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Recepciones a lo grande
Las reuniones en St. James’s Square y en Cliveden se hacían con mucho estilo y por todo lo alto. Los almuerzos, las cenas y las recepciones eran tan habituales que se convirtieron en algo normal. Esto no significa que hubiera menos trabajo, pero era bastante mecánico: todos sabíamos lo que se esperaba de nosotros y lo hacíamos de manera más o menos automática, de modo que la repetición constante lo hacía más fácil. Mi papel consistía en hacer que la señora estuviera lista y presentable a tiempo. Luego iba a mi habitación y me ponía a lavar y planchar la ropa del día siguiente aunque Lady Astor solía interrumpir mi labor para que le llevara algo o diera algún mensaje. De todas formas siempre había pesquisas entre el servicio, así que estaba al tanto constantemente de lo que ocurría en cada departamento.
Había dos tipos de reunión, como solía llamarlas Lady Astor: «mi estilo urbano» y «mi estilo de campo». El «estilo urbano» de St. James’s Square era más formal y la mayoría de invitados eran políticos, mientras que el «estilo de campo» de Cliveden, aunque no menos correcto en la presentación, tenía un aire más familiar y amistoso. Lady Astor invitaba a una mezcla variopinta de gente y, como muchos se quedaban en la casa, todo el mundo estaba más cómodo, y se podía descubrir más a la persona y no tanto su fachada. Esto también se reflejaba en los servicios que utilizaban, la comida que se servía y, por extraño que suene, en la decoración floral. A la señora le gustaba marcar la diferencia entre los dos tipos de reuniones y era muy crítica en cuanto notaba que un estilo estaba invadiendo el territorio del otro.
El señor Lee guardaba una lista con los nombres de muchos de los invitados a las reuniones en su libreta negra. Cuando yo entré a trabajar dejó de hacerlo, no sé si por cansancio o aburrimiento, y sólo anotaba el acontecimiento, pero me dejó ver la libreta y era fascinante leer los nombres de todos los invitados a partir de 1911. Como zambullirse en la historia. La lista era impresionante desde un punto de vista social y político. Ahora bien, había gente acostumbrada a lo mejor y que siempre estaba dispuesta a criticar porque ellos mismos organizaban reuniones a lo grande. Además no se trataba sólo de cenas o almuerzos, porque a continuación solía darse una recepción para hasta mil personas. Dependiendo del número, éstas se pasaban al salón de baile, que evidentemente también se utilizaba para ese fin.
La organización de cada una de estas reuniones era una auténtica proeza. Cada departamento tenía su tarea, aunque a menudo estaban relacionados entre sí. El señor Lee, como mayordomo, se encargaba de gestionar el evento y su responsabilidad era que todo encajara al final. Lo primero que sus hombres tenían que hacer era elegir las piezas de la sala de la plata en Cliveden, un espectáculo digno de asombro. Era del tamaño de una habitación normal y cuando entrabas parecía como si estuvieras contemplando un tesoro escondido. Lord Astor heredó y compró artículos de decoración de oro y plata, copas, candelabros, ciriales, bandejas y cuberterías, y los guardaba junto con los trofeos conseguidos con sus caballos. Todos los servicios se presentaban en fuentes y bandejas de plata, y aunque se guardaba la plata limpia siempre había que pulirla antes de su uso. Ya desde que trabajaba como mozo y segundo mayordomo el señor Lee dejó claro su rigor en la profesión, y era famoso por el estado de conservación de su plata. Siempre se aseguraba de que se cumplía con su nivel de exigencia. Era un trabajo poco agradable. Primero se le aplicaba rouge rojo para oscurecerla y que cobrara un aspecto mucho mejor, especialmente a la luz. Se metía el rouge en cuencos y se mezclaba hasta conseguir una pasta que luego se aplicaba sobre la superficie de la plata y se frotaba. A continuación se pulía con tela y cuero. Este proceso destrozaba las manos a los mozos, pero el señor Lee insistía en que no debían saltarse ningún paso, y no tenía problema en demostrar a los novatos cómo se debía hacer.
Muchos de los invitados alababan la belleza de nuestra plata, y en una ocasión el señor Carcano, embajador de Argentina, le pidió al señor Lee que le enseñara cómo la limpiaba. Lo llevó a la antecocina, le hizo una demostración y luego envolvió un trozo de rouge y se lo dio para que se lo llevara a la embajada. Cuando volvieron a verse el embajador le dijo:
—No hay manera, Lee, mis empleados se niegan a ensuciarse las manos con eso. ¿No querrá venirse de mayordomo y obligarles a hacerlo? —aunque sabía que no había la menor posibilidad de que lo hiciera.
Sólo hubo una ocasión en la que el señor Lee estuvo a punto de dejar a los Astor. Sobra decir que fue por culpa de la señora, debido a sus exigencias disparatadas y acuciantes y a su ingratitud. Estaba tan harto que una noche le comunicó que se iría a fin de mes. Al ver el peligro Lady Astor fue rápida como un relámpago:
—En ese caso dígame adónde va, Lee, porque me voy con usted.
Así se zanjó el asunto. Ambos se desternillaron de la risa y el señor Lee se quedó.
Pero volviendo a la plata, se transportaba desde Cliveden a Londres y la llamábamos Black Maria («La Negra María»). Uno de los mozos, Gordon Grimmett, la acompañaba siempre. El señor Lee aún recuerda cuando a principios de la década de 1920 llevaban un camión descubierto y cubrían las cajas con una lona.
—Debía de valer bastante más de cien mil libras ya en aquella época, pero nunca nos preocupó que pudieran robarla. Hoy probablemente iríamos en un coche blindado y tres vigilantes para protegerla. Hay una moraleja en todo ello, Yorkie —me decía.
El señor Lee se enorgullecía mucho de no haber perdido ni una sola pieza de plata aunque hace poco me confesó que no era del todo cierto.
—En lo que respecta a la familia, no se perdió nada. Pero una vez desapareció un plato de plata. Lo buscamos por todas partes, pero no lo encontramos, así que al día siguiente fui al platero con una pieza parecida e hice una copia. Lo pagué de mi propio bolsillo. Sabía que no tenía por qué, pero así mantenía limpio mi historial con los Astor.
La señora diseñaba la distribución de los comensales con la ayuda de la señorita Kindersley, la organizadora. Era más complicado de lo que parece, pues había que tener muchas cosas en cuenta. Lo primero era la jerarquía. La realeza y los duques eran fáciles, pero los problemas empezaban cuando se llegaba a lores, marqueses, generales, obispos y ese tipo de personalidades. Casi nunca había fallos gracias a los libros de referencia Burke’s Peerage («La nobleza de Burke»), Debrett y Who’s Who («Quién es quién»). Pero de vez en cuando nos hacíamos un lío con los indios y su sistema de castas, así que era fácil que se ofendieran. Y hablando de los indios, recuerdo una ocasión en la que vino a cenar el señor Gandhi. Fue una odisea organizar su cena. Durante la velada la señora le ofreció nueces de pacana americanas y él replicó:
—Lady Astor, sea británica y compre británico.
Además de la jerarquía había que considerar quién se sentaba al lado o enfrente de quién. Teníamos que separar a adversarios políticos y sociales, a bestias negras personales y a caracteres incompatibles. Evidentemente era algo que se tenía en cuenta cuando se elegía a los invitados, pero a veces resultaba imposible dejar fuera a ciertas personas. De vez en cuando había dos o más mesas, lo cual facilitaba las cosas, pero, según me confesó la señorita Kindersley, Lady Astor siempre intentaba reunir a los invitados más importantes y más interesantes en su mesa. Una vez terminado el plan, el señor Lee se encargaba de hacer tarjetas con los nombres de cada uno para que no hubiera errores. A veces aconsejaba algún cambio, pues en cierto modo era el supervisor de estas reuniones y sabía mejor que nadie quién se llevaba bien con quién.
Un detalle de las reuniones por el que Lady Astor y el señor Lee acababan enfrentándose siempre era el tamaño de las sillas y la disposición de los asientos. La señora insistía en que se colocara el mayor número de gente posible alrededor de la mesa, pero esto limitaba mucho el espacio de maniobra tanto para los invitados como para el servicio. El señor Churchill, por ejemplo, siempre se quejaba. Una vez se negó a cenar, pero no debió de quitar ojo a la comida, porque al terminar dijo:
—Han servido treinta platos y ni un maldito centímetro para comerlos.
Sir Montagu Norman, gobernador del Banco de Inglaterra, también solía quejarse, pero la señora ni se inmutaba cuando se lo comentaban.
—A los dos les vendría bien perder un poco de peso —le dijo al señor Lee, pero él se ponía de mal genio y se tomaba aquellas críticas como algo personal.
El mayordomo y los mozos eran sirvientes de librea. La librea diaria era marrón con chaleco de rayas amarillas y blancas, y una franja roja y amarilla en el lateral de los pantalones. La librea formal consistía en chaqueta marrón, chaleco de rayas, pantalones bombachos, calcetín blanco y zapatos negros con hebilla dorada, y por supuesto guantes blancos. Nadie servía con la mano desnuda excepto el señor Lee, que se encargaba de los vinos y los licores. Debo admitir que, aunque estaban muy elegantes, la primera vez que vi a los mozos vestidos de librea formal no pude aguantar la risa, porque me recordaban a un enjambre de abejas. Como mayordomo, el señor Lee vestía distinto al resto. Llevaba chaqué azul marino, pantalones bombachos negros, calcetín negro y los mismos zapatos negros. A cada sirviente se le entregaban dos libreas y se cambiaban de manera regular, más o menos cada dos años. El uniforme de la mañana era más menos serio y por la noche la librea formal consistía en esmoquin o frac.
Gordon Grimmett me habló de su experiencia con los sastres cuando llegó a casa de los Astor como segundo mozo a principios de la década de 1920.
—Había ido a Campbell & Hearn, la agencia de mozos de North Audley Street, y allí me dieron una tarjeta y me dijeron que fuera a una entrevista con el señor Lee, mayordomo del vizconde y la vizcondesa de Astor, en el número 4 de St. James’s Square. Mientras bajaba la escalera de servicio de aquel edificio tan imponente me preguntaba qué me esperaría. Llamé al timbre de la puerta de atrás y me abrió un chavalín. «¿A qué vienes?», me preguntó. Le enseñé la tarjeta y dijo: «Mmmm, Grimmett, no puede ser, ¿el jugador de críquet australiano?», y me lanzó una sonrisa de complicidad. «Soy Eric, el chico de la sala de estudio, sígueme y te llevaré a ver al capitán». Conocí al señor Lee en su sala de estar. «¿Cuál es tu nombre de pila?», me dijo. «Gordon, señor», contesté yo. «Muy bien, Gordon, ¿dónde has trabajado en los últimos años?». «Con el marqués de Bath, el honorable Claud Portman y el señor C. H. Sanford». Yo creía que era una lista imponente, pero por su expresión comprendí que no le había impresionado en absoluto. «¿Has hecho de ayuda de cámara?». Le respondí que sí. Después de un par de preguntas bruscas más se levantó y dijo: «Bueno, Gordon, vamos a ver a la señora». Por la manera de decirlo estaba convencido de que no me darían el trabajo. Me llevó hasta lo que más tarde supe era el tocador de Lady Astor y me pidió que esperara fuera mientras informaba a la señora de mi presencia. La espera se me hizo eterna, tenía la moral cada vez más por los suelos, cuando de repente se abrió la puerta, me hizo entrar y me presentó: «Éste es Gordon, señora, ha solicitado el puesto de segundo mozo». Miré a Lady Astor, una dama hermosa y esbelta con una sonrisa que parecía un día de primavera (con el tiempo ya aprendí lo fácilmente que se hacía invierno). «Muy buenas tardes, Gordon», dijo ella. «Parece un chico fuerte y grande, Lee. ¿De dónde vienes, Gordon? ¿Tienes padre y madre?». «Tengo padre y madre, sí, señora, y mi hogar está en Ascot, en Berkshire», contesté. «¡Mira qué bien! Tenemos una casa de campo en Cliveden, cerca de Taplow, en Buckinghamshire. Podrás ir a visitar a tus padres a menudo». Entonces avanzó hacia la puerta. «¿Cuándo puedes empezar? Te queremos en una semana. Y ahora adiós, que tengo que irme volando a la Cámara de los Comunes». Y se marchó. «Puedes darte por contratado», dijo Lee, en mi opinión innecesariamente. Me comunicó, que ganaría treinta y dos libras al año, además de dos chelines y seis peniques semanales como dinero para cerveza y lavandería, no de mi ropa en general, sino para almidonar las camisas y los cuellos blancos. Me explicó que si quería cerveza la tendría que comprar fuera, aunque tampoco me lo aconsejaba, pero tenía que mencionarlo entre las condiciones del empleo, porque en aquella época era costumbre. Luego me mandó a Robert Lillico, el sastre de Maddox Street, a que me tomaran medidas para los trajes y la librea. «¿Podemos elegir el diseño para el chaqué o quiere “sal y pimienta”, señor?». Ésa era nuestra forma de llamar a los trajes de raya diplomática grises y blancos que muchas familias encargaban a los sastres para sus sirvientes varones, y que tiene el aspecto de un traje de sirviente, tal y como querían. Su respuesta evasiva fue: «Puedes elegir el diseño que prefieras dentro de lo razonable». Fui a la calle Maddox y allí me tomó medidas el señor Lillico. Una vez hubo terminado me llevó a un lado y me susurró: «Chico, te corresponden unos calzoncillos de lana para llevar debajo de los pantalones de librea; los damos con cada traje. Pero si no quieres utilizarlos, como muchos compañeros tuyos, ve abajo y mi hermano te dará algo a cambio». Abajo significaba la sala de cortar. Sentado a la mesa estaba su hermano Bob rodeado de tres tipos a los que también estaban tomando medidas para la librea. Todos tenían un vaso en la mano. «Ah», me saludó, «supongo que otro que no quiere calzones absurdos. Ven y siéntate con nosotros». Entonces cogió un vaso y lo llenó de whisky de una garrafa que tenían en un extremo de la mesa. «Aquí tienes, Astor, ésta es tu recompensa». Rellenó su vaso y me deseó suerte en mi nuevo trabajo. Salí de aquel lugar algo perjudicado, pero no lo suficiente como para no preguntarme qué aspecto tendría mi ropa cuando estuviera terminada, dado que Bob era quien cortaba. No lograba comprender cómo podría trabajar después de compensarnos por los calzones con un vaso de whisky y brindar a la salud de cada uno de nosotros. Al final la ropa me quedaba perfecta y tuve la ocasión de compartir muchas veladas como ésta con Bob, pero nunca dejó de asombrarme su capacidad.
Cuando se celebraba una cena o recepción importante, el señor Lee contrataba sirvientes adicionales. Tenía una lista de hombres formados en el oficio y dispuestos a realizar trabajos extra. En su mayoría eran sirvientes retirados de la Oficina de Colonias o la Oficina de la India, y siempre recibía comentarios positivos acerca de su elegancia y su buena presencia. Servían y retiraban los platos de forma absolutamente mecánica. El señor Dean lo aprendió durante su estancia en la casa, y más tarde lo puso en práctica en la embajada británica en Washington. Recuerda una ocasión en la que lady Dean, la esposa del embajador, decidió que debían ofrecer una cena sentada para la princesa Alexandra durante su visita.
Según me dijo el señor Dean:
—El problema de recibir a la realeza en Estados Unidos es la cantidad de gente que espera ser invitada para conocerlos, y por esa razón se suelen dar cenas de bufet y cócteles. Pero lady Dean pensaba que Su Alteza Real estaría cansada de ese tipo de reuniones y quería hacerlo a la vieja usanza.
»—¿A cuántos podríamos sentar en el salón de baile? —preguntó.
»—No se puede hacer un cálculo al azar —contesté—. Tendremos que hacer la prueba.
»Hicimos un ensayo de distribución y llegamos a la conclusión de que podían caber unos ciento diez invitados.
»—¿Cuántos mozos necesitarás? —preguntó.
»—Eso depende del menú, señora.
»—¿Del menú? —dijo sorprendida.
»—Sí. Mire, si tienen un menú sencillo, bastará con un hombre por mesa, pero si servimos salsas y platos de acompañamiento, necesitaremos dos.
»Fue a hablar con el chef y decidieron que sería un menú complejo. Así que necesité veintidós mozos para servir y, dado que en una reunión tan numerosa sólo podría dedicarme a supervisar, tuve que contratar a cuatro más para servir el vino. Tuvimos tiempo de hacer un breve ensayo, como con el señor Lee. Les dije que me miraran para que yo les diera el pie para servir y retirar, y salvo un chico que se puso demasiado nervioso y al que tuve que apartar con discreción, todo funcionó a la perfección. Al día siguiente lady Dean me hizo llamar y, a diferencia de Lady Astor, que nunca haría tal cosa, me dio la enhorabuena por la velada.
»—¿Cómo consiguió controlar a tantos mozos? —preguntó.
»—Señora, es el resultado de mi aprendizaje con el señor Lee de Cliveden, el mayordomo de Lady Astor.
»Ella siempre se llevaba parte de los méritos de Lee e imagino que los merecía.
Dean no es un apellido raro, pero sí es bastante casualidad que nuestro señor Dean acabara siendo mayordomo de sir Patrick Dean. A veces esto generaba situaciones embarazosas, sobre todo cuando contestaba al teléfono. Según me explicó, al ministro de Exteriores en aquella época, George Brown, le parecía bastante desconcertante.
—Su Excelencia y lady Dean habían ido a buscar al señor George Brown al aeropuerto con sus dos hijos. Cuando volvieron a casa les abrí la puerta y dije: «Bienvenidos a la embajada», para que el ministro se sintiera en su casa. Varios ministros laboristas que conocía eran bastante estirados con nosotros y parecían incómodos en nuestra presencia. Entonces sir Patrick me presentó: «Éste es Dean, nuestro mayordomo». ¿Por qué me preocuparía por hacerlo sentir en su casa? «¡Otro maldito Dean! Y van cinco. Pero ¿dónde estamos, en la maldita Barchester Towers?»[10]. Todos se echaron a reír y a mí me cayó bien de inmediato. Parecía capaz de congeniar con cualquiera y su visita fue un gran éxito.
Aunque nuestros criados llevaban librea no se «empolvaban». El servicio «empolvado» dejó de verse más o menos después de la Primera Guerra Mundial, aunque el señor Lee lo recuerda bien:
—Sólo se hacía en las reuniones más formales. A los hombres no les importaba, pero daba la sensación de que tenías la coronilla enyesada. Cuando terminábamos de vestirnos nos poníamos una toalla por los hombros, nos mojábamos la cabeza y nos espolvoreábamos con harina que traían de las cocinas. Al secarse tiraba un poco de las raíces, pero la verdad es que quedaba muy elegante —decía, casi con añoranza.
Nuestros sirvientes tampoco iban «a juego». Esto era tal como suena: había una moda de poner hombres de la misma estatura y constitución juntos. Así funcionaba en las casas ducales y en el palacio de Buckingham, donde probablemente se siga haciendo.
Al hablar de ellos con el señor Lee, él volvió a adoptar un tono nostálgico:
—Sabe, señorita Harrison, el único trabajo que no he conseguido fue cuando me entrevistaron para la casa de lord Derby. Querían a un hombre que fuera a juego con uno de sus sirvientes y yo era cuatro centímetros más bajo.
—¡Demasiado bajo! —Me quedé pasmada, porque el señor Lee medía más de metro ochenta y cinco vestido.
—Sí, al señor le gustaban altos, porque daba elegancia.
La verdad es que al señor Lee también le gustaba que los mozos fueran altos y no había ninguno de menos de metro ochenta, pero no iban «a juego».
Todavía no he hablado de la comida y las cocinas. Cuando pienso en ellas aún me emociono. Los días de grandes reuniones, incluso la víspera, me mantenía alejada de algunos sitios y los demás hacían lo mismo por sentido común. Eran enjambres de actividad, y si interferías de cualquier forma con los empleados podías salir con alguna picadura. La señora acordaba el menú con el chef unos días antes. Mientras yo estaba, teníamos dos chefs, pero yo conocía mejor a monsieur Gilbert. Evidentemente, el señor Lee había conocido a muchos.
—Papillon era el mejor de todos —me confesó—, un chef en verdad maravilloso. Estuvo con los Astor antes de la Primera Guerra Mundial y murió en 1914.
Al igual que con los criados, la cantidad de cocineros de refuerzo que se contrataba dependía del tipo de platos elegidos para el menú. A veces contratábamos cuatro, uno para cada plato principal, pero en general eran dos. Como ya he dicho, yo me mantenía alejada de las cocinas, pero tras unos cuantos años en la casa y cuando Gilbert ya me conocía permitió que mi hermana Olive, por entonces ayudante de cocina, estuviera presente mientras se preparaba una cena importante. Ella ya había visto buenos servicios, pero nuestras reuniones le parecieron asombrosas. Lo que más le gustaba era ver trabajar al chef repostero. Decoraba los postres con algodón de azúcar, y era primero artista y después chef. Además de decorar los dulces hacía pequeñas cestitas de azúcar de varias formas para poner pastelitos: colmenas, buzones o nidos de pájaro. Una vez le llevé a madre una cesta de rosas que había hecho, y la guardó hasta que se puso de un color marrón muy feo y se desintegró al sol. Decía que no era capaz de tirarla.
El trabajo de este chef era peligroso, porque tenía que mantener todo el tiempo el azúcar casi a temperatura de ebullición, pero por su manera de cocinar parecía que estaba jugando con plastilina. Lo que mucha gente no comprende, incluida Lady Astor, es que para una cena de este tipo la cocina tenía que estar coordinada hasta la última fracción de segundo. En un minuto un plato estaba listo para servir y al siguiente ya se había pasado un poco, como bien comprenderá cualquier persona que haya hecho un suflé; pero esto ocurre con muchos otros platos. Para un chef es descorazonador ver horas y horas de su trabajo malgastadas, y cuatro chefs descorazonados en una cocina son como una pesadilla.
Otra responsabilidad del señor Lee era coordinarse con la cocina, hacer que los invitados entraran y asegurarse de que los platos fueran servidos, degustados y retirados a tiempo. Conseguir que la comida que salía de la cocina llegara caliente, bien presentada y lista para servir era responsabilidad del chico para todo. Toda casa tenía al menos uno, a veces dos o incluso tres. Como dice su nombre, eran los que hacían cualquier cosa que no estuviera entre las tareas de otros empleados y algunas de estos últimos cuando algo sucedía.
Algunos eran «diferentes», y con ello quiero decir que les faltaba algo de inteligencia y tenían poca ambición (cada cual vale lo que vale). Eran fuertes —tenían que serlo con todo lo que tenían que coger y llevar—. Sus intereses solían limitarse a la cerveza y al tabaco. Jamás conocí a ninguno que estuviera casado, pero trabajaban duro y eran buenos amigos. El señor Lee decía que podía reconocer a un chico para todo a cien metros de distancia.
—Es su manera de andar, señorita Harrison, tienen las piernas torcidas, caminan con los pies hacia dentro y como si llevaran una carga sobre los hombros.
Y era cierto: en las cenas llevaban cosas pesadas y bandejas muy cargadas. Uno de los nuestros se llamaba Sailor. El señor Lee y él se llevaban muy bien, eran como amo y perro. En mi opinión Sailor lo adoraba, aunque nunca lo hubiera admitido, pero con una palabra de alabanza se le iluminaba la cara y cualquier crítica era como un latigazo. Era muy eficaz llevando cosas de la cocina; jamás vi que se le cayera nada. De hecho, sólo recuerdo un accidente de este tipo, cuando a un criado se le cayó un plato de entremeses salados. El señor Lee lo oyó caer y entre él y el chico pudieron salvar gran parte del contenido. La verdad es que sentí lástima por el pobre muchacho al oír la reprimenda de Lee.
—El plato estaba abrasando, señor —le dijo.
—Claro que lo estaba, así tenía que ser. Pero a ti te contratan para sostenerlo y en el futuro lo harás aunque te queme hasta el hueso, ¿entiendes? Los dedos se curan; la comida, no.
Sin embargo, el señor Lee también podía ser sorprendentemente amable. En una ocasión casi se produce un desastre en la cena que habría causado un escándalo social. Un personaje público de bastante prestigio estaba hablando con Lady Astor cuando un criado le empezó a servir.
—Necesito una fregona para mi cocina. ¿Cree que alguno de sus criados podría recomendarme a alguien?
Todo sea dicho, la señora intentó suavizar las palabras del caballero:
—¿Qué tipo de sirviente está buscando?
—Oh, cualquier putita valdrá.
El criado dio un paso hacia atrás y se quedó pálido.
—Mi sexto sentido me dijo que le pasaba algo —me comentó el señor Lee—, así que me acerqué a él lo más rápido que pude y lo agarré del brazo cuando estaba a punto de verter la salsa caliente sobre la cabeza del invitado. No me cabe duda de ello, cuando lo llevé fuera me dijo que eso era exactamente lo que iba a hacer.
Cuando escuchó la historia entera, el señor Lee ni siquiera lo reprendió. No dijo nada, sino que fue al aparador, sirvió un vaso de oporto, se lo dio al criado con una palmadita en la espalda y le dijo:
—Vuelve a entrar cuando creas que estás listo.
En cuanto vio a Lady Astor al día siguiente el señor Lee se quejó por las palabras de su invitado:
—No tenía derecho de hablar así del servicio, aunque fuera a sus espaldas, pero ya delante de nosotros es imperdonable.
Eso sí, no mencionó la reacción del criado ante lo que había oído.
—Tiene razón, Lee, y ese hombre no volverá a ser invitado.
Luego hizo llamar al criado y le pidió disculpas.
—Al parecer mi comentario acerca de su manera de hablar sobre las empleadas domésticas había hecho mella —dijo.
Los hombres del señor Lee no paraban de trabajar durante las reuniones. Cuando era una cena, él y dos mozos recibían a los invitados en el vestíbulo e iban recogiendo sus capas y sus abrigos. Si había recepción después de cenar, también colocaba personal en un guardarropa grande. Uno de ellos solía ser Arthur Bushell, y de esas ocasiones salían muchas de sus imitaciones que garantizaban las risas de la sala del servicio al día siguiente. En general su mímica era muy graciosa, pero su demostración de la reina Mary girando sobre sus talones como una modelo sobre un plinto giratorio al quitarse el abrigo era verdaderamente memorable. Según Arthur, el rey Jorge V gruñía al quitarse el suyo.
Varios mozos se encargaban de servir una copa antes de la cena en el comedor pequeño y el ritmo se aceleraba especialmente después de levantarse de la mesa y durante la recepción. Entonces había una actividad impresionante tanto fuera como dentro de la casa. De hecho, siempre informábamos a la policía: el señor Lee les decía a cuántas personas esperábamos y dependiendo del número nos mandaban más o menos agentes. Todavía cuenta cómo en su primera fiesta como mayordomo la falta de experiencia lo llevó a parar el tráfico en toda la zona. Los Astor ofrecían una cena en honor de lord Balfour con una recepción para mil personas. El señor Lee fue a la comisaría de Vine Street y pidió tres agentes para dirigir y controlar el tráfico. En aquella época había coches de motor y de caballos. Los policías acudieron y se les dieron las indicaciones convenientes, pero a los pocos minutos de empezar a llegar invitados la plaza se convirtió en un auténtico caos, atascada de coches y carruajes, y llena de chóferes y cocheros insultándose —unos y otros nunca se llevaron demasiado bien—. Al parecer el descontrol fue culpa de la policía: como uno no aceptaba órdenes del otro, actuaron siguiendo su propio criterio.
El pobre señor Lee tardó una hora en poner orden en el desaguisado. En sus propias palabras, aquel incidente «fue toda una lección para mí. Si vas a delegar el mando siempre tiene que haber una persona en la que hacerlo. A partir de entonces me aseguré de que hubiera un inspector supervisando y un sargento y dos agentes dirigiendo las operaciones. Y nunca más tuvimos problemas».
Otro empleado fundamental era el enlace. Cuando los invitados se marchaban era el hombre que hacía venir a los coches y a los carruajes a la entrada de la casa tratando de que tardaran lo menos posible, porque una vez que la gente decide irse ni ellos quieren estar esperando en el vestíbulo ni el servicio quiere que obstaculicen el espacio de paso. Los enlaces llevaban linternas o antorchas para hacer señales, pero si algo los distinguía era su potente voz y un silbido punzante, como el que hacen los recaderos metiéndose dos dedos en la boca y soplando. Es algo que siempre he querido hacer, pero no me sale. El único peligro de los enlaces era que pasaban mucho tiempo esperando y sin hacer nada aparte de coger frío. Para entrar en calor no se les ocurría mejor idea que beber y las consecuencias podían ser más desastrosas que veinte policías díscolos.
Una parte fundamental de toda la organización era anunciar a los invitados y otra de las funciones del señor Lee era encontrar a una persona para ello. Casi siempre lo hacía el mismo, un tal señor Batley, que combinaba a la perfección su figura distinguida con una voz atractiva y clara. Conseguía que hasta un simple «señor» o «señora» sonara importante. Su trabajo conllevaba bastante tensión, porque a nadie le gustaba que pronunciaran su nombre a medias o mal, y exigía mucha concentración. Además, en reuniones de muchos invitados la voz se le cansaba mucho, por ello el señor Lee lo relevaba después de las primeras trescientas o cuatrocientas personas, y no lo hacía nada mal. Creo que le gustaba tener la certeza de que todo lo que pedía a los demás podía hacerlo él mismo, y que lo hacía bastante bien. Durante la recepción los mozos se ocupaban de servir bebidas y comida, aperitivos y pastelitos y a veces incluso platos calientes, de modo que la cocina no paraba de sacar cosas. A mí me asombraba el apetito de algunas personas, que después de una cena suculenta seguían picando durante el resto de la noche. En aquella época se comía más que ahora.
Muchas de las recepciones eran «secas», es decir, no se servían bebidas alcohólicas ni se esperaba que las hubiera. Lógicamente muchos venían preparados con una petaca escondida, y por lo que he oído el guardarropa de los hombres se utilizaba más para consumir whisky que para su propósito inicial. Lord y Lady Astor se limitaban rigurosamente al té, y aunque el señor Lee lo respetaba le parecía una lástima, pues no pudo llegar a ser un experto en vinos, como tantos de sus colegas. A la larga también podría verse como una ventaja, pues, aunque muchos de sus compañeros eran grandes entendidos, algunos acabaron alcoholizados y no pocos se han visto obligados a retirarse a causa de la bebida. En cualquier caso yo creo que el señor Lee era demasiado modesto en este asunto. La falta de interés de Lord Astor hacía que delegara la compra de vino en su mayordomo. Nuestro proveedor era Hawker’s, de Plymouth. El señor Hawker era presidente de la Asociación Conservadora de la ciudad, y eso no le dejaba demasiadas opciones a Lord Astor.
Durante las cenas una de las funciones del señor Lee como mayordomo era preparar y servir el vino. Cada vez que se abría una botella debía probarla para estar preparado por si había alguna queja. Después de la cena me decía «Buen vino», y el hecho de que muchos de nuestros invitados mostraran su sorpresa ante la elección y la calidad de los caldos viene a confirmar que el señor Lee sabía más de lo que decía. Yo le he visto enseñar a decantar oporto o clarete a los mozos. Ambos se pasaban por una gasa y Lee siempre insistía en que había que inclinar la botella de oporto de una manera concreta. También era muy meticuloso con la temperatura. Ponía el clarete sobre el calientaplatos a temperatura moderada. «Necesita un toquecito de calor aunque mucho menos de lo que la gente suele creer. Aprenderéis a saber exactamente cuándo está listo».
El señor Lee estaba especialmente orgulloso de su clarete. Un día la señora decidió ceder y sirvió una copa en la recepción. Hizo llamar al señor Lee y se lo comunicó.
—Muy bien, señora, tendré que encargarlo de Hawker’s.
—¿No queda en la bodega?
—Sí, pero no podemos utilizarlo, es la mejor cosecha.
A la señora no le gustó su respuesta.
—No encargaremos más hasta que se haya utilizado todo. Estoy segura de que los invitados estarán encantados si les servimos la mejor cosecha.
El señor Lee se quedó asombrado, casi consternado.
—Al final utilizamos treinta y seis docenas de botellas. ¡Maldito sacrilegio!
Debió de tocarle la fibra sensible, porque fue una de las pocas ocasiones en las que le oí maldecir.
Le gustaba que el vino blanco estuviera fresquito y el champán muy frío. Para ello no utilizaba los refrigeradores, siempre recurría al hielo. Si había una recepción con bebidas alcohólicas, encargaba doscientos kilos, se picaba y se dejaba en una bañera. Había un cuarto de baño al lado de la sala de estar donde cabían hasta doscientas botellas y se iban reponiendo a lo largo de la noche. Cuando sólo se trataba de una cena, utilizaba la cuba de vino en la sala de servir, que podía contener tres docenas de botellas. Según él, no tardó en aprender a descorchar el champán sin derramarlo ni golpear a nadie:
—Desenrosco el corcho con mucho cuidado, lo cubro con una servilleta e inclino la botella a un lado para que el corcho salga solo y sin hacer ruido. Algunos idiotas creen que hay que escuchar el «pop» del corcho, como uno que trabajaba con Freddie Wynn en la casa de lord Newborough en Mount Street. En aquella época yo llevaba librea. El mayordomo apuntó la botella hacia el techo. El tapón hizo un ruido tremendo al saltar, rebotó en el techo y le dio al señor en la cabeza.
—Esa botella suena bien, señor —dijo.
—¿Suena bien? ¡Estúpido, casi me saca los sesos! El buen vino no suena bien: sabe bien.
También había oído que un mayordomo perdió un ojo abriendo una botella de champán.
—No entendía por qué no salía el corcho, así que miró a ver. Es como mirar por el cañón de una pistola para ver si está cargada. Miras una vez y las has visto todas...
El señor Lee pasaba con el oporto y los licores. El oporto sólo lo llevaba una vez y lo dejaba en la cabecera de la mesa para que se fuera pasando hacia la izquierda si los invitados querían rellenar el vaso.
—Está bien limitar la selección de licores porque, si lo dejas a la elección de cada uno, puedes estar yendo y viniendo como tonto toda la noche. Yo sólo servía brandy, crema de menta y kummel.
De todos era conocida la reputación de los Astor como abstemios. Una vez, en 1923, el rey Jorge V y la reina Mary vinieron como invitados de honor; el caballerizo mayor del rey se llevó al señor Lee aparte nada más llegar y le entregó dos decantadores, uno de oporto y el otro de jerez. Al parecer el rey no estaba dispuesto a sacrificar su traguito por el capricho del anfitrión y la anfitriona.
El señor Lee no dijo nada entonces, pero cuando el caballerizo se marchaba le devolvió los decantadores llenos y le dijo:
—Supongo que estará de acuerdo conmigo en que ha sido bastante innecesario.
En realidad le gustaba que vinieran miembros de la realeza a comer o a cenar, no ya por el estatus, sino porque todos los invitados tenían que estar en la sala de estar un cuarto de hora antes de que llegaran Sus Majestades; de lo contrario no podían entrar. Como solía decir:
—La realeza es la única garantía de puntualidad en esta casa, señorita Harrison.
Algo parecido ocurrió la primera vez que vino a cenar el príncipe de Gales. Para entonces el señor Lee ya estaba bien asentado al mando de todo. El mayor Metcalfe, caballerizo del rey, lo telefoneó:
—Lee, voy a mandar una botella de brandy para el príncipe —dijo—. Quiero que se asegure de que está disponible en todo momento.
—Señor, no sería precisamente un halago para sus anfitriones —contestó el señor Lee—. Estoy seguro de que a Su Alteza le agradará el brandy que servimos.
En realidad el mayor Metcalfe tan sólo seguía órdenes, como pudo comprobar el señor Lee cuando pasó con los licores después de la cena. Al preguntar qué deseaba beber el príncipe, dijo con cierto retintín:
—Tomaré un poquito de su excelente brandy, Lee.
Una vez que se habían marchado todos los invitados el señor Lee pagaba a todos los sirvientes contratados para la velada. Disponía de unas cien libras para gastos menores y cada semana debía rendir cuentas a la oficina. Podía sacar hasta cincuenta libras sin justificar, pero, como en mi caso, sus cuentas nunca fueron cuestionadas. Los Astor otorgaban una confianza absoluta y esperaban lo mismo a cambio. Para terminar la noche iba a la antecocina, donde los mozos daban una primera pasada a la plata. Muchas noches se llevaba una botella de vino.
—Me parecía que merecían un poco más por todo el esfuerzo.
Aunque algunos cogían ese poquito más sin que se les ofreciera. Una noche, cuando el señor Lee estaba ofreciendo los últimos tragos, vio que Sailor, el chico para todo, no estaba. Empezó a preguntar.
—No lo he visto desde que me ayudó a descorchar el champán en el cuarto de baño —dijo el ayudante de mayordomo.
—¡Tonto de capirote!, te he dicho que no dejes que Sailor se acerque a la bebida. Ahora sí que nos hemos metido en un buen lío. Encuéntralo.
Al final no fue para tanto, tan sólo un par de botellas menos en la bodega de los Astor... Encontraron a Sailor absolutamente borracho, tirado en la cama de la habitación de la secretaria. Dos compañeros se lo llevaron cogido por los brazos y los pies y lo dejaron en su cuarto. Como dijo Arthur Bushell cuando se reunieron:
—Bien está lo que bien acaba.
—Sí, está bien decirlo, pero ¿qué hubiera pasado si la secretaria se queda a pasar la noche? —replicó el señor Lee.
—Eso ya era demasiado para mí, Rose —me explicó Arthur—. Tuve que salir de ahí porque tengo una imaginación muy despierta.
—Todo el mundo trabajaba duro esas noches, señorita Harrison —me decía el señor Lee recientemente—, pero todos nos divertíamos bastante. Las únicas que me daban lástima eran las criadas que fregaban la cocina. Pobres, tenían que limpiar y frotar decenas de ollas, sartenes y platos, cubiertas hasta los hombros de espuma y grasa, con las manos rojas y descarnadas por la sosa, el único detergente que había entonces. Las he visto llorar del cansancio y del dolor, y me imagino que también por su situación. En fin, esperemos que hayan encontrado recompensa en el cielo.
Aún no he mencionado la labor de una persona. Era un trabajo de todo el año, como los nuestros, pero se hacía más intenso cuando se celebraban reuniones. Se trata del decorador. Él era probablemente el que más responsabilidad tenía en la preparación del escenario. Se encargaba de escoger flores para decorar el interior de las casas; y cuando digo flores me refiero a cualquier cosa que creciera, porque a veces eran arbustos del tamaño de un árbol pequeño. El decorador al que mejor llegué a conocer fue Frank Copcutt, que luego sería jardinero jefe. Frank entró en casa de los Astor muy joven, pero ya tenía bastante experiencia pues había trabajado en casas importantes desde niño. Nos llegó de los Rothschild. Al principio pensó que había perdido con el cambio, y nuestros invernaderos y los arbustos le parecían decepcionantes.
—Con los Rothschild no tenía más que decir lo que quería y me lo daban.
No creo que fuera culpa de los Astor, aunque la señora siempre fue bastante rácana con las flores; costaba Dios y ayuda convencerla de que las comprara, pero en cuanto veía flores en casa de otras personas las pedía a gritos. Según Frank, el problema era la escasez general que había impuesto el señor Camm, jardinero jefe cuando él entró a trabajar. Camm murió en la guerra al poco tiempo y en cuanto se hizo cargo el señor Glasheen empezaron a invertir dinero y la cosa mejoró.
Frank era un hombre de invernadero y hacía maravillas en Cliveden. No tardó mucho en llamar la atención de la señora, que lo nombró decorador en cuanto surgió la vacante.
—Aunque por una parte me sentí halagado por conseguir el trabajo, la verdad, Rose, es que estaba aterrado. Nunca había hecho algo así. Sabía que a Lady Astor le gustaban mucho las combinaciones de flores cortadas. Hay todo un arte en los arreglos florales, y por supuesto sabía que la señora podía ser difícil y seguro que lo era. La primera vez que fui a St. James’s Square el señor Glasheen vino conmigo para enseñarme cómo funcionaba todo. Al final Lady Astor me cogió aparte y me dijo, «Mira, George» (yo quería decirle que me llamaba Frank y que George era su antiguo decorador, pero no fui capaz, y seguí siendo George durante más de un año). «Mira, George, hay algo que quiero que entiendas». Tenía un gesto bastante severo, así que pensé para mis adentros «Ahí va la primera dosis, chico», y me eché a temblar. «Tu predecesor estuvo seis años conmigo, espero que tú te quedes mucho más que él». Bueno, no había sido un principio tan terrible. Pero entonces prosiguió: «Otra cosa que te vas a encontrar es que es posible que hagas los arreglos florales para las mesas y otros espacios y quedes contento con tu trabajo. Pero si después vengo yo y digo «No me gustan, llévatelas y empieza de nuevo», lo harás sin rechistar». Bueno, ahí lo tenía, y de primera mano. Pensé «De acuerdo, sé cuál es mi lugar aunque me sienta algo incómodo en él». Le dije que no sabía nada de arreglos florales. «Aprenderás pronto», dijo ella, y salió de la habitación. Todo este asunto de las flores cortadas me preocupaba, pero, ¿sabes, Rose?, la Naturaleza tiene el don de arreglarte las cosas. Al menos lo hizo conmigo, pues el domingo siguiente estaba acompañando a Cookham a la iglesia, y bajábamos una colina cuando me fijé en un pequeño sendero que cruzaba un prado a un lado. Allí, entre la hierba, había una increíble exhibición de flores silvestres. En el camino de regreso me paré a estudiarlas. Había algunas espigas, algunas flores medianas, otras más pequeñas, y todas parecían fundirse con las demás. Me dije «Ahí lo tienes, Frank. Guarda esta imagen en la memoria, que esto no falla. Trabaja a partir de este prado». Y lo hice. Cuando terminé de hacer los cuencos al día siguiente, la señora entró y dijo: «Creía que me habías dicho que no habías hecho arreglos antes». «No, señora». «George, eres un mentiroso». Ése fue su cumplido por mi trabajo. Era la única clase de alabanzas que sabía hacer, pero era suficiente, y me dio confianza a partir de ese momento.
Le pregunté a Frank si le contó a la señora de dónde sacaba su inspiración. Dijo que no, lo cual fue una lástima porque estoy segura de que le hubiera encantado. Frank era un maestro dando prioridad a la Naturaleza. En otra ocasión Lord Astor quería plantar azaleas y rododendros en un espacio que parecía muy desnudo. «Vuelva en cuatro semanas, señor. A ver si dice lo mismo», comentó Frank. Así lo hizo el señor, y se encontró con una maravillosa alfombra de jacintos de los bosques. «Gracias, Frank. Habría sido un sacrilegio interferir en esto».
—No ves, Rose, como dice Shakespeare en un soneto sobre tu nombre, «toda belleza alguna vez declina». Pues un jardín se tiene que planear así, no para un solo día, sino para todo el año. Lo primero en lo que hay que pensar cuando se decora para una fiesta es en los espacios comunes: el vestíbulo, la escalera y el salón de baile. Eran espacios grandes y podían resaltarse con arbustos, forsythias, almendros, cerezos, laburnum, wisterias y ese tipo de cosas. Las fucsias y los geranios comunes también eran útiles y coloridos. Alrededor de ellos plantábamos prímulas, nomeolvides y plantas más pequeñas para enmarcar. Las tratábamos en el invernadero. Si Copcutt conseguía caléndulas para la señora en Navidad, ella se alegraba más que si fueran orquídeas. Las flores medianas se ponían en «ataúdes», unos recipientes que tienen la misma forma pero en miniatura. Se metían con barro y se cubrían con musgo, y creaban lo que llamábamos «un manto de tierra». A la señora le gustaban especialmente los geranios; de hecho acabó siendo presidenta de la Sociedad de Geranios, lo cual debía de ser fantástico para ella, pero no para mí —pues son una de las flores más difíciles de trasladar de un sitio a otro porque se les caen los pétalos al menor toque—. ¡Cuántas flores habrán salido hermosas de Cliveden para llegar casi desnudas a St. James’s Square!
»Una vez decoradas las zonas principales venía la decoración más difícil y arriesgada, las mesas. Y digo arriesgada porque aquí era donde la señora podía interferir, y de hecho interfería. Antes de ir a Londres, y evidentemente antes de la fiesta, tenía que averiguar qué servicio se iba a utilizar en la cena, porque mis flores y mis plantas tenían que armonizar con él, y no siempre era fácil, sobre todo en invierno cuando no se podía tirar de flores de exterior. Otra de las debilidades de la señora era que no le gustaban los helechos. Casi nunca me dejaba utilizarlos en ninguna parte, y eso era una enorme limitación, en especial para la decoración de las mesas. Además Lady Astor no quería nada grande en la mesa, porque según ella interfería en sus conversaciones y no le dejaba ver a sus invitados. Eso sí, tuvo que aguantarse cada vez que se utilizaban piezas grandes de oro y plata, porque entonces todo tenía que ser más alto para combinar con el tamaño de los recipientes. Para mí era muy fácil cuando utilizaban plata, porque puedes hacer cualquier cosa con ella. El oro también es bastante sencillo, pero algunas porcelanas eran un auténtico desafío. Las mesas ovaladas de St. James’s Square eran otro elemento difícil que había que tener en cuenta. Me tenía que subir a ellas para disponer los arreglos del centro de mesa, y los criados que había alrededor siempre se ponían a darme consejos y a soltarme algún que otro insulto.
»Pero yo no era el único que se subía a las mesas. Recuerdo que una vez me encontré con el señor Lee en el vestíbulo el día después de una fiesta y me dijo «Hola, Frank, justo a quien quería ver. Tú y tus flores casi me fastidiasteis la cena anoche». «Lo siento, señor», contesté, «¿qué hice mal?». «En mi opinión, nada. Pero la señora dijo que eras un criminal cuando vio la decoración de las mesas. ¿Por qué no le preguntaste si estaba bien?». «Cuando me fui no había vuelto de la Cámara». «Y aún tardó. Volvió tarde y venía a cenar gente de la realeza. En fin, cuando entró en el comedor y echó un vistazo a las flores soltó un alarido, se quitó los zapatos, se subió a la mesa y empezó a tirar toda mi cristalería y mi plata, y a derramar el vino sobre el mantel. Y luego se puso a destrozar tu arreglo de centro mientras decía cosas bastante desagradables de ti». «¿Y qué hizo usted?». «Lo único que podía hacer en esas circunstancias. Como te he dicho, ya iba con retraso, así que le dije “Señora, no puede ser, está destrozando el trabajo de Frank y el mío. Si quiere que la cena vaya así, entonces diríjala usted. Yo me lavo las manos”. Y me marché. Estaba seguro de que vendría corriendo detrás de mí, y así fue. Tenía un aspecto patético sin zapatos. “No se preocupe, Lee. Me voy a cambiar”. Volvió a entrar en el comedor, cogió los zapatos y se subió corriendo al piso de arriba con ellos en la mano». La verdad, cuando yo la vi más tarde aquel día, su aspecto no era patético en absoluto, pero me dijo más o menos lo mismo que el señor Lee, empezando con «Casi me estropeas la cena de anoche». En fin, eran gajes del oficio —concluyó Frank con filosofía.
»Otra de las plantas que cultivábamos que eran el orgullo y la alegría de la señora eran las ponsetias —me contaba Frank—. No eran pequeñas como las que se ven hoy en día: las nuestras llegaban a medir metro ochenta y eran todo un espectáculo de interior en Navidad. Los naranjos también eran una delicia, aunque no se podía confiar en que dieran fruto cuando queríamos. Eso sí, con algún subterfugio hacíamos milagros. Recuerdo que pusimos una pareja de naranjos preciosos al pie de la escalera para un banquete de boda en St. James’s Square. Todo el mundo hablaba de ellos, estaban en flor y cubiertos de fruta. El señor se me acercó y dijo: «Fantásticos naranjos, es una pena que no podamos tenerlos en la casa de Cliveden». «¿Por qué no, señor?», pregunté yo. «Bueno, la fruta se caerá en el viaje», dijo él. «No lo creo, señor, la cogeremos antes del viaje y la volveremos a poner cuando lleguemos allí», y le enseñé cómo habíamos puesto todas las naranjas con alambre.
»Rose, ya sabes que a la señora no se le daban bien las alabanzas —me dijo Frank, y yo le di toda la razón—. Pero de vez en cuando te hacía llegar los comentarios de otras personas. Hubo una fiesta en honor del príncipe de Gales, y la señora me dijo que en aquella ocasión quería algo distinto para él, ya que era un invitado habitual en la casa. «¿Qué sugieres, Frank?». En fin, yo le dije que no creía que estuviéramos sacando suficiente provecho del jardín acuático. Hay muchas variedades preciosas de lirios de agua que quedarían de maravilla como decoración. «¿Pero no se cierran de noche?». Claro que lo hacen, pero le dije que si las ponía en el cuarto de las calderas hasta el último momento antes de la fiesta, y luego las abría manualmente, creía que se quedarían abiertas durante toda la cena. Ella me dejó intentarlo, pero me pidió que tuviéramos otros arreglos a mano por si acaso. No los necesitamos. Todo fue a la perfección y, aunque no soy quién para decirlo, eran un espectáculo precioso. Las puse en cuencos con un gran lirio blanco Gladstoniana en el centro y dos lirios rojos Escarboucle a los lados.
»Dos o tres días más tarde la señora me vio en Cliveden y dijo: «Frank, dos de mis invitados se me acercaron después de la cena y dijeron que, aunque les había gustado conocer al príncipe de Gales, habían disfrutado más viendo mis plantas y mis flores, especialmente esos preciosos lirios». No dijo que a ella también le hubieran gustado, pero así era la vida. A pesar de sus malos humores y sus pataletas acabé cogiéndole cariño. No hay nada como las flores para acercar a la gente. Yo siempre he sido un tipo tímido, desde pequeño dinamitaron mi confianza, y parecía como si ella lo supiera. Eso no le impidió tirárseme a la yugular y darme leña cuando estaba de mal humor, pero a veces era muy comprensiva, casi maternal conmigo.
Otra de las responsabilidades de Frank en las grandes fiestas era recoger, embalar y hacer arreglos de fruta. En días normales los preparativos para las comidas y las reuniones menores era tarea del ama de llaves u otros sirvientes, y si Frank estaba por ahí mientras lo hacían, solía oírle rechinando entre dientes y quejándose en voz baja. «Es que no saben tratarla. Con lo mucho que nos cuesta crear y conservar la flor, y se la cargan en un segundo con esas manazas». La verdad es que la fruta de Cliveden era maravillosa, todo el mundo lo decía. Uvas, melocotones, nectarinas y aquellas deliciosas fresas negras. Nunca he visto nada igual. Siempre había fruta fresca, con independencia de la época del año, y por supuesto también se daba mucha a quienes venían a gorronear, como se hace en todas partes:
—¡Qué hermosas fresas! ¿Cómo las cultivan? A mi padre/madre/hermana/hermano le encantarían. ¿De veras lo haría? ¡Qué detalle!
Tan distintos todos y en el fondo tan iguales[11].
Lo mismo ocurría con las plantas y las flores. La señora siempre fue muy generosa con ellas y en general los jardineros lo aceptaban con filosofía, pero cuando se acercaba la semana de Ascot eran peor que Scrooge[12]. Esto me recuerda a Cliveden y las reuniones que se hacían allí, en el estilo de campo de la señora. Era una casa perfecta para fiestas de fin de semana, con un vestíbulo y salas de recepción recogidas, y una terraza preciosa para recibir invitados al aire libre.
Era fácil llegar a Cliveden, y al tener un río, jardines, campo de golf y pistas de tenis al lado ofrecía todo tipo de disfrutes para los invitados. Y, créanme, los utilizaban. Los recursos de la casa se explotaban al límite, y cuando digo explotar y al límite también me refiero al servicio. El viernes nos trasladábamos a Cliveden con todo, y ya he referido lo que implicaba hacer y deshacer equipajes. Los primeros invitados empezaban a llegar el viernes por la noche. Eran muchos y muy variados. Podíamos alojar hasta cuarenta, pero por fortuna casi nunca eran tantos. Si en St. James’s Square en su mayoría eran políticos y de la clase alta, en Cliveden se trataba más bien de amigos, conocidos, americanos de visita y personalidades de todo tipo, aunque está claro que el Grupo Selecto de Cliveden, del que hablaré más adelante, no se llamaba así porque sí, y siempre había unos cuantos políticos. El ambiente era más alegre, más amigable y más relajado, y el ritmo más tranquilo, aunque a veces se caldeara un poco. A la señora le gustaba mucho rodearse de literatos y a veces de actores. Casi nunca invitaba a músicos. Supongo que pensaba que los escritores tendrían más que contar, y Cliveden era un constante zumbido de conversaciones mientras ella estaba allí. No creo que tuviera un gusto demasiado desarrollado por la buena música, pero le encantaban las canciones sureñas americanas y tocaba la armónica bastante bien. Recuerdo que una vez fue a la ópera en Covent Garden. No la vio entera porque como siempre llegó tarde y tuvo que esperar en el vestíbulo hasta que terminara el primer acto.
Su mejor amigo escritor era Bernard Shaw. En mi opinión hacían una pareja muy extraña. Creo que los presentó la laborista Margarite McMillan, cuyas guarderías defendió Lady Astor en la Cámara de los Comunes. Su amistad se fortaleció durante un viaje juntos a Rusia y siguieron siendo íntimos hasta la muerte del señor Shaw, que a pesar de llegarle a los 90 años fue todo un shock para mi señora, y le entristeció mucho. La verdad es que me sorprendió bastante, porque tengo la impresión de que en sus últimos años el señor Shaw encontraba a Lady Astor demasiado dominante y asfixiante y se lo había hecho saber.
También eran invitados habituales el escritor irlandés Sean O’Casey y su esposa. No puedo decir mucho de las conversaciones sobre política, porque no estaba presente. La señora hacía comentarios sueltos a lo largo del día, pero yo ya tenía bastantes cosas en las que pensar. También se discutía en el salón del servicio, pero tampoco es que el señor Lee alentara este tipo de cuchicheos, que además casi siempre giraban en torno a cosas que les afectaban a ellos. Padre no hablaba demasiado de política, ni siquiera en nuestras conversaciones privadas. Como solía decir:
—Es complicado interesarse por lo que se está diciendo cuando estás entre los invitados, porque pierdes la concentración. Además, como les he dicho a mis compañeros, es muy fácil pillar a un criado que escucha una conversación. Le cambia la expresión del rostro, sobre todo la mirada, y ése no es nuestro papel. Otra cosa es que algún invitado despistado te intente incluir en la conversación. Pero eso es muy complicado. Yo suelo dar alguna respuesta evasiva y me retiro. Luego si te hablan a solas, ya es otra historia. Yo he tenido conversaciones muy interesantes con la gente de esta manera.
Los criados estaban especialmente ocupados los fines de semana. No todo el mundo traía su ayuda de cámara, como es lógico algunos no tenían, así que cada criado debía ocuparse de un invitado, y a veces de más de uno. Lo mismo ocurría con las criadas y las invitadas, aunque algunas preferían arreglárselas por su cuenta. De esta forma los criados conocían bastante bien a los invitados, pues, al contrario de lo que diga la gente, los hombres suelen hablar y confiar más en sus sirvientes que las mujeres.
En Cliveden la gente se quedaba hasta más tarde que en Londres, quizá porque dormían en la casa. A muchos les gustaba jugar a las cartas, al bridge o al póquer hasta bien entrada la madrugada. Por ello siempre tenía que haber un mozo de habitaciones o algún criado de guardia. El mozo de habitaciones se encargaba de las cartas: cambiaba las barajas cada dos noches y retiraba las viejas. En las casas grandes se encargaban al por mayor.
En comparación con los sirvientes de otras casas, después de la cena nosotros lo teníamos bastante fácil, ya que no ofrecíamos ningún tentempié. Cuando Charles Dean era mayordomo de la señorita Alice Astor, mientras ella estaba casada con el príncipe Obolensky, se hacía muy a menudo. Ya sé que se trataba de bufés fríos, pero aun así ya implicaba preparar y decorar salmón, pavo, jamón, empanadas de caza, además de surtidos de dulces, enfriar y decantar vino y ocuparse de los invitados, normalmente hasta el amanecer. Mi hermana Olive trabajó en las cocinas de Alice Astor durante apenas unas semanas, lo suficiente para acusar el peso de tanto trasnochar, y tuvo que dejarlo.
El príncipe Obolensky era un exiliado ruso prácticamente arruinado, de modo que los millones de Alice Astor le vinieron más que bien. Al igual que mi señora, Obolensky disfrutaba gastando, y sus amigos y sus colegas exiliados lo animaban a ello. El señor Dean recuerda una noche en la que el príncipe y sus amiguetes estaban bebiendo después de la cena y recordaban la muerte de Rasputín, el monje cuya influencia y carácter sembraron el caos entre la familia real rusa. Explicaron que el príncipe y sus amigos decidieron que ya era hora de quitarlo de en medio, de modo que lo invitaron a tomar el té y, sabiendo que tenía debilidad por los pasteles de crema, envenenaron unos cuantos, los de color. Tardaron en convencerlo de que los probara, pues Rasputín parecía sospechar que se trataba de una trampa, y para su desesperación, cuando lo hizo cogió dos pastelitos blancos. Al final el exceso de confianza y la gula pudieron con él y se comió otro pastel, el tercero y letal —o al menos eso creían, pues decían que cada pastel llevaba veneno suficiente para matar a diez hombres al instante—. Arrastraron su cuerpo fuera y lo arrojaron al Volga. Mientras lo veían flotar río abajo, Rasputín levantó el brazo y los saludó. En fin, como dijo Charles: «Apostaría que habían contado aquella historia en tantas cenas y reuniones que acabaron por creérsela». Yo nunca he averiguado si lo que contaban era cierto o no.
Después de varios años con el príncipe Alice Astor se divorció y se casó con Raymond von Hofmannsthal, hijo del poeta Hugo von Hofmannsthal. Raymond hacía pinitos como actor y tenía un papel en la misma producción de El milagro en la que lady Diana Cooper interpretaba a la Madonna. Evidentemente después de cada función había una fiesta y cuando él se retiraba a descansar el sarao seguía. Le gustaba el ballet y, como Sadler’s Wells empezaba a despuntar en aquella época, Frederick Ashton y Robert Helpmann eran habituales en las madrugadas de aquella casa. Años más tarde el señor Dean se encontró con sir Frederick Ashton —probablemente cuando estaba trabajando en la embajada británica en Washington— y se quedó pasmado cuando no sólo lo reconoció, sino que le dijo:
—Sabe, señor Dean, usted me aterrorizaba cuando era mayordomo en Hanover Lodge. De hecho, creo que me daba más miedo que nadie en Londres.
Charles cuenta esta historia con cierto asombro, pero creo que le gusta bastante la idea.
Después de una temporada con Von Hofmannsthal Alice Astor volvió a casarse. El señor Dean estaba con ella en Nueva York mientras se tramitaba el divorcio. Un día estaba comprando flores cuando la florista le dijo:
—Hola, señor Dean, es un placer volver a verlo. He oído que su señora vuelve a divorciarse.
—¿Ah, sí? —contestó Charles.
—¿No lo sabía?
—Señora, los sirvientes ingleses son como los tres monos: ni vemos, ni oímos, ni hablamos.
—¿De veras? —respondió la florista, y luego añadió con malicia—: Otra cosa que he notado en los ingleses es que aunque las señoras cambian de marido a menudo, nunca cambian de mayordomo.
Curiosamente, el señor Dean dejó a Alice Astor al poco tiempo para empezar a trabajar con la señora Bouverie, y de esa forma entró en estrecho contacto con la familia real.
Como ya adelantaba, la semana de Ascot era el periodo de actividad más intenso en Cliveden. Aparte de su familia, la agricultura y la política, la cría y las carreras de caballos eran la principal afición del señor. Ascot era indiscutiblemente el mayor acontecimiento relacionado con las carreras de caballos y, al estar cerca de Cliveden, mi señora tenía la excusa perfecta para lucirse al máximo. Cada año Ascot era la joya de su corona como anfitriona. Curiosamente no le gustaban las carreras de caballos, de modo que sólo acudía un día, y a veces se volvía antes de que acabara. Pero, dejando las carreras a un lado, Ascot satisfacía la pasión de Lady Astor por los sombreros. Recuerdo que una semana tuve que sacar cuarenta y cinco para que eligiera y luego se ponía dos o tres distintos cada día.
—Yo que usted me pondría uno y llevaría otro en la mano —le dije gruñendo cuando no se decidía entre dos.
Su respuesta, por supuesto, fue:
—Cállate, Rose.
Sí, la semana de Ascot era realmente frenética. Todas las habitaciones de invitados estaban ocupadas. El personal de la cocina y de la despensa tenía que preparar los embutidos varios días antes para los almuerzos de bufé, pues aunque la mayoría de los invitados iban a las carreras algunos se quedaban para hacer compañía a la señora. El desayuno se servía a las ocho y media y había una docena de platos calientes para elegir. Los criados empezaban antes, primero recorriendo los pasillos con tazas de té y jarras de latón con agua para el afeitado, y luego iban abajo a limpiar zapatos y a planchar los cordones. Algunas de las doncellas, yo incluida, hasta lavábamos los cordones antes de plancharlos. Después había que preparar las bandejas de desayuno y llevárselas a las señoras, que no podían presentarse ante el resto tan temprano.
Frank Copcutt venía muy pronto a reponer las flores y las plantas y para cambiar la decoración de jarrones y cuencos. Luego volvía con una bandeja de flores para el ojal y ramilletes para que los invitados eligieran al salir hacia los coches. Había una selección muy amplia para que las damas pudieran escoger uno acorde con el modelo que lucían cada día. Para los caballeros había claveles de distintos tamaños y colores. Como decía Frank:
—El señor siempre cogía el más pequeño que podía encontrar, mientras que el duque de Devonshire siempre quería el más grande. Un día le llevé un clavel rojo enorme y cuando vi que iba hacia la bandeja se lo di. «Pero ¿qué te crees que soy, Frank, un capullo en flor?», fue su contestación.
Los invitados volvían sobre las seis de la tarde, con distinto ánimo dependiendo de cómo les hubiera ido en las carreras. En cierta ocasión Frank me comentó algo extraordinario:
—Mira, Rose, casi siempre sabía quién había ganado y quién había perdido por el estado de las flores cuando volvían. Parecían reflejar los sentimientos y las expresiones de la gente.
A las ocho menos cuarto sonaba el gong en el vestíbulo, indicando a los invitados que fueran a sus habitaciones a vestirse para la cena, aunque para mí era un milagro hacer que la señora subiera a tiempo.
La culminación estelar de Ascot era el baile real en el castillo de Windsor. Lord y Lady Astor siempre acudían, y con ellos la mayoría de los invitados, lo cual suponía un día muy ajetreado y lleno de preocupaciones para mí. Como siempre, adelantaba un poco los relojes de su habitación.
—¿Ya es esa hora? —me decía según entraba a cambiarse.
—Sí, señora —mentía yo—, va a tener que darse prisa en arreglarse.
Evidentemente era una ocasión para grandes galas. Preparar la tiara Astor era todo un acontecimiento, y yo me pasaba el día entero con mariposas en el estómago de sólo pensar que tenía miles de libras en la caja fuerte. Me quedaba casi todo el día en la habitación de la señora. Cuando veía que le faltaba poco para estar lista la examinaba al milímetro. Lady Astor era bastante maniática si tenía invitados en casa, pero cuando salía era obsesiva. Cuando por fin estaba satisfecha con su aspecto se abalanzaba hacia la puerta, me decía «Buenas noches, Rose» y bajaba corriendo al vestíbulo, como Cenicienta después del baile, pensando que no podía perder ni un segundo. Y allí estaba mi señor, que no sé si es que terminaba pronto o que Arthur Bushell le explicó mi truco de adelantar los relojes. El caso es que ella nunca lo descubrió.
Todos los sirvientes, e incluiría al señor, respirábamos aliviados cuando acababa la semana de Ascot. Para la mayoría habían sido casi quince días de jornadas de dieciocho horas, sin tiempo libre y sin salir de la casa. Así era cada año. Sólo hubo una excepción, pero ocurrió antes de llegar yo. El señor Lee lo recuerda como una pesadilla.
—Freddy Alexander, segundo mayordomo en aquella época, era un avezado bebedor, por decirlo de forma sutil, señorita Harrison. Según me explicó, no es que le apeteciera beberse una pinta de cerveza, sino que la necesitaba. Así que en su caso hice una excepción. «Puedes ir a Feathers —que como sabe es el pub que hay al final de la calle—, pero sólo cuando los invitados se estén cambiando para la cena, y a condición de que estés de vuelta a tiempo. Eso sí, ten cuidado de que no te vean otros empleados, y en especial la señora». No hizo falta que le dijera que evitara oler a alcohol, pues siempre llevaba un paquete de clavo en el bolsillo y apestaba a ello. Al final me dio su palabra y se mostró muy agradecido. Un día debía de volver un poco tarde y decidió tomar un atajo por la terraza delantera de la casa. No habría sido un problema si la señora se hubiera estado cambiando como debía, pero el hecho es que estaba en la terraza en cuestión, charlando con otra dama parlamentaria, la señora Wintringham. «¿Dónde vas, Frederick?», gritó. «No donde usted piensa, señora», fue su respuesta. Pero ella lo pensó de todas formas, y no sé si Frederick comprendió que dadas las circunstancias se podía dar por muerto, el caso es que no apareció durante toda la cena. Terminada la cena, yo seguía esperándolo con ansiedad, hasta que por fin vi que volvía haciendo eses por la terraza delantera. «¡Será imbécil!», me dije. Y lo mismo pensó Lady Astor. Lo cogí en cuanto entró por la puerta de atrás y le ordené que se fuera directamente a su habitación y se quedara allí. Pero la señora ya tenía el hueso en la boca y no estaba dispuesta a soltarlo. «¿Dónde está Frederick?», me preguntó cuando volví. «Se encuentra mal, señora». «Quiere decir que está borracho, Lee». «Sí, señora». Dio media vuelta enfadada. No me dijo que lo despidiera, pero no me quedaba otra opción. Las cosas son mucho más fáciles hoy, pero la disciplina entonces era cruda; tanto como la curda de Freddy. No me lo puso difícil: «Claro que me tengo que ir, señor Lee», me dijo. «No le queda otra opción». La verdad es que sentí perderlo, pero al menos me aseguré que se llevara una carta de recomendación, ese documento tan imprescindible.
Espero haber demostrado que las reuniones con invitados en casa de los Astor no eran cualquier cosa, sino una auténtica industria. Sé que habrá gente que los criticará y hablará de los pobres y los parados. Pero ésta era la forma de vida aceptada en aquella época: la gente gastaba en sus mayores placeres. Y así generaban trabajo y hacían que el dinero circulara. Tanto los trabajadores como los comerciantes lo agradecían. Además hacían disfrutar a los de su clase. ¿Por qué entonces no habrían de hacerlo? Las comparaciones son odiosas, pero en mi opinión también pueden subrayar las verdades. Y hoy en día tampoco sé de nadie que haya ganado medio millón en las apuestas y lo haya regalado para el progreso de la humanidad. Las cosas no funcionan así.