CAPÍTULO XVIII
El timbre de la puerta principal sonó. Alguien pasó por delante de la oficina, sin duda para abrir. Se estaba haciendo tarde para las visitas, de modo que abandoné la habitación y seguí a la ayudante a través del vestíbulo. Los cuatro pacientes continuaban frente a la pantalla del televisor, como si fuera una ventana abierta al mundo exterior.
Quienquiera que fuese el que había tocado el timbre, ahora golpeaba la puerta con violencia.
—Un minuto —dijo la ayudante desde dentro.
Puso la llave en la cerradura de la puerta y la abrió parcialmente.
Era Alice Jenks. Trató de pasar por la fuerza, pero la ayudante mantenía su zapato blanco contra la puerta.
—Quiero ver a mi sobrina, Dolly McGee.
—No tenemos ningún paciente que responda a ese apellido.
—Ahora se llama a sí misma Dolly Kincaid.
—No puedo permitirle que vea a nadie sin permiso del doctor.
—¿Está Godwin aquí?
—Creo que sí.
—Dígale que venga —ordenó la señorita Jenks con un tono perentorio.
El temperamento latino de la muchacha se inflamó.
—Usted no es quién para darme órdenes —exclamó en un murmullo sibilante—. Y, además, baje la voz. La gente que está aquí debe descansar.
—Dígale al doctor Godwin que venga.
—No tema, la entiendo. Pero tendrá que esperar afuera.
—Será un placer.
Me interpuse entre ambas antes de que la chica cerrara la puerta y le pregunté a la señorita Jenks:
—¿Puedo hablar un minuto con usted?
Me observó a través de sus cristales empañados.
—¿De modo que también está aquí?
—Estoy también aquí.
Al salir escuché el ruido de la puerta que se cerraba detrás de mí. El aire me pareció helado, después de la atmósfera cálida del sanatorio. La señorita Jenks llevaba un abrigo grueso, con cuello de piel, el cual hacía de su figura algo muy macizo, en medio de las sombras circundantes. Numerosas gotitas de agua brillaban en su piel y en su pelo grisáceo.
—¿Quién es usted? ¿A quién desea ver?
—¿Qué quiere de Dolly?
—Nada que a usted le importe. Ella es mi carne y mi sangre, y no las suyas.
—Dolly tiene un marido y yo le represento.
—No me opongo a que le represente en cualquier otro distrito. No tengo el menor interés en usted ni en el marido de mi sobrina.
—Pero de pronto está interesada en Dolly. ¿Semejante interés no tendrá algo que ver con la historia que apareció en el periódico?
—Tal vez sí y tal vez no.
En su lenguaje especial, esta frase significaba sí. Agregó, con cierta actitud defensiva:
—Siempre me preocupé de Dolly, desde que nació. Sé lo que le conviene, mucho más que un grupo de extraños.
—El doctor Godwin no es un extraño.
—No. Pero me gustaría que lo fuera.
—Me imagino que no estará pensando llevarse de aquí a la muchacha.
—Quizá sí y quizá no.
Sacó de su bolso un trocito de papel y limpió los cristales de sus gafas. Pude ver en el interior de su cartera un periódico doblado.
—Señorita Jenks, ¿leyó usted la descripción del revólver que fue hallado en la cama de Dolly?
Se colocó las gafas con toda rapidez, como si hubiera pretendido cubrir el sobresalto que llenaba sus ojos.
—Por supuesto que la leí.
—¿No hizo sonar ninguna campanilla en su cerebro?
—Sí. Parecía que fuera el revólver que yo acostumbraba tener, de modo que vine a la ciudad y me dirigí al tribunal para echarle una ojeada. Tiene todo el aspecto de ser el mío.
—¿Lo admite?
—¿Por qué no habría de admitirlo? Hace más de diez años que no lo veía.
—¿Está en condiciones de probarlo?
—Ya lo creo que sí. Alguien lo robó en mi casa antes de que Constance fuera asesinada. Por entonces, el sheriff Crane formuló la teoría de que esa arma pudo haber sido la que usara McGee para disparar sobre mi hermana. Si fue así, no debió resultarle difícil apoderarse de ella. Él sabía que la guardaba en mi dormitorio.
—Usted no me ha contado nada de esto hoy por la mañana.
—No he pensado en el asunto. De todos modos, se trataba sólo de una teoría. Usted se mostró interesado en los hechos.
—Estoy interesado en ambas cosas, señorita Jenks. ¿Cuál es ahora la teoría de la policía? ¿Que McGee asesinó a Helen Haggerty y trató de fabricar un caso de culpabilidad contra su propia hija?
—Creo que sería capaz de hacerlo. Un hombre que procedió como él lo hizo con su mujer…
La voz se ahogó en su garganta.
—¿Y ahora quieren utilizar a su hija para crucificarle de nuevo?
No me contestó. Adentro se encendieron algunas luces y se oyeron ruidos de movimiento que culminaron con la aparición del doctor Godwin después de abrirse la puerta. Sacudió sus llaves en dirección a nosotros y sonrió con crueldad.
—Entre, señorita Jenks.
Alice subió los peldaños de hormigón. Godwin había ordenado a todos los que ocupaban la habitación que se retiraran. Sólo permanecía en ella Alex, que estaba sentado en una silla apoyada contra la pared. Para no molestar, me ubiqué en un rincón, junto al televisor, ahora silencioso.
La señorita Jenks se erguía frente a Godwin, casi tan alta como él sobre sus tacones, casi tan corpulenta debido a su grueso abrigo, casi tan terca en su orgullo.
—No apruebo lo que está haciendo, doctor Godwin.
—¿Qué estoy haciendo?
El médico se sentó en el brazo del sillón y cruzó las piernas.
—Usted sabe muy bien a lo que me refiero. Mi sobrina. Mantenerla encerrada aquí, en desafío a las autoridades constituidas.
—Aquí no se trata de ningún desafío. Procuro cumplir con mi deber y el sheriff intenta hacer lo mismo con respecto al suyo. Algunas veces se produce un conflicto entre nosotros. Pero esto no significa necesariamente que el sheriff Crane tenga razón y que yo esté equivocado.
—Para mí, sí.
—No me sorprende. Hemos estado en desacuerdo antes, con respecto a una situación similar. En esa oportunidad, usted y su amigo el sheriff siguieron su propio camino, para desgracia de su sobrina.
—El actuar en calidad de testigo no le produjo ningún daño. La verdad es la verdad.
—Y el trauma es el trauma. El asunto le causó un mal incalculable, del cual todavía hoy sufre las consecuencias.
—Me gustaría comprobarlo por mí misma.
—¿Así estará en condiciones de presentarle al sheriff un informe completo?
—Los buenos ciudadanos cooperan con la ley —observó, de manera sentenciosa—. Pero no he venido en representación del sheriff. Estoy aquí para ayudar a mi sobrina.
—¿De qué modo se propone ayudarla?
—Pienso llevármela a casa conmigo.
Godwin se puso de pie de un salto, al tiempo que sacudía la cabeza con gesto negativo.
—Usted no podrá detenerme. He sido su tutora desde la muerte de su madre. La ley me ampara.
—Creo que no —replico Godwin con frialdad—. Dolly es mayor de edad y está aquí por su libre deseo.
—Me agradaría preguntárselo a ella.
—Usted no le va a formular ninguna pregunta.
La mujer avanzó un paso hacia el médico y adelantó la cabeza endureciendo el cuello.
—Usted se cree un pequeño dios de hojalata, ¿verdad? Y cree que dirige los asuntos de mi familia. Afirmo que no tiene ningún derecho a conservarla aquí bajo coacción, con desdichadas consecuencias para todos. He alcanzado una posición en el condado, la cual deseo mantener. He pasado el día con algunos altos personajes de Sacramento.
—Temo no estar en condiciones de seguir su lógica. Pero le ruego que baje la voz, por favor.
El mismo Godwin empleaba el tono lento, monótono y cansado, que le había oído por primera vez, veinticuatro horas antes, cuando le había hablado por teléfono.
—Y permítame que vuelva a asegurarle que su sobrina se encuentra aquí por obra de su libre voluntad.
—Así es —era Alex, que se había adelantado hasta la línea de fuego verbal—. Creo que no hemos sido presentados, señorita Jenks. Soy Alex Kincaid, el marido de Dolly.
Alice fingió no ver la mano que le tendía.
—Creo que es muy importante para ella permanecer aquí —continuó el muchacho—. Tengo confianza en el doctor Godwin, y lo mismo le ocurre a Dolly.
—Lo lamento por ustedes. También me embaucó a mí, hasta que supe lo que ocurría en su consultorio.
Alex lanzó al médico una mirada interrogativa. Godwin extendió las manos, como si tratara de averiguar si llovía. Luego se dirigió a la señorita Jenks y le preguntó:
—¿Usted se graduó en sociología?
—¿Y qué, si es así?
—Es lógico esperar una actitud más profesional hacia la práctica de la psiquiatría de parte de una mujer de sus antecedentes y estudios.
—No estoy hablando de la práctica de la psiquiatría. Me refiero a la práctica de otras cosas.
—¿Qué otras cosas?
—No estoy dispuesta a manchar mi lengua con ellas. Pero, por favor, no vaya a pensar que no sabía lo de mi hermana y lo que ocurría en su vida. He recordado muchas cosas… la forma en que se acicalaba y emperejilaba los sábados por la mañana, antes de venir aquí. Y, de pronto, Constance quiso trasladarse a la ciudad, para estar más cerca.
—¿Más cerca de mí?
—Así me lo dijo.
El rostro de Godwin se veía muy pálido, como si todo el color se hubiera refugiado en las sombras de sus ojos.
—Usted es una tonta, señorita Jenks, y ya la he soportado bastante. Le ruego que se retire.
—Me quedaré donde estoy hasta que me permita ver a mi sobrina. Quiero saber qué es lo que está haciendo con ella.
—Su presencia no le producirá ningún bien. En su actitud actual, usted no resultaría beneficiosa para nadie.
Caminó hasta la puerta y la mantuvo abierta.
—Buenas noches —dijo.
Alice no se movió ni le miró. Se mantuvo de pie, con la cabeza gacha, un poco atontada por la cólera que la conmovía como un huracán.
—¿Desea que la expulse por la fuerza?
—Inténtelo. Terminará en los tribunales.
Pero una sombra de vergüenza había comenzado a invadir su cara. Su boca se crispó, como un pequeño animal herido. Sus labios habían dejado escapar mucho más de lo que se había propuesto decir.
Cuando la tomé por el brazo y le dije: «¡Vamos, señorita Jenks!», me permitió que la condujera hasta la puerta. Godwin la cerró con violencia detrás de ella.
—No tengo paciencia con los necios —observó.
—Tenga un poco de paciencia conmigo, ¿quiere, doctor?
—Lo intentaré, Archer.
Aspiró el aire profundamente y dejó escapar un suspiro.
—Supongo que usted quiere saber si hay alguna verdad en su insinuación.
—Usted hace que las cosas me resulten fáciles.
—¿Por qué no? Amo la verdad. Mi vida entera ha sido una búsqueda de la verdad.
—Muy bien. ¿Estuvo Constance McGee enamorada de usted?
—Supongo que sí, en un cierto sentido. Es tradicional que las pacientes se enamoren de los médicos, en particular en mi especialidad. En el caso de ella, el amor no persistió.
—Lo que voy a preguntarle habrá de parecerle algo muy estúpido. ¿Usted la amaba?
—Le daré una respuesta también estúpida, señor Archer. Por supuesto que la amaba. La amaba en la forma en que un médico ama a sus pacientes, si es un buen profesional. Se trata de un amor más maternal que erótico.
Abrió sus manos enormes sobre su pecho y añadió:
—Quise servirla. No tuve mucho éxito.
Permanecí en silencio.
—Y ahora, caballeros, les ruego que me excusen. Tengo que visitar mis pacientes del hospital.
Agitó las llaves.
Ya en la calle, Alex me preguntó:
—¿Cree que es verdad lo que dijo?
—Hasta que no tenga pruebas de que ha mentido. No nos ha dicho todo cuanto sabe, pero la gente rara vez lo hace, no sólo los médicos. Sin embargo, aceptaría su palabra en mayor medida que la de Alice Jenks.
En el momento en que se disponía a subir a su coche, se volvió hacia mí y señaló en la dirección del sanatorio. Su fachada lisa y rectangular se destacaba en medio de la niebla como un fortín, la parte visible de una fortaleza subterránea.
—¿Cree que Dolly está segura ahí, señor Archer?
—Más de lo que estaría en la calle, o en una cárcel, o en un manicomio, con un psiquiatra de la policía encargado de interrogarla.
—¿O en la casa de su tía?
—O en la casa de su tía. La señorita Jenks es una de esas personas rigurosas que no permiten que su mano derecha sepa lo que hace la izquierda. Es casi un tigre.
Los ojos de Alex continuaban fijos en la fachada del sanatorio. Muy adentro del edificio volvió a alzarse la voz salvaje que había oído por la mañana. Luego disminuyó como el grito, interrumpido a intervalos por el viento, de un pájaro marino que se aleja.
—Me habría gustado quedarme con Dolly y protegerla —dijo Alex.
Era un buen muchacho.
Mencioné el tema del dinero. Me entregó la mayor parte del que tenía en la cartera. Lo usé para sacar un pasaje de ida y vuelta en avión a Chicago y conseguí alcanzar el último vuelo desde el aeropuerto internacional.