12

Con aspecto de no haber dormido, el agente Sierota estaba sentado en la cocina del bungaló, escuchando la radio, cuando los otros entraron justo a tiempo para escuchar el boletín de noticias locales.

—Bueno, parece que lo tenemos —dijo el agente Niland, regalando una sonrisa a su alrededor una vez que el boletín informativo concluyó.

—Han dicho que había dos personas en la furgoneta —respondió adustamente Sierota.

—A lo mejor se trataba de un nuevo socio o algo así —sugirió el agente Coleborne.

El agente Moharic se encogió de hombros.

—Lo más seguro es que fuera uno de sus colegas.

Sierota miró su reloj.

—Lo sabré en una hora.

Con unos vaqueros ajustados, una camiseta blanca con el dibujo de una orca y una sonrisa de satisfacción en su cara, Jesse estaba en la cocina preparando el desayuno cuando Mick bajó las escaleras vestido con la misma ropa que la noche anterior. La librera tenía la radio puesta, se entretenía con un programa matinal de FM en el que todos intentaban desesperadamente ser graciosos entre los montones de anuncios publicitarios que metían y las canciones que pinchaban.

—Hola —saludó Jesse—. Ayer por la noche hubo una explosión en Bar Beach.

—¿De verdad? —preguntó Mick.

—Sí. Una furgoneta voló por los aires. Creen que fue una bombona de butano.

Mick le dedicó una mirada de complicidad a su novia y cogió una botella de agua mineral de la nevera.

—Sí, creo que sé quién ha podido ser. El viejo Jack. Ha estado viviendo en su caravana en la entrada del club de surf durante el último par de meses. Él y su perro. Le dije que arreglara la bombona.

—¿En serio? —dijo ella.

—Sí, sí. «La arreglaré». —parodió Mick. Negó con la cabeza—. Parece que finalmente se puso manos a la obra.

—¡Mierda! Pobre hombre.

—Sí. Jack era majo. Le caía bien a todo el mundo. Tenía un pequeño fox terrier muy gruñón llamado Fidel.

—Qué pena —se lamentó ella.

—Sí. —Mick rozó su cuerpo con el de Jesse al dar la vuelta a la mesa.

—Oooh —dijo ella—, ¿sigue el estetoscopio en su bolsillo, doctor, o es que se alegra de verme?

—¿Quiere descubrirlo por sí misma, enfermera Sin Bragas?

Jesse señaló hacia la mesa con su cuchara de madera.

—Siéntate y compórtate —ordenó—. Te estoy preparando tu desayuno favorito. Huevos revueltos con cebollinos y pimentón. Y tomates fritos en salsa de pepinillos dulces. Incluso he frito beicon para ti.

—Perfecto. Además, tomaré té y tostadas.

El equipo forense iba y venía por la avenida Fenton, junto con la grúa y un enjambre de reporteros, periodistas de la radio y equipos de filmación. Los forenses habían estado en numerosas escenas del crimen horribles, pero reconocieron que esta había sido de las peores cuando sacaron los restos carbonizados del Gran Larry y del Pequeño Burnsie de lo que quedaba de la furgoneta de Mick. Y después de encontrar el brazo de Larry en el jardín delantero de la casa de los Wardleys y de recuperar la pierna de Burnsie de entre los restos retorcidos de la antena de televisión de los Parsons, el escuadrón de la policía para Operaciones de Rescate también estuvo de acuerdo con el equipo forense. Los detectives de rostro sombrío del Departamento de Homicidios de Newcastle no encontraron raro que Mick y los Wardleys no estuvieran en casa. Pero les costaba admitir que una sorprendida señora Parsons y su marido resacoso no hubieran oído nada. Mientras tanto, se había analizado el ADN de los restos de las dos personas muertas y, aunque no había ninguna conexión entre ellas y Mick, los detectives ya tenían un sospechoso.

Poco después, un escuadrón de policía fuertemente armado rodeó una pequeña casa en Birmingham Gardens, y «un varón caucasiano, Andrew Brooks, permanece bajo custodia, y está ayudando a la policía con sus investigaciones».

Los únicos vestigios que quedaban de la explosión en la escena del crimen eran una enorme quemadura en la entrada de la casa de Mick, dos ventanas rotas en la parte delantera de la casa y las salpicaduras de metralla en la puerta basculante del garaje. La zona estaba cercada por un cordón policial custodiado por dos oficiales de policía jóvenes y aburridos que espantaban moscas delante de una multitud de vecinos conmocionados y de fisgones parlanchines que llevaban cámaras de vídeo y cámaras digitales.

En el bungaló de las biblias, el agente Sierota, con esa cara picada de viruela que parecía el lado oscuro de la luna, colgó con un golpe seco el teléfono. No solo eran malas noticias. También habían tardado más de una hora en comunicárselas.

—¡Malditos australianos vagos de los cojones! —gritó.

Los otros agentes, sentados alrededor de la mesa del comedor, parpadearon un par de veces e intercambiaron miradas de desconcierto.

—¿Malas noticias, jefe? —preguntó con vacilación el agente Coleborne.

—Sí, podríamos decir que sí, agente Coleborne —respondió Sierota, mordaz—. No era el señor Vincent el que estaba en la furgoneta.

—¡¿Qué?!

—Eran dos delincuentes de poca monta llamados Larry Aldershot y Daniel Burns.

—¡Oh, mierda! —exclamó el agente Moharic.

—Intentaron robar la maldita furgoneta, ¡por el amor de Dios! —les explicó Sierota.

El agente Niland puso los ojos en blanco.

—¡Me cago en Dios! ¡Qué suerte tenemos!

—Sí. Buenísima. —Los ojos de Sierota se entrecerraron antes de dedicarle una sonrisa amarga al agente Niland—. Pero me alegra que mencione a Dios, agente Niland. —Sierota señaló las habitaciones—. Ya sabéis dónde están vuestras camisas blancas de manga corta. Las biblias os esperan encima de la mesa y encontraréis un gran número de ejemplares de la Atalaya en el garaje.

—¿La Atalaya? —preguntó el agente Coleborne—. ¿Eso no es de los testigos de Jehová?

—Me importa una mierda, Orrin —contestó el agente Sierota—. Todos son unos yonquis de Jesús.

—Si tú lo dices, jefe. —El agente Coleborne se encogió de hombros.

—Entonces ¿nosotros somos…? —preguntó el agente Moharic.

—Eso es, Floyd. —El agente Sierota le dedicó una sonrisa leve—. Como si tenéis que llamar a todas y cada unas de las puertas de Newcastle difundiendo el Evangelio, vais a averiguar dónde está ese hijo de puta de Vincent.

El agente Moharic se puso en pie.

—Empezaremos por sus vecinos.

—Eso estaría muy bien, Floyd —dijo Sierota.

Para cuando la diversión y los juegos hubieron empezado en el bungaló de las biblias, Mick y Jesse habían disfrutado de un desayuno estupendo y habían recogido. Jesse había metido en una maleta todo lo que pensaba que necesitaría para el viaje a Muswellbrook, incluyendo una caja de analgésicos, carretes para la cámara y varios de sus cedés favoritos. Con sus maletas en la cocina, la librera miraba con aire pensativo a su novio.

—Has cogido una mochila, ¿verdad, Mick? —le preguntó ella a él.

—Sí —contestó—. Mi bolsa de viaje se dobla como una mochila.

—Bien. Porque si vamos en busca de la máquina del juicio final de Tesla, me imagino que haremos bastantes excursiones por el bosque.

—No te preocupes, cariño —dijo él—. Ya había pensado en eso. Así que también he metido en la maleta repelente para mosquitos y un par de plantillas para mis botas de montaña. —Mick enarcó una ceja—. Y llevo ese desodorante tan sexi. Espero que puedas mantener tus pequeñas y sucias manos alejadas de mí.

Jesse parpadeó dos veces, intercalando una mirada fulminante de arriba abajo.

—Mick —dijo ella—, no te tomes esto a la ligera, idiota. El futuro de nuestro maldito mundo está en nuestras manos.

—Posiblemente, junto con una cantidad sustancial de dinero, debo añadir —respondió él.

Jesse pareció ofenderse.

—¿Cómo puedes decir eso? —le preguntó.

—Tranquila. —Mick cogió del suelo la maleta de Jesse—. Vamos, horrible, pútrida y avariciosa bestezuela. Despegamos.

Jesse entrecerró los ojos antes de agarrar a Mick por la parte de delante de la camiseta y coger aire entre los dientes.

—¡Dios, me encanta cuando me llamas así! —gruñó ella.

Al mismo tiempo que la voz de Madeleine Peyroux los deleitaba con la canción Weary Blues desde el estéreo del coche de Mick y Jesse, que surcaba majestuosamente la autopista de Nueva Inglaterra una vez pasado Maitland, los dos jóvenes oficiales de policía aparcaron el vehículo delante de la vivienda del electricista y repararon en la presencia de tres mormones abriéndose paso entre la multitud hacia la puerta principal de la casa de la señora Parsons.

—Increíble —dijo el policía más alto—. ¿Has visto esa pandilla de mormones? ¿Qué hacen aquí?

—No sé —contestó su compañero—, pero si se atreven a molestarme, les pateo los huevos a los tres.

Antes de que Coleborne tomara la palabra, los tres miembros de la Agencia de Seguridad Nacional se pararon en el porche de la señora Parsons y se intercambiaron unas cuantas miradas.

—Está bien —dijo—, ¿quién quiere ser Joseph Smith?[2]

—Yo mismo —se ofreció el agente Moharic.

Moharic llamó a la puerta y retrocedió un paso. Unos segundos más tarde, una señora Parsons con los ojos hinchados y ataviada con un viejo chándal azul abrió la puerta. Después de que la interrogaran los detectives y de que la acosaran los medios de comunicación, fue una grata sorpresa para ella encontrarse con tres jóvenes caballeros, que inspiraban confianza, con biblias y maletines en las manos esperando en su puerta.

—Oh, hola —los saludó con alegría—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

—Señora —respondió el agente Moharic—, soy el hermano Gorgel. Y ellos, los hermanos Caleb y Bozidar. ¿Podríamos hablar con usted sobre el buen señor Jesús?

—Nuestro señor y salvador. —El agente Coleborne esbozó una sonrisa.

—Y redentor —añadió el agente Niland.

Y, de repente, una voz iracunda bramó desde el interior de la casa:

—¿Quién es?

—Son mormones, querido —respondió la señora Parsons.

—¿Ah, sí? Bien, pues diles que se vayan a la mierda.

—Lo haré, querido. —La mujer sonrió a los tres hombres—. No le hagan ni caso. Siempre está así. ¿Me lo pueden repetir otra vez?

—Somos soldados que luchamos en nombre del Señor —explicó el agente Moharic—. Nos gustaría hablarle de Jesucristo.

—Amén —dijo el agente Niland.

—Un aleluya por eso, hermano —salmodió el agente Coleborne.

—Uy, me encantaría —respondió la mujer.

Después de que les hubieran dicho una y otra vez qué hacer con la biblias, a los tres agentes les desconcertó la disposición cordial de la señora Parsons. Sin embargo, sabiendo la señora como sabía que lo que le esperaba el resto del día era un marido gruñón, ella habría disfrutado igualmente de mantener una conversación con Adolf Hitler si hubiera acudido a su puerta intentando vender acuarelas.

—Antes de iniciar la charla —interrumpió el agente Moharic—, creo que ayer por la noche pasó algo aquí, ¿no es así?

—Oh, sí. Explotó una bomba en la entrada de la casa de al lado —explicó la señora—. Fue espantoso.

—¿Una bomba? ¡Vaya forma de empezar el día! —exclamó el agente Moharic.

—¡Alabado sea Dios! —dijo el agente Coleborne, moviendo su Biblia—. ¿En qué clase de mundo vivimos?

—¿Alguien ha resultado herido, señora…? —preguntó el agente Niland.

—Parsons.

—¿Alguien ha resultado herido, señora Parsons?

—Sí. Han muerto dos hombres.

—¿Dos hombres? ¿Le ha pasado algo al señor Vincent, de la casa de al lado? —preguntó el agente Moharic—. Esperábamos poder mantener una pequeña conversación con él también. ¿Se encontrará bien?

—Sí. Afortunadamente está fuera.

—¿Fuera? —El agente Moharic intercambió una mirada rápida con los otros dos agentes—. ¿Dónde?

—Ha ido a Muswellbrook con su novia Jesse.

—¿Muswellbrook? —repitió el agente Niland.

—Señora Parsons —intervino el agente Moharic—, ¿podría describirnos al señor Vincent y a su novia?

—Mejor que eso —contestó la mujer—. Esperen aquí un momento.

Los tres agentes intercambiaron miradas de perplejidad y aguardaron en silencio mientras la señora Parsons desaparecía por el pasillo. Regresó enseguida con un ejemplar de la revista Weekender, que se vendía con el periódico Newcastle Herald.

—Se la tomaron en el Día de Australia del año pasado —dijo la señora Parsons, pasando orgullosa las páginas—. Mick conduce un antiguo Buick amarillo muy grande. Lo forró entero con banderitas verdes para celebrar el Día de Australia. Por eso el periódico le hizo una foto. Aquí está.

La señora Parsons abrió la revista por la página correspondiente y se la pasó a los tres agentes. Había una fotografía, que ocupaba la mitad de la página, en la que salían Mick y Jesse delante de la librería de ella. Estaban los dos juntos de pie al lado del Buick. Llevaban pantalones cortos y camisetas de manga corta y el coche estaba cubierto de banderitas verdes y una bandera de Australia ondeando en la antena de la radio. Mientras que el agente Moharic sujetaba el ejemplar, el agente Niland abrió rápidamente su maletín y sacó una cámara de fotos digital pequeña, fabricada específicamente para la Agencia de Seguridad Nacional, que hacía de todo menos café.

—Les haré una foto —anunció Niland, que sacó seis fotografías rápidas y volvió a meter la cámara en su maletín.

—¿Y dice que se han ido a Muswellbrook? —preguntó el agente Moharic, devolviéndole a la señora Parsons la revista Weekender.

—Sí, así es —contestó ella.

—¿Cuándo se fueron? —Esta vez preguntó el agente Coleborne.

—No lo sé. Anoche Mick se quedó en casa de su novia. Se habrán marchado por la mañana.

Los tres agentes intercambiaron miradas nuevamente en las que se podía leer: «Ya tenemos todo lo que estábamos buscando. Marchémonos».

—Bueno, gracias, señora Parsons —dijo el agente Moharic—. Ha sido un auténtico placer hablar con usted.

La mujer se quedó perpleja.

—¿Y qué pasa con Jesús? —preguntó ella.

—Va a volver —repuso el agente Niland—. Ya verá. Tome una Atalaya.

—Siga mirando al cielo —le recomendó el agente Coleborne.

Tras dejar a la señora Parsons en su porche con una vieja Atalaya, los tres agentes disfrazados de mormones se apresuraron a sortear a la muchedumbre allí concentrada. Se detuvieron al girar la esquina, donde el agente Moharic sacó su teléfono móvil y presionó con fuerza los botones.

—Sierota —respondió una voz apagada al otro lado de la línea.

—Es nuestro día de suerte. Ven a buscarnos.

—¿Dónde estáis?

—En la esquina de la avenida Fenton —dijo Moharic.

—Tardo diez minutos.