10
Aquella noche fui al estudio de mi padre y abrí el maltratado diario que había escrito. Lo abrí al azar, pero las palabras se negaban a dejarse leer, supongo que en parte por la repentina melancolía que me había invadido al anochecer. El silencio de la casa era opresivo, pero estaba lleno de ecos de la risa de Guiwenneth. Ella parecía estar en todas partes y en ninguna a la vez. Surgía del tiempo, de los años pasados, de la vida previa que había tenido lugar en aquella habitación silenciosa.
Durante un rato, me quedé de pie, mirando hacia la noche, consciente sólo de mi reflejo en el sucio cristal del balcón, iluminado por la lámpara del escritorio. Casi esperaba que Guiwenneth apareciera ante mí, que surgiera a través de la forma esbelta del hombre de pelo enmarañado que me devolvía la mirada desesperada. Pero quizá ella había sentido la necesidad, mi necesidad de aclarar algo que yo había dado por hecho…, al menos, mientras lo leía.
Era algo que sabía desde la primera vez que abrí el diario. Las páginas en donde se detallaban los datos amargos habían sido arrancadas del cuaderno mucho tiempo antes, sin duda para ser destruidas, o tan bien escondidas que yo jamás podría encontrarlas. Pero había pistas, insinuaciones, las suficientes para que la tristeza me invadiera de repente.
Por fin, volví junto al escritorio y me senté, para pasar muy despacio las páginas del libro encuadernado en piel. Revisé las fechas, buscando el primer encuentro entre mi padre y Guiwenneth, y el segundo, y el tercero…
Otra vez la chica. Salió del bosque, cerca del arroyo, corrió hasta los gallineros y se quedó allí, acurrucada, durante casi diez minutos. La observé desde la cocina, y luego, cuando se puso a recorrer los terrenos, me trasladé al estudio. J consciente de ella, me sigue en silencio…, me mira. No comprende, y no puedo explicárselo. Estoy desesperado. La chica me afecta profundamente. J se ha dado cuenta, pero… ¿qué puedo hacer? Está en la naturaleza del mitago. No soy inmune a ella, igual que no lo fueron los hombres cultos de los asentamientos romanos en los que debió de actuar. Desde luego, es la visión idealizada de la princesa céltica, brillante pelo rojo, piel pálida, un cuerpo fuerte e infantil a la vez. Es una guerrera, pero lleva las armas como si fueran algo extraño, poco familiar.
J no ve nada de esto, sólo a la chica, y la atracción que siento por ella. Los niños no la han visto, aunque Steven ha hablado dos veces sobre el shamán con cornamenta de ciervo, una forma también muy activa en estos momentos. La chica es más vital que las primeras formas mitago, algo mecánicas, algo confusas. Ella no es muy reciente, pero se comporta con una viveza imposible. Me mira. La miro. Siempre pasa más de una estación entre cada visita, pero parece cada vez más confiada. Ojalá conociera su historia. Tengo unas conjeturas bastante aproximadas, pero como no podemos comunicarnos, desconozco los detalles.
Unas cuantas páginas más adelante había una anotación sin fecha, que parecía escrita un par de semanas después de la anterior.
Ha vuelto en menos de un mes. Desde luego, el poder que la generó es muy fuerte. He decidido hablar de ella con Wynne-Jones. Vino al anochecer y entró en el estudio. Me quedé inmóvil, mirándola. Lleva unas armas de aspecto violento. Es curiosa. Dijo algo, pero mi mente ya no es tan rápida como para captar los sonidos extranjeros de culturas perdidas. ¡Curiosidad! Examinó los libros, los objetos, los armarios. Tiene unos ojos increíbles. Cada vez que me mira, me deja clavado en la silla, Traté de establecer contacto con ella, usando palabras sencillas, pero los mitagos se generan con su propio lenguaje y percepción. De todos modos, WJ cree que la mente mitago puede ser receptiva a la educación, incluso al lenguaje, debido al enlace con la mente que la creó. Estoy confuso. Esta anotación es confusa. J entró en el estudio y se disgustó mucho. Los niños empiezan a preocuparse por el declive de J. Está muy enferma. Cuando la chica se rió de ella, J se puso casi histérica, pero prefirió salir del estudio antes de enfrentarse a la mujer con la que cree que la engaño. No puedo dejar que la chica pierda interés. El único mitago que ha salido del bosque. Tengo que aferrarme a esta oportunidad.
Después faltaban muchas páginas, páginas de una importancia inmensa, ya que seguramente debían de hablar sobre los esfuerzos de mi padre por seguir a la chica en el bosque, y quizá incluyeran documentación sobre los pasajes y caminos que utilizó. (Por ejemplo, hay una línea críptica en medio de un vulgar recuento del uso del equipo que llevaban Wynne-Jones y él: «Entramos por el camino del cerro, segmento siete, y caminamos más de cuatrocientos pasos. Ésa es una posibilidad, pero el auténtico camino, si no el obvio, se nos sigue escapando. Las defensas son demasiado fuertes, y yo soy demasiado viejo. ¿Un hombre más joven? Hay que probar otros caminos». Y ahí se interrumpe).
La última referencia a Guiwenneth del Bosque Verde es breve y confusa, pero contiene una pista sobre la tragedia que yo empezaba a reconocer.
Quince de septiembre del cuarenta y dos. ¿Dónde está la chica? ¡Años! ¡Dos años! ¿Dónde? ¿Es posible que un mitago se haya deteriorado para que otro lo sustituya? J la ve, ¡J! Está cada vez peor. A punto de morir, lo sé. ¿Qué puedo hacer? Está hechizada. Hechizada por la chica. ¿Imágenes? ¿Imaginaciones? J pasa más tiempo histérica que tranquila. Cuando S y C andan cerca, se queda silenciosa, fría. Actúa como madre, pero ya no como esposa. No hemos intercambiado (esto último está tachado, pero no ilegible). J se muere. No hay nada que me duela más que esto.
Fuera cual fuese la enfermedad que afligía a mi madre, su estado empeoró con la ira, los celos, y quizá, en última instancia, el dolor de ver como una mujer más joven e imposiblemente hermosa le robaba el corazón de mi padre. «Está en la naturaleza del mitago…».
Las palabras eran como cantos de sirena, me alertaban, me asustaban, pero no podía dejar de escucharlas. Primero había sido consumido mi padre, y después, ¿qué tragedia tuvo lugar cuando Christian volvió a casa tras la guerra, y la chica-para entonces, probablemente, ya se habría establecido allí —trasladó su afecto a un hombre de edad más aproximada a la suya? ¡No era de extrañar que el Urscumug fuera tan violento! ¡Qué peleas, qué persecuciones, qué furia se habría expresado en los meses anteriores a la muerte de mi padre en el bosque! En el diario no había ninguna referencia a este período de tiempo, así como tampoco ninguna otra referencia a Guiwenneth tras las palabras frías, casi desesperadas: «J se muere. No hay nada que me duela más que esto».
* * *
¿Quién había generado el mitago de Guiwenneth? Algo parecido al pánico me invadió, y en la madrugada siguiente, corrí alrededor del bosque hasta quedarme sin aliento, empapado en sudor. El día era luminoso, no demasiado frío. Había encontrado un par de pesadas botas de marcha y, con mi lanza despuntada, patrullé la periferia del bosque. Llamé repetidas veces a Guiwenneth.
¿Quién había generado el mitago de Guiwenneth? La pregunta me perseguía mientras corría, un pájaro negro revoloteando en mi mente. ¿Había sido yo? ¿O Christian? Christian había entrado allí para encontrarla de nuevo, para encontrar a la Guiwenneth del Bosque Verde que había creado su propia mente en interacción con los robles y con los fresnos, con los matorrales y los espinos, con todo el complejo de formas de vida que constituían el antiguo Ryhope. Pero ¿quién había generado el mitago de mi Guiwenneth? ¿Christian? ¿La había encontrado y perseguido hasta hacerla salir del bosque, había acosado a una chica que le temía y le despreciaba? ¿Era de Christian de quien se escondía?
¿O la había creado yo? Quizá mi propia mente le había dado vida, y por eso acudía a mí como creador, igual que en el pasado acudió a mi padre, la niña arrastrada hacia el adulto, atraída por su igual. Quizá Christian había encontrado a la chica de sus sueños, y ahora estaba con ella en el bosque, viviendo una vida tan extraña como plena.
Pero la duda me corroía, y la cuestión de la «identidad» de Guiwenneth empezó a convertirse en una obsesión.
Descansé junto al Arroyo Arisco, muy lejos de la casa, en el lugar donde Chris y yo habíamos esperado que el pequeño barco volviera de su viaje a través del bosque. El campo estaba plagado de excrementos de vaca, aunque ahora sólo pastaban allí ovejas, unas ovejas que se aglomeraban entre la hierba que crecía alta a orillas del río y me miraban con cautela. El bosque era una muralla oscura que se extendía hacia Refugio del Roble. Impulsivamente, empecé a remontar el curso del Arroyo Arisco, saltando sobre el tronco caído de un árbol, derribado por un rayo, y abriéndome paso entre arbustos y espinos que me llegaban a la rodilla. La maleza de mediados del verano estaba bien crecida, pese a que las ovejas penetraban hasta allí para pastar en los claros.
Caminé durante unos minutos a contracorriente. La vegetación, cada vez más densa, hacía que la luz llegara tamizada. El arroyo se hizo más ancho, las orillas más abruptas. De repente, apareció una curva en su curso, empezó a fluir desde el centro del bosque. Y, cuando quise seguirlo, me desorienté; un gran roble me impidió el paso, y un gran escalón se abrió en el terreno, formando una pendiente peligrosa que rodeé lo mejor que pude. Las rocas grises llenas de musgo parecían gruesos dedos que surgieran del suelo. Los troncos retorcidos de robles jóvenes crecían alrededor de aquella barrera rocosa, incluso entre las mismas piedras. Para cuando encontré un paso, ya había perdido de vista el arroyo, aunque seguía oyendo su sonido distante.
A los pocos minutos, la claridad entre los árboles me indicó que estaba en la periferia del bosque, muy cerca de terreno descubierto. Había caminado en círculo. Otra vez.
Entonces, oí la llamada de una paloma, y me volví hacia la penumbra silenciosa. Grité el nombre de Guiwenneth, pero sólo me respondió el piar de un pájaro que, muy arriba, batía las alas como si se burlara de mí.
¿Cómo había entrado mi padre en el bosque? ¿Cómo había conseguido penetrar tan profundamente? Según sus diarios, según el detallado mapa que ahora colgaba en la pared del estudio, había logrado adentrarse un tramo considerable en el Bosque Ryhope, antes de verse derrotado por sus defensas. Él había descubierto un camino, de eso estaba seguro, pero había mutilado tanto el diario en sus últimos días —ocultando pruebas, quizá ocultando culpas, que no quedaba nada de toda esa información.
Conocía a mi padre bastante bien. Refugio del Roble era la prueba de muchas cosas, sobre todo de una; su naturaleza obsesiva, su necesidad de preservar, de acumular, de almacenar. No podía concebir la idea de que mi padre hubiera destruido algo. Ocultarlo, sí. Borrarlo, jamás.
Ya había revisado toda la casa, había estado en la mansión de los Ryhope para preguntar allí, y a menos que mi padre hubiera irrumpido una noche para usar las grandes habitaciones y los pasillos silenciosos para sus propios fines, era evidente que tampoco había escondido los papeles en la mansión.
Quedaba una posibilidad: envié una carta de aviso a Oxford, con la esperanza de que llegara antes que yo, cosa que no se podía garantizar. Al día siguiente, preparé una pequeña bolsa, me vestí lo más elegantemente que pude, e hice el agotador viaje en autobús y tren hasta Oxford.
A la casa donde había vivido el colega y confidente de mi padre, Edward Wynne-Jones.
* * *
No esperaba encontrar a Wynne-Jones en persona. No recordaba cómo, pero en algún momento del año anterior-o quizá antes de ir a Francia —me había enterado de su desaparición o muerte, y de que su hija vivía ahora en la casa. No sabía su nombre, ni sí estaría dispuesta a recibirme, pero tenía que correr el riesgo.
Resultó que era muy cortés. La casa, enclavada en las afueras de Oxford, estaba separada de otra por una pared medianera, tenía tres pisos y necesitaba desesperadamente unos cuantos arreglos. Cuando llegué, estaba lloviendo, y la mujer alta de aspecto severo que me abrió la puerta me hizo entrar rápidamente, aunque luego me dejó en un rincón del vestíbulo, mientras me quitaba de encima la chaqueta y los zapatos empapados. Sólo entonces me dedicó la cortesía habitual.
—Soy Anne Hayden.
—Steven Huxley. Siento haber avisado con tan poco tiempo, espero no molestar…
—No, en absoluto.
Tendría unos treinta y cinco años, vestía sobriamente con una chaqueta gris y un jersey también gris sobre una blusa blanca de cuello alto. La casa olía a barniz y a humedad. Todas las habitaciones se encontraban a un lado del pasillo: supuse que era una defensa contra posibles intrusos que entraran por las ventanas. Era la clase de mujer que hace surgir el epíteto «solterona» en las mentes inexpertas, y quizá esperaba ver varios gatos a sus pies.
De hecho, Anne Hayden vivía de una manera muy diferente a la que sugería su apariencia. Había estado casada, y su marido la abandonó durante la guerra. Cuando me llevó a una oscura sala de estar que olía a piel, vi a un hombre, aproximadamente de mi edad, leyendo el periódico. Se puso de pie, me estrechó la mano, y supe que se llamaba Jonathan Garland.
—Si quieren hablar tranquilos, les dejaré solos —dijo.
Y, sin esperar respuesta, se dirigió a otra habitación de la casa. Anne no hizo el menor comentario ni ofreció ninguna explicación sobre él. Vivía allí, por supuesto. Como vi más tarde, la estantería inferior del cuarto dé baño estaba llena de útiles de afeitar.
Quizá todos estos detalles parezcan irrelevantes, pero yo estaba observando detenidamente a aquella mujer y su situación. Estaba incómoda y se mostraba solemne, sin permitir ningún contacto amistoso, sin ofrecer ninguna prueba de afinidad que me permitiera enfocar mis preguntas con más facilidad. Preparó el té, me ofreció bizcochos, y se sentó en un silencio absoluto mientras le explicaba el motivo de mi visita.
—No llegué a conocer a su padre —me dijo con serenidad—, aunque tenía noticias sobre él. Vino muchas veces a Oxford, pero nunca mientras yo estaba en casa. Mi padre era naturalista, y pasaba muchas semanas fuera de aquí. Yo estaba muy unida a él. Cuando nos abandonó, lo pasé muy mal.
—¿Recuerda cuándo fue eso?
Me dirigió una mirada que era en parte furiosa y en parte compasiva.
—Recuerdo la fecha exacta. Un sábado, el trece de abril de mil novecientos cuarenta y dos. Yo vivía en el piso de arriba. Mi marido ya me había dejado. Mi padre tuvo una discusión terrible con John, mi hermano… y entonces, de repente, se marchó. John se fue al extranjero, con el ejército, y murió. Yo me quedé en la casa…
Preguntando amablemente, sonsacándole poco a poco, conseguí enterarme de la historia de la doble tragedia. Cuando Wynne-Jones, por la razón que fuera, abandonó a su familia, a Anne Hayden se le rompió el corazón por segunda vez. Destrozada, vivió durante los años siguientes como una reclusa, aunque volvió a moverse en sociedad cuando terminó la guerra.
Cuando el joven que vivía con ella trajo el té recién hecho, el contacto entre los dos fue cálido, genuino, breve. La cicatriz de la doble tragedia seguía allí, pero Anne no había dejado de sentir.
Le expliqué con todos los detalles que consideré necesarios que los dos hombres, nuestros padres, habían trabajado juntos, y que las anotaciones del mío estaban incompletas. ¿Había encontrado ella extractos de diarios, hojas o cartas que no estuvieran escritas con la letra de Wynne-Jones?
—La verdad, señor Huxley, apenas he mirado nada —dijo en voz baja—. El estudio de mi padre está tal y como él lo dejó. Si le parece una actitud dickensiana, es muy libre de pensar lo que quiera. Esta casa es grande, y no hace falta esa habitación. Limpiarla y conservarla era un esfuerzo innecesario. La cerré, y así se quedará hasta que vuelva y la limpie él mismo.
—¿Puedo ver esa habitación?
—Si quiere… Para mí, no tiene el menor interés. Y, mientras me lo enseñe antes, puede tomar prestado todo lo que quiera.
Me guió al primer piso y por un largo pasillo oscuro que lucía un deteriorado papel pintado con dibujos de flores. Cuadros polvorientos se alineaban en la pared, copias descoloridas de Matisse y de Picasso. La alfombra estaba deshilachada.
El estudio de su padre estaba al final del pasillo. Desde la ventana de la habitación se divisaba la ciudad de Oxford. A través de las sucias cortinas de malla, apenas pude distinguir el chapitel de Santa María. Los libros se alineaban contra la pared en tal número que el yeso empezaba a resquebrajarse sobre las maltrechas estanterías. El escritorio estaba cubierto por una película blanca, al igual que todos los demás muebles de la habitación, pero los libros estaban en peor situación, ocultos bajo una capa de polvo tan gruesa como un dedo. Mapas, planos e ilustraciones botánicas se apilaban contra una pared. Montones de periódicos y paquetes de cartas se almacenaban hasta rebosar en los estantes de un armario. Era la antítesis del meticuloso estudio de mi padre: una mezcla confusa de trabajo duro e intelecto, que me dejó confuso mientras lo miraba. No sabía por dónde empezar mi investigación.
Anne Hyden me observó unos minutos, con los ojos cansados, entrecerrados tras las gafas con montura de concha.
—Le dejaré solo —dijo.
Y la oí alejarse escalera abajo.
Abrí cajones, hojeé libros, hasta aparté las alfombras en busca de compartimentos ocultos. Examinar cada centímetro de aquella habitación hubiera sido un trabajo de titanes, y me di por vencido al cabo de una hora. No sólo no había páginas del diario de mi padre discretamente escondidas en el despacho de su colega: ni siquiera encontré un diario del propio Wynne-Jones. Lo único relativo al Bosque Mitago que encontré fue una maquinaria extraña, propia de Frankenstein: el equipo de «puente frontal» de Wynne-Jones. Este invento incluía unos auriculares, metros de cable, bobinas de cobre, pesadas baterías de automóvil, discos estroboscópicos y botellas de productos químicos de fuerte olor, con etiquetas en clave. Todo eso lo encontré en un gran cofre de madera, cubierto con un tapiz. Era un cofre antiguo, con complicados dibujos tallados. Tanteé y presioné todos los paneles, y descubrí un compartimento oculto, pero el escaso espacio estaba vacío.
Con toda la serenidad de la que fui capaz, recorrí el resto de la casa, echando un vistazo a cada habitación para tratar de intuir si Wynne-Jones habría preparado o no un escondrijo fuera de su estudio. En ningún momento me dio esa impresión, sólo capté el olor de libros viejos, polvorientos y atacados por la humedad, y ese otro olor desagradable, característico de los lugares que nadie habita ni cuida.
Volví a bajar la escalera. Anne Hayden me dedicó una leve sonrisa.
—¿Ha habido suerte?
—Me temo que no. Asintió, pensativa.
—¿Qué es lo que buscaba, exactamente? —añadió—. ¿Un diario?
—Su padre debió de llevar uno. Un dietario de escritorio, un anuario. No he encontrado ninguno.
—Creo que nunca he visto nada por el estilo —dijo sencillamente, todavía pensativa—, y le aseguro que me extraña.
—¿Le habló alguna vez de su trabajo? Me senté en el brazo de un sillón. Anne
Hayden cruzó las piernas y dejó la revista a un lado.
—Comentaba tonterías sobre animales extintos en Inglaterra que vivían todavía en lo más profundo de los bosques. Jabalíes, lobos, osos salvajes… —Sonrió de nuevo—. Me parece que se lo creía de verdad.
—Igual que mi padre —señalé—. Pero al diario de mi padre le faltan páginas. Muchas. Pensé que a lo mejor las había escondido aquí. ¿Qué ha pasado con las cartas que se recibieron a nombre de su padre después de su desaparición?
—Se las enseñaré.
Se levantó, y la seguí hacia un armario alto de la sala principal, un lugar de mobiliario austero, lleno de antigüedades y algún que otro adorno.
Aquel armario estaba tan abarrotado como los del estudio, lleno de periódicos todavía en sus sobres, y folletos informativos de la universidad enrollados y atados con cinta adhesiva,
—Lo guardo todo. Dios sabe para qué. Quizá los devuelva a la universidad esta semana, no sé para qué lo quiero. Aquí están las cartas…
Junto a los periódicos había un montón de correspondencia privada, de casi un metro de altura. Todas estaban cuidadosamente abiertas, y sin duda leídas por la dolida hija.
—Quizá haya algunas de su padre. La verdad, no me acuerdo.
Tomó el montón de correspondencia y me lo puso en los brazos. Volví con las cartas a la sala de estar y, durante una hora, examiné la caligrafía de cada carta. No encontré nada. Me dolía la espalda de estar tanto tiempo sentado, y el olor a polvo y a humedad empezaba a marearme.
No podía hacer nada más. El reloj que estaba encima de la repisa de la chimenea resonaba en el pesado silencio de la habitación, y empezaba a sentir que estaba abusando de la hospitalidad. Entregué a Anne Hayden una hoja poco importante de un diario antiguo de mi padre.
—Tenía una caligrafía bastante peculiar. Si descubre hojas sueltas o diarios… se lo agradecería mucho.
—Será un placer, señor Huxley.
Me acompañó hasta la puerta principal. Fuera, seguía lloviendo, y ella me ayudó a ponerme el pesado impermeable. Luego, titubeó y me miró de una manera extraña.
—¿Llegó a conocer a mi padre en alguna de sus visitas?
—Yo era muy niño. Le recuerdo del año treinta y cinco, más o menos, pero nunca nos dirigió la palabra a mi hermano ni a mí. En cuanto se veían, mi padre y él se adentraban en el bosque para buscar a esas bestias místicas…
—En Herefordshire. Donde usted vive ahora, ¿no? —Había mucho dolor en la mirada que me dirigió—. Nunca supimos nada. Quizá hubo algo en aquella época que le hizo cambiar. Yo siempre seguí muy unida a él. Él confiaba en mí, en mi cariño. Pero nunca me habló de nada. Simplemente, estábamos… unidos. Le envidio a usted por todas las veces que le vio. Ojalá pudiera compartir su recuerdo de él haciendo lo que más le gustaba, con o sin bestias místicas. La vida que adoraba, y de la que apartó a su familia…
—A mí me sucedió lo mismo —le dije amablemente—. Mi madre murió con el corazón destrozado. A mi hermano y a mí nos mantuvo al margen de su mundo.
—Así que los dos perdimos. Sonreí.
—Creo que usted más que yo. Si quiere visitar Refugio del Roble y ver el diario… Meneó la cabeza rápidamente.
—Me temo que no me atrevo, señor Huxley. Pero muchas gracias. Simplemente, me pregunto… por lo que ha dicho…
Apenas podía hablar. En la penumbra del callejón, la lluvia golpeaba monótonamente la ventana y las puertas. Anne tenía las mejillas enrojecidas de ansiedad, y ahora, tras las gafas, sus ojos se abrían de par en par.
—¿Sí? —la urgí.
—¿Está en el bosque? —preguntó inmediatamente, sin pausa, casi sin pensar. Por un momento, me cogió por sorpresa. Luego entendí lo que quería decir.
—Es posible —respondí.
¿Qué podía decirle? ¿Debía hablarle de mi creencia de que, más allá de la periferia, en el corazón del bosque, había un lugar cuya inmensidad escapaba a la imaginación?
—Todo es posible —repetí.