El túmulo en el promontorio

 

 

 

Robert E. Howard

 

 

 

 

 

 

 

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            Este es el túmulo que busca – dije, posando precavidamente mi mano sobre una de las ásperas piedras que componían el montículo extrañamente simétrico.

            Un ávido interés ardía en los oscuros ojos de Ortali. Su mirada barrió el paisaje y volvió para descansar en la gran pila de enormes peñascos desgastados por la intemperie.

            –¡Qué lugar más extraño, salvaje y desolado! – dijo –. ¿Quién habría pensando en hallar un sitio así excepto en esta comarca? ¡Salvo por el humo que se alza a lo lejos, apenas osaría uno soñar que una gran ciudad se encuentra más allá de ese promontorio! Aquí a duras penas si se divisa la choza de un pescador.

            – La gente rehuye el túmulo como lo ha hecho durante siglos – repliqué.

            – ¿Por qué?

            – Ya me lo ha preguntado antes – contesté con impaciencia –. Sólo puedo responder que ahora evitan por costumbre lo que sus antepasados evitaban por sabiduría.

            – ¡Sabiduría! – rió despectivamente –. ¡Superstición!

            Le contemplé sombríamente con un odio sin disimular. Dos hombres a duras penas podrían haber sido de dos tipos más opuestos. Él era delgado, seguro de sí mismo, inequívocamente latino con sus ojos oscuros y su aspecto sofisticado. Yo soy pesado, torpe y de aspecto de oso, con fríos ojos azules y revuelta cabellera rojiza. Éramos paisanos porque habíamos nacido en la misma tierra, pero los hogares de nuestros antepasados estaban tan alejados como el sur del norte.

            – Superstición nórdica  – repitió –. No puedo imaginar a un pueblo latino permitiendo que un misterio tal siguiera sin ser explorado todos estos años. Los latinos son demasiado prácticos... demasiado prosaicos, si quiere. ¿Está seguro de la fecha de este montículo?

            – No he hallado mención alguna de él en manuscritos anteriores a 1014 AC. – gruñí –, y he leído todos los manuscritos existentes, en el original. MacLiag, el poeta del rey Brian Boru, habla de cómo se levantó el túmulo inmediatamente después de la batalla, y no puede haber grandes dudas de que este es el montículo al que se refería. Se le menciona brevemente en las crónicas tardías de los Cuatro Señores, también en el Libro de Leinster, compilado a finales de 1150, y de nuevo en el Libro de Lecan, compilado por los MacFirbis alrededor de 1416. Todo ello en conexión con la batalla de Clontarf, sin mencionar el porqué el tal túmulo fue construido.

            – Bien, ¿qué misterio hay en ello? – inquirió –. ¿Qué más natural que los nórdicos derrotados alzaran un túmulo sobre el cadáver de algún jefe que había caído en la batalla?

            – En primer lugar – respondí –, hay un misterio en cuanto a su existencia. La construcción de túmulos sobre los muertos era una costumbre nórdica, no irlandesa. Pero según los cronistas, no fueron los nórdicos los que levantaron esta pila. ¿Cómo podrían haberla construido inmediatamente después de la batalla, en la cual habían sido hechos pedazos y empujados en desesperada huida a través de las puertas de Dublín? Sus capitanes yacían allí donde habían caído y los cuervos picoteaban sus huesos. Fueron manos irlandesas las que amontonaron estas piedras.

            – Bien, ¿era eso tan extraño? – persistió Ortali –. En los viejos tiempos los irlandeses amontonaban piedras antes de entrar en combate, cada hombre poniendo una piedra en el sitio; después del combate los vivos recogían sus piedras, dejando de ese modo un sencillo recuento de los muertos para cualquiera que deseara contar las piedras que quedaban.

            Sacudí la cabeza.

            – Eso era en tiempos más antiguos; no en la batalla de Clontarf. En primer lugar, había mas de veinte mil guerreros, y aquí cayeron cuatro mil; este túmulo no es lo bastante grande para haber servido como recuento de los muertos en la batalla. Y su construcción es demasiado simétrica. Apenas alguna piedra ha caído en todos estos siglos. No, fue levantado para cubrir algo.

            – ¡Supersticiones nórdicas! – dijo burlándose de nuevo.

            – ¡Cierto, supersticiones, si quiere! – Inflamado por sus burlas, hablé tan salvajemente que él retrocedió un paso sin querer, su mano deslizándose en el interior de su abrigo –. Nosotros, los del Norte de Europa, teníamos dioses y demonios ante los que las pálidas mitologías del sur parecen cuentos de niños. Cuando sus antepasados reposaban en cojines de seda entre los ruinosos pilares de mármol de una civilización decadente, mis antepasados construían su propia civilización entre penalidades y titánicas batallas contra enemigos humanos e inhumanos. Aquí, en esta misma llanura, las Eras Oscuras tuvieron fin y la luz de una nueva era amaneció sobre un mundo de odio y anarquía. Aquí, como incluso usted sabe, en el año 1014, Brian Boru y sus guerreros con hachas dalcasianas rompieron el poder de los paganos nórdicos para siempre... esos inexorables saqueadores anárquicos que habían detenido durante siglos el progreso de la civilización. Fue más que una lucha entre gaélico y danés por la corona de Irlanda. Fue una guerra entre el Cristo Blanco y Odín, entre cristiano y pagano. Era la última vez que los paganos plantaban cara... el pueblo de las viejas y severas costumbres. Durante trescientos años el mundo se había retorcido bajo el talón del vikingo, y aquí, en Clontarf, se levantó para siempre ese azote. Entonces, como ahora, la importancia de esa batalla fue subestimada por los corteses escritores e historiadores latinos y latinizados. Los corteses y sofistas de las civilizadas ciudades del sur no estaban interesados en las batallas de bárbaros en el remoto rincón noroeste del mundo... un lugar y unos pueblos cuyos propios nombres apenas conocían vagamente. Sólo supieron que de pronto las terribles incursiones de los reyes del mar dejaron de barrer su costas, y en otro siglo la era salvaje del saqueo y la matanza había sido casi olvidada... todo porque un pueblo tosco y medio civilizado que apenas cubría su desnudez con pieles de lobo se alzó contra los conquistadores.¡Aquí sucedió Ragnarok, la caída de los Dioses! En verdad, aquí cayó Odín pues a su religión le fue dado el golpe mortal. Fue el último de los dioses paganos que se alzó ante la Cristiandad, y por un tiempo pareció como si sus hijos pudieran prevalecer y hacer retroceder al mundo a la oscuridad y el salvajismo. Antes de Clontarf, dicen las leyendas, solía aparecerse en la tierra a sus adoradores, entrevisto en el humo de los sacrificios donde víctimas humanas morían aullando, o cabalgando las nubes desgarradas por el viento, sus rizos salvajes revoloteando en la galerna o, vestido como un guerrero nórdico, asestando golpes tronantes en primera línea de batallas sin nombre. Pero después de Clontarf no se le volvió a ver; sus adoradores le llamaron en vano con cánticos salvajes y horribles sacrificios. Perdieron la fe en él, que les había fallado en sus horas más difíciles; sus altares se derrumbaron, sus sacerdotes encanecieron y murieron, y los hombres se volvieron hacia su vencedor, el Cristo Blanco. El reino de la sangre y el hierro fue olvidado; la edad de los reyes del mar con las manos enrojecidas pasó. El sol naciente iluminó lenta y tenuemente la noche de las Eras Oscuras, y los hombres olvidaron a Odín, quien ya nunca más volvió a la tierra. ¡Sí, ría si quiere! Pero, ¿quién sabe qué formas de horror tuvieron nacimiento en la oscuridad, la fría tiniebla y los silbantes golfos negros del Norte? En las tierras del sur brilla el sol y se abren las flores; bajo los cielos suaves los hombres se ríen de los demonios. Pero en el Norte, ¿quién puede decir qué espíritus elementales del mar moran en la oscuridad y las feroces tormentas? Bien pudiera ser que de tales demonios desarrollaran los hombres el culto de los ceñudos Odín y Thor, y su terrible parentela.

            Ortali permaneció callado un instante, como sorprendido por mi vehemencia; luego rió.

            – ¡Bien dicho, mi filósofo del norte! Discutiremos estas cuestiones en otro momento. Difícil era esperar que un descendiente de bárbaros nórdicos escapara a algún rastro de los sueños y el misticismo de su raza. Pero no puede esperar que también a mí me conmuevan sus imaginaciones. Sigo creyendo que este túmulo no cubre secreto más terrible que el de un jefe nórdico que cayó en la batalla... y, realmente, sus delirios concernientes a los demonios nórdicos no tienen nada que ver con el asunto. ¿Me ayudará en la apertura del túmulo?

            – No  –respondí lacónicamente.

            – Unas cuantas horas de trabajo bastarán para poner al descubierto lo que oculta – continuó, como si no me hubiera oído –. Y, hablando de supersticiones, ¿no hay alguna loca historia acerca del acebo en relación con este montículo?

            – Una vieja leyenda dice que, por alguna misteriosa razón, todos los árboles que llevan acebo fueron talados en una legua a la redonda – respondí sombríamente –. Ese es otro misterio. El acebo era una parte importante en los encantos nórdicos. Los Cuatro Señores hablan de un nórdico – un anciano de barba blanca y aspecto feroz, y aparentemente un sacerdote de Odín – que fue muerto por los nativos mientras intentaba colocar una rama de acebo en un túmulo, un año después de la batalla.

            – Bien – rió él –, me he procurado una ramita de acebo, ¿ve?, y la llevaré en la solapa; quizás me protegerá contra sus diablos nórdicos. Me siento más seguro que nunca de que el túmulo cubre a un rey del mar... y siempre eran enviados a su descanso con todas sus riquezas: copas de oro y espadas de enjoyada empuñadura y corazas de plata. Siento que este túmulo guarda riquezas, una riqueza sobre la que los torpes pies de los campesinos irlandeses han tropezado durante siglos, viviendo en la necesidad y muriendo de hambre. ¡Bah! Volveremos aquí hacia la medianoche, cuando podamos estar bien seguros de que no seremos interrumpidos... y usted me ayudará en las excavaciones.

            La última frase fue pronunciada en un tono que envió una roja marea de sed de sangre a través de mi cerebro. Ortali se volvió y empezó a examinar el túmulo mientras hablaba y casi involuntariamente mi mano se tendió cautelosamente y se cerró en un pedazo de piedra rota, de maligno aspecto, que se había soltado de uno de los peñascos. En ese instante yo era un asesino en potencia si es que alguna vez uno caminó sobre la tierra. Un golpe, rápido, silencioso y salvaje, y estaría libre para siempre de una esclavitud tan amarga como la que mis antepasados celtas habían conocido bajo los talones de los vikingos.

            Como percibiendo mis pensamientos, Ortali giró para enfrentárseme. Deslicé rápidamente la piedra en mi bolsillo, sin saber si había notado la acción. Pero debió ver los rojos instintos asesinos ardiendo en mis ojos, pues volvió a retroceder y de nuevo su mano buscó su revólver oculto.

            – He cambiado de opinión – dijo simplemente –. No abriremos el túmulo esta noche. Mañana por la noche quizás. Podríamos ser espiados. Ahora me vuelvo al hotel.

            No repliqué, pero le volví la espalda y me alejé caminando meditabundo en dirección a la costa. Él empezó a subir la ladera del promontorio mas allá del cual se hallaba la ciudad y, cuando me volví a mirarle, estaba cruzando el risco, claramente recortado contra el cielo nebuloso: Si el odio pudiera matar, habría caído muerto. Le vi entre una neblina teñida de sangre, mientras el pulso en mis sienes latía como martillos.

            Me volví hacia la costa y me detuve de pronto. Sumergido en mis propios y oscuros pensamientos, me había acercado bastante a una mujer antes de verla. Era alta y de constitución robusta, con un rostro fuerte y severo, profundamente cincelado y tan gastado por el clima como las colinas. Vestía de un modo extraño para mí, pero no pensé mucho en ello, sabiendo los curiosos estilos de ropa que ciertas personas anticuadas de nuestro pueblo gustaban de llevar.

            – ¿Qué está haciendo en el túmulo? – preguntó con una voz ronca y poderosa.

            La miré sorprendido; hablaba en gaélico, lo que no era raro de por sí, pero el gaélico que usaba se suponía extinguido como lengua hablada: era el gaélico de los eruditos, puro y con un sabor claramente arcaico. Una mujer de alguna comarca remota de las colinas, pensé, donde la gente seguía hablando la lengua de sus antepasados, sin adulterar.

            – Hacíamos conjeturas sobre su misterio – respondí en la misma lengua, vacilando sin embargo, pues aunque era diestro en la forma más moderna enseñada en las escuelas, igualar su uso del lenguaje era toda una prueba para mi conocimiento de él.

            Ella sacudió lentamente la cabeza.

            – No me gusta el hombre moreno que estaba con usted – dijo sombríamente –. ¿Quién es usted?

            – Soy americano, aunque nacido y criado aquí – contesté –. Mi nombre es James O'Brien.

            Una luz extraña se encendió en sus fríos ojos.

            – ¿O'Brien? Es usted de mi clan. Nací como una O'Brien. Me casé con un hombre de los MacDonnals, pero mi corazón estuvo siempre con la gente de mi sangre.

            – ¿Vive por los alrededores? – inquirí, pensando en su acento poco común.

            – Sí, viví aquí en tiempos – respondió–, pero he estado lejos durante mucho tiempo. Todo está cambiado... cambiado. No habría vuelto, pero fui arrastrada por una llamada que usted no puede entender. Dígame, ¿abrirán el túmulo?

            Me sobresalté y la miré atentamente, decidiendo que, de algún modo, había escuchado nuestra conversación.

            – No es cosa mía decirlo – respondí con amargura –. Ortali... mi compañero... lo abrirá indudablemente y yo estoy obligado a prestarle ayuda. Por voluntad propia no lo turbaría.

            Sus fríos ojos horadaron mi alma.

            – Los estúpidos se precipitan a su condena – dijo sombríamente –. ¿Qué sabe este hombre de los misterios de esta vieja tierra? Aquí se han realizado hazañas de las que el mundo se hizo eco. Antes, hace mucho tiempo, cuando el  Bosque de Tomar se alzaba oscuro y susurrante ante la llanura de Clontarf y los muros daneses de Dublín dominaban el sur del río Liffey, los cuervos se alimentaron de los muertos y el sol poniente alumbró largos carmesíes. Allí el rey Brian, su antepasado y el mío, quebró las lanzas del Norte. De todas las tierras vinieron, también de las islas del mar; llegaron con cotas resplandecientes y sus cascos con cuernos proyectaron largas sombras sobre la tierra. Sus proas de dragón hendieron las olas y el sonido de sus remos era como el batir de la tormenta. En la lejana llanura los héroes cayeron como grano maduro ante el segador. Allí cayó Jarl Sigurd de los Orkneys y Brodir de Man, el último de los reyes del mar, y todos sus jefes. Allí cayó también el príncipe Murrogh y su hijo Turlogh, y muchos capitanes de los gaélicos, y el rey Brian Boru en persona, el más poderoso monarca de Erin.

            – ¡Cierto! – Mi imaginación se inflamaba siempre ante los relatos épicos de mi tierra natal –. Mi sangre se derramó aquí y, aunque he pasado la mejor parte de mi vida en una tierra lejana, hay lazos de sangre que atan mi alma a esta costa.            – Ella asintió lentamente y extrajo de sus vestidos algo que brilló apagadamente bajo el sol poniente.

            – Toma esto – dijo –. Yo te lo entrego como prueba de un lazo de sangre. Presiento acontecimientos extraños y monstruosos... pero esto te mantendrá a salvo del mal y del pueblo de la noche. Su santidad está más allá del entendimiento humano.

            Lo tomé, lleno de preguntas. Era un crucifijo de oro curiosamente trabajado, con pequeñas joyas engastadas. La artesanía era extremadamente arcaica e inequívocamente celta. Y en mi interior se removió borrosamente un recuerdo de una reliquia largo tiempo perdida descrita por monjes olvidados en manuscritos nebulosos.

            – ¡Cielo santo! – exclamé –. Este es... debe ser... ¡no puede ser sino el crucifijo perdido de San Brandon el Bendito!

            – Cierto. – Inclinó su severa cabeza –. La cruz de San Brandon, moldeada por las manos del santo hace mucho, mucho antes de que los bárbaros del Norte hicieran de Erin un infierno rojo –... en los días en que la paz dorada y la santidad gobernaran el país.

            – ¡Pero, mujer! – exclamé con fiereza –, ¡no puedo aceptar esto como un regalo! ¡Ignoras su valor! Su valor intrínseco es igual al de una fortuna; como reliquia carece de precio...

            – ¡Basta! – Su profunda voz me redujo de pronto al silencio –. Basta de tal charla, que es sacrílega. La cruz de San Brandon carece de precio. Nunca fue manchada con el oro; sólo como don gratuito ha cambiado siempre de manos. Te la doy para escudarte de los poderes del mal. No digas nada más.

            – ¡Pero ha permanecido perdida trescientos años! – exclamé –. ¿Cómo... dónde...?

            – Un hombre santo me la dio hace mucho tiempo – respondió –. La escondí en mi seno... largo tiempo descansó en él. Pero ahora te la doy; he venido de un país lejano para entregártela, pues hay cosas monstruosas en el viento, y la cruz es la espada y el escudo contra el pueblo de la noche. Un antiguo mal se remueve en su prisión que ciegas manos de un loco pueden abrir; pero la cruz de san Brandon es más fuerte que todo mal y ha acumulado poder y fuerza a través de las largas, largas eras desde que ese mal olvidado cayó a la tierra.

            – Pero, ¿quién eres? – exclamé.

            – Soy Meve MacDonnal –contestó.

            Luego, volviéndose sin una palabra más, se alejó en el crepúsculo mientras yo permanecía asombrado y la contemplaba atravesar el promontorio y perderse de vista, desviándose hacia el interior después de coronar el risco. Después también yo, estremeciéndome como un hombre que despierta de un sueño, descendí lentamente la cuesta y crucé el promontorio. Cuando atravesé el risco fue como si hubiera pasado de un mundo a otro: detrás de mí yacían la tierra salvaje y la desolación de una extraña era medieval; ante mí latían las luces y el rugido de la moderna Dublín. Sólo un toque de arcaísmo permanecían en la escena que se hallaba ante mí: a cierta distancia, en el interior, se alzaban las rotas y quebradas hileras de un viejo cementerio, largo tiempo abandonado y ahogado por los hierbajos, a duras penas discernible en la oscuridad. Mientras miraba vi una alta figura moviéndose como un espectro entre las tumbas ruinosas, y agité la cabeza asombrado. Con toda seguridad que Meve MacDonnal estaba loca, viviendo en el pasado, como alguien que busca avivar la llama en las cenizas del ayer muerto. Emprendí la marcha hacia la lejanía, allí donde empezaban a esparcirse las brillantes ventanas que se convertían en el tumultuoso océano de luces que era Dublín.

            De regreso al hotel de las afueras, donde Ortali y yo teníamos nuestras habitaciones, no le hablé de la cruz que la mujer me había dado. Eso, al menos, no tenía que compartirlo. Pensaba guardarla hasta que ella me la pidiera de nuevo, lo cual estaba seguro de que lo haría. Ahora, recordando su aspecto, volvió a mí lo extraño de su vestimenta, con una cosa que en aquel momento se había grabado en mi subconsciente pero que no había percibido de modo consciente. Meve MacDonnal llevaba sandalias de un tipo que no se había usado en Irlanda durante siglos. Bueno, quizás era natural que con su temperamento vuelto al pasado imitara los atuendos de las eras pasadas que parecían ocupar todos sus pensamientos.

            Hice girar la cruz reverentemente en mis manos. No había duda de que era la misma cruz que tan largo tiempo habían  buscado en vano los anticuarios y cuya existencia, por fin, habían negado desesperados. El clérigo erudito, Michael O'Rourke, en un tratado escrito alrededor de 1690, describía la reliquia extensamente, trazaba de modo exhaustivo su historia, y afirmaba que se oyó de ella por última vez como posesión del obispo Liam O'Brian quien, muriendo en 1595, la  dio a guardar a una mujer de su parentesco; pero quién era esta mujer nunca se supo y O'Rourke afirmaba que ella mantuvo en secreto su posesión de la cruz y que ésta fue enterrada con ella.

            En otro momento mi excitación al descubrir esta reliquia habría sido inmensa, pero en ese momento tenía la mente demasiado llena de odio y de un furia ardiente. Poniendo de nuevo la cruz en mi bolsillo, me dediqué desganadamente a repasar mis contactos con Ortali, contactos que sorprendían a mis amigos, pero que eran bastante sencillos.

            Algunos años antes había estado en contacto con cierta gran universidad de un modo humilde. Uno de los profesores con los que trabajaba – un hombre llamado Reynolds – era de una disposición intolerablemente prepotente hacia aquellos a los que consideraba inferiores suyos. Yo era un estudiante pobre que luchaba por la vida en un sistema que hace precaria la existencia del mismo estudioso. Soporté los abusos del profesor Reynolds todo lo que pude, pero un día nos enfrentamos. La razón no importa; en sí misma era bastante trivial. Porque me atreví a replicar a sus insultos, Reynolds me golpeó y yo le dejé inconsciente.

            Ese mismo día me echó de la universidad. Enfrentado no sólo a una abrupta terminación de mi trabajo y estudios, sino a la misma muerte por hambre, me hallé reducido a la desesperación y fui al estudio de Reynolds tarde, por la noche, pretendiendo dejarle más muerto que vivo de una paliza. Le hallé solo en su estudio pero cuando entré se levantó de un salto y se lanzó sobre mí como una bestia salvaje, con una daga que usaba como pisapapeles. No le golpeé; ni siquiera le toqué. Cuando yo saltaba a un lado para evitar su ataque, una alfombrilla resbaló bajo sus pies lanzados a la carrera. Cayó de bruces y, para mi horror, en su caída la daga que tenía en la mano se le hundió en el corazón. Murió al instante. Enseguida me di cuenta de mi posición. Se sabía que nos habíamos peleado y que incluso habíamos intercambiado golpes. Tenía todas las razones posibles para odiarle. Si me encontraban en el estudio con el muerto, ningún jurado del mundo dejaría de creer que yo le había matado. Me fui apresuradamente por el mismo camino por el que había venido, pensando que no había sido visto. Pero Ortali, el secretario del muerto, me había visto. Volviendo de un baile, me había observado entrar en la residencia y, al seguirme, había visto todo lo ocurrido por la ventana. Pero esto sólo lo supe después. El cuerpo fue hallado por el ama de llaves del profesor y,  naturalmente, hubo una gran conmoción. Las sospechas me señalaban, pero la falta de pruebas evitó que se me procesara y esa misma falta de pruebas dio lugar a un veredicto de suicidio. Ortali guardó silencio durante todo ese tiempo. Entonces se dirigió a mí revelándome lo que sabía. Por supuesto, sabía que yo no había matado a Reynolds, pero podía probar que me hallaba en el estudio cuando el profesor encontró la muerte, y yo sabía que Ortali era capaz de llevar a cabo su amenaza de jurar que me había visto asesinar a Reynolds a sangre fría. Y así empezó un chantaje sistemático.

            Me aventuraré a decir que jamás hubo un chantaje más extraño. No tenía dinero por aquel entonces; Ortali estaba apostando por mi futuro, pues estaba seguro de mis habilidades. Me adelantó dinero y, tirando hábilmente de sus influencias, me consiguió una beca en una universidad más grande. Luego se sentó a cosechar los beneficios de sus manejos, y obtuvo buenas cosechas de la semilla que había sembrado.

            Alcancé un gran éxito en mi campo. Pronto pedía un salario exorbitante por mi trabajo regular, y recibí pingües premios y galardones por investigaciones de naturaleza variadamente dificultosa, y de ellos Ortali tomó la parte del león... en dinero al menos. Yo parecía tener el don de Midas. Pero del vino de mi éxito sólo probaba las heces.

            Apenas tenía un céntimo a mi nombre. El dinero que había fluido por mis manos había ido a enriquecer a mi esclavizador, ignorado del mundo. Un hombre de notables dones podría haber llegado a la cima de cualquier campo, salvo por un extraño rasgo de su carácter que, junto con su naturaleza desusadamente avariciosa le habían convertido en una sanguijuela, un parásito.

            Este viaje a Dublín había sido como unas vacaciones para mí. Estaba agotado por el estudio y el trabajo. Pero de algún modo él había oído hablar del Túmulo de Grimmin, como era llamado y, al igual que un buitre huele la carne muerta, Se imaginó la pista de oro oculto. Una copa de oro habría sido para él recompensa suficiente por el trabajo de abrir el montículo, y razón bastante para profanar o incluso destruir el viejo mojón. Era un cerdo con el oro como único dios.

            Bien, pensé lúgubremente mientras me desvestía para dormir, todo acaba, tanto lo bueno como lo malo. Una vida tal como la que yo vivía era insoportable. Ortali había agitado la prisión ante mis ojos hasta que ésta perdió sus terrores. Me había tambaleado bajo el peso que llevaba a causa de mi amor por mi trabajo. Pero toda resistencia humana tiene sus límites. Mis manos se endurecieron como el hierro al pensar en Ortali, trabajando a mi lado a medianoche en el túmulo solitario. Un golpe, con una piedra como la que había recogido ese día, y mi agonía habría terminado. Mi vida y esperanzas, mi carrera y ambiciones acabarían también, eso era inevitable. ¡Ah, qué triste, triste fin para mis elevados sueños! ¡Que una soga y la larga caída a través de una negra trampa debieran poner fin a una carrera honrosa y una vida útil! Y todo a causa del vampiro humano que saciaba su podrida sed en mi alma, y me conducía al crimen y la ruina.

            Pero sabía que mi suerte estaba escrita en los férreos libros del destino. Más pronto o más tarde me volvería contra Ortali y le mataría, fueran cuales fuesen las consecuencias. Y había llegado ya al final de mi camino. La tortura continuada me había vuelto parcialmente loco, creo. Sabía que en el Túmulo de Grimmin, cuando trabajáramos a medianoche, la vida de Ortali terminaría bajo mis manos, y mi propia vida sería arruinada.

            Algo cayo de mi bolsillo y lo recogí. Era el pedazo de piedra afilada que había tomado del túmulo. Contemplándolo meditabundo, me pregunté qué manos extrañas lo habían tocado en tiempos antiguos, y qué oscuro secreto había ayudado a esconder en el desnudo promontorio de Grimmin. Apagué la luz y me tendí en la oscuridad, con la piedra en mi mano, olvidada, ocupado con mis propios y oscuros pensamientos. Y me deslicé gradualmente a un profundo letargo.

            Primero fui consciente de que soñaba, como lo es a menudo la gente. Todo era tenue y borroso y estaba conectado de algún modo extraño, lo notaba, con el pedazo de piedra aferrado aún en mi mano dormida. Escenas gigantescas y caóticas, paisajes y acontecimientos se deslizaban ante mí, como nubes que ruedan y corren delante del vendaval. Lentamente se asentaron y cristalizaron en un paisaje claro, familiar pero, con todo, salvajemente extraño. Vi una gran llanura desnuda, limitada a un lado por el mar grisáceo y al otro por un bosque oscuro y susurrante; esta llanura se hallaba cortada por un río serpenteante y más allá del río vi una ciudad... una ciudad como nunca habían visto mis ojos estando despiertos: austera, sin adornos, enorme, con la severa arquitectura de una era más salvaje y antigua. En la llanura vi, como entre una niebla, un feroz combate. Apretadas filas se movían atrás y adelante, el acero centelleaba como un mar soleado; y los hombres caían como grano maduro bajo las hojas. Vi hombres con pieles de lobo, salvajes y con rostros trastornados, blandiendo hachas goteantes, y hombres altos con yelmos cornudos y destellantes cotas de malla, cuyos ojos eran fríos y azules como el mar. Y me vi a mí mismo.

            Sí, en mi sueño me vi y me reconocí a mí mismo, de un modo casi indiferente. Era alto, enérgico y fuerte; la cabellera revuelta y andaba desnudo salvo por un faldellín de piel de lobo alrededor de la cintura. Corría entre las filas gritando y golpeando con un hacha enrojecida, y la sangre corría por mis costados de heridas que apenas sentía. Tenía los ojos de un frío azul y la barba y el cabello revueltos eran rojizos.

            Por un instante fui consciente de mi doble personalidad, consciente de que era a la vez el salvaje que corría y mataba con su hacha ensangrentada, y el hombre que dormía y soñaba a través de los siglos. Pero tal sensación se desvaneció rápidamente. Ya no era consciente de ninguna otra personalidad salvo la del bárbaro que corría y golpeaba. James O'Brien carecía de existencia; yo era Cumal el Rojo, kern de Brian Boru, y de mi hacha goteaba la sangre de mis enemigos.

            El rugir del conflicto moría a lo lejos, aunque aquí y allá grupos de guerreros en combate se distinguían en la llanura. A lo largo del río, semidesnudos hombres de las tribus, el agua enrojecida hasta la cintura, se herían y desgarraban con guerreros de yelmo cuyas cotas no podían salvarles del golpe del hacha dalcasiana. A través del río una horda ensangrentada se tambaleaba en desorden hacia las puertas de Dublín.

            El sol se hundía hacia el horizonte. Todo el día había combatido junto a los jefes. Había visto a Jarl Sigurd caer bajo la espada del príncipe Murrogh. Había visto al propio Murrogh morir en el momento de la victoria a manos de un inexorable gigante con cota de malla cuyo nombre nadie conocía. Había visto, en la desbandada del enemigo, caer juntos a Brodir y al rey Brian a la puerta de la tienda del gran rey.

            Sí, había sido un festín de cuervos, una roja inundación de matanza, y sabía que las flotas de proa de dragón no volverían a barrernos desde el azul norte con la antorcha y la destrucción. En grandes números yacían los vikingos con sus destellantes cotas, como yace el grano maduro después de la siega. Entre ellos yacían miles de cadáveres ataviados con las pieles de lobo de las tribus, pero los muertos del pueblo del norte superaban en mucho a los muertos de Erin. Estaba cansado y enfermo por la pestilencia de la sangre derramada. Había saciado mi alma con la masacre; ahora buscaba el saqueo. Y lo encontré... en el cadáver de un jefe nórdico ricamente ataviado que yacía cerca de la costa. Le arranqué el peto de malla de plata, el casco de cuernos. Parecían hechos para mí, y me abrí paso entre los muertos, llamando a mis feroces camaradas para que admiraran mi aspecto, aunque el arnés lo notaba extraño, pues los gaélicos despreciaban la armadura y luchaban medio desnudos.

            En mi busca de botín me había adentrado mucho en la llanura, alejándome del río, pero los cuerpos vestidos con cotas de malla yacían aún abundantes, pues al romperse las filas los fugitivos y los perseguidores se habían esparcido por todo el terreno, desde el oscuro y ondulante bosque de Tomar hasta el río y la costa. Y en la ladera que daba al mar del promontorio de Drumma, lejos de la ciudad de la llanura de Clontarf, di súbitamente con un guerrero agonizante. Era alto y corpulento, ataviado con una cota gris. Yacía parcialmente escondido por los pliegues de una gran capa oscura, y junto a su poderosa mano derecha descansaba su espada rota. El casco de cuernos había caído de su cabeza y el viento que soplaba del Oeste hacía volar sus finos rizos.

            Donde debía hallarse un ojo había una cuenca vacía y el otro ojo brillaba frío y severo como el Mar del Norte, aunque ya lo vidriaba la llegada de la muerte. La sangre brotaba de una herida en su peto. Me acerqué a él cautelosamente, un miedo frío y extraño que no podía entender haciendo presa en mí. Con el hacha lista para romperle la cabeza, me incliné sobre él y le reconocí como el jefe que había matado al príncipe Murrogh, y que había segado a los guerreros gaélicos como si los cosechara. Allí donde había luchado, los nórdicos habían prevalecido, pero en todas las demás partes del campo de batalla los gaélicos habían sido irresistibles.

            Y ahora me hablaba en nórdico y le entendí pues, ¿acaso no había trabajado como esclavo entre el pueblo del mar durante largos y amargos años?

            – Los cristianos han vencido – jadeó en una voz cuyo timbre, aunque apagado, hizo que me recorriera un curioso estremecimiento de pavor; había en ella el tono escondido de las olas heladas barriendo una costa del Norte, como vientos gélidos susurrando entre los pinares –. La muerte y las sombras caminan sobre Asgard y aquí ha caído Ragnarok. No podía estar en todos los lugares del campo a la vez, y ahora estoy herido de muerte. Una lanza... una lanza con una cruz tallada en la hoja; ninguna otra arma podía herirme.

            Me di cuenta de que el jefe, viendo borrosamente mi barba roja y la armadura nórdica que llevaba, me suponía uno de su propia raza. Pero el horror nacía oscuro en las profundidades de mi alma.

            – Cristo Blanco, aún no has vencido – musitó como en delirio –. Levántame, hombre, y deja que te hable.

            Le obedecí por alguna razón y mientras le alzaba hasta dejarle sentado, me estremecí y al tocarle se me puso la piel de gallina, pues su carne era como marfil... más suave y dura que lo natural en la carne humana, y más fría de lo que debería estar incluso la de un moribundo.

            – Muero como mueren los hombres – murmuró –. Que estupidez, asumir los atributos de la humanidad, incluso para ayudar al pueblo que me hizo dios. Los dioses son inmortales, pero la carne puede perecer, hasta cuando la viste un dios. Apresúrate y trae un brote de la planta mágica, aunque sea acebo, y déjalo en mi pecho. Sí, aunque no sea más grande que la punta de una daga, me liberará de esta prisión carnal que revestí cuando vine a luchar por los hombres con sus propias armas. Y me desprenderé de esta carne y volveré a caminar una vez más entre las nubes cargadas de truenos. ¡Ay, entonces, de todos los hombres que no se arrodillen ante mí! Apresúrate; aguardaré tu regreso.

            Su leonina cabeza cayó hacia atrás y, tanteando temblorosamente bajo su armadura, no distinguí latido alguno. Estaba muerto, como mueren los hombres, pero yo sabía que encerrado en esa imitación de un cuerpo humano no hacía sino dormitar el espíritu de un demonio del granizo y la oscuridad.

            Sí, le conocía: Odín el Hombre Gris, el Tuerto, el dios del Norte que había tomado la forma de un guerrero para luchar por su pueblo. Asumiendo la forma de un ser humano estaba sujeto a muchas de las limitaciones de la humanidad. Todos los hombres sabían esto de los dioses que a menudo caminaban sobre la tierra disfrazados de hombres. Odín, ataviado con el aspecto humano, podía ser herido por ciertas armas, y hasta muerto, pero el contacto del misterioso acebo le haría alzarse en horrenda resurrección. Esta tarea me había impuesto, no sabiéndome enemigo; en forma humana sólo podía usar facultades humanas, y éstas se hallaban mermadas por la muerte inminente.

            Se me erizó el cabello y la piel se me puso de gallina. Arranqué de mi cuerpo la armadura nórdica y luché con un pánico salvaje que me impulsaba a correr ciegamente y gritar de terror por la llanura. Enfermo de miedo, reuní rocas y las amontoné formando un tosco lecho y sobre él, temblando de horror, puse el cuerno del dios nórdico. Y a medida que el sol se ocultaba y las estrellas salían en silencio, yo trabajaba con feroz energía, apilando enormes rocas encima del cadáver. Otros tribeños se acercaron y les conté lo que estaba encerrando... para siempre, esperaba. Y ellos, temblando de horror, se pusieron a ayudarme. Ningún brote de acebo mágico debía ser puesto en el terrible pecho de Odín. Bajo esas toscas piedras el demonio del Norte dormiría hasta el trueno del Día del Juicio, olvidado del mundo que una vez había gritado bajo su talón. Pero no completamente olvidado pues, mientras nos afanábamos, uno de mis camaradas dijo:

            – Este no será más el Promontorio de Drumma, sino el promontorio del Hombre Gris.

            Esa frase estableció una conexión entre mi yo que soñaba y mi yo del sueño.

            Salí sobresaltado del sueño exclamando:

            – ¡El Promontorio del Hombre Gris!

            Contemplé aturdido lo que me rodeaba, los muebles del cuarto, débilmente iluminado por la luz de las estrellas en las ventanas, pareciéndome extraño y poco familiar hasta que lentamente me orienté en el tiempo y el espacio.

            – El Promontorio del Hombre Gris – repetí –, Hombre Gris... Graymin... Grimmin... ¡el Promontorio de Grimmin! [A] ¡Santo Dios, la cosa bajo el túmulo!

Me levanté de un salto, estremecido, y me di cuenta de que todavía agarraba el pedazo de piedra del túmulo. Es bien sabido que los objetos inanimados resisten asociaciones psíquicas. Un guijarro de la llanura de Jericó fue puesto en la mano de una médium hipnotizada y ella reconstruyó de inmediato en su mente la batalla y el asedio de la ciudad, y el derrumbamiento de los muros. No dudaba de que ese pedazo de piedra había actuado como un imán para atraer mi mente moderna a través de las nieblas de los siglos a una vida que había conocido antes.

            Me hallaba más conmovido de lo que puedo describir, pues todo el fantástico asunto encajaba demasiado bien con ciertas sensaciones vagas e informes concernientes al túmulo que ya habían estado acechando en el fondo de mi mente, para que yo lo considerara sólo un sueño desacostumbradamente vívido. Sentí la necesidad de un vaso de vino y recordé que Ortali tenía siempre vino en su cuarto. Me vestí apresuradamente, abrí mi puerta, crucé el corredor y estaba a punto de llamar a la puerta de Ortali cuando me di cuenta de que estaba parcialmente abierta, como si alguien hubiera descuidado el cerrarla con cuidado. Entré, dando la luz. El cuarto estaba vacío.

            Me di cuenta de lo sucedido. Ortali no se fiaba de mí; temía ponerse en peligro estando solo conmigo en un lugar solitario a medianoche. Había pospuesto la visita al túmulo sólo para engañarme, para darle una oportunidad de marcharse en solitario.

            Mi odio por Ortali estaba, por el momento, completamente sumergido por un salvaje frenesí de horror al pensar en lo que podía resultar de abrir el túmulo. Pues no dudaba de la autenticidad de mi sueño. No era un sueño; era un fragmento de memoria, en el cual había revivido otra vida mía. El Promontorio del Hombre Gris... el Promontorio de Grimmin, y bajo esas toscas piedras ese cadáver horrible en su apariencia humana... no podía esperar que, imbuido con la esencia imperecedera de un espíritu elemental, ese cadáver se hubiera hecho polvo con las eras.

            De mi carrera fuera de la ciudad y hacia esas extensiones semi-desoladas, poco recuerdo. La noche era un manto de horror a través del cual atisbaban las rojas estrellas como los ojos ávidos de bestias increíbles, y mis pisadas resonaban huecamente de tal modo que más de una vez pensé que algún monstruo me pisaba los talones.

            Las luces dispersas quedaron atrás y penetré en la región del misterio y el horror. No era de extrañar que el progreso hubiera pasado de largo de aquel lugar, dejándolo intacto, una ciega bolsa perdida y entregada a sueños de duendes y recuerdos de pesadilla. Bueno era que tan pocos sospecharan su propia existencia.

            Divisé tenuemente el promontorio, pero el miedo me dominó y me mantuvo alejado. Tenía la vaga e incoherente idea de encontrar a la anciana, Meve MacDonnal. Había llegado a vieja entre los misterios y tradiciones de aquel país misterioso. Podía ayudarme, si en realidad la estúpida ceguera de Ortali iba a soltar sobre el mundo el demonio olvidado que los hombres adoraron en tiempos en el Norte. Una figura apareció de pronto bajo las estrellas y yo tropecé con ella, casi derribándola. Una lengua espesa y tartamudeante protestó con la petulancia de la intoxicación. Era un fornido pescador de altura regresando a su cabaña, sin duda, de alguna tardía diversión en una taberna. Le agarré y le sacudí, mis ojos ardiendo a la luz de las estrellas.

            – ¡Busco a Meve MacDonnal! ¿La conoce? ¡Dígamelo, idiota! ¿Conoce a la vieja Meve MacDonnal?

            Fue como si mis palabras le devolvieran la sobriedad tan repentinamente como un cubo de agua helada en la cara. A la luz de las estrellas vi su rostro volverse blanco y su garganta enmudecer de miedo. Intentó santiguarse con una mano insegura.

            – ¿Meve MacDonnal? ¿Está usted loco? ¿Qué iba a tener yo que ver con ella?

            – ¡Dígamelo! – aullé, sacudiéndole ferozmente –. ¿Dónde está Meve MacDonnal?

            – ¡Ahí! – jadeó, señalando con una mano temblorosa hacia la noche donde algo se recortaba tenuemente contra las sombras –. ¡En nombre de todos los santos, seas loco o demonio, vete y deja en paz a un hombre honrado. ¡Ahí... ahí encontrarás a Meve MacDonnal... donde la enterraron, hace más de trescientos años!

            Escuchando a medias sus palabras le arrojé a un lado con una feroz exclamación y, mientras corría a través de la llanura sembrada de arbustos, oí los ruidos de su tambaleante huida. Medio cegado por el pánico, llegué a la baja edificación que el hombre había señalado. Y adentrándome entre los arbustos, mis pies hundiéndose en el húmedo moho, me di cuenta de que me hallaba en el viejo cementerio, en el lado que daba al interior del promontorio de Grimmin, en el cual había visto desaparecer a Meve MacDonnal la tarde anterior. Estaba cerca de la lápida de la tumba más grande y con una fantasmal premonición me incliné más, buscando distinguir la inscripción profundamente tallada. En parte gracias a la tenue luz de las estrellas y en parte tanteando con los dedos, distinguí las palabras y las cifras, en el gaélico medio olvidado de tres siglos antes: “Meve MacDonnal – 1565–1640”.

            Retrocedí con un grito de horror y, sacando el crucifijo que me había dado, esbocé el gesto de lanzarlo hacia las tinieblas... pero fue como si una mano invisible me aferrara la muñeca. Locura, delirio... pero no podía dudarlo: Meve MacDonnal había vuelto a mí desde la tumba donde había permanecido descansando durante trescientos años para darme la vieja, vieja reliquia que le había sido confiada hacía tanto tiempo por su pariente, el sacerdote. El recuerdo de sus palabras regresó a mí, y el de Ortali y el Hombre Gris. Me aparte decididamente de un horror pequeño para volverme hacia uno más grande, y corrí hacia el promontorio que se recortaba borroso contra las estrellas en dirección del mar.

            Mientras cruzaba el risco vi, a la luz de las estrellas, el túmulo y la figura que, semejante a un gnomo, se afanaba sobre él. Ortali, con su acostumbrada y casi sobrehumana energía, había movido muchas de las piedras; al acercarme, temblando con horrorizada anticipación, le vi apartar la última capa y oí su salvaje grito de triunfo que me dejó helado a unas cuantas yardas de distancia detrás de él, mirando desde la ladera. Un resplandor maligno se alzó del túmulo y vi, al norte, inflamarse repentinamente la aurora boreal con una terrible belleza, haciendo palidecer a las estrellas. Alrededor del túmulo latía una luz extraña, convirtiendo las ásperas piedras en plata que centelleaba fríamente, y a este resplandor vi a Ortali, despreocupado, arrojar a un lado su pico e inclinarse ávidamente sobre la abertura que había creado... y vi allí la cabeza con el yelmo, reposando sobre la capa de piedras donde yo, Cumal el Rojo, la había colocado tanto tiempo atrás. Vi el terror inhumano y la belleza de ese asombroso rostro esculpido en el que no había ninguna debilidad humana, ni piedad o compasión. Vi el resplandor de un único ojo que helaba el alma, abierto en una temible semblanza de vida. Por toda la figura ataviada con cota de malla centelleaban y chispeaban fríos dardos de luz helada, como las luces del Norte que ardían en los cielos convulsos. Sí, el Hombre Gris yacía como yo le había dejado más de novecientos años atrás, sin rastro de óxido, podredumbre o decadencia.

            Y cuando Ortali se inclinó hacia adelante para examinar su hallazgo, un grito ahogado brotó de mis labios... pues la rama de acebo, que llevaba en la solapa en desafío a la «superstición nórdica» resbaló de su sitio y, al extraño resplandor, la vi caer claramente sobre el poderoso pecho acorazado de la figura, donde ardió de pronto con una brillantez demasiado fuerte para los ojos humanos. A mi grito le hizo eco el de Ortali. La figura se movió; los poderosos miembros se flexionaron, apartando a un lado las piedras resplandecientes. Un brillo nuevo iluminó el terrible ojo y una marea de vida fluyó y animó los pétreos rasgos.

            Se levantó, saliendo del túmulo, y las luces del Norte jugaron de modo terrible sobre él. Y el Hombre Gris cambió y se alteró en horrenda transmutación. Los rasgos humanos se desvanecieron como una mascara que se borra; la armadura cayó de su cuerpo y se hizo polvo al caer; y el demoníaco espíritu del hielo y el granizo y la oscuridad que los hijos del Norte deificaron como Odín, se alzó desnudo y terrible bajo las estrellas. Alrededor de su espantosa cabeza se movían los relámpagos y los convulsos resplandores de la aurora. Su colosal forma antropomorfa era tan oscura como la sombra y tan brillante como el hielo; su horrible cima llegaba a colosales alturas, hasta la bóveda del cielo.

            Ortali se acurrucó, gritando sin palabras, cuando las deformes manos ganchudas se tendieron hacia él. En los rasgos sombríos e indescriptibles de la Cosa no había rastro alguno de gratitud hacia el hombre que la había liberado... sólo una avidez y un odio demoníacos hacia todos los hijos del hombre. Vi los brazos sombríos lanzarse y golpear. Oí a Ortali gritar una vez... un alarido único e insoportable que se alzó hasta el más agudo de los tonos. Por un sólo instante un cegador relampagueo azul ardió a su alrededor, iluminó sus rasgos convulsos y sus ojos que rodaban en sus órbitas; después, su cuerpo fue lanzado hacia el suelo como por una sacudida eléctrica, tan salvajemente que oí con claridad el romperse de los huesos. Pero Ortali estaba muerto antes de tocar el suelo... muerto, encogido y ennegrecido, exactamente como un hombre alcanzado por el rayo, a cuya causa, en realidad, atribuyeron su muerte luego los hombres.

            El monstruo feroz que le había matado se inclinó luego hacia mí, brazos de sombra como tentáculos extendidos, la pálida luz de las estrellas convirtiendo su único ojo en un lago luminoso, sus temibles garras goteando con no sé qué fuerzas elementales para reventar los cuerpos y las almas de los hombres.

            Pero no me acobardé, y en ese instante no le tuve miedo, ni ante el horror de su aspecto ni ante la amenaza de sus rayos mortales. Pues en una cegadora llama blanca había entendido el por qué Meve MacDonnal había vuelto de su tumba para traerme la vieja cruz que había descansado en su seno durante trescientos años, acumulando en sí misma las fuerzas invisibles del bien y la luz que guerrean eternamente contra las formas de la locura y la sombra.

            Mientras sacaba de mis ropas la vieja cruz, sentí desplegarse a mi alrededor gigantescas fuerzas invisibles en el aire. No era sino un peón en el juego... meramente la mano que sostenía la reliquia de santidad que era el símbolo de los poderes opuestos para siempre a los demonios de la oscuridad. Mientras la sostenía en alto, de ella saltó un solo dardo de luz blanca, insoportablemente pura, intolerablemente blanca, como si todas las temibles fuerzas de la Luz se hubieran combinado en el símbolo y se liberaran en una concentrada y única flecha de ira contra el monstruo de la oscuridad. Y con horrendo alarido el demonio retrocedió, encogiéndose ante mis ojos. Luego, con un gran batir de alas como de buitres, se lanzo hacia las estrellas, encogiéndose, encogiéndose entre el despliegue de los fuegos que ardían de los cielos atormentados, huyendo de vuelta al oscuro limbo que le hizo nacer, ¡sólo Dios sabe cuántos terribles eones antes!

 

 

 

La historia del pescador de altura

 

Y al instante siguiente aquel gran loco pelirrojo me sacudía como un perro a una rata. «¿Dónde está Meve MacDonnal?», gritaba. Por todos los santos que es horrible oír gritar a un loco en un lugar solitario a medianoche, aullando el nombre de una mujer muerta hace trescientos años.

El túmulo en el promontorio
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