REFLEXIONES SOBRE EL TRABAJO Y EL CONOCIMIENTO
Hemos dicho que uno de los grandes méritos de Drucker era haber colocado en el centro del debate el problema del trabajo y su productividad. En efecto, ésta será la clave para la construcción de la empresa emergente. Pero antes de explorar los factores que impulsarán la emergencia de un nuevo modo de hacer empresa, creemos necesario detenernos un tiempo a examinar el fenómeno del trabajo y revisar la manera como éste es tratado y traído a escena por el propio Drucker.
La heterogeneidad del trabajo
Drucker parte de la distinción entre trabajo manual y no manual. Esta distinción encierra algo importante. Tras ella subyace el reconocimiento de que el trabajo, considerado globalmente, no es homogéneo; que no todos los trabajos forman parte de un continuo. La distinción supone que hay trabajos que descansan en fundamentos distintos y que, por lo tanto, no son equiparables. Éste es un supuesto importante. No nos olvidemos de que Karl Marx, quien también hiciera del trabajo el concepto clave de toda su teoría, suponía que todo trabajo, por muy complejo que fuese, podía ser convertido en varias unidades de trabajo simple y, por lo tanto, en unidades de trabajo obrero. Ello implicaba, por ejemplo, que el trabajo de Leonardo da Vinci al pintar la Mona Lisa podía desagregarse en determinadas unidades de trabajo obrero. Esto último es lo que llamamos el supuesto de la homogeneidad del trabajo.
La distinción de la que Drucker parte pone en cuestión tal supuesto al reconocer que el trabajo manual se sustenta en la destreza física, mientras que el trabajo no manual se sustenta en el conocimiento. Por lo tanto, no cabe postular, como lo hiciera Marx, que es posible convertir el trabajo de conocimiento en trabajo manual o físico. Para Drucker rige el principio de la heterogeneidad del trabajo. Desde su perspectiva, si bien todo trabajo representa una acción intencional de transformación, no todos los trabajos son equiparables entre sí y, por tanto, no siempre es posible convertir unos en otros. Éste es un aspecto importante y positivo en la concepción del trabajo de Drucker.
Cabe preguntarse, sin embargo, si la distinción de la que parte Drucker entre trabajo manual y no manual, es la más adecuada o, dicho de otra forma, si es la que mejor rinde cuenta de la heterogeneidad del trabajo. La distinción entre trabajo manual y no manual está tomada directamente del sentido común y no es examinada críticamente para determinar si ella es pertinente para explicar lo que hoy acontece. La pregunta por la pertinencia de la distinción es, por lo tanto, importante. Cabría preguntarse, por ejemplo, si es adecuado sostener que lo que sustenta al primer tipo de trabajo es efectivamente su «manualidad» o «fisicalidad», mientras que lo que sustenta al segundo (aquel definido negativamente como trabajo «no» manual) es el conocimiento.
No pretendemos en esta oportunidad hacer un análisis exhaustivo del fenómeno del trabajo. Nos sentiremos satisfechos con efectuar algunas preguntas, hacer algunos cuestionamientos preliminares y sugerir tentativamente algunas distinciones diferentes que, creemos, nos permitirán pensar mejor el problema. No buscamos ir más lejos. Estamos convencidos, sí, de que éste es un tema de la mayor importancia y que requiere ser abordado en profundidad si pretendemos entender hacia dónde se dirige la empresa del futuro.
Manualidad y conocimiento
Todo trabajo implica, de una u otra forma, una determinada «fisicalidad» o, si se quiere, una determinada «manualidad». La manualidad no es privativa de lo que la tradición económica ha denominado trabajo manual. El trabajo supuestamente «no manual» no carece de una determinada dosis de manualidad. Si observamos a un contador trabajando en su ordenador, a una secretaria atendiendo el teléfono, a un empleado registrando una orden de compra, a un ingeniero trabajando en su mesa de diseño en el proyecto de un nuevo prototipo, a un gerente redactando un memorando, etc., en todos estos casos constatamos que la tarea que está siendo ejecutada requiere de una determinada manualidad. Aunque ello pueda parecernos obvio, nos indica que cuando hablamos de trabajo manual no estamos realmente apuntando a aquello que lo diferencia de otras modalidades de trabajo.
Todo trabajo también requiere conocimiento. Un obrero necesita ser capacitado para ejercer su tarea y lo que genera el proceso de capacitación es conocimiento.
Sin conocimiento no hay trabajo que pueda realizarse, por muy simple que éste sea. Con la distinción de conocimiento tenemos un problema adicional. EL problema no sólo consiste en determinar la pertinencia o no del uso de la distinción para dar cuenta de determinados fenómenos; el problema se agrava por cuanto también le asignamos a la noción de conocimiento sentidos diferentes. Por lo tanto, cualquier discusión sobre el conocimiento implica ponernos previamente de acuerdo sobre lo que estamos hablando. De lo contrario, entraremos en un debate de sordos.
Hay múltiples propuestas sobre lo que es el conocimiento. Partamos por reconocer que el conocimiento no es un objeto. No es algo que podamos identificar en el mundo de las cosas que nos rodean, que esté allí, ocupando un determinado espacio. El conocimiento es siempre un juicio que hace un determinado observador al examinar determinados comportamientos. Si en algún lugar reside el conocimiento, es en el juicio que emite un observador particular al observar comportamientos. Es más, el conocimiento surge precisamente como una manera de calificar (de juzgar) el comportamiento observado.
¿Qué tiene que hallar tal observador para sostener que hay conocimiento? O dicho de otra forma, ¿cuándo dirá ese observador que está observando conocimiento? Cuando el comportamiento observado le permita decir que las acciones ejecutadas son eficaces. El conocimiento es un corolario que surge de la observación de acciones eficaces, de acciones capaces de generar aquello que se espera de ellas. Diremos, por lo tanto, que hay conocimiento cada vez que observemos acciones eficaces. Si observamos que un tornero maneja adecuadamente el torno y produce bien las piezas que se le encomiendan, diremos que el tornero conoce su oficio.
Russell Ackoff nos indica acertadamente que mientras la información surge de respuestas a las preguntas del tipo qué, quién, dónde, cuándo y cuántos, el conocimiento responde a la pregunta de cómo hacerlo. De allí que el conocimiento pueda entonces expresarse en instrucciones, en el conjunto de acciones que es necesario ejecutar para que se alcance un determinado resultado y para que el trabajador sea capaz de producirlo. En la medida en que el trabajador aprenda tales instrucciones, diremos que posee conocimiento o, en otras palabras, que posee la capacidad para desempeñarse eficazmente en su tarea.
¿Cómo negar entonces que el conocimiento es también un atributo del trabajador manual? En la medida en que éste exhiba acciones eficaces, no podremos dejar de hablar de conocimiento. Se podrá argumentar que el conocimiento que requiere el obrero es menor del que requiere el gerente y quizás podríamos aceptarlo. Se podrá decir que en algunas oportunidades los trabajadores no manuales son capaces de generar conocimientos nuevos y efectivamente ello es cierto, a veces. Quizás pueda señalarse que, en ocasiones, el «objeto de trabajo» del trabajador no manual es el conocimiento, aunque ello no es siempre así.
El punto es que, si aceptamos el principio de la heterogeneidad del trabajo, no podemos limitarnos a decir que la diferencia entre el trabajo manual y el no manual reside en la cantidad en que se detecta la presencia de un determinado «factor», en un «algo» que ambos poseen, o en la presencia ocasional de un elemento que no está necesariamente presente en su ejecución habitual.
Lo anterior nos sugiere la necesidad de buscar una manera diferente de distinguir las modalidades que asume el trabajo y permitirnos poner en cuestión la distinción tradicional entre trabajo manual y «no» manual. Quizás sea conveniente preguntarnos a qué apunta ese «no». Aquello que se presenta inicialmente como «no» manual, ¿qué es?
El poder transformador de la palabra
El pensamiento económico tradicional consideró durante largo tiempo que la capacidad transformadora del trabajo se sustentaba en la fuerza física del trabajador. Expresiones como «la fuerza de trabajo» surgen del supuesto de esa estrecha relación entre trabajo y fuerza física. Karl Marx, a quien le reconocemos haber aportado una de las reflexiones más profundas sobre el trabajo que produjera la historia del pensamiento económico, hacía de la fuerza del trabajador un elemento esencial. Ello lo llevaba a hablar de la capacidad productiva del trabajo a través de las «fuerzas productivas».
Si la fuerza, para Marx, era el sustento de todo trabajo, no es extraño que haya postulado el principio de la homogeneidad y convertibilidad del trabajo. Con ello no lograba percibir su segmentación. Esto lo hacía incurrir en otro error de importancia. A1 restringir su concepción del trabajo al despliegue de la fuerza física, no le era posible reconocer cabalmente la importancia e impacto de otros tipos de trabajo y particularmente del trabajo gerencial en la capacidad de agregación de valor de la empresa. Todo esto conducía a Marx a la conclusión de que los gerentes eran agentes parasitarios dentro de la empresa, personas que usufructuaban parte del valor producido por los obreros (la plusvalía). Ésta era una conclusión necesaria dados los supuestos aceptados. Si quienes aportaban la fuerza física eran los que trabajaban, los que no estaban en las acciones de despliegue físico no sólo no trabajaban, sino que se beneficiaban del trabajo de los primeros.
Algunas teorías de importancia surgidas en la segunda mitad del siglo XX crean las bases para modificar muy profundamente los supuestos del pensamiento económico tradicional. Curiosamente se desarrollan en la filosofía y en círculos académicos muy distanciados de las actividades empresariales. Sin embargo, están destinadas a tener un profundo impacto en la manera como concebiremos el trabajo y la empresa. EL centro de estas teorías ha sido la reflexión sobre el lenguaje.
Durante siglos, la interpretación generalizada sobre el lenguaje le confería a éste un papel fundamentalmente descriptivo. Se entendía que el lenguaje servía para describir lo que percibíamos, lo que sentíamos o lo que pensábamos. Hablábamos, se pensaba, «sobre» las cosas, los hechos, las personas, sobre nuestras emociones o nuestras ideas. Lo que decíamos expresaba, transmitía, comunicaba, la manera como observábamos las cosas. Pero al hablar nada se modificaba. La palabra tenía un papel pasivo. El lenguaje y la acción eran dos dominios separados. El lenguaje común todavía utiliza expresiones sustentadas en esta concepción. Se compone de «sólo palabras» aquello que se opone a la acción.
Esta interpretación ha sido objetada muy profundamente. A partir del trabajo del filósofo inglés J. L. Austin (1911-1960) y de la publicación en 1962 de su obra póstuma, «Cómo hacer cosas con palabras», se ha reconocido que el lenguaje no es sólo pasivo y descriptivo. Efectivamente, podemos utilizarlo para describir lo existente. Pero además de ello, además de permitirnos describir lo que observamos, se ha reconocido que el lenguaje nos permite hacer que pasen ciertas cosas, cosas que de lo contrario, de no mediar la palabra, no habrían ocurrido. Se ha reconocido que el lenguaje tiene un papel activo y generativo. Es lo que llamamos el poder transformador de la palabra.
Examinemos algunos ejemplos que nos muestran el poder activo y generativo del lenguaje. Cuando una autoridad decreta el cierre de ciertas importaciones, modifica el mundo y cambia lo que ahora será posible para productores y consumidores. Cuando un directivo le dice a un empleado que está despedido, le significa tanto al empleado como a la empresa un cambio importante. Cuando el jefe le pide a su equipo que realice una nueva acción, ello crea un hecho que modifica el trabajo del equipo.
El lenguaje, hemos descubierto, es acción. A través de él generamos nuevos objetos y productos, transformamos el mundo, abrimos o cerramos posibilidades, construimos futuros diferentes. A través de él también vamos construyendo nuestras identidades, sean éstas tanto individuales como colectivas. Lo que decimos, lo que callamos, va progresivamente contribuyendo a definir cómo somos percibidos por los demás y por nosotros mismos. En mi libro Ontología del lenguaje he desarrollado extensamente esta nueva concepción del lenguaje.
No podemos sostener que este descubrimiento haya sido del todo nuevo en la historia de la humanidad. Tenemos antecedentes, por ejemplo, de que el pueblo hebreo reconocía en la Antigüedad el carácter transformador de la palabra. En arameo, que era el idioma antiguo de los judíos, se utilizaba una expresión que así lo reconocía. Se decía «avara ka d’ avara» y ello significaba «la palabra transforma». Es muy posible que esa expresión haya pasado a los pueblos de Mesopotamia con ocasión del cautiverio de judíos en Babilonia de 586 a 518 a. C., y luego se haya convertido en la frase que utilizaban los magos persas para abrir lo que se encuentra cerrado y hacer posible lo que parece imposible: abracadabra.
Tampoco es extraño que en el Génesis del Antiguo Testamento, Dios aparezca creando el mundo y lo que en él habita, a través de este poder mágico de la palabra. «Hágase la luz», dijo Yahvé, y la luz se hizo. Antes del mundo, estuvo el poder creador de la palabra. El poder creador de la palabra pareciera identificarse con la noción de Dios, quien representa el poder de la palabra, la palabra misma en el despliegue de su poder transformador, por lo que «Él» no puede ser nombrado. Esta misma noción es luego recogida por Juan el Evangelista, en el Nuevo Testamento, cuando afirma que «en el inicio fue el Verbo», es decir, la Palabra.
El poder creador del mundo a través de la palabra había sido también reconocido por Heráclito, aquel gran sabio griego de la Antigüedad, que vivió en Efeso, Asia Menor, a fines del siglo VI a. C., cuando su ciudad estaba bajo el tutelaje del imperio persa. No sería extraño que esa inspiración de Heráclito remitiera, pasando por los persas, a los propios hebreos. Para Heráclito, el Logos, la palabra, era el fundamento de todo lo existente y aquello que transformaba el caos en orden, la multiplicidad en unidad y la unidad en multiplicidad. Luego de Heráclito, el reconocimiento del poder transformador de la palabra, el poder generativo del lenguaje, fue abandonado y olvidado. El Logos pasó a ser identificado con el poder explicativo de la razón. Pero ya estamos en un concepto diferente.
Directivos y gerentes trabajan utilizando el poder generativo del lenguaje. Con él motivan, instruyen, sancionan, conducen. A través de este poder, toman decisiones y resuelven problemas. No es la fuerza física lo que ellos utilizan, es el poder de la palabra. «Hágase tal cosa», prescriben, y tal cosa se hace. Si no lo dijeran, ello muy posiblemente no sucedería. Para hacer lo que hacen, sin duda requieren de conocimientos. Pero, insistimos, el conocimiento es requerido para hacer cualquier cosa en forma eficaz. No es el conocimiento lo que diferencia su trabajo del que realiza el trabajador manual. Es el hecho de que, mientras el primero utiliza el poder transformador de su fuerza física, los directivos y gerentes hacen uso del poder transformador de la palabra.
Nada de lo anterior pone en duda la importancia del conocimiento y su gestión en el interior de la empresa. Ello tampoco implica que, para el trabajador cuyo trabajo descansa en el poder transformador de la palabra, el conocimiento no sea un factor de la mayor importancia. No se trata, por lo tanto, de arrojar por la borda el tema del conocimiento. Muy por el contrario. Se trata de situarlo en un lugar diferente en el interior del debate empresarial. Lo que sostenemos es que el conocimiento no nos proporciona la mejor manera de comprender lo que se ha denominado el trabajo no manual.
Lo que hemos hecho, por lo tanto, es revisar la distinción entre trabajo manual y no manual que utilizara Drucker y hemos propuesto una distinción diferente entre el trabajo que se sustenta en el poder transformador de la fuerza física y el trabajo que acude al poder transformador de la palabra. En general, todo trabajo no manual se sustenta en el poder generativo del lenguaje. No estamos diciendo que el lenguaje no cumple ningún papel en el caso del trabajador manual. Pero no es en él donde descansa el poder transformador que es requerido por su tarea individual.
A1 plantear la distinción en estos términos, resulta todavía más claro el principio de la heterogeneidad del trabajo. Lo que uno de ellos lleva a cabo es diferente de lo que acomete el otro. Ello no implica desconocer, por cierto, que ciertas tareas puedan realizarse tanto por uno como por el otro. Hay ciertas cosas, por ejemplo, que yo puedo acometer utilizando tanto la fuerza física como el poder de convencimiento que me confiere la palabra. Sin embargo, según cuál utilice, tanto la acción ejecutada como el resultado alcanzado serán diferentes. No se trata de resultados equivalentes. No da lo mismo lo uno o lo otro. Resultarán consecuencias diferentes si tomo un camino o el otro.
Una vez que reconocemos el poder transformador de la palabra disolvemos gran parte del misterio que parece rodear al trabajo de los trabajadores «no» manuales. Reconocemos el fundamento de su acción transformadora. No es posible ahora poner en duda, por ejemplo, la capacidad transformadora de directivos y gerentes y su incidencia determinante en la generación de valor en la empresa. El hecho de que conversen durante todo el día no implica que no estén trabajando. Muy por el contrario, se trata de la manera de ejecutar su trabajo. La idea de que su función sea parasitaria y que sólo se estén beneficiando del valor generado por otros, como lo supusiera Marx, ya no tiene ningún sentido.
Trabajo rutinario y trabajo creativo
El cambio que hemos propuesto acerca de la distinción entre trabajo manual y no manual, no es suficiente. De quedarnos allí, hay una dimensión importante del trabajo que no logramos revelar, dimensión que incide en el reconocimiento de su heterogeneidad, en la manera como nos planteamos el problema de la productividad y, por último, en el tipo de estructura organizativa que requiere.
Es importante distinguir también si el trabajo en cuestión, sea éste sustentado en el poder transformador de la fuerza física o de la palabra, consiste en la mera aplicación de procedimientos estándar, en cuyo caso hablaremos de trabajo rutinario, o un trabajo de índole creativa. Es de naturaleza sustancialmente diferente, por ejemplo, el trabajo que debe ejecutar un empleado que se limita a recibir órdenes de compra y efectuar los correspondientes registros o el trabajo que realiza un empleado en la caja de un banco, del trabajo, por ejemplo, de quien está diseñando una nueva campaña de publicidad o un nuevo producto.
Por sobre todo, se trata de trabajos que requieren mecanismos de regulación (de supervisión) muy diferentes. Así como puede ser necesario tener mecanismos de supervisión diarios del trabajo del cajero en el banco, sería altamente inconveniente ejercer el mismo tipo de supervisión en el caso del diseñador de la campaña publicitaria. Este último, para ser efectivo, requiere de un espacio de autonomía mucho mayor. Necesita, en su labor, hacer ensayos y cometer errores. Y requiere, por lo tanto, un tiempo de supervisión muy diferente. El tipo de supervisión requerido con el cajero, por otro lado, se acerca mucho más al tipo de regulación del trabajo que tradicionalmente ha realizado el capataz.
Hay otras diferencias importantes que se hacen visibles al introducir esta segunda distinción. El trabajo rutinario registra una probabilidad mayor de ser sustituido por tecnología que el trabajo creativo. El trabajo rutinario que descansa en la fuerza física puede ser robotizado o puede ser efectuado por máquinas que acuden a fuentes de energía diferentes. El trabajo rutinario que descansa en el poder de la palabra puede ser sustituido por programas informáticos capaces de efectuar buena parte de esos procedimientos estándar. Es el caso de muchos trabajos administrativos. La tasa de sustitución de trabajo por tecnología suele ser muy superior para los trabajos rutinarios, independientemente de estar sustentados en la fuerza o en la palabra.
La diferencia quizás más importante guarda relación con la capacidad de generación de valor de cada uno de estos trabajos. En un entorno altamente competitivo y de cambio permanente y acelerado, el trabajo creativo resulta determinante para la supervivencia de una empresa y ha ido ganando progresivamente una mayor influencia en la capacidad de generación de valor. A medida que pasa el tiempo, una proporción mayor de valor está siendo generada por el trabajo creativo sustentado en la palabra, a la vez que son estos mismos trabajadores los que están percibiendo proporciones crecientes del valor agregado producido por sus empresas. Sus sueldos suelen sobrepasar muchas veces a los de los más altos directivos y normalmente se les ofrecen atractivos paquetes accionarios como parte de sus contratos de trabajo.
Robert Reich nos describe adecuadamente este fenómeno y llama a estos trabajadores «los analistas simbólicos» por cuanto, según Reich, lo que los caracteriza a todos ellos es que manipulan símbolos. Enfatiza que no pueden ser confundidos, por ejemplo, con quienes trabajan en tareas rutinarias de administración, aunque ambos puedan ser vistos como trabajadores no manuales. Se trata, en rigor, de dos segmentos diferentes y altamente heterogéneos. La manera como se requiere atacar el problema de la productividad de cada uno de ellos plantea desafíos que no pueden compararse. La idea de que existe un segmento homogéneo de trabajadores que podemos englobar con el nombre de trabajadores no manuales comienza a diluirse.
Trabajo contingente y trabajo innovador
Los «analistas simbólicos» de Reich comprenden tres categorías diferentes: los que resuelven, los que identifican y los que agencian estratégicamente problemas. Su distinción, sin embargo, no nos es cómoda. Consideramos que su apego a la noción de símbolo y de problema es limitativa. Es indudable que muchos de ellos operan con símbolos, como también es cierto que suelen situarse en el ámbito de la formulación y solución de problemas. Desde nuestra perspectiva, sin embargo, quedan mejor caracterizados si entendemos que su labor es la preservación y generación de oportunidades de negocio para la empresa.
Más que trabajar con símbolos, estos trabajadores operan con cuestiones todavía más sutiles: las posibilidades y los compromisos. Su objetivo es mantener abiertas las posibilidades existentes, generar nuevas, y lograr aquellos compromisos que permitan aprovecharlas. Todo ello se hace a través del lenguaje. Pero no todo se realiza a través de la manipulación de símbolos. Mucho debe hacerse conversando: hablando y escuchando a otros, interpretando sus inquietudes o generando inquietudes nuevas en los demás, creando nuevos espacios emocionales a través de los cuales emerjan posibilidades que previamente estaban cerradas. De allí que consideremos de gran importancia desplazar esta reflexión del terreno de lo cognitivo, donde nos encontramos con los símbolos, y situarlo en, el terreno de las acciones conversacionales, que es donde se generan las posibilidades y los compromisos.
Desde nuestra perspectiva, preferimos distinguir dos categorías dentro de los trabajadores creativos que recurren al poder de la palabra: aquéllos que están fundamentalmente a cargo del manejo de contingencias y aquéllos cuya labor es la innovación. El trabajador que opera con contingencias lo hace dentro de determinados parámetros preestablecidos, dentro de espacios de posibilidades ya definidos. Su responsabilidad es mantener abierto ese espacio de posibilidad y manejar las contingencias que pueden ocurrir para evitar que dicho espacio se cierre. Un ejemplo típico son precisamente los gerentes. Ellos no determinan lo que debe hacerse, los objetivos de la empresa. Ellos determinan las acciones a ejecutar en un contexto cambiante que permanentemente acecha y compromete las posibilidades de alcanzar los objetivos establecidos.
El trabajador que opera con contingencias es alguien que, por lo general, trabaja con personas, quienes poseen inquietudes diversas y cambiantes. Enfrentan problemas que modifican sus prioridades y que requieren ser resueltos. Admiten ser persuadidos de cuestiones y posibilidades que originalmente no tenían presentes. Están condicionados en su capacidad de desempeño por los espacios emocionales en los que se encuentren. Ello implica que un trabajador que opera con contingencias no puede recibir el tipo de instrucciones que requería el obrero tayloriano. No se le puede decir exactamente lo que tiene que hacer, pues las situaciones que enfrentará serán siempre diferentes y no se someten a la ejecución estricta de acciones prediseñadas. El tipo de competencias requerido por este trabajo son distintas. Se sitúan a un nivel más profundo y le permiten una alta flexibilidad al trabajador en su comportamiento. Diremos que se trata de competencias genéricas.
EL trabajador innovador está, a diferencia del anterior, en la búsqueda de nuevas posibilidades. Para ello debe concentrarse en la detección pero, por sobre todo, en la generación de nuevas inquietudes, de nuevos productos, de nuevos procedimientos o procesos, de nuevas correlaciones de intereses en el entorno, etc. Se trata del gran diseñador de posibilidades. Puede estar en muy distintos lugares dentro de la empresa: diseñando nuevos productos, nuevas campañas, nuevas alianzas, etcétera. Eso no importa. Su objetivo es la generación de nuevas oportunidades de negocio. Después de todo, éste es el espacio que le confiere vigencia a la empresa. Lo que una empresa produce no son, en último término, determinados bienes o servicios, no son incluso determinados productos. Todos ellos pueden cambiar. Todos ellos son instrumentales. Lo que una empresa realmente produce son oportunidades de negocio.
Estos tres tipos de trabajos, estos tres perfiles de trabajadores, no suelen encarnarse en forma pura en distintas personas. Un trabajador de los denominados «no» manuales, suele combinar, en proporciones diversas, tareas rutinarias, contingentes e innovadoras. Podrá predominar una y otra en su desempeño normal, pero difícilmente encontraremos trabajadores no manuales cuyo trabajo se restringe exclusivamente a tareas rutinarias que implican la aplicación mecánica de procedimientos estándar preestablecidos.
Lo anterior es una consecuencia de trabajar con la palabra. El lenguaje nos sitúa siempre en relación con otra persona y no con un objeto material, como acontece con el trabajador manual. Las personas, a diferencia de los objetos, tienen un ámbito de autonomía en su actuar, son diferentes unas de otras, son dinámicas y por tanto cambiantes. Ello fija límites a la rutinización del trabajo.
Considérense distintos casos. Examínese, por ejemplo, el trabajo de una secretaria, de un vendedor, de un capacitador, de un jefe de proyecto. No nos es posible instruirlos de la manera como podemos hacerlo con el obrero en la línea de ensamblaje, al que se le especifica cada movimiento que debe ejecutarse. No sabemos lo que la persona al otro lado del teléfono le va a responder a la secretaria cuando ésta lo llame. No sabemos la respuesta que va a obtener el vendedor de un potencial cliente. Al no saberlo, no podemos instruirlo sobre lo que «tiene» que responder en ese momento.
La tridimensionalidad del trabajo
Una de las limitaciones de la concepción tradicional del trabajo era el hecho de que limitaba su alcance a la tarea individual: el trabajo encomendado a cada individuo. Lo que nosotros mismos hemos hecho hasta ahora, se ha circunscrito a la tarea individual. Pero sucede que el individuo no es la unidad básica de trabajo en el interior de una organización. Su unidad básica es el proceso de trabajo. Si en vez de centrarnos en los procesos de trabajo, lo hacemos en los trabajos individuales, dejamos de observar, evaluar y diseñar factores decisivos en la productividad del trabajo.
De allí que sostengamos que un examen riguroso del trabajo en la empresa debe reconocer la presencia de tres dimensiones diferentes:
- La tarea individual.
- Las actividades de coordinación.
- El trabajo reflexivo de aprendizaje.
La tarea individual es el tema más tratado y, por tanto, el más conocido. Es más, gran parte de lo que nosotros mismos hemos sostenido hasta ahora, se refiere a la tarea individual: al trabajo que se le asigna a cada individuo y sobre el que le cabe una responsabilidad personal directa y exclusiva. Pero el trabajo en la empresa no es la simple suma de los trabajos individuales. Se trata de trabajos individuales articulados en procesos. Pues bien, la eficacia de un proceso no sólo depende de la eficacia de las tareas individuales que éste integra, sino, de manera no menos importante, de las actividades de coordinación que las articulan. Individuos altamente eficaces en sus tareas individuales pueden generar procesos altamente ineficaces si resultan incompetentes para coordinarse adecuadamente entre sí.
La productividad del trabajo, por lo tanto, no sólo depende de cómo resolvamos los problemas de productividad asociados a las tareas individuales. Ella también resulta de la manera como resolvemos los problemas de productividad de las actividades de coordinación. No nos olvidemos de que una de las importantes contribuciones de Henry Ford fue haber contribuido, con la línea de ensamblaje, a resolver problemas asociados con la productividad de las actividades de coordinación para el trabajo manual. Cabe advertir que ésta ha sido un área normalmente descuidada en muchos de los programas de transformación empresarial.
Las tareas individuales y las actividades de coordinación aseguran la productividad presente de los procesos de trabajo. Sin embargo, en un entorno cambiante, en el que todos los días surgen nuevos productos y sustitutos, nuevos procedimientos y tecnologías, la productividad no sólo se conjuga en tiempo presente. Es importante invertir tiempo hoy para asegurarnos de que seguiremos siendo productivos en el futuro. De lo contrario, tendremos garantizado el fracaso. Los éxitos presentes no son garantías de éxitos futuros.
Para garantizar éxitos futuros es importante que la empresa revise permanentemente la manera como trabaja, la forma como hace las cosas. Es importante que evalúe cuáles son las cosas que hace bien, para conservarlas; qué cosas hace mal, para corregirlas; qué cosas debería hacer y no hace, para incorporarlas. Es necesario que tenga un ojo puesto en la manera como otras empresas —y muy particularmente la competencia— opera, para detectar las mejores prácticas y aprender de lo que ellos hacen bien, de lo que hacen mal y de lo que no hacen. Es imprescindible que tenga permanente acceso a informaciones sobre los nuevos avances tecnológicos, los nuevos desarrollos científicos, las nuevas conversaciones sobre posibilidades que existen en su entorno. Pero no basta con tener acceso a las informaciones sobre lo que pasa. Es también conveniente que genere sus propios espacios para el desarrollo de alternativas de mejoramiento futuro.
El trabajo que hacemos sobre el trabajo presente, en la perspectiva de mejorarlo en el futuro, es lo que llamamos el trabajo reflexivo de aprendizaje. Se trata de un trabajo sobre el trabajo. En la actualidad el trabajo reflexivo de aprendizaje es una dimensión crucial del trabajo de una empresa. No podemos, por lo tanto, restringir el problema de la productividad a la tarea individual. El problema requiere abarcar cada una de las dimensiones del trabajo: la tarea individual, las actividades de coordinación y el trabajo reflexivo de aprendizaje. Todos ellos inciden en la productividad de la empresa.