Capítulo XV
QUINCE AÑOS SE CUENTAN PRONTO
EN el penal Juan y Vicente pasaban semanas enteras sin hablar con nadie, atentos a su trabajo. Juan había aprendido el oficio de guarnicionero y Vicente el de zapatero, y a ellos se dedicaban con afán. Lo excepcional de su conducta hizo que los alcanzaran indultos y reducciones de pena. Los habían propuesto tres veces para cabos de vara, pero acordándose de la misión de esos cabos lo rechazaron dando las gracias y sin alegar el motivo. Allí donde todos los presos declaraban no ser verdad el delito por el que les habían condenado, vanagloriándose al mismo tiempo de haber cometido otros semejantes, Juan y Vicente no hablaron nunca de su inocencia. Por un lado lo creían inútil y por otro tenían miedo.
Juan, por la noche, con la luz del cuarto apagada recordaba a su mujer. Pasados algunos años sintió enfriarse aquel recuerdo y no vivía sino para su obra, en la que iba perfeccionándose y aprendiendo todos los secretos. Grababa el cuero al fuego y hacía lindas monturas al estilo cordobés. Las veía terminadas y no creía que fueran suyas.
Vicente había aprendido el oficio de zapatero y sabiendo que un día saldría del penal se las prometía felices. A veces se reunía con Juan y hablaban. El asesino de Sabino podría aparecer un buen día o bien (decían cuando llevaban ya ocho años en el penal) moriría de muerte natural y antes de morir confesaría quizá su crimen. Hablaban de esto no sólo para confortarse con la esperanza, sino también para sondear cada uno a su compañero en busca de la verdad, porque Juan seguía creyendo que Vicente había matado a Sabino y Vicente sospechaba lo mismo de su compañero. Es decir, había días —y aun horas del día— propicios a la confianza y otros al recelo. Por las mañanas cada uno creía que el otro era inocente.
Cuando salieron tuvieron una cierta sensación de desamparo en la calle, en el tren. Al llegar al pueblo la mujer de Vicente lo recibió en triunfo. Había trabajado mucho durante aquellos quince años, y ahorrado cerca de doscientos duros. No estaba vieja aún y tenía una alegría un poco viril, porque a fuerza de andar siempre con mujeres (con las otras horneras) su carácter había ido haciéndose al dominio y era fuerte y desenvuelta. Vicente se sentía protegido por ella, al principio, lo que no le parecía mal, porque era una compensación contra el desdén que le hacía sentir el pueblo entero. Aunque los informes que el penal envió al municipio eran inmejorables, nadie le daba trabajo en la aldea y sus vecinos no cambiaban con él más que las frases rituales al tropezado en la calle.
Su mujer seguía trabajando en el horno y así iban viviendo. Algunas noches, ya acostados, ella le preguntaba en voz baja, deseando poseer con aquel secreto, lo más grave y profundo de su vida:
—Dímelo a mí, Vicente. Yo no voy a quererte menos por eso, pero dímelo a mí. ¿Mataste a Sabino, verdad?
Vicente decía que no y le quedaba dentro una amargura nueva, que nunca había sentido. Su mujer veía que algo les separaba y no podía dormirse.
Después de aquellas noches, Vicente se levantaba con la misma sensación de soledad del penal, se iba al campo y caminaba sin rumbo. A veces cogía un puñado de tierra y la iba soltando entre los dedos.
Había pensado poner un pequeño taller de zapatería con el dinero de su mujer, pero sospechaba que nadie le llevaría sus zapatos y no quería gastar dinero en vano.
En cuanto a Juan, su mujer lo recibió fríamente. Su hijo, que tenía ya dieciséis años, lo miraba como a un extraño. Juan quiso reconquistar a su hijo, antes que a su mujer, pero el hijo no quería ir con su padre por la calle. Tampoco al padre le daban trabajo. Al hijo sí, y comenzaba a ganar sus jornales, sobre todo en el verano. Aquello de que el hijo llegara del campo al atardecer y el padre fumara el tabaco comprado con el dinero que él ganaba, creaba una atmósfera de falsedad y violencia.
La mujer aludió dos o tres veces al crimen también, pero no preguntando, como la de Vicente, sino afirmando:
—Has hecho caer sobre nosotros una maldición —le decía.
Y Juan, que carecía de fuerzas para contestar, se callaba, se iba a su rincón y doblaba la cabeza sobre el pecho, tosiendo. Tenían cuartos diferentes, él y su mujer. Juan se retiraba a un desván, en uno de cuyos rincones había un montón de paja y una manta.
Algunos días salía y se iba al campo con la esperanza de encontrar a Vicente, pero cuando lo veía a lo lejos, lo esquivaba porque sentía que todo aquello (tan terrible o más que la vida de la prisión) se lo debía probablemente a él. Vicente también lo esquivaba por la misma causa. En aquellos días cada uno creía otra vez en la culpabilidad del otro.
La mujer de Vicente afrontaba las insinuaciones de alguna comadre con valentía:
—Para mí, Vicente es tan honrao como otro cualquiera. Si hizo algo lo pagó y en paz.
La de Juan se callaba y mordía un pico del pañuelo que llevaba anudado bajo la barba. Como las comadres se sentían satisfechas con aquel silencio, se callaban. En cambio a la hornera, que contestaba bravamente, trataban de herirla por otro lado, diciéndole que ni Juan ni Vicente eran ya hombres. La mujer de Vicente replicaba que de aquellas cosas no hablaban las personas decentes y que si su marido era hombre o no ella lo sabía mejor que nadie.
Transcurrieron varios meses más cuando un día llegaron noticias de la aparición de Sabino en la aldea próxima. Nadie lo creía. De tal modo estaba fuera de toda lógica que ni Vicente ni Juan se tomaron la molestia de ir al pueblo vecino a comprobarlo. El hecho de que la primera noticia la hubiera llevado Ana Launer y todo el mundo hablara no de Sabino, sino de su fantasma, hacía que los «asesinos» acogieran aquello con escepticismo.
Habían salido del penal en octubre y era ya la primavera. Los campos aparecían con un aire nuevo. Las «cucutes» de pecho tornasolado se posaban en lo alto de los almiares y daban su alegre canción. Ana Launer, que trabajaba en el horno de don Manuel y se veía cada día con mujeres del pueblo vecino, estaba radiante.
—No es su fantasma, sino el mismo Sabino, de carne y hueso —le gritaba a su marido.
Pero Vicente no lo creía. «Por mí puede vivir —decía— y tiene que estar vivo, pero mientras no lo vea, no lo creeré.»
Su mujer le propuso ir al pueblo inmediato, pero Vicente, que tenía miedo a los desaires, se negó.
Juan, por el contrario, lo creía todo a pies juntillas y andaba por el pueblo como un sonámbulo esperando que la atmósfera contra él estuviera ya disipada. Fue a ver a Vicente y éste lo recibió con la misma falta de fe.
—¿También tú crees que resucitan los muertos? —le dijo.
Juan, al oírle hablar así del «muerto» que no podía resucitar, se dijo que sería verdaderamente una habladuría y que Vicente había asesinado a Sabino.
Las que no creían a ninguno de los dos eran sus mujeres:
—Es Sabino —repetía la de Vicente—. Sabino en cuerpo y alma.
Intentaron los dos hombres salir juntos, asomarse al Ayuntamiento. El guardia civil que estaba en la puerta de la casa-cuartel los vio pasar con desprecio.
Pero se atrevieron incluso a visitar al mismo secretario del municipio. Éste los hizo sentarse deferente. Para él dos ciudadanos que habían purgado su delito estaban en paz con la sociedad y eran tan dignos de consideración como otro cualquiera. Eso les hizo bien a pesar de que la retórica del secretario no la tomaban en serio.
—Se corre por el pueblo que ha aparecido Sabino —dijo Vicente.
—También han llegado hasta aquí —afirmó el secretario— esos rumores y yo desearía que fueran ciertos porque modificarían vuestra situación. Yo nunca he afirmado ni he negado que vosotros fuerais culpables.
Juan tenía una esperanza más viva aún:
—Entonces, señor secretario, sería bueno decirlo al pueblo...
—Oh, no. El Ayuntamiento como corporación no puede deshacer una sentencia de la Audiencia territorial confirmada por el Supremo. Pero en cuanto haya la menor base yo intervendré y es seguro que tendréis el apoyo de todo el Concejo.
Aquello podía ser muy importante, siendo como era el concejo conservador, porque desde el crimen todas las elecciones las perdieron los liberales. Salieron con la misma impresión que habían llevado. Sin embargo, el solo rumor de que Sabino había reaparecido reconciliaba a los «asesinos» entre sí.
Al mediodía hubo un gran revuelo en el pueblo, porque el mesonero de la Venta del Fraile, que solía saberlo todo, llegó a Castelnovo jurando que la reaparición de Sabino era cierta. Los propietarios de la casa de labor cuyos cerdos habían «devorado» el cadáver acudían a indagar y tenían la vaga ilusión de que el Estado o el municipio les indemnizaran por los cuatro cerdos sacrificados. Aquel revuelo en el pueblo daba a Juan una alegría tan fuerte que al caer la tarde tuvo fiebre y dolor de cabeza.
En casa de Vicente, la mujer había comprado licores y quería hacer una gran fiesta, invitando a los vecinos. Vicente la retenía:
—Vas demasiado de prisa. Espera. No hagamos hablar a la gente en balde.
Pero ella estaba ya convencida de la inocencia de su marido. Cuando Vicente la atajaba ella tenía aún, quizá, la sospecha de que Sabino estaba muerto, pero ya no aceptaba que hubiera sido su marido el asesino ni Juan, sino otros. El cura, que se acercó a la casa (era otro, el anterior había muerto, con lo que se ahorró pesadumbres) fue para decirles que las supersticiones sobre fantasmas y apariciones eran anticristianas y no había que tomarlas en serio.
Vicente lo miraba escéptico y decía con una sombra de amargura:
—Buen daño nos hizo su antecesor, que en gloria esté.
En cuanto a los campesinos, seguían tan al margen y tan cuidadosos de evitar a los «asesinos» como siempre. Aun después de haber oído al dueño de la Venta del Fraile, todos seguían hablando del fantasma de Sabino. Había una torpe resistencia a aceptar que la guardia civil del pueblo, el juez de instrucción, la Ilustre Audiencia Territorial y el Tribunal Supremo se hubieran equivocado de aquella manera.
Al día siguiente el secretario envió un recado a Juan y otro a Vicente. El secretario, a quien acompañaba el alcalde y dos concejales, les dio la mano, los invitó a sentarse, les encendió un cigarrillo. Juan y Vicente no necesitaban saber más. Las expresiones de simpatía, un poco asombrada, lo decían mejor que todas las palabras. Juan tenía los ojos febriles y no podía hablar de emoción. El secretario tomó unos papeles de la mesa y dijo antes de leerlos:
—Un oficio del pueblo vecino, firmado por el señor alcalde y el secretario:
Y comenzó a leer:
«Tengo el honor de comunicar a ese Ayuntamiento, para los efectos oportunos, que en sesión municipal extraordinaria celebrada hoy bajo la presidencia del señor alcalde, se tomó, entre otros acuerdos, el siguiente, debido a la iniciativa del primer contribuyente de la villa el Sr. don Ricardo de Paula y Hornachuelos: Considerando que el vecino de este municipio Sabino García de oficio jornalero, desaparecido en el año de gracia de 1910, fue declarado muerto de muerte violenta y culpados de esa muerte los vecinos de Castelnovo Vicente Rodríguez y Juan García, se ha tomado el acuerdo de comunicar públicamente por medio de bandos que se pregonarán de viva voz por toda la villa y se colocarán escritos en los lugares acostumbrados, la reaparición de dicho Sabino García y la rehabilitación de sus supuestos asesinos cuya honradez y honestidad brillará en lo sucesivo en la conciencia de los vecinos de esta villa. Se acordó comunicar esta resolución al municipio de Castelnovo para honra y desagravio de los referidos Juan y Vicente, lo que cumplimento.
Dios guarde a usted muchos años, etc., etc.»
Juan, en cuanto había oído las primeras palabras confirmando la reaparición de Sabino, se sintió desfallecer. Sudaba y la habitación le daba vueltas. Vicente seguía mirando los muebles, los legajos de papeles atados con cinta roja, sin desplegar los labios. Se levantó, se acercó a Juan y, poniéndole una mano en la espalda, dijo:
—Perdóname que haya pensado mal de ti.
Juan le estrechó la mano, sin hablar. No podía desplegar los labios sin que se notara su emoción. Vicente tuvo serenidad para pedir que le sacaran una copia de aquel papel y se la dieran. El secretario le dijo que les enviaría una comunicación oficial a sus casas repitiendo lo que decía aquel papel y el alcalde añadió que en la próxima sesión municipal tomarían acuerdos sobre el caso. Esos acuerdos les serían trasmitidos también.
Juan se levantó y dijo que quería marcharse a su casa, pero con una declaración de la alcaldía confirmando que Sabino había reaparecido.
El secretario escribió algo en un papel, puso el sello del municipio y se lo dio. Juan se fue y todos quedaron impresionados ante la idea de que Juan necesitara aquello para que le creyeran su mujer y su hijo,
Al llegar a su casa Juan encontró a la mujer llorando. El hijo no había ido al trabajo y paseaba por la casa, inquieto. Recibió a su padre con una sonrisa franca. Juan fue hacia él y lo abrazó. El hijo lo estrechaba también en sus brazos.
Después, Juan se quedó mirando a su mujer, que seguía llorando. A la noche, Juan se iba a dormir al desván, como siempre, pero la mujer le tomó del brazo y, empujándolo al cuarto conyugal, le dijo que la perdonara. Antes de acostarse, como Juan seguía tosiendo, le preguntó si quería que pusiera fuego en la cama. Fue a buscar unas botellas de agua caliente y se las puso a los pies.