12

Llamé a la puerta principal de la casa. Después de un intervalo, la luz del porche se encendió sobre mi cabeza y la puerta se abrió unos centímetros, asegurada por una cadena.

Una mujer de descolorido cabello rubio me observó a través de la abertura. Tenía el rostro crispado, como si hubiera esperado encontrarse de nuevo con su hija. La atmósfera alrededor de ella aún estaba cargada.

—¿Qué ocurre?

—Acabo de hablar con su padre —dije—. Acerca de un revólver Colt que compró en mil novecientos cuarenta y uno.

—No sé nada acerca de un revólver.

—¿No es usted la señora de Eldon Swain?

—Louise Rawlinson Swain —me corrigió. Sin embargo, preguntó—: ¿Hay alguna novedad con respecto a mi marido?

—Tal vez. ¿Podríamos hablar dentro? Soy detective privado.

Le enseñé mi credencial a través de la abertura. La examinó con cuidado e hizo de todo salvo morderla. Al fin me la devolvió.

—¿Para quién está trabajando, señor Archer?

—Para un abogado de Pacific Point: se llama John Truttwell. Estoy investigando un par de crímenes que están conectados… Un robo y un asesinato.

No me tomé el trabajo de agregar que su hija estaba relacionada con uno de los delitos, quizá con los dos.

Me dejó entrar. La habitación del frente era pobre y pequeña. Igual que en la casa de Rawlinson, quedaban reliquias de tiempos mejores. Sobre la repisa de la chimenea de gas, un pastor y una pastora de Dresde se contemplaban con adoración.

Una pequeña alfombra oriental yacía, no sobre el suelo, que estaba cubierto por una gastada estera, sino sobre el respaldo del sofá. Frente al sofá había un aparato de televisión con un reloj eléctrico encima y, a su lado, una mesita de teléfono con un cajón. Todo estaba limpio y bien barrido, pero el cuarto tenía un aspecto mohoso, como si ni él ni la mujer que lo habitaba hubieran sido plenamente aprovechados.

La señora Swain no me invitó a tomar asiento. Se quedó de pie frente a mí. Era una mujer tan alta como su hija, con el mismo tipo de grave hermosura.

—¿A quién han matado?

—Ya hablaremos de eso más adelante, señora Swain. Antes quisiera preguntarle acerca de una caja que fue robada. Es una caja florentina de oro, con dos figuras clásicas sobre la tapa, un hombre y una mujer.

—Mi madre tenía una caja como ésa —dijo—. La usaba para guardar alhajas. Nunca supe adonde fue a parar después de morir ella.

Sus ojos reflejaban una gran cantidad de dudas.

—¿Qué significa todo esto? ¿Ha dado Eldon señales de vida?

—No lo sé.

—Usted ha dicho «tal vez».

—No quería adelantarme a los hechos. En realidad he venido aquí para hablar del revólver que le dio su padre. Pero hablaremos de lo que usted quiera.

—No quiero hablar de nada. —Pero después de un momento me preguntó—: ¿Qué dijo mi padre?

—Sólo que le dio el revólver para protegerse, después de que su esposo la abandonara. Mencionó el año 1945.

—Todo eso es verdad —dijo con cautela—. ¿Dijo en qué circunstancias se fue Eldon?

Le arrojé un pequeño señuelo.

—La señora Shepherd no se lo permitió.

Eso la irritó.

—¿La señora Shepherd estuvo presente durante la conversación?

—Entraba y salía del comedor.

—Me lo imagino. ¿Qué más dijo mi padre delante de ella?

—No recuerdo si fue dicho frente a la señora Shepherd. Pero me dijo que su casa fue desvalijada en 1954, y que robaron el revólver Colt.

—Ah, ya…

Miró alrededor de la habitación como para ver si toda la historia cabía en ella.

—¿Ocurrió en esta casa? —le pregunté.

Asintió.

—¿Apresaron alguna vez al ladrón?

—No sé. No lo creo.

—¿Denunció el robo a la policía?

—No recuerdo. —No era una mentirosa consumada, y torció la boca como en un gesto de autorreproche—. ¿Por qué es tan importante?

—Estoy tratando de seguir la pista del revólver. Si tiene alguna idea de quién pudo haber sido el ladrón, señora Swain… —Dejé la frase en suspenso y eché una mirada al reloj eléctrico. Eran las ocho y media—. Hace unas veinte horas, ese revólver pudo haber sido utilizado para matar a un hombre. Un hombre que se llamaba Sidney Harrow.

Conocía el nombre. Lo captó y retuvo con la expresión de todo su rostro. La delicada piel que rodeaba sus ojos se crispó de pena. Habló después de un momento.

—Jean no me lo dijo. ¡Con razón estaba asustada! —La señora Swain se apretó las manos y se alejó de mí todo lo que le permitieron las dimensiones de la habitación—. ¿Cree usted que Eldon pudo haber matado a Sidney Harrow?

—Quizá. ¿Fue su esposo quien se llevó el revólver en 1954?

—Sí, fue él. —Hablaba con la cabeza gacha y la cara desviada, como una mujer que anduviera frente a un fuerte viento—. No quería decirle a mi padre que Eldon había regresado o que le había visto. Así que inventé una mentira acerca de un robo.

—¿Por qué tendría que habérselo dicho a su padre?

—Porque me pidió el revólver justamente a la mañana siguiente. Creo que oyó decir que Eldon había estado en la ciudad, y pensaba matarle con el revólver. Pero Eldon ya lo tenía. Qué ironía, ¿verdad?

No estaba del todo de acuerdo, pero asentí.

—¿Cómo se apoderó Eldon del revólver? ¿No se lo dio usted?

—No. No habría hecho eso. Lo guardaba en el fondo del cajón del teléfono. —Sus ojos se posaron, por encima de mí, sobre la mesa del teléfono—. Lo saqué cuando Eldon llamó a la puerta. Supuse que era Eldon… Su llamada era tan particular… Afeitado y peinado, un petimetre, ¿entiende? Ésa era su manera de ser. Era capaz de regresar después de pasar nueve años en México con otra mujer. Después de todas las otras terribles cosas que nos hizo a mí y a mi familia. Y esperaba borrarlo todo con una sonrisa y seducirnos como acostumbraba a hacerlo en los viejos tiempos.

Miró hacia la puerta.

—En aquel entonces no tenía la cadena en la puerta… La hice colocar al día siguiente. La puerta no estaba cerrada con llave y Eldon entró sonriendo, llamándome por mi nombre. Quise matarle, pero no pude apretar el gatillo del revólver. Vino directamente hacia mí y me lo quitó.

La señora Swain se sentó como si se hubieran agotado todas sus fuerzas. Se reclinó contra el tapiz oriental. Tomé asiento a su lado, con recelo.

—¿Qué ocurrió después?

—Exactamente lo que se podía esperar de Eldon. Lo negó todo. No había robado el dinero. No había ido a México con esa mujer. Se escapó porque le habían acusado injustamente y había estado viviendo en el más estricto celibato. Hasta sostuvo que mi familia le debía algo, porque mi padre le había acusado en público de desfalco y había arruinado su reputación.

—¿De qué acusaban a su esposo?

—No se trata de acusaciones. Era el cajero del banco de mi padre y cometió un desfalco de más de medio millón de dólares. ¿Así que mi padre no se lo dijo?

—No, no me lo dijo. ¿Cuándo ocurrió eso?

—El primero de julio de mil novecientos cuarenta y cinco… El día más negro de mi vida. Arruinó el banco de mi padre y me arrojó a la esclavitud.

—No la comprendo muy bien, señora Swain.

—¿No? —golpeó su rodilla con el puño, como un juez pidiendo orden—. En la primavera de mil novecientos cuarenta y cinco vivía en una gran casa de San Marino. Antes de que terminara el verano tuve que trasladarme aquí. Jean y yo podríamos haber ido a vivir con mi padre en Locust Street, pero no quise vivir en la misma casa con la señora Shepherd. Eso significaba que tenía que buscar un trabajo. Lo único que sabía hacer bien era coser. Durante más de veinte años hice demostraciones con máquinas de coser. Eso es lo que entiendo por esclavitud.

Su puño se cerró sobre su rodilla.

—Eldon me despojó de todas las cosas buenas de la vida, y luego trató de negarlo en mi cara.

—Lo siento.

—Yo también. Siento no haberle matado. Si tuviera otra oportunidad…

Respiró hondo y soltó un suspiro.

—No serviría de nada, señora Swain. Y hay sitios peores que éste. Uno de ellos es la cárcel de mujeres de Corona.

—Ya lo sé. Hablaba por hablar. —Pero se inclinó hacia mí con expresión decidida—. Dígame, ¿han visto a Eldon en Pacific Point?

—No lo sé.

—Se lo pregunto porque Jean asegura que encontró algún rastro de él. Por eso empleó a ese Harrow.

—¿Conoció usted a Harrow?

—Jean le trajo aquí la semana pasada. No me pareció gran cosa. Pero Jean siempre fue impulsiva con los hombres. Ahora me dice usted que está muerto.

—Sí.

—¡Asesinado con el revólver que Eldon me quitó! —exclamó con dramatismo—. Eldon sería capaz de matar si tuviera que hacerlo, ¿sabe? Mataría a cualquiera que intentara arrastrarle de regreso aquí y encerrarle en la cárcel.

—Sin embargo, ésa no era la intención de Jean.

—Ya lo sé. Ella idolatraba su memoria con locura. Pero Sidney Harrow podía haber pensado otra cosa. Harrow me pareció un aventurero. Y no olvide que Eldon tiene un montón de dinero… Más de medio millón.

—Siempre que no se haya desprendido de él…

—Usted no conoce a Eldon. No acostumbraba tirar el dinero. El dinero era todo lo que había deseado en su vida. Se dedicó a conseguirlo fría y metódicamente. Los investigadores del banco dijeron que había estado preparando su robo durante más de un año. Y cuando llegó a México probablemente lo invirtió todo al diez por ciento.

Yo la escuchaba sin creerla del todo. Ateniéndose a su propia historia, no había visto a su marido desde 1954. La descripción que hacía de él tenía la precipitada seguridad de una mente que se deja arrastrar por la fantasía. Una mujer podía soñar mucho haciendo demostraciones con máquinas de coser durante veinte años.

—¿Sigue estando casada con él, señora Swain?

—Sí, lo estoy. Tal vez él haya conseguido un divorcio mexicano, pero si lo hizo nunca me enteré. Todavía está viviendo en pecado con esa Shepherd. Y eso es lo que quiero.

—¿Se está refiriendo a la hija de la señora Shepherd?

—Eso es. De tal madre, tal hija. Acogí a Rita Shepherd en mi hogar y la traté como a mi propia hija. Como agradecimiento me robó el marido.

—¿Qué robo ocurrió antes?

Se sorprendió durante un momento. Luego su ceño se distendió.

—Ya veo lo que quiere decir. Sí, Eldon ya andaba con Rita antes de robar el dinero. Les pesqué muy pronto en el juego. Fue durante una reunión en la piscina de nuestra casa… Teníamos una piscina de quince metros cuando vivíamos en San Marino. —Su voz se hizo casi inaudible-No puedo soportar ese recuerdo.

La mujer había sufrido fuertes presiones durante la última hora y yo me sentía molesto por la parte que me correspondía. Me puse de pie para irme y le di las gracias. Pero no permitió que me marchara.

Se levantó con dificultad.

—¿Es que los detectives siempre actúan sobre una base sustancial?

—¿En qué está pensando?

—No tengo dinero para pagarle. Pero si pudiera recuperar parte del dinero que Eldon robó… —Su frase quedó flotando en el aire, llena de esperanza y, al mismo tiempo, sin esperanza alguna—. Volveríamos a ser todos ricos —murmuró con voz suplicante—. Y, por supuesto, yo le pagaría a usted con mucha generosidad.

—Estoy seguro de que lo haría. —Me deslicé hacia la puerta—. Seguiré con los ojos puestos en su esposo.

—¿Sabe cómo es?

—No.

—Espere. Le traeré una foto suya, si es que mi hija me dejó alguna.

Entró en un cuarto del fondo, donde la pude oír levantar y desparramar cosas hacia todos lados. Cuando regresó, tenía una foto polvorienta en la mano y una mancha de tizne en la mejilla, como un minero.

—Jean se llevó todas mis buenas fotografías de familia, todos mis álbumes de San Marino —se quejó—. Se sentaba y las estudiaba como otras jóvenes leen revistas de cine. George me dice —George es su marido— que sigue mirando las fotos de familia que hicimos en San Marino.

Tomé la foto en mis manos: era un hombre de más o menos treinta y cinco años, de hermoso cabello y ojos audaces. Se parecía al hombre cuya foto había encontrado el capitán Lackland en poder de Sidney Harrow. Pero la fotografía no era bastante clara como para estar absolutamente seguro.