. El embarazo apenas se le notaba, excepto por cierta opulenta blandura. Hablaba el persa con fluidez, aunque con un acento bactriano que su séquito no hacía nada por corregir; dominaba bastante bien el griego, lengua que desconocía antes de casarse. Babilonia le resultaba tan extraña como la India; se había instalado sin reparo en los aposentos que le habían sido destinados, observando que eran más pequeños que los de Ecbatana, pero mucho más bonitos. Tenían su propio patio, elegante y sombreado. Darío, que había reverenciado y estimado a la madre, siempre se preocupó por su comodidad.

Al día siguiente, un chambelán de edad venerable anunció al rey.

Los eunucos esperaron con ansiedad. ¿Y si Bagoas había actuado sin autoridad? Se decía que la cólera del rey era poco frecuente, pero terrible. Sin embargo, los saludó amablemente con su persa conciso y formal y no hizo comentarios cuando le mostraron los aposentos de Roxana.

A través de rendijas y grietas conocidas en el harén desde los tiempos de Nabucodonosor, las concubinas más jóvenes lo espiaron mientras estuvo allí. Comentaron que era apuesto, para tratarse de un occidental (la tez clara no era admirada en Babilonia); no era alto, un defecto grave, pero esto ya lo sabían desde antes. Sin duda debía de tener más de treinta y seis años, pues tenía mechones grises en el pelo; pero admitían que era aplomado y aguardaron su regreso para volverlo a ver. Esperaban una prolongada vigilia, pero regresó al poco tiempo, apenas el que tardaba una mujer cuidadosa en bañarse y vestirse.

Esto infundió esperanzas a las mujeres más jóvenes. Limpiaron sus joyas y revisaron sus cosméticos. Una o dos, que por aburrimiento habían engordado, eran ridiculizadas y lloraban todo el día. Pero el rey no venía. En cambio reapareció Bagoas, quien conferenció en privado con el jefe de la guardia. La pesada puerta de la alcoba de la esposa real estaba abierta y ambos entraron.

–Sí -dijo Bagoas-. No se necesita mucho. Sólo cortinas nuevas, aquí y allá. ¿Los recipientes de aseo están en el tesoro?

Con alivio (pues lo habían tentado más de una vez) el jefe de la guardia los mandó buscar; eran exquisitos, plata con incrustaciones de oro. Contra la pared había un gran baúl de ciprés. Bagoas alzó la tapa e inhaló una fragancia difusa. Levantó una bufanda engarzada con perlas de cultivo y cuentas de oro.

–Supongo que esto pertenecía a la reina Estatira.

–Es lo que no se llevó consigo. Darío era capaz de brindarle cualquier cosa.

Excepto su vida, pensó cada cual durante el embarazoso silencio. La huida de Darío en Isos la había condenado a terminar sus días bajo la protección del enemigo. Bajo la bufanda había un velo bordeado con alas verdes de escarabajo egipcio. Bagoas lo acarició delicadamente.

–Nunca la vi. La mortal más adorable de Asia, dicen… ¿Era verdad?

–¿Quién ha visto a todas las mujeres de Asia? Sí, es posible que lo fuera…

–Al menos he visto a su hija. – Bagoas guardó la bufanda y cerró el baúl-. Deja todas estas cosas. A Estatira le gustará tenerlas.

–¿Ya ha partido de Susa? – Era otra pregunta la que temblaba en los labios del guardián.

Bagoas no dejó de advertirlo.

–Vendrá cuando haya pasado la época más calurosa -dijo-. El rey desea que viaje cómodamente.

El guardián reprimió un brusco suspiro. El viejo y gordo chambelán y el esbelto y reluciente favorito establecieron con los ojos la inmemorial comunicación entre los de su clase. Fue el guardián quien habló primero.

–Hasta ahora, todo ha salido perfectamente. – Con la cabeza señaló las otras habitaciones-. Pero en cuanto se abran estos aposentos, habrá rumores. No hay modo de impedirlo. Tú lo sabes tan bien como yo. ¿El rey se propone decírselo a Roxana?

Por un momento, el barniz de urbanidad de Bagoas se resquebrajó, revelando un profundo pesar.

Lo reparó de inmediato.

–Se lo recordaré si puedo. No es fácil en este momento. Está planeando el funeral de su amigo Hefestión, que murió en Ecbatana.

El guardia habría querido preguntar si era cierto que esa muerte había enloquecido al rey durante más de un mes. Pero la actitud de Bagoas lo disuadió de manifestar su curiosidad. Decían que Bagoas, si se lo proponía, podía ser el hombre más peligroso de la corte.

–En ese caso -dijo cautelosamente el guardián-, ¿podríamos demorar las obras por un tiempo? Si me hacen preguntas sin que haya órdenes del rey…

Bagoas hizo una pausa y por un instante pareció un poco inseguro y aún muy joven. Pero respondió vivazmente:

–No, hemos recibido nuestras órdenes. Él espera que se obedezcan.

Se fue y no regresó. En el harén se comentó que el funeral del amigo del rey había sido más suntuoso que el de la reina Semíramis, célebre en la historia; que la pira había sido un zigurat ardiente de doscientos pies de altura. Pero el jefe de los guardianes dijo a quien quisiera oírlo que esas llamas no habían sido nada, comparadas con las que tuvo que afrontar cuando los aposentos de la esposa real fueron abiertos y Roxana recibió la noticia.

En su hogar montañés de Bactra, los eunucos del harén habían sido sirvientes y esclavos de la familia y sabían cuál era su lugar. La tradicional dignidad de los chambelanes de palacio le parecía mera insolencia. Cuando Roxana ordenó que azotaran al jefe, se enfureció al descubrir que nadie tenía poderes para hacerlo. El viejo eunuco bactriano que había traído desde su hogar, fue enviado para comunicárselo al rey. Volvió con el informe de que éste estaba remontando el Éufrates para explorar los pantanos. Cuando regresó ella volvió a intentar hablarle; primero estaba ocupado y luego estaba afiebrado.

Estaba segura de que su padre se habría encargado de que ejecutaran al guardián. Pero la satrapía que el rey le había concedido estaba en la frontera india; cuando tuviera noticias de él, ella ya habría dado a luz. Ese pensamiento la aplacó.

–Que venga, que venga ese palo vestido de Susa -dijo a sus damas bactrianas-. El rey no la soporta. Si tiene que hacer esto para complacer a los persas, ¿qué me importa a mí? Todo el mundo sabe que yo soy la esposa real, la madre del hijo del rey.

Las damas comentaron en secreto:

–No quisiera ser ese bebé, si es una niña.

El rey no llegaba y los días de Roxana eran monótonos. Aquí, en lo que iba a ser el centro del imperio del esposo, daba lo mismo que estar en un campamento de Drangiana. De haberlo deseado, hubiera podido alternar con las concubinas. Pero hacía años que esas mujeres vivían en palacios, algunas desde que ella era una niña en la choza montañesa de su padre. Temía la aplomada elegancia persa, la charla sofisticada y desdeñosa. Ninguna de ellas había cruzado el umbral y prefería que la consideraran arrogante que temerosa. Sin embargo, un día descubrió una de las antiguas grietas. Se entretuvo fisgoneando y oyéndolas hablar.

Así fue como, cuando hacía nueve días que Alejandro sufría la fiebre de los pantanos, oyó a un chambelán chismorreando con un eunuco del harén. Se enteró de dos cosas: de que la enfermedad había afectado el pecho del rey y tal vez muriera; y de que la hija de Darío estaba embarazada.

No esperó a que terminaran de charlar. Llamó a su eunuco bactriano y a sus damas, se puso un velo, pasó frente al asombrado gigante nubio que custodiaba el harén, y sólo respondió a sus gritos estridentes con un «debo ver al rey».

Los eunucos de palacio vinieron corriendo. No podían hacer más que correr tras ella. Era la esposa del rey, no una cautiva; permanecía en el harén sólo porque abandonarlo era impensable. En las largas marchas hasta la India, y en el regreso a Persia y Babilonia, donde el rey instalaba un campamento se descargaban biombos de mimbre de los carretones para que ella pudiera bajar de su carreta y tomar aire. En las ciudades tenía su litera con cortinas, sus balcones enrejados. Todo esto no era una condena sino un derecho; los hombres sólo exhibían a las prostitutas. Cuando sucedía algo sin precedentes, era inconcebible tocarla. Guiada por el tembloroso eunuco, seguida por ojos asombrados, atravesó corredores, patios, antecámaras, hasta que llegó a la alcoba real. Era la primera vez que entraba allí; o, llegado el caso, en cualquier lugar donde durmiera el rey. Él nunca la había llamado a su cama, sólo había ido a la de ella. Ésa era, le había dicho, la costumbre de los griegos.

Se detuvo ante la puerta, viendo el alto cielo raso de cedro, la cama custodiada por demonios. Era como una sala de audiencias. Generales y médicos, atónitos de sorpresa, retrocedieron a su paso.

Las almohadas que mantenían erguido al rey aún le prestaban cierta ilusión de autoridad. Los ojos cerrados, la boca abierta y jadeante, parecían evidenciar un ensimismamiento voluntario. Ella no podía estar en su presencia sin creer que todo estaba todavía bajo su control.

–¡Sikandar! – exclamó, en su dialecto nativo-. ¡Sikandar!

Él movió débilmente los párpados agrietados y exangües, pero no los abrió. Tensó la piel como para protegerse del resplandor agresivo del sol. Ella le vio los labios cuarteados y secos, la profunda cicatriz en el costado, por la herida que había recibido en la India, estirándose y encogiéndose con su respiración agitada.

–¡Sikandar, Sikandar! – exclamó. Le aferró el brazo.

Él inhaló más profundamente y se sofocó. Alguien se acercó con una toalla y le enjugó la baba sanguinolenta de los labios. El rey no abrió los ojos.

Como si no hubiera sabido nada hasta el momento, Roxana comprendió de golpe y fue como si la hiriera una puñalada. Se le había escapado de las manos, ya no era el dueño de sus días. Ya no tomaría más decisiones; jamás le respondería lo que había venido a preguntar. Para ella, para el niño que llevaba en las entrañas, ya estaba muerto.

Se puso a sollozar, como una plañidera ante un cadáver, arañándose la cara, golpeándose el pecho, rasgándose la ropa, sacudiendo el pelo desaliñado. Cayó de bruces, los brazos sobre la cama, hundiendo la cara en la sábana, casi sin reparar en la carne tibia, aún viva, que tenía debajo. Alguien le habló; una voz joven y ligera, la voz de un eunuco.

–Él puede oírla. Lo perturbará.

La aferraron con fuerza por los hombros, echándola hacia atrás. Habría podido reconocer a Tolomeo, pues lo había visto en triunfos y procesiones desde las celosías; pero estaba mirando al que había hablado. Habría adivinado quién era, aun si no lo hubiera visto una vez en la India, remontando el Indo en la nave insignia de Alejandro, vestido con las telas brillantes de Taxila, escarlata y oro. Era el odiado muchacho persa, familiarizado con esta alcoba donde ella nunca había entrado; ésa también era una costumbre griega, aunque su esposo jamás se lo había dicho.

Sus ropas de sirviente, su cara demacrada y exhausta, no hacían concesiones. Ya no deseable, se había vuelto autoritario. Generales, sátrapas y capitanes que le debían obediencia a ella, que debían alzar al rey para que le contestara, para que nombrara al heredero, escuchaban sumisamente a ese bailarín. Ella era una intrusa.

Lo maldijo con los ojos, pero él ya no le prestaba atención; indicó a un esclavo que tomara la toalla manchada de sangre e inspeccionó la pila de toallas limpias que tenía al lado. Las duras manos de Tolomeo la liberaron; las manos delicadas e implorantes de sus servidores la guiaron hacia la puerta. Alguien recogió su velo de la cama y se lo arrojó.

De vuelta en su habitación, se puso a llorar rabiosamente, golpeando y mordiendo los almohadones del diván. Cuando se atrevieron a hablarle, sus damas le suplicaron que se calmara para no dañar al niño. Así lograron que se dominara. Pidió leche de yegua e higos, lo que más apetecía últimamente. Anochecía; se tendió en la cama. Por último, con los ojos secos, se levantó y caminó de aquí para allá en el patio iluminado por la luna, donde la fuente murmuraba como un conspirador en la calurosa noche de Babilonia. Una vez sintió que el niño se movía con fuerza. Apoyándose las manos en el vientre, susurro:

–Tranquilo, mi pequeño rey. Te lo prometo…

Volvió a la cama y cayó en un sueño pesado. Soñó que estaba en la fortaleza de su padre en la Roca Sogdiana, una caverna almenada bajo la cresta de la montaña, ante un precipicio de mil pies. Los macedonios la estaban sitiando. Ella miraba la masa de hombres, desperdigados como granos oscuros en la nieve; las rojas fogatas de los campamentos, empenachadas de humo tenue; las tiendas, que parecían motas de color. El viento arreciaba, gimiendo sobre el despeñadero. Su hermano le ordenaba que preparara puntas de flecha con las otras mujeres, reprochándole su pereza y zarandeándola. Despertó. Su servidora le soltó el hombro, sin hablar. Había dormido hasta tarde, el sol calentaba el patio. Pero el viento aún arreciaba, llenando el mundo con su aullido, subiendo y bajando como cuando su voz invernal soplaba de las imponentes estribaciones del este… Pero estaba en Babilonia.

Aquí amainaba y allá arreciaba, acercándose a veces, el alto gemido del harén; podía oír el rumor del ritual formal. Las mujeres que tenía al lado, al verla despierta rompieron a llorar, salmodiando las antiguas frases ofrecidas a las viudas de los jefes bactrianos desde tiempos inmemoriales. La estaban mirando. Ella debía guiar el rezo de las plañideras.

Se incorporó obedientemente, se destrenzó el pelo, se golpeó el pecho con los puños. Conocía las palabras desde la niñez: «¡Ay, ay! La luz ha desaparecido del cielo, ha caído el león de los hombres. Cuando alzaba la espada, temblaban mil guerreros; cuando abría la mano, desparramaba oro como las arenas del mar. Cuando se regocijaba, nos entibiaba como el sol. Tal como el vendaval cabalga en las montañas, así cabalgaba él hacia la guerra, tal como la tempestad que tala grandes árboles, se lanzaba él a la batalla. Su escudo era el techo que protegía a su pueblo. Las tinieblas lo han cubierto, su morada está llena de aflicción. ¡Ay, ay, ay!».

Apoyó las manos en el regazo. Sus lamentos cesaron. Las mujeres, la miraron atónitas.

–Ya he llorado. Basta por ahora -dijo. Llamó a su doncella principal y despidió al resto.

–Tráeme mi vieja bata de viaje, la azul.

La encontraron, y le sacudieron el polvo del camino de Ecbatana. Era una tela resistente y tendría que rasgarla con el trinchete para que se abriera. Después de desgarrarla en algunas partes, se la puso. Sin peinarse, pasó la mano por una cornisa polvorienta y se tiznó la cara. Luego mandó buscar al eunuco bactriano.

–Ve al harén, y dile a Badia que venga a verme.

–Oigo y obedezco, señora.

¿Cómo sabía ella el nombre de la concubina más importante de Oco? Pero obviamente no era momento para hacer preguntas.

Desde el lugar donde escuchaba, Roxana podía oír el bullicio del harén. Algunas aún lloraban por el rey, pero la mayoría estaba charlando. Badia se demoró brevemente para vestirse y luego se presentó con el traje de luto que había usado quince años antes al morir el rey Oco. El vestido olía a hierbas y a madera de cedro.

No lo había vestido por Darío.

Oco había reinado veinte años y ella había sido su concubina cuando el rey era joven. Era una cincuentona consumida, sin gracia. Mucho antes de la muerte del rey la habían dejado en Babilonia mientras mujeres más jóvenes eran llevadas a Susa. Pero en un tiempo había mandado en el harén y no lo olvidaba.

Primero intercambiaron condolencias protocolares. Badia elogió el valor del rey, su devoción por la justicia, su generosidad. Roxana replicó como correspondía, hamacándose y gimiendo suavemente. Luego se enjugó las lágrimas y dijo algunas palabras entrecortadas. Badia le ofreció el consuelo inmemorial.

–Su hijo nos lo recordará. Lo verán alcanzar la honra de su padre.

Todo esto era una fórmula. Roxana la dejó de lado.

–Si vive -sollozó-. Si los malditos descendientes de Darío lo dejan vivir. Pero lo matarán. Lo sé, lo sé. – Se tiró del pelo con ambas manos y lloró.

Badia contuvo el aliento, consternada por sus recuerdos.

–¡Oh, buen Dios! ¿Volverán esos días?

Oco había llegado al trono mediante el fratricidio y murió envenenado. Roxana no deseaba oír reminiscencias. Se echó el pelo hacia atrás.

–¿Por qué no? ¿Quién asesinó al rey Oco cuando estaba enfermo? ¿Y al joven rey Arses y sus leales hermanos? ¿Y al hijo de Arses cuando todavía mamaba? Y más tarde, ¿quién mató al visir que era su hechura, para silenciarlo? ¡Darío! Me lo dijo Alejandro.

«Así pensaba antes -le había dicho Alejandro no hacía mucho-, pero eso fue cuando aún no había peleado con él. No servía más que para ser una herramienta del visir. Lo mató después porque le temía. Era típico de ese hombre.»

–¿Eso dijo el rey? ¡Ah, el león de la justicia, el reparador de los males! – Badia elevó la voz, dispuesta a llorar de nuevo; Roxana la contuvo con un gesto.

–Sí, él vengó a tu señor. ¿Pero a mi hijo, quién lo vengará? ¡Ah, si tú supieras!

Badia alzó los penetrantes ojos negros, ávida de curiosidad.

–¿Qué deseas, señora?

Roxana le habló. Alejandro, aún apesadumbrado por la muerte del amigo de su infancia, había partido dejándola a ella en Ecbatana para limpiar de salteadores el camino de Babilonia. Luego, fatigado por la guerra del invierno, se había quedado a descansar en Susa, y la reina Sisigambis lo había engatusado; esa vieja hechicera que sin duda había incitado a su hijo, el usurpador, a cometer todos sus crímenes. Le había presentado al rey a la hija de Darío, esa muchacha torpe y larguirucha con quien él se había casado para complacer a los persas. Tal vez lo había drogado, era experta en pociones. Había metido a su nieta en la cama del rey y le había dicho que ella tendría un hijo del rey, ¿pero quién podía saber la verdad? Y como se habían casado en presencia de los jefes persas y macedonios, no podían menos que aceptar a ese heredero.

–Pero él se casó con ella sólo por razones políticas. Él me lo dijo.

(Y era cierto que antes de la boda, desconcertado por el frenesí de Roxana, ensordecido por sus gritos, y sintiendo remordimientos, Alejandro había dicho algo parecido. No había hecho promesas para el futuro, pues tenía por principio dejar el futuro abierto; pero le había secado las lágrimas y le había traído unos hermosos pendientes.)

–De ese modo -exclamó-, bajo este techo ella dará a luz a un nieto del asesino de Oco. ¿Y quién nos protegerá, ahora que el rey ha muerto?

Badia rompió a llorar. Pensaba en los largos y apacibles sueños en el tranquilo harén, donde el peligroso mundo exterior era sólo un rumor. Había superado la necesidad de hombres e incluso de distracciones, y vivía satisfecha con su pájaro parlante, su monito de vello rojo y sus chismosos eunucos, mantenida confortablemente por el rey errante. Ahora evocaba esos espantosos recuerdos de traiciones, acusaciones y humillación, el miedo de cada día al despertar. Una cruel rival la había desplazado ante el rey Oco. Los años apacibles terminaban. Lloró y gimió, esa vez pensando en sí misma.

–¿Qué podemos hacer? – lloriqueó-. ¿Qué podemos hacer?

La mano blanca y rechoncha de Roxana aferró la muñeca de Badia. Los ojos grandes y oscuros que habían hechizado a Alejandro se clavaron en la concubina.

–El rey ha muerto. Debemos tratar de salvarnos nosotras.

–Sí, señora. – Los viejos tiempos habían vuelto; de nuevo se trataba de sobrevivir-. ¿Qué haremos, señora?

Roxana la atrajo hacia sí y hablaron en voz baja, recordando las grietas de la pared.

Un rato más tarde un viejo eunuco de Badia entró por la puerta de la servidumbre. Traía una caja de madera bruñida.

–¿Es verdad que sabes escribir en griego? – dijo Roxana.

–Por cierto, señora. El rey Oco a menudo utilizaba mis servicios.

–¿Tienes buen lacre? Es para una carta real.

–Sí, señora. – El eunuco abrió la caja-. Cuando el usurpador Darío entregó mi puesto a uno de los suyos, me llevé un poco conmigo.

–Bien. Siéntate y escribe.

Cuando ella le dio el sobrescrito, el eunuco casi arruina el rollo. Pero no había olvidado del todo sus funciones; y Badia le había dicho que si la hija de Darío reinaba en el harén, mandaría a toda la gente de Oco a mendigar a la calle. Él siguió escribiendo. Ella vio que el texto era parejo y claro, con las frases protocolares pertinentes. Cuando hubo terminado, le dio un dárico de plata y lo dejó ir. No lo hizo jurar que guardaría silencio; su dignidad no se lo permitía; y Badia se encargaría de ello.

Aunque el eunuco había traído cera, ella no lo había lacrado en su presencia. Tomó un anillo que Alejandro le había obsequiado en la noche de bodas. Tenía una amatista impecable del color de las violetas oscuras donde Pirgoletes, su tallador favorito, había grabado el retrato de Alejandro. No se parecía al anillo real de Macedonia con Zeus en el trono. Pero Alejandro nunca había sido convencional y ella pensó que serviría.

Hizo brillar la piedra en la luz. El trabajo era soberbio, y aunque un poco idealizado había logrado captar al rey vívidamente. Él se lo había dado cuando al fin estuvieron solos en la cámara nupcial, un sustituto de las palabras, pues ninguno de los dos hablaba la lengua del otro. Se lo había puesto, encontrando enseguida el dedo adecuado. Roxana lo había besado respetuosamente, y luego él la había abrazado, con la frescura tibia de un joven. Recordó cuán inesperadamente agradable era el cuerpo de él, lozano como el de un niño; pero había esperado un abrazo más fuerte. Alejandro debía haber salido para desnudarse y ponerse la túnica nupcial; pero se quitó las ropas, se quedó desnudo y así se metió en la cama. Al principio se sorprendió tanto que él pensó que le tenía miedo. Tuvo para ella toda clase de atenciones, algunas muy sofisticadas; estaba sin duda muy bien entrenado aunque entonces ella aún no sabía por quién. Pero lo que Roxana en verdad quería era ser poseída violentamente. Había adoptado posturas sumisas, adecuadas en una virgen; con una actitud más apasionada en la primera noche, un novio bactriano la habría estrangulado. Pero ella notó que él estaba desorientado, y temía que a la mañana siguiente sus huéspedes contemplaran una sábana nupcial sin manchas. Se había visto obligada a abrazarlo; y luego todo había ido bien.

Echó la cera caliente en el rollo y apretó la gema. De pronto tuvo el doloroso recuerdo de un día en Ecbatana, pocos meses antes, una tarde de verano junto a la piscina. Estaba alimentando la carpa, incitando al viejo y hosco rey de la piscina a abandonar su guarida bajo los lirios. No quiso entrar para hacer el amor hasta que hubo convencido al pez. Más tarde se durmió; ella recordó la tez aniñada y clara con las cicatrices profundas, el pelo suave y fuerte. Había querido sentirlo y olerlo como si fuera comestible, como pan recién horneado. Cuando hundió la cara en él, Alejandro despertó, la abrazó y se durmió de nuevo. Evocó esa presencia física como si la estuviera viviendo. Al fin, sola, en silencio, derramó verdaderas lágrimas.

Pronto se las enjugó. Tenía asuntos urgentes que atender.


En la cámara mortuoria, los largos días de agonía habían terminado. Alejandro había dejado de respirar. Los plañideros eunucos habían retirado las almohadas apiladas; el cuerpo yacía recto y chato en la gran cama, la inmovilidad le había devuelto cierta dignidad majestuosa que para los presentes resultaba, sin embargo, alarmante en su pasividad.

Los generales, llamados apresuradamente cuando el fin era inminente, lo miraban sin expresión. Hacía dos días que pensaban qué hacer en este momento. Pero el hecho inevitable parecía una mera contingencia vislumbrada con la imaginación. Miraban estupefactos el rostro familiar, distendido al fin, y casi sentían rencor, tan imposible parecía que a Alejandro pudiera ocurrirle algo sin que él lo consintiera. ¿Cómo podía morir dejándolos en esa confusión? ¿Cómo podía rechazar su responsabilidad? No era típico en él.

–¡Se ha ido, se ha ido! – exclamó de pronto una voz joven y cascada en la puerta. Era un joven de dieciocho años, uno de los integrantes del Cuerpo de Guardia que se había turnado para custodiarlo. Rompió a llorar histéricamente y su llanto superó el lamento de los eunucos que rodeaban la cama. Alguien debió de llevárselo, pues se oyó que la voz se alejaba, enronquecida por incontenible pesar.

Fue como si hubiera invocado un océano. Se había reunido con medio ejército macedonio, llorando alrededor del palacio para esperar las noticias.

La mayoría de ellos habían desfilado por la alcoba el día anterior y él aún los había reconocido, los había recordado; tenían buenas razones para esperar un milagro. Se elevó un gigantesco clamor de pesar, de luto ritual, de protesta -como si alguna autoridad fuera culpable-, de consternación ante las incertidumbres del futuro hecho pedazos.

El clamor alertó a los generales. Sus reflejos, entrenados para responder en el instante preciso por el hombre que había muerto, entraron en acción. El pánico debía combatirse de inmediato. Salieron a la gran plataforma que daba al patio frontal. Un heraldo que temblaba en su puesto fue llamado por Pérdicas, alzó su larga trompeta y tocó a reunión.

La reacción fue caótica. Sólo un día antes, creyendo que la llamada era de Alejandro, se habrían alineado inmediatamente en filas y falanges, cada tropa compitiendo por llegar primera a la formación. Pero en ese momento, las leyes naturales estaban suspendidas. Los que estaban al frente tuvieron que gritar a los del fondo que era Pérdicas. Desde la muerte de Hefestión había sido el lugarteniente de Alejandro. El rugido de Pérdicas les infundió cierta seguridad, y se movieron y alinearon con cierta apariencia de orden.

Los soldados persas se agruparon con los demás. Sus gritos de lamentación habían competido con el clamor de los macedonios. Entonces callaban. Eran -habían sido- soldados de Alejandro, quien les había hecho olvidar que eran un pueblo conquistado, les había infundido orgullo de sí mismos, había obligado a los macedonios a aceptarlos. Las fricciones del principio casi habían desaparecido, y la jerga de los soldados griegos estaba plagada de palabras persas. Se había entablado cierta camaradería. Pero de súbito, sintiéndose una vez más nativos derrotados sometidos a un ejército extranjero, se miraban furtivamente planeando desertar.

A una señal de Pérdicas, Peucestes se adelantó. Era una figura tranquilizadora; un hombre célebre por su valor, que había salvado la vida de Alejandro en la India cuando recibió una herida casi mortal. Alto, apuesto, imponente, con la barba según la moda de su satrapía, los interpeló en un persa tan correcto y aristocrático como su indumentaria. Les anunció formalmente la muerte del gran rey. En su momento, se les anunciaría quién sería el sucesor. Mientras tanto podían dispersarse.

Los persas se calmaron. Pero un murmullo sordo creció entre los macedonios. Por una ley ancestral, el derecho a elegir un rey les pertenecía a ellos, al conjunto de todos los varones macedonios capaces de portar armas. ¿Qué era eso de anunciar al sucesor?

Peucestes se acercó a Pérdicas. Hubo un momento de suspenso. Durante doce años, ambos habían visto cómo trataba Alejandro a los macedonios. No eran hombres a quienes pudiera ordenarse calma y acatamiento a la autoridad. Había que hablarles, y él lo había hecho; sólo una vez en doce años había fracasado. Aun entonces, cuando lo obligaron a regresar de la India, siguieron perteneciéndole. A la sazón, enfrentado con ese desorden, Pérdicas por un momento creyó oír los pasos impacientes, la reprimenda enérgica y serena, la voz vibrante creando un silencio inmediato.

Pero el rey no vino y Pérdicas, aunque carecía de magia, sabía qué era autoridad. Adoptó como hiciera Alejandro en momentos de necesidad el dialecto dórico de su patria, la lengua que habían aprendido en la niñez antes que les enseñaran el griego culto. Todos acababan de perder, dijo, al más grande de los reyes, al más valeroso de los guerreros, que el mundo había visto desde que los hijos de los dioses abandonaron la tierra.

Aquí lo interrumpió un bramido creciente, no de duelo formal, sino un estallido de verdadero dolor y desolación. Cuando pudo hacerse oír, dijo:

–Y los nietos de vuestros nietos aún dirán lo mismo. Recordad, pues, que vuestra pérdida está compensada por vuestra fortuna anterior. Vosotros habéis podido compartir la gloria de Alejandro. Y ahora, macedonios, a quienes él legó el dominio de la mitad del mundo, os corresponde conservar vuestro coraje y demostrar que sois los hombres que él hizo de vosotros. Todo se hará de acuerdo con la ley.

La multitud cayó en un trance expectante. Cuando Alejandro los hacía callar, siempre tenía algo que decirles. Pérdicas lo sabía; pero todo lo que tenía que decirles era que él era, de hecho, el rey de Asia. Era demasiado pronto; ellos sólo conocían un rey, vivo o muerto. Les dijo que volvieran al campamento y aguardaran nuevas órdenes.

Empezaron a marcharse; pero cuando él hubo entrado, muchos volvieron en grupos y se instalaron con las armas al lado, dispuestos a velar toda la noche al muerto.


En la ciudad el rumor de los lamentos, como un fuego impulsado por un vendaval, se propagó desde las calles atestadas de las inmediaciones del palacio a los suburbios y las casas construidas a lo largo de las murallas. En los templos, los delgados penachos de humo, que se elevaban rectamente en el aire quieto desde los fuegos sagrados, se disiparon y murieron uno tras otro. Al calor de las cenizas húmedas del brasero de Bel-Marduk, los sacerdotes recordaron que ésta era la segunda vez en poco más de un mes. El rey había ordenado que se hiciera lo mismo el día del funeral de su amigo.

–Le avisamos que era un mal presagio, pero no quiso escucharnos. A fin de cuentas, era un extranjero.

El fuego de esos sacerdotes fue el primero que se apagó. En el templo de Mitra, custodio del honor del guerrero, señor de la lealtad y la palabra empeñada, un joven sacerdote estaba en el santuario con un aguamanil en la mano. Encima del altar estaba tallado el símbolo del sol alado, en guerra con las tinieblas, era tras era hasta la victoria final. El fuego aún ardía, pues el joven lo había alimentado exageradamente, como si tuviera poder para dar nueva vida al rey moribundo. Cuando le ordenaron extinguirlo, dejó el aguamanil, corrió hacia un cofre de incienso árabe y arrojó un puñado para que su fragancia se propagara. El último de los oficiantes, sólo después de que su ofrenda se elevara al cielo de verano, derramó agua sobre los rescoldos.


Por la carretera real de Susa viajaba un correo. Su dromedario devoraba las distancias con su andar bamboleante y ágil. Antes que el animal necesitara descanso, habría llegado a la próxima posta, donde otro hombre y otra bestia seguirían adelante con el mensaje.

Su tramo estaba a mitad de la jornada. El pergamino que llevaba en la alforja se lo había entregado el mensajero anterior, sin tiempo para responder preguntas. Sólo la primera etapa desde Babilonia había sido recorrida por un jinete desconocido por su relevo. Cuando al extranjero le preguntaron si era verdad que el rey estaba enfermo, había respondido que era posible, pero que no tenía tiempo para chismorrear. El silencio y la prisa eran la norma de los correos; el relevo había saludado y se había puesto en marcha, mostrando al siguiente hombre de la cadena, sin una palabra, que la carta estaba lacrada con la imagen del rey.

Se decía que un despacho llevado por mensajeros reales era aún más veloz que los pájaros. Ni siquiera el alado rumor podía alcanzarlo, pues de noche el rumor se detiene para dormir.

Dos viajeros que habían frenado para dejar pasar al correo casi son derribados al relinchar y corcovear sus caballos ante el odiado olor a camello. El hombre de más edad, que tenía unos treinta y cinco años y era fornido, pecoso y pelirrojo, dominó primero su montura, tirando de las riendas hasta que el tosco bocado se manchó de sangre. Su hermano, diez años menor que él, tostado y convencionalmente apuesto, tardó más tiempo porque trató de calmar al caballo. Casandro observó sus esfuerzos con desdén. Era el hijo mayor del regente de Macedonia, Antípatro, y era un extraño en Babilonia. Había llegado hacía poco, enviado por su padre para averiguar por qué Alejandro lo había convocado a Macedonia sustituyéndolo por otro regente, Crátero.

Iolas, el hermano menor, había combatido junto a Alejandro y, hasta hacía poco, había sido su copero. Esa designación había implicado un gesto conciliador para con el padre de ambos; Casandro había sido designado a la guarnición de Macedonia, pues Alejandro y él se detestaban desde la niñez.

Cuando el caballo se calmó, Iolas dijo:

–Ese era un correo real.

–Ojalá él y esa bestia caigan muertos.

–¿Cuál será el mensaje? Tal vez ya todo haya terminado.

–Que el perro del Hades le devore el alma -dijo Casandro, mirando hacia Babilonia.

Cabalgaron un rato en silencio.

–Bien -dijo al fin Iolas, apartando la vista de la carretera-, ahora nadie podrá deshacerse de nuestro padre. Ahora podrá ser rey.

–¿Rey? – gruñó Casandro-. No lo creo. Hizo un juramento y se mantendrá fiel. Incluso al hijo de la mujer bárbara, si es varón.

El caballo de Iolas se sobresaltó, sintiendo la sorpresa del jinete.

–¿Entonces por qué? ¿Por qué me hiciste actuar así? ¿No por nuestro padre? ¡Sólo por odio! ¡Dios todopoderoso, debí haberlo sabido!

Casandro se inclinó y cruzó de un fustazo la rodilla del joven, quien soltó un grito de dolor y de furia.

–¡No te atrevas a hacerlo de nuevo! Ahora no estamos en casa y no soy un niño.

Casandro señaló el moretón rojo.

–El dolor es un recordatorio. Tú no hiciste nada. Recuérdalo, nada. Tenlo presente. – Un poco más adelante, viendo lágrimas en los ojos de Iolas, le dijo con desganada tolerancia-: El aire de los pantanos pudo haberle traído la fiebre. A estas alturas ya habrá bebido bastante agua sucia. Los labriegos de río abajo beben agua del pantano, y ellos no mueren. Cierra el pico, o morirás .

Iolas tragó saliva. Pasándose la mano por los ojos, y manchándose la cara con el polvo negro de la llanura babilonia, dijo huraño:

–Nunca recobró las fuerzas después de esa herida de flecha en la India. No sobreviviría a una fiebre… Fue bondadoso conmigo. Yo sólo lo hice por nuestro padre. Y ahora me dices que él no será rey.

–Y no será rey. Pero sea cual fuere el título, morirá siendo el amo de Macedonia y de toda Grecia. Y ya es un viejo.

Iolas lo miró en silencio; luego espoleó el caballo y siguió galopando entre los trigales amarillos, sollozando al ritmo de los cascos trepidantes.

Al día siguiente en Babilonia los principales generales se prepararon para la asamblea donde se designaría al jefe de los macedonios. La ley no establecía la primogenitura como condición inalienable. Los hombres de armas tenían derecho a elegir entre los miembros de la familia real.

A la muerte de Filipo había sido sencillo. Casi todos los guerreros estaban en su patria. Alejandro ya era célebre a los veinte años y ningún otro pretendiente había sido tan mencionado. Incluso cuando Filipo -que tenía un hermano mayor- había sido preferido al hijo del rey Pérdicas, muerto en batalla, también había sido sencillo; Filipo era un comandante con experiencia, el hijo del rey un niño de pecho y estaban en guerra.

Ahora, las tropas macedónicas estaban desperdigadas en fortalezas por toda el Asia central. Diez mil veteranos regresaban a la patria al mando de Crátero, un hombre joven, perteneciente a la familia real, a quien Alejandro le había dado un rango inmediatamente inferior al de Hefestión. En Macedonia estaban las tropas de guarnición, así como en las grandes fortalezas de piedra que dominaban los pasos de la Grecia meridional. Todo esto era sabido por los hombres de Babilonia. Pero ninguno de ellos dudaba de su derecho inalienable a elegir un rey. Eran el ejército de Alejandro, y para ellos no había más que hablar.

Fuera, en la calurosa plaza de armas, esperaban, riñendo, conjeturando, rumoreando. A veces, cuando crecían la impaciencia y la intranquilidad, el ruido subía como una rompiente en una playa de guijarros.

Dentro, los generales, el alto mando conocido como el Cuerpo de la Guardia Real, habían tratado de localizar a los principales oficiales de los aristocráticos Compañeros, con quienes deseaban conferenciar ante el dilema. Al no conseguirlo, habían ordenado al heraldo que tocara a silencio, y los llamara por sus nombres. El heraldo, que no conocía ningún toque para pedir silencio nada más, tocó «Reunión para órdenes». Los hombres, impacientes, lo entendieron como «Venid a la asamblea».

Ruidosamente entraron en tropel por las grandes puertas de la sala de audiencias, mientras el heraldo gritaba en medio del bullicio los nombres que le habían dado, y los oficiales que mencionaba, los que podían oírlo, trataban de abrirse paso entre la muchedumbre. Adentro quedaron peligrosamente apiñados; las puertas se cerraron tras los que habían entrado, autorizados o no. El heraldo, mirando con impotencia a la multitud inquieta y maldiciente dejada en la plaza de armas, se dijo que si Alejandro lo hubiera visto, muy pronto alguien hubiera deseado no haber nacido jamás.

Los primeros en entrar, porque otros les habían cedido el paso, fueron los hombres de los Compañeros, los dueños de caballos de Macedonia, y los oficiales que habían estado cerca de las puertas. El resto de la multitud era una mezcla caótica de oficiales y soldados. Lo único que tenían en común era una profunda inquietud y la agresividad de los hombres contrariados. Acababan de comprender que eran tropas aisladas en una tierra conquistada, a medio mundo de distancia de su patria. Habían llegado aquí impulsados por su fe en Alejandro y sólo por él. Lo que ahora necesitaban no era un rey sino un líder.

Una vez cerradas las puertas, todos los ojos se volvieron hacia el estrado real. Allí, como a menudo anteriormente, estaban los grandes hombres, los amigos más íntimos de Alejandro, sentados alrededor del trono, el antiguo trono de Babilonia con los brazos tallados como acechantes toros asirios, el respaldo reformado para Jerjes con la imagen alada del sol inconquistado. Ahí habían visto a la figura menuda, compacta, brillante, que necesitaba un taburete para los pies, reluciendo como una joya en una caja demasiado grande, las alas extendidas de Ahura-Mazda sobre la cabeza. Pero el trono estaba vacío. Sobre el respaldo estaba el manto real y en el asiento la diadema.

Un suspiro ronco atravesó la sala con columnas. Tolomeo, que había leído a los poetas, evocó el nudo de una tragedia, cuando las puertas del escenario se abren para revelar al coro que sus temores son ciertos y el rey acaba de morir.

Pérdicas se adelantó. Todos los amigos de Alejandro allí presentes, dijo, eran testigos de que el rey le había dado el anillo real. Pero, como no podía hablar, no pudo decir cuáles eran los poderes que le había conferido.

–Me miró fijamente, y era obvio que deseaba hablar, pero le faltaba el aliento. Pues bien, hombres de Macedonia, aquí está el anillo. – Se lo quitó y lo dejó junto a la corona-. Entregadlo según vuestros deseos, de acuerdo con la ley ancestral.

Hubo murmullos de admiración y ansiedad, como en el teatro. Pérdicas, aún fuera de la escena principal, esperó, como un buen actor que sabe cuándo decir sus parlamentos. Eso pensó Tolomeo, observando la cara alerta y arrogante, ahora digna e impasible; una máscara bien tallada. ¿La máscara de un rey?

–Nuestra pérdida es inconmesurable -dijo Pérdicas-, eso lo sabemos. Sabemos que es impensable que el trono sea entregado a alguien que no lleve la sangre del rey. Su esposa Roxana está embarazada desde hace cinco meses; roguemos porque dé a luz un varón. Primero debe nacer, y luego alcanzar la mayoría de edad. Entretanto, ¿quién debe gobernaros? Vosotros debéis decidir.

Hubo murmullos; los generales del estrado se miraron inquietos; Pérdicas no había presentado a otro orador. De pronto, sin ser anunciado, el almirante Nearco se adelantó; un cretense enjuto y esbelto, con la cara curtida y tostada. Las penurias del espantoso viaje por la costa de Gedrosia lo habían envejecido diez años; aparentaba cincuenta, pero aún era ágil y enérgico. Los hombres callaron para escucharlo; él había visto monstruos del abismo y los había ahuyentado con trompetas. Poco acostumbrado a hablar en público en tierra firme, usó la voz con que llamaba a las naves en el mar, asombrándolas con su resonancia.

–Macedonios, sugiero como heredero de Alejandro al hijo de Estatira, la hija de Darío. El rey la dejó encinta cuando estuvo por última vez en Susa. – Hubo murmullos sorprendidos, desconcertados; él elevó la voz como si se tratara de una ruidosa tormenta-. Habéis visto la boda. Habéis visto que fue una boda real. Él se proponía traerla aquí. Me lo dijo a mí.

Esta noticia totalmente imprevista sobre una mujer que, apenas entrevista el día de la boda, había desaparecido inmediatamente en los recovecos del harén de Susa, provocó confusión y consternación.

–Ah -dijo una voz campesina y gutural-, ¿pero él dijo algo acerca del hijo?

–No -dijo Nearco-. En mi opinión se proponía criar juntos a ambos hijos, si los dos eran varones, y elegir al mejor. Pero no vivió para ello. Y el hijo de Estatira tiene el derecho que le da el rango.

Retrocedió; no tenía más que decir. Había cumplido con lo que creía su deber y eso era todo. Mirando por encima del mar de cabezas, recordó cómo Alejandro, flaco y consumido por la marcha en el desierto, lo había saludado cuando regresó con la flota a salvo, abrazándolo con lágrimas de alivio y alegría. Desde que eran niños, Nearco lo había amado, sin apetencias sexuales, sin exigencias; aquel momento había sido el ápice de su vida. No se atrevía a pensar qué haría con el resto de ella.

Pérdicas apretó los dientes con furia. Había exhortado a los hombres a designar un regente; ¿quién sino él? Ahora se pondrían a discutir la sucesión. Dos niños no nacidos, que tal vez fueran mujeres. Era cosa de familia; Filipo había engendrado una horda de hijas y un solo hijo, a menos que se contara al idiota. Lo importante era la regencia. Filipo mismo había empezado como regente de un heredero niño, pero los macedonios no habían perdido tiempo eligiéndolo rey. Pérdicas mismo tenía bastante sangre real en las venas. ¿Qué le pasaba a Nearco? Era imposible ya encauzar el debate.

La discusión se volvió ruidosa y violenta. Si algún error había cometido Alejandro, opinaban, era el de haber pretendido identificarse con los persas. Las bodas de Susa habían sido una manera de manifestarlo y habían causado mucha más inquietud que el casamiento en campaña con Roxana, algo que su padre había hecho una y otra vez. Habían sido indulgentes con el bailarín persa, como si fuera un mono o un perro. ¿Pero por qué no podía haberse casado con la hija de una decente familia macedonia, en vez de elegir a dos bárbaras? Ahí estaba el resultado.

Algunos argumentaban que cualquier descendiente del rey debería ser aceptado, bastardo o no. Otros decían que no había modo de saber si él los hubiera reconocido; y tampoco era seguro, en caso de que esas mujeres dieran a luz una niña o un hijo muerto, que no recurrieran a una artimaña. Había que cerciorarse de que un niño no fuera cambiado por otro…

Tolomeo observaba con pesar y rabia, ansiando irse. Desde que la muerte de Alejandro se había vuelto una certidumbre, sabía adónde quería ir. Desde que Egipto le había abierto los brazos a Alejandro, quien lo había liberado del yugo persa, Tolomeo había quedado cautivado por esa civilización delicada e inmemorial, de sus estupendos templos y monumentos, de la riqueza vital del río que la mantenía. Era defendible como una isla, protegido por el mar, el desierto y la selva; sólo había que ganarse la confianza del pueblo para tenerlo seguro para siempre. Pérdicas y los demás se alegrarían de darle la satrapía. Querían quitarlo de en medio.

Era peligroso, un hombre que podía alegar que era hermano de Alejandro, aunque hijo de un adulterio cometido por Filipo cuando era adolescente. Esa paternidad no estaba demostrada ni reconocida, pero Alejandro siempre le había reservado un lugar especial y todos lo sabían. Si, Pérdicas se alegraría de mandarlo al África. ¿Pero de verdad pensaba ese hombre que podía designarse heredero de Alejandro? Eso era lo que buscaba, se le veía en la cara. Había que hacer algo; y pronto.

Cuando Tolomeo se adelantó, los soldados dejaron de discutir para escucharlo. Había sido amigo de la infancia de Alejandro; tenía presencia sin la arrogancia de Pérdicas; los hombres que habían servido bajo su mando le tenían simpatía. Algunos de ellos lo recibieron con una ovación.

–Macedonios, espero que no sea vuestro deseo elegir un rey entre los hijos de los conquistados.

Hubo un fuerte aplauso. Los hombres, que habían venido con sus armas -eran la prueba de su derecho al voto-, golpearon los escudos con las lanzas hasta que el salón retumbó. Tolomeo pidió silencio.

–Ignoramos si ambas esposas de Alejandro darán a luz. En caso de que ambas lo hicieran, cuando los hijos alcancen la mayoría de edad deberán presentarse ante vosotros y vuestros hijos, para que la asamblea decida a quién aceptarán los macedonios. Entretanto, esperáis al heredero de Alejandro. ¿Pero quién actuará por él? Aquí tenéis a aquellos a quienes Alejandro honró con su confianza. Para que ningún hombre reúna demasiado poder, propongo un Consejo de Regencia.

Las voces se calmaron. Al recordar que en quince años o más aun podrían rechazar a ambos pretendientes, vieron cuál era el asunto urgente a resolver.

–Recordad a Crátero -dijo Tolomeo-. Alejandro confiaba en él como en sí mismo. Lo envió a gobernar Macedonia. Por eso no está presente ahora.

Eso los impresionó. Honraban a Crátero casi tanto como a Alejandro; era de sangre real, capaz, valeroso, apuesto y considerado. Tolomeo sintió en la nuca la mirada fulminante de Pérdicas. «Lo siento por él; yo hice lo que debía hacer.»

Mientras todos parloteaban y murmuraban, Tolomeo pensó de pronto: «Hace unos días todos éramos amigos de Alejandro, y sólo esperábamos que él se levantara para guiarnos. ¿Qué somos ahora, qué soy yo?».

Jamás lo había enorgullecido mucho ser hijo de Filipo; le había costado demasiado en la infancia. Filipo era un desconocido, un hijo menor rehén de los tebanos, cuando él nació. «¿No puedes hacer que ese bastardo se comporte?», le decía su padre a su madre cuando él estaba en apuros. Filipo le había propinado más azotes de los que merecía un niño. Más tarde, cuando Filipo fue rey y él escudero real, la suerte cambió; pero lo que aprendió fue a tratar de olvidar que era el hijo de Filipo, si en verdad lo era. En cambio, con afecto y creciente orgullo, le importó ser hermano de Alejandro. No importa, pensaba, si es la verdad de mi sangre, o no. Es la verdad de mi corazón.

Una nueva voz interrumpió su breve evocación. Arístono, miembro de la Guardia Real, se adelantó para indicar que Alejandro, fuera cual fuese su intención, había dado el anillo a Pérdicas. Primero había mirado en derredor, y sabía lo que hacía. Eso era un hecho, no una conjetura, y Arístono defendía los hechos.

Habló con sencillez, con franqueza y subyugó a la asamblea. Los presentes gritaron el nombre de Pérdicas, y muchos lo urgieron a tomar el anillo. Lentamente, escudriñándolos, él avanzó unos pasos hacia el trono. Por un momento su mirada se cruzó con la de Tolomeo, escrutándolo como un hombre que acaba de encontrar un nuevo enemigo.

Aún no convenía, pensó Pérdicas, demostrar un exceso de ansiedad. Necesitaba otra voz que respaldara la de Arístono.

La sala, atestada de hombres sudorosos, era sofocante y calurosa. Al tufo de la transpiración se añadía el de la orina, pues algunos hombres se habían descargado subrepticiamente en los rincones. Los generales del estrado estaban cada vez más aturdidos por sus diversos sentimientos de pesar, ansiedad, rencor, impaciencia e inquietud. De pronto, barbotando palabras confusas, un oficial se abrió paso a través de la muchedumbre. «¿Qué querrá decir Meleagro?», pensaron todos.

Había sido comandante de falange desde la primera campaña de Alejandro, pero no había ascendido más. Alejandro le había confiado a Pérdicas, durante una cena, que era buen soldado si no se le exigía demasiado esfuerzo mental.

Llegó hasta el estrado, enrojecido de calor y furia y, a juzgar por el aspecto, por el vino. Luego soltó una indignada exclamación que acalló a la asombrada multitud.

–¡Ése es el anillo real! ¿Dejaréis que ese sujeto lo tome? Dádselo ahora y lo conservará hasta la muerte. ¡Con razón quiere un rey que todavía no ha nacido!

Los generales, que reclamaban orden, apenas fueron oídos en medio de la repentina algarabía. Meleagro había arrancado de una especie de sopor inquieto a una masa de hombres que antes no se habían oído, la resaca de la multitud. Ahora participaban de la escena, como si fuera un duelo callejero, un hombre aporreando a la esposa o una pelea entre perros. Y gritaban por Meleagro, como si fuera el perro ganador.

En el campamento, Pérdicas habría restaurado el orden en unos minutos. Pero esto era la asamblea; aquí no era tanto el comandante en jefe como un candidato. La represión podría parecer un preanuncio de despotismo. Hizo un gesto de tolerante desprecio, como diciendo: «Incluso a ese hombre tenemos que oírlo»

Había visto el odio en la cara de Meleagro. El rango de los padres de ambos había sido el mismo; ambos habían sido escuderos reales de Filipo; ambos habían contemplado con secreta envidia el cerrado círculo de allegados del joven Alejandro. Luego, cuando Filipo fue asesinado, Pérdicas fue el primero en perseguir al asesino fugitivo. Alejandro lo había elogiado, mencionado y promovido. Con la promoción llegó la oportunidad y jamás la desaprovechó. Al morir Hefestión, recibió su mando. Meleagro era aún un jefe de falange, útil cuando no se le exigía demasiado. Y Pérdicas notó que le dolía el hecho de que ambos hubieran empezado en igualdad de condiciones.

–¿Cómo sabemos que Alejandro se lo dio? – gritó Meleagro-. ¿Con qué garantías contamos? ¿La de él y la de sus amigos? ¿Y qué están buscando? ¡El tesoro de Alejandro está aquí, y todos contribuimos a ganarlo! ¿Aceptaréis eso?

El bullicio se transformó en tumulto. Los generales, que habían creído conocer a sus hombres, vieron sorprendidos que Meleagro estaba poniéndose a la cabeza de una turba de hombres dispuestos a saquear el palacio como una ciudad conquistada. Empezaba a cundir el caos.

Pérdicas recurrió, desesperado, a toda su capacidad de dominio.

–¡Alto! – vociferó. Hubo una respuesta refleja. Gritó órdenes y muchos hombres las obedecieron. Sólidas hileras con escudos se formaron ante las puertas. Los aullidos murieron en gruñidos-. Me alegra ver -dijo Pérdicas con su voz profunda- que aún tenemos aquí a algunos soldados de Alejandro.

Hubo un silencio, como si hubiera invocado el nombre de un dios ultrajado. La turba empezó a diluirse en la multitud. Los escudos se bajaron.

En medio de un silencio inquieto una voz rústica, desde la muchedumbre, se hizo oír.

–¡Deberíais avergonzaros! Como dice el comandante, somos soldados de Alejandro. Queremos que su sangre reine sobre nosotros, no regentes ni niños extranjeros. ¡Aquí tenemos al verdadero hermano de Alejandro, en esta misma sala!

Hubo un silencio atónito. Tolomeo, sorprendido, sintió que todas sus meditadas decisiones eran sacudidas por un estallido primitivo del instinto. El antiguo trono de Macedonia, con su salvaje historia de rivalidades tribales y guerras fratricidas, lo tentó con su hechizo cautivante. Filipo… Alejandro… Tolomeo…

El lancero campesino que estaba hablando, tras haber llamado la atención, siguió con creciente confianza.

–Hablo de su propio hermano, reconocido por el mismo rey Filipo, como todos sabéis. Alejandro siempre lo tuvo por uno de los suyos. He oído que fue postergado cuando niño, pero no hace un mes que ambos hicieron sacrificios por el alma del padre en el altar doméstico. Yo estaba como escolta… y también mis compañeros. Él actuó siempre correctamente.

Hubo expresiones de asentimiento. El boquiabierto Tolomeo no pudo evitar un gesto de asombro. «¡Arrideo! Deben de estar locos.»

–El rey Filipo -insistió el soldado- se casó con Filina legalmente, pues tenía derecho a tener más de una esposa. Por eso, en mi opinión, debemos olvidar a los hijos extranjeros y coronar a su hijo, al heredero legítimo.

Hubo aplausos de los legalistas que habían repudiado la propuesta de Meleagro. En el estrado, todos callaban pasmados. Honestos o perversos, ninguno de ellos había pensado en esto.

–¿Es verdad? – se apresuró Pérdicas a decirle a Tolomeo por encima del bullicio-. ¿Alejandro llevó a Arrideo al altar? – El apremio superó a la rivalidad; Tolomeo diría la verdad.

–Sí. – Tolomeo recordó las dos cabezas juntas, una morena y otra rubia, como la pieza del discípulo y la del maestro escultor-. Ha mejorado mucho últimamente. Hace un año que no sufre un ataque. Alejandro decía que debía recordársele quién era su padre.

–¡Arrideo! – clamaba un grito creciente-. ¡Dadnos al hermano de Alejandro! ¡Viva Macedonia! ¡Arrideo!

–¿Cuántos lo han visto? – dijo Pérdicas.

–La escolta de Compañeros, la guardia de infantería y todos los que estaban presentes. Supo comportarse. Siempre lo hace… o lo hacía, con Alejandro.

–Esto es intolerable. No saben lo que hacen. Hay que detenerlos.

El orador, Pitón, era un hombre bajo y nervudo de cara taimada y ahusada barba de zorro. Pertenecía a la Guardia, era buen comandante, pero no se destacaba por su ánimo conciliador. Se adelantó, deteniendo a Pérdicas, y barbotó:

–¡El hermano de Alejandro! ¡Sería mejor elegir a su caballo! – Esa voz amenazante produjo un silencio breve, pero no amistoso; no estaba en la plaza de armas. El hombre continuó-: Ese fulano es retardado. Se cayó de cabeza cuando pequeño y tiene ataques. Alejandro lo cuidaba como a un niño, con un criado a su servicio. ¿Queréis un rey idiota?

Pérdicas ahogó una maldición. ¿Por qué habían promovido a este hombre? Era buen guerrero, pero no sabía cómo manejar a los hombres en otras situaciones. Si este idiota no se hubiera inmiscuido, él habría recordado a los hombres la romántica conquista de Roxana, la toma de la Roca Sogdiana, la caballería del vencedor, llamándoles de nuevo la atención sobre el hijo de Alejandro. Ahora estaban ofendidos. Arrideo les parecía la víctima de una oscura conspiración. Habían visto al hombre, y se había portado como todos los demás.

«Alejandro siempre tuvo suerte, pensó Tolomeo. Ya la gente usaba su imagen tallada en anillos como amuleto. ¿Qué destino aciago lo había incitado, tan cerca del fin, a demostrar tanta bondad por un idiota inofensivo? Pero, desde luego, habría una ceremonia, en la cual él debía aparecer. Tal vez Alejandro había pensado en eso…»

–¡Mientes! – le gritaban los hombres a Pitón-. ¡Arrideo, Arrideo, queremos a Arrideo!

Él respondió con insultos, pero todos lo abuchearon.

Nadie notó, hasta que fue demasiado tarde, que Meleagro no estaba en la sala.


Había sido un día largo y tedioso para Arrideo. Nadie había venido a verlo excepto el esclavo con la comida, que estaba demasiado cocida y medio fría. Le habría gustado aporrear al esclavo, pero Alejandro no se lo permitía. Un servidor de Alejandro venía casi todos los días a ver cómo estaba, pero ese día no había venido nadie a quien quejarse de la comida. Aun el viejo Conon, que cuidaba de él, se había marchado poco después de levantarse sin prestarle demasiada atención, diciendo que debía asistir a una reunión o algo parecido.

Necesitaba a Conon por varias cosas: para ver si le daban una cena sabrosa, para que le encontrara una piedra favorita que había puesto en alguna parte y para que le explicara por qué había habido tanto ruido esa mañana, esos gemidos y aullidos que parecían venir de todas partes, como si miles de personas fueran azotadas al mismo tiempo. Desde la ventana que daba al parque había visto una multitud de hombres que corrían hacia el palacio. Tal vez Alejandro viniera pronto a verlo y le contara de qué se trataba.

A veces no venía en mucho tiempo y le decían que estaba en una campaña. Arrideo se quedaba en el campamento o a veces en un palacio, hasta que él regresaba. A menudo traía regalos, golosinas, caballos y leones tallados, una pieza de cristal para su colección… Una vez una hermosa túnica escarlata. Luego los esclavos plegaban las tiendas y todos partían. Tal vez lo mismo ocurriera en esa ocasión.

Entretanto, quería jugar con la túnica escarlata. Conon había dicho que hacía demasiado calor para usar túnica, que la ensuciaría y estropearía. Estaba guardada en el baúl y Conon tenía la llave.

Sacó todas las piedras, excepto la rayada, y formó figuras con ellas; pero al no tener la mejor, no había manera. Tuvo un acceso de rabia; recogió la piedra más grande y golpeó una y otra vez la tabla de la mesa. Una vara habría sido mejor, pero no le dejaban tener ninguna. El mismo Alejandro se la había llevado.

Mucho tiempo atrás, cuando vivía en su hogar, pasaba casi todo el tiempo con los esclavos. Nadie más quería verlo. Algunos eran amables cuando tenían tiempo, pero otros se burlaban de él y le pegaban. En cuanto empezó a viajar con Alejandro, los esclavos fueron diferentes y más amables. Incluso uno le tenía miedo. Era el momento de desquitarse, de modo que había golpeado a ese esclavo hasta que le sangró la cabeza y cayó tumbado. Hasta entonces Arrideo nunca había tenido conciencia de su fuerza. Había seguido dándole golpes hasta que se lo llevaron. Luego, de pronto, había aparecido Alejandro; no vestido para cenar, sino con la armadura puesta, sucio y salpicado de barro, sin aliento. Tenía un aspecto temible como si fuera otra persona, los ojos grises y grandes en la cara mugrienta. Hizo jurar a Arrideo, por su padre, que jamás volvería a cometer semejante acción. Había recordado el episodio cuando la comida llegó tarde. No quería que el fantasma de su padre le atormentara. Le había tenido terror y había cantado de alegría al enterarse de su muerte.

Era la hora de la cabalgata en el parque, pero no le permitían ir sin Conon, quien lo guiaba con una rienda. Deseaba que viniera Alejandro y lo llevara de nuevo al altar. Lo había hecho todo correctamente; había vertido el vino, el aceite y el incienso después de Alejandro, y había permitido que se llevaran los cálices de oro aunque le habría gustado conservarlos; después Alejandro le había dicho que se había portado magníficamente.

¡Alguien venía! Pasos enérgicos y un ruido de armadura. Alejandro era más rápido y más ágil. Entró un soldado a quien nunca había visto antes, un hombre alto de cara roja y pelo color paja, con el yelmo bajo el brazo. Se miraron.

Arrideo, que no sabía nada sobre su propio aspecto, sabía aún menos que Meleagro estaba sorprendido ante su semejanza con Filipo y se preguntaba qué habría detrás de esa cara. En efecto, el joven tenía muchos rasgos similares al padre: la cara cuadrada, las cejas y la barba oscura, los hombros fornidos y el cuello corto. Como su placer principal era comer, estaba excedido de peso, aunque Conon nunca le había permitido engordar demasiado. Feliz de ver al fin un visitante, dijo con avidez:

–¿Me llevarás al parque?

–No, mi señor. – Meleagro miró ávidamente a Arrideo, quien, desconcertado, trató de pensar si había hecho algo malo. Alejandro nunca había mandado a este hombre-. Señor, vengo para escoltarte hasta la asamblea. Los macedonios acaban de elegirte rey.

Arrideo lo miró alarmado y luego con cierta astucia.

–Mientes. Yo no soy el rey, sino mi hermano. Alejandro me dijo: «Si yo no cuidara de ti, alguien trataría de hacerte rey y terminarían matándote» -Retrocedió, mirando a Meleagro con creciente agitación-. No iré al parque contigo. Iré con Conon. Tráelo aquí. Si no lo haces, le contaré esto a Alejandro.

La pesada mesa le cortó la retirada. El soldado se le acercó y él se encogió instintivamente, recordando las tundas de su niñez. Pero el hombre sólo lo miró a los ojos y le habló con mucha lentitud.

–Señor, tu hermano ha muerto. El rey Alejandro ha muerto. Los macedonios exigen tu presencia. Acompáñame.

Como Arrideo no se movía, Meleagro le aferró el brazo y lo guió hasta la puerta. Lo siguió sin resistirse, sin fijarse adónde lo llevaban, esforzándose por entender un mundo donde no reinaba Alejandro.

Tan expeditivo había sido Meleagro que la multitud aún estaba gritando «¡Arrideo!» cuando éste en persona apareció en el estrado. Enfrentado al tumultuoso mar de hombres, los miró estupefacto, dando por un momento la impresión de ser un hombre digno y reservado.

La mayor parte de los azorados generales jamás lo habían visto. Sólo algunos hombres se habían fijado en él al pasar. Pero todos los macedonios con más de treinta años habían visto a Filipo. Se produjo un silencio súbito. Luego empezaron las ovaciones.

¡Filipo! ¡Filipo! ¡Filipo!

Arrideo miró aterrado por encima del hombro. ¿Venía su padre? ¿Acaso no había muerto? Meleagro captó enseguida ese revelador cambio de semblante y se apresuró a susurrarle:

–Te están ovacionando a ti.

Arrideo miró en derredor, ligeramente más calmo, pero aún desconcertado. ¿Por qué aclamaban a su padre? Su padre estaba muerto. Alejandro estaba muerto…

Meleagro dio un paso hacia adelante. «Al demonio, pensó triunfalmente, con ese advenedizo Pérdicas y su rey nonato.»

–Aquí, macedonios, está el hijo de Filipo, el hermano de Alejandro. Aquí está vuestro legítimo rey.

Estas palabras, dichas con lentitud y casi al oído de Arrideo, hicieron que éste reaccionara. Supo por qué todos esos hombres estaban allí y qué estaba ocurriendo.

–¡No! – exclamó, con una voz plañidera que no congeniaba con la cara grande e hirsuta-. ¡Yo no soy el rey! Os he dicho que no puedo ser rey. Me lo dijo Alejandro.

Pero le había hablado a Meleagro y el clamor impidió que nadie lo oyera más allá del estrado. Los generales, pasmados, se volvieron hacia Meleagro, discutiendo. Arrideo escuchó con creciente temor las voces cada vez más furibundas. Recordó claramente los ojos hundidos de Alejandro clavados en los suyos, advirtiéndole qué ocurriría si trataban de nombrarlo rey. Mientras Meleagro reñía con el hombre alto y moreno que estaba en medio del estrado, se lanzó hacia la puerta desprotegida. Fuera, en los intrincados corredores del antiguo palacio, vagabundeó sollozando, buscando su habitación.

En la sala se oyeron nuevos rugidos. Nada de esto tenía precedentes. Los dos últimos reyes habían sido elegidos mediante aclamaciones y llevados con himnos tradicionales hasta el palacio real de Aigai, donde cada cual había confirmado su ascenso dirigiendo el funeral de su predecesor.

Meleagro, que discutía con Pérdicas, no había extrañado a su candidato fugitivo hasta que fue advertido por gritos burlones que venían de abajo. Las opiniones se estaban volviendo contra él; la presencia imponente de Pérdicas tenía ascendiente sobre hombres que buscaban una fuente de confianza y fortaleza. Meleagro vio que sólo serviría un recurso instantáneo. Se volvió y salió deprisa, seguido por abucheos, por la puerta que había usado Arrideo. Sus seguidores más entusiastas -no la turba ávida de botín, sino parientes, camaradas de clan y hombres que guardaban rencor a Pérdicas- se alarmaron y lo siguieron.

En poco tiempo se toparon con el perseguido, de pie en la intersección de dos pasajes, decidiendo cuál iba a tomar. Al verlos exclamó «¡No, idos!» y echó a correr. Meleagro le aferró el hombro. Arrideo cedió, con cara de pánico. Obviamente no podía comparecer en ese estado. Con afabilidad, con calma, Meleagro transformó su gesto en una caricia de afecto.

–Señor, debes escucharme. No tienes nada que temer. Fuiste un buen hermano de Alejandro. Él era el rey legítimo. Habría sido un error, como él te dijo, que tú ocuparas su trono. Pero ahora está muerto y tú eres el rey legítimo. El trono es tuyo. – Tuvo una repentina inspiración-. Allí hay un regalo para ti. Un bello manto púrpura.

A Arrideo, ya serenado por la voz afable, se le iluminó la cara. Nadie rió; la situación era demasiado apremiante y peligrosa.

–¿Podré conservarlo? – preguntó ansiosamente-. ¿No lo guardarás bajo llave?

–Por cierto que no. En cuanto lo tengas, podrás ponértelo.

–¿Y usarlo todo el día?

–Y toda la noche, si lo deseas. – Cuando empezó a guiar a su presa a lo largo del pasaje, recordó otra cosa-. Cuando los hombres gritaban «¡Filipo!», se referían a ti. Están honrándote con el nombre de tu padre. Serás el rey Filipo de Macedonia.

«El rey Filipo», pensó Arrideo. Eso le infundió confianza. Su padre debía de estar muerto de veras, si el nombre podía darse a otro como un manto púrpura. Sería bueno tener ambas cosas. Aún estaba aturdido por esta decisión cuando Meleagro lo condujo al estrado.

Sonriendo ante las exclamaciones, vio enseguida el gran paño de color extendido sobre el trono y caminó hacia él con resolución. Los sonidos que había confundido con saludos amigables murieron; la asamblea, asombrada por su cambio de actitud, miró el drama casi en silencio.

–Allí tienes, señor, nuestro presente para ti -le dijo Meleagro al oído.

En medio de un trasfondo de inquietos murmullos, Filipo Arrideo alzó el manto del trono y lo desplegó.

Era el manto real, confeccionado en Susa para la boda de Alejandro con Estatira, la hija de Darío, celebrada simultáneamente con la de sus ochenta amigos más valiosos y sus novias persas, con todo el ejército invitado. Con ese manto había dado audiencia a emisarios de todo el mundo conocido, durante la última marcha a Babilonia. Era de una lana tupida como el terciopelo y suave como seda, teñida con un múrice tirio de un carmesí tenue y reluciente apenas matizado con púrpura, puro como el rojo de una rosa oscura. El pecho y la espalda estaban trabajados con la explosión solar, el blasón real de macedonia, en rubíes y oro. Una dalmática sin mangas, se abrochaba en los hombros con dos máscaras de oro que representaban leones, usadas en sus nupcias por tres reyes de Macedonia. El caluroso sol de la tarde iluminó desde una ventana los ojos de esmeralda de los leones. El nuevo Filipo los miró extasiado.

–Permíteme ayudarte -dijo Meleagro.

Alzó el manto y lo deslizó sobre la cabeza de Filipo. Radiante de placer, Filipo miró a los hombres que lo aclamaban.

–Gracias -dijo, como le habían enseñado cuando era niño.

Las aclamaciones arreciaron. El hijo de Filipo había entrado con la dignidad que convenía a un rey. Al principio tal vez había sufrido un ataque de timidez. Ahora respaldarían a la sangre real contra todo el mundo.

–¡Filipo! ¡Filipo! ¡Larga vida a Filipo!

Tolomeo estaba casi ahogado de pena y furor. Recordó la mañana de la boda, cuando Hefestión y él habían ido a la habitación de Alejandro en el palacio de Susa para vestir al prometido. Habían intercambiado bromas tradicionales, junto con otras de su propia cosecha. Alejandro, que había planeado esta ceremonia de conciliación racial durante semanas, estaba entusiasmado; cualquiera lo hubiera tomado por un hombre enamorado. Fue Hefestión quien recordó los broches con cara de león y los prendió al manto. Verlo ahora en un idiota sonriente le daba ganas de partir a Meleagro de una estocada. Ese pobre idiota le causaba más horror que fastidio. Lo conocía bien; cuando Alejandro estaba ocupado, él iba a menudo para cerciorarse de que no fuera desatendido ni utilizado; estaba tácitamente acordado que era mejor que esas cosas quedaran en familia. ¡Filipo…! Sí, eso surtiría efecto.

–Alejandro debió hacerlo estrangular -le dijo a Pérdicas, quien estaba a su lado.

Pérdicas, sin prestarle atención, dio un paso hacia adelante, rojo de furia, tratando en vano de que lo oyeran por encima del alboroto. Señalando a Filipo, hizo un amplio ademán de desprecio.

Gritos de apoyo se oyeron a sus espaldas. Los Compañeros, importantes por derecho o por rango, habían tenido la visión más clara. Tenían noticias del idiota; habían observado, con callado pesar o absoluta incredulidad, cómo se ponía el manto. Ahora manifestaban su consternación. Sus fuertes voces, entrenadas en el penetrante himno de guerra de la caballería, se sobrepusieron a los demás sonidos.

Fue como si el manto de Alejandro hubiera sido un estandarte de combate desplegado de pronto. Los hombres empezaron a ponerse los yelmos. El martilleo de las lanzas sobre los escudos alcanzó el volumen que presagiaba una carga. Más cerca, más mortal, se oyó el siseo y el susurro de las espadas desenvainadas de los Compañeros.

Meleagro advirtió alarmado que la poderosa aristocracia de Macedonia unía fuerzas contra él. Incluso su propia facción podía abandonarlo, a menos que se viera obligada a no retroceder. Cada uno de los soldados que ahora aclamaba a Filipo no era, a fin de cuentas, más que un tribeño a las órdenes de un señor. Debía destruir las lealtades tribales, crear una nueva acción. Con ese pensamiento, se le ocurrió la respuesta. Su propio genio lo asombró. ¿Cómo podía Alejandro haber pasado por alto a semejante líder?

Con firmeza, pero imperceptiblemente, guió al sonriente Filipo hasta el borde del estrado. La impresión de que él se proponía hablar produjo un momento de silencio, tal vez causado por la curiosidad. Meleagro habló.

–¡Macedonios! ¡Habéis elegido a vuestro rey! ¿Lo defenderéis? – Los lanceros respondieron con gritos desafiantes-. Entonces venid con él ahora, y ayudadlo a confirmar su derecho. Un rey de Macedonia debe sepultar a su predecesor.

Hizo una pausa. Ahora había un verdadero silencio. Una oleada de sorpresa sacudió a la multitud apiñada y maloliente.

Meleagro alzó la voz.

–¡Venid! El cuerpo de Alejandro aguarda los rituales. Aquí está el heredero que los conducirá. No dejéis que le quiten lo que es suyo. ¡A la cámara mortuoria! ¡Venid!

Hubo movimientos confusos e inquietos. Los ruidos habían cambiado. Los infantes más decididos se lanzaron hacia adelante; pero sin hacer ovaciones. Muchos se contuvieron; hubo un hondo murmullo de voces encontradas. Los Compañeros empezaron a encaramarse al estrado, para proteger las puertas interiores. Los generales, que protestaban todos al mismo tiempo, sólo crearon mayor confusión. De pronto, elevándose por encima de todo, se oyó la voz cascada de un joven, ronca de furia apasionada.

–¡Bastardos! ¡Bastardos mugrientos, hijos de esclavos!

De un rincón del salón a lo largo de los Compañeros, abriéndose paso entre todos sin hacer caso de la edad ni el rango, aullando como en batalla, llegaron los Escuderos Reales.

La guardia de turno había acompañado a Alejandro hasta la muerte, permaneciendo en su puesto hasta después del amanecer. Hacía varios años que lo custodiaban. Algunos ya habían cumplido dieciocho años y tenían voto, el resto había entrado en la Asamblea con ellos. Treparon al estrado blandiendo las espadas desenvainadas, los ojos desencajados, el rubio pelo macedónico cortado casi al rape en señal de duelo. Eran una cincuentena. Pérdicas, viendo esa furia fanática, comprendió que estaban dispuestos a matar. A menos que los detuvieran despacharían a Filipo y luego habría una carnicería.

–¡A mí! – les gritó-. ¡Seguidme! ¡Proteged el cuerpo de Alejandro!

Corrió hacia la puerta interior con Tolomeo a su lado, los otros generales a la zaga y los Escuderos después, tan impetuosos en su furia que dejaron atrás a los Compañeros. Seguidos por los gritos furibundos de la oposición atravesaron la sala de recepción del rey y el aposento privado, entrando en la cámara mortuoria. Las puertas estaban cerradas, pero no con llave. Los que iban delante entraron en tropel.

Tolomeo, estremeciéndose, recordó de golpe que el cuerpo yacía allí desde el día anterior. En Babilonia, en pleno verano. Inconscientemente, cuando se abrieron las puertas, contuvo el aliento.

Había el vago aroma del incienso consumido, de las hojas, las flores y las hierbas secas que perfumaban las mantas y la cama real, mezcladas con el olor de la presencia viva que Tolomeo había conocido desde la niñez. En la vasta habitación el cuerpo yacía en la enorme cama entre los vigilantes demonios, cubierto por una sábana limpia. Algunas sustancias aromáticas esparcidas sobre él habían burlado incluso a las moscas. En la tarima, apoyado contra la cama con un brazo tendido sobre ella, dormía el agotado muchacho persa.

Despertado por el clamor, se levantó trabajosamente, sin reparar en que tenía la mano de Tolomeo apoyada en el hombro. Tolomeo se acercó a la cabecera de la cama y alzó la sábana.

Alejandro tenía una expresión inescrutable. Ni siquiera el color le había cambiado demasiado. El pelo rubio y entrecano aún parecía lleno de vida. Nearco y Seleuco, que habían seguido a Tolomeo, exclamaron que era un milagro, que demostraba la divinidad de Alejandro. Tolomeo, que había sido como Alejandro alumno de Aristóteles, observó en silencio, preguntándose cuánto tiempo una chispa secreta de esa vida intensa había ardido en ese cuerpo yerto. Le apoyó una mano en el corazón; pero ya todo había terminado, el cadáver se estaba endureciendo. Echó la sábana sobre la cara de mármol y se volvió hacia los guerreros que se estaban formando para sostener las puertas atrancadas.

Los Escuderos, que conocían la habitación detalladamente, arrastraron los pesados arcones para formar una barricada. Pero no podía durar mucho tiempo. Los hombres de afuera estaban acostumbrados a empujar. En filas de seis o siete, arremetían contra las puertas como diez años atrás habían arremetido con sus largas sarisas contra las tropas de Darío; y, como los persas en Gránicos, en Isos, en Gaugamela, las puertas terminaron por ceder. Raspando el suelo, los arcones laminados de bronce fueron apartados.

En cuanto entraron, Pérdicas supo que sería incapaz de atacarlos y ser el primero en tener la vergüenza de derramar sangre en esa habitación. Ordenó a sus hombres que protegieran el lecho real. Por un momento, los atacantes miraron en derredor. Las filas de los defensores resguardaban el cuerpo, y ellos sólo veían las alas extendidas de los demonios de oro y sus ojos extraños y feroces. Gritaron airadamente, pero no avanzaron más.

Hubo un movimiento detrás de ellos. Entró Filipo.

Aunque Meleagro estaba con él, Filipo había venido por propia voluntad. Cuando moría una persona, su familia debía encargarse de ella. Todas las motivaciones políticas habían perdido significación para Filipo; pero él conocía su deber.

–¿Dónde está Alejandro? – dijo a la barrera que rodeaba la cama-. Yo soy su hermano. Quiero sepultarlo.

Los generales apretaron los dientes en silencio. Fueron los Escuderos quienes rompieron la tensa pausa con sus gritos de ira y sus insultos. No tenían reverencia por el muerto porque para ellos Alejandro aún estaba vivo. Gritaban por él como si el rey yaciera herido y desmayado en el campo de batalla, asediado por cobardes que no lo hubieran enfrentado cara a cara. Sus clamores y gritos de guerra enardecieron a los jóvenes de los Compañeros, que recordaban sus propios días como Escuderos.

–¡Alejandro! ¡Alejandro!

Desde alguna parte de la multitud, con el chasquido ahogado de la correa que la arrojaba, salió una jabalina que chocó contra el yelmo de Pérdicas.

En pocos instantes había más en el aire. Un Compañero cayó sangrando de una herida en la pierna; un Escudero que no tenía yelmo sufrió un tajo en la cabeza y lo cubrió una máscara roja a través de la cual asomaban los ojos azules. Hasta el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, los defensores eran un blanco fácil. Sólo habían traído los sables cortos de caballería, símbolo de su rango, a lo que debía haber sido una mera ocasión ceremonial.

Pérdicas levantó la jabalina que lo había golpeado y la arrojó hacia los atacantes. Otros, recogiéndolas de los cuerpos de los heridos, las blandieron para usarlas como lanzas. Tolomeo, retrocediendo para eludir un proyectil, chocó con alguien, maldijo, y se volvió para mirar. Era el muchacho persa: una herida en el brazo le manchaba la manga de lino. Lo había alzado para impedir que una jabalina atravesara el cuerpo de Alejandro.

–¡Alto! – gritó Tolomeo-. ¿Somos fieras acaso?

Detrás de las puertas el alboroto aún persistía; pero se aplacó, reducido a un avergonzado murmullo por el silencio de los que estaban delante.

–Dejadlos mirar -dijo Nearco el Cretense.

Blandiendo las armas, los defensores abrieron una brecha. Nearco descubrió la cara de Alejandro y retrocedió en silencio.

Los atacantes quedaron paralizados. La multitud que los seguía, forcejeando para ver, notó el cambio y se calmó. Enseguida un capitán de falange se adelantó y se quitó el yelmo. Dos o tres veteranos lo siguieron. Los primeros se volvieron hacia los hombres que estaban detrás, alzaron los brazos y pidieron calma. Sombríamente, con una especie de pesar huraño, los dos bandos se miraron.

Uno por uno los oficiales más viejos se quitaron el yelmo y se adelantaron para darse a conocer. Los defensores bajaron las armas. El viejo capitán empezó a hablar.

–¡Es mi hermano! – Filipo, que había sido apartado, se adelantó a codazos. Aún tenía puesto el manto de Alejandro, caído a un costado y arrugado-. ¡Debe tener un funeral!

–¡Cállate! – masculló Meleagro.

Obedientemente, estaba acostumbrado a este trato, Filipo se perdió de vista. El viejo capitán, acalorado, recobró la presencia de ánimo.

–Caballeros -dijo-, os superamos en número, como veis. Todos hemos actuado precipitadamente y creo que todos lo lamentamos. Propongo una tregua.

–Con una condición -dijo Pérdicas-. El cuerpo del rey no será profanado, y todos los presentes lo jurarán por los Dioses de las Profundidades. Yo juraré que cuando esté preparada una carroza adecuada lo haré llevar al cementerio real de Macedonia. A menos que se hagan esos votos, ninguno de nosotros se irá de aquí mientras podamos pelear.

Todos accedieron. Estaban avergonzados. Las palabras de Pérdicas sobre el cementerio real los habían vuelto bruscamente a la realidad. ¿Qué habrían hecho con el cuerpo en caso de tomarlo? ¿Sepultarlo en el parque? Una mirada a ese rostro remoto y orgulloso los había vuelto a sus cabales. Era un milagro que no apestara; cualquiera hubiera dicho que aún vivía. Muchos se sintieron sacudidos por la superstición. Alejandro sería un fantasma formidable.

En la explanada se sacrificó una cabra; los hombres tocaron el cuerpo o la sangre, invocando la maldición del Hades si faltaban a su palabra. A causa del número, la ceremonia llevó tiempo; cuando cayó el sol aún estaban jurando a la luz de las antorchas.

Meleagro, el primero en jurar bajo la mirada de Pérdicas, observaba, cavilando. Había perdido apoyo y lo sabía. Sólo una treintena de hombres, sus partidarios más fieles, le rodeaban y lo hacían porque eran hombres marcados, temerosos de las represalias. Debía conservarlos a ellos, cuando menos. Mientras el atardecer zumbaba con los ruidos de una ciudad hormigueante, había estado pensando las cosas. Si pudiera separar al cuerpo de guardia… Treinta contra ocho solamente…

Los últimos hombres acababan de jurar. Se acercó a Pérdicas con una expresión conciliadora.

–Actué precipitadamente. La muerte del rey nos ha contrariado a todos. Mañana podemos reunirnos y hablar más sabiamente.

–Eso espero -replicó Pérdicas, frunciendo el ceño.

–Todos deberíamos estar avergonzados -continuó con serenidad Meleagro- si los amigos cercanos de Alejandro fueron distraídos de su vigilancia. Os ruego -abarcó con un gesto a la Guardia que prosigáis vuestra vigilia.

–Gracias -dijo Nearco, sinceramente, pues deseaba hacerlo.

Pérdicas vaciló, alertado por su instinto de guerrero.

–Meleagro ha jurado respetar el cuerpo de Alejandro -dijo Tolomeo-. ¿Y qué hay de nuestros cuerpos?

Los ojos de Pérdicas escrutaron los de Meleagro, que se volvieron involuntariamente. Todos juntos, con expresiones de profundo desprecio, los Guardias se retiraron para reunirse con los Compañeros acampados en el parque real.

Enseguida enviaron mensajeros al barrio egipcio, pidiendo a los embalsamadores que empezaran su trabajo al amanecer.


–¿Dónde estuviste todo el día, Conon? – dijo Filipo, cuando le quitaron las calurosas ropas-. ¿Por qué no te mandaron buscar cuando lo pedí?

Conon, un veterano que lo había servido diez años, dijo:

–Estaba en la asamblea, señor. No te preocupes, ahora tendrás tu baño con aceite aromático.

–Ahora soy el rey, Conon. ¿Te dijeron que soy el rey?

–Sí, señor. Te deseo larga vida.

–Conon, ahora que soy rey ¿no te irás?

–No, señor. Conon cuidará de ti. Ahora permite que me lleve este hermoso manto para cepillarlo y ponerlo a buen recaudo. Es demasiado bonito para usarlo todos los días. Oh, vamos, señor, no tienes por qué llorar.


En la alcoba real, mientras se enfriaba la noche, el cuerpo de Alejandro se endureció como piedra. Con una toalla ensangrentada alrededor del brazo, el muchacho persa puso junto a la cama una mesita de malaquita y marfil y encendió la lámpara que había encima. En el suelo se veían los restos de la lucha. Alguien se había apoyado en la consola con las imágenes de Hefestión, que estaban desparramadas como los caídos después de una batalla. Pero en pocos minutos el muchacho persa las recogió y las puso ordenadamente en su lugar. Luego trajo un taburete para no dormirse de nuevo, entrelazó las manos y se dispuso a velar, escrutando las sombras oscuras con los ojos oscuros.


El harén de Susa era persa, no asirio. Sus proporciones estaban delicadamente equilibradas; las columnas acanaladas tenían capiteles con flores de loto esculpidas por artesanos griegos: los muros estaban revestidos con azulejos delicadamente esmaltados, la luz del sol los moteaba a través de tracerías de alabastro lechoso.

La reina Sisigambis, madre de Darío, ocupaba su silla de respaldo alto, con una nieta a cada lado. A los ochenta años conservaba la nariz aguileña y la cara color marfil de la vieja nobleza elamita, pura raza persa, no mezclada con los medos. Ahora era frágil; en su juventud había sido alta. Vestía una indumentaria color índigo, salvo en el pecho, donde relucía un gran collar de bruñidos rubíes color sangre, un obsequio del rey Poros a Alejandro, y de Alejandro a la reina.

Estatira, la muchacha mayor, estaba leyendo una carta en voz alta, lentamente, traduciéndola del griego al persa. Alejandro se había ocupado de que ambas muchachas aprendieran a leer y hablar griego. Sisigambis le tenía afecto y le había complacido este capricho, aunque para ella ésas eran tareas serviles, más adecuadas para los eunucos de palacio. Sin embargo, debía respetar las costumbres del pueblo del rey. Él no podía evitar venir de donde venía, y nunca era deliberadamente descortés. Tendría que haber sido persa.

Estatira leía, titubeando un poco, no por ignorancia sino por excitación.


Alejandro rey de los macedonios y señor del Asia, a su honrada esposa Estatira:

Ansioso de ver nuevamente tu rostro, deseo que partas hacia Babilonia sin demora para que tu hijo pueda nacer aquí. Si das a luz un varón, me propongo proclamarlo mi heredero. Apresúrate a venir. He estado enfermo, y me han dicho que circulan falsos rumores sobre mi muerte. No les prestes atención. Mis chambelanes tienen órdenes de recibirte con honor, como corresponde a la madre de un gran rey. Trae a Dripetis tu hermana, que también es mi hermana por intermedio de alguien a quien quise tanto como a mí mismo. Que los dioses te acompañen.


Estatira bajó la carta y miró a su abuela. Hija de padres altos, tenía una elevada estatura. Había heredado buena parte de la belleza de la madre. Tenía porte de reina, aunque no orgullo de reina.

–¿Qué haremos?, – dijo.

Sisigambis la miró con impaciencia.

–Primero termina la carta del rey.

–Abuela, eso es todo.

–No -dijo Sisigambis, irritada-. Mira de nuevo, hija. ¿Qué me dice a ?

–Abuela, eso es todo.

–Debes estar equivocada. Las mujeres no tendrían que aprender a leer. Se lo dije a él, pero quiso salirse con la suya. Será mejor que llames a un escriba, para que la traduzca con corrección.

–De veras, no hay más palabras en el papel. «Que los dioses te acompañen.» Mira, termina aquí.

Las hondas arrugas de la cara de Sisigambis se distendieron un poco; los años se le notaban como una enfermedad.

–¿El mensajero está aún aquí? Hazlo venir, mira si tiene otra carta. Estos hombres se cansan en el viaje y se vuelven estúpidos.

Trajeron al jinete, que acababa de comer. Juró por su cabeza que había recibido una sola carta, una carta del rey. Les mostró el zurrón vacío.

Después que él se fue, Sisigambis dijo:

–Jamás envió un mensaje a Susa sin unas palabras para mí. Muéstrame el sello. – Pero la vista se le había deteriorado con la edad, y aun a poca distancia no podía distinguir la figura.

–Es su efigie, abuela. Es como la que tengo en mi esmeralda, la que me regaló el día de la boda; sólo que aquí tiene una corona de laurel, y en la mía una diadema.

Sisigambis asintió y guardó silencio. Había otras cartas del rey al cuidado del chambelán; pero no le gustaba que esa gente supiera que le estaba fallando la vista.

–Escribe que ha estado enfermo -dijo al fin-. Estará retrasado con todas sus tareas. Ahora está esforzándose más de lo conveniente, pues así es su naturaleza. Cuanto estuvo aquí, noté que no respiraba normalmente… Vamos, hija, trae a tus doncellas; tú también, Dripetis. Debo indicarles qué equipaje llevarán para vosotras.

La joven Dripetis, viuda de Hefestión (tenía diecisiete años), se arrodilló junto a la silla.

–Baba, por favor, acompáñanos a Babilonia.

Sisigambis apoyó la vieja mano marfileña en la cabeza de la joven.

–El rey ha pedido que os apresuréis. Yo soy demasiado vieja. Y además, no me ha llamado a mí.

Cuando las mujeres hubieron recibido sus instrucciones y la actividad se trasladó a los aposentos de las jóvenes, la reina permaneció en su silla de respaldo alto. Las lágrimas le perlaban las mejillas y humedecían los rubíes del rey Poros.


En la alcoba real de Babilonia, que ahora olía a especias y nitro, los egipcios, herederos del arte de sus padres, realizaron la complicada tarea de embalsamar al último faraón. Contrariados por una demora que sin duda burlaría sus habilidades, habían llegado al amanecer, y contemplaron el cadáver con callado asombro. Cuando sus esclavos les trajeron los instrumentos, las vasijas y fluidos y aromas de su arte, el único observador, un joven persa de cara blanca, apagó la lámpara y se esfumó como un fantasma en el silencio.

Antes de abrir el torso para extraer las vísceras, se acordaron, aunque estaban lejos del Valle de los Reyes, de alzar las manos en la plegaria tradicional, para que a unos mortales les fuera permitido tocar el cuerpo de un dios.


Las callejas de la antigua Babilonia eran un hervidero de rumores. Toda la noche hubo lámparas encendidas. Los días pasaron; los ejércitos de Pérdicas y Meleagro esperaban en lo que parecía una tregua hostil; la infantería rodeaba el palacio, la caballería ocupaba el parque real, junto a las caballerizas donde Nabucodonosor guardaba sus carrozas.

Como los superaban en número de cuatro a uno, habían hablado sobre la posibilidad de desplazarse a la llanura, donde había sitio para desplegar la caballería.

–No -dijo Pérdicas-. Eso equivaldría a admitir la derrota. Dadles tiempo para echar una ojeada a ese rey monigote. Ya se pondrán de nuestra parte. El ejército de Alejandro nunca ha sido dividido.

En la plaza de armas y en los jardines de palacio, los hombres de la falange vivaqueaban como mejor podían. Se aferraban tercamente a su orgullo de vencedores y a su arraigada xenofobia. Ningún bárbaro debía gobernar a sus hijos, se decían frente a las fogatas donde sus mujeres persas, con quienes Alejandro los había inducido a casarse legalmente, estaban revolviendo la cena. Habían gastado hacía tiempo las dotes de Alejandro; casi nadie pensaba en llevar a esas esposas a la patria cuando los licenciaran.

Pensaban con un rencor confuso en los jóvenes Compañeros, que bebían y cazaban junto a los hijos de señores persas con sus barbas rizadas, sus armas repujadas y sus caballos acicalados. Eso estaba bien para la caballería; ellos podían darse el lujo de volverse persas sin perder prestigio. Pero los infantes, hijos de granjeros, pastores y cazadores, albañiles y carpinteros de Macedonia, sólo tenían lo que habían ganado en la guerra, sus pequeños botines y, sobre todo, la justa retribución por sus afanes y riesgos, la certeza de que al margen de quiénes hubieran sido sus padres eran macedonios de Alejandro, amos del mundo. Aferrándose a este tesoro de autoestima, hablaban bien de Filipo, su modestia, su semejanza con el padre, su pura sangre macedonia.

Los oficiales, cuyas tareas los mantenían en contacto con el rey, se volvían cada vez más taciturnos. Las inmensas actividades del imperio de Alejandro no podían detenerse. Embajadores, recaudadores de impuestos, constructores de barcos, funcionarios del comisariado, arquitectos, sátrapas en disputa que buscaban arbitraje, aparecían aún en las antesalas; de hecho, cada vez eran más, pues muchos habían esperado una audiencia durante la enfermedad de Alejandro. No sólo había que atenderlos; había que encontrar un rey visible y creíble.

Antes de cada presentación, Meleagro daba instrucciones a Filipo. Había aprendido a caminar hasta el trono sin que lo guiaran, sin ponerse a charlar con la primera persona que le llamaba la atención; a bajar la voz para que lo vieran hablar sin que lo oyeran, permitiendo que Meleagro enunciara réplicas adecuadas. Había aprendido a no pedir limonada ni golosinas cuando estaba en el trono y a no solicitar permiso de la guardia de honor cuando quería salir. Era imposible controlar del todo su costumbre de rascarse, tocarse la nariz y mover los pies, pero si se guardaban ciertas apariencias, su presencia era serena y sobria.

Meleagro se había autodesignado para el puesto de quiliarca, o gran visir, creado para Hefestión y heredado por Pérdicas. De pie a la derecha del rey, con una panoplia ostentosa, sabía que parecía impresionante; pero además sabía muy bien qué piensa un soldado cuando el jefe a quien ha venido a solicitar órdenes habla a través de un intermediario y nunca lo mira a la cara. Sus oficiales, que habían tenido libre acceso a Alejandro, no podían ser excluidos, y tampoco la Guardia Real. Y Meleagro sentía en la piel que todos ellos observaban a esa fornida figura sentada en el trono, esa boca floja y esa mirada perdida, y evocaban irremediablemente la dinámica presencia desaparecida, la cara alerta, la serena autoridad, que ahora yacían petrificadas para siempre en la alcoba cerrada, sumergida en el baño de nitro de los embalsamadores, preparándose para desafiar a los siglos.

Por otra parte, a los funcionarios persas designados por Alejandro no se les podía negar audiencia, y no eran tontos. La idea de un levantamiento masivo contra un ejército dividido le provocaba pesadillas.

Como otros hombres que han profesado el odio mucho tiempo, culpaba al objeto de ese odio de todas las adversidades, sin considerar jamás que era su odio, y no su enemigo, el que había creado esa situación adversa. Como tantos hombres antes y después de él, sólo veía un remedio y decidió buscarlo.

Filipo estaba aún en sus viejos aposentos, elegidos para él por Alejandro, que eran agradables y frescos, al menos para el verano de Babilonia. Cuando Meleagro trató de trasladarlo a aposentos más dignos de su nueva condición, Filipo se negó con gritos tan estentóreos que la guardia de palacio acudió a la carrera, temiendo un asesinato. Ahí lo buscó Meleagro, acompañado por un pariente, un tal Duris, que llevaba objetos para escribir.

El rey estaba felizmente ocupado con sus piedras. Tenía un baúl lleno, una colección juntada en miles de millas por Asia mientras seguía al ejército, guijarros recogidos por él mezclados con trozos de ámbar, cuarzo, ágata, antiguos sellos y gemas de cristal coloreado de Egipto, que Alejandro, Tolomeo o Hefestión le traían cuando se acordaban. Había formado con ellas un sinuoso sendero en la habitación y lo estaba perfeccionando, apoyado en las rodillas y las manos.


En cuanto entró Meleagro se puso de pie con cara culpable, aferrando su fragmento favorito de turquesa escita y escondiéndola detrás de la espalda para que no se la quitaran.

–¡Señor! – dijo ásperamente Meleagro.

Filipo, reconociendo en esto una severa reprensión, se apresuró a ocupar la silla más importante, ocultando la turquesa bajo el almohadón.

–Señor -dijo Meleagro, acercándose-, he venido a decirte que corres grave peligro. No, no temas, yo te defenderé. Pero el traidor Pérdicas, que trató de robar el cuerpo de Alejandro y quitarte el trono, está conspirando contra tu vida para proclamarse rey.

Filipo se levantó de un salto, murmurando incoherencias. Meleagro las interpretó enseguida.

–Él dijo… Alejandro dijo… Él puede ser rey si lo desea. No me importa, Alejandro me dijo que no debían hacerme rey.

Meleagro se liberó con esfuerzo del apretón que amenazaba con partirle el brazo.

–Señor, si él es rey su primer acto será matarte. Sólo estarás a salvo si tú lo matas a él. Mira, aquí está el papel que ordena su muerte. – Duris lo depositó, con pluma y tinta, sobre la mesa-. Sólo escribe «Filipo» aquí, tal como te enseñé. Yo te ayudaré, si quieres.

–¿Y entonces lo matarás antes que él me mate?

–Sí, y todos tus problemas habrán terminado. Escríbelo aquí.

La mancha con que empezó no borroneó la escritura; y después de eso logró hacer una firma bastante pasable.

Pérdicas se alojaba en una de las casas señoriales construidas en el parque real por los reyes persas, concedidas por Alejandro a sus amigos. Alrededor acampaban los Escuderos Reales. Defendían a Pérdicas como al regente designado por Alejandro. Aunque no se habían ofrecido a servirlo, y él sabía que no era conveniente pedir semejante cosa, ellos actuaban como mensajeros y lo custodiaban día y noche por turnos.

Estaba deliberando con Tolomeo cuando entró uno de ellos.

–Señor, un anciano desea verte.

–Y ya van por lo menos treinta… -dijo ácidamente Tolomeo.

–¿Y bien? – dijo Pérdicas.

–Dice, señor, que es servidor de Arrideo. – El honorífico Filipo no era usado en la orilla del río ocupada por los Compañeros-. Dice que es urgente.

–¿Se llama Conon? – dijo ásperamente Tolomeo-. Pérdicas, conozco a ese hombre. Será mejor que lo veas.

–Eso me proponía -dijo Pérdicas con cierta impaciencia. Tolomeo le resultaba demasiado desenfadado e informal, características que Alejandro lamentablemente no había desalentado-. Hazlo entrar, pero antes cerciórate de que no esté armado.

El viejo Conon profundamente incómodo saludó militarmente, se cuadró y no dijo nada hasta que le dieron permiso.

–Con permiso, señor. Han obligado a mi pobre señor a firmar un papel contra ti. Yo estaba en su dormitorio, cuidando de sus cosas, y no pensaron en mirar si había alguien. Señor, no lo culpes a él. Lo están usando. Él jamás te deseó ningún mal sin que lo instigaran.

–Te creo -dijo Pérdicas, frunciendo el ceño-. Pero parece que hay problemas.

–Señor, si él cae en tus manos, no le hagas daño. Él jamás causó problemas cuando vivía Alejandro.

–Ten la certeza de que no es ése mi propósito. – Ese hombre podía ser útil, y Arrideo podía serlo aun más-. Cuando el ejército vuelva a la normalidad, cuidaré de tu amo. ¿No quieres permanecer con él?

–Sí, señor. He estado con él casi desde su infancia. No sé cómo se las hubiera arreglado sin mí.

–Muy bien. Tienes mi permiso. Dile, si puede entenderte, que no debe tener miedo de mí.

–Lo haré, señor, y Dios te bendiga. – Se fue, saludando con elegancia.

–Un favor fácil -le dijo Pérdicas a Tolomeo-. ¿Acaso el viejo creía que podíamos darnos el lujo de matar al hermano de Alejandro? Meleagro, en cambio…

Más tarde, concluidas las tareas del día, Pérdicas estaba cenando cuando oyó gritos afuera. Desde la ventana vio una compañía de cien infantes. Los escuderos de guardia sumaban dieciséis.

Pérdicas era demasiado veterano para cenar con túnica. En instantes, con la celeridad de dos décadas de prácticas, se había puesto el corselete y se lo había abrochado. Un jadeante escudero entró a la carrera, saludando con una mano mientras agitaba un papel.

–¡Señor! Es una convocación de los rebeldes. Un despacho real, lo llaman.

–¿Conque real, eh? – dijo Pérdicas con calma. El mensaje era breve; lo leyó en voz alta-. «Filipo hijo de Filipo rey de los macedonios y señor del Asia, al ex-quiliarca Pérdicas. Por ésta se te ordena comparecer ante mí para responder a un cargo de traición. Si te resistes, la escolta tiene órdenes de emplear la fuerza.»

–Señor, podemos resistir. ¿Quieres enviar un mensaje?

No por nada Pérdicas había servido al mando de Alejandro. Apoyó la mano en el hombro del muchacho con una sonrisa en la cara austera.

–Te lo agradezco, pero no hará falta. Mantente alerta. Yo hablaré con esa gente de Meleagro. – El saludo del escudero tenía el débil reflejo de un ardor recordado.

Tal vez, pensó Pérdicas, pueda demostrarle al actual quiliarca Meleagro por qué a mí, y no a él, me promovieron al Cuerpo de Guardia.

Había tenido doce años para absorber un concepto básico de Alejandro: hazlo con estilo. Al contrario de Alejandro, le costaba cierto esfuerzo, pero sabía cuánto valía. Solo, sin pedir instrucciones a nadie, podía pronunciar un discurso memorable.

Saliendo al porche con la cabeza descubierta, el mensaje en la mano, se detuvo con aplomo para impresionarlos, y empezó a hablar.

Había reconocido al oficial -tenía buena memoria de general- y reseñó detalladamente la última campaña en que todos ellos habían servido a sus propias órdenes. Alejandro una vez los había elogiado. ¿Qué hacían ahora, rebajándose de ese modo, ellos que en un tiempo habían sido hombres, e incluso soldados? ¿Podrían enfrentarse ahora a Alejandro? Aun antes que fuera rey, ese retardado había sido utilizado en intrigas contra él; pero Alejandro, con su grandeza de corazón, lo había cuidado como un inocente inofensivo. Si el rey Filipo hubiera querido que un idiota llevara su nombre, lo habría dicho. ¡El rey Filipo! Rey, un cuerno. Era increíble que soldados de Alejandro pudieran presentarse como servidores de Meleagro, un individuo a quien él ni siquiera había querido confiar una división, para vender al hombre que Alejandro mismo había designado para comandarlos. Que volvieran junto a sus camaradas para recordarles quiénes habían sido, y a qué se habían rebajado ahora. Que les preguntaran qué opinaban de ello. Por el momento podían retirarse.

Después de un silencio inquieto y vacilante, el capitán de la tropa vociferó una orden:

–¡Media vuelta! Marchad.

Entretanto, a los escuderos de guardia se sumaban casi todos los escuderos de las cercanías. Cuando la tropa se alejó, se reunieron alrededor de Pérdicas y lo ovacionaron. Esta vez sin esfuerzo, les devolvió la sonrisa triunfal. Por un momento casi se sintió un Alejandro.

«No, – pensó mientras entraba-. A él la gente lo comía vivo. Tenían que tocarle el cuerpo, las manos, la ropa. Los he visto pelear por acercársele. Estos idiotas de Opis, cuando los perdonó por la revuelta, exigieron el derecho de besarlo… Bien, ése era su misterio, y yo jamás lo tendré. Pero tampoco lo tendrán otros.»


El lento esfuerzo de los remeros que bogaban contra la corriente era aliviado de vez en cuando por una brisa del sur, mientras la barcaza remontaba el Tigris. En almohadones de lino rellenos de lana y plumas, abanicándose, las dos princesas se estiraban como gatas jóvenes, gozando del movimiento suave y el aire fresco, después del traqueteo y el calor de la carreta cubierta. Bajo el toldo, la doncella dormía profundamente. A lo largo del camino de sirga avanzaban la carreta y el carro con el equipaje, la escolta de eunucos a caballo, los muleteros y los esclavos. Cuando la caravana pasaba por una aldea, todos los labriegos se reunían en la orilla para mirar.

–Si tan sólo no nos hubiera dicho que nos diéramos prisa -suspiró Estatira-. Podría hacerse casi todo el trayecto por agua, río abajo hacia el Golfo, y remontar el Éufrates hasta Babilonia. – Se acomodó los almohadones detrás de la espalda, que le dolía a causa del embarazo.

Dripetis, jugueteando con el oscuro velo de viuda, miraba por encima del hombro para cerciorarse de que su doncella dormía.

–¿Me buscará otro esposo?

–Lo ignoro. – Estatira miró hacia la orilla del río-. No se lo preguntes aún. No le gustará. Él piensa que aún perteneces a Hefestión. Jamás permitirá que el regimiento de Hefestión tenga otro nombre. – Sintiendo un silencio desolado a sus espaldas, dijo-: Si tengo un varón, yo se lo pediré. – Se recostó en los almohadones y cerró los ojos.

El sol filtrándose entre las altas matas de papiro, trazaba dibujos fluctuantes en la luz rosada que le atravesaba los párpados. Era como las cortinas carmesíes del pabellón nupcial de Susa. La cara le ardía, como cada vez que evocaba ese recuerdo.

Desde luego la habían presentado antes al rey. La abuela se había cerciorado de que ella hiciera la más profunda reverencia, antes que él ocupara la silla alta y ella ocupara su silla baja. Pero el ritual nupcial no podía eludirse; había seguido la tradición persa. A ella la había acompañado el hermano de su madre muerta, un hombre alto y esbelto. Luego el rey se había levantado, como correspondía al prometido, para saludarla con un beso y conducirla hasta la silla que tenía al lado. Ella había hecho, para el beso, la pequeña genuflexión que le había enseñado su abuela; pero luego había tenido que levantarse, no había modo de evitarlo. Le llevaba media cabeza al rey, y se moría de vergüenza.

Cuando sonaron las trompetas y el heraldo anunció que eran marido y mujer, le llegó el turno a Dripetis. El amigo del rey, Hefestión, se había levantado y adelantado, el hombre más bello que ella había visto jamás, alto y elegante con su pelo rubio oscuro -bien podía haber sido un persa-, había tomado la mano de su hermana y ambos tenían la misma altura; sabía que cuando el rey le había salido al paso ambos contenían el aliento. Al final, los dos habían tenido que preceder la procesión hasta la cámara nupcial. Ella había deseado que la tragara la tierra.

En el pabellón carmesí con su cama dorada, Alejandro la había comparado con una hija de los dioses (ella ya sabía bastante griego), y Estatira notó que él tenía buenas intenciones; pero como nada podía borrar esos momentos espantosos, hubiera preferido que callara. La presencia de Alejandro era poderosa y Estatira era tímida; aunque el defecto era de él, era ella quien se sentía como una estaca. En el lecho nupcial sólo pudo pensar que su padre había huido en la batalla y que la abuela jamás mencionaría su nombre. Ella debía redimir el honor de su linaje mediante el valor. Él había sido amable, y apenas le había causado dolor; pero todo había sido tan extraño, tan abrumador, que apenas pudo articular una palabra. Con razón no había concebido, y aunque Alejandro le había hecho visitas de cortesía mientras estaba en Susa, trayéndole regalos hermosos, jamás había vuelto a acostarse con ella.

Para coronar estos misterios, se había enterado de que en el palacio estaba la esposa bactriana del rey que lo había acompañado a la India. Estatira, que desconocía el placer sexual, no tenía celos sexuales; pero cuando los tenía, nada era más torturante que sus evocaciones de Roxana, Pequeña Estrella, favorita y confidente. Los imaginaba haciendo el amor tiernamente, charlando, chismorreando, riéndose… tal vez de ella. En cuanto a Bagoas el persa, no había oído hablar de él en la corte de su padre, ni después. La habían criado cuidadosamente.

La estadía del rey en Susa había terminado entre grandes acontecimientos políticos que ella oyó nombrar poco y comprendió menos. Luego él había seguido rumbo a Ecbatana. La había visitado para despedirse (¿lo habría hecho de no ser por la abuela?), sin mencionar cuándo o dónde la mandaría llamar. Se había ido, llevándose a la mujer bactriana; y ella había llorado toda la noche de vergüenza y de furia.

Pero la primavera pasada, cuando él había llegado a Susa después de la guerra en las montañas, todo había sido diferente; ninguna ceremonia, ninguna multitud. Había conferenciado a solas con la abuela y ella creía haberla oído llorar. Por la noche habían cenado juntos; ellas eran su familia, dijo él. Estaba consumido, demacrado y fatigado; pero hablaba, como nunca lo había oído antes.

Cuando vio a Dripetis con su velo de viuda, una mueca de dolor le había transfigurado la cara, pero se había repuesto prontamente, y las cautivó con historias de la India, sus maravillas y costumbres. Luego habló sobre sus planes para explorar la costa de Arabia, para hacer una carretera en el norte de África y extender el imperio hacia el oeste. Y había dicho: «Tanto que hacer, y tan poco tiempo. Mi madre tenía razón; hace mucho que debí engendrar un heredero»

La había mirado, y Estatira supo que ella, no la bactriana, era la elegida. Había ido a él con una apasionada gratitud que resultó tan eficaz como cualquier otro ardor.

Poco después de que él se fuera supo que había concebido y la abuela se lo comunicó. Le alegraba que la hubiera llamado a Babilonia. Si todavía estaba enfermo, lo cuidaría con sus propias manos. No demostraría celos por la bactriana. Un rey tenía derecho a sus concubinas; y, como le había advertido la abuela, podían surgir muchos problemas de las riñas en el harén.


Los soldados enviados para arrestar a Pérdicas siguieron su consejo. Se convencieron de que habían caído muy bajo y no les gustó. Hablaron con sus camaradas, mencionando el valor de Pérdicas, que los había desconcertado, y les refirieron lo que él mismo les había revelado: que Meleagro quería liquidarlo. Estaban inquietos, indecisos. Mientras Meleagro digería su fracaso, ellos rugieron de pronto a sus puertas como un mar humano. Los que estaban de guardia abandonaron su puesto y se les unieron.

Meleagro sintió que un sudor frío le cubría el cuerpo y se imaginó muriendo como un jabalí acorralado en un círculo de lanzas. Con la velocidad de la desesperación, enfiló hacia los aposentos reales.

A la alegre luz de la lámpara, Filipo estaba cenando su plato favorito, venado aderezado con calabaza frita. Bebía limonada; si daban vino no se podían prever las consecuencias. Cuando Meleagro entró, Filipo expresó su fastidio con los ojos, pues tenía la boca llena. Conon, que estaba sirviendo al rey, alzó la vista. Usaba su vieja espada; había oído el bullicio.

–Señor -jadeó Meleagro-, el traidor Pérdicas se ha arrepentido y los soldados quieren que lo perdones. Ve a decirles que lo has perdonado.

Filipo tragó el bocado para replicar con indignación:

–No puedo ir ahora. Estoy cenando.

Conon avanzó un paso.

–Él ha sido manejado -dijo, mirando a Meleagro a los ojos, apoyando la mano, como al descuido, en el bruñido cinturón de la espada.

–Buen hombre -dijo Meleagro, sin perder la compostura-, él estará más seguro en el trono que en cualquier otro lugar de Babilonia. Tú lo sabes; estuviste en la asamblea. Señor, ven enseguida. – Se le ocurrió un argumento persuasivo-: Tu hermano habría hecho eso.

Filipo dejó el cuchillo y se enjugó la boca.

Conon dejó caer la mano.

–¿Es verdad Conon?

¿Alejandro iría?

–Sí, mi señor. Él iría.

Mientras lo conducían a la puerta, Filipo miró con añoranza cena, y se preguntó por qué Conon se estaba enjugando los ojos.

El ejército fue aplacado por el momento, pero no quedó satisfecho. Las audiencias en la sala del trono daban malos resultados. Las lamentaciones de los embajadores por la inoportuna muerte del rey eran cada vez menos formales y más incisivas. Meleagro notó que su poder era cada vez más inestable y que la disciplina se desmoronaba día a día.

Entretanto, la caballería había celebrado consejo. De pronto una mañana desapareció. En el parque no quedó nada, salvo excrementos de caballo. Había traspuesto las derruidas murallas y se había desplegado alrededor de la ciudad. Babilonia estaba sitiada.

Buena parte del terreno era pantanoso; no se requería una fuerza muy numerosa para cerrar las sólidas carreteras y las zonas de terreno firme. Tal como se había planeado, los refugiados no fueron molestados. Por todas las puertas, con el bullicio de hombres que gritaban, niños que lloraban, camellos que regurgitaban, cabras que balaban y aves que cloqueaban, los campesinos temerosos de la guerra entraban en la ciudad, y los habitantes de la ciudad temerosos del hambre salían.

Meleagro podría haberse enfrentado a un enemigo extranjero. Pero sabía demasiado bien que ya no podía confiar en sus tropas para una lucha con sus ex-camaradas. Estaban olvidando la amenaza de los herederos bárbaros no nacidos, echaban de menos la disciplina de los días de gloria y a los oficiales que los ligaban con Alejandro. Menos de un mes atrás, eran miembros de un cuerpo bien articulado dirigido por un espíritu tenaz. Ahora cada hombre sentía su aislamiento en un mundo extraño. Pronto se vengarían de ello.

En esta situación extrema, consultó a Eumenes.

Durante todo el ajetreo desde la muerte de Alejandro, el secretario había continuado en silencio con su quehacer. Hombre de orígenes humildes, descubierto y educado por Filipo, promovido por Alejandro, había sido y seguía siendo neutral en la presente rivalidad. No se sabía unido a los Compañeros ni los había denunciado. Su trabajo, decía, era seguir con las actividades del reino. Había contribuido a preparar respuestas para enviados y embajadores, había redactado crónicas y había escrito cartas en nombre de Filipo, pero sin el título de rey (que había sido añadido por Meleagro). Cuando lo urgían a tomar partido, decía que él era sólo un griego y que la política era cosa de los macedonios.

Meleagro lo encontró en su mesa de trabajo, dictándole al asistente, que estaba escribiendo en cera.

«Al día siguiente se bañó de nuevo e hizo los sacrificios pertinentes; después del sacrificio fue presa de una fiebre constante. Aun así, mandó llamar a los oficiales y les ordenó que se ocuparan de que todo estuviera preparado para la expedición. Al anochecer volvió a bañarse y después cayó gravemente enfermo…»

–Eumenes -dijo Meleagro, que esperaba en la puerta sin que nadie le prestara atención-, deja en paz a los muertos. Los vivos te necesitan.

–Los vivos necesitan la verdad, antes que el rumor la corrompa. – Le hizo una seña al asistente que plegó la tablilla y salió.

Meleagro le expuso su dilema, comprendiendo que el secretario había evaluado la situación hacía tiempo y esperaba con impaciencia que él terminara. Y terminó como pudo.

–Mi opinión, ya que me la pides -dijo fríamente Eumenes-, es que no es demasiado tarde para buscar una fórmula conciliatoria. Y que es demasiado tarde para cualquier otra cosa.

Meleagro ya había llegado a esa conclusión por sí mismo, pero quería verla confirmada por otra persona a quien poder culpar si las cosas le salían mal.

–Acepto tu consejo. Es decir, si los hombres están de acuerdo.

–Tal vez el rey pueda persuadirlos -dijo secamente Eumenes.

Meleagro ignoró la ironía.

–Un hombre podría hacerlo: tú mismo. Nadie cuestiona tu honor, todos conocen tu experiencia. ¿Hablarás a los macedonios?

Eumenes ya había pensado en eso. Sólo era leal a la casa de Filipo y Alejandro, que lo había elevado del anonimato al prestigio y al poder. Si Filipo Arrideo hubiera sido competente, habría tenido dudas; pero sabía que Filipo padre había pensado en ello, y era partidario del hijo de Alejandro, que aún no había nacido. Sin embargo Filipo era hijo de Filipo, su benefactor, y lo había reconocido; Eumenes estaba dispuesto a protegerlo si podía. Era un hombre frío, tajante, cuyos verdaderos pensamientos eran conocidos por pocos. No le gustaba hablar demasiado.

–Muy bien -dijo.

Fue bien recibido. Cincuentón, enjuto y aplomado, con las facciones blandas del sur pero aun así con prestancia de soldado, dijo lo necesario y nada más. No intentó imitar a Alejandro, cuya percepción de la audiencia había sido un don artístico. El talento de Eumenes consistía en una exposición razonable y concisa. Tranquilizada al oír sus confusas contradicciones ordenadas lógicamente, la asamblea aceptó con alivio su opinión. Debían mandarse embajadores al campamento de Pérdicas, para tratar las condiciones. Cuando salieron al amanecer por la puerta de Ishtar, multitudes de ansiosos babilonios los vieron partir.

Regresaron antes del mediodía. Pérdicas levantaría el sitio y reconciliaría a las tropas en cuanto Meleagro y sus cómplices se entregaran a la justicia.

En ese momento, la escasa disciplina que aún quedaba entre las tropas de Babilonia era impuesta por vagos sentimientos de dignidad que dependían principalmente de la popularidad de los oficiales. Los enviados que regresaban repitieron el mensaje a todos los que los paraban en la calle para preguntarles. Mientras Meleagro todavía estaba leyendo el mensaje de Pérdicas, las tropas se amontonaban en la sala de audiencias, convocando una asamblea por su cuenta.

Desde su lugar de trabajo Eumenes oyó el murmullo de las voces rivales y el ruido de los clavos de las botas arruinando cada vez más el suelo de mármol. La escalera tenía una ventana que daba a la sala. Vio que los soldados no habían venido sólo con armas simbólicas; pese al calor, tenían puestos los corseletes y los yelmos. Se estaba iniciando una división visible: por una parte los hombres que querían aceptar las condiciones; por la otra, alarmados y furiosos, los que se habían alineado irreversiblemente con Meleagro. El resto esperaba a que otros decidieran por ellos. Así empiezan las guerras civiles, pensó Eumenes. Enfiló hacia los aposentos reales.

Meleagro estaba allí, de pie junto a Filipo, enseñándole un discurso. Filipo, más atento a su desesperación sudorosa que a sus palabras, se movía de aquí para allá sin memorizar lo que decía.

–¿Qué le estás pidiendo que diga? – preguntó Eumenes sin rodeos.

Los ojos celestes de Meleagro, siempre prominentes, estaban además irritados.

–Que diga que no, desde luego.

Con esa voz serena que el mismo Alejandro había escuchado en medio de sus iras Eumenes dijo:

–Si dice eso, las espadas estarán desenvainadas antes que puedas recobrar el aliento. ¿Has visto la sala de audiencia? Mira ahora.

Una mano fuerte y pesada aferró el hombro de Eumenes. Se volvió sorprendido. Nunca había pensado que Filipo tuviera tanta fuerza.

–No quiero decirlo. Dile que lo he olvidado.

–No te preocupes -dijo Eumenes en voz baja-. Pensaremos otra cosa.


La fanfarria real provocó un breve silencio en la sala. Entró Filipo, seguido por Eumenes.

–¡Macedonios! – Hizo una pausa, recordando las palabras que ese hombre calmo y amable le había enseñado-. No hay necesidad de luchar. Los que busquen la paz serán aquí los vencedores. – Casi se vuelve en busca de aprobación, pero el hombre amable le había dicho que no lo hiciera.

Un murmullo satisfecho recorrió la sala. El rey había hablado como una persona normal.

–No condenéis a ciudadanos libres… -le recordó Eumenes en voz baja.

–No condenéis a ciudadanos libres, a menos que deseéis una guerra civil. – Hizo otra pausa; Eumenes, tapándose los labios con la mano, le dictó el resto-. Busquemos de nuevo una conciliación. Enviemos otro emisario. – Filipo inhaló triunfalmente.

–No te vuelvas -le susurró Eumenes.

No hubo una oposición seria. Todos deseaban un momento de respiro, y sólo discutían sobre la forma y los medios; pero en cuanto las voces se intensificaron, le evocaron a Filipo ese día espantoso en que había huido de la sala y le habían dado un manto para hacerlo volver. Y luego… Alejandro yacía muerto, como tallado en mármol. Alejandro le había dicho…

Se tanteó la cabeza, la diadema de oro que siempre le obligaban a usar cuando iba a aquella sala. Se la quitó y, alzándola, avanzó unos pasos.

Detrás de él, Meleagro y Eumenes soltaron un suspiro de consternación. Filipo extendió confiadamente la corona hacia los atónitos soldados.

–¿Es porque soy rey? No tiene importancia. Yo preferiría no serlo. Mirad. Podéis dársela a otra persona.

Fue un momento extraño. Todos habían estado tensos, hasta llegar a aquella solución momentánea. Y ahora esto.

Siempre presos de sus emociones -una característica que Alejandro había utilizado con infalible habilidad- los macedonios fueron arrastrados por una ola de sentimentalismo. Qué hombre más honesto, más bondadoso; qué rey más respetuoso de la ley. Vivir a la sombra de su hermano lo había vuelto excesivamente modesto. Nadie rió mientras él esperaba que alguien aceptara la corona. Hubo aclamaciones:

–¡Larga vida a Filipo, Filipo rey!

Felizmente sorprendido, Filipo se volvió a poner la corona. Todo había salido bien, y el hombre amable estaría contento con él. Aún estaba sonriendo cuando lo llevaron adentro.


La tienda de Pérdicas se alzaba a la sombra de un bosquecillo de palmeras altas. El ambiente le resultaba tan familiar que tenía la impresión de no haberlo dejado nunca: el catre y la silla plegadiza, el soporte de la armadura, el baúl (había habido una pila de baúles en los días de botines victoriosos, pero eso había terminado), la mesa con caballetes.

Su hermano Alcetas y su primo Leonato estaban con él cuando llegó la nueva embajada. Leonato era un hombre de huesos largos y pelo rojizo, que recordaba al mundo su parentesco con la casa real imitando la melena leonina de Alejandro. Incluso, decían sus amigos, reproduciendo los rizos con las tenacillas. Sus ambiciones, aunque grandes, no estaban todavía definidas; por el momento respaldaba a Pérdicas.

Los enviados tuvieron que salir mientras ellos consideraban el mensaje. Se ofrecía la paz en nombre del rey Filipo si su pretensión al trono era reconocida y si su delegado, Meleagro, era designado para compartir el mando supremo con Pérdicas.

Leonato echó la silla hacia atrás, un gesto rara vez usado por Alejandro, que en su imitador se había convertido en un gesto afectado.

–¡Qué insolencia! ¿Hace falta ofender a los otros?

Pérdicas apartó los ojos de la carta.

–Aquí -dijo sonriendo- veo la mano de Eumenes.

–Sin duda -dijo Alcetas, sorprendido-. ¿Quién otro podría haberla escrito?

–Aceptaremos. Es lo mejor que hubiera podido pasar.

–¿Qué? – dijo Leonato, irritado-. ¡No puedes aceptar el mando con ese rufián!

–Te lo dije, veo la mano de Eumenes. – Pérdicas se acarició el mentón-. Él sabía cuál era el señuelo que alejaría a la bestia de su cubil. Sí, alejémoslo. Luego veremos.


La barcaza del Tigris se acercaba al recodo donde las damas debían desembarcar para unirse a la caravana y seguir por tierra.

Caía la noche. Les habían levantado la tienda en la hierba, lejos de la humedad del río y los mosquitos. Bajaron a la costa cuando se encendieron las primeras antorchas alrededor del campamento; el cordero que chisporroteaba sobre el fuego despedía olor a grasa quemada.

El jefe de la escolta de eunucos ayudó a Estatira a bajar por la planchada.

–Señora -dijo-, los aldeanos que vinieron a vendernos fruta dicen que el gran rey ha muerto.

–Él me advirtió sobre ello -respondió ella con calma-. Dijo que ese rumor corría entre los campesinos. Está en la carta; dijo que no debíamos prestarle atención.

Alzando la falda para pasar entre las cañas húmedas de rocío, caminó hacia la tienda iluminada.


Al son de las trompetas y las flautas, observados por los aliviados babilonios, los soldados salieron bajo las torres de la puerta de Ishtar, para sellar la paz con los Compañeros.

A la cabeza de ellos cabalgaba Meleagro, con el rey a su lado. Filipo tenía una expresión optimista y adecuada a la solemnidad del momento. Vestía el manto escarlata que Alejandro le había regalado. Montaba un caballo robusto y bien entrenado que se alejaba pocos pasos de Conon, que llevaba la rienda y tarareaba la tonada que tocaban las flautas. El aire de la mañana aún estaba fresco. Todo saldría bien, todos serían amigos nuevamente. Ahora no sería un problema ser rey.

Los Compañeros esperaban en sus lustrosos caballos, inquietos por la inactividad; sus bridas relucían con pendones de oro y rosetas de plata, una moda que Alejandro había iniciado con Bucéfalo. Vestido con la artesanal armadura de campaña, un yelmo tracio y coraza de cuero, Pérdicas observaba con huraña satisfacción a la falange en marcha y al gárrulo jinete que la dirigía. Meleagro se había hecho adornar la armadura con una gran máscara de oro con cara de león y lucía una capa ornamentada con hebras de oro. De modo que la fiera había dejado el cubil.

Acordaron a Filipo el saludo real. Bien aleccionado, él lo reconoció y alargó el brazo; Pérdicas aceptó con resuelta afabilidad el choque de su manaza. Pero Meleagro, con una expresión ofensivamente familiar, se había acercado, preparando la mano para el apretón de conciliación. Pérdicas lo saludo con mucha más reticencia. Se dijo que una vez, para ganar tiempo, Alejandro había tenido que compartir el pan con el traidor Filotas. Y si se hubiera negado a hacerlo, muchos de sus hombres de avanzada, incluido el mismo Pérdicas, no estarían con vida. «Era necesario», habían sido las palabras de Alejandro.


Se acordó que el ausente Crátero, dado su alto rango y su linaje real, sería designado tutor de Filipo, Antípatro conservaría la regencia de Macedonia. Pérdicas sería quiliarca de todas las conquistas asiáticas y, si Roxana tenía un varón, Leonato y él serían los tutores. Eran parientes de Alejandro, cosa que Meleagro no podía alegar; pero como él iba a compartir el alto mando, la distinción no lo fastidiaba. Ya había empezado a exponer sus opiniones sobre la administración del imperio.

Cuando terminaron las negociaciones Pérdicas hizo una última proposición. Era una antigua costumbre de Macedonia, después de la guerra civil (otra antigua costumbre), exorcizar la discordia con un sacrificio a Hécate. Propuso que todas las tropas de Babilonia, jinetes e infantes, se reunieran en la llanura para la purificación.

Meleagro aceptó de buena gana. Planeaba una aparición impresionante, acorde con su nuevo rango. Usaría un yelmo con doble cresta, como el de Alejandro en Gaugamela. Llamaría la atención y daba buena suerte.


Poco antes del ritual, Pérdicas invitó a la Guardia Real a una cena privada. Estaba de regreso en su casa del parque real. Los generales cabalgaban o caminaban a la luz del crepúsculo, bajo los árboles ornamentales traídos de todas partes por los reyes persas para adornar el paraíso. Una cena informal, una reunión de viejos amigos.

Cuando los sirvientes los hubieron dejado con el vino, Pérdicas dijo:

–He escogido a los hombres y les he dado instrucciones. Creo que Filipo (supongo que debemos acostumbrarnos a llamarlo así) habrá aprendido su parte.

Hasta que Crátero, su nuevo tutor, pudiera hacerse cargo de él, Pérdicas lo reemplazaría. Como él vivía en los aposentos de siempre, con las comodidades de siempre, apenas había notado el cambio, excepto por la bienvenida ausencia de Meleagro. Estaba recibiendo nuevas lecciones, pero eso era de esperar.

–Le ha cobrado afecto a Eumenes -dijo Tolomeo-. Eumenes no lo trata con prepotencia.

–Bien. Él sabrá aleccionarlo. Esperemos que el ruido no lo asuste… Estarán los elefantes.

–Sin duda ya habrá visto elefantes -dijo Leonato.

–Claro que sí -dijo Tolomeo con impaciencia-. Viajó desde la India con ellos en la caravana de Crátero.

–Sí, es verdad. – Pérdicas hizo una pausa. Hubo un silencio expectante. Seleuco, a cuyo mando estaba el cuerpo de elefantes, lo instó a hablar-. El rey Onfis -continuó lentamente Pérdicas les daba un uso muy especial en la India.

Todos los presentes contuvieron el aliento.

–Onfis tal vez -dijo Nearco, con desagrado-. Alejandro jamás.

–Alejandro nunca se vio ante un dilema como el nuestro -dijo torpemente Leonato.

–No -replicó Tolomeo-. Y es improbable que estuviera.

–No importa -intervino Pérdicas, bruscamente autoritario-. Alejandro conocía muy bien el poder del miedo.


Los hombres estaban levantados al romper el alba, para marchar hacia el Campo de la Purificación apenas despuntara el día y terminar la ceremonia antes del aplastante calor del mediodía.

Los ricos trigales, que daban tres cosechas al año, habían sido segados recientemente. El sol, elevándose del horizonte chato, arrojaba sus rayos sobre millas de rastrojos que relucían como un pelaje dorado. Aquí y allá penachos escarlata marcaban los limites de la plaza de armas, que eran significativos para el ritual.

Gruesas y chatas, el antiguo ladrillo asirio unido con betún negro, melladas y arruinadas por los siglos y con la lasitud de una raza conquistada tiempo atrás, las murallas de Babilonia contemplaban impasibles la planicie. Habían visto muchas proezas y parecían incapaces de asombrarse. Un ancho tramo de almenas había sido reducido a un terraplén nuevo y liso. Los ladrillos ennegrecidos por el humo aún olían a quemado; los hilillos de brea derretida se habían endurecido en los costados. En la fosa de abajo había una gran pila de desechos; maderas chamuscadas, tablas de leones, naves, alas y trofeos aún recubiertos por una descolorida capa dorada. Eran los restos de la altísima pira donde, poco antes de su propia muerte, Alejandro había quemado el cuerpo de Hefestión.

Mucho antes del alba, la multitud había empezado a reunirse en las murallas. No había olvidado los esplendores de la entrada de Alejandro en Babilonia; un espectáculo gratuito, pues la ciudad se había rendido pacíficamente y él les había prohibido a sus hombres que la saquearan. Recordaban las calles llenas de flores y perfumadas con incienso; el desfile de regalos exóticos: caballos acicalados, leones y leopardos en jaulas doradas, la caballería persa, la caballería macedonia y la carroza laminada de oro con la figura radiante y menuda del vencedor, como un muchacho transfigurado. Entonces tenía veinticinco años. Se habían previsto más esplendores a su regreso de la India, pero sólo les había podido ofrecer ese estupendo funeral.

Querían ver a los guerreros macedonios marchando orgullosamente para aplacar a sus dioses: ciudadanos, mujeres e hijos de soldados, herreros, fabricantes de tiendas, cantineros, carreteros, prostitutas, fabricantes de naves y marinos.

Amaban los espectáculos; pero bajo la expectativa había una profunda inquietud. Una época había pasado, una época nacía; y los augurios no parecían favorables.

La mayor parte del ejército había cruzado el río durante la noche, por el puente de la reina Nitocris, o en las innumerables barcazas de caña y brea. Dormían a campo abierto y bruñían las armaduras para el nuevo día. Los observadores de las murallas los vieron levantarse a la luz de las antorchas, haciendo ruido como un mar embravecido. Más lejos, relinchaban los caballos de los Compañeros.

Trepidaron cascos en los tablones del Puente de Nitocris. Llegaban los jefes, para dirigir el sacrificio que limpiaría de maldad el corazón de los hombres.

El rito era muy antiguo. La víctima debía ser ofrendada, sacrificada y eviscerada. Los cuartos y las entrañas debían llevarse a los confines del campo. El ejército entraría en el espacio así purificado, desfilaría y cantaría un himno.

La víctima era, como había sido siempre, un perro. Se había elegido el mastín más alto y hermoso de las perreras reales, blanco y elegante. Su docilidad, cuando el montero lo llevó hacia el altar, prometía el buen augurio de un sacrificio aceptado, pero cuando le pasaron la traílla al sacrificador el perro gruñó y lo atacó. Bien proporcionado, era inmensamente fuerte. Se necesitaron cuatro hombres para dominarlo y degollarlo; terminaron manchados con más sangre de ellos que de la víctima. Para colmo el rey se había lanzado gritando al centro de la lucha, y les costó persuadirlo de que se alejara.

Deprisa, antes que empezaran las especulaciones sobre los augurios, los cuatro jinetes designados para purificar la planicie galoparon hasta las cuatro esquinas con sus ofrendas sangrientas. Los trozos blancos y rojos fueron arrojados con invocaciones a la triple Hécate y a los dioses infernales. El campo exorcizado estuvo listo para recibir al ejército de Alejandro.

Los escuadrones y falanges estaban preparados. Los yelmos bruñidos de los jinetes centelleaban; los penachos de pelo de caballo, rojos y blancos, los pendones de las lanzas, flameaban en la brisa mañanera. Los bajos y robustos caballos griegos relinchaban a las altas cabalgaduras de la caballería persa. La mayor parte de la infantería persa se había dispersado, emprendiendo el regreso a sus aldeas por caminos polvorientos. Toda la infantería macedonia estaba presente. Formaban filas cerradas, y las brillantes puntas de las lanzas titilaban sobre ellos.

Se había trazado un cuadrado en la ancha llanura. La base era la muralla de Babilonia; el lado izquierdo era la infantería; el derecho, la caballería. Entre ellos, formando el cuarto lado, estaban los elefantes reales.

Sus mahuts, que los habían acompañado desde la India y los conocían como la madre conoce al hijo, habían trabajado con ellos todo el día anterior en los establos del palmar; murmurándoles y acariciándolos, lavándolos en el canal; pintándoles en la frente, en ocre, escarlata o verde, símbolos sagrados con ornamentos sinuosos; drapeándoles los flancos rugosos con redes de colores brillantes hiladas con hebras de oro; sujetándoles rosetas enjoyadas en los agujeros de las orejas correosas; cepillándoles las colas y las patas.

Los mahuts habían tenido un año para preparar a sus animales. Se habían educado en la explanada real de Taxila igual que los elefantes. Les habían hablado dulcemente, recordándoles los viejos días junto al Indo, mientras les enrojecían las patas con alheña, según era costumbre en tales ocasiones. A la luz rosada de la mañana, se les sentaban orgullosamente en el cuello, usando las sedas ceremoniales y los turbantes con plumas de pavo real, las barbas recién teñidas de azul, verde o carmesí; cada cual blandía la vara de marfil laminada de oro, incrustada de joyas, que el rey Onfis en su magnificencia había regalado con cada elefante al rey Iskandar. Habían servido a dos reyes famosos; el mundo debía ver que ellos y sus pupilos sabían cómo hacer las cosas.

Los generales, que acababan de verter sus libaciones en el altar ensangrentado, se dispersaron para reunirse con sus destacamentos. Mientras Tolomeo y Nearco cabalgaban juntos hacia las filas de los Compañeros, este último se limpió una salpicadura de sangre del brazo.

–Parece que los dioses subterráneos no están dispuestos a purificarnos -dijo.

–¿Te sorprende? – dijo Tolomeo. Tenía la cara curtida atravesada por arrugas de preocupación-. Bien, Dios mediante, estaré lejos en poco tiempo.

–Y yo, Dios mediante… ¿Nos observan los muertos, como dicen los poetas?

–Homero dice que los muertos insepultos nos observan… Él nunca fue fácil de disuadir. – Añadió, un poco para sí mismo-: Haré lo posible por apaciguarlo.

Era tiempo de que el rey ocupara el lugar tradicional a la derecha de los Compañeros. Su caballo estaba preparado. Había sido bien instruido. Ansioso de mostrarlo e ir al grano, Pérdicas apretaba los dientes haciendo un esfuerzo por dominarse.

–Señor, el ejército te espera. Los hombres están observando. No dejes que te vean llorar. ¡Eres el rey! Señor, domínate. ¿Qué es un perro?

–¡Era Eos! – Filipo tenía la cara roja, y las lágrimas le humedecían la barba-. ¡Me conocía! Jugábamos juntos. Alejandro decía que él era lo bastante fuerte para cuidarse solo. ¡Me conocía!

–Sí, sí -dijo Pérdicas. Tolomeo tenía razón, Alejandro debió hacerlo ahogar. La mayoría de los presentes había pensado que estaba colaborando en el sacrificio, pero todos los presagios habían sido inquietantes-. Los dioses lo pidieron. Ya está hecho ahora. Ven.

Obediente a la autoridad y a una voz mucho más imponente que la de Meleagro, Filipo se enjugó los ojos y la nariz con el borde del manto escarlata y dejó que un palafrenero lo ayudara a montar. El caballo, un veterano en los desfiles, seguía cada maniobra del que lo precedía. Para Filipo era como si alguien lo llevara de las riendas.

Las tropas aguardaban la ceremonia final, la música del himno que iban a cantar.

Pérdicas, con el rey a su lado, se volvió a los oficiales alineados detrás de él, al mando de su escuadrón.

–¡Adelante! – gritó-. ¡Marcha… lenta!

Los flautistas tocaron, en vez del himno, la marcha de caballería típica de los desfiles. Las filas centelleantes avanzaron con elegancia, hilera tras hilera, tan armoniosamente como lo habían hecho en los días triunfales de los años milagrosos, en Menfis, en Tiro, en Taxila, en Persépolis y allí en ese mismo campo. Los encabezaba Pérdicas y, llevado por su inteligente montura, el rey.

La infantería, sorprendida por esa maniobra, se mantuvo en sus posiciones y masculló su desconcierto. Se notaba el deterioro de la disciplina; las lanzas no estaban bien alineadas. Eran lanzas ligeras para desfile, no las altas sarisas; de pronto los lanceros se sintieron casi desarmados. La caballería lucía formal y ceremoniosa. ¿Se habría cometido algún error en las instrucciones? Esas dudas, en un tiempo impensables, eran comunes ya. Bajo Meleagro la moral era baja, los vínculos vacilantes.

Pérdicas dio una orden. Las alas izquierda y central frenaron; la derecha, el escuadrón real, aún avanzaba.

–Cuando nos detengamos, señor -le dijo Pérdicas a Filipo-, dirás tu discurso, ¿recuerdas?

–¡Sí! – dijo Filipo-. Debo decir…

–Ahora no, señor. Cuando yo diga «¡Alto!».

Prolijo y elegante, el escuadrón real avanzó hasta llegar a poca distancia de la falange. Pérdicas dio orden de detenerse.

Filipo levantó el brazo. Estaba acostumbrado a su caballo. Plantado con firmeza en la mantilla bordada, con una voz estentórea e inesperadamente profunda que lo sorprendió incluso a él, gritó:

–¡Entregad a los amotinados!

Hubo un momento de pasmado silencio. Éste era el rey macedonio que ellos mismos habían elegido. Las filas delanteras, mirando incrédulamente, le vieron la cara tensa por el esfuerzo de un niño que trata de repetir correctamente la lección; y al fin comprendieron qué había sucedido.

Estallaron voces entre las filas, repentinamente feroces, pidiendo ayuda. Eran los partidarios de Meleagro. Entre murmullos titubeantes, su propio ruido los aisló; podía oírse cuán pocos eran.

Lentamente al principio, casi como por accidente, empezaron a abrirse espacios alrededor de ellos. Sus ex-camaradas empezaban a comprender que la amenaza no iba dirigida precisamente a ellos. Y a fin de cuentas, ¿quién había sido el culpable? ¿Quién les había endilgado ese rey hueco, herramienta de quien lo tuviera en ese momento a su disposición? Olvidaron al lancero campesino que había propuesto inicialmente al hijo de Filipo y sólo recordaron que Meleagro había puesto al idiota el manto de Alejandro y había intentado profanar su cuerpo.

Pérdicas llamó al heraldo, quien se adelantó con un papel en la mano. Con su voz entrenada y potente, leyó los nombres de los treinta de Meleagro. Meleagro no fue mencionado.

En su puesto de honor ante la falange de la derecha, sintió a su alrededor cómo los últimos restos de lealtad se iban esfumando, dejándolo solo. Si daba un paso hacia delante, desafiaría la perfidia de Pérdicas: ésa era la señal que ellos estaban esperando. Permaneció rígido, como la estatua de un soldado, sudando frío bajo el broncíneo sol de Babilonia.

Desmontaron sesenta hombres del escuadrón de Pérdicas. Una vez en tierra formaron pares: uno asía un juego de grillos, el otro una cuerda.

Se acercaba el momento crucial. Los treinta se volvieron hacia aquí y hacia allá, protestando. Algunos agitaron las lanzas, algunas voces incitaron a la resistencia. En la confusión, la trompeta habló nuevamente. En voz baja, como si hablara consigo mismo, Pérdicas había estado preparando a Filipo para su nuevo discurso.

–¡Entregadlos! – gritó-. ¡Entregadlos o seréis atacados! – Empezó a recoger las riendas.

–¡Ahora no! – susurró Pérdicas, para su alivio. No tenía deseos de acercarse más a las lanzas. Todas solían apuntar hacia el mismo lado, cuando Alejandro estaba allí.

Los espacios se ensancharon alrededor de los treinta cuando los hombres con los grillos se les acercaron. Algunos se entregaron sin resistencia; otros forcejearon, pero sus captores habían sido elegidos por su fortaleza. Pronto todos estaban en el espacio entre las filas con los pies engrillados. Esperaban sin saber qué. Había algo raro en las caras de sus captores, que no los habían mirado a los ojos.

–Atadlos -dijo Pérdicas.

Les pusieron los brazos a los costados. La caballería retrocedió hasta su línea delantera, dejando una vez más un cuadrado vacío. Los que habían llevado los grillos empujaron a los hombres maniatados; cayeron de bruces, contorsionándose entre sus ligaduras, solos bajo el cielo en el campo consagrado a Hécate.

Desde el otro extremo se oyó un toque de trompeta y un redoble de tambores.

El sol ardiente centelleó sobre los aguijones de oro y marfil, los regalos del rey Onfis. Los mahuts pincharon suavemente el cuello de sus obedientes pupilos, gritando la vieja orden.

Levantándose simultáneamente, cincuenta trompas se arquearon hacia atrás. Las tropas oyeron aterradas el clamor de su grito de guerra. Lentamente, y luego con un trote parejo y trepidante, sacudiendo el suelo, las enormes bestias avanzaron.

Los mahuts vestidos de seda abandonaron su silencio. Agitaban los talones gritando, golpeando el cuello de sus monturas con sus manos enjoyadas o las puntas de los aguijones. Parecían niños saliendo de la escuela. Los elefantes desplegaron las grandes orejas y, chillando de excitación, echaron a correr.

Un gruñido de horror y aterrada fascinación atravesó las filas. Al oírlo, los hombres que estaban en el suelo se pusieron de rodillas, mirando en derredor. Al principio miraron los aguijones; luego un hombre, aún contorsionándose, vio las patas que se acercaban, y comprendió. Gritó. Otros trataron de rodar en el polvo gris. Sólo tuvieron tiempo para moverse unos pasos.

Conteniendo el aliento, el ejército de Alejandro vio cómo era pisoteada la cosecha humana, cómo estallaba la piel y el jugo escarlata manaba de las carnes aplastadas y achatadas. Los elefantes se movieron con experta inteligencia, apresando con las trompas los cuerpos que rodaban y reteniéndolos al bajar las patas, soltando trompetazos cuando el olor de la guerra se elevaba del suelo.

Desde su puesto junto a Pérdicas, Filipo soltó hurras jadeantes. Esto no era como la muerte de Eos. Le gustaban los elefantes -Alejandro le había dejado montar uno-pero nadie los estaba lastimando. Tenía los ojos llenos con sus espléndidas vestiduras, los oídos con sus orgullosos gritos. Apenas se fijó en la masa sanguinolenta que había abajo. En cualquier caso, Pérdicas le había dicho que esos hombres eran malvados.

Los mahuts, viendo que el trabajo estaba hecho, calmaron y lisonjearon a los animales, que se alejaron obedientes. Habían hecho cosas similares en batalla, y algunos aún ostentaban las cicatrices. Esto había sido indoloro y rápido. Siguiendo al jefe, un elefante viejo y sabio, formaron una hilera, y, rojos hasta las rodillas, desfilaron ante Pérdicas y el rey, haciendo un ceremonioso saludo tocándose la frente, con la trompa. Luego marcharon hacia sus sombreados refugios, en pos de la retribución de los pesebres con palmeras y melones, del baño fresco que les quitaría el olor de la guerra.

Mientras todos recobraban el aliento y el silencio en las filas empezaba a romperse, Pérdicas indicó al heraldo que soplara de nuevo y se adelantó precediendo al rey.

–Macedonios -dijo-, con la muerte de estos traidores el ejército queda realmente purificado y es nuevamente apto para defender el imperio. Si alguno entre vosotros merecía el destino de estos hombres y hoy ha escapado, que dé gracias a su fortuna y aprenda a ser leal. ¡Trompeta! El himno.

La música hizo vibrar el aire; la caballería empezó a cantar. Tras un momento de vacilación, la infantería la imitó. La antigua fiereza del himno era tranquilizadora como una canción de cuna. Los transportó a los días en que sabían quiénes y qué eran.

Todo había terminado. Meleagro se marchó, solo. Sus partidarios habían muerto; nadie se le acercaba. Era como si tuviera la peste.

El sirviente que le sostenía el caballo parecía mirarlo no con deliberada insolencia, sino con gesto inquisitivo que era peor. Detrás, en el cuadrado desierto, habían aparecido dos carretas cubiertas y unos hombres con horquillas echaban los cadáveres adentro. Entre los muertos había dos primos y un sobrino de Meleagro; tenía que encargarse de los funerales, no había nadie más, pero la idea de revisar esa carne pisoteada en busca de jirones de identidad le dio náuseas. Desmontando, vomitó hasta que se sintió totalmente vacío. Mientras cabalgaba, notó que había dos hombres a sus espaldas. Cuando se detuvo ambos habían parado mientras uno ajustaba la mantilla. Luego siguieron adelante.

Había luchado en muchas batallas. La ambición, la camaradería, la tenaz certidumbre irradiada por Alejandro, los enemigos de quienes uno podía vengarse y redimir el propio temor, todo esto lo había impulsado y le había infundido valor. Nunca había pensado antes en un final solitario. Su mente, como la de un zorro acorralado, empezó a pensar en un refugio. Encima de él, gruesas, melladas y negras como la pez, teñidas con la sangre de esclavos exhaustos, se erguían las murallas de Babilonia y el derruido zigurat de Bel.

Traspuso la puerta. Los hombres lo seguían. Dobló por calles angostas donde las mujeres se aplastaban contra los pasillos para dejarlo pasar; patios profundos y mugrientos entre casas ciegas, donde hombres rapaces se apiñaban escrutándolo peligrosamente. Los perseguidores ya no estaban a la vista. De pronto salió a la ancha avenida de Marduk, frente al templo. Un lugar sagrado tanto para los griegos como para los bárbaros. Todos sabían que allí Alejandro había hecho sacrificios a Zeus y a Heracles. ¡Un santuario!

Ató el caballo a una higuera en el jardín poblado de malezas. A través de arbustos exuberantes un sendero conducía a la entrada ruinosa; desde la oscuridad llegaba el típico olor de los templos, carne y madera quemada, el olor babilónico de ungüentos extranjeros y carne extranjera. Mientras caminaba en medio del calor enceguecedor, alguien apareció ante él a la luz del sol. Era Alejandro.

Se le paró el corazón. Enseguida supo qué estaba mirando, pero aun así no pudo moverse. Era una estatua de mármol teñido con colores naturales que databa del primer triunfo babilonio, ocho años atrás. Estaba en el suelo, aún sin pedestal. Desnudo, salvo por una clámide roja sobre un hombro, blandiendo una lanza de bronce dorado, Alejandro esperaba serenamente el nuevo templo que había patrocinado. Sus ojos profundos, con sus iris de esmalte gris, miraban a Meleagro, diciendo: «¿Y bien?».

Él miró con gesto desafiante la cara que lo escrutaba, el cuerpo joven y terso. «Estabas flaco, consumido y lleno de cicatrices. Tenías la frente arrugada, los ojos hundidos, estabas perdiendo el pelo. ¿Qué es ese ídolo? Una idea…» Pero el recuerdo evocaba con fuerza la presencia verdadera. Él había visto de cerca esa furia viviente… Entró en el templo.

Al principio no pudo ver en la oscuridad. Después, a la luz de una lámpara alta, vio en las sombras la imagen colosal de Bel, gran rey de los dioses, entronizado con los puños sobre las rodillas. La enorme mitra tocaba casi el cielo raso; estaba flanqueado por leones alados con cabezas de hombres barbados. El cetro era alto como un hombre; la túnica, cuya pátina de oro se estaba descascarillando, titilaba opacamente. Tenía la cara ennegrecida por el tiempo y el humo, pero los ojos incrustados de marfil emitían un fiero resplandor amarillo. Ante él estaba el altar del fuego, cubierto con cenizas muertas. Aparentemente nadie le había dicho que había un nuevo rey en Babilonia.

No importaba, un altar era un altar. Aquí estaba a salvo. Al principio se contentó con recobrar el aliento y disfrutar de la frescura entre las paredes gruesas y altas, pero pronto empezó a buscar señales de vida. El lugar parecía desierto; sin embargo, tenía la sensación de que lo observaban, lo medían, lo investigaban.

En la pared detrás de Bel había una puerta entre los azulejos esmaltados. Sentía, más que oía, un movimiento detrás; pero no se atrevió a golpear. Había perdido toda autoridad. El tiempo pasó. Era un suplicante, alguien tenía que atenderlo. No había comido desde el amanecer; detrás de la puerta de ébano había hombres, comida, vino. Pero no fue a anunciarles que estaba allí. Sabía que le habían visto.

La herrumbrada luz del poniente inundó el patio. Las sombras se ahondaron alrededor del ceñudo Bel, cubriéndolo todo excepto las pupilas amarillas. Con la oscuridad, su presencia se afirmó. El templo parecía poblado por los fantasmas de hombres de piedra, que pisoteaban con pies de piedra el cuello de sus enemigos vencidos, ofrendando la sangre al demonio de piedra. Más que la comida, Meleagro echaba de menos los cielos abiertos de un altar montañés de Macedonia, el color y la luz de un templo griego, el semblante grácil y humano de su dios.

El último rayo de luz murió; sólo quedó un cuadrado de penumbra y, adentro, una oscuridad total. Detrás de la puerta, se oyeron murmullos que después se alejaron.

Fuera, su caballo pateaba y relinchaba. No podía quedarse ahí y pudrirse; al amparo de la oscuridad podría marcharse. Alguien lo recibiría… Pero su gente de confianza había muerto. Ahora sería mejor salir de la ciudad, ir al oeste, alquilar su espada a algún sátrapa del Asia. Pero antes debía ir a sus aposentos; necesitaría oro, había recibido sobornos de veintenas de personas que hacían solicitudes al rey… En la penumbra del patio algo se movió.

Dos sombras aparecieron en el cuadrado titilante. Avanzaron hacia la entrada ruinosa. No eran sombras de babilonios. Oyó el tintineo de las espadas desenvainadas.

–¡Santuario! – gritó-. ¡Santuario!

La puerta detrás de la imagen de Bel se abrió ligeramente, y un tajo de luz hendió la oscuridad. Gritó de nuevo. La puerta se cerró. Las sombras se acercaron, confundidas con las tinieblas. Meleagro apoyó la espalda contra el altar oscuro y desenvainó la espada. Cuando se acercaron, creyó reconocerlos; pero era sólo el contorno y el olor familiar de los hombres de su patria. Gritó sus nombres en voz alta, evocando viejas amistades en el ejército de Alejandro. Pero los nombres eran erróneos; y cuando ellos le apoyaron la cabeza sobre el altar, lo degollaron pensando en Alejandro.


Despojada de estandartes y penachos, adornada con ciprés y sauce llorón, la caravana enlutada entró lentamente por la Puerta de Ishtar. Pérdicas y Leonato, avisados de la llegada por los mensajeros, habían salido al encuentro de la esposa de Alejandro para anunciarle que había enviudado. La cabeza descubierta, el pelo aún rapado en señal de duelo, cabalgaban junto a los carruajes que parecían un cortejo fúnebre. La princesa sollozaba, sus doncellas se lamentaban y entonaban salmodias rituales. Los guardianes de la puerta oyeron maravillados estos nuevos llantos, tanto tiempo después de los días prescritos.

En el harén, los aposentos de la esposa aguardaban, perfumados e inmaculados, según lo ordenado por Bagoas dos meses antes. El guardián había temido que después de la muerte de Alejandro, Roxana quisiera ocuparlos. Pero para su profundo alivio ella parecía estar cómoda donde estaba. Sin duda la gravidez la había serenado. Por el momento, pensaba el guardián, todo iba bien.

Pérdicas escoltó a Estatira allí, ocultando la sorpresa que le había provocado su llegada; creía que daría a luz en Susa. Elia dijo que Alejandro la había llamado. Debía de haberlo hecho sin informar a nadie. Había hecho muchas cosas extrañas después de la muerte de Hefestión.

Mientras la ayudaba a bajar de la carreta, la encontró más bella que en la boda de Susa. Sus facciones eran puras, delicadamente persas, cinceladas por el embarazo y la fatiga, que la había tiznado de cobalto bajo los ojos grandes y oscuros; los párpados con sus largas y sedosas pestañas eran casi transparentes. Los reyes persas siempre habían sido apuestos. Las manos eran largas y suaves. Esa boda con Alejandro había sido un desperdicio; él, que era una pulgada más alto, habría hecho buena pareja con ella. (Su novia de Susa, una meda atezada elegida por su linaje, lo había defraudado inmensamente.) Al menos Alejandro había tenido el buen sentido de tener un hijo con ella.

A falta de otra cosa, la criatura tendría asegurada la belleza.

Leonato, que escoltaba a Dripetis, notó que ese rostro aún inmaduro, prometía ser distinguido. Él también tenía una esposa persa; pero esto no era razón para no apuntar más alto. Se marchó pensativo.

Un obsequioso cortejo de eunucos y servidoras condujo a las princesas por los tortuosos corredores de Nabucodonosor hasta los aposentos. Después de disfrutar el espacio y la luz del palacio de Susa, sintieron, como en la niñez el adusto poder de Babilonia. Pero luego salieron al patio soleado, a la piscina donde habían empujado sus barcos de bambú entre archipiélagos de lirios o se habían sumergido hasta el hombro buscando la carpa. En la habitación que había pertenecido a su madre las bañaron y perfumaron y les dieron de comer. Nada parecía cambiado desde ese verano de ocho años atrás, cuando su padre las había llevado ahí antes de marchar al encuentro del rey de Macedonia. Hasta el guardián las había recordado.

Después de comer y de que sus servidores se hubieron ido a instalarse en sus propios aposentos, exploraron el guardarropa de la madre. Los pañuelos y velos aún despedían el recordado perfume. Compartiendo un diván, contemplando el estanque iluminado por el sol, recordaron aquella otra vida. Estatira, que tenía doce años en aquel tiempo, despertaba las reminiscencias de Dripetis que entonces sólo tenía nueve. Hablaron de su padre, a quien la abuela nunca nombraba, recordándolo en su hogar montañés antes que fuera rey, riendo mientras las arrojaba al aire. Pensaron en la cara perfecta de la madre, enmarcada por el pañuelo con perlas de cultivo y cuentas de oro. Todos habían muerto -incluso Alejandro- excepto la abuela.

Se estaban adormilando cuando una sombra cruzó el umbral. Entró una niña, con dos copas de plata en una bandeja también de plata. Tenía unos siete años, era muy bonita, mezcla de persa e hindú, de tez clara y ojos oscuros. Se arrodilló sin derramar una gota.

–Honorables damas -dijo ceremoniosamente. Era evidente que eran las únicas palabras persas que conocía, aprendidas de memoria. La besaron y le dieron las gracias; ella sonrió, dijo algo en babilonio, y se marchó.

Las copas de plata estaban frías y eran agradables al tacto.

–Tenía hermosas ropas y aros de oro -dijo Dripetis-. No era la hija de un sirviente.

–No -dijo Estatira, conocedora del mundo-. Y en tal caso, debe ser nuestra hermanastra. Recuerdo que nuestro padre trajo aquí la mayor parte del harén.

–Lo había olvidado. – Dripetis, un poco desconcertada, echó una ojeada a la habitación de su madre. Estatira había salido al patio para llamar a la niña. Pero se había ido, y no había nadie a la vista; ellas les habían dicho a sus doncellas que deseaban estar tranquilas.

Hasta las palmeras parecían calcinadas por el calor. Alzaron las copas, admirando las flores y los pájaros tallados. La bebida sabía a vino y limón, con un delicioso gusto agridulce.

–Exquisito -dijo Estatira-. Una de las concubinas debió mandarlo para darnos la bienvenida; fue demasiado tímida para venir personalmente. Mañana podríamos invitarla.

El aire denso estaba aún perfumado por las ropas de su madre. Era un lugar familiar, seguro. El pesar por sus padres, por Alejandro, se volvió borroso. Éste sería un lugar grato para dar a luz al niño. Cerró los párpados.

La sombra de las palmeras apenas se había inclinado cuando el dolor la despertó. Al principio pensó que estaba por abortar, hasta que Dripetis se apretó el vientre y empezó a gritar.

Pérdicas, como regente del Asia, se había mudado al palacio. Estaba recibiendo solicitantes en la pequeña sala de audiencias cuando el guardián del harén se presentó sin anunciarse, la cara gris y aterrada. Pérdicas, tras echarle una ojeada, hizo salir a los solicitantes y lo escuchó.

Cuando las princesas empezaron a gritar pidiendo ayuda nadie se había atrevido a acercarse; al oírlas todos habían intuido la causa. El guardián, ansioso de librarse de toda culpa (de hecho no había tenido ninguna participación), no había esperado a que exhalaran el último aliento. Pérdicas lo siguió corriendo al harén.

Estatira estaba tendida en el diván, Dripetis en el suelo, hasta donde había rodado en medio de mortales convulsiones. Estatira exhaló el último suspiro cuando entró Pérdicas. Al principio, demudado de horror, no vio a nadie más en la habitación. Luego vio a una mujer sentada en la silla de marfil ante la mesa de tocador.

Se le acercó fulminándola con la mirada, conteniendo apenas su furia. Ella le sonrió.

–¡Tú hiciste esto! – dijo él.

Roxana enarcó las cejas.

–¿Yo? Fue el nuevo rey. Ambas lo dijeron. – No añadió que, antes del final, ella se había complacido en aclararles la verdad.

–¿El rey? – dijo Pérdicas furioso-. ¿Quién creerá eso, maldita perra bárbara?

–Todos tus enemigos. Lo creerán porque lo desean. Diré que también a mí me envió el brebaje; pero cuando ellas empezaron a sentir los dolores yo no había bebido aún…

Por un momento Pérdicas descargó su furia con maldiciones. Roxana lo escuchó con calma. Cuando el regente se tranquilizó se limitó a apoyarse la mano en el vientre.

Él miró a la muchacha muerta.

–El hijo de Alejandro.

–Aquí -dijo ella- está el hijo de Alejandro. Su único hijo… No digas nada, yo tampoco lo haré. Ella llegó aquí sin ceremonias. Muy pocos lo sabrán.

–¿Fuiste tú quien la mandó llamar?

–Oh, sí. Alejandro no la amaba. Yo hice lo que él hubiera querido.

Por un instante Roxana se atemorizó. Él había acercado la mano a la espada. Empuñándola dijo:

–Alejandro está muerto. Pero si alguna vez vuelves a decir eso de él, cuando nazca tu hijo te mataré con mis propias manos. Y si supiera que será como tú, te mataría ahora.

–Hay un viejo pozo en el patio de atrás -dijo ella, recobrando la compostura-. Nadie saca agua de allí, dicen que no es potable. Llevémoslas allí. Nadie vendrá.

Él la siguió. La tapa del pozo había sido aflojada recientemente. Cuando la levantó sintió olor a moho viejo.

No tenía opción y lo sabía. Orgulloso como era, ambicioso y amante del poder, era leal a Alejandro, muerto o vivo. Si podía evitarlo, el hijo de Alejandro no llegaría al mundo como el hijo de una envenenadora.

Regresó en silencio. Primero levantó a Dripetis, que tenía la cara manchada de vómito; se la limpió con una toalla antes de llevarla al agujero oscuro del pozo. Después de soltarla, oyó cómo las ropas raspaban las paredes del pozo hasta llegar al fondo. Entonces comprendió que el pozo estaba seco.

Estatira tenía los ojos abiertos, los dedos contraídos sobre la tela del diván. No pudo cerrarle los ojos; mientras Roxana esperaba impaciente, Pérdicas fue hasta el arcón en busca de algo para cubrirle la cara, un velo adornado con alas de escarabajo. Cuando empezó a moverla, tocó sangre húmeda.

–¿Qué le has hecho? – retrocedió asqueado, secándose las manos en la cobija.

Roxana se encogió de hombros. Agachándose, alzó el manto de lino bordado. Pudieron ver que la esposa de Alejandro, en los estertores de la muerte, había dado a luz al heredero.

Él miró al muñeco de cuatro meses, ya humano, el sexo definido, las uñas ya crecidas. Uno de los puños estaba apretado como con furia, la cara parecía fruncir el ceño con los ojos cerrados. Aún estaba ligado a la madre; ella había muerto antes que terminara el aborto. Contuvo la furia y lo liberó.

–Vamos, apresúrate -dijo Roxana-. Ya ves que está muerto.

–Sí -dijo Pérdicas. Apenas le llenaba las manos, el hijo de Alejandro, el nieto de Filipo y Darío, que llevaba en sus venas frágiles la sangre de Aquiles y de Ciro el Grande.

Volvió hasta el baúl. Sacó una bufanda adornada con perlas de cultivo y abalorios de oro. Cuidadosamente, como una mujer, envolvió a la criatura en la mortaja real, y la llevó ceremoniosamente hacia su sepultura antes de volver en busca de la madre.


La reina Sisigambis estaba jugando al ajedrez con el chambelán principal, un viejo eunuco con un pasado distinguido que se remontaba a los tiempos del rey Oco. Experto en sobrevivir a innúmeras intrigas palaciegas, jugaba con astucia y era mejor contrincante que las doncellas. Ella lo había invitado para aliviar su aburrimiento, y la mera cortesía exigía que le prestara atención. Caviló sobre los ejércitos de marfil del tablero. Ahora que las muchachas se habían ido con sus jóvenes servidoras, el harén parecía abandonado. Sólo quedaban viejos.

El chambelán notó que estaba distraída y adivinó la causa. Para arruinar el juego, cayó en un par de trampas y salió bien librado.

–¿Notaste, cuando el rey estuvo aquí, que había recordado tu recomendación? – dijo en una pausa-. Tú le dijiste, antes que se marchara al este, que sería buen jugador si se concentraba.

–No lo puse a prueba -dijo ella, sonriendo-. Sabía que lo habría olvidado. – Por un momento, reflejado desde la distancia, un hálito de vitalidad pareció atravesar el salón silencioso-. Siempre le decía que era el juego de guerra de los reyes y, por consideración a mí, fingía interesarse. Pero cuando yo lo amonestaba diciéndole que podía jugar mejor, decía: «¡Pero, madre, éstos son detalles!».

–Por cierto, no es hombre de quedarse quieto.

–Necesitaba más descanso. No era momento para ir a Babilonia. Babilonia siempre ha sido un lugar para visitar en invierno.

–Aparentemente él quiere pasar el invierno en Arabia. Apenas lo veremos este año. Pero cuando parta, sin duda te enviará a sus altezas, en cuanto Estatira haya dado a luz y pueda viajar.

–Sí -dijo ella-. Él querrá que yo vea al niño. – Miró de nuevo el tablero, y movió un elefante para amenazar al visir de eunuco.

«Una lástima, pensó, que el joven no hubiera mandado buscarla también a ella; aún le tenía afecto. Pero, como acababa de decir, no era época para viajar a Babilonia, y ya tenía ochenta años.»

Habían terminado la partida y estaban bebiendo sidra, cuando el chambelán fue llamado con urgencia por el comandante de la guarnición. Cuando volvió, ella lo miró a la cara y se aferró a los brazos del sillón.

–Señora…

–Es el rey -dijo ella-. Ha muerto.

Él agachó la cabeza. Era como si el cuerpo de la reina ya lo hubiera sabido; ante la primera palabra un escalofrío le había atravesado el corazón. Él se incorporó prontamente, temiendo que se cayera; pero al cabo de un momento ella le indicó que se sentara y esperó a que hablara.

Él le contó lo que sabía, sin dejar de mirarla; la cara de la reina tenía el color del pergamino viejo. Pero no sólo estaba dolorida, sino pensativa. Se volvió hacia una mesa que tenía al lado, abrió un cofre de marfil y extrajo una carta.

–Por favor, léeme esto. No sólo lo esencial. Palabra por palabra.

La vista del eunuco no era la de antes, pero acercándose la carta podía leerla. Tradujo escrupulosamente. Al llegar a «He estado enfermo, y circulan falsos rumores sobre mi muerte», alzó los ojos.

–Dime -dijo ella-, ¿es ése su sello?

Él lo examinó; a poca distancia, los detalles eran claros.

–Es similar, pero no es el sello real. ¿Lo había usado antes?

Sin hablar, la reina le puso el cofre en las manos. Él miró las cartas, escritas en persa elegante por un escriba; leyó un saludo final: «Te encomiendo, querida madre, a tus dioses y a los míos, si en verdad no son los mismos, como yo creo que son.» Había cinco o seis cartas. Todas tenían el sello real, Zeus Olímpico en su trono, el águila posada sobre la mano. Ella le leyó la respuesta en la cara.

–Cuando él no me escribió a mí… -Tomó el cofre y lo dejó a un costado. Tenía la cara encogida, como con frío pero sin asombro. Los años de su madurez habían transcurrido durante el peligroso reinado de Oco. Su esposo tenía bastante sangre real como para estar en peligro cada vez que el rey se sentía inseguro. Él, que no confiaba en casi nadie, había confiado en ella y le había contado todo. Las intrigas, venganzas y traiciones habían sido cosa de todos los días. Por último, Oco lo había matado. Ella creyó que seguiría vivo en la persona de su esbelto hijo; cuando éste huyó de Isos ella casi se muere de vergüenza. El joven conquistador fue anunciado en la tienda desolada donde su enemigo había dejado abandonada a la familia. Para proteger a las niñas, haciendo reverencias como un animal bien entrenado hace piruetas, la reina se había arrodillado ante el hombre alto y apuesto, que dio un paso atrás. La consternación de todos le hizo notar que había cometido un espantoso error; entonces se inclinó ante el más bajo. Él le tomó las manos y la obligó a levantarse. Por primera vez ella le vio los ojos. «No importa, madre…» Ella sabía suficiente griego para entender esas palabras.

El chambelán, el viejo sobreviviente, casi tan pálido como ella, trataba de no mirarla. Del mismo modo, alguien había desviado la vista cuando su esposo fue llamado a la corte por última vez.

–Lo han asesinado -dijo, como si fuera evidente.

–Este hombre dice que fue la fiebre de los pantanos. En Babilonia es común en verano.

–No, lo han envenenado. ¿Y no hay noticias de mis nietas?

Él meneó la cabeza. Hubo una pausa mientras ambos guardaban silencio, sintiendo el desastre que se abatía sobre su vejez, una enfermedad mortal que no podrían eludir.

–Él se casó con Estatira por razones políticas. Fue obra mía que él la dejara embarazada.

–Aun así, tal vez estén seguras. Quizá se hayan ocultado.

La reina meneó la cabeza. De pronto se irguió en el sillón, como pensando: «¿Por qué estoy aquí sin hacer nada, cuando hay tanto trabajo por delante?»

–Amigo mío, acaba de terminar una época. Ahora iré a mi habitación. Adiós. Gracias por los servicios que me has prestado en todos estos años.

Ella le leyó nuevos temores en la cara. Los comprendió; ambos habían vivido en el reinado de Oco.

–Nadie sufrirá. Nadie será acusado de nada. A mi edad, morir es fácil. Cuando te vayas, mándame a mis doncellas.

Las doncellas la encontraron tranquila y atareada, ordenando sus joyas. Les habló sobre sus familias les dio consejos, las abrazó y repartió las joyas entre ellas, todas menos los rubíes del rey Poros, que conservó puestos.

Cuando se hubo despedido de todas, se tendió en la cama y cerró los ojos. Después de las primeras negativas, las doncellas ya no intentaron darle de comer ni de beber. No era piadoso molestarla, y menos aún mantenerla viva para que se vengara. Al principio, la dejaron sola tal como había ordenado. Al cuarto día, viendo que empezaba a agonizar, se turnaron para cuidarla; si notó que estaban, no las ahuyentó. Al anochecer del quinto día advirtieron que había muerto; respiraba tan silenciosamente que costó advertir que ya no lo hacía.


Galopando día y noche a lomo de dromedario, caballo o mula montañesa según el terreno; comunicándose uno a otro la noticia breve y asombrosa, los mensajeros del rey habían llevado la noticia de la muerte de Babilonia a Susa, de Susa a Sardis, de Sardis a Esmirna, a lo largo del Camino Real que Alejandro había hecho extender hasta el Mediterráneo. En Esmirna, durante la temporada de navegación, había un barco siempre preparado para llevar sus cartas a Macedonia.

El último correo de la larga cadena había llegado a Pela, y había entregado la carta de Pérdicas a Antípatro.

El viejo leyó en silencio. Cada vez que Filipo iba a la guerra él gobernaba Macedonia; desde que Alejandro se había ido al Asia había gobernado toda Grecia. El honor que lo mantenía leal también le había intensificado el orgullo; tenía más aspecto de rey que Alejandro, que sólo se había parecido a sí mismo. Entre sus amigos íntimos corría la broma de que, por fuera, Antípatro era todo blanco bordado en púrpura.

Al leer la carta y enterarse de que a fin de cuentas no sería reemplazado por Crátero (Pérdicas se había cuidado de aclararlo), pensó ante todo que la Grecia meridional se levantaría en cuanto se difundieran las nuevas. La noticia en sí, aunque alarmante, no era del todo inesperada. Conocía a Alejandro desde pequeño; siempre había sido inconcebible que llegara a viejo. Antípatro se lo había dicho casi en esos términos, cuando se preparaba para marchar al Asia sin dejar un heredero.

Había sido un error sugerirle su propia hija. Habría sido una elección óptima, pero el muchacho se hubiera sentido atrapado, o usado. «¿Crees que ahora tengo tiempo para celebrar una boda y esperar hijos?», le había dicho. Podía haber tenido un hijo casi adulto, pensó Antípatro, de buena sangre. ¿Y ahora? Dos mestizos nonatos; y entretanto, el orgullo de jóvenes leones descontrolados. Pensó, no sin aprensión, en su propio hijo mayor.

Recordó también un chisme que había oído durante el primer año del reinado del joven. «No quiero que un hijo mío sea criado aquí mientras yo estoy lejos», le había dicho a alguien.

Y eso era lo que había detrás. ¡Esa maldita mujer! Durante la infancia le había hecho odiar a su padre, a quien podría haber admirado en otras circunstancias; ella le había mostrado el matrimonio como la túnica envenenada de Heracles (¡otra perfidia femenina!). Luego, cuando tuvo edad para las muchachas y pudo elegir a gusto, se alarmó cuando buscó refugio en otro varón. Pudo haber hecho una elección mucho peor que Hefestión -su padre lo había hecho, y había muerto por eso- pero ella no podía resignarse a lo que había sido resultado de su propia obra. Se había hecho de un enemigo cuando pudo haber tenido un aliado, y sólo había logrado ocupar el segundo lugar y no el primero. Sin duda se había alegrado al enterarse de la muerte de Hefestión. Bien, ahora tendría que enterarse de otra muerte.

Se contuvo. Era cruel burlarse del dolor de una madre por su único hijo. Tendría que enviarle la noticia. Se sentó a la mesa con la cera delante, buscando alguna palabra decente y amable para su vieja enemiga, algún elogio apropiado para el muerto. Un hombre, reflexionó, a quien no había visto en más de una década, a quien todavía recordaba como un niño precoz. ¿Cómo habría sido después de esos años prodigiosos? Tal vez aún pudiera saberse o deducirse. Una manera adecuada de terminar la carta, sería decir que habían embalsamado el cuerpo del rey conservando las facciones y sólo faltaba un carruaje digno para iniciar el viaje hasta el cementerio real de Aigai.


«A la reina Olimpia, salud y prosperidad…»


Era pleno verano en Epiro. El alto valle estaba verde y dorado, irrigado por las nieves invernales evocadas por Homero. Los terneros engordaban, las ovejas habían dado su lana suave, los árboles estaban cargados de frutos. Aunque atentaba contra todas las costumbres, los moloseos habían prosperado bajo el gobierno de una mujer.

La reina Cleopatra, hija de Filipo y hermana de Alejandro, se quedó con la carta de Antípatro en la mano, mirando desde la habitación superior de la morada real hacia las lejanas montañas. El mundo había cambiado, era demasiado pronto para saber cómo. Alejandro muerto le despertaba un respeto sin dolor, como Alejandro vivo le había despertado respeto sin amor. Él había llegado al mundo antes que ella, para privarla del amor de su madre, de las atenciones de su padre. Habían dejado de reñir pronto, cuando aún eran pequeños; después de eso se habían visto poco. El día de su boda, el día de la muerte de su padre, ella se había convertido en un peón del estado; él se había convertido en rey y, más tarde, en un fenómeno que se volvía más deslumbrante y extraño con la distancia.

Por unos instantes, con el papel en la mano, recordó los días en que eran niños, con sólo dos años de diferencia, y las incesantes riñas de sus padres los unían en una actitud defensiva; también recordaba que si había que enfrentarse a la madre en uno de sus temibles arranques, era él quien siempre se prestaba a capear el temporal.

Dejó la carta de Antípatro. Al lado estaba la destinada a Olimpia. Alejandro no se enfrentaría ahora; ella tendría que hacerlo.

Sabía dónde encontrarla: en la sala de huéspedes donde se había alojado durante el funeral del esposo de Cleopatra, y donde había permanecido desde entonces. El rey muerto era hermano de ella, y se había inmiscuido cada vez más en los asuntos del reino, mientras continuaba con una horda de agentes ese conflicto con Antípatro que había vuelto imposible su posición en Macedonia.

Cleopatra irguió resueltamente la barbilla cuadrada que había heredado de Filipo y, tomando la carta, bajó a la habitación de su madre.

La puerta estaba entornada. Olimpia estaba dictándole algo a su secretario. Cleopatra se detuvo y pudo oír que estaba preparando una larga acusación contra Antípatro, un resumen de viejas cuentas que se remontaban a diez años atrás. «Interrógalo sobre esto, cuando se presente ante ti, y no te dejes engañar si alega que…» Se paseaba con impaciencia mientras el escriba redactaba.


Cleopatra se había propuesto actuar, en una ocasión tan tradicional, como correspondía a una hija: presentar una cara grave y triste, empezar con las advertencias habituales. En ese momento su hijo de once años volvió de un partido de pelota con sus pajes; era un muchacho robusto y bronceado, con la cara del padre. Al verla ante la puerta, la miró con un aire de ansiosa complicidad, como compartiendo su cautela ante la sede del poder.

Ella lo despidió amablemente, ansiando estrecharlo contra sí y gritar: «¡Tú eres el rey!». A través de la puerta vio al secretario raspando la cera laboriosamente. Odiaba a ese hombre, un viejo allegado de su madre desde los tiempos de Macedonia. No había modo de saber cuántas cosas conocía él.

Olimpia tenía poco más de cincuenta años. Recta como una lanza y aún esbelta, había empezado a usar cosméticos como una mujer a quien sólo le interesa que la vean, no que la toquen. Se había lavado el pelo gris con manzanilla y alheña; se había pintado las pestañas con antimonio. Tenía la cara blanqueada, y los labios, no las mejillas, ligeramente coloreados de rojo. Había pintado la imagen que ella tenía de sí misma, no de seductora Afrodita sino de imponente Hera. Cuando vio a su hija en el umbral y se volvió para reprenderla por la interrupción, estaba majestuosa e imponente.

De pronto Cleopatra sintió un arrebato de furia. Entrando en la habitación, la cara como piedra, sin ningún gesto para despedir al escriba, dijo ásperamente:

–No es preciso que le escribas. Ha muerto.

El perfecto silencio parecía ahondarse con cada pequeño sonido; el chasquido de la pluma del hombre, una paloma en el árbol cercano, las voces de niños que jugaban a lo lejos. La crema blanca de la cara de Olimpia resaltaba como tiza. Miraba directamente frente a ella. Cleopatra, alentada por quién sabía qué furias elementales, esperó hasta que no aguantó más. Aplacada por el remordimiento, dijo:

–No fue en la guerra. Murió de fiebre.

Olimpia le hizo una seña al escriba, quien se marchó dejando los papeles desordenados. Ella se volvió hacia Cleopatra.

–¿Ésa es la carta? Dámela.

Cleopatra se la entregó. Ella la sostuvo, sin abrirla, esperando a que se fuera. Cleopatra cerró la gruesa puerta. Ningún sonido vino de la habitación. La muerte de Alejandro era algo entre ellos dos, como su vida. Ella quedaba excluida. Ésa también era una vieja historia.


Olimpia se aferró a la columna de piedra de la ventana y sintió la mordedura de las talladuras en las palmas. Un sirviente que pasaba vio la cara absorta y por un momento pensó que alguien había dejado allí una máscara trágica. Apuró el paso para no ser alcanzado por esa mirada hueca. Ella contempló el cielo del este.

Se lo habían predicho antes que él naciera. Tal vez mientras ella dormía él se había dormido en su vientre -había sido inquieto, impaciente por vivir- y la había hecho soñar. Ardientes alas de fuego le habían brotado del cuerpo, batiendo y extendiéndose hasta que tuvieron el tamaño suficiente para elevarla al cielo. El fuego seguía fluyendo de ella cubriendo montañas y mares hasta llenar la tierra. Como un dios, en éxtasis, ella la escudriñaba, flotando en las llamas. Luego, de pronto, se habían esfumado. Desde el peñasco desolado donde la habían abandonado, había visto la tierra negra y humeante, ardiendo en los rescoldos como una ladera quemada. Había despertado bruscamente, y había tendido la mano buscando al esposo. Pero tenía ocho meses de embarazo y hacía tiempo que él había encontrado nuevas compañías. Había permanecido despierta hasta la mañana, recordando el sueño.

Más tarde, cuando el fuego se propagaba por el asombrado mundo, se había dicho que toda vida debe morir, que el momento estaba lejos y que ella no viviría para verlo. Ahora se había cumplido; sólo podía cerrar las manos sobre la piedra y afirmar que no debía ser. Nunca se había resignado a aceptar lo inevitable.

En la costa, donde confluían las aguas del Aqueronte y el Cóquitos, estaba el Necromantión, el Oráculo de los Muertos. Había ido allá tiempo atrás, cuando Alejandro había desafiado al padre para defenderla. Ambos habían ido allí durante el tiempo de exilio. Recordaba el laberinto oscuro y tortuoso, el líquido sagrado, la libación de sangre que daba a las sombras fuerzas para hablar. El espíritu de su padre había surgido en la penumbra y le había dicho en voz baja que sus problemas terminarían pronto y la fortuna la iluminaría.

Sería una larga jornada, tendría que partir al amanecer. Haría la ofrenda, tomaría la balsa y entraría en la oscuridad. Su hijo iría a ella. Iría aun desde Babilonia, desde el fin del mundo. Reflexionó. ¿Y si los primeros en venir fueran los que habían muerto en suelo patrio? Filipo, con la daga de Pausanias entre las costillas. Su nueva y joven esposa, a quien ella había ofrecido el veneno o el estrangulamiento. Incluso para un espíritu, incluso para Alejandro, había dos mil millas desde Babilonia.

No. Esperaría la llegada del cuerpo; sin duda el espíritu estaría así más cerca. Cuando hubiera visto el cuerpo, el espíritu parecería menos extraño. Pues ella sabía que temía su extrañamiento. Cuando se fue, aún era un niño para ella; recibiría el cuerpo de un hombre casi maduro. ¿Su sombra le obedecería? La había amado, pero rara vez la había obedecido.

El hombre, el fantasma, se le escabulló. Quedó vacía. Luego, contra su voluntad, vívido a la vista y al tacto, apareció el niño. El aroma de su pelo, los ligeros rasguños en la piel delicada, las rodillas sucias, la risa, el enfado, los ojos asombrados y atentos. Los suyos secos se le humedecieron; las lágrimas le mancharon las mejillas con pintura; se mordió el brazo para ahogar el llanto.

Junto al fuego, ella le había contado viejas historias familiares sobre Aquiles que habían corrido de boca en boca, recordándole siempre que heredaba la sangre del héroe a través de ella. Cuando empezó la escuela él había acudido ávidamente a La Ilíada, coloreándola con el Aquiles de los cuentos. Tomando La Odisea, se encontró con la visita de Ulises a la tierra de las sombras. («Fue en mi patria, en Epiro, donde habló con ellas.») Lenta y solemnemente, mirando el cielo rojo del poniente, había dicho las palabras.


Aquiles,


ningún hombre ha sido más afortunado que

tú,

y ninguno lo será. Cuando vivías, los

argivos te honrábamos

como a un dios, y ahora en este lugar

tienes gran autoridad

sobre los muertos. No llores, ni

siquiera en la muerte, Aquiles.