Palabras de Alejandro Magno en su lecho de muerte, según testimonios.
LA MUERTE DE ALEJANDRO
325 a.C. Regreso por el desierto de Gedrosia en condiciones
extremas.
324 a.C. Alejandro en Susa. Boda con Estatira, hija de Darío
III. Ella permanece en el harén del palacio con su abuela
Sisigambis. Alejandro va al palacio de verano de Ecbatana,
acompañado por Roxana, su esposa desde 328, y su amigo Hefestión.
Roxana queda embarazada. Hefestión enferma repentinamente y
muere.
323 a.C. Alejandro va a Babilonia y organiza el funeral de
Hefestión. Se prepara para su próxima campaña, explorando las
costas de Arabia. Luego de navegar en el bajo Éufrates contrae una
fiebre fatal. En su lecho de muerte entrega el anillo real a
Pérdicas, su lugarteniente desde la muerte de
Hefestión.
En las cercanías estaba el templo del dios que los hombres de
Jerjes habían conseguido demoler a medias. El resto del techo
estaba remendado con barda y apuntalado con vigas de madera tosca.
En el extremo interior, donde frente a las columnas había esmaltes
espléndidos pero descascarillados, reinaba aún una oscuridad
venerable, un olor a incienso y a ofrendas quemadas. En un altar de
pórfido, bajo un conducto para el humo, el fuego sagrado ardía en
el cuenco de bronce. Estaba débil; la caja de combustible estaba
vacía. El acólito rapado miró al sacerdote que, a pesar de estar
abstraído, reparó en la debilidad de la llama.
–Trae combustible. ¿En qué estás pensando? ¿Debe un rey morir
por culpa de tu pereza? ¡Muévete! Viniste al mundo cuando tu madre
dormía y roncaba.
El acólito hizo una apresurada reverencia; la disciplina del
templo no era rigurosa.
–Aún no es la hora -dijo el sacerdote-. Quizá ni siquiera el
día. Él es fuerte como el león de la montaña, tardará en
morir.
Dos sombras ocuparon la entrada del templo. Los sacerdotes
que entraban usaban la alta mitra de fieltro de los caldeos. Se
acercaron al altar con gestos rituales, inclinándose con la mano en
la boca.
–¿No hay novedad? – preguntó el sacerdote de
Marduk.
–No -dijo el primer caldeo-. Pero pronto la habrá. No puede
hablar; apenas puede respirar. Pero cuando los soldados de su
tierra clamorearon en la puerta, exigiendo verlo, los recibió a
todos. No a los comandantes, ellos ya estaban allí. Los lanceros,
los guerreros de infantería. Pasaron media mañana desfilando por su
alcoba y él los saludó a todos por señas. Eso lo agotó, y ahora
está en el sueño de la muerte.
Se abrió una puerta detrás del altar y entraron dos
sacerdotes de Marduk. Por la abertura se veía una habitación
lujosa, con colgaduras bordadas, destellos de oro. Había olor a
carne con especias. La puerta se cerró. Los caldeos, recordando un
viejo escándalo, intercambiaron una mirada.
–Hicimos lo posible para alejarlo de la ciudad -dijo uno de
ellos-. Pero él había oído que no habían restaurado el templo y
pensó que le teníamos miedo.
–El año no ha sido auspicioso para las grandes obras -dijo
rígidamente un sacerdote de Marduk-. Nabucodonosor construyó en un
año nefasto. Sus esclavos extranjeros pelearon entre sí, raza
contra raza, arrojándose de la torre. En cuanto a Sikandar, aún
sería afortunado y estaría seguro en Susa, si no hubiera desafiado
al dios.
–A mi entender prosperó mucho junto al dios, aunque lo llamó
Heracles -dijo uno de los caldeos. Echó una severa ojeada al
edificio derruido, como diciendo: «¿Dónde está el oro que el rey os
dio para reconstruir, os lo habéis comido y bebido
todo?».
Hubo un silencio hostil. El jefe de los sacerdotes de Marduk
dijo con dignidad tratando de ser conciliador:
–Sin duda vuestra predicción fue atinada. ¿Habéis leído los
cielos desde entonces?
Las altas mitras se inclinaron para asentir. El caldeo de más
edad, de barba plateada, cara morena y manto escarlata, le hizo una
seña al sacerdote de Marduk, indicándole la parte rota del
templo.
Esto -dijo- fue lo que auguramos para Babilonia. – Hizo un
ademán con la vara con estrellas de oro, señalando las paredes
derruidas, el techo deteriorado, las vigas inclinadas, las losas
tiznadas por el fuego-. Esto por un tiempo, y luego… Babilonia
dejará de ser. – Caminó hacia la entrada y escuchó; pero los ruidos
de la noche no habían cambiado-. Los cielos dicen que empezará con
la muerte del rey.
El sacerdote recordó al espléndido joven que ocho años atrás
había venido con una ofrenda de tesoros e incienso árabe; y al
hombre que había regresado este año, curtido y avejentado, el pelo
rojizo blanqueado por el sol y entrecano, pero con los ojos
profundos aún ardientes, aún plenos del encanto desenfadado de los
jóvenes amados, aún terribles en su furia. El aroma del incienso
había perfumado mucho tiempo en el aire, el oro mucho más en el
erario; incluso entre hombres que sabían gozar de la vida, la mitad
estaba todavía en las arcas. Pero para el sacerdote de Bel Marduk
ya no resultaba placentero. Ese oro hablaba ahora de llamas y de
sangre. El ánimo se le apagaba como el fuego del altar cuando no lo
alimentaban.
–¿Lo veremos? ¿Vendrá un nuevo Jerjes?
El caldeo meneó la cabeza.
–Una muerte, no un asesinato. Otra ciudad se levantará y la
nuestra decaerá. Está bajo el signo del rey.
–¿Cómo? ¿Entonces vivirá, pese a todo?
–Está agonizando, como te he dicho. Pero su signo camina a lo
largo de las constelaciones, más allá de lo que podemos calcular en
años. No lo verás ponerse mientras vivas.
–Bien, mientras vivió no nos hizo daño. Tal vez sea benigno
después de muerto.
El astrólogo frunció el ceño como un adulto eligiendo
palabras para hablar con un niño.
–Recuerda el fuego que cayó del cielo el año pasado. Oímos
dónde cayó, y fuimos allá, una semana de viaje. Había iluminado la
ciudad con más brillo que la luna llena. Pero descubrimos que al
caer se había partido en rescoldos rojos que calcinaron la tierra
alrededor. Un granjero había llevado uno a su casa, porque ese día
su esposa había alumbrado mellizos. Pero un vecino se lo había
robado pretendiendo disfrutar de su poder; pelearon, y ambos
hombres murieron. Otro fragmento cayó a los pies de un niño mudo
que recuperó el habla. Un tercer fragmento inició un incendio que
destruyó un bosque. Pero el mago del lugar había tomado el
fragmento más grande y lo convirtió en el altar del fuego,
recordando la luz que esparcía cuando estaba en el cielo. Y todo
esto de una sola estrella. Así será.
El sacerdote inclinó la cabeza. De la cocina le llegaban
aromas. Era mejor invitar a los caldeos que dejar que la carne se
estropeara por esperar. Dijeran lo que dijesen los astros, la buena
comida era la buena comida.
–Aquí donde estamos -dijo el viejo caldeo, escrutando las
sombras-, el leopardo amamantará a sus crías.
El sacerdote esperó respetuosamente. No se oía nada en el
palacio real. Con suerte, podrían comer algo antes que empezaran
los llantos.
Las murallas del palacio de Nabucodonosor tenían más de
cuatro pies de espesor y estaban revestidas con azulejos
esmaltados, pero el calor del verano lo atravesaba todo. El sudor
que goteaba por la muñeca de Eumenes manchaba la tinta del papiro.
La cera tenía un brillo húmedo en la tablilla que estaba
transcribiendo; la sumergió nuevamente en la tina de agua fría que
su asistente le había dejado con los otros borradores, para
mantener en condiciones la superficie. Los escribas locales usaban
arcilla húmeda, pero la arcilla estaría endurecida antes de la
revisión. Fue por tercera vez a la puerta en busca de un esclavo
que lo abanicara. Una vez más los ruidos prudentes y sigilosos
-pasos suaves, voces bajas, furtivas, reverentes o plañideras- lo
obligaron a volver a su silenciosa tarea detrás del cortinaje.
Batir las palmas, llamar, gritar una orden, eran cosas
impensables.
No había buscado a su asistente, un hombre parlanchín; pero
le habría venido bien el esclavo silencioso y la agitación del
abanico. Observó el rollo inconcluso clavado en el escritorio.
Hacía veinte años que no escribía con su propia mano cartas que no
fueran muy secretas. ¿Por qué escribía ahora una que jamás se
despacharía, salvo por milagro? Se habían producido muchos
milagros, pero sin duda no se produciría ninguno ahora. Era algo
que hacer, lo alejaba del futuro desconocido. Sentándose de nuevo
retomó la tablilla, la apoyó, se secó la mano con la toalla que
había dejado el asistente y recogió la pluma.
«Y las naves comandadas por Nearco se reunirán en la
desembocadura del río, donde les pasaré revista mientras Pérdicas
trae el ejército desde Babilonia; y allí se harán sacrificios a los
dioses adecuados. Luego tomaré el mando de las fuerzas de tierra e
iniciaré la marcha hacia el Oeste. La primera
etapa…»
Cuando tenía cinco años, antes que le enseñaran a escribir,
él vino a verme al estudio del rey.
–¿Qué es eso, Eumenes?
–Una carta.
–¿Qué dice esa primera palabra, escrita con letras
grandes?
–Es el nombre de tu padre. Filipo, rey de Macedonia. Ahora
estoy ocupado. Ve a jugar.
–Escribe mi nombre. Hazlo, por favor.
Se lo di escrito, en el dorso de un despacho inservible. Al
día siguiente lo había aprendido y lo había tallado en la cera de
una carta real para Cersobleptes de Tracia. Tenía mi regla sobre su
palma…
A causa del calor había dejado abierta la puerta maciza. Se
acercaron pasos, discretos como todos los demás sonidos. Tolomeo
abrió la cortina y la cerró al entrar. Tenía arrugas de cansancio
en la cara enérgica y curtida; había pasado la noche en vela, sin
el estímulo de la acción. Aparentaba más de sus cuarenta y tres
años. Eumenes esperó en silencio.
–Le ha dado el anillo a Pérdicas -dijo
Tolomeo.
Hubo una pausa. La atenta cara griega de Eumenes -no una cara
libresca, también él había combatido- escrutó la cara impasible del
macedonio.
–¿Qué atribuciones le dio? ¿Las de delegado? ¿O
regente?
–Como no puede hablar -dijo secamente Tolomeo-, nunca lo
sabremos.
–Si él ha aceptado la muerte -razonó Eumenes-, podemos
presumir lo segundo. De lo contrario…
–Ahora da lo mismo. No puede ver ni oír. Está en el sueño de
la muerte.
–No estés tan seguro. He sabido de hombres a quienes ya se
daba por muertos que más tarde declararon que lo oían
todo.
Tolomeo reprimió un gesto de impaciencia. Estos griegos
charlatanes. ¿Acaso tiene miedo de algo?
–Vine a verte porque tú y yo lo conocimos desde que nació.
¿No quieres estar allí?
–¿Los macedonios me quieren allí? – Un viejo resentimiento
torció por un instante la boca de Eumenes.
–Oh, vamos. Todos confían en ti. Pronto te
necesitaremos.
El secretario ordenó lentamente sus
utensilios.
–¿Y no dijo nada sobre un heredero? – preguntó secando la
pluma.
–Pérdicas lo interrogó, mientras aún podía emitir un susurro.
Él sólo dijo: «Al mejor hombre. Hotí to
kratisto ».
«Dicen que los moribundos pueden hacer profecías, pensó
Eumenes». Se estremeció.
–Al menos -añadió Tolomeo-, eso nos contó Pérdicas. Él estaba
inclinado. Nadie más pudo oírlo.
Eumenes dejó la pluma e irguió la cabeza.
–¿O Kratero? Dices que susurraba, le
faltaba el aliento. – Se miraron. Crátero, el más eminente general
de Alejandro, se dirigía a Macedonia para tomar la regencia de
Antípatro-. Si él hubiera estado en la habitación…
–Quién sabe… -dijo Tolomeo, encogiéndose de hombros. «Si
Hefestión hubiera estado allí», pensó… Pero si él hubiera vivido, nada de esto habría pasado. Él no
habría cometido ninguna de esas locuras que lo llevaron a la
muerte. Venir a Babilonia en verano, remontar los pestilentes
pantanos… Pero más valía no hablar de Hefestión con Eumenes-. Esta
puerta pesa como un elefante. ¿Quieres que la
cierre?
Deteniéndose en el umbral, Eumenes dijo:
–¿Nada sobre Roxana y su hijo? ¿Nada?
–Faltan cuatro meses. ¿Y si tiene una niña?
El corpulento macedonio y el esbelto griego avanzaron por el
corredor sombreado. Un joven oficial macedonio se les acercó
torpemente, casi tropezó con Tolomeo y tartamudeó una
disculpa.
–¿Hay algún cambio? – dijo Tolomeo.
–No, señor. Creo que no. – El oficial se esforzó por
dominarse; vieron que estaba llorando.
–Ese muchacho todavía cree -dijo Tolomeo cuando el oficial se
alejó-. Yo aún no puedo.
–Bien, vamos.
–Espera. – Tolomeo le aferró el brazo, lo llevó de nuevo a su
habitación y cerró la puerta de ébano de goznes crujientes-. Será
mejor que te diga esto mientras aún hay tiempo. Debiste saberlo
antes, pero…
–Sí, dime -dijo Eumenes con impaciencia. Había reñido con
Hefestión poco antes de su muerte, y Alejandro ya no confiaba tanto
en él.
–Estatira también está encinta -dijo
Tolomeo.
Eumenes, que antes no podía estarse quieto de ansiedad, quedó
paralizado.
–¿La hija de Darío?
–¿Cuál otra? A fin de cuentas, es la
esposa de Alejandro.
–Pero esto lo modifica todo. ¿Cuándo…?
–¿No recuerdas? No, claro. Habías ido a Babilonia. Cuando
Alejandro se recobró de la muerte de Hefestión (era imposible
callar el nombre constantemente) fue a guerrear con los coseos. Yo
lo incité. Le dije que exigían el pago de peajes y él se enfureció.
Necesitaba alguna actividad. Le hizo bien. Cuando terminó con ellos
y venia hacia aquí, se detuvo una semana en Susa para visitar a
Sisigambis.
–Esa vieja bruja -dijo Eumenes con amargura. «Pero de no ser
por ella, pensó, los amigos del rey no habrían podido conseguir
esposas persas.» La boda colectiva en Susa se había celebrado como
un drama de magnificencia sobrehumana, hasta que de pronto él se
encontró a solas en un pabellón perfumado, acostado con una noble
persa cuyos ungüentos le daban asco y que no sabía más palabras
griegas que «Salud, mi señor»
–Una gran dama -dijo Tolomeo-. Lástima que la madre de él no
fuera como ella. Ella lo habría hecho casar
antes que saliera de Macedonia para que tuviera un hijo varón. A
estas alturas ya tendría un heredero de catorce años. Ella no le habría hecho detestar el matrimonio
cuando era niño. ¿De quién fue la culpa de que él no estuviera
preparado para las mujeres hasta que conoció a la bactriana? – Así
llamaban la mayoría de los macedonios a Roxana en
privado.
–Eso pertenece al pasado. Pero Estatira… ¿Pérdicas lo
sabe?
–Precisamente por eso le pidió que nombrara al
heredero.
–¿Y aun así él se negó?
–«Al mejor hombre» -dijo-. Nos encomendó a nosotros, los
macedonios, la responsabilidad de elegir cuando los niños alcancen
la mayoría de edad. Sí, es un macedonio hasta el
final.
–Si son varones -le recordó Eumenes.
–Y si alcanzan la mayoría de edad -dijo Tolomeo, que había
estado absorto en sus pensamientos.
Eumenes no dijo nada. Caminaron entre las paredes azulejadas
del corredor hacia la cámara mortuoria.
La alcoba de Nabucodonosor, en un tiempo pesadamente asiria,
se había vuelto cada vez más persa por obra de los reyes desde Ciro
en adelante. Cambises había adornado las paredes con los trofeos de
la conquista de Egipto; Darío el Grande había revestido las
columnas con oro y malaquita; Jerjes había colgado en un costado la
túnica dorada de Atenea, robada del Partenón. El segundo Artajerjes
había traído artesanos de Persépolis para que construyeran la gran
cama donde Alejandro ahora agonizaba.
El estrado estaba cubierto por tapices carmesíes con galones
de oro. La cama era de nueve pies por seis. El tercer Darío, un
hombre de gran estatura, había tenido lugar suficiente. El gran
dosel estaba sostenido por cuatro demonios del fuego esculpidos en
oro, con alas de plata y ojos enjoyados. El moribundo estaba
desnudo, apoyado en almohadas que lo ayudaban a respirar, y
empequeñecido por tantos esplendores. Lo habían tapado hasta la
cintura con un manto de lino al desaparecer las convulsiones.
Empapado en sudor, se le adhería a la piel como si estuviera
esculpido.
Los jadeos bruscos y monótonos crecían gradualmente, luego
cesaban. Al cabo de una pausa durante la cual nadie más respiraba
en la alcoba atestada, empezaban de nuevo, lentamente, con el mismo
crescendo.
Hasta hacía unos instantes el silencio había sido casi total.
Ahora que había dejado de reaccionar, un murmullo suave empezó a
propagarse, demasiado discreto y cauteloso para ser
individualizado, un murmullo de fondo para el ritmo intenso de la
muerte.
Pérdicas estaba junto a la cabecera de la cama. Hizo una seña
a Tolomeo con las cejas pobladas y oscuras; era un hombre alto, con
la contextura de un macedonio, aunque no con la misma complexión,
en cuyo rostro la autoridad se acentuaba gradualmente. Ese
silencioso cabeceo indicaba: «Aún no hay cambios»
El movimiento de un abanico llamó la atención de Tolomeo.
Allí, en el estrado, aparentemente sin dormir, estaba desde hacía
días el muchacho persa. Así lo consideraba Tolomeo, aunque ya debía
de tener veintitrés años; con los eunucos costaba distinguir. A los
dieciséis años un general persa involucrado en el asesinato de
Darío lo había presentado a Alejandro como testigo de sus
declaraciones. Era la persona indicada pues había sido uno de los
sicarios del rey y conocía las intimidades de la corte. Se había
quedado para relatar su historia a los cronistas y, desde entonces,
nunca se había apartado de Alejandro. La belleza que había
deslumbrado a dos reyes, no era ya tan visible. Los ojos grandes y
oscuros estaban hundidos en la cara más demacrada que la del
moribundo víctima de la fiebre. Estaba vestido como un sirviente.
¿Acaso pensaba que si reparaban en él lo echarían? ¿Qué pensará?, se preguntaba Tolomeo. Se habrá acostado
con Darío en esta misma cama.
Una mosca revoloteó sobre la transpirada frente de Alejandro.
El persa la ahuyentó, luego dejó el abanico para humedecer una
toalla en un cuenco de agua aromatizada y enjugar la cara
inmóvil.
Al principio a Tolomeo le había disgustado esa presencia
exótica que rondaba los aposentos de Alejandro, incitándolo a
asumir los atributos de la realeza persa y los modales de la corte
persa, persiguiéndolo día y noche. Pero esa presencia se había
impuesto. Tolomeo, en medio de su propio pesar y su presentimiento
de una crisis inminente, sentía piedad por el persa. Se acercó y le
tocó el hombro.
–Ve a descansar, Bagoas. Deja que otro de los chambelanes
haga todo esto. – Un grupo de eunucos, resabios avejentados de la
corte de Darío y aun de Oco, se adelantó servicialmente. Tolomeo
dijo-: Él no se dará cuenta ya…
Bagoas miró en derredor. Era como si le hubieran dicho que
estaba condenado a una ejecución inmediata, una sentencia esperada
mucho tiempo.
–De acuerdo -dijo Tolomeo gentilmente-. Es tu derecho.
Quédate si lo deseas.
Bagoas se llevó los dedos a la frente. El mal momento había
pasado. Con la mirada fija en los ojos cerrados de Alejandro, agitó
el abanico removiendo el caluroso aire babilónico. Tenía capacidad
para resistir, reflexionó Tolomeo. Había soportado incluso el
vendaval que siguió a la muerte de Hefestión.
Contra la pared más próxima a la cama, en una mesa maciza
como un altar, Hefestión aún estaba endiosado. Endiosado y
multiplicado; allí estaban las estatuillas y bustos votivos
-obsequiados por amigos apesadumbrados, arribistas asiduos, hombres
asustados que alguna vez habían reñido con el difunto- realizados
por los mejores artistas que pudieron encontrarse en tan poco
tiempo para consolar a Alejandro. Hefestión en bronce, un Ares
desnudo con escudo y lanza; con armadura de oro, rostro y miembros
de marfil; en mármol teñido con una corona de laurel dorado, como
plateado estandarte del escuadrón que llevaría su nombre; como
semidiós, la primera maqueta para la estatua destinada a su templo
en Alejandría. Alguien había hecho lugar para apoyar un objeto y un
pequeño Hefestión de bronce se había caído. Echando una ojeada a la
cara ciega del moribundo, Tolomeo lo levantó. Esperad a que él se
vaya.
El ruido llamó la atención de Eumenes que se apresuró a
desviar nuevamente la mirada.
«Ahora no tienes nada que temer», pensó Tolomeo. Oh, sí, era
arrogante de vez en cuando. Al final pensaba que él era el único
que comprendía. ¿Y hasta qué punto se equivocaba? Acéptalo,
Eumenes, él le hizo bien a Alejandro. Yo lo
supe cuando ambos estudiaban juntos. Él era alguien en sí mismo y
ambos lo sabían. Ese orgullo que te disgustaba fue la salvación de
Alejandro; jamás lo adulaba, jamás lo incitaba, jamás lo envidiaba,
jamás le mentía. Amaba a Alejandro y nunca lo usó, aprovechó tanto
como él las lecciones de Aristóteles, jamás perdía a propósito
cuando competía con él. Al final de sus días podía hablar con
Alejandro de hombre a hombre, decirle en qué se equivocaba; y nunca
lo temió. Lo salvó de la soledad, y quién sabe de qué más. Ahora se
ha ido y a esto hemos llegado. Si él estuviera vivo, hoy todos
estaríamos celebrando en Susa, digan lo que digan los
caldeos.
Un médico atemorizado, empujado desde atrás por Pérdicas,
apoyó la mano en la frente de Alejandro, le tomó la muñeca, murmuró
gravemente y retrocedió. Mientras pudo hablar, Alejandro se había
negado a tener ningún médico cerca; e incluso cuando cayó en la
inconsciencia, no se podía encontrar a nadie que lo atendiera, pues
todos temían que después los acusaran de haberlo envenenado. Ahora
ya daba lo mismo; Alejandro ya no tragaba. «Maldito sea ese
matasanos, pensó Tolomeo, que dejó morir a Hefestión para asistir a
los juegos. Lo volvería a ahorcar si pudiera.»
Creyeron que cuando cambiara el ritmo de los jadeos sólo
sería para que llegaran los ronquidos finales pero, como si la mano
del médico hubiera despertado una chispa de vida, las exhalaciones
cobraron un ritmo más regular y los párpados se movieron. Tolomeo y
Pérdicas dieron un paso hacia adelante. Pero el callado Bagoas, a
quien todos habían olvidado, dejó el abanico y, como si nadie más
estuviera presente, se inclinó sobre la cabeza del moribundo,
rozándola con su pelo castaño claro. Susurró algo suavemente.
Alejandro abrió los ojos grises. Se agitó la sedosa melena del
persa.
–Movió la mano -dijo Pérdicas.
Ahora estaba inmóvil, los ojos nuevamente cerrados, aunque
Bagoas aún los miraba como en trance. Pérdicas tensó la boca; allí
había toda clase de personas. Pero antes que pudiera adelantarse
para reprenderlo, el persa retomó su puesto y recogió el abanico.
Salvo por ese movimiento, habría podido ser una estatua tallada en
marfil.
Tolomeo notó que Eumenes le hablaba.
–¿Qué? – dijo roncamente. Estaba al borde del
llanto.
–Vendrá Peucestes.
Los apiñados funcionarios se separaron para dejar entrar a un
macedonio alto y fornido vestido con ropas persas, pantalones
incluidos, para consternación de la mayoría de sus compatriotas.
Cuando le concedieron la satrapía de Persis había adoptado las
ropas nativas para complacer a Alejandro, no sin advertir que le
sentaban bien. Se adelantó, los ojos clavados en la cama. Pérdicas
le salió al encuentro.
Se elevó un murmullo. Los ojos de los dos hombres
intercambiaron un mensaje. Pérdicas dijo formalmente para que
escucharan los presentes:
–¿Recibiste un oráculo de Sarapis?
Peucestes inclinó la cabeza.
–Velamos toda la noche. El dios dijo al amanecer: «No
traigáis al rey al templo. Estará mejor donde
está».
«No, pensó Eumenes, no habrá más milagros». Por un instante,
cuando movió la mano casi había creído que se produciría
otro.
Se volvió para buscar a Tolomeo, pero éste se había alejado
para recobrar la compostura. Fue Peucestes quien, apartándose de la
cama, le preguntó:
–¿Roxana lo sabe?
El harén del palacio era un claustro espacioso construido
alrededor de un estanque de lirios. Aquí también había voces
susurrantes, pero de diferente modulación; los pocos hombres de
este mundo de mujeres eran eunucos.
Ninguna de las mujeres que vivían en el harén había visto al
rey moribundo. Habían oído hablar de él; habían vivido cómodamente
sin ser molestadas; habían esperado una visita que nunca llegó. Y
eso era todo, excepto que no sabían de ningún heredero que las
heredara a ellas; aparentemente, en poco tiempo ya no habría gran
rey. Las voces se ahogaban presas de creciente
temor.
Aquí estaban todas las mujeres que Darío había dejado cuando
marchó hacia su destino en Gaugamela. Desde luego se había llevado
a sus favoritas. Las que habían quedado estaban extrañamente
mezcladas. Las concubinas de más edad, de los días en que él era un
noble no destinado al trono, hacía tiempo estaban instaladas en
Susa; aquí estaban las muchachas que le habían conseguido después
de acceder al trono, las que no habían logrado despertarle mayor
interés o las que habían llegado demasiado tarde para atraerlo
siquiera. Además de éstas, estaban las sobrevivientes del harén del
rey Oco que, por decoro, no habían sido despedidas cuando murió.
Constituían una herencia indeseable que, con un par de viejos
eunucos, formaban una camarilla que odiaba a las mujeres de Darío,
el usurpador a quien sospechaban cómplice de la muerte de su
amo.
La situación de las concubinas de Darío era diferente. Las
habían traído cuando tenían catorce, quince, dieciocho años a lo
sumo. Habían conocido el verdadero drama del harén: los rumores e
intrigas, el soborno para obtener las primeras noticias sobre una
visita real, las sofisticaciones del tocador, la ubicación
inspirada de una joya, la envidiosa desesperación cuando los días
menstruales obligaban al retiro, el triunfo cuando una llamada del
señor era recibida en presencia de la rival, el regalo que las
honraba después de una noche afortunada.
De una de esas noches provenían un par de niñas de alrededor
de ocho años, que estaban retozando en el estanque y diciéndose
solemnemente que el rey agonizaba. También habían nacido hijos
varones. Cuando Darío cayó, se los habían llevado recurriendo a
toda clase de artimañas, pues las madres tenían la certeza de que
el nuevo rey bárbaro los haría estrangular. Sin embargo, nadie
había venido a buscarlos; habían regresado en su momento y a la
sazón, ya en edad de ser criados lejos de las mujeres, eran
educados como hombres por parientes lejanos.
Como hacía tiempo que ningún rey residía en Babilonia, el
harén se había reducido. En Susa, donde vivía la reina madre,
Sisigambis, todo era impecable. Pero aquí habían visto pocas veces
a Darío y ninguna a Alejandro.
Un par de mujeres se las habían ingeniado para intrigar con
otros hombres y huir con ellos; los eunucos, a quienes Oco habría
hecho empalar por negligencia, lo habían callado. Algunas de las
muchachas, en los largos días de ocio, habían tenido relaciones
entre sí; los celos y escándalos resultantes llenaron muchas largas
y calurosas noches asirias. Una muchacha había sido envenenada por
una rival, pero los eunucos también lo habían callado. El jefe de
la guardia se había dedicado a fumar cáñamo, y no le gustaba que le
molestaran.
Más tarde, después de largos años en el oriente inexplorado,
victorias legendarias, heridas, peligros en los desiertos, el rey
comunicó que regresaba. El harén despertó como de un sueño. Los
eunucos se alarmaron. Durante todo el invierno, la estación
templada de Babilonia en que se celebraban las fiestas, lo
estuvieron esperando pero no llegó. En el palacio cundió el rumor
de que un amigo de la infancia -según algunos, un amante- había
muerto y lo había enloquecido el dolor. Luego había recobrado la
cordura, pero estaba en guerra con los coseos de las montañas. El
harén volvió a caer en su letargo. Al fin estuvo en camino, pero
interrumpió la marcha en Susa. Cuando la reinició, embajadas de
todos los pueblos de la tierra le salieron al encuentro, llevándole
coronas de oro y pidiéndole consejo. Luego, cuando el calor de la
primavera anunciaba el verano, la tierra había temblado bajo los
caballos y los carros, los elefantes y los hombres de infantería; y
el palacio había hormigueado con el olvidado ajetreo de la llegada
de un rey.
Al día siguiente se anunció que el jefe de los eunucos del
rey inspeccionaría el harén. Este formidable personaje era
aguardado con temor, pero sorprendentemente resultó ser sólo un
joven, nada menos que el célebre Bagoas, sicario de dos reyes.
También causaba impresión, desde luego. Vestía de seda, un género
jamás visto dentro de esas paredes, y brillaba como el pecho de un
pavo real. Era persa de pies a cabeza, lo cual siempre hacía sentir
provincianos a los babilonios. Diez años en la corte le habían
pulido los modales como plata vieja. Saludó, sin embargo, a los
eunucos que había conocido en tiempos de Darío y se inclinó
respetuosamente ante algunas de las esposas de más edad. Luego puso
manos a la obra.
No podía precisar cuándo el atareado rey tendría tiempo para
visitar el harén; sin duda encontraría, no obstante, ese orden
perfecto que trasunta respeto. Hubo un par de insinuaciones
reprobatorias («Creo que la costumbre en Susa es tal y cual…») pero
el pasado quedó sin examinar. Los guardias ocultaban suspiros de
alivio cuando Bagoas quiso ver los aposentos de las reales
damas.
Lo guiaron hasta allí. Esas habitaciones estaban separadas
del resto y tenían su propio patio, exquisitamente embaldosado.
Bagoas manifestó cierta consternación ante el estado de abandono,
las plantas secas y las trepadoras, la fuente tapada con desechos
verdes y peces muertos. Todo esto había sido reparado, pero las
habitaciones aún tenían el olor húmedo del desuso prolongado.
Bagoas lo insinuó en silencio, abriendo apenas las delicadas fosas
nasales.
Los aposentos de la real esposa, pese al descuido, aún eran
suntuosos; aunque autocomplaciente, Darío también había sido
generoso. Condujeron al jefe de los eunucos a los aposentos de la
reina madre, más pequeños, pero todavía elegantes. Sisigambis los
había ocupado al principio del corto reinado del hijo. Bagoas los
inspeccionó, ladeando ligeramente la cabeza. Sin darse cuenta, con
los años, había copiado este tic de Alejandro.
–Muy agradable -dijo-. O puede serlo, al menos. Como sabéis,
Roxana viene hacia aquí desde Ecbatana. El rey desea que ella tenga
un viaje cómodo. – Los eunucos prestaron atención; el embarazo de
Roxana aún no era conocido públicamente-. Estará aquí en siete
días. Ordenaré algunas cosas y mandaré buenos artesanos. Por favor,
ved que cumplan con todas las instrucciones.
Hizo una pausa y los ojos de los eunucos se volvieron hacia
los aposentos de la esposa real. Los de Bagoas los siguieron
imperturbables.
–Esos aposentos serán cerrados de inmediato. Sólo ved que los
mantengan aireados y limpios. ¿Tenéis la llave de la puerta
exterior? Bien. – Nadie dijo nada. Bagoas añadió, afablemente-: No
hay necesidad de mostrar esos aposentos a Roxana. Si ella hace
preguntas, decid que están en reparaciones.
Se fue cortésmente, tal como había venido.
En ese momento, habían pensado que Bagoas quería ajustar
alguna vieja cuenta. Los favoritos y las esposas eran enemigos
tradicionales. Se rumoreó que poco después de casarse, Roxana había
querido envenenarlo, pero que nunca había vuelto a intentarlo… Tan
terrible había sido la cólera del rey.
El mobiliario y las colgaduras enviados eran costosos y los
aposentos no carecían de esplendor real en ninguno de sus
detalles.
–No temáis la extravagancia -había dicho Bagoas-. Congeniará
con el gusto de ella.
A su debido tiempo la caravana llegó de Ecbatana. La mujer
morena de ojos brillantes y oscuros que bajó del palanquín, era una
belleza deslumbrante y altiva. El embarazo apenas se le notaba,
excepto por cierta opulenta blandura. Hablaba el persa con fluidez,
aunque con un acento bactriano que su séquito no hacía nada por
corregir; dominaba bastante bien el griego, lengua que desconocía
antes de casarse. Babilonia le resultaba tan extraña como la India;
se había instalado sin reparo en los aposentos que le habían sido
destinados, observando que eran más pequeños que los de Ecbatana,
pero mucho más bonitos. Tenían su propio patio, elegante y
sombreado. Darío, que había reverenciado y estimado a la madre,
siempre se preocupó por su comodidad.
Al día siguiente, un chambelán de edad venerable anunció al
rey.
Los eunucos esperaron con ansiedad. ¿Y si Bagoas había
actuado sin autoridad? Se decía que la cólera del rey era poco
frecuente, pero terrible. Sin embargo, los saludó amablemente con
su persa conciso y formal y no hizo comentarios cuando le mostraron
los aposentos de Roxana.
A través de rendijas y grietas conocidas en el harén desde
los tiempos de Nabucodonosor, las concubinas más jóvenes lo
espiaron mientras estuvo allí. Comentaron que era apuesto, para
tratarse de un occidental (la tez clara no era admirada en
Babilonia); no era alto, un defecto grave, pero esto ya lo sabían
desde antes. Sin duda debía de tener más de treinta y seis años,
pues tenía mechones grises en el pelo; pero admitían que era
aplomado y aguardaron su regreso para volverlo a ver. Esperaban una
prolongada vigilia, pero regresó al poco tiempo, apenas el que
tardaba una mujer cuidadosa en bañarse y vestirse.
Esto infundió esperanzas a las mujeres más jóvenes. Limpiaron
sus joyas y revisaron sus cosméticos. Una o dos, que por
aburrimiento habían engordado, eran ridiculizadas y lloraban todo
el día. Pero el rey no venía. En cambio reapareció Bagoas, quien
conferenció en privado con el jefe de la guardia. La pesada puerta
de la alcoba de la esposa real estaba abierta y ambos
entraron.
–Sí -dijo Bagoas-. No se necesita mucho. Sólo cortinas
nuevas, aquí y allá. ¿Los recipientes de aseo están en el
tesoro?
Con alivio (pues lo habían tentado más de una vez) el jefe de
la guardia los mandó buscar; eran exquisitos, plata con
incrustaciones de oro. Contra la pared había un gran baúl de
ciprés. Bagoas alzó la tapa e inhaló una fragancia difusa. Levantó
una bufanda engarzada con perlas de cultivo y cuentas de
oro.
–Supongo que esto pertenecía a la reina
Estatira.
–Es lo que no se llevó consigo. Darío era capaz de brindarle
cualquier cosa.
Excepto su vida, pensó cada cual durante el embarazoso
silencio. La huida de Darío en Isos la había condenado a terminar
sus días bajo la protección del enemigo. Bajo la bufanda había un
velo bordeado con alas verdes de escarabajo egipcio. Bagoas lo
acarició delicadamente.
–Nunca la vi. La mortal más adorable de Asia, dicen… ¿Era
verdad?
–¿Quién ha visto a todas las mujeres de Asia? Sí, es posible
que lo fuera…
–Al menos he visto a su hija. – Bagoas guardó la bufanda y
cerró el baúl-. Deja todas estas cosas. A Estatira le gustará
tenerlas.
–¿Ya ha partido de Susa? – Era otra pregunta la que temblaba
en los labios del guardián.
Bagoas no dejó de advertirlo.
–Vendrá cuando haya pasado la época más calurosa -dijo-. El
rey desea que viaje cómodamente.
El guardián reprimió un brusco suspiro. El viejo y gordo
chambelán y el esbelto y reluciente favorito establecieron con los
ojos la inmemorial comunicación entre los de su clase. Fue el
guardián quien habló primero.
–Hasta ahora, todo ha salido perfectamente. – Con la cabeza
señaló las otras habitaciones-. Pero en cuanto se abran estos
aposentos, habrá rumores. No hay modo de impedirlo. Tú lo sabes tan
bien como yo. ¿El rey se propone decírselo a
Roxana?
Por un momento, el barniz de urbanidad de Bagoas se
resquebrajó, revelando un profundo pesar.
Lo reparó de inmediato.
–Se lo recordaré si puedo. No es fácil en este momento. Está
planeando el funeral de su amigo Hefestión, que murió en
Ecbatana.
El guardia habría querido preguntar si era cierto que esa
muerte había enloquecido al rey durante más de un mes. Pero la
actitud de Bagoas lo disuadió de manifestar su curiosidad. Decían
que Bagoas, si se lo proponía, podía ser el hombre más peligroso de
la corte.
–En ese caso -dijo cautelosamente el guardián-, ¿podríamos
demorar las obras por un tiempo? Si me hacen preguntas sin que haya
órdenes del rey…
Bagoas hizo una pausa y por un instante pareció un poco
inseguro y aún muy joven. Pero respondió
vivazmente:
–No, hemos recibido nuestras órdenes. Él espera que se
obedezcan.
Se fue y no regresó. En el harén se comentó que el funeral
del amigo del rey había sido más suntuoso que el de la reina
Semíramis, célebre en la historia; que la pira había sido un
zigurat ardiente de doscientos pies de altura. Pero el jefe de los
guardianes dijo a quien quisiera oírlo que esas llamas no habían
sido nada, comparadas con las que tuvo que afrontar cuando los
aposentos de la esposa real fueron abiertos y Roxana recibió la
noticia.
En su hogar montañés de Bactra, los eunucos del harén habían
sido sirvientes y esclavos de la familia y sabían cuál era su
lugar. La tradicional dignidad de los chambelanes de palacio le
parecía mera insolencia. Cuando Roxana ordenó que azotaran al jefe,
se enfureció al descubrir que nadie tenía poderes para hacerlo. El
viejo eunuco bactriano que había traído desde su hogar, fue enviado
para comunicárselo al rey. Volvió con el informe de que éste estaba
remontando el Éufrates para explorar los pantanos. Cuando regresó
ella volvió a intentar hablarle; primero estaba ocupado y luego
estaba afiebrado.
Estaba segura de que su padre se habría encargado de que
ejecutaran al guardián. Pero la satrapía que el rey le había
concedido estaba en la frontera india; cuando tuviera noticias de
él, ella ya habría dado a luz. Ese pensamiento la
aplacó.
–Que venga, que venga ese palo vestido de Susa -dijo a sus
damas bactrianas-. El rey no la soporta. Si tiene que hacer esto
para complacer a los persas, ¿qué me importa a mí? Todo el mundo
sabe que yo soy la esposa real, la madre del hijo del
rey.
Las damas comentaron en secreto:
–No quisiera ser ese bebé, si es una niña.
El rey no llegaba y los días de Roxana eran monótonos. Aquí,
en lo que iba a ser el centro del imperio del esposo, daba lo mismo
que estar en un campamento de Drangiana. De haberlo deseado,
hubiera podido alternar con las concubinas. Pero hacía años que
esas mujeres vivían en palacios, algunas desde que ella era una
niña en la choza montañesa de su padre. Temía la aplomada elegancia
persa, la charla sofisticada y desdeñosa. Ninguna de ellas había
cruzado el umbral y prefería que la consideraran arrogante que
temerosa. Sin embargo, un día descubrió una de las antiguas
grietas. Se entretuvo fisgoneando y oyéndolas
hablar.
Así fue como, cuando hacía nueve días que Alejandro sufría la
fiebre de los pantanos, oyó a un chambelán chismorreando con un
eunuco del harén. Se enteró de dos cosas: de que la enfermedad
había afectado el pecho del rey y tal vez muriera; y de que la hija
de Darío estaba embarazada.
No esperó a que terminaran de charlar. Llamó a su eunuco
bactriano y a sus damas, se puso un velo, pasó frente al asombrado
gigante nubio que custodiaba el harén, y sólo respondió a sus
gritos estridentes con un «debo ver al rey».
Los eunucos de palacio vinieron corriendo. No podían hacer
más que correr tras ella. Era la esposa del rey, no una cautiva;
permanecía en el harén sólo porque abandonarlo era impensable. En
las largas marchas hasta la India, y en el regreso a Persia y
Babilonia, donde el rey instalaba un campamento se descargaban
biombos de mimbre de los carretones para que ella pudiera bajar de
su carreta y tomar aire. En las ciudades tenía su litera con
cortinas, sus balcones enrejados. Todo esto no era una condena sino
un derecho; los hombres sólo exhibían a las prostitutas. Cuando
sucedía algo sin precedentes, era inconcebible tocarla. Guiada por
el tembloroso eunuco, seguida por ojos asombrados, atravesó
corredores, patios, antecámaras, hasta que llegó a la alcoba real.
Era la primera vez que entraba allí; o, llegado el caso, en
cualquier lugar donde durmiera el rey. Él nunca la había llamado a
su cama, sólo había ido a la de ella. Ésa era, le había dicho, la
costumbre de los griegos.
Se detuvo ante la puerta, viendo el alto cielo raso de cedro,
la cama custodiada por demonios. Era como una sala de audiencias.
Generales y médicos, atónitos de sorpresa, retrocedieron a su
paso.
Las almohadas que mantenían erguido al rey aún le prestaban
cierta ilusión de autoridad. Los ojos cerrados, la boca abierta y
jadeante, parecían evidenciar un ensimismamiento voluntario. Ella
no podía estar en su presencia sin creer que todo estaba todavía
bajo su control.
–¡Sikandar! – exclamó, en su dialecto nativo-.
¡Sikandar!
Él movió débilmente los párpados agrietados y exangües, pero
no los abrió. Tensó la piel como para protegerse del resplandor
agresivo del sol. Ella le vio los labios cuarteados y secos, la
profunda cicatriz en el costado, por la herida que había recibido
en la India, estirándose y encogiéndose con su respiración
agitada.
–¡Sikandar, Sikandar! – exclamó. Le aferró el
brazo.
Él inhaló más profundamente y se sofocó. Alguien se acercó
con una toalla y le enjugó la baba sanguinolenta de los labios. El
rey no abrió los ojos.
Como si no hubiera sabido nada hasta el momento, Roxana
comprendió de golpe y fue como si la hiriera una puñalada. Se le
había escapado de las manos, ya no era el dueño de sus días. Ya no
tomaría más decisiones; jamás le respondería lo que había venido a
preguntar. Para ella, para el niño que llevaba en las entrañas, ya
estaba muerto.
Se puso a sollozar, como una plañidera ante un cadáver,
arañándose la cara, golpeándose el pecho, rasgándose la ropa,
sacudiendo el pelo desaliñado. Cayó de bruces, los brazos sobre la
cama, hundiendo la cara en la sábana, casi sin reparar en la carne
tibia, aún viva, que tenía debajo. Alguien le habló; una voz joven
y ligera, la voz de un eunuco.
–Él puede oírla. Lo perturbará.
La aferraron con fuerza por los hombros, echándola hacia
atrás. Habría podido reconocer a Tolomeo, pues lo había visto en
triunfos y procesiones desde las celosías; pero estaba mirando al
que había hablado. Habría adivinado quién era, aun si no lo hubiera
visto una vez en la India, remontando el Indo en la nave insignia
de Alejandro, vestido con las telas brillantes de Taxila, escarlata
y oro. Era el odiado muchacho persa, familiarizado con esta alcoba
donde ella nunca había entrado; ésa también era una costumbre
griega, aunque su esposo jamás se lo había dicho.
Sus ropas de sirviente, su cara demacrada y exhausta, no
hacían concesiones. Ya no deseable, se había vuelto autoritario.
Generales, sátrapas y capitanes que le debían obediencia a ella,
que debían alzar al rey para que le contestara, para que nombrara
al heredero, escuchaban sumisamente a ese bailarín. Ella era una
intrusa.
Lo maldijo con los ojos, pero él ya no le prestaba atención;
indicó a un esclavo que tomara la toalla manchada de sangre e
inspeccionó la pila de toallas limpias que tenía al lado. Las duras
manos de Tolomeo la liberaron; las manos delicadas e implorantes de
sus servidores la guiaron hacia la puerta. Alguien recogió su velo
de la cama y se lo arrojó.
De vuelta en su habitación, se puso a llorar rabiosamente,
golpeando y mordiendo los almohadones del diván. Cuando se
atrevieron a hablarle, sus damas le suplicaron que se calmara para
no dañar al niño. Así lograron que se dominara. Pidió leche de
yegua e higos, lo que más apetecía últimamente. Anochecía; se
tendió en la cama. Por último, con los ojos secos, se levantó y
caminó de aquí para allá en el patio iluminado por la luna, donde
la fuente murmuraba como un conspirador en la calurosa noche de
Babilonia. Una vez sintió que el niño se movía con fuerza.
Apoyándose las manos en el vientre, susurro:
–Tranquilo, mi pequeño rey. Te lo prometo…
Volvió a la cama y cayó en un sueño pesado. Soñó que estaba
en la fortaleza de su padre en la Roca Sogdiana, una caverna
almenada bajo la cresta de la montaña, ante un precipicio de mil
pies. Los macedonios la estaban sitiando. Ella miraba la masa de
hombres, desperdigados como granos oscuros en la nieve; las rojas
fogatas de los campamentos, empenachadas de humo tenue; las
tiendas, que parecían motas de color. El viento arreciaba, gimiendo
sobre el despeñadero. Su hermano le ordenaba que preparara puntas
de flecha con las otras mujeres, reprochándole su pereza y
zarandeándola. Despertó. Su servidora le soltó el hombro, sin
hablar. Había dormido hasta tarde, el sol calentaba el patio. Pero
el viento aún arreciaba, llenando el mundo con su aullido, subiendo
y bajando como cuando su voz invernal soplaba de las imponentes
estribaciones del este… Pero estaba en Babilonia.
Aquí amainaba y allá arreciaba, acercándose a veces, el alto
gemido del harén; podía oír el rumor del ritual formal. Las mujeres
que tenía al lado, al verla despierta rompieron a llorar,
salmodiando las antiguas frases ofrecidas a las viudas de los jefes
bactrianos desde tiempos inmemoriales. La estaban mirando. Ella
debía guiar el rezo de las plañideras.
Se incorporó obedientemente, se destrenzó el pelo, se golpeó
el pecho con los puños. Conocía las palabras desde la niñez: «¡Ay,
ay! La luz ha desaparecido del cielo, ha caído el león de los
hombres. Cuando alzaba la espada, temblaban mil guerreros; cuando
abría la mano, desparramaba oro como las arenas del mar. Cuando se
regocijaba, nos entibiaba como el sol. Tal como el vendaval cabalga
en las montañas, así cabalgaba él hacia la guerra, tal como la
tempestad que tala grandes árboles, se lanzaba él a la batalla. Su
escudo era el techo que protegía a su pueblo. Las tinieblas lo han
cubierto, su morada está llena de aflicción. ¡Ay, ay,
ay!».
Apoyó las manos en el regazo. Sus lamentos cesaron. Las
mujeres, la miraron atónitas.
–Ya he llorado. Basta por ahora -dijo. Llamó a su doncella
principal y despidió al resto.
–Tráeme mi vieja bata de viaje, la azul.
La encontraron, y le sacudieron el polvo del camino de
Ecbatana. Era una tela resistente y tendría que rasgarla con el
trinchete para que se abriera. Después de desgarrarla en algunas
partes, se la puso. Sin peinarse, pasó la mano por una cornisa
polvorienta y se tiznó la cara. Luego mandó buscar al eunuco
bactriano.
–Ve al harén, y dile a Badia que venga a
verme.
–Oigo y obedezco, señora.
¿Cómo sabía ella el nombre de la concubina más importante de
Oco? Pero obviamente no era momento para hacer
preguntas.
Desde el lugar donde escuchaba, Roxana podía oír el bullicio
del harén. Algunas aún lloraban por el rey, pero la mayoría estaba
charlando. Badia se demoró brevemente para vestirse y luego se
presentó con el traje de luto que había usado quince años antes al
morir el rey Oco. El vestido olía a hierbas y a madera de
cedro.
No lo había vestido por Darío.
Oco había reinado veinte años y ella había sido su concubina
cuando el rey era joven. Era una cincuentona consumida, sin gracia.
Mucho antes de la muerte del rey la habían dejado en Babilonia
mientras mujeres más jóvenes eran llevadas a Susa. Pero en un
tiempo había mandado en el harén y no lo olvidaba.
Primero intercambiaron condolencias protocolares. Badia
elogió el valor del rey, su devoción por la justicia, su
generosidad. Roxana replicó como correspondía, hamacándose y
gimiendo suavemente. Luego se enjugó las lágrimas y dijo algunas
palabras entrecortadas. Badia le ofreció el consuelo
inmemorial.
–Su hijo nos lo recordará. Lo verán alcanzar la honra de su
padre.
Todo esto era una fórmula. Roxana la dejó de
lado.
–Si vive -sollozó-. Si los malditos descendientes de Darío lo
dejan vivir. Pero lo matarán. Lo sé, lo sé. – Se tiró del pelo con
ambas manos y lloró.
Badia contuvo el aliento, consternada por sus
recuerdos.
–¡Oh, buen Dios! ¿Volverán esos días?
Oco había llegado al trono mediante el fratricidio y murió
envenenado. Roxana no deseaba oír reminiscencias. Se echó el pelo
hacia atrás.
–¿Por qué no? ¿Quién asesinó al rey Oco cuando estaba
enfermo? ¿Y al joven rey Arses y sus leales hermanos? ¿Y al hijo de
Arses cuando todavía mamaba? Y más tarde, ¿quién mató al visir que
era su hechura, para silenciarlo? ¡Darío! Me lo dijo
Alejandro.
«Así pensaba antes -le había dicho Alejandro no hacía mucho-,
pero eso fue cuando aún no había peleado con él. No servía más que
para ser una herramienta del visir. Lo mató después porque le
temía. Era típico de ese hombre.»
–¿Eso dijo el rey? ¡Ah, el león de la justicia, el reparador
de los males! – Badia elevó la voz, dispuesta a llorar de nuevo;
Roxana la contuvo con un gesto.
–Sí, él vengó a tu señor. ¿Pero a mi hijo, quién lo vengará?
¡Ah, si tú supieras!
Badia alzó los penetrantes ojos negros, ávida de
curiosidad.
–¿Qué deseas, señora?
Roxana le habló. Alejandro, aún apesadumbrado por la muerte
del amigo de su infancia, había partido dejándola a ella en
Ecbatana para limpiar de salteadores el camino de Babilonia. Luego,
fatigado por la guerra del invierno, se había quedado a descansar
en Susa, y la reina Sisigambis lo había engatusado; esa vieja
hechicera que sin duda había incitado a su hijo, el usurpador, a
cometer todos sus crímenes. Le había presentado al rey a la hija de
Darío, esa muchacha torpe y larguirucha con quien él se había
casado para complacer a los persas. Tal vez lo había drogado, era
experta en pociones. Había metido a su nieta en la cama del rey y
le había dicho que ella tendría un hijo del rey, ¿pero quién podía
saber la verdad? Y como se habían casado en presencia de los jefes
persas y macedonios, no podían menos que aceptar a ese
heredero.
–Pero él se casó con ella sólo por razones políticas. Él me
lo dijo.
(Y era cierto que antes de la boda, desconcertado por el
frenesí de Roxana, ensordecido por sus gritos, y sintiendo
remordimientos, Alejandro había dicho algo parecido. No había hecho
promesas para el futuro, pues tenía por principio dejar el futuro
abierto; pero le había secado las lágrimas y le había traído unos
hermosos pendientes.)
–De ese modo -exclamó-, bajo este techo ella dará a luz a un
nieto del asesino de Oco. ¿Y quién nos protegerá, ahora que el rey
ha muerto?
Badia rompió a llorar. Pensaba en los largos y apacibles
sueños en el tranquilo harén, donde el peligroso mundo exterior era
sólo un rumor. Había superado la necesidad de hombres e incluso de
distracciones, y vivía satisfecha con su pájaro parlante, su monito
de vello rojo y sus chismosos eunucos, mantenida confortablemente
por el rey errante. Ahora evocaba esos espantosos recuerdos de
traiciones, acusaciones y humillación, el miedo de cada día al
despertar. Una cruel rival la había desplazado ante el rey Oco. Los
años apacibles terminaban. Lloró y gimió, esa vez pensando en sí
misma.
–¿Qué podemos hacer? – lloriqueó-. ¿Qué podemos
hacer?
La mano blanca y rechoncha de Roxana aferró la muñeca de
Badia. Los ojos grandes y oscuros que habían hechizado a Alejandro
se clavaron en la concubina.
–El rey ha muerto. Debemos tratar de salvarnos
nosotras.
–Sí, señora. – Los viejos tiempos habían vuelto; de nuevo se
trataba de sobrevivir-. ¿Qué haremos, señora?
Roxana la atrajo hacia sí y hablaron en voz baja, recordando
las grietas de la pared.
Un rato más tarde un viejo eunuco de Badia entró por la
puerta de la servidumbre. Traía una caja de madera
bruñida.
–¿Es verdad que sabes escribir en griego? – dijo
Roxana.
–Por cierto, señora. El rey Oco a menudo utilizaba mis
servicios.
–¿Tienes buen lacre? Es para una carta real.
–Sí, señora. – El eunuco abrió la caja-. Cuando el usurpador
Darío entregó mi puesto a uno de los suyos, me llevé un poco
conmigo.
–Bien. Siéntate y escribe.
Cuando ella le dio el sobrescrito, el eunuco casi arruina el
rollo. Pero no había olvidado del todo sus funciones; y Badia le
había dicho que si la hija de Darío reinaba en el harén, mandaría a
toda la gente de Oco a mendigar a la calle. Él siguió escribiendo.
Ella vio que el texto era parejo y claro, con las frases
protocolares pertinentes. Cuando hubo terminado, le dio un dárico
de plata y lo dejó ir. No lo hizo jurar que guardaría silencio; su
dignidad no se lo permitía; y Badia se encargaría de
ello.
Aunque el eunuco había traído cera, ella no lo había lacrado
en su presencia. Tomó un anillo que Alejandro le había obsequiado
en la noche de bodas. Tenía una amatista impecable del color de las
violetas oscuras donde Pirgoletes, su tallador favorito, había
grabado el retrato de Alejandro. No se parecía al anillo real de
Macedonia con Zeus en el trono. Pero Alejandro nunca había sido
convencional y ella pensó que serviría.
Hizo brillar la piedra en la luz. El trabajo era soberbio, y
aunque un poco idealizado había logrado captar al rey vívidamente.
Él se lo había dado cuando al fin estuvieron solos en la cámara
nupcial, un sustituto de las palabras, pues ninguno de los dos
hablaba la lengua del otro. Se lo había puesto, encontrando
enseguida el dedo adecuado. Roxana lo había besado respetuosamente,
y luego él la había abrazado, con la frescura tibia de un joven.
Recordó cuán inesperadamente agradable era el cuerpo de él, lozano
como el de un niño; pero había esperado un abrazo más fuerte.
Alejandro debía haber salido para desnudarse y ponerse la túnica
nupcial; pero se quitó las ropas, se quedó desnudo y así se metió
en la cama. Al principio se sorprendió tanto que él pensó que le
tenía miedo. Tuvo para ella toda clase de atenciones, algunas muy
sofisticadas; estaba sin duda muy bien entrenado aunque entonces
ella aún no sabía por quién. Pero lo que Roxana en verdad quería
era ser poseída violentamente. Había adoptado posturas sumisas,
adecuadas en una virgen; con una actitud más apasionada en la
primera noche, un novio bactriano la habría estrangulado. Pero ella
notó que él estaba desorientado, y temía que a la mañana siguiente
sus huéspedes contemplaran una sábana nupcial sin manchas. Se había
visto obligada a abrazarlo; y luego todo había ido
bien.
Echó la cera caliente en el rollo y apretó la gema. De pronto
tuvo el doloroso recuerdo de un día en Ecbatana, pocos meses antes,
una tarde de verano junto a la piscina. Estaba alimentando la
carpa, incitando al viejo y hosco rey de la piscina a abandonar su
guarida bajo los lirios. No quiso entrar para hacer el amor hasta
que hubo convencido al pez. Más tarde se durmió; ella recordó la
tez aniñada y clara con las cicatrices profundas, el pelo suave y
fuerte. Había querido sentirlo y olerlo como si fuera comestible,
como pan recién horneado. Cuando hundió la cara en él, Alejandro
despertó, la abrazó y se durmió de nuevo. Evocó esa presencia
física como si la estuviera viviendo. Al fin, sola, en silencio,
derramó verdaderas lágrimas.
Pronto se las enjugó. Tenía asuntos urgentes que
atender.
En la cámara mortuoria, los largos días de agonía habían
terminado. Alejandro había dejado de respirar. Los plañideros
eunucos habían retirado las almohadas apiladas; el cuerpo yacía
recto y chato en la gran cama, la inmovilidad le había devuelto
cierta dignidad majestuosa que para los presentes resultaba, sin
embargo, alarmante en su pasividad.
Los generales, llamados apresuradamente cuando el fin era
inminente, lo miraban sin expresión. Hacía dos días que pensaban
qué hacer en este momento. Pero el hecho inevitable parecía una
mera contingencia vislumbrada con la imaginación. Miraban
estupefactos el rostro familiar, distendido al fin, y casi sentían
rencor, tan imposible parecía que a Alejandro pudiera ocurrirle
algo sin que él lo consintiera. ¿Cómo podía morir dejándolos en esa
confusión? ¿Cómo podía rechazar su responsabilidad? No era típico
en él.
–¡Se ha ido, se ha ido! – exclamó de pronto una voz joven y
cascada en la puerta. Era un joven de dieciocho años, uno de los
integrantes del Cuerpo de Guardia que se había turnado para
custodiarlo. Rompió a llorar histéricamente y su llanto superó el
lamento de los eunucos que rodeaban la cama. Alguien debió de
llevárselo, pues se oyó que la voz se alejaba, enronquecida por
incontenible pesar.
Fue como si hubiera invocado un océano. Se había reunido con
medio ejército macedonio, llorando alrededor del palacio para
esperar las noticias.
La mayoría de ellos habían desfilado por la alcoba el día
anterior y él aún los había reconocido, los había recordado; tenían
buenas razones para esperar un milagro. Se elevó un gigantesco
clamor de pesar, de luto ritual, de protesta -como si alguna
autoridad fuera culpable-, de consternación ante las incertidumbres
del futuro hecho pedazos.
El clamor alertó a los generales. Sus reflejos, entrenados
para responder en el instante preciso por el hombre que había
muerto, entraron en acción. El pánico debía combatirse de
inmediato. Salieron a la gran plataforma que daba al patio frontal.
Un heraldo que temblaba en su puesto fue llamado por Pérdicas, alzó
su larga trompeta y tocó a reunión.
La reacción fue caótica. Sólo un día antes, creyendo que la
llamada era de Alejandro, se habrían alineado inmediatamente en
filas y falanges, cada tropa compitiendo por llegar primera a la
formación. Pero en ese momento, las leyes naturales estaban
suspendidas. Los que estaban al frente tuvieron que gritar a los
del fondo que era Pérdicas. Desde la muerte de Hefestión había sido
el lugarteniente de Alejandro. El rugido de Pérdicas les infundió
cierta seguridad, y se movieron y alinearon con cierta apariencia
de orden.
Los soldados persas se agruparon con los demás. Sus gritos de
lamentación habían competido con el clamor de los macedonios.
Entonces callaban. Eran -habían sido- soldados de Alejandro, quien
les había hecho olvidar que eran un pueblo conquistado, les había
infundido orgullo de sí mismos, había obligado a los macedonios a
aceptarlos. Las fricciones del principio casi habían desaparecido,
y la jerga de los soldados griegos estaba plagada de palabras
persas. Se había entablado cierta camaradería. Pero de súbito,
sintiéndose una vez más nativos derrotados sometidos a un ejército
extranjero, se miraban furtivamente planeando
desertar.
A una señal de Pérdicas, Peucestes se adelantó. Era una
figura tranquilizadora; un hombre célebre por su valor, que había
salvado la vida de Alejandro en la India cuando recibió una herida
casi mortal. Alto, apuesto, imponente, con la barba según la moda
de su satrapía, los interpeló en un persa tan correcto y
aristocrático como su indumentaria. Les anunció formalmente la
muerte del gran rey. En su momento, se les anunciaría quién sería
el sucesor. Mientras tanto podían dispersarse.
Los persas se calmaron. Pero un murmullo sordo creció entre
los macedonios. Por una ley ancestral, el derecho a elegir un rey
les pertenecía a ellos, al conjunto de todos los varones macedonios
capaces de portar armas. ¿Qué era eso de anunciar al
sucesor?
Peucestes se acercó a Pérdicas. Hubo un momento de suspenso.
Durante doce años, ambos habían visto cómo trataba Alejandro a los
macedonios. No eran hombres a quienes pudiera ordenarse calma y
acatamiento a la autoridad. Había que hablarles, y él lo había
hecho; sólo una vez en doce años había fracasado. Aun entonces,
cuando lo obligaron a regresar de la India, siguieron
perteneciéndole. A la sazón, enfrentado con ese desorden, Pérdicas
por un momento creyó oír los pasos impacientes, la reprimenda
enérgica y serena, la voz vibrante creando un silencio
inmediato.
Pero el rey no vino y Pérdicas, aunque carecía de magia,
sabía qué era autoridad. Adoptó como hiciera Alejandro en momentos
de necesidad el dialecto dórico de su patria, la lengua que habían
aprendido en la niñez antes que les enseñaran el griego culto.
Todos acababan de perder, dijo, al más grande de los reyes, al más
valeroso de los guerreros, que el mundo había visto desde que los
hijos de los dioses abandonaron la tierra.
Aquí lo interrumpió un bramido creciente, no de duelo formal,
sino un estallido de verdadero dolor y desolación. Cuando pudo
hacerse oír, dijo:
–Y los nietos de vuestros nietos aún dirán lo mismo.
Recordad, pues, que vuestra pérdida está compensada por vuestra
fortuna anterior. Vosotros habéis podido compartir la gloria de
Alejandro. Y ahora, macedonios, a quienes él legó el dominio de la
mitad del mundo, os corresponde conservar vuestro coraje y
demostrar que sois los hombres que él hizo de vosotros. Todo se
hará de acuerdo con la ley.
La multitud cayó en un trance expectante. Cuando Alejandro
los hacía callar, siempre tenía algo que decirles. Pérdicas lo
sabía; pero todo lo que tenía que decirles era que él era, de
hecho, el rey de Asia. Era demasiado pronto; ellos sólo conocían un
rey, vivo o muerto. Les dijo que volvieran al campamento y
aguardaran nuevas órdenes.
Empezaron a marcharse; pero cuando él hubo entrado, muchos
volvieron en grupos y se instalaron con las armas al lado,
dispuestos a velar toda la noche al muerto.
En la ciudad el rumor de los lamentos, como un fuego
impulsado por un vendaval, se propagó desde las calles atestadas de
las inmediaciones del palacio a los suburbios y las casas
construidas a lo largo de las murallas. En los templos, los
delgados penachos de humo, que se elevaban rectamente en el aire
quieto desde los fuegos sagrados, se disiparon y murieron uno tras
otro. Al calor de las cenizas húmedas del brasero de Bel-Marduk,
los sacerdotes recordaron que ésta era la segunda vez en poco más
de un mes. El rey había ordenado que se hiciera lo mismo el día del
funeral de su amigo.
–Le avisamos que era un mal presagio, pero no quiso
escucharnos. A fin de cuentas, era un extranjero.
El fuego de esos sacerdotes fue el primero que se apagó. En
el templo de Mitra, custodio del honor del guerrero, señor de la
lealtad y la palabra empeñada, un joven sacerdote estaba en el
santuario con un aguamanil en la mano. Encima del altar estaba
tallado el símbolo del sol alado, en guerra con las tinieblas, era
tras era hasta la victoria final. El fuego aún ardía, pues el joven
lo había alimentado exageradamente, como si tuviera poder para dar
nueva vida al rey moribundo. Cuando le ordenaron extinguirlo, dejó
el aguamanil, corrió hacia un cofre de incienso árabe y arrojó un
puñado para que su fragancia se propagara. El último de los
oficiantes, sólo después de que su ofrenda se elevara al cielo de
verano, derramó agua sobre los rescoldos.
Por la carretera real de Susa viajaba un correo. Su
dromedario devoraba las distancias con su andar bamboleante y ágil.
Antes que el animal necesitara descanso, habría llegado a la
próxima posta, donde otro hombre y otra bestia seguirían adelante
con el mensaje.
Su tramo estaba a mitad de la jornada. El pergamino que
llevaba en la alforja se lo había entregado el mensajero anterior,
sin tiempo para responder preguntas. Sólo la primera etapa desde
Babilonia había sido recorrida por un jinete desconocido por su
relevo. Cuando al extranjero le preguntaron si era verdad que el
rey estaba enfermo, había respondido que era posible, pero que no
tenía tiempo para chismorrear. El silencio y la prisa eran la norma
de los correos; el relevo había saludado y se había puesto en
marcha, mostrando al siguiente hombre de la cadena, sin una
palabra, que la carta estaba lacrada con la imagen del
rey.
Se decía que un despacho llevado por mensajeros reales era
aún más veloz que los pájaros. Ni siquiera el alado rumor podía
alcanzarlo, pues de noche el rumor se detiene para
dormir.
Dos viajeros que habían frenado para dejar pasar al correo
casi son derribados al relinchar y corcovear sus caballos ante el
odiado olor a camello. El hombre de más edad, que tenía unos
treinta y cinco años y era fornido, pecoso y pelirrojo, dominó
primero su montura, tirando de las riendas hasta que el tosco
bocado se manchó de sangre. Su hermano, diez años menor que él,
tostado y convencionalmente apuesto, tardó más tiempo porque trató
de calmar al caballo. Casandro observó sus esfuerzos con desdén.
Era el hijo mayor del regente de Macedonia, Antípatro, y era un
extraño en Babilonia. Había llegado hacía poco, enviado por su
padre para averiguar por qué Alejandro lo había convocado a
Macedonia sustituyéndolo por otro regente,
Crátero.
Iolas, el hermano menor, había combatido junto a Alejandro y,
hasta hacía poco, había sido su copero. Esa designación había
implicado un gesto conciliador para con el padre de ambos; Casandro
había sido designado a la guarnición de Macedonia, pues Alejandro y
él se detestaban desde la niñez.
Cuando el caballo se calmó, Iolas dijo:
–Ese era un correo real.
–Ojalá él y esa bestia caigan muertos.
–¿Cuál será el mensaje? Tal vez ya todo haya
terminado.
–Que el perro del Hades le devore el alma -dijo Casandro,
mirando hacia Babilonia.
Cabalgaron un rato en silencio.
–Bien -dijo al fin Iolas, apartando la vista de la
carretera-, ahora nadie podrá deshacerse de nuestro padre. Ahora
podrá ser rey.
–¿Rey? – gruñó Casandro-. No lo creo. Hizo un juramento y se
mantendrá fiel. Incluso al hijo de la mujer bárbara, si es
varón.
El caballo de Iolas se sobresaltó, sintiendo la sorpresa del
jinete.
–¿Entonces por qué? ¿Por qué me hiciste actuar así? ¿No por
nuestro padre? ¡Sólo por odio! ¡Dios todopoderoso, debí haberlo
sabido!
Casandro se inclinó y cruzó de un fustazo la rodilla del
joven, quien soltó un grito de dolor y de furia.
–¡No te atrevas a hacerlo de nuevo! Ahora no estamos en casa
y no soy un niño.
Casandro señaló el moretón rojo.
–El dolor es un recordatorio. Tú no hiciste nada. Recuérdalo,
nada. Tenlo presente. – Un poco más adelante, viendo lágrimas en
los ojos de Iolas, le dijo con desganada tolerancia-: El aire de
los pantanos pudo haberle traído la fiebre. A estas alturas ya
habrá bebido bastante agua sucia. Los labriegos de río abajo beben
agua del pantano, y ellos no mueren. Cierra
el pico, o morirás tú.
Iolas tragó saliva. Pasándose la mano por los ojos, y
manchándose la cara con el polvo negro de la llanura babilonia,
dijo huraño:
–Nunca recobró las fuerzas después de esa herida de flecha en
la India. No sobreviviría a una fiebre… Fue bondadoso conmigo. Yo
sólo lo hice por nuestro padre. Y ahora me dices que él no será
rey.
–Y no será rey. Pero sea cual fuere el título, morirá siendo
el amo de Macedonia y de toda Grecia. Y ya es un
viejo.
Iolas lo miró en silencio; luego espoleó el caballo y siguió
galopando entre los trigales amarillos, sollozando al ritmo de los
cascos trepidantes.
Al día siguiente en Babilonia los principales generales se
prepararon para la asamblea donde se designaría al jefe de los
macedonios. La ley no establecía la primogenitura como condición
inalienable. Los hombres de armas tenían derecho a elegir entre los
miembros de la familia real.
A la muerte de Filipo había sido sencillo. Casi todos los
guerreros estaban en su patria. Alejandro ya era célebre a los
veinte años y ningún otro pretendiente había sido tan mencionado.
Incluso cuando Filipo -que tenía un hermano mayor- había sido
preferido al hijo del rey Pérdicas, muerto en batalla, también
había sido sencillo; Filipo era un comandante con experiencia, el
hijo del rey un niño de pecho y estaban en guerra.
Ahora, las tropas macedónicas estaban desperdigadas en
fortalezas por toda el Asia central. Diez mil veteranos regresaban
a la patria al mando de Crátero, un hombre joven, perteneciente a
la familia real, a quien Alejandro le había dado un rango
inmediatamente inferior al de Hefestión. En Macedonia estaban las
tropas de guarnición, así como en las grandes fortalezas de piedra
que dominaban los pasos de la Grecia meridional. Todo esto era
sabido por los hombres de Babilonia. Pero ninguno de ellos dudaba
de su derecho inalienable a elegir un rey. Eran el ejército de
Alejandro, y para ellos no había más que hablar.
Fuera, en la calurosa plaza de armas, esperaban, riñendo,
conjeturando, rumoreando. A veces, cuando crecían la impaciencia y
la intranquilidad, el ruido subía como una rompiente en una playa
de guijarros.
Dentro, los generales, el alto mando conocido como el Cuerpo
de la Guardia Real, habían tratado de localizar a los principales
oficiales de los aristocráticos Compañeros, con quienes deseaban
conferenciar ante el dilema. Al no conseguirlo, habían ordenado al
heraldo que tocara a silencio, y los llamara por sus nombres. El
heraldo, que no conocía ningún toque para pedir silencio nada más,
tocó «Reunión para órdenes». Los hombres, impacientes, lo
entendieron como «Venid a la asamblea».
Ruidosamente entraron en tropel por las grandes puertas de la
sala de audiencias, mientras el heraldo gritaba en medio del
bullicio los nombres que le habían dado, y los oficiales que
mencionaba, los que podían oírlo, trataban de abrirse paso entre la
muchedumbre. Adentro quedaron peligrosamente apiñados; las puertas
se cerraron tras los que habían entrado, autorizados o no. El
heraldo, mirando con impotencia a la multitud inquieta y
maldiciente dejada en la plaza de armas, se dijo que si Alejandro
lo hubiera visto, muy pronto alguien hubiera deseado no haber
nacido jamás.
Los primeros en entrar, porque otros les habían cedido el
paso, fueron los hombres de los Compañeros, los dueños de caballos
de Macedonia, y los oficiales que habían estado cerca de las
puertas. El resto de la multitud era una mezcla caótica de
oficiales y soldados. Lo único que tenían en común era una profunda
inquietud y la agresividad de los hombres contrariados. Acababan de
comprender que eran tropas aisladas en una tierra conquistada, a
medio mundo de distancia de su patria. Habían llegado aquí
impulsados por su fe en Alejandro y sólo por él. Lo que ahora
necesitaban no era un rey sino un líder.
Una vez cerradas las puertas, todos los ojos se volvieron
hacia el estrado real. Allí, como a menudo anteriormente, estaban
los grandes hombres, los amigos más íntimos de Alejandro, sentados
alrededor del trono, el antiguo trono de Babilonia con los brazos
tallados como acechantes toros asirios, el respaldo reformado para
Jerjes con la imagen alada del sol inconquistado. Ahí habían visto
a la figura menuda, compacta, brillante, que necesitaba un taburete
para los pies, reluciendo como una joya en una caja demasiado
grande, las alas extendidas de Ahura-Mazda sobre la cabeza. Pero el
trono estaba vacío. Sobre el respaldo estaba el manto real y en el
asiento la diadema.
Un suspiro ronco atravesó la sala con columnas. Tolomeo, que
había leído a los poetas, evocó el nudo de una tragedia, cuando las
puertas del escenario se abren para revelar al coro que sus temores
son ciertos y el rey acaba de morir.
Pérdicas se adelantó. Todos los amigos de Alejandro allí
presentes, dijo, eran testigos de que el rey le había dado el
anillo real. Pero, como no podía hablar, no pudo decir cuáles eran
los poderes que le había conferido.
–Me miró fijamente, y era obvio que deseaba hablar, pero le
faltaba el aliento. Pues bien, hombres de Macedonia, aquí está el
anillo. – Se lo quitó y lo dejó junto a la corona-. Entregadlo
según vuestros deseos, de acuerdo con la ley
ancestral.
Hubo murmullos de admiración y ansiedad, como en el teatro.
Pérdicas, aún fuera de la escena principal, esperó, como un buen
actor que sabe cuándo decir sus parlamentos. Eso pensó Tolomeo,
observando la cara alerta y arrogante, ahora digna e impasible; una
máscara bien tallada. ¿La máscara de un rey?
–Nuestra pérdida es inconmesurable -dijo Pérdicas-, eso lo
sabemos. Sabemos que es impensable que el trono sea entregado a
alguien que no lleve la sangre del rey. Su esposa Roxana está
embarazada desde hace cinco meses; roguemos porque dé a luz un
varón. Primero debe nacer, y luego alcanzar la mayoría de edad.
Entretanto, ¿quién debe gobernaros? Vosotros debéis
decidir.
Hubo murmullos; los generales del estrado se miraron
inquietos; Pérdicas no había presentado a otro orador. De pronto,
sin ser anunciado, el almirante Nearco se adelantó; un cretense
enjuto y esbelto, con la cara curtida y tostada. Las penurias del
espantoso viaje por la costa de Gedrosia lo habían envejecido diez
años; aparentaba cincuenta, pero aún era ágil y enérgico. Los
hombres callaron para escucharlo; él había visto monstruos del
abismo y los había ahuyentado con trompetas. Poco acostumbrado a
hablar en público en tierra firme, usó la voz con que llamaba a las
naves en el mar, asombrándolas con su resonancia.
–Macedonios, sugiero como heredero de Alejandro al hijo de
Estatira, la hija de Darío. El rey la dejó encinta cuando estuvo
por última vez en Susa. – Hubo murmullos sorprendidos,
desconcertados; él elevó la voz como si se tratara de una ruidosa
tormenta-. Habéis visto la boda. Habéis visto que fue una boda
real. Él se proponía traerla aquí. Me lo dijo a
mí.
Esta noticia totalmente imprevista sobre una mujer que,
apenas entrevista el día de la boda, había desaparecido
inmediatamente en los recovecos del harén de Susa, provocó
confusión y consternación.
–Ah -dijo una voz campesina y gutural-, ¿pero él dijo algo
acerca del hijo?
–No -dijo Nearco-. En mi opinión se proponía criar juntos a
ambos hijos, si los dos eran varones, y elegir al mejor. Pero no
vivió para ello. Y el hijo de Estatira tiene el derecho que le da
el rango.
Retrocedió; no tenía más que decir. Había cumplido con lo que
creía su deber y eso era todo. Mirando por encima del mar de
cabezas, recordó cómo Alejandro, flaco y consumido por la marcha en
el desierto, lo había saludado cuando regresó con la flota a salvo,
abrazándolo con lágrimas de alivio y alegría. Desde que eran niños,
Nearco lo había amado, sin apetencias sexuales, sin exigencias;
aquel momento había sido el ápice de su vida. No se atrevía a
pensar qué haría con el resto de ella.
Pérdicas apretó los dientes con furia. Había exhortado a los
hombres a designar un regente; ¿quién sino él? Ahora se pondrían a
discutir la sucesión. Dos niños no nacidos, que tal vez fueran
mujeres. Era cosa de familia; Filipo había engendrado una horda de
hijas y un solo hijo, a menos que se contara al idiota. Lo
importante era la regencia. Filipo mismo había empezado como
regente de un heredero niño, pero los macedonios no habían perdido
tiempo eligiéndolo rey. Pérdicas mismo tenía bastante sangre real
en las venas. ¿Qué le pasaba a Nearco? Era imposible ya encauzar el
debate.
La discusión se volvió ruidosa y violenta. Si algún error
había cometido Alejandro, opinaban, era el de haber pretendido
identificarse con los persas. Las bodas de Susa habían sido una
manera de manifestarlo y habían causado mucha más inquietud que el
casamiento en campaña con Roxana, algo que su padre había hecho una
y otra vez. Habían sido indulgentes con el bailarín persa, como si
fuera un mono o un perro. ¿Pero por qué no podía haberse casado con
la hija de una decente familia macedonia, en vez de elegir a dos
bárbaras? Ahí estaba el resultado.
Algunos argumentaban que cualquier descendiente del rey
debería ser aceptado, bastardo o no. Otros decían que no había modo
de saber si él los hubiera reconocido; y tampoco era seguro, en
caso de que esas mujeres dieran a luz una niña o un hijo muerto,
que no recurrieran a una artimaña. Había que cerciorarse de que un
niño no fuera cambiado por otro…
Tolomeo observaba con pesar y rabia, ansiando irse. Desde que
la muerte de Alejandro se había vuelto una certidumbre, sabía
adónde quería ir. Desde que Egipto le había abierto los brazos a
Alejandro, quien lo había liberado del yugo persa, Tolomeo había
quedado cautivado por esa civilización delicada e inmemorial, de
sus estupendos templos y monumentos, de la riqueza vital del río
que la mantenía. Era defendible como una isla, protegido por el
mar, el desierto y la selva; sólo había que ganarse la confianza
del pueblo para tenerlo seguro para siempre. Pérdicas y los demás
se alegrarían de darle la satrapía. Querían quitarlo de en
medio.
Era peligroso, un hombre que podía alegar que era hermano de
Alejandro, aunque hijo de un adulterio cometido por Filipo cuando
era adolescente. Esa paternidad no estaba demostrada ni reconocida,
pero Alejandro siempre le había reservado un lugar especial y todos
lo sabían. Si, Pérdicas se alegraría de mandarlo al África. ¿Pero
de verdad pensaba ese hombre que podía designarse heredero de
Alejandro? Eso era lo que buscaba, se le veía en la cara. Había que
hacer algo; y pronto.
Cuando Tolomeo se adelantó, los soldados dejaron de discutir
para escucharlo. Había sido amigo de la infancia de Alejandro;
tenía presencia sin la arrogancia de Pérdicas; los hombres que
habían servido bajo su mando le tenían simpatía. Algunos de ellos
lo recibieron con una ovación.
–Macedonios, espero que no sea vuestro deseo elegir un rey
entre los hijos de los conquistados.
Hubo un fuerte aplauso. Los hombres, que habían venido con
sus armas -eran la prueba de su derecho al voto-, golpearon los
escudos con las lanzas hasta que el salón retumbó. Tolomeo pidió
silencio.
–Ignoramos si ambas esposas de Alejandro darán a luz. En caso
de que ambas lo hicieran, cuando los hijos alcancen la mayoría de
edad deberán presentarse ante vosotros y vuestros hijos, para que
la asamblea decida a quién aceptarán los macedonios. Entretanto,
esperáis al heredero de Alejandro. ¿Pero quién actuará por él? Aquí
tenéis a aquellos a quienes Alejandro honró con su confianza. Para
que ningún hombre reúna demasiado poder, propongo un Consejo de
Regencia.
Las voces se calmaron. Al recordar que en quince años o más
aun podrían rechazar a ambos pretendientes, vieron cuál era el
asunto urgente a resolver.
–Recordad a Crátero -dijo Tolomeo-. Alejandro confiaba en él
como en sí mismo. Lo envió a gobernar Macedonia. Por eso no está
presente ahora.
Eso los impresionó. Honraban a Crátero casi tanto como a
Alejandro; era de sangre real, capaz, valeroso, apuesto y
considerado. Tolomeo sintió en la nuca la mirada fulminante de
Pérdicas. «Lo siento por él; yo hice lo que debía
hacer.»
Mientras todos parloteaban y murmuraban, Tolomeo pensó de
pronto: «Hace unos días todos éramos amigos de Alejandro, y sólo
esperábamos que él se levantara para guiarnos. ¿Qué somos ahora,
qué soy yo?».
Jamás lo había enorgullecido mucho ser hijo de Filipo; le
había costado demasiado en la infancia. Filipo era un desconocido,
un hijo menor rehén de los tebanos, cuando él nació. «¿No puedes
hacer que ese bastardo se comporte?», le decía su padre a su madre
cuando él estaba en apuros. Filipo le había propinado más azotes de
los que merecía un niño. Más tarde, cuando Filipo fue rey y él
escudero real, la suerte cambió; pero lo que aprendió fue a tratar
de olvidar que era el hijo de Filipo, si en verdad lo era. En
cambio, con afecto y creciente orgullo, le importó ser hermano de
Alejandro. No importa, pensaba, si es la verdad de mi sangre, o no.
Es la verdad de mi corazón.
Una nueva voz interrumpió su breve evocación. Arístono,
miembro de la Guardia Real, se adelantó para indicar que Alejandro,
fuera cual fuese su intención, había dado el anillo a Pérdicas.
Primero había mirado en derredor, y sabía lo que hacía. Eso era un
hecho, no una conjetura, y Arístono defendía los
hechos.
Habló con sencillez, con franqueza y subyugó a la asamblea.
Los presentes gritaron el nombre de Pérdicas, y muchos lo urgieron
a tomar el anillo. Lentamente, escudriñándolos, él avanzó unos
pasos hacia el trono. Por un momento su mirada se cruzó con la de
Tolomeo, escrutándolo como un hombre que acaba de encontrar un
nuevo enemigo.
Aún no convenía, pensó Pérdicas, demostrar un exceso de
ansiedad. Necesitaba otra voz que respaldara la de
Arístono.
La sala, atestada de hombres sudorosos, era sofocante y
calurosa. Al tufo de la transpiración se añadía el de la orina,
pues algunos hombres se habían descargado subrepticiamente en los
rincones. Los generales del estrado estaban cada vez más aturdidos
por sus diversos sentimientos de pesar, ansiedad, rencor,
impaciencia e inquietud. De pronto, barbotando palabras confusas,
un oficial se abrió paso a través de la muchedumbre. «¿Qué querrá
decir Meleagro?», pensaron todos.
Había sido comandante de falange desde la primera campaña de
Alejandro, pero no había ascendido más. Alejandro le había confiado
a Pérdicas, durante una cena, que era buen soldado si no se le
exigía demasiado esfuerzo mental.
Llegó hasta el estrado, enrojecido de calor y furia y, a
juzgar por el aspecto, por el vino. Luego soltó una indignada
exclamación que acalló a la asombrada multitud.
–¡Ése es el anillo real! ¿Dejaréis que ese sujeto lo tome?
Dádselo ahora y lo conservará hasta la muerte. ¡Con razón quiere un
rey que todavía no ha nacido!
Los generales, que reclamaban orden, apenas fueron oídos en
medio de la repentina algarabía. Meleagro había arrancado de una
especie de sopor inquieto a una masa de hombres que antes no se
habían oído, la resaca de la multitud. Ahora participaban de la
escena, como si fuera un duelo callejero, un hombre aporreando a la
esposa o una pelea entre perros. Y gritaban por Meleagro, como si
fuera el perro ganador.
En el campamento, Pérdicas habría restaurado el orden en unos
minutos. Pero esto era la asamblea; aquí no era tanto el comandante
en jefe como un candidato. La represión podría parecer un
preanuncio de despotismo. Hizo un gesto de tolerante desprecio,
como diciendo: «Incluso a ese hombre tenemos que
oírlo»
Había visto el odio en la cara de Meleagro. El rango de los
padres de ambos había sido el mismo; ambos habían sido escuderos
reales de Filipo; ambos habían contemplado con secreta envidia el
cerrado círculo de allegados del joven Alejandro. Luego, cuando
Filipo fue asesinado, Pérdicas fue el primero en perseguir al
asesino fugitivo. Alejandro lo había elogiado, mencionado y
promovido. Con la promoción llegó la oportunidad y jamás la
desaprovechó. Al morir Hefestión, recibió su mando. Meleagro era
aún un jefe de falange, útil cuando no se le exigía demasiado. Y
Pérdicas notó que le dolía el hecho de que ambos hubieran empezado
en igualdad de condiciones.
–¿Cómo sabemos que Alejandro se lo dio? – gritó Meleagro-.
¿Con qué garantías contamos? ¿La de él y la de sus amigos? ¿Y qué
están buscando? ¡El tesoro de Alejandro está aquí, y todos
contribuimos a ganarlo! ¿Aceptaréis eso?
El bullicio se transformó en tumulto. Los generales, que
habían creído conocer a sus hombres, vieron sorprendidos que
Meleagro estaba poniéndose a la cabeza de una turba de hombres
dispuestos a saquear el palacio como una ciudad conquistada.
Empezaba a cundir el caos.
Pérdicas recurrió, desesperado, a toda su capacidad de
dominio.
–¡Alto! – vociferó. Hubo una respuesta refleja. Gritó órdenes
y muchos hombres las obedecieron. Sólidas hileras con escudos se
formaron ante las puertas. Los aullidos murieron en gruñidos-. Me
alegra ver -dijo Pérdicas con su voz profunda- que aún tenemos aquí
a algunos soldados de Alejandro.
Hubo un silencio, como si hubiera invocado el nombre de un
dios ultrajado. La turba empezó a diluirse en la multitud. Los
escudos se bajaron.
En medio de un silencio inquieto una voz rústica, desde la
muchedumbre, se hizo oír.
–¡Deberíais avergonzaros! Como dice el comandante, somos
soldados de Alejandro. Queremos que su sangre reine sobre nosotros,
no regentes ni niños extranjeros. ¡Aquí tenemos al verdadero
hermano de Alejandro, en esta misma sala!
Hubo un silencio atónito. Tolomeo, sorprendido, sintió que
todas sus meditadas decisiones eran sacudidas por un estallido
primitivo del instinto. El antiguo trono de Macedonia, con su
salvaje historia de rivalidades tribales y guerras fratricidas, lo
tentó con su hechizo cautivante. Filipo… Alejandro…
Tolomeo…
El lancero campesino que estaba hablando, tras haber llamado
la atención, siguió con creciente confianza.
–Hablo de su propio hermano, reconocido por el mismo rey
Filipo, como todos sabéis. Alejandro siempre lo tuvo por uno de los
suyos. He oído que fue postergado cuando niño, pero no hace un mes
que ambos hicieron sacrificios por el alma del padre en el altar
doméstico. Yo estaba como escolta… y también mis compañeros. Él
actuó siempre correctamente.
Hubo expresiones de asentimiento. El boquiabierto Tolomeo no
pudo evitar un gesto de asombro. «¡Arrideo! Deben de estar
locos.»
–El rey Filipo -insistió el soldado- se casó con Filina
legalmente, pues tenía derecho a tener más de una esposa. Por eso,
en mi opinión, debemos olvidar a los hijos extranjeros y coronar a
su hijo, al heredero legítimo.
Hubo aplausos de los legalistas que habían repudiado la
propuesta de Meleagro. En el estrado, todos callaban pasmados.
Honestos o perversos, ninguno de ellos había pensado en
esto.
–¿Es verdad? – se apresuró Pérdicas a decirle a Tolomeo por
encima del bullicio-. ¿Alejandro llevó a Arrideo al altar? – El
apremio superó a la rivalidad; Tolomeo diría la
verdad.
–Sí. – Tolomeo recordó las dos cabezas juntas, una morena y
otra rubia, como la pieza del discípulo y la del maestro escultor-.
Ha mejorado mucho últimamente. Hace un año que no sufre un ataque.
Alejandro decía que debía recordársele quién era su
padre.
–¡Arrideo! – clamaba un grito creciente-. ¡Dadnos al hermano
de Alejandro! ¡Viva Macedonia! ¡Arrideo!
–¿Cuántos lo han visto? – dijo Pérdicas.
–La escolta de Compañeros, la guardia de infantería y todos
los que estaban presentes. Supo comportarse. Siempre lo hace… o lo
hacía, con Alejandro.
–Esto es intolerable. No saben lo que hacen. Hay que
detenerlos.
El orador, Pitón, era un hombre bajo y nervudo de cara
taimada y ahusada barba de zorro. Pertenecía a la Guardia, era buen
comandante, pero no se destacaba por su ánimo conciliador. Se
adelantó, deteniendo a Pérdicas, y barbotó:
–¡El hermano de Alejandro! ¡Sería mejor elegir a su caballo!
– Esa voz amenazante produjo un silencio breve, pero no amistoso;
no estaba en la plaza de armas. El hombre continuó-: Ese fulano es
retardado. Se cayó de cabeza cuando pequeño y tiene ataques.
Alejandro lo cuidaba como a un niño, con un criado a su servicio.
¿Queréis un rey idiota?
Pérdicas ahogó una maldición. ¿Por qué habían promovido a
este hombre? Era buen guerrero, pero no sabía cómo manejar a los
hombres en otras situaciones. Si este idiota no se hubiera
inmiscuido, él habría recordado a los hombres la romántica
conquista de Roxana, la toma de la Roca Sogdiana, la caballería del
vencedor, llamándoles de nuevo la atención sobre el hijo de
Alejandro. Ahora estaban ofendidos. Arrideo les parecía la víctima
de una oscura conspiración. Habían visto al
hombre, y se había portado como todos los demás.
«Alejandro siempre tuvo suerte, pensó Tolomeo. Ya la gente
usaba su imagen tallada en anillos como amuleto. ¿Qué destino
aciago lo había incitado, tan cerca del fin, a demostrar tanta
bondad por un idiota inofensivo? Pero, desde luego, habría una
ceremonia, en la cual él debía aparecer.
Tal vez Alejandro había pensado en eso…»
–¡Mientes! – le gritaban los hombres a Pitón-. ¡Arrideo,
Arrideo, queremos a Arrideo!
Él respondió con insultos, pero todos lo
abuchearon.
Nadie notó, hasta que fue demasiado tarde, que Meleagro no
estaba en la sala.
Había sido un día largo y tedioso para Arrideo. Nadie había
venido a verlo excepto el esclavo con la comida, que estaba
demasiado cocida y medio fría. Le habría gustado aporrear al
esclavo, pero Alejandro no se lo permitía. Un servidor de Alejandro
venía casi todos los días a ver cómo estaba, pero ese día no había
venido nadie a quien quejarse de la comida. Aun el viejo Conon, que
cuidaba de él, se había marchado poco después de levantarse sin
prestarle demasiada atención, diciendo que debía asistir a una
reunión o algo parecido.
Necesitaba a Conon por varias cosas: para ver si le daban una
cena sabrosa, para que le encontrara una piedra favorita que había
puesto en alguna parte y para que le explicara por qué había habido
tanto ruido esa mañana, esos gemidos y aullidos que parecían venir
de todas partes, como si miles de personas fueran azotadas al mismo
tiempo. Desde la ventana que daba al parque había visto una
multitud de hombres que corrían hacia el palacio. Tal vez Alejandro
viniera pronto a verlo y le contara de qué se
trataba.
A veces no venía en mucho tiempo y le decían que estaba en
una campaña. Arrideo se quedaba en el campamento o a veces en un
palacio, hasta que él regresaba. A menudo traía regalos, golosinas,
caballos y leones tallados, una pieza de cristal para su colección…
Una vez una hermosa túnica escarlata. Luego los esclavos plegaban
las tiendas y todos partían. Tal vez lo mismo ocurriera en esa
ocasión.
Entretanto, quería jugar con la túnica escarlata. Conon había
dicho que hacía demasiado calor para usar túnica, que la ensuciaría
y estropearía. Estaba guardada en el baúl y Conon tenía la
llave.
Sacó todas las piedras, excepto la rayada, y formó figuras
con ellas; pero al no tener la mejor, no había manera. Tuvo un
acceso de rabia; recogió la piedra más grande y golpeó una y otra
vez la tabla de la mesa. Una vara habría sido mejor, pero no le
dejaban tener ninguna. El mismo Alejandro se la había
llevado.
Mucho tiempo atrás, cuando vivía en su hogar, pasaba casi
todo el tiempo con los esclavos. Nadie más quería verlo. Algunos
eran amables cuando tenían tiempo, pero otros se burlaban de él y
le pegaban. En cuanto empezó a viajar con Alejandro, los esclavos
fueron diferentes y más amables. Incluso uno le tenía miedo. Era el
momento de desquitarse, de modo que había golpeado a ese esclavo
hasta que le sangró la cabeza y cayó tumbado. Hasta entonces
Arrideo nunca había tenido conciencia de su fuerza. Había seguido
dándole golpes hasta que se lo llevaron. Luego, de pronto, había
aparecido Alejandro; no vestido para cenar, sino con la armadura
puesta, sucio y salpicado de barro, sin aliento. Tenía un aspecto
temible como si fuera otra persona, los ojos grises y grandes en la
cara mugrienta. Hizo jurar a Arrideo, por su padre, que jamás
volvería a cometer semejante acción. Había recordado el episodio
cuando la comida llegó tarde. No quería que el fantasma de su padre
le atormentara. Le había tenido terror y había cantado de alegría
al enterarse de su muerte.
Era la hora de la cabalgata en el parque, pero no le
permitían ir sin Conon, quien lo guiaba con una rienda. Deseaba que
viniera Alejandro y lo llevara de nuevo al altar. Lo había hecho
todo correctamente; había vertido el vino, el aceite y el incienso
después de Alejandro, y había permitido que se llevaran los cálices
de oro aunque le habría gustado conservarlos; después Alejandro le
había dicho que se había portado magníficamente.
¡Alguien venía! Pasos enérgicos y un ruido de armadura.
Alejandro era más rápido y más ágil. Entró un soldado a quien nunca
había visto antes, un hombre alto de cara roja y pelo color paja,
con el yelmo bajo el brazo. Se miraron.
Arrideo, que no sabía nada sobre su propio aspecto, sabía aún
menos que Meleagro estaba sorprendido ante su semejanza con Filipo
y se preguntaba qué habría detrás de esa cara. En efecto, el joven
tenía muchos rasgos similares al padre: la cara cuadrada, las cejas
y la barba oscura, los hombros fornidos y el cuello corto. Como su
placer principal era comer, estaba excedido de peso, aunque Conon
nunca le había permitido engordar demasiado. Feliz de ver al fin un
visitante, dijo con avidez:
–¿Me llevarás al parque?
–No, mi señor. – Meleagro miró ávidamente a Arrideo, quien,
desconcertado, trató de pensar si había hecho algo malo. Alejandro
nunca había mandado a este hombre-. Señor, vengo para escoltarte
hasta la asamblea. Los macedonios acaban de elegirte
rey.
Arrideo lo miró alarmado y luego con cierta
astucia.
–Mientes. Yo no soy el rey, sino mi hermano. Alejandro me
dijo: «Si yo no cuidara de ti, alguien trataría de hacerte rey y
terminarían matándote» -Retrocedió, mirando a Meleagro con
creciente agitación-. No iré al parque contigo. Iré con Conon.
Tráelo aquí. Si no lo haces, le contaré esto a
Alejandro.
La pesada mesa le cortó la retirada. El soldado se le acercó
y él se encogió instintivamente, recordando las tundas de su niñez.
Pero el hombre sólo lo miró a los ojos y le habló con mucha
lentitud.
–Señor, tu hermano ha muerto. El rey Alejandro ha muerto. Los
macedonios exigen tu presencia. Acompáñame.
Como Arrideo no se movía, Meleagro le aferró el brazo y lo
guió hasta la puerta. Lo siguió sin resistirse, sin fijarse adónde
lo llevaban, esforzándose por entender un mundo donde no reinaba
Alejandro.
Tan expeditivo había sido Meleagro que la multitud aún estaba
gritando «¡Arrideo!» cuando éste en persona apareció en el estrado.
Enfrentado al tumultuoso mar de hombres, los miró estupefacto,
dando por un momento la impresión de ser un hombre digno y
reservado.
La mayor parte de los azorados generales jamás lo habían
visto. Sólo algunos hombres se habían fijado en él al pasar. Pero
todos los macedonios con más de treinta años habían visto a Filipo.
Se produjo un silencio súbito. Luego empezaron las
ovaciones.
¡Filipo! ¡Filipo! ¡Filipo!
Arrideo miró aterrado por encima del hombro. ¿Venía su padre?
¿Acaso no había muerto? Meleagro captó enseguida ese revelador
cambio de semblante y se apresuró a susurrarle:
–Te están ovacionando a ti.
Arrideo miró en derredor, ligeramente más calmo, pero aún
desconcertado. ¿Por qué aclamaban a su padre? Su padre estaba
muerto. Alejandro estaba
muerto…
Meleagro dio un paso hacia adelante. «Al demonio, pensó
triunfalmente, con ese advenedizo Pérdicas y su rey
nonato.»
–Aquí, macedonios, está el hijo de Filipo, el hermano de
Alejandro. Aquí está vuestro legítimo rey.
Estas palabras, dichas con lentitud y casi al oído de
Arrideo, hicieron que éste reaccionara. Supo por qué todos esos
hombres estaban allí y qué estaba ocurriendo.
–¡No! – exclamó, con una voz plañidera que no congeniaba con
la cara grande e hirsuta-. ¡Yo no soy el rey! Os he dicho que no
puedo ser rey. Me lo dijo Alejandro.
Pero le había hablado a Meleagro y el clamor impidió que
nadie lo oyera más allá del estrado. Los generales, pasmados, se
volvieron hacia Meleagro, discutiendo. Arrideo escuchó con
creciente temor las voces cada vez más furibundas. Recordó
claramente los ojos hundidos de Alejandro clavados en los suyos,
advirtiéndole qué ocurriría si trataban de nombrarlo rey. Mientras
Meleagro reñía con el hombre alto y moreno que estaba en medio del
estrado, se lanzó hacia la puerta desprotegida. Fuera, en los
intrincados corredores del antiguo palacio, vagabundeó sollozando,
buscando su habitación.
En la sala se oyeron nuevos rugidos. Nada de esto tenía
precedentes. Los dos últimos reyes habían sido elegidos mediante
aclamaciones y llevados con himnos tradicionales hasta el palacio
real de Aigai, donde cada cual había confirmado su ascenso
dirigiendo el funeral de su predecesor.
Meleagro, que discutía con Pérdicas, no había extrañado a su
candidato fugitivo hasta que fue advertido por gritos burlones que
venían de abajo. Las opiniones se estaban volviendo contra él; la
presencia imponente de Pérdicas tenía ascendiente sobre hombres que
buscaban una fuente de confianza y fortaleza. Meleagro vio que sólo
serviría un recurso instantáneo. Se volvió y salió deprisa, seguido
por abucheos, por la puerta que había usado Arrideo. Sus seguidores
más entusiastas -no la turba ávida de botín, sino parientes,
camaradas de clan y hombres que guardaban rencor a Pérdicas- se
alarmaron y lo siguieron.
En poco tiempo se toparon con el perseguido, de pie en la
intersección de dos pasajes, decidiendo cuál iba a tomar. Al verlos
exclamó «¡No, idos!» y echó a correr. Meleagro le aferró el hombro.
Arrideo cedió, con cara de pánico. Obviamente no podía comparecer
en ese estado. Con afabilidad, con calma, Meleagro transformó su
gesto en una caricia de afecto.
–Señor, debes escucharme. No tienes nada que temer. Fuiste un
buen hermano de Alejandro. Él era el rey legítimo. Habría sido un
error, como él te dijo, que tú ocuparas su trono. Pero ahora está
muerto y tú eres el rey legítimo. El trono es tuyo. – Tuvo una
repentina inspiración-. Allí hay un regalo para ti. Un bello manto
púrpura.
A Arrideo, ya serenado por la voz afable, se le iluminó la
cara. Nadie rió; la situación era demasiado apremiante y
peligrosa.
–¿Podré conservarlo? – preguntó ansiosamente-. ¿No lo
guardarás bajo llave?
–Por cierto que no. En cuanto lo tengas, podrás
ponértelo.
–¿Y usarlo todo el día?
–Y toda la noche, si lo deseas. – Cuando empezó a guiar a su
presa a lo largo del pasaje, recordó otra cosa-. Cuando los hombres
gritaban «¡Filipo!», se referían a ti. Están honrándote con el
nombre de tu padre. Serás el rey Filipo de
Macedonia.
«El rey Filipo», pensó Arrideo. Eso le infundió confianza. Su
padre debía de estar muerto de veras, si el nombre podía darse a
otro como un manto púrpura. Sería bueno tener ambas cosas. Aún
estaba aturdido por esta decisión cuando Meleagro lo condujo al
estrado.
Sonriendo ante las exclamaciones, vio enseguida el gran paño
de color extendido sobre el trono y caminó hacia él con resolución.
Los sonidos que había confundido con saludos amigables murieron; la
asamblea, asombrada por su cambio de actitud, miró el drama casi en
silencio.
–Allí tienes, señor, nuestro presente para ti -le dijo
Meleagro al oído.
En medio de un trasfondo de inquietos murmullos, Filipo
Arrideo alzó el manto del trono y lo desplegó.
Era el manto real, confeccionado en Susa para la boda de
Alejandro con Estatira, la hija de Darío, celebrada simultáneamente
con la de sus ochenta amigos más valiosos y sus novias persas, con
todo el ejército invitado. Con ese manto había dado audiencia a
emisarios de todo el mundo conocido, durante la última marcha a
Babilonia. Era de una lana tupida como el terciopelo y suave como
seda, teñida con un múrice tirio de un carmesí tenue y reluciente
apenas matizado con púrpura, puro como el rojo de una rosa oscura.
El pecho y la espalda estaban trabajados con la explosión solar, el
blasón real de macedonia, en rubíes y oro. Una dalmática sin
mangas, se abrochaba en los hombros con dos máscaras de oro que
representaban leones, usadas en sus nupcias por tres reyes de
Macedonia. El caluroso sol de la tarde iluminó desde una ventana
los ojos de esmeralda de los leones. El nuevo Filipo los miró
extasiado.
–Permíteme ayudarte -dijo Meleagro.
Alzó el manto y lo deslizó sobre la cabeza de Filipo.
Radiante de placer, Filipo miró a los hombres que lo
aclamaban.
–Gracias -dijo, como le habían enseñado cuando era
niño.
Las aclamaciones arreciaron. El hijo de Filipo había entrado
con la dignidad que convenía a un rey. Al principio tal vez había
sufrido un ataque de timidez. Ahora respaldarían a la sangre real
contra todo el mundo.
–¡Filipo! ¡Filipo! ¡Larga vida a Filipo!
Tolomeo estaba casi ahogado de pena y furor. Recordó la
mañana de la boda, cuando Hefestión y él habían ido a la habitación
de Alejandro en el palacio de Susa para vestir al prometido. Habían
intercambiado bromas tradicionales, junto con otras de su propia
cosecha. Alejandro, que había planeado esta ceremonia de
conciliación racial durante semanas, estaba entusiasmado;
cualquiera lo hubiera tomado por un hombre enamorado. Fue Hefestión
quien recordó los broches con cara de león y los prendió al manto.
Verlo ahora en un idiota sonriente le daba ganas de partir a
Meleagro de una estocada. Ese pobre idiota le causaba más horror
que fastidio. Lo conocía bien; cuando Alejandro estaba ocupado, él
iba a menudo para cerciorarse de que no fuera desatendido ni
utilizado; estaba tácitamente acordado que era mejor que esas cosas
quedaran en familia. ¡Filipo…! Sí, eso surtiría
efecto.
–Alejandro debió hacerlo estrangular -le dijo a Pérdicas,
quien estaba a su lado.
Pérdicas, sin prestarle atención, dio un paso hacia adelante,
rojo de furia, tratando en vano de que lo oyeran por encima del
alboroto. Señalando a Filipo, hizo un amplio ademán de
desprecio.
Gritos de apoyo se oyeron a sus espaldas. Los Compañeros,
importantes por derecho o por rango, habían tenido la visión más
clara. Tenían noticias del idiota; habían observado, con callado
pesar o absoluta incredulidad, cómo se ponía el manto. Ahora
manifestaban su consternación. Sus fuertes voces, entrenadas en el
penetrante himno de guerra de la caballería, se sobrepusieron a los
demás sonidos.
Fue como si el manto de Alejandro hubiera sido un estandarte
de combate desplegado de pronto. Los hombres empezaron a ponerse
los yelmos. El martilleo de las lanzas sobre los escudos alcanzó el
volumen que presagiaba una carga. Más cerca, más mortal, se oyó el
siseo y el susurro de las espadas desenvainadas de los
Compañeros.
Meleagro advirtió alarmado que la poderosa aristocracia de
Macedonia unía fuerzas contra él. Incluso su propia facción podía
abandonarlo, a menos que se viera obligada a no retroceder. Cada
uno de los soldados que ahora aclamaba a Filipo no era, a fin de
cuentas, más que un tribeño a las órdenes de un señor. Debía
destruir las lealtades tribales, crear una nueva acción. Con ese
pensamiento, se le ocurrió la respuesta. Su propio genio lo
asombró. ¿Cómo podía Alejandro haber pasado por alto a semejante
líder?
Con firmeza, pero imperceptiblemente, guió al sonriente
Filipo hasta el borde del estrado. La impresión de que él se
proponía hablar produjo un momento de silencio, tal vez causado por
la curiosidad. Meleagro habló.
–¡Macedonios! ¡Habéis elegido a vuestro rey! ¿Lo defenderéis?
– Los lanceros respondieron con gritos desafiantes-. Entonces venid
con él ahora, y ayudadlo a confirmar su derecho. Un rey de
Macedonia debe sepultar a su predecesor.
Hizo una pausa. Ahora había un verdadero silencio. Una oleada
de sorpresa sacudió a la multitud apiñada y
maloliente.
Meleagro alzó la voz.
–¡Venid! El cuerpo de Alejandro aguarda los rituales. Aquí
está el heredero que los conducirá. No dejéis que le quiten lo que
es suyo. ¡A la cámara mortuoria! ¡Venid!
Hubo movimientos confusos e inquietos. Los ruidos habían
cambiado. Los infantes más decididos se lanzaron hacia adelante;
pero sin hacer ovaciones. Muchos se contuvieron; hubo un hondo
murmullo de voces encontradas. Los Compañeros empezaron a
encaramarse al estrado, para proteger las puertas interiores. Los
generales, que protestaban todos al mismo tiempo, sólo crearon
mayor confusión. De pronto, elevándose por encima de todo, se oyó
la voz cascada de un joven, ronca de furia
apasionada.
–¡Bastardos! ¡Bastardos mugrientos, hijos de
esclavos!
De un rincón del salón a lo largo de los Compañeros,
abriéndose paso entre todos sin hacer caso de la edad ni el rango,
aullando como en batalla, llegaron los Escuderos
Reales.
La guardia de turno había acompañado a Alejandro hasta la
muerte, permaneciendo en su puesto hasta después del amanecer.
Hacía varios años que lo custodiaban. Algunos ya habían cumplido
dieciocho años y tenían voto, el resto había entrado en la Asamblea
con ellos. Treparon al estrado blandiendo las espadas
desenvainadas, los ojos desencajados, el rubio pelo macedónico
cortado casi al rape en señal de duelo. Eran una cincuentena.
Pérdicas, viendo esa furia fanática, comprendió que estaban
dispuestos a matar. A menos que los detuvieran despacharían a
Filipo y luego habría una carnicería.
–¡A mí! – les gritó-. ¡Seguidme! ¡Proteged el cuerpo de
Alejandro!
Corrió hacia la puerta interior con Tolomeo a su lado, los
otros generales a la zaga y los Escuderos después, tan impetuosos
en su furia que dejaron atrás a los Compañeros. Seguidos por los
gritos furibundos de la oposición atravesaron la sala de recepción
del rey y el aposento privado, entrando en la cámara mortuoria. Las
puertas estaban cerradas, pero no con llave. Los que iban delante
entraron en tropel.
Tolomeo, estremeciéndose, recordó de golpe que el cuerpo
yacía allí desde el día anterior. En Babilonia, en pleno verano.
Inconscientemente, cuando se abrieron las puertas, contuvo el
aliento.
Había el vago aroma del incienso consumido, de las hojas, las
flores y las hierbas secas que perfumaban las mantas y la cama
real, mezcladas con el olor de la presencia viva que Tolomeo había
conocido desde la niñez. En la vasta habitación el cuerpo yacía en
la enorme cama entre los vigilantes demonios, cubierto por una
sábana limpia. Algunas sustancias aromáticas esparcidas sobre él
habían burlado incluso a las moscas. En la tarima, apoyado contra
la cama con un brazo tendido sobre ella, dormía el agotado muchacho
persa.
Despertado por el clamor, se levantó trabajosamente, sin
reparar en que tenía la mano de Tolomeo apoyada en el hombro.
Tolomeo se acercó a la cabecera de la cama y alzó la
sábana.
Alejandro tenía una expresión inescrutable. Ni siquiera el
color le había cambiado demasiado. El pelo rubio y entrecano aún
parecía lleno de vida. Nearco y Seleuco, que habían seguido a
Tolomeo, exclamaron que era un milagro, que demostraba la divinidad
de Alejandro. Tolomeo, que había sido como Alejandro alumno de
Aristóteles, observó en silencio, preguntándose cuánto tiempo una
chispa secreta de esa vida intensa había ardido en ese cuerpo
yerto. Le apoyó una mano en el corazón; pero ya todo había
terminado, el cadáver se estaba endureciendo. Echó la sábana sobre
la cara de mármol y se volvió hacia los guerreros que se estaban
formando para sostener las puertas atrancadas.
Los Escuderos, que conocían la habitación detalladamente,
arrastraron los pesados arcones para formar una barricada. Pero no
podía durar mucho tiempo. Los hombres de afuera estaban
acostumbrados a empujar. En filas de seis o siete, arremetían
contra las puertas como diez años atrás habían arremetido con sus
largas sarisas contra las tropas de Darío; y, como los persas en
Gránicos, en Isos, en Gaugamela, las puertas terminaron por ceder.
Raspando el suelo, los arcones laminados de bronce fueron
apartados.
En cuanto entraron, Pérdicas supo que sería incapaz de
atacarlos y ser el primero en tener la vergüenza de derramar sangre
en esa habitación. Ordenó a sus hombres que protegieran el lecho
real. Por un momento, los atacantes miraron en derredor. Las filas
de los defensores resguardaban el cuerpo, y ellos sólo veían las
alas extendidas de los demonios de oro y sus ojos extraños y
feroces. Gritaron airadamente, pero no avanzaron
más.
Hubo un movimiento detrás de ellos. Entró
Filipo.
Aunque Meleagro estaba con él, Filipo había venido por propia
voluntad. Cuando moría una persona, su familia debía encargarse de
ella. Todas las motivaciones políticas habían perdido significación
para Filipo; pero él conocía su deber.
–¿Dónde está Alejandro? – dijo a la barrera que rodeaba la
cama-. Yo soy su hermano. Quiero sepultarlo.
Los generales apretaron los dientes en silencio. Fueron los
Escuderos quienes rompieron la tensa pausa con sus gritos de ira y
sus insultos. No tenían reverencia por el muerto porque para ellos
Alejandro aún estaba vivo. Gritaban por él como si el rey yaciera
herido y desmayado en el campo de batalla, asediado por cobardes
que no lo hubieran enfrentado cara a cara. Sus clamores y gritos de
guerra enardecieron a los jóvenes de los Compañeros, que recordaban
sus propios días como Escuderos.
–¡Alejandro! ¡Alejandro!
Desde alguna parte de la multitud, con el chasquido ahogado
de la correa que la arrojaba, salió una jabalina que chocó contra
el yelmo de Pérdicas.
En pocos instantes había más en el aire. Un Compañero cayó
sangrando de una herida en la pierna; un Escudero que no tenía
yelmo sufrió un tajo en la cabeza y lo cubrió una máscara roja a
través de la cual asomaban los ojos azules. Hasta el enfrentamiento
cuerpo a cuerpo, los defensores eran un blanco fácil. Sólo habían
traído los sables cortos de caballería, símbolo de su rango, a lo
que debía haber sido una mera ocasión ceremonial.
Pérdicas levantó la jabalina que lo había golpeado y la
arrojó hacia los atacantes. Otros, recogiéndolas de los cuerpos de
los heridos, las blandieron para usarlas como lanzas. Tolomeo,
retrocediendo para eludir un proyectil, chocó con alguien, maldijo,
y se volvió para mirar. Era el muchacho persa: una herida en el
brazo le manchaba la manga de lino. Lo había alzado para impedir
que una jabalina atravesara el cuerpo de
Alejandro.
–¡Alto! – gritó Tolomeo-. ¿Somos fieras
acaso?
Detrás de las puertas el alboroto aún persistía; pero se
aplacó, reducido a un avergonzado murmullo por el silencio de los
que estaban delante.
–Dejadlos mirar -dijo Nearco el
Cretense.
Blandiendo las armas, los defensores abrieron una brecha.
Nearco descubrió la cara de Alejandro y retrocedió en
silencio.
Los atacantes quedaron paralizados. La multitud que los
seguía, forcejeando para ver, notó el cambio y se calmó. Enseguida
un capitán de falange se adelantó y se quitó el yelmo. Dos o tres
veteranos lo siguieron. Los primeros se volvieron hacia los hombres
que estaban detrás, alzaron los brazos y pidieron calma.
Sombríamente, con una especie de pesar huraño, los dos bandos se
miraron.
Uno por uno los oficiales más viejos se quitaron el yelmo y
se adelantaron para darse a conocer. Los defensores bajaron las
armas. El viejo capitán empezó a hablar.
–¡Es mi hermano! – Filipo, que había sido apartado, se
adelantó a codazos. Aún tenía puesto el manto de Alejandro, caído a
un costado y arrugado-. ¡Debe tener un funeral!
–¡Cállate! – masculló Meleagro.
Obedientemente, estaba acostumbrado a este trato, Filipo se
perdió de vista. El viejo capitán, acalorado, recobró la presencia
de ánimo.
–Caballeros -dijo-, os superamos en número, como veis. Todos
hemos actuado precipitadamente y creo que todos lo lamentamos.
Propongo una tregua.
–Con una condición -dijo Pérdicas-. El cuerpo del rey no será
profanado, y todos los presentes lo jurarán por los Dioses de las
Profundidades. Yo juraré que cuando esté preparada una carroza
adecuada lo haré llevar al cementerio real de Macedonia. A menos
que se hagan esos votos, ninguno de nosotros se irá de aquí
mientras podamos pelear.
Todos accedieron. Estaban avergonzados. Las palabras de
Pérdicas sobre el cementerio real los habían vuelto bruscamente a
la realidad. ¿Qué habrían hecho con el cuerpo en caso de tomarlo?
¿Sepultarlo en el parque? Una mirada a ese rostro remoto y
orgulloso los había vuelto a sus cabales. Era un milagro que no
apestara; cualquiera hubiera dicho que aún vivía. Muchos se
sintieron sacudidos por la superstición. Alejandro sería un
fantasma formidable.
En la explanada se sacrificó una cabra; los hombres tocaron
el cuerpo o la sangre, invocando la maldición del Hades si faltaban
a su palabra. A causa del número, la ceremonia llevó tiempo; cuando
cayó el sol aún estaban jurando a la luz de las
antorchas.
Meleagro, el primero en jurar bajo la mirada de Pérdicas,
observaba, cavilando. Había perdido apoyo y lo sabía. Sólo una
treintena de hombres, sus partidarios más fieles, le rodeaban y lo
hacían porque eran hombres marcados, temerosos de las represalias.
Debía conservarlos a ellos, cuando menos. Mientras el atardecer
zumbaba con los ruidos de una ciudad hormigueante, había estado
pensando las cosas. Si pudiera separar al cuerpo de guardia…
Treinta contra ocho solamente…
Los últimos hombres acababan de jurar. Se acercó a Pérdicas
con una expresión conciliadora.
–Actué precipitadamente. La muerte del rey nos ha contrariado
a todos. Mañana podemos reunirnos y hablar más
sabiamente.
–Eso espero -replicó Pérdicas, frunciendo el
ceño.
–Todos deberíamos estar avergonzados -continuó con serenidad
Meleagro- si los amigos cercanos de Alejandro fueron distraídos de
su vigilancia. Os ruego -abarcó con un gesto a la Guardia que
prosigáis vuestra vigilia.
–Gracias -dijo Nearco, sinceramente, pues deseaba
hacerlo.
Pérdicas vaciló, alertado por su instinto de
guerrero.
–Meleagro ha jurado respetar el cuerpo de Alejandro -dijo
Tolomeo-. ¿Y qué hay de nuestros cuerpos?
Los ojos de Pérdicas escrutaron los de Meleagro, que se
volvieron involuntariamente. Todos juntos, con expresiones de
profundo desprecio, los Guardias se retiraron para reunirse con los
Compañeros acampados en el parque real.
Enseguida enviaron mensajeros al barrio egipcio, pidiendo a
los embalsamadores que empezaran su trabajo al
amanecer.
–¿Dónde estuviste todo el día, Conon? – dijo Filipo, cuando
le quitaron las calurosas ropas-. ¿Por qué no te mandaron buscar
cuando lo pedí?
Conon, un veterano que lo había servido diez años,
dijo:
–Estaba en la asamblea, señor. No te preocupes, ahora tendrás
tu baño con aceite aromático.
–Ahora soy el rey, Conon. ¿Te dijeron que soy el
rey?
–Sí, señor. Te deseo larga vida.
–Conon, ahora que soy rey ¿no te irás?
–No, señor. Conon cuidará de ti. Ahora permite que me lleve
este hermoso manto para cepillarlo y ponerlo a buen recaudo. Es
demasiado bonito para usarlo todos los días. Oh, vamos, señor, no
tienes por qué llorar.
En la alcoba real, mientras se enfriaba la noche, el cuerpo
de Alejandro se endureció como piedra. Con una toalla ensangrentada
alrededor del brazo, el muchacho persa puso junto a la cama una
mesita de malaquita y marfil y encendió la lámpara que había
encima. En el suelo se veían los restos de la lucha. Alguien se
había apoyado en la consola con las imágenes de Hefestión, que
estaban desparramadas como los caídos después de una batalla. Pero
en pocos minutos el muchacho persa las recogió y las puso
ordenadamente en su lugar. Luego trajo un taburete para no dormirse
de nuevo, entrelazó las manos y se dispuso a velar, escrutando las
sombras oscuras con los ojos oscuros.
El harén de Susa era persa, no asirio. Sus proporciones
estaban delicadamente equilibradas; las columnas acanaladas tenían
capiteles con flores de loto esculpidas por artesanos griegos: los
muros estaban revestidos con azulejos delicadamente esmaltados, la
luz del sol los moteaba a través de tracerías de alabastro
lechoso.
La reina Sisigambis, madre de Darío, ocupaba su silla de
respaldo alto, con una nieta a cada lado. A los ochenta años
conservaba la nariz aguileña y la cara color marfil de la vieja
nobleza elamita, pura raza persa, no mezclada con los medos. Ahora
era frágil; en su juventud había sido alta. Vestía una indumentaria
color índigo, salvo en el pecho, donde relucía un gran collar de
bruñidos rubíes color sangre, un obsequio del rey Poros a
Alejandro, y de Alejandro a la reina.
Estatira, la muchacha mayor, estaba leyendo una carta en voz
alta, lentamente, traduciéndola del griego al persa. Alejandro se
había ocupado de que ambas muchachas aprendieran a leer y hablar
griego. Sisigambis le tenía afecto y le había complacido este
capricho, aunque para ella ésas eran tareas serviles, más adecuadas
para los eunucos de palacio. Sin embargo, debía respetar las
costumbres del pueblo del rey. Él no podía evitar venir de donde
venía, y nunca era deliberadamente descortés. Tendría que haber
sido persa.
Estatira leía, titubeando un poco, no por ignorancia sino por
excitación.
Alejandro rey de los macedonios y señor
del Asia, a su honrada esposa Estatira:
Ansioso de ver nuevamente tu rostro,
deseo que partas hacia Babilonia sin demora para que tu hijo pueda
nacer aquí. Si das a luz un varón, me propongo proclamarlo mi
heredero. Apresúrate a venir. He estado enfermo, y me han dicho que
circulan falsos rumores sobre mi muerte. No les prestes atención.
Mis chambelanes tienen órdenes de recibirte con honor, como
corresponde a la madre de un gran rey. Trae a Dripetis tu hermana,
que también es mi hermana por intermedio de alguien a quien quise
tanto como a mí mismo. Que los dioses te
acompañen.
Estatira bajó la carta y miró a su abuela. Hija de padres
altos, tenía una elevada estatura. Había heredado buena parte de la
belleza de la madre. Tenía porte de reina, aunque no orgullo de
reina.
–¿Qué haremos?, – dijo.
Sisigambis la miró con impaciencia.
–Primero termina la carta del rey.
–Abuela, eso es todo.
–No -dijo Sisigambis, irritada-. Mira de nuevo, hija. ¿Qué me
dice a mí?
–Abuela, eso es todo.
–Debes estar equivocada. Las mujeres no tendrían que aprender
a leer. Se lo dije a él, pero quiso salirse con la suya. Será mejor
que llames a un escriba, para que la traduzca con
corrección.
–De veras, no hay más palabras en el papel. «Que los dioses
te acompañen.» Mira, termina aquí.
Las hondas arrugas de la cara de Sisigambis se distendieron
un poco; los años se le notaban como una
enfermedad.
–¿El mensajero está aún aquí? Hazlo venir, mira si tiene otra
carta. Estos hombres se cansan en el viaje y se vuelven
estúpidos.
Trajeron al jinete, que acababa de comer. Juró por su cabeza
que había recibido una sola carta, una carta del rey. Les mostró el
zurrón vacío.
Después que él se fue, Sisigambis dijo:
–Jamás envió un mensaje a Susa sin unas palabras para mí.
Muéstrame el sello. – Pero la vista se le había deteriorado con la
edad, y aun a poca distancia no podía distinguir la
figura.
–Es su efigie, abuela. Es como la que tengo en mi esmeralda,
la que me regaló el día de la boda; sólo que aquí tiene una corona
de laurel, y en la mía una diadema.
Sisigambis asintió y guardó silencio. Había otras cartas del
rey al cuidado del chambelán; pero no le gustaba que esa gente
supiera que le estaba fallando la vista.
–Escribe que ha estado enfermo -dijo al fin-. Estará
retrasado con todas sus tareas. Ahora está esforzándose más de lo
conveniente, pues así es su naturaleza. Cuanto estuvo aquí, noté
que no respiraba normalmente… Vamos, hija, trae a tus doncellas; tú
también, Dripetis. Debo indicarles qué equipaje llevarán para
vosotras.
La joven Dripetis, viuda de Hefestión (tenía diecisiete
años), se arrodilló junto a la silla.
–Baba, por favor, acompáñanos a Babilonia.
Sisigambis apoyó la vieja mano marfileña en la cabeza de la
joven.
–El rey ha pedido que os apresuréis. Yo soy demasiado vieja.
Y además, no me ha llamado a mí.
Cuando las mujeres hubieron recibido sus instrucciones y la
actividad se trasladó a los aposentos de las jóvenes, la reina
permaneció en su silla de respaldo alto. Las lágrimas le perlaban
las mejillas y humedecían los rubíes del rey
Poros.
En la alcoba real de Babilonia, que ahora olía a especias y
nitro, los egipcios, herederos del arte de sus padres, realizaron
la complicada tarea de embalsamar al último faraón. Contrariados
por una demora que sin duda burlaría sus habilidades, habían
llegado al amanecer, y contemplaron el cadáver con callado asombro.
Cuando sus esclavos les trajeron los instrumentos, las vasijas y
fluidos y aromas de su arte, el único observador, un joven persa de
cara blanca, apagó la lámpara y se esfumó como un fantasma en el
silencio.
Antes de abrir el torso para extraer las vísceras, se
acordaron, aunque estaban lejos del Valle de los Reyes, de alzar
las manos en la plegaria tradicional, para que a unos mortales les
fuera permitido tocar el cuerpo de un dios.
Las callejas de la antigua Babilonia eran un hervidero de
rumores. Toda la noche hubo lámparas encendidas. Los días pasaron;
los ejércitos de Pérdicas y Meleagro esperaban en lo que parecía
una tregua hostil; la infantería rodeaba el palacio, la caballería
ocupaba el parque real, junto a las caballerizas donde
Nabucodonosor guardaba sus carrozas.
Como los superaban en número de cuatro a uno, habían hablado
sobre la posibilidad de desplazarse a la llanura, donde había sitio
para desplegar la caballería.
–No -dijo Pérdicas-. Eso equivaldría a admitir la derrota.
Dadles tiempo para echar una ojeada a ese rey monigote. Ya se
pondrán de nuestra parte. El ejército de Alejandro nunca ha sido
dividido.
En la plaza de armas y en los jardines de palacio, los
hombres de la falange vivaqueaban como mejor podían. Se aferraban
tercamente a su orgullo de vencedores y a su arraigada xenofobia.
Ningún bárbaro debía gobernar a sus hijos, se decían frente a las
fogatas donde sus mujeres persas, con quienes Alejandro los había
inducido a casarse legalmente, estaban revolviendo la cena. Habían
gastado hacía tiempo las dotes de Alejandro; casi nadie pensaba en
llevar a esas esposas a la patria cuando los
licenciaran.
Pensaban con un rencor confuso en los jóvenes Compañeros, que
bebían y cazaban junto a los hijos de señores persas con sus barbas
rizadas, sus armas repujadas y sus caballos acicalados. Eso estaba
bien para la caballería; ellos podían darse el lujo de volverse
persas sin perder prestigio. Pero los infantes, hijos de granjeros,
pastores y cazadores, albañiles y carpinteros de Macedonia, sólo
tenían lo que habían ganado en la guerra, sus pequeños botines y,
sobre todo, la justa retribución por sus afanes y riesgos, la
certeza de que al margen de quiénes hubieran sido sus padres eran
macedonios de Alejandro, amos del mundo. Aferrándose a este tesoro
de autoestima, hablaban bien de Filipo, su modestia, su semejanza
con el padre, su pura sangre macedonia.
Los oficiales, cuyas tareas los mantenían en contacto con el
rey, se volvían cada vez más taciturnos. Las inmensas actividades
del imperio de Alejandro no podían detenerse. Embajadores,
recaudadores de impuestos, constructores de barcos, funcionarios
del comisariado, arquitectos, sátrapas en disputa que buscaban
arbitraje, aparecían aún en las antesalas; de hecho, cada vez eran
más, pues muchos habían esperado una audiencia durante la
enfermedad de Alejandro. No sólo había que atenderlos; había que
encontrar un rey visible y creíble.
Antes de cada presentación, Meleagro daba instrucciones a
Filipo. Había aprendido a caminar hasta el trono sin que lo
guiaran, sin ponerse a charlar con la primera persona que le
llamaba la atención; a bajar la voz para que lo vieran hablar sin
que lo oyeran, permitiendo que Meleagro enunciara réplicas
adecuadas. Había aprendido a no pedir limonada ni golosinas cuando
estaba en el trono y a no solicitar permiso de la guardia de honor
cuando quería salir. Era imposible controlar del todo su costumbre
de rascarse, tocarse la nariz y mover los pies, pero si se
guardaban ciertas apariencias, su presencia era serena y
sobria.
Meleagro se había autodesignado para el puesto de quiliarca,
o gran visir, creado para Hefestión y heredado por Pérdicas. De pie
a la derecha del rey, con una panoplia ostentosa, sabía que parecía
impresionante; pero además sabía muy bien qué piensa un soldado
cuando el jefe a quien ha venido a solicitar órdenes habla a través
de un intermediario y nunca lo mira a la cara. Sus oficiales, que
habían tenido libre acceso a Alejandro, no podían ser excluidos, y
tampoco la Guardia Real. Y Meleagro sentía en la piel que todos
ellos observaban a esa fornida figura sentada en el trono, esa boca
floja y esa mirada perdida, y evocaban irremediablemente la
dinámica presencia desaparecida, la cara alerta, la serena
autoridad, que ahora yacían petrificadas para siempre en la alcoba
cerrada, sumergida en el baño de nitro de los embalsamadores,
preparándose para desafiar a los siglos.
Por otra parte, a los funcionarios persas designados por
Alejandro no se les podía negar audiencia, y no eran tontos. La
idea de un levantamiento masivo contra un ejército dividido le
provocaba pesadillas.
Como otros hombres que han profesado el odio mucho tiempo,
culpaba al objeto de ese odio de todas las adversidades, sin
considerar jamás que era su odio, y no su enemigo, el que había
creado esa situación adversa. Como tantos hombres antes y después
de él, sólo veía un remedio y decidió buscarlo.
Filipo estaba aún en sus viejos aposentos, elegidos para él
por Alejandro, que eran agradables y frescos, al menos para el
verano de Babilonia. Cuando Meleagro trató de trasladarlo a
aposentos más dignos de su nueva condición, Filipo se negó con
gritos tan estentóreos que la guardia de palacio acudió a la
carrera, temiendo un asesinato. Ahí lo buscó Meleagro, acompañado
por un pariente, un tal Duris, que llevaba objetos para
escribir.
El rey estaba felizmente ocupado con sus piedras. Tenía un
baúl lleno, una colección juntada en miles de millas por Asia
mientras seguía al ejército, guijarros recogidos por él mezclados
con trozos de ámbar, cuarzo, ágata, antiguos sellos y gemas de
cristal coloreado de Egipto, que Alejandro, Tolomeo o Hefestión le
traían cuando se acordaban. Había formado con ellas un sinuoso
sendero en la habitación y lo estaba perfeccionando, apoyado en las
rodillas y las manos.
En cuanto entró Meleagro se puso de pie con cara culpable,
aferrando su fragmento favorito de turquesa escita y escondiéndola
detrás de la espalda para que no se la quitaran.
–¡Señor! – dijo ásperamente Meleagro.
Filipo, reconociendo en esto una severa reprensión, se
apresuró a ocupar la silla más importante, ocultando la turquesa
bajo el almohadón.
–Señor -dijo Meleagro, acercándose-, he venido a decirte que
corres grave peligro. No, no temas, yo te defenderé. Pero el
traidor Pérdicas, que trató de robar el cuerpo de Alejandro y
quitarte el trono, está conspirando contra tu vida para proclamarse
rey.
Filipo se levantó de un salto, murmurando incoherencias.
Meleagro las interpretó enseguida.
–Él dijo… Alejandro dijo… Él puede ser rey si lo desea. No me
importa, Alejandro me dijo que no debían hacerme
rey.
Meleagro se liberó con esfuerzo del apretón que amenazaba con
partirle el brazo.
–Señor, si él es rey su primer acto será matarte. Sólo
estarás a salvo si tú lo matas a él. Mira, aquí está el papel que
ordena su muerte. – Duris lo depositó, con pluma y tinta, sobre la
mesa-. Sólo escribe «Filipo» aquí, tal como te enseñé. Yo te
ayudaré, si quieres.
–¿Y entonces lo matarás antes que él me
mate?
–Sí, y todos tus problemas habrán terminado. Escríbelo
aquí.
La mancha con que empezó no borroneó la escritura; y después
de eso logró hacer una firma bastante pasable.
Pérdicas se alojaba en una de las casas señoriales
construidas en el parque real por los reyes persas, concedidas por
Alejandro a sus amigos. Alrededor acampaban los Escuderos Reales.
Defendían a Pérdicas como al regente designado por Alejandro.
Aunque no se habían ofrecido a servirlo, y él sabía que no era
conveniente pedir semejante cosa, ellos actuaban como mensajeros y
lo custodiaban día y noche por turnos.
Estaba deliberando con Tolomeo cuando entró uno de
ellos.
–Señor, un anciano desea verte.
–Y ya van por lo menos treinta… -dijo ácidamente
Tolomeo.
–¿Y bien? – dijo Pérdicas.
–Dice, señor, que es servidor de Arrideo. – El honorífico
Filipo no era usado en la orilla del río ocupada por los
Compañeros-. Dice que es urgente.
–¿Se llama Conon? – dijo ásperamente Tolomeo-. Pérdicas,
conozco a ese hombre. Será mejor que lo veas.
–Eso me proponía -dijo Pérdicas con cierta impaciencia.
Tolomeo le resultaba demasiado desenfadado e informal,
características que Alejandro lamentablemente no había
desalentado-. Hazlo entrar, pero antes cerciórate de que no esté
armado.
El viejo Conon profundamente incómodo saludó militarmente, se
cuadró y no dijo nada hasta que le dieron permiso.
–Con permiso, señor. Han obligado a mi pobre señor a firmar
un papel contra ti. Yo estaba en su dormitorio, cuidando de sus
cosas, y no pensaron en mirar si había alguien. Señor, no lo culpes
a él. Lo están usando. Él jamás te deseó ningún mal sin que lo
instigaran.
–Te creo -dijo Pérdicas, frunciendo el ceño-. Pero parece que
hay problemas.
–Señor, si él cae en tus manos, no le hagas daño. Él jamás
causó problemas cuando vivía Alejandro.
–Ten la certeza de que no es ése mi propósito. – Ese hombre
podía ser útil, y Arrideo podía serlo aun más-. Cuando el ejército
vuelva a la normalidad, cuidaré de tu amo. ¿No quieres permanecer
con él?
–Sí, señor. He estado con él casi desde su infancia. No sé
cómo se las hubiera arreglado sin mí.
–Muy bien. Tienes mi permiso. Dile, si puede entenderte, que
no debe tener miedo de mí.
–Lo haré, señor, y Dios te bendiga. – Se fue, saludando con
elegancia.
–Un favor fácil -le dijo Pérdicas a Tolomeo-. ¿Acaso el viejo
creía que podíamos darnos el lujo de matar al hermano de Alejandro?
Meleagro, en cambio…
Más tarde, concluidas las tareas del día, Pérdicas estaba
cenando cuando oyó gritos afuera. Desde la ventana vio una compañía
de cien infantes. Los escuderos de guardia sumaban
dieciséis.
Pérdicas era demasiado veterano para cenar con túnica. En
instantes, con la celeridad de dos décadas de prácticas, se había
puesto el corselete y se lo había abrochado. Un jadeante escudero
entró a la carrera, saludando con una mano mientras agitaba un
papel.
–¡Señor! Es una convocación de los rebeldes. Un despacho
real, lo llaman.
–¿Conque real, eh? – dijo Pérdicas con calma. El mensaje era
breve; lo leyó en voz alta-. «Filipo hijo de Filipo rey de los
macedonios y señor del Asia, al ex-quiliarca Pérdicas. Por ésta se
te ordena comparecer ante mí para responder a un cargo de traición.
Si te resistes, la escolta tiene órdenes de emplear la
fuerza.»
–Señor, podemos resistir. ¿Quieres enviar un
mensaje?
No por nada Pérdicas había servido al mando de Alejandro.
Apoyó la mano en el hombro del muchacho con una sonrisa en la cara
austera.
–Te lo agradezco, pero no hará falta. Mantente alerta. Yo
hablaré con esa gente de Meleagro. – El saludo del escudero tenía
el débil reflejo de un ardor recordado.
Tal vez, pensó Pérdicas, pueda demostrarle al actual
quiliarca Meleagro por qué a mí, y no a él, me promovieron al
Cuerpo de Guardia.
Había tenido doce años para absorber un concepto básico de
Alejandro: hazlo con estilo. Al contrario de Alejandro, le costaba
cierto esfuerzo, pero sabía cuánto valía. Solo, sin pedir
instrucciones a nadie, podía pronunciar un discurso
memorable.
Saliendo al porche con la cabeza descubierta, el mensaje en
la mano, se detuvo con aplomo para impresionarlos, y empezó a
hablar.
Había reconocido al oficial -tenía buena memoria de general-
y reseñó detalladamente la última campaña en que todos ellos habían
servido a sus propias órdenes. Alejandro una vez los había
elogiado. ¿Qué hacían ahora, rebajándose de ese modo, ellos que en
un tiempo habían sido hombres, e incluso soldados? ¿Podrían
enfrentarse ahora a Alejandro? Aun antes que fuera rey, ese
retardado había sido utilizado en intrigas contra él; pero
Alejandro, con su grandeza de corazón, lo había cuidado como un
inocente inofensivo. Si el rey Filipo hubiera querido que un idiota
llevara su nombre, lo habría dicho. ¡El rey Filipo! Rey, un cuerno.
Era increíble que soldados de Alejandro pudieran presentarse como
servidores de Meleagro, un individuo a quien él ni siquiera había
querido confiar una división, para vender al hombre que Alejandro
mismo había designado para comandarlos. Que volvieran junto a sus
camaradas para recordarles quiénes habían sido, y a qué se habían
rebajado ahora. Que les preguntaran qué opinaban de ello. Por el
momento podían retirarse.
Después de un silencio inquieto y vacilante, el capitán de la
tropa vociferó una orden:
–¡Media vuelta! Marchad.
Entretanto, a los escuderos de guardia se sumaban casi todos
los escuderos de las cercanías. Cuando la tropa se alejó, se
reunieron alrededor de Pérdicas y lo ovacionaron. Esta vez sin
esfuerzo, les devolvió la sonrisa triunfal. Por un momento casi se
sintió un Alejandro.
«No, – pensó mientras entraba-. A él la gente lo comía vivo.
Tenían que tocarle el cuerpo, las manos, la ropa. Los he visto
pelear por acercársele. Estos idiotas de Opis, cuando los perdonó
por la revuelta, exigieron el derecho de besarlo… Bien, ése era su
misterio, y yo jamás lo tendré. Pero tampoco lo tendrán
otros.»
El lento esfuerzo de los remeros que bogaban contra la
corriente era aliviado de vez en cuando por una brisa del sur,
mientras la barcaza remontaba el Tigris. En almohadones de lino
rellenos de lana y plumas, abanicándose, las dos princesas se
estiraban como gatas jóvenes, gozando del movimiento suave y el
aire fresco, después del traqueteo y el calor de la carreta
cubierta. Bajo el toldo, la doncella dormía profundamente. A lo
largo del camino de sirga avanzaban la carreta y el carro con el
equipaje, la escolta de eunucos a caballo, los muleteros y los
esclavos. Cuando la caravana pasaba por una aldea, todos los
labriegos se reunían en la orilla para mirar.
–Si tan sólo no nos hubiera dicho que nos diéramos prisa
-suspiró Estatira-. Podría hacerse casi todo el trayecto por agua,
río abajo hacia el Golfo, y remontar el Éufrates hasta Babilonia. –
Se acomodó los almohadones detrás de la espalda, que le dolía a
causa del embarazo.
Dripetis, jugueteando con el oscuro velo de viuda, miraba por
encima del hombro para cerciorarse de que su doncella
dormía.
–¿Me buscará otro esposo?
–Lo ignoro. – Estatira miró hacia la orilla del río-. No se
lo preguntes aún. No le gustará. Él piensa que aún perteneces a
Hefestión. Jamás permitirá que el regimiento de Hefestión tenga
otro nombre. – Sintiendo un silencio desolado a sus espaldas,
dijo-: Si tengo un varón, yo se lo pediré. – Se recostó en los
almohadones y cerró los ojos.
El sol filtrándose entre las altas matas de papiro, trazaba
dibujos fluctuantes en la luz rosada que le atravesaba los
párpados. Era como las cortinas carmesíes del pabellón nupcial de
Susa. La cara le ardía, como cada vez que evocaba ese
recuerdo.
Desde luego la habían presentado antes al rey. La abuela se
había cerciorado de que ella hiciera la más profunda reverencia,
antes que él ocupara la silla alta y ella ocupara su silla baja.
Pero el ritual nupcial no podía eludirse; había seguido la
tradición persa. A ella la había acompañado el hermano de su madre
muerta, un hombre alto y esbelto. Luego el rey se había levantado,
como correspondía al prometido, para saludarla con un beso y
conducirla hasta la silla que tenía al lado. Ella había hecho, para
el beso, la pequeña genuflexión que le había enseñado su abuela;
pero luego había tenido que levantarse, no había modo de evitarlo.
Le llevaba media cabeza al rey, y se moría de
vergüenza.
Cuando sonaron las trompetas y el heraldo anunció que eran
marido y mujer, le llegó el turno a Dripetis. El amigo del rey,
Hefestión, se había levantado y adelantado, el hombre más bello que
ella había visto jamás, alto y elegante con su pelo rubio oscuro
-bien podía haber sido un persa-, había tomado la mano de su
hermana y ambos tenían la misma altura; sabía que cuando el rey le
había salido al paso ambos contenían el aliento. Al final, los dos
habían tenido que preceder la procesión hasta la cámara nupcial.
Ella había deseado que la tragara la tierra.
En el pabellón carmesí con su cama dorada, Alejandro la había
comparado con una hija de los dioses (ella ya sabía bastante
griego), y Estatira notó que él tenía buenas intenciones; pero como
nada podía borrar esos momentos espantosos, hubiera preferido que
callara. La presencia de Alejandro era poderosa y Estatira era
tímida; aunque el defecto era de él, era ella quien se sentía como
una estaca. En el lecho nupcial sólo pudo pensar que su padre había
huido en la batalla y que la abuela jamás mencionaría su nombre.
Ella debía redimir el honor de su linaje mediante el valor. Él
había sido amable, y apenas le había causado dolor; pero todo había
sido tan extraño, tan abrumador, que apenas pudo articular una
palabra. Con razón no había concebido, y aunque Alejandro le había
hecho visitas de cortesía mientras estaba en Susa, trayéndole
regalos hermosos, jamás había vuelto a acostarse con
ella.
Para coronar estos misterios, se había enterado de que en el
palacio estaba la esposa bactriana del rey que lo había acompañado
a la India. Estatira, que desconocía el placer sexual, no tenía
celos sexuales; pero cuando los tenía, nada era más torturante que
sus evocaciones de Roxana, Pequeña Estrella, favorita y confidente.
Los imaginaba haciendo el amor tiernamente, charlando,
chismorreando, riéndose… tal vez de ella. En cuanto a Bagoas el
persa, no había oído hablar de él en la corte de su padre, ni
después. La habían criado cuidadosamente.
La estadía del rey en Susa había terminado entre grandes
acontecimientos políticos que ella oyó nombrar poco y comprendió
menos. Luego él había seguido rumbo a Ecbatana. La había visitado
para despedirse (¿lo habría hecho de no ser por la abuela?), sin
mencionar cuándo o dónde la mandaría llamar. Se había ido,
llevándose a la mujer bactriana; y ella había llorado toda la noche
de vergüenza y de furia.
Pero la primavera pasada, cuando él había llegado a Susa
después de la guerra en las montañas, todo había sido diferente;
ninguna ceremonia, ninguna multitud. Había conferenciado a solas
con la abuela y ella creía haberla oído llorar. Por la noche habían
cenado juntos; ellas eran su familia, dijo él. Estaba consumido,
demacrado y fatigado; pero hablaba, como nunca lo había oído
antes.
Cuando vio a Dripetis con su velo de viuda, una mueca de
dolor le había transfigurado la cara, pero se había repuesto
prontamente, y las cautivó con historias de la India, sus
maravillas y costumbres. Luego habló sobre sus planes para explorar
la costa de Arabia, para hacer una carretera en el norte de África
y extender el imperio hacia el oeste. Y había dicho: «Tanto que
hacer, y tan poco tiempo. Mi madre tenía razón; hace mucho que debí
engendrar un heredero»
La había mirado, y Estatira supo que ella, no la bactriana,
era la elegida. Había ido a él con una apasionada gratitud que
resultó tan eficaz como cualquier otro ardor.
Poco después de que él se fuera supo que había concebido y la
abuela se lo comunicó. Le alegraba que la hubiera llamado a
Babilonia. Si todavía estaba enfermo, lo cuidaría con sus propias
manos. No demostraría celos por la bactriana. Un rey tenía derecho
a sus concubinas; y, como le había advertido la abuela, podían
surgir muchos problemas de las riñas en el harén.
Los soldados enviados para arrestar a Pérdicas siguieron su
consejo. Se convencieron de que habían caído muy bajo y no les
gustó. Hablaron con sus camaradas, mencionando el valor de
Pérdicas, que los había desconcertado, y les refirieron lo que él
mismo les había revelado: que Meleagro quería liquidarlo. Estaban
inquietos, indecisos. Mientras Meleagro digería su fracaso, ellos
rugieron de pronto a sus puertas como un mar humano. Los que
estaban de guardia abandonaron su puesto y se les
unieron.
Meleagro sintió que un sudor frío le cubría el cuerpo y se
imaginó muriendo como un jabalí acorralado en un círculo de lanzas.
Con la velocidad de la desesperación, enfiló hacia los aposentos
reales.
A la alegre luz de la lámpara, Filipo estaba cenando su plato
favorito, venado aderezado con calabaza frita. Bebía limonada; si
daban vino no se podían prever las consecuencias. Cuando Meleagro
entró, Filipo expresó su fastidio con los ojos, pues tenía la boca
llena. Conon, que estaba sirviendo al rey, alzó la vista. Usaba su
vieja espada; había oído el bullicio.
–Señor -jadeó Meleagro-, el traidor Pérdicas se ha
arrepentido y los soldados quieren que lo perdones. Ve a decirles
que lo has perdonado.
Filipo tragó el bocado para replicar con
indignación:
–No puedo ir ahora. Estoy cenando.
Conon avanzó un paso.
–Él ha sido manejado -dijo, mirando a Meleagro a los ojos,
apoyando la mano, como al descuido, en el bruñido cinturón de la
espada.
–Buen hombre -dijo Meleagro, sin perder la compostura-, él
estará más seguro en el trono que en cualquier otro lugar de
Babilonia. Tú lo sabes; estuviste en la asamblea. Señor, ven
enseguida. – Se le ocurrió un argumento persuasivo-: Tu hermano
habría hecho eso.
Filipo dejó el cuchillo y se enjugó la boca.
Conon dejó caer la mano.
–¿Es verdad Conon?
¿Alejandro iría?
–Sí, mi señor. Él iría.
Mientras lo conducían a la puerta, Filipo miró con añoranza
cena, y se preguntó por qué Conon se estaba enjugando los
ojos.
El ejército fue aplacado por el momento, pero no quedó
satisfecho. Las audiencias en la sala del trono daban malos
resultados. Las lamentaciones de los embajadores por la inoportuna
muerte del rey eran cada vez menos formales y más incisivas.
Meleagro notó que su poder era cada vez más inestable y que la
disciplina se desmoronaba día a día.
Entretanto, la caballería había celebrado consejo. De pronto
una mañana desapareció. En el parque no quedó nada, salvo
excrementos de caballo. Había traspuesto las derruidas murallas y
se había desplegado alrededor de la ciudad. Babilonia estaba
sitiada.
Buena parte del terreno era pantanoso; no se requería una
fuerza muy numerosa para cerrar las sólidas carreteras y las zonas
de terreno firme. Tal como se había planeado, los refugiados no
fueron molestados. Por todas las puertas, con el bullicio de
hombres que gritaban, niños que lloraban, camellos que
regurgitaban, cabras que balaban y aves que cloqueaban, los
campesinos temerosos de la guerra entraban en la ciudad, y los
habitantes de la ciudad temerosos del hambre
salían.
Meleagro podría haberse enfrentado a un enemigo extranjero.
Pero sabía demasiado bien que ya no podía confiar en sus tropas
para una lucha con sus ex-camaradas. Estaban olvidando la amenaza
de los herederos bárbaros no nacidos, echaban de menos la
disciplina de los días de gloria y a los oficiales que los ligaban
con Alejandro. Menos de un mes atrás, eran miembros de un cuerpo
bien articulado dirigido por un espíritu tenaz. Ahora cada hombre
sentía su aislamiento en un mundo extraño. Pronto se vengarían de
ello.
En esta situación extrema, consultó a
Eumenes.
Durante todo el ajetreo desde la muerte de Alejandro, el
secretario había continuado en silencio con su quehacer. Hombre de
orígenes humildes, descubierto y educado por Filipo, promovido por
Alejandro, había sido y seguía siendo neutral en la presente
rivalidad. No se sabía unido a los Compañeros ni los había
denunciado. Su trabajo, decía, era seguir con las actividades del
reino. Había contribuido a preparar respuestas para enviados y
embajadores, había redactado crónicas y había escrito cartas en
nombre de Filipo, pero sin el título de rey (que había sido añadido
por Meleagro). Cuando lo urgían a tomar partido, decía que él era
sólo un griego y que la política era cosa de los
macedonios.
Meleagro lo encontró en su mesa de trabajo, dictándole al
asistente, que estaba escribiendo en cera.
«Al día siguiente se bañó de nuevo e hizo los sacrificios
pertinentes; después del sacrificio fue presa de una fiebre
constante. Aun así, mandó llamar a los oficiales y les ordenó que
se ocuparan de que todo estuviera preparado para la expedición. Al
anochecer volvió a bañarse y después cayó gravemente
enfermo…»
–Eumenes -dijo Meleagro, que esperaba en la puerta sin que
nadie le prestara atención-, deja en paz a los muertos. Los vivos
te necesitan.
–Los vivos necesitan la verdad, antes que el rumor la
corrompa. – Le hizo una seña al asistente que plegó la tablilla y
salió.
Meleagro le expuso su dilema, comprendiendo que el secretario
había evaluado la situación hacía tiempo y esperaba con impaciencia
que él terminara. Y terminó como pudo.
–Mi opinión, ya que me la pides -dijo fríamente Eumenes-, es
que no es demasiado tarde para buscar una fórmula conciliatoria. Y
que es demasiado tarde para cualquier otra cosa.
Meleagro ya había llegado a esa conclusión por sí mismo, pero
quería verla confirmada por otra persona a quien poder culpar si
las cosas le salían mal.
–Acepto tu consejo. Es decir, si los hombres están de
acuerdo.
–Tal vez el rey pueda persuadirlos -dijo secamente
Eumenes.
Meleagro ignoró la ironía.
–Un hombre podría hacerlo: tú mismo. Nadie cuestiona tu
honor, todos conocen tu experiencia. ¿Hablarás a los
macedonios?
Eumenes ya había pensado en eso. Sólo era leal a la casa de
Filipo y Alejandro, que lo había elevado del anonimato al prestigio
y al poder. Si Filipo Arrideo hubiera sido competente, habría
tenido dudas; pero sabía que Filipo padre había pensado en ello, y
era partidario del hijo de Alejandro, que aún no había nacido. Sin
embargo Filipo era hijo de Filipo, su benefactor, y lo había
reconocido; Eumenes estaba dispuesto a protegerlo si podía. Era un
hombre frío, tajante, cuyos verdaderos pensamientos eran conocidos
por pocos. No le gustaba hablar demasiado.
–Muy bien -dijo.
Fue bien recibido. Cincuentón, enjuto y aplomado, con las
facciones blandas del sur pero aun así con prestancia de soldado,
dijo lo necesario y nada más. No intentó imitar a Alejandro, cuya
percepción de la audiencia había sido un don artístico. El talento
de Eumenes consistía en una exposición razonable y concisa.
Tranquilizada al oír sus confusas contradicciones ordenadas
lógicamente, la asamblea aceptó con alivio su opinión. Debían
mandarse embajadores al campamento de Pérdicas, para tratar las
condiciones. Cuando salieron al amanecer por la puerta de Ishtar,
multitudes de ansiosos babilonios los vieron
partir.
Regresaron antes del mediodía. Pérdicas levantaría el sitio y
reconciliaría a las tropas en cuanto Meleagro y sus cómplices se
entregaran a la justicia.
En ese momento, la escasa disciplina que aún quedaba entre
las tropas de Babilonia era impuesta por vagos sentimientos de
dignidad que dependían principalmente de la popularidad de los
oficiales. Los enviados que regresaban repitieron el mensaje a
todos los que los paraban en la calle para preguntarles. Mientras
Meleagro todavía estaba leyendo el mensaje de Pérdicas, las tropas
se amontonaban en la sala de audiencias, convocando una asamblea
por su cuenta.
Desde su lugar de trabajo Eumenes oyó el murmullo de las
voces rivales y el ruido de los clavos de las botas arruinando cada
vez más el suelo de mármol. La escalera tenía una ventana que daba
a la sala. Vio que los soldados no habían venido sólo con armas
simbólicas; pese al calor, tenían puestos los corseletes y los
yelmos. Se estaba iniciando una división visible: por una parte los
hombres que querían aceptar las condiciones; por la otra, alarmados
y furiosos, los que se habían alineado irreversiblemente con
Meleagro. El resto esperaba a que otros decidieran por ellos. Así
empiezan las guerras civiles, pensó Eumenes. Enfiló hacia los
aposentos reales.
Meleagro estaba allí, de pie junto a Filipo, enseñándole un
discurso. Filipo, más atento a su desesperación sudorosa que a sus
palabras, se movía de aquí para allá sin memorizar lo que
decía.
–¿Qué le estás pidiendo que diga? – preguntó Eumenes sin
rodeos.
Los ojos celestes de Meleagro, siempre prominentes, estaban
además irritados.
–Que diga que no, desde luego.
Con esa voz serena que el mismo Alejandro había escuchado en
medio de sus iras Eumenes dijo:
–Si dice eso, las espadas estarán desenvainadas antes que
puedas recobrar el aliento. ¿Has visto la sala de audiencia? Mira
ahora.
Una mano fuerte y pesada aferró el hombro de Eumenes. Se
volvió sorprendido. Nunca había pensado que Filipo tuviera tanta
fuerza.
–No quiero decirlo. Dile que lo he olvidado.
–No te preocupes -dijo Eumenes en voz baja-. Pensaremos otra
cosa.
La fanfarria real provocó un breve silencio en la sala. Entró
Filipo, seguido por Eumenes.
–¡Macedonios! – Hizo una pausa, recordando las palabras que
ese hombre calmo y amable le había enseñado-. No hay necesidad de
luchar. Los que busquen la paz serán aquí los vencedores. – Casi se
vuelve en busca de aprobación, pero el hombre amable le había dicho
que no lo hiciera.
Un murmullo satisfecho recorrió la sala. El rey había hablado
como una persona normal.
–No condenéis a ciudadanos libres… -le recordó Eumenes en voz
baja.
–No condenéis a ciudadanos libres, a menos que deseéis una
guerra civil. – Hizo otra pausa; Eumenes, tapándose los labios con
la mano, le dictó el resto-. Busquemos de nuevo una conciliación.
Enviemos otro emisario. – Filipo inhaló
triunfalmente.
–No te vuelvas -le susurró Eumenes.
No hubo una oposición seria. Todos deseaban un momento de
respiro, y sólo discutían sobre la forma y los medios; pero en
cuanto las voces se intensificaron, le evocaron a Filipo ese día
espantoso en que había huido de la sala y le habían dado un manto
para hacerlo volver. Y luego… Alejandro yacía muerto, como tallado
en mármol. Alejandro le había dicho…
Se tanteó la cabeza, la diadema de oro que siempre le
obligaban a usar cuando iba a aquella sala. Se la quitó y,
alzándola, avanzó unos pasos.
Detrás de él, Meleagro y Eumenes soltaron un suspiro de
consternación. Filipo extendió confiadamente la corona hacia los
atónitos soldados.
–¿Es porque soy rey? No tiene importancia. Yo preferiría no
serlo. Mirad. Podéis dársela a otra persona.
Fue un momento extraño. Todos habían estado tensos, hasta
llegar a aquella solución momentánea. Y ahora
esto.
Siempre presos de sus emociones -una característica que
Alejandro había utilizado con infalible habilidad- los macedonios
fueron arrastrados por una ola de sentimentalismo. Qué hombre más
honesto, más bondadoso; qué rey más respetuoso de la ley. Vivir a
la sombra de su hermano lo había vuelto excesivamente modesto.
Nadie rió mientras él esperaba que alguien aceptara la corona. Hubo
aclamaciones:
–¡Larga vida a Filipo, Filipo rey!
Felizmente sorprendido, Filipo se volvió a poner la corona.
Todo había salido bien, y el hombre amable estaría contento con él.
Aún estaba sonriendo cuando lo llevaron adentro.
La tienda de Pérdicas se alzaba a la sombra de un bosquecillo
de palmeras altas. El ambiente le resultaba tan familiar que tenía
la impresión de no haberlo dejado nunca: el catre y la silla
plegadiza, el soporte de la armadura, el baúl (había habido una
pila de baúles en los días de botines victoriosos, pero eso había
terminado), la mesa con caballetes.
Su hermano Alcetas y su primo Leonato estaban con él cuando
llegó la nueva embajada. Leonato era un hombre de huesos largos y
pelo rojizo, que recordaba al mundo su parentesco con la casa real
imitando la melena leonina de Alejandro. Incluso, decían sus
amigos, reproduciendo los rizos con las tenacillas. Sus ambiciones,
aunque grandes, no estaban todavía definidas; por el momento
respaldaba a Pérdicas.
Los enviados tuvieron que salir mientras ellos consideraban
el mensaje. Se ofrecía la paz en nombre del rey Filipo si su
pretensión al trono era reconocida y si su delegado, Meleagro, era
designado para compartir el mando supremo con
Pérdicas.
Leonato echó la silla hacia atrás, un gesto rara vez usado
por Alejandro, que en su imitador se había convertido en un gesto
afectado.
–¡Qué insolencia! ¿Hace falta ofender a los
otros?
Pérdicas apartó los ojos de la carta.
–Aquí -dijo sonriendo- veo la mano de
Eumenes.
–Sin duda -dijo Alcetas, sorprendido-. ¿Quién otro podría
haberla escrito?
–Aceptaremos. Es lo mejor que hubiera podido
pasar.
–¿Qué? – dijo Leonato, irritado-. ¡No puedes aceptar el mando
con ese rufián!
–Te lo dije, veo la mano de Eumenes. – Pérdicas se acarició
el mentón-. Él sabía cuál era el señuelo que alejaría a la bestia
de su cubil. Sí, alejémoslo. Luego veremos.
La barcaza del Tigris se acercaba al recodo donde las damas
debían desembarcar para unirse a la caravana y seguir por
tierra.
Caía la noche. Les habían levantado la tienda en la hierba,
lejos de la humedad del río y los mosquitos. Bajaron a la costa
cuando se encendieron las primeras antorchas alrededor del
campamento; el cordero que chisporroteaba sobre el fuego despedía
olor a grasa quemada.
El jefe de la escolta de eunucos ayudó a Estatira a bajar por
la planchada.
–Señora -dijo-, los aldeanos que vinieron a vendernos fruta
dicen que el gran rey ha muerto.
–Él me advirtió sobre ello -respondió ella con calma-. Dijo
que ese rumor corría entre los campesinos. Está en la carta; dijo
que no debíamos prestarle atención.
Alzando la falda para pasar entre las cañas húmedas de rocío,
caminó hacia la tienda iluminada.
Al son de las trompetas y las flautas, observados por los
aliviados babilonios, los soldados salieron bajo las torres de la
puerta de Ishtar, para sellar la paz con los
Compañeros.
A la cabeza de ellos cabalgaba Meleagro, con el rey a su
lado. Filipo tenía una expresión optimista y adecuada a la
solemnidad del momento. Vestía el manto escarlata que Alejandro le
había regalado. Montaba un caballo robusto y bien entrenado que se
alejaba pocos pasos de Conon, que llevaba la rienda y tarareaba la
tonada que tocaban las flautas. El aire de la mañana aún estaba
fresco. Todo saldría bien, todos serían amigos nuevamente. Ahora no
sería un problema ser rey.
Los Compañeros esperaban en sus lustrosos caballos, inquietos
por la inactividad; sus bridas relucían con pendones de oro y
rosetas de plata, una moda que Alejandro había iniciado con
Bucéfalo. Vestido con la artesanal armadura
de campaña, un yelmo tracio y coraza de cuero, Pérdicas observaba
con huraña satisfacción a la falange en marcha y al gárrulo jinete
que la dirigía. Meleagro se había hecho adornar la armadura con una
gran máscara de oro con cara de león y lucía una capa ornamentada
con hebras de oro. De modo que la fiera había dejado el
cubil.
Acordaron a Filipo el saludo real. Bien aleccionado, él lo
reconoció y alargó el brazo; Pérdicas aceptó con resuelta
afabilidad el choque de su manaza. Pero Meleagro, con una expresión
ofensivamente familiar, se había acercado, preparando la mano para
el apretón de conciliación. Pérdicas lo saludo con mucha más
reticencia. Se dijo que una vez, para ganar tiempo, Alejandro había
tenido que compartir el pan con el traidor Filotas. Y si se hubiera
negado a hacerlo, muchos de sus hombres de avanzada, incluido el
mismo Pérdicas, no estarían con vida. «Era necesario», habían sido
las palabras de Alejandro.
Se acordó que el ausente Crátero, dado su alto rango y su
linaje real, sería designado tutor de Filipo, Antípatro conservaría
la regencia de Macedonia. Pérdicas sería quiliarca de todas las
conquistas asiáticas y, si Roxana tenía un varón, Leonato y él
serían los tutores. Eran parientes de Alejandro, cosa que Meleagro
no podía alegar; pero como él iba a compartir el alto mando, la
distinción no lo fastidiaba. Ya había empezado a exponer sus
opiniones sobre la administración del imperio.
Cuando terminaron las negociaciones Pérdicas hizo una última
proposición. Era una antigua costumbre de Macedonia, después de la
guerra civil (otra antigua costumbre), exorcizar la discordia con
un sacrificio a Hécate. Propuso que todas las tropas de Babilonia,
jinetes e infantes, se reunieran en la llanura para la
purificación.
Meleagro aceptó de buena gana. Planeaba una aparición
impresionante, acorde con su nuevo rango. Usaría un yelmo con doble
cresta, como el de Alejandro en Gaugamela. Llamaría la atención y
daba buena suerte.
Poco antes del ritual, Pérdicas invitó a la Guardia Real a
una cena privada. Estaba de regreso en su casa del parque real. Los
generales cabalgaban o caminaban a la luz del crepúsculo, bajo los
árboles ornamentales traídos de todas partes por los reyes persas
para adornar el paraíso. Una cena informal, una reunión de viejos
amigos.
Cuando los sirvientes los hubieron dejado con el vino,
Pérdicas dijo:
–He escogido a los hombres y les he dado instrucciones. Creo
que Filipo (supongo que debemos acostumbrarnos a llamarlo así)
habrá aprendido su parte.
Hasta que Crátero, su nuevo tutor, pudiera hacerse cargo de
él, Pérdicas lo reemplazaría. Como él vivía en los aposentos de
siempre, con las comodidades de siempre, apenas había notado el
cambio, excepto por la bienvenida ausencia de Meleagro. Estaba
recibiendo nuevas lecciones, pero eso era de
esperar.
–Le ha cobrado afecto a Eumenes -dijo Tolomeo-. Eumenes no lo
trata con prepotencia.
–Bien. Él sabrá aleccionarlo. Esperemos que el ruido no lo
asuste… Estarán los elefantes.
–Sin duda ya habrá visto elefantes -dijo
Leonato.
–Claro que sí -dijo Tolomeo con impaciencia-. Viajó desde la
India con ellos en la caravana de Crátero.
–Sí, es verdad. – Pérdicas hizo una pausa. Hubo un silencio
expectante. Seleuco, a cuyo mando estaba el cuerpo de elefantes, lo
instó a hablar-. El rey Onfis -continuó lentamente Pérdicas les
daba un uso muy especial en la India.
Todos los presentes contuvieron el aliento.
–Onfis tal vez -dijo Nearco, con desagrado-. Alejandro
jamás.
–Alejandro nunca se vio ante un dilema como el nuestro -dijo
torpemente Leonato.
–No -replicó Tolomeo-. Y es improbable que
estuviera.
–No importa -intervino Pérdicas, bruscamente autoritario-.
Alejandro conocía muy bien el poder del miedo.
Los hombres estaban levantados al romper el alba, para
marchar hacia el Campo de la Purificación apenas despuntara el día
y terminar la ceremonia antes del aplastante calor del
mediodía.
Los ricos trigales, que daban tres cosechas al año, habían
sido segados recientemente. El sol, elevándose del horizonte chato,
arrojaba sus rayos sobre millas de rastrojos que relucían como un
pelaje dorado. Aquí y allá penachos escarlata marcaban los limites
de la plaza de armas, que eran significativos para el
ritual.
Gruesas y chatas, el antiguo ladrillo asirio unido con betún
negro, melladas y arruinadas por los siglos y con la lasitud de una
raza conquistada tiempo atrás, las murallas de Babilonia
contemplaban impasibles la planicie. Habían visto muchas proezas y
parecían incapaces de asombrarse. Un ancho tramo de almenas había
sido reducido a un terraplén nuevo y liso. Los ladrillos
ennegrecidos por el humo aún olían a quemado; los hilillos de brea
derretida se habían endurecido en los costados. En la fosa de abajo
había una gran pila de desechos; maderas chamuscadas, tablas de
leones, naves, alas y trofeos aún recubiertos por una descolorida
capa dorada. Eran los restos de la altísima pira donde, poco antes
de su propia muerte, Alejandro había quemado el cuerpo de
Hefestión.
Mucho antes del alba, la multitud había empezado a reunirse
en las murallas. No había olvidado los esplendores de la entrada de
Alejandro en Babilonia; un espectáculo gratuito, pues la ciudad se
había rendido pacíficamente y él les había prohibido a sus hombres
que la saquearan. Recordaban las calles llenas de flores y
perfumadas con incienso; el desfile de regalos exóticos: caballos
acicalados, leones y leopardos en jaulas doradas, la caballería
persa, la caballería macedonia y la carroza laminada de oro con la
figura radiante y menuda del vencedor, como un muchacho
transfigurado. Entonces tenía veinticinco años. Se habían previsto
más esplendores a su regreso de la India, pero sólo les había
podido ofrecer ese estupendo funeral.
Querían ver a los guerreros macedonios marchando
orgullosamente para aplacar a sus dioses: ciudadanos, mujeres e
hijos de soldados, herreros, fabricantes de tiendas, cantineros,
carreteros, prostitutas, fabricantes de naves y
marinos.
Amaban los espectáculos; pero bajo la expectativa había una
profunda inquietud. Una época había pasado, una época nacía; y los
augurios no parecían favorables.
La mayor parte del ejército había cruzado el río durante la
noche, por el puente de la reina Nitocris, o en las innumerables
barcazas de caña y brea. Dormían a campo abierto y bruñían las
armaduras para el nuevo día. Los observadores de las murallas los
vieron levantarse a la luz de las antorchas, haciendo ruido como un
mar embravecido. Más lejos, relinchaban los caballos de los
Compañeros.
Trepidaron cascos en los tablones del Puente de Nitocris.
Llegaban los jefes, para dirigir el sacrificio que limpiaría de
maldad el corazón de los hombres.
El rito era muy antiguo. La víctima debía ser ofrendada,
sacrificada y eviscerada. Los cuartos y las entrañas debían
llevarse a los confines del campo. El ejército entraría en el
espacio así purificado, desfilaría y cantaría un
himno.
La víctima era, como había sido siempre, un perro. Se había
elegido el mastín más alto y hermoso de las perreras reales, blanco
y elegante. Su docilidad, cuando el montero lo llevó hacia el
altar, prometía el buen augurio de un sacrificio aceptado, pero
cuando le pasaron la traílla al sacrificador el perro gruñó y lo
atacó. Bien proporcionado, era inmensamente fuerte. Se necesitaron
cuatro hombres para dominarlo y degollarlo; terminaron manchados
con más sangre de ellos que de la víctima. Para colmo el rey se
había lanzado gritando al centro de la lucha, y les costó
persuadirlo de que se alejara.
Deprisa, antes que empezaran las especulaciones sobre los
augurios, los cuatro jinetes designados para purificar la planicie
galoparon hasta las cuatro esquinas con sus ofrendas sangrientas.
Los trozos blancos y rojos fueron arrojados con invocaciones a la
triple Hécate y a los dioses infernales. El campo exorcizado estuvo
listo para recibir al ejército de Alejandro.
Los escuadrones y falanges estaban preparados. Los yelmos
bruñidos de los jinetes centelleaban; los penachos de pelo de
caballo, rojos y blancos, los pendones de las lanzas, flameaban en
la brisa mañanera. Los bajos y robustos caballos griegos
relinchaban a las altas cabalgaduras de la caballería persa. La
mayor parte de la infantería persa se había dispersado,
emprendiendo el regreso a sus aldeas por caminos polvorientos. Toda
la infantería macedonia estaba presente. Formaban filas cerradas, y
las brillantes puntas de las lanzas titilaban sobre
ellos.
Se había trazado un cuadrado en la ancha llanura. La base era
la muralla de Babilonia; el lado izquierdo era la infantería; el
derecho, la caballería. Entre ellos, formando el cuarto lado,
estaban los elefantes reales.
Sus mahuts, que los habían acompañado desde la India y los
conocían como la madre conoce al hijo, habían trabajado con ellos
todo el día anterior en los establos del palmar; murmurándoles y
acariciándolos, lavándolos en el canal; pintándoles en la frente,
en ocre, escarlata o verde, símbolos sagrados con ornamentos
sinuosos; drapeándoles los flancos rugosos con redes de colores
brillantes hiladas con hebras de oro; sujetándoles rosetas
enjoyadas en los agujeros de las orejas correosas; cepillándoles
las colas y las patas.
Los mahuts habían tenido un año para preparar a sus animales.
Se habían educado en la explanada real de Taxila igual que los
elefantes. Les habían hablado dulcemente, recordándoles los viejos
días junto al Indo, mientras les enrojecían las patas con alheña,
según era costumbre en tales ocasiones. A la luz rosada de la
mañana, se les sentaban orgullosamente en el cuello, usando las
sedas ceremoniales y los turbantes con plumas de pavo real, las
barbas recién teñidas de azul, verde o carmesí; cada cual blandía
la vara de marfil laminada de oro, incrustada de joyas, que el rey
Onfis en su magnificencia había regalado con cada elefante al rey
Iskandar. Habían servido a dos reyes famosos; el mundo debía ver
que ellos y sus pupilos sabían cómo hacer las
cosas.
Los generales, que acababan de verter sus libaciones en el
altar ensangrentado, se dispersaron para reunirse con sus
destacamentos. Mientras Tolomeo y Nearco cabalgaban juntos hacia
las filas de los Compañeros, este último se limpió una salpicadura
de sangre del brazo.
–Parece que los dioses subterráneos no están dispuestos a
purificarnos -dijo.
–¿Te sorprende? – dijo Tolomeo. Tenía la cara curtida
atravesada por arrugas de preocupación-. Bien, Dios mediante,
estaré lejos en poco tiempo.
–Y yo, Dios mediante… ¿Nos observan los muertos, como dicen
los poetas?
–Homero dice que los muertos insepultos nos observan… Él
nunca fue fácil de disuadir. – Añadió, un poco para sí mismo-: Haré
lo posible por apaciguarlo.
Era tiempo de que el rey ocupara el lugar tradicional a la
derecha de los Compañeros. Su caballo estaba preparado. Había sido
bien instruido. Ansioso de mostrarlo e ir al grano, Pérdicas
apretaba los dientes haciendo un esfuerzo por
dominarse.
–Señor, el ejército te espera. Los hombres están observando.
No dejes que te vean llorar. ¡Eres el rey! Señor, domínate. ¿Qué es
un perro?
–¡Era Eos! – Filipo tenía la cara
roja, y las lágrimas le humedecían la barba-. ¡Me conocía!
Jugábamos juntos. Alejandro decía que él era lo bastante fuerte
para cuidarse solo. ¡Me conocía!
–Sí, sí -dijo Pérdicas. Tolomeo tenía razón, Alejandro debió
hacerlo ahogar. La mayoría de los presentes había pensado que
estaba colaborando en el sacrificio, pero todos los presagios
habían sido inquietantes-. Los dioses lo pidieron. Ya está hecho
ahora. Ven.
Obediente a la autoridad y a una voz mucho más imponente que
la de Meleagro, Filipo se enjugó los ojos y la nariz con el borde
del manto escarlata y dejó que un palafrenero lo ayudara a montar.
El caballo, un veterano en los desfiles, seguía cada maniobra del
que lo precedía. Para Filipo era como si alguien lo llevara de las
riendas.
Las tropas aguardaban la ceremonia final, la música del himno
que iban a cantar.
Pérdicas, con el rey a su lado, se volvió a los oficiales
alineados detrás de él, al mando de su escuadrón.
–¡Adelante! – gritó-. ¡Marcha… lenta!
Los flautistas tocaron, en vez del himno, la marcha de
caballería típica de los desfiles. Las filas centelleantes
avanzaron con elegancia, hilera tras hilera, tan armoniosamente
como lo habían hecho en los días triunfales de los años milagrosos,
en Menfis, en Tiro, en Taxila, en Persépolis y allí en ese mismo
campo. Los encabezaba Pérdicas y, llevado por su inteligente
montura, el rey.
La infantería, sorprendida por esa maniobra, se mantuvo en
sus posiciones y masculló su desconcierto. Se notaba el deterioro
de la disciplina; las lanzas no estaban bien alineadas. Eran lanzas
ligeras para desfile, no las altas sarisas; de pronto los lanceros
se sintieron casi desarmados. La caballería lucía formal y
ceremoniosa. ¿Se habría cometido algún error en las instrucciones?
Esas dudas, en un tiempo impensables, eran comunes ya. Bajo
Meleagro la moral era baja, los vínculos
vacilantes.
Pérdicas dio una orden. Las alas izquierda y central
frenaron; la derecha, el escuadrón real, aún
avanzaba.
–Cuando nos detengamos, señor -le dijo Pérdicas a Filipo-,
dirás tu discurso, ¿recuerdas?
–¡Sí! – dijo Filipo-. Debo decir…
–Ahora no, señor. Cuando yo diga «¡Alto!».
Prolijo y elegante, el escuadrón real avanzó hasta llegar a
poca distancia de la falange. Pérdicas dio orden de
detenerse.
Filipo levantó el brazo. Estaba acostumbrado a su caballo.
Plantado con firmeza en la mantilla bordada, con una voz estentórea
e inesperadamente profunda que lo sorprendió incluso a él,
gritó:
–¡Entregad a los amotinados!
Hubo un momento de pasmado silencio. Éste era el rey
macedonio que ellos mismos habían elegido. Las filas delanteras,
mirando incrédulamente, le vieron la cara tensa por el esfuerzo de
un niño que trata de repetir correctamente la lección; y al fin
comprendieron qué había sucedido.
Estallaron voces entre las filas, repentinamente feroces,
pidiendo ayuda. Eran los partidarios de Meleagro. Entre murmullos
titubeantes, su propio ruido los aisló; podía oírse cuán pocos
eran.
Lentamente al principio, casi como por accidente, empezaron a
abrirse espacios alrededor de ellos. Sus ex-camaradas empezaban a
comprender que la amenaza no iba dirigida precisamente a ellos. Y a
fin de cuentas, ¿quién había sido el culpable? ¿Quién les había
endilgado ese rey hueco, herramienta de quien lo tuviera en ese
momento a su disposición? Olvidaron al lancero campesino que había
propuesto inicialmente al hijo de Filipo y sólo recordaron que
Meleagro había puesto al idiota el manto de Alejandro y había
intentado profanar su cuerpo.
Pérdicas llamó al heraldo, quien se adelantó con un papel en
la mano. Con su voz entrenada y potente, leyó los nombres de los
treinta de Meleagro. Meleagro no fue mencionado.
En su puesto de honor ante la falange de la derecha, sintió a
su alrededor cómo los últimos restos de lealtad se iban esfumando,
dejándolo solo. Si daba un paso hacia delante, desafiaría la
perfidia de Pérdicas: ésa era la señal que ellos estaban esperando.
Permaneció rígido, como la estatua de un soldado, sudando frío bajo
el broncíneo sol de Babilonia.
Desmontaron sesenta hombres del escuadrón de Pérdicas. Una
vez en tierra formaron pares: uno asía un juego de grillos, el otro
una cuerda.
Se acercaba el momento crucial. Los treinta se volvieron
hacia aquí y hacia allá, protestando. Algunos agitaron las lanzas,
algunas voces incitaron a la resistencia. En la confusión, la
trompeta habló nuevamente. En voz baja, como si hablara consigo
mismo, Pérdicas había estado preparando a Filipo para su nuevo
discurso.
–¡Entregadlos! – gritó-. ¡Entregadlos o seréis atacados! –
Empezó a recoger las riendas.
–¡Ahora no! – susurró Pérdicas, para su alivio. No tenía
deseos de acercarse más a las lanzas. Todas solían apuntar hacia el
mismo lado, cuando Alejandro estaba allí.
Los espacios se ensancharon alrededor de los treinta cuando
los hombres con los grillos se les acercaron. Algunos se entregaron
sin resistencia; otros forcejearon, pero sus captores habían sido
elegidos por su fortaleza. Pronto todos estaban en el espacio entre
las filas con los pies engrillados. Esperaban sin saber qué. Había
algo raro en las caras de sus captores, que no los habían mirado a
los ojos.
–Atadlos -dijo Pérdicas.
Les pusieron los brazos a los costados. La caballería
retrocedió hasta su línea delantera, dejando una vez más un
cuadrado vacío. Los que habían llevado los grillos empujaron a los
hombres maniatados; cayeron de bruces, contorsionándose entre sus
ligaduras, solos bajo el cielo en el campo consagrado a
Hécate.
Desde el otro extremo se oyó un toque de trompeta y un
redoble de tambores.
El sol ardiente centelleó sobre los aguijones de oro y
marfil, los regalos del rey Onfis. Los mahuts pincharon suavemente
el cuello de sus obedientes pupilos, gritando la vieja
orden.
Levantándose simultáneamente, cincuenta trompas se arquearon
hacia atrás. Las tropas oyeron aterradas el clamor de su grito de
guerra. Lentamente, y luego con un trote parejo y trepidante,
sacudiendo el suelo, las enormes bestias
avanzaron.
Los mahuts vestidos de seda abandonaron su silencio. Agitaban
los talones gritando, golpeando el cuello de sus monturas con sus
manos enjoyadas o las puntas de los aguijones. Parecían niños
saliendo de la escuela. Los elefantes desplegaron las grandes
orejas y, chillando de excitación, echaron a
correr.
Un gruñido de horror y aterrada fascinación atravesó las
filas. Al oírlo, los hombres que estaban en el suelo se pusieron de
rodillas, mirando en derredor. Al principio miraron los aguijones;
luego un hombre, aún contorsionándose, vio las patas que se
acercaban, y comprendió. Gritó. Otros trataron de rodar en el polvo
gris. Sólo tuvieron tiempo para moverse unos
pasos.
Conteniendo el aliento, el ejército de Alejandro vio cómo era
pisoteada la cosecha humana, cómo estallaba la piel y el jugo
escarlata manaba de las carnes aplastadas y achatadas. Los
elefantes se movieron con experta inteligencia, apresando con las
trompas los cuerpos que rodaban y reteniéndolos al bajar las patas,
soltando trompetazos cuando el olor de la guerra se elevaba del
suelo.
Desde su puesto junto a Pérdicas, Filipo soltó hurras
jadeantes. Esto no era como la muerte de Eos. Le gustaban los elefantes -Alejandro le había
dejado montar uno-pero nadie los estaba lastimando. Tenía los ojos
llenos con sus espléndidas vestiduras, los oídos con sus orgullosos
gritos. Apenas se fijó en la masa sanguinolenta que había abajo. En
cualquier caso, Pérdicas le había dicho que esos hombres eran
malvados.
Los mahuts, viendo que el trabajo estaba hecho, calmaron y
lisonjearon a los animales, que se alejaron obedientes. Habían
hecho cosas similares en batalla, y algunos aún ostentaban las
cicatrices. Esto había sido indoloro y rápido. Siguiendo al jefe,
un elefante viejo y sabio, formaron una hilera, y, rojos hasta las
rodillas, desfilaron ante Pérdicas y el rey, haciendo un
ceremonioso saludo tocándose la frente, con la trompa. Luego
marcharon hacia sus sombreados refugios, en pos de la retribución
de los pesebres con palmeras y melones, del baño fresco que les
quitaría el olor de la guerra.
Mientras todos recobraban el aliento y el silencio en las
filas empezaba a romperse, Pérdicas indicó al heraldo que soplara
de nuevo y se adelantó precediendo al rey.
–Macedonios -dijo-, con la muerte de estos traidores el
ejército queda realmente purificado y es nuevamente apto para
defender el imperio. Si alguno entre vosotros merecía el destino de
estos hombres y hoy ha escapado, que dé gracias a su fortuna y
aprenda a ser leal. ¡Trompeta! El himno.
La música hizo vibrar el aire; la caballería empezó a cantar.
Tras un momento de vacilación, la infantería la imitó. La antigua
fiereza del himno era tranquilizadora como una canción de cuna. Los
transportó a los días en que sabían quiénes y qué
eran.
Todo había terminado. Meleagro se marchó, solo. Sus
partidarios habían muerto; nadie se le acercaba. Era como si
tuviera la peste.
El sirviente que le sostenía el caballo parecía mirarlo no
con deliberada insolencia, sino con gesto inquisitivo que era peor.
Detrás, en el cuadrado desierto, habían aparecido dos carretas
cubiertas y unos hombres con horquillas echaban los cadáveres
adentro. Entre los muertos había dos primos y un sobrino de
Meleagro; tenía que encargarse de los funerales, no había nadie
más, pero la idea de revisar esa carne pisoteada en busca de
jirones de identidad le dio náuseas. Desmontando, vomitó hasta que
se sintió totalmente vacío. Mientras cabalgaba, notó que había dos
hombres a sus espaldas. Cuando se detuvo ambos habían parado
mientras uno ajustaba la mantilla. Luego siguieron
adelante.
Había luchado en muchas batallas. La ambición, la
camaradería, la tenaz certidumbre irradiada por Alejandro, los
enemigos de quienes uno podía vengarse y redimir el propio temor,
todo esto lo había impulsado y le había infundido valor. Nunca
había pensado antes en un final solitario. Su mente, como la de un
zorro acorralado, empezó a pensar en un refugio. Encima de él,
gruesas, melladas y negras como la pez, teñidas con la sangre de
esclavos exhaustos, se erguían las murallas de Babilonia y el
derruido zigurat de Bel.
Traspuso la puerta. Los hombres lo seguían. Dobló por calles
angostas donde las mujeres se aplastaban contra los pasillos para
dejarlo pasar; patios profundos y mugrientos entre casas ciegas,
donde hombres rapaces se apiñaban escrutándolo peligrosamente. Los
perseguidores ya no estaban a la vista. De pronto salió a la ancha
avenida de Marduk, frente al templo. Un lugar sagrado tanto para
los griegos como para los bárbaros. Todos sabían que allí Alejandro
había hecho sacrificios a Zeus y a Heracles. ¡Un
santuario!
Ató el caballo a una higuera en el jardín poblado de malezas.
A través de arbustos exuberantes un sendero conducía a la entrada
ruinosa; desde la oscuridad llegaba el típico olor de los templos,
carne y madera quemada, el olor babilónico de ungüentos extranjeros
y carne extranjera. Mientras caminaba en medio del calor
enceguecedor, alguien apareció ante él a la luz del sol. Era
Alejandro.
Se le paró el corazón. Enseguida supo qué estaba mirando,
pero aun así no pudo moverse. Era una estatua de mármol teñido con
colores naturales que databa del primer triunfo babilonio, ocho
años atrás. Estaba en el suelo, aún sin pedestal. Desnudo, salvo
por una clámide roja sobre un hombro, blandiendo una lanza de
bronce dorado, Alejandro esperaba serenamente el nuevo templo que
había patrocinado. Sus ojos profundos, con sus iris de esmalte
gris, miraban a Meleagro, diciendo: «¿Y bien?».
Él miró con gesto desafiante la cara que lo escrutaba, el
cuerpo joven y terso. «Estabas flaco, consumido y lleno de
cicatrices. Tenías la frente arrugada, los ojos hundidos, estabas
perdiendo el pelo. ¿Qué es ese ídolo? Una idea…» Pero el recuerdo
evocaba con fuerza la presencia verdadera. Él había visto de cerca
esa furia viviente… Entró en el templo.
Al principio no pudo ver en la oscuridad. Después, a la luz
de una lámpara alta, vio en las sombras la imagen colosal de Bel,
gran rey de los dioses, entronizado con los puños sobre las
rodillas. La enorme mitra tocaba casi el cielo raso; estaba
flanqueado por leones alados con cabezas de hombres barbados. El
cetro era alto como un hombre; la túnica, cuya pátina de oro se
estaba descascarillando, titilaba opacamente. Tenía la cara
ennegrecida por el tiempo y el humo, pero los ojos incrustados de
marfil emitían un fiero resplandor amarillo. Ante él estaba el
altar del fuego, cubierto con cenizas muertas. Aparentemente nadie
le había dicho que había un nuevo rey en
Babilonia.
No importaba, un altar era un altar. Aquí estaba a salvo. Al
principio se contentó con recobrar el aliento y disfrutar de la
frescura entre las paredes gruesas y altas, pero pronto empezó a
buscar señales de vida. El lugar parecía desierto; sin embargo,
tenía la sensación de que lo observaban, lo medían, lo
investigaban.
En la pared detrás de Bel había una puerta entre los azulejos
esmaltados. Sentía, más que oía, un movimiento detrás; pero no se
atrevió a golpear. Había perdido toda autoridad. El tiempo pasó.
Era un suplicante, alguien tenía que atenderlo. No había comido
desde el amanecer; detrás de la puerta de ébano había hombres,
comida, vino. Pero no fue a anunciarles que estaba allí. Sabía que
le habían visto.
La herrumbrada luz del poniente inundó el patio. Las sombras
se ahondaron alrededor del ceñudo Bel, cubriéndolo todo excepto las
pupilas amarillas. Con la oscuridad, su presencia se afirmó. El
templo parecía poblado por los fantasmas de hombres de piedra, que
pisoteaban con pies de piedra el cuello de sus enemigos vencidos,
ofrendando la sangre al demonio de piedra. Más que la comida,
Meleagro echaba de menos los cielos abiertos de un altar montañés
de Macedonia, el color y la luz de un templo griego, el semblante
grácil y humano de su dios.
El último rayo de luz murió; sólo quedó un cuadrado de
penumbra y, adentro, una oscuridad total. Detrás de la puerta, se
oyeron murmullos que después se alejaron.
Fuera, su caballo pateaba y relinchaba. No podía quedarse ahí
y pudrirse; al amparo de la oscuridad podría marcharse. Alguien lo
recibiría… Pero su gente de confianza había muerto. Ahora sería
mejor salir de la ciudad, ir al oeste, alquilar su espada a algún
sátrapa del Asia. Pero antes debía ir a sus aposentos; necesitaría
oro, había recibido sobornos de veintenas de personas que hacían
solicitudes al rey… En la penumbra del patio algo se
movió.
Dos sombras aparecieron en el cuadrado titilante. Avanzaron
hacia la entrada ruinosa. No eran sombras de babilonios. Oyó el
tintineo de las espadas desenvainadas.
–¡Santuario! – gritó-. ¡Santuario!
La puerta detrás de la imagen de Bel se abrió ligeramente, y
un tajo de luz hendió la oscuridad. Gritó de nuevo. La puerta se
cerró. Las sombras se acercaron, confundidas con las tinieblas.
Meleagro apoyó la espalda contra el altar oscuro y desenvainó la
espada. Cuando se acercaron, creyó reconocerlos; pero era sólo el
contorno y el olor familiar de los hombres de su patria. Gritó sus
nombres en voz alta, evocando viejas amistades en el ejército de
Alejandro. Pero los nombres eran erróneos; y cuando ellos le
apoyaron la cabeza sobre el altar, lo degollaron pensando en
Alejandro.
Despojada de estandartes y penachos, adornada con ciprés y
sauce llorón, la caravana enlutada entró lentamente por la Puerta
de Ishtar. Pérdicas y Leonato, avisados de la llegada por los
mensajeros, habían salido al encuentro de la esposa de Alejandro
para anunciarle que había enviudado. La cabeza descubierta, el pelo
aún rapado en señal de duelo, cabalgaban junto a los carruajes que
parecían un cortejo fúnebre. La princesa sollozaba, sus doncellas
se lamentaban y entonaban salmodias rituales. Los guardianes de la
puerta oyeron maravillados estos nuevos llantos, tanto tiempo
después de los días prescritos.
En el harén, los aposentos de la esposa aguardaban,
perfumados e inmaculados, según lo ordenado por Bagoas dos meses
antes. El guardián había temido que después de la muerte de
Alejandro, Roxana quisiera ocuparlos. Pero para su profundo alivio
ella parecía estar cómoda donde estaba. Sin duda la gravidez la
había serenado. Por el momento, pensaba el guardián, todo iba
bien.
Pérdicas escoltó a Estatira allí, ocultando la sorpresa que
le había provocado su llegada; creía que daría a luz en Susa. Elia
dijo que Alejandro la había llamado. Debía de haberlo hecho sin
informar a nadie. Había hecho muchas cosas extrañas después de la
muerte de Hefestión.
Mientras la ayudaba a bajar de la carreta, la encontró más
bella que en la boda de Susa. Sus facciones eran puras,
delicadamente persas, cinceladas por el embarazo y la fatiga, que
la había tiznado de cobalto bajo los ojos grandes y oscuros; los
párpados con sus largas y sedosas pestañas eran casi transparentes.
Los reyes persas siempre habían sido apuestos. Las manos eran
largas y suaves. Esa boda con Alejandro había sido un desperdicio;
él, que era una pulgada más alto, habría hecho buena pareja con
ella. (Su novia de Susa, una meda atezada elegida por su linaje, lo
había defraudado inmensamente.) Al menos Alejandro había tenido el
buen sentido de tener un hijo con ella.
A falta de otra cosa, la criatura tendría asegurada la
belleza.
Leonato, que escoltaba a Dripetis, notó que ese rostro aún
inmaduro, prometía ser distinguido. Él también tenía una esposa
persa; pero esto no era razón para no apuntar más alto. Se marchó
pensativo.
Un obsequioso cortejo de eunucos y servidoras condujo a las
princesas por los tortuosos corredores de Nabucodonosor hasta los
aposentos. Después de disfrutar el espacio y la luz del palacio de
Susa, sintieron, como en la niñez el adusto poder de Babilonia.
Pero luego salieron al patio soleado, a la piscina donde habían
empujado sus barcos de bambú entre archipiélagos de lirios o se
habían sumergido hasta el hombro buscando la carpa. En la
habitación que había pertenecido a su madre las bañaron y
perfumaron y les dieron de comer. Nada parecía cambiado desde ese
verano de ocho años atrás, cuando su padre las había llevado ahí
antes de marchar al encuentro del rey de Macedonia. Hasta el
guardián las había recordado.
Después de comer y de que sus servidores se hubieron ido a
instalarse en sus propios aposentos, exploraron el guardarropa de
la madre. Los pañuelos y velos aún despedían el recordado perfume.
Compartiendo un diván, contemplando el estanque iluminado por el
sol, recordaron aquella otra vida. Estatira, que tenía doce años en
aquel tiempo, despertaba las reminiscencias de Dripetis que
entonces sólo tenía nueve. Hablaron de su padre, a quien la abuela
nunca nombraba, recordándolo en su hogar montañés antes que fuera
rey, riendo mientras las arrojaba al aire. Pensaron en la cara
perfecta de la madre, enmarcada por el pañuelo con perlas de
cultivo y cuentas de oro. Todos habían muerto -incluso Alejandro-
excepto la abuela.
Se estaban adormilando cuando una sombra cruzó el umbral.
Entró una niña, con dos copas de plata en una bandeja también de
plata. Tenía unos siete años, era muy bonita, mezcla de persa e
hindú, de tez clara y ojos oscuros. Se arrodilló sin derramar una
gota.
–Honorables damas -dijo ceremoniosamente. Era evidente que
eran las únicas palabras persas que conocía, aprendidas de memoria.
La besaron y le dieron las gracias; ella sonrió, dijo algo en
babilonio, y se marchó.
Las copas de plata estaban frías y eran agradables al
tacto.
–Tenía hermosas ropas y aros de oro -dijo Dripetis-. No era
la hija de un sirviente.
–No -dijo Estatira, conocedora del mundo-. Y en tal caso,
debe ser nuestra hermanastra. Recuerdo que nuestro padre trajo aquí
la mayor parte del harén.
–Lo había olvidado. – Dripetis, un poco desconcertada, echó
una ojeada a la habitación de su madre. Estatira había salido al
patio para llamar a la niña. Pero se había ido, y no había nadie a
la vista; ellas les habían dicho a sus doncellas que deseaban estar
tranquilas.
Hasta las palmeras parecían calcinadas por el calor. Alzaron
las copas, admirando las flores y los pájaros tallados. La bebida
sabía a vino y limón, con un delicioso gusto
agridulce.
–Exquisito -dijo Estatira-. Una de las concubinas debió
mandarlo para darnos la bienvenida; fue demasiado tímida para venir
personalmente. Mañana podríamos invitarla.
El aire denso estaba aún perfumado por las ropas de su madre.
Era un lugar familiar, seguro. El pesar por sus padres, por
Alejandro, se volvió borroso. Éste sería un lugar grato para dar a
luz al niño. Cerró los párpados.
La sombra de las palmeras apenas se había inclinado cuando el
dolor la despertó. Al principio pensó que estaba por abortar, hasta
que Dripetis se apretó el vientre y empezó a
gritar.
Pérdicas, como regente del Asia, se había mudado al palacio.
Estaba recibiendo solicitantes en la pequeña sala de audiencias
cuando el guardián del harén se presentó sin anunciarse, la cara
gris y aterrada. Pérdicas, tras echarle una ojeada, hizo salir a
los solicitantes y lo escuchó.
Cuando las princesas empezaron a gritar pidiendo ayuda nadie
se había atrevido a acercarse; al oírlas todos habían intuido la
causa. El guardián, ansioso de librarse de toda culpa (de hecho no
había tenido ninguna participación), no había esperado a que
exhalaran el último aliento. Pérdicas lo siguió corriendo al
harén.
Estatira estaba tendida en el diván, Dripetis en el suelo,
hasta donde había rodado en medio de mortales convulsiones.
Estatira exhaló el último suspiro cuando entró Pérdicas. Al
principio, demudado de horror, no vio a nadie más en la habitación.
Luego vio a una mujer sentada en la silla de marfil ante la mesa de
tocador.
Se le acercó fulminándola con la mirada, conteniendo apenas
su furia. Ella le sonrió.
–¡Tú hiciste esto! – dijo él.
Roxana enarcó las cejas.
–¿Yo? Fue el nuevo rey. Ambas lo dijeron. – No añadió que,
antes del final, ella se había complacido en aclararles la
verdad.
–¿El rey? – dijo Pérdicas furioso-. ¿Quién creerá eso,
maldita perra bárbara?
–Todos tus enemigos. Lo creerán porque lo desean. Diré que
también a mí me envió el brebaje; pero cuando ellas empezaron a
sentir los dolores yo no había bebido aún…
Por un momento Pérdicas descargó su furia con maldiciones.
Roxana lo escuchó con calma. Cuando el regente se tranquilizó se
limitó a apoyarse la mano en el vientre.
Él miró a la muchacha muerta.
–El hijo de Alejandro.
–Aquí -dijo ella- está el hijo de Alejandro. Su único hijo…
No digas nada, yo tampoco lo haré. Ella llegó aquí sin ceremonias.
Muy pocos lo sabrán.
–¿Fuiste tú quien la mandó llamar?
–Oh, sí. Alejandro no la amaba. Yo hice lo que él hubiera
querido.
Por un instante Roxana se atemorizó. Él había acercado la
mano a la espada. Empuñándola dijo:
–Alejandro está muerto. Pero si alguna vez vuelves a decir
eso de él, cuando nazca tu hijo te mataré con mis propias manos. Y
si supiera que será como tú, te mataría ahora.
–Hay un viejo pozo en el patio de atrás -dijo ella,
recobrando la compostura-. Nadie saca agua de allí, dicen que no es
potable. Llevémoslas allí. Nadie vendrá.
Él la siguió. La tapa del pozo había sido aflojada
recientemente. Cuando la levantó sintió olor a moho
viejo.
No tenía opción y lo sabía. Orgulloso como era, ambicioso y
amante del poder, era leal a Alejandro, muerto o vivo. Si podía
evitarlo, el hijo de Alejandro no llegaría al mundo como el hijo de
una envenenadora.
Regresó en silencio. Primero levantó a Dripetis, que tenía la
cara manchada de vómito; se la limpió con una toalla antes de
llevarla al agujero oscuro del pozo. Después de soltarla, oyó cómo
las ropas raspaban las paredes del pozo hasta llegar al fondo.
Entonces comprendió que el pozo estaba seco.
Estatira tenía los ojos abiertos, los dedos contraídos sobre
la tela del diván. No pudo cerrarle los ojos; mientras Roxana
esperaba impaciente, Pérdicas fue hasta el arcón en busca de algo
para cubrirle la cara, un velo adornado con alas de escarabajo.
Cuando empezó a moverla, tocó sangre húmeda.
–¿Qué le has hecho? – retrocedió asqueado, secándose las
manos en la cobija.
Roxana se encogió de hombros. Agachándose, alzó el manto de
lino bordado. Pudieron ver que la esposa de Alejandro, en los
estertores de la muerte, había dado a luz al
heredero.
Él miró al muñeco de cuatro meses, ya humano, el sexo
definido, las uñas ya crecidas. Uno de los puños estaba apretado
como con furia, la cara parecía fruncir el ceño con los ojos
cerrados. Aún estaba ligado a la madre; ella había muerto antes que
terminara el aborto. Contuvo la furia y lo liberó.
–Vamos, apresúrate -dijo Roxana-. Ya ves que está
muerto.
–Sí -dijo Pérdicas. Apenas le llenaba las manos, el hijo de
Alejandro, el nieto de Filipo y Darío, que llevaba en sus venas
frágiles la sangre de Aquiles y de Ciro el Grande.
Volvió hasta el baúl. Sacó una bufanda adornada con perlas de
cultivo y abalorios de oro. Cuidadosamente, como una mujer,
envolvió a la criatura en la mortaja real, y la llevó
ceremoniosamente hacia su sepultura antes de volver en busca de la
madre.
La reina Sisigambis estaba jugando al ajedrez con el
chambelán principal, un viejo eunuco con un pasado distinguido que
se remontaba a los tiempos del rey Oco. Experto en sobrevivir a
innúmeras intrigas palaciegas, jugaba con astucia y era mejor
contrincante que las doncellas. Ella lo había invitado para aliviar
su aburrimiento, y la mera cortesía exigía que le prestara
atención. Caviló sobre los ejércitos de marfil del tablero. Ahora
que las muchachas se habían ido con sus jóvenes servidoras, el
harén parecía abandonado. Sólo quedaban viejos.
El chambelán notó que estaba distraída y adivinó la causa.
Para arruinar el juego, cayó en un par de trampas y salió bien
librado.
–¿Notaste, cuando el rey estuvo aquí, que había recordado tu
recomendación? – dijo en una pausa-. Tú le dijiste, antes que se
marchara al este, que sería buen jugador si se
concentraba.
–No lo puse a prueba -dijo ella, sonriendo-. Sabía que lo
habría olvidado. – Por un momento, reflejado desde la distancia, un
hálito de vitalidad pareció atravesar el salón silencioso-. Siempre
le decía que era el juego de guerra de los reyes y, por
consideración a mí, fingía interesarse. Pero cuando yo lo
amonestaba diciéndole que podía jugar mejor, decía: «¡Pero, madre,
éstos son detalles!».
–Por cierto, no es hombre de quedarse
quieto.
–Necesitaba más descanso. No era momento para ir a Babilonia.
Babilonia siempre ha sido un lugar para visitar en
invierno.
–Aparentemente él quiere pasar el invierno en Arabia. Apenas
lo veremos este año. Pero cuando parta, sin duda te enviará a sus
altezas, en cuanto Estatira haya dado a luz y pueda
viajar.
–Sí -dijo ella-. Él querrá que yo vea al niño. – Miró de
nuevo el tablero, y movió un elefante para amenazar al visir de
eunuco.
«Una lástima, pensó, que el joven no hubiera mandado buscarla
también a ella; aún le tenía afecto. Pero, como acababa de decir,
no era época para viajar a Babilonia, y ya tenía ochenta
años.»
Habían terminado la partida y estaban bebiendo sidra, cuando
el chambelán fue llamado con urgencia por el comandante de la
guarnición. Cuando volvió, ella lo miró a la cara y se aferró a los
brazos del sillón.
–Señora…
–Es el rey -dijo ella-. Ha muerto.
Él agachó la cabeza. Era como si el cuerpo de la reina ya lo
hubiera sabido; ante la primera palabra un escalofrío le había
atravesado el corazón. Él se incorporó prontamente, temiendo que se
cayera; pero al cabo de un momento ella le indicó que se sentara y
esperó a que hablara.
Él le contó lo que sabía, sin dejar de mirarla; la cara de la
reina tenía el color del pergamino viejo. Pero no sólo estaba
dolorida, sino pensativa. Se volvió hacia una mesa que tenía al
lado, abrió un cofre de marfil y extrajo una
carta.
–Por favor, léeme esto. No sólo lo esencial. Palabra por
palabra.
La vista del eunuco no era la de antes, pero acercándose la
carta podía leerla. Tradujo escrupulosamente. Al llegar a «He
estado enfermo, y circulan falsos rumores sobre mi muerte», alzó
los ojos.
–Dime -dijo ella-, ¿es ése su sello?
Él lo examinó; a poca distancia, los detalles eran
claros.
–Es similar, pero no es el sello real. ¿Lo había usado
antes?
Sin hablar, la reina le puso el cofre en las manos. Él miró
las cartas, escritas en persa elegante por un escriba; leyó un
saludo final: «Te encomiendo, querida madre, a tus dioses y a los
míos, si en verdad no son los mismos, como yo creo que son.» Había
cinco o seis cartas. Todas tenían el sello real, Zeus Olímpico en
su trono, el águila posada sobre la mano. Ella le leyó la respuesta
en la cara.
–Cuando él no me escribió a mí… -Tomó el cofre y lo dejó a un
costado. Tenía la cara encogida, como con frío pero sin asombro.
Los años de su madurez habían transcurrido durante el peligroso
reinado de Oco. Su esposo tenía bastante sangre real como para
estar en peligro cada vez que el rey se sentía inseguro. Él, que no
confiaba en casi nadie, había confiado en ella y le había contado
todo. Las intrigas, venganzas y traiciones habían sido cosa de
todos los días. Por último, Oco lo había matado. Ella creyó que
seguiría vivo en la persona de su esbelto hijo; cuando éste huyó de
Isos ella casi se muere de vergüenza. El joven conquistador fue
anunciado en la tienda desolada donde su enemigo había dejado
abandonada a la familia. Para proteger a las niñas, haciendo
reverencias como un animal bien entrenado hace piruetas, la reina
se había arrodillado ante el hombre alto y apuesto, que dio un paso
atrás. La consternación de todos le hizo notar que había cometido
un espantoso error; entonces se inclinó ante el más bajo. Él le
tomó las manos y la obligó a levantarse. Por primera vez ella le
vio los ojos. «No importa, madre…» Ella sabía suficiente griego
para entender esas palabras.
El chambelán, el viejo sobreviviente, casi tan pálido como
ella, trataba de no mirarla. Del mismo modo, alguien había desviado
la vista cuando su esposo fue llamado a la corte por última
vez.
–Lo han asesinado -dijo, como si fuera
evidente.
–Este hombre dice que fue la fiebre de los pantanos. En
Babilonia es común en verano.
–No, lo han envenenado. ¿Y no hay noticias de mis
nietas?
Él meneó la cabeza. Hubo una pausa mientras ambos guardaban
silencio, sintiendo el desastre que se abatía sobre su vejez, una
enfermedad mortal que no podrían eludir.
–Él se casó con Estatira por razones políticas. Fue obra mía
que él la dejara embarazada.
–Aun así, tal vez estén seguras. Quizá se hayan
ocultado.
La reina meneó la cabeza. De pronto se irguió en el sillón,
como pensando: «¿Por qué estoy aquí sin hacer nada, cuando hay
tanto trabajo por delante?»
–Amigo mío, acaba de terminar una época. Ahora iré a mi
habitación. Adiós. Gracias por los servicios que me has prestado en
todos estos años.
Ella le leyó nuevos temores en la cara. Los comprendió; ambos
habían vivido en el reinado de Oco.
–Nadie sufrirá. Nadie será acusado de nada. A mi edad, morir
es fácil. Cuando te vayas, mándame a mis
doncellas.
Las doncellas la encontraron tranquila y atareada, ordenando
sus joyas. Les habló sobre sus familias les dio consejos, las
abrazó y repartió las joyas entre ellas, todas menos los rubíes del
rey Poros, que conservó puestos.
Cuando se hubo despedido de todas, se tendió en la cama y
cerró los ojos. Después de las primeras negativas, las doncellas ya
no intentaron darle de comer ni de beber. No era piadoso
molestarla, y menos aún mantenerla viva para que se vengara. Al
principio, la dejaron sola tal como había ordenado. Al cuarto día,
viendo que empezaba a agonizar, se turnaron para cuidarla; si notó
que estaban, no las ahuyentó. Al anochecer del quinto día
advirtieron que había muerto; respiraba tan silenciosamente que
costó advertir que ya no lo hacía.
Galopando día y noche a lomo de dromedario, caballo o mula
montañesa según el terreno; comunicándose uno a otro la noticia
breve y asombrosa, los mensajeros del rey habían llevado la noticia
de la muerte de Babilonia a Susa, de Susa a Sardis, de Sardis a
Esmirna, a lo largo del Camino Real que Alejandro había hecho
extender hasta el Mediterráneo. En Esmirna, durante la temporada de
navegación, había un barco siempre preparado para llevar sus cartas
a Macedonia.
El último correo de la larga cadena había llegado a Pela, y
había entregado la carta de Pérdicas a Antípatro.
El viejo leyó en silencio. Cada vez que Filipo iba a la
guerra él gobernaba Macedonia; desde que Alejandro se había ido al
Asia había gobernado toda Grecia. El honor que lo mantenía leal
también le había intensificado el orgullo; tenía más aspecto de rey
que Alejandro, que sólo se había parecido a sí mismo. Entre sus
amigos íntimos corría la broma de que, por fuera, Antípatro era
todo blanco bordado en púrpura.
Al leer la carta y enterarse de que a fin de cuentas no sería
reemplazado por Crátero (Pérdicas se había cuidado de aclararlo),
pensó ante todo que la Grecia meridional se levantaría en cuanto se
difundieran las nuevas. La noticia en sí, aunque alarmante, no era
del todo inesperada. Conocía a Alejandro desde pequeño; siempre
había sido inconcebible que llegara a viejo. Antípatro se lo había
dicho casi en esos términos, cuando se preparaba para marchar al
Asia sin dejar un heredero.
Había sido un error sugerirle su propia hija. Habría sido una
elección óptima, pero el muchacho se hubiera sentido atrapado, o
usado. «¿Crees que ahora tengo tiempo para celebrar una boda y
esperar hijos?», le había dicho. Podía haber tenido un hijo casi
adulto, pensó Antípatro, de buena sangre. ¿Y ahora? Dos mestizos
nonatos; y entretanto, el orgullo de jóvenes leones descontrolados.
Pensó, no sin aprensión, en su propio hijo mayor.
Recordó también un chisme que había oído durante el primer
año del reinado del joven. «No quiero que un hijo mío sea criado
aquí mientras yo estoy lejos», le había dicho a
alguien.
Y eso era lo que había detrás. ¡Esa maldita mujer! Durante la
infancia le había hecho odiar a su padre, a quien podría haber
admirado en otras circunstancias; ella le había mostrado el
matrimonio como la túnica envenenada de Heracles (¡otra perfidia
femenina!). Luego, cuando tuvo edad para las muchachas y pudo
elegir a gusto, se alarmó cuando buscó refugio en otro varón. Pudo
haber hecho una elección mucho peor que Hefestión -su padre lo
había hecho, y había muerto por eso- pero ella no podía resignarse
a lo que había sido resultado de su propia obra. Se había hecho de
un enemigo cuando pudo haber tenido un aliado, y sólo había logrado
ocupar el segundo lugar y no el primero. Sin duda se había alegrado
al enterarse de la muerte de Hefestión. Bien, ahora tendría que
enterarse de otra muerte.
Se contuvo. Era cruel burlarse del dolor de una madre por su
único hijo. Tendría que enviarle la noticia. Se sentó a la mesa con
la cera delante, buscando alguna palabra decente y amable para su
vieja enemiga, algún elogio apropiado para el muerto. Un hombre,
reflexionó, a quien no había visto en más de una década, a quien
todavía recordaba como un niño precoz. ¿Cómo habría sido después de
esos años prodigiosos? Tal vez aún pudiera saberse o deducirse. Una
manera adecuada de terminar la carta, sería decir que habían
embalsamado el cuerpo del rey conservando las facciones y sólo
faltaba un carruaje digno para iniciar el viaje hasta el cementerio
real de Aigai.
«A la reina Olimpia, salud y prosperidad…»
Era pleno verano en Epiro. El alto valle estaba verde y
dorado, irrigado por las nieves invernales evocadas por Homero. Los
terneros engordaban, las ovejas habían dado su lana suave, los
árboles estaban cargados de frutos. Aunque atentaba contra todas
las costumbres, los moloseos habían prosperado bajo el gobierno de
una mujer.
La reina Cleopatra, hija de Filipo y hermana de Alejandro, se
quedó con la carta de Antípatro en la mano, mirando desde la
habitación superior de la morada real hacia las lejanas montañas.
El mundo había cambiado, era demasiado pronto para saber cómo.
Alejandro muerto le despertaba un respeto sin dolor, como Alejandro
vivo le había despertado respeto sin amor. Él había llegado al
mundo antes que ella, para privarla del amor de su madre, de las
atenciones de su padre. Habían dejado de reñir pronto, cuando aún
eran pequeños; después de eso se habían visto poco. El día de su
boda, el día de la muerte de su padre, ella se había convertido en
un peón del estado; él se había convertido en rey y, más tarde, en
un fenómeno que se volvía más deslumbrante y extraño con la
distancia.
Por unos instantes, con el papel en la mano, recordó los días
en que eran niños, con sólo dos años de diferencia, y las
incesantes riñas de sus padres los unían en una actitud defensiva;
también recordaba que si había que enfrentarse a la madre en uno de
sus temibles arranques, era él quien siempre se prestaba a capear
el temporal.
Dejó la carta de Antípatro. Al lado estaba la destinada a
Olimpia. Alejandro no se enfrentaría ahora; ella tendría que
hacerlo.
Sabía dónde encontrarla: en la sala de huéspedes donde se
había alojado durante el funeral del esposo de Cleopatra, y donde
había permanecido desde entonces. El rey muerto era hermano de
ella, y se había inmiscuido cada vez más en los asuntos del reino,
mientras continuaba con una horda de agentes ese conflicto con
Antípatro que había vuelto imposible su posición en
Macedonia.
Cleopatra irguió resueltamente la barbilla cuadrada que había
heredado de Filipo y, tomando la carta, bajó a la habitación de su
madre.
La puerta estaba entornada. Olimpia estaba dictándole algo a
su secretario. Cleopatra se detuvo y pudo oír que estaba preparando
una larga acusación contra Antípatro, un resumen de viejas cuentas
que se remontaban a diez años atrás. «Interrógalo sobre esto,
cuando se presente ante ti, y no te dejes engañar si alega que…» Se
paseaba con impaciencia mientras el escriba
redactaba.
Cleopatra se había propuesto actuar, en una ocasión tan
tradicional, como correspondía a una hija: presentar una cara grave
y triste, empezar con las advertencias habituales. En ese momento
su hijo de once años volvió de un partido de pelota con sus pajes;
era un muchacho robusto y bronceado, con la cara del padre. Al
verla ante la puerta, la miró con un aire de ansiosa complicidad,
como compartiendo su cautela ante la sede del
poder.
Ella lo despidió amablemente, ansiando estrecharlo contra sí
y gritar: «¡Tú eres el rey!». A través de la puerta vio al
secretario raspando la cera laboriosamente. Odiaba a ese hombre, un
viejo allegado de su madre desde los tiempos de Macedonia. No había
modo de saber cuántas cosas conocía él.
Olimpia tenía poco más de cincuenta años. Recta como una
lanza y aún esbelta, había empezado a usar cosméticos como una
mujer a quien sólo le interesa que la vean, no que la toquen. Se
había lavado el pelo gris con manzanilla y alheña; se había pintado
las pestañas con antimonio. Tenía la cara blanqueada, y los labios,
no las mejillas, ligeramente coloreados de rojo. Había pintado la
imagen que ella tenía de sí misma, no de seductora Afrodita sino de
imponente Hera. Cuando vio a su hija en el umbral y se volvió para
reprenderla por la interrupción, estaba majestuosa e
imponente.
De pronto Cleopatra sintió un arrebato de furia. Entrando en
la habitación, la cara como piedra, sin ningún gesto para despedir
al escriba, dijo ásperamente:
–No es preciso que le escribas. Ha muerto.
El perfecto silencio parecía ahondarse con cada pequeño
sonido; el chasquido de la pluma del hombre, una paloma en el árbol
cercano, las voces de niños que jugaban a lo lejos. La crema blanca
de la cara de Olimpia resaltaba como tiza. Miraba directamente
frente a ella. Cleopatra, alentada por quién sabía qué furias
elementales, esperó hasta que no aguantó más. Aplacada por el
remordimiento, dijo:
–No fue en la guerra. Murió de fiebre.
Olimpia le hizo una seña al escriba, quien se marchó dejando
los papeles desordenados. Ella se volvió hacia
Cleopatra.
–¿Ésa es la carta? Dámela.
Cleopatra se la entregó. Ella la sostuvo, sin abrirla,
esperando a que se fuera. Cleopatra cerró la gruesa puerta. Ningún
sonido vino de la habitación. La muerte de Alejandro era algo entre
ellos dos, como su vida. Ella quedaba excluida. Ésa también era una
vieja historia.
Olimpia se aferró a la columna de piedra de la ventana y
sintió la mordedura de las talladuras en las palmas. Un sirviente
que pasaba vio la cara absorta y por un momento pensó que alguien
había dejado allí una máscara trágica. Apuró el paso para no ser
alcanzado por esa mirada hueca. Ella contempló el cielo del
este.
Se lo habían predicho antes que él naciera. Tal vez mientras
ella dormía él se había dormido en su vientre -había sido inquieto,
impaciente por vivir- y la había hecho soñar. Ardientes alas de
fuego le habían brotado del cuerpo, batiendo y extendiéndose hasta
que tuvieron el tamaño suficiente para elevarla al cielo. El fuego
seguía fluyendo de ella cubriendo montañas y mares hasta llenar la
tierra. Como un dios, en éxtasis, ella la escudriñaba, flotando en
las llamas. Luego, de pronto, se habían esfumado. Desde el peñasco
desolado donde la habían abandonado, había visto la tierra negra y
humeante, ardiendo en los rescoldos como una ladera quemada. Había
despertado bruscamente, y había tendido la mano buscando al esposo.
Pero tenía ocho meses de embarazo y hacía tiempo que él había
encontrado nuevas compañías. Había permanecido despierta hasta la
mañana, recordando el sueño.
Más tarde, cuando el fuego se propagaba por el asombrado
mundo, se había dicho que toda vida debe morir, que el momento
estaba lejos y que ella no viviría para verlo. Ahora se había
cumplido; sólo podía cerrar las manos sobre la piedra y afirmar que
no debía ser. Nunca se había resignado a aceptar lo
inevitable.
En la costa, donde confluían las aguas del Aqueronte y el
Cóquitos, estaba el Necromantión, el Oráculo de los Muertos. Había
ido allá tiempo atrás, cuando Alejandro había desafiado al padre
para defenderla. Ambos habían ido allí durante el tiempo de exilio.
Recordaba el laberinto oscuro y tortuoso, el líquido sagrado, la
libación de sangre que daba a las sombras fuerzas para hablar. El
espíritu de su padre había surgido en la penumbra y le había dicho
en voz baja que sus problemas terminarían pronto y la fortuna la
iluminaría.
Sería una larga jornada, tendría que partir al amanecer.
Haría la ofrenda, tomaría la balsa y entraría en la oscuridad. Su
hijo iría a ella. Iría aun desde Babilonia, desde el fin del mundo.
Reflexionó. ¿Y si los primeros en venir fueran los que habían
muerto en suelo patrio? Filipo, con la daga de Pausanias entre las
costillas. Su nueva y joven esposa, a quien ella había ofrecido el
veneno o el estrangulamiento. Incluso para un espíritu, incluso
para Alejandro, había dos mil millas desde
Babilonia.
No. Esperaría la llegada del cuerpo; sin duda el espíritu
estaría así más cerca. Cuando hubiera visto el cuerpo, el espíritu
parecería menos extraño. Pues ella sabía que temía su
extrañamiento. Cuando se fue, aún era un niño para ella; recibiría
el cuerpo de un hombre casi maduro. ¿Su sombra le obedecería? La
había amado, pero rara vez la había obedecido.
El hombre, el fantasma, se le escabulló. Quedó vacía. Luego,
contra su voluntad, vívido a la vista y al tacto, apareció el niño.
El aroma de su pelo, los ligeros rasguños en la piel delicada, las
rodillas sucias, la risa, el enfado, los ojos asombrados y atentos.
Los suyos secos se le humedecieron; las lágrimas le mancharon las
mejillas con pintura; se mordió el brazo para ahogar el
llanto.
Junto al fuego, ella le había contado viejas historias
familiares sobre Aquiles que habían corrido de boca en boca,
recordándole siempre que heredaba la sangre del héroe a través de
ella. Cuando empezó la escuela él había acudido ávidamente a La
Ilíada, coloreándola con el Aquiles de los
cuentos. Tomando La Odisea, se encontró con
la visita de Ulises a la tierra de las sombras. («Fue en mi patria,
en Epiro, donde habló con ellas.») Lenta y solemnemente, mirando el
cielo rojo del poniente, había dicho las palabras.
tú,
argivos te honrábamos
tienes gran autoridad
siquiera en la muerte,
Aquiles.